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Cezara

Mihai Eminescu

Traducción de Enrique Nogueras

Era una mañana de verano. El mar extendía su azul infinito, el sol se alzaba poco a poco en la serenidad profundamente azul del cielo, las flores se despertaban frescas después del largo sueño de la noche, las rocas negras se agrisaban humedecidas por el rocío, solo aquí o allí caían de ellas, derrotadas por el calor, pequeños trozos de arena y piedra.

Entre unos picachos de roca, hacia el poniente, se levantaba un viejo monasterio rodeado de murallas, semejante a una fortaleza, y tras las murallas veías asomar aquí y allá la copa verde de algún álamo o algún castaño. Los tejados puntiagudos de tejas enmohecidas, la bóveda negra de la iglesia, los muros circundantes, desmochados y atacados en su ruina por las plantas crasas, por hormigas que construían sus estados, por largas procesiones de insectos rojos que tomaban el sol con sosiego, la puerta de roble envejecida por los siglos, las escaleras de piedra desgastada y comida de tantos pasos, todo esto en conjunto llevaba a creer que se trataba más una ruina expuesta a la curiosidad que de una residencia habitada.

A la derecha del monasterio se alzaban colinas con bosques, huertas, viñedos, pueblitos con casitas blancas esparcidos por las laderas de los valles; a la izquierda, un camino semejante a una cinta pasaba a través de una infinitud de parcelas que se perdían en la lejanía del horizonte, un camino que pasaba como una cuerda por una llanura verde infinita que se difuminaba a lo lejos del horizonte; delante, el mar, cuya superficie rompían aquí y allá las puntas de una de roca que salía del agua.

A lo largo de los muros circundantes se abrían senderos por la cuesta de la colina, atravesados en su trayecto por los restos del trabajo de los topos. En una de las sendas vemos a un anciano monje caminando hacia la puerta del monasterio, con las manos entrelazadas a la espalda. Su hábito de estameña está ceñido con un cordón blanco, los rosarios de lana cuelgan de su pecho como un cogujón, los zapatos de madera se arrastran y retumban a cada paso. Su barba blanca es un poco rala, los ojos como el suero de la leche, inexpresivos y como idiotizados; ninguna resignación o ascetismo en él.

Llegado al portón, toca la campanilla, un hermano le abre, él entra en el patio del monasterio, que parecía abandonado, con su suelo de piedras cuadradas entre las cuales crecían a su antojo hilos de hierba alta, y en medio hay como un pequeño lago cuyas orillas estaban invadidas por malas hierbas de todos tipos. Bardanas, gencianas y setos que tejen sus mantas de flores por encima de toda la vegetación estrangulada con la aglomeración de sus ramas. Una terraza alargada, sombreada y con muchas columnas comunica con una escalera que da al patio. El anciano abre la puerta de la habitación y se pierde en el interior del edificio.

En el largo y alto muro del monasterio, visto desde el jardín, se ven ventanas con rejas negras, como las ventanas de las celdas abandonadas, solo una está cubierta enteramente por hiedra y al fondo de esa red de hojas oscurecidas se ven tiestos de rosas blancas que parecen buscar el sol con sus cabezas. Esa ventana daba a una celda en cuyas paredes se habían dispuesto extraños bocetos hechos a lápiz: aquí un santo, allí un perro retorciéndose en la hierba, allá la imagen muy bien ejecutada de un escarabajo, flores, rosales, cabezas de mujeres, bonetes, sandalias, en fin, un libro de bocetos dispersos en la pared. Un armario con libros religiosos, una silla con el respaldo alto, ropa de monje colgada en un clavo, una caja pintada con flores diversas, una cama simple debajo de la cual se veían unos zapatos y un gato negro, este era todo el mobiliario. A través de la red viva y temblorosa de la ventana penetraban los rayos de sol y llenaban la semioscuridad de la celda con rayos de luz en los cuales se veían miles de hilos movedizos que jugaban todos en el imperio de un rayo, y luego desaparecían a la vez que este.

En la silla está sentado un joven monje. Se halla en uno de esos momentos de agradable reposo como los que tiene un perro que estira sus músculos al sol, flojo, adormilado, sin deseos. Una frente ancha e igual de larga sobre la cual el pelo forma un marco negro y brillante, colocada sobre unos ojos hundidos en sus bóvedas y sobre una nariz fina, una boca con labios delgados, una barbilla redonda, ojos satisfechos, cómo decirlo, de ellos mismos, miran con una especie de conciencia de sí que podría parecer temeraria, su expresión es una curiosa mezcla de sueño y fría razón.

Se acerca a la ventana y mira abajo, al jardín: la hierba suave, crecida a la sombra virgen de los árboles, las naranjas que brillaban entre las hojas. A continuación coge el lápiz y dibuja en la pared una naranja. Coge un zapato, lo pone sobre la mesa y lo mira, después abre un libro eclesial y en la esquina de una hoja pinta el zapato. ¡Qué profanación de los santos libros! En los bordes de todos había perfiles de mujeres, curas, caballeros, mendigos, comediantes... en fin, la vida en toda su realidad, garabateada en cada rincón disponible.

De repente entra el anciano.

-Bendígame, padre.

-El señor sea contigo.

-Eh, Ieronim -dijo el anciano alegre y un poco sonado-, ¿en qué estás trabajando ahora, pícaro?

-¿Yo? ¿Pero cuándo he trabajado yo en algo? Esta suposición ofende mi carácter, padre... Yo no trabajo nada; me distraigo dibujando tonterías en las paredes; ¿pero de trabajar...? Soy más listo de lo que parezco...

-Haces mal no aprendiendo a pintar.

-Yo no hago ningún mal ni ningún bien, porque no hago nada. Solo juego.

-Entierras el talento, hijo, tu talento.

-Entierro al diablo, padre.

Apage Satanás1! -dijo el anciano saltando sobre un solo pie y arrojándose en sus brazos. Ieronim empezó a reír.

-El Señor sabrá, padre, de dónde sacas tanta alegría. Yo tengo momentos en que estoy triste, tú... no creo.

-¿Triste yo, Ieronim? Que me lleve el diablo, hijo mío, si yo he estado triste alguna vez. La tristeza huye de mí como el compadre del incienso. Pero deja esto... ¡Venga, ven conmigo a la ciudad! Hoy, cuando visité a tu abad, he puesto cara de turco desdichado... y le he dicho que me hacías falta para un banquete fúnebre, mentí como siempre... En fin, que te concede que seas mi compañía como sepulturero. ¡Vamos a ir los dos a la ciudad, Ieronim... Conozco un sitio... buen vino, bueno de verdad, puf! ¡Jugaremos a las cartas con otros hermanitos, fumaremos pipas de esas largas como el día de hoy y echaremos un ojo por la ventana a las mujeres que pasan! Se entiende que sin...

-Se entiende.

-Me pregunto quién diablos te hizo a ti monje, maldito Ieronim.

-Me pregunto quién diablos te hizo a ti monje, padre.

-¿Quién? El Diablo.

Se equivocaría cualquiera que pensara que todas estas frivolidades de los monjes tenían algún significado. Los así llamados por ellos desenfrenos eran unas niñerías, pese a toda la libertad de palabra con que las vestían. Una copa de vino, una partida de cartas, una pipa de tabaco, de vez en cuando una mirada furtiva a la silueta de una chica sonriente, tales eran en realidad sus famosos desenfrenos. Todo el encanto consistía en el misterio con el cual disfrazaban sus pequeñas incursiones en el mundo.

Ieronim se echa por encima el manteo y pone una cara siniestra. El simpático anciano pone su cara de demente, para impresionar al asustadizo portero, y los dos salen rápidamente del monasterio para moderar el ritmo de sus pasos una vez llegados al camino principal, que lleva a la ciudad.

-Condesa, haré que tu padre te obligue a ser mía.

-¿Quién duda de que puedas hacerlo, quién de que seas capaz? Mi padre te debe dinero y tú quieres a su hija. Nada más natural. Ambos os pondréis de acuerdo sobre el precio como dos hombres honrados que sois... pero hasta que no sea tu mujer tengo el derecho de pedirte que me dejes en paz... Ya tendrás bastante tiempo para maltratarme cuando sea tu esposa.

La bella condesa le dio la espalda y miró hacia la callejuela por la ventana. Se echó a reír, porque vio a un simpático anciano que se esforzaba por adoptar actitudes piadosas para impresionar a los transeúntes. Ieronim y Onufrei estaban en la calle; Onufrei, pasando las cuentas del rosario que tenía en las manos unidas sobre el abdomen, Ieronim con una cara de profunda y noble seriedad.

El marqués Castelmare miró larga y salvajemente a aquella joven que despreciaba su amor, después salió rápidamente dando un portazo tras de sí.

-Qué guapo es aquel monje -musitó la condesa sonriendo-. Y qué anciano tan simpático... Parece un cómico haciendo de intrigante. Qué rasgos tan nobles tiene el joven... parece un demonio... bello, serio, impasible. Con la falta que le hace a Francesco un modelo para el demonio en su «La caída de los ángeles»... si pudiéramos echarle mano a ese monje.

-Maestro- gritó ella con fuerza, al tiempo que acercaba dos sillas a la ventana-. Entró un anciano con blusa de terciopelo, cara alta y despejada, y barba grisácea, que se acercó a la joven con una pregunta en los labios.

-Ven junto a mí... Siéntate aquí... y ahora mira aquel joven monje. ¿Qué demonio tan guapo para «La caída de los ángeles», no es así?

-Qué hermoso Adonis para «Venus y Adonis» -dijo el pintor sonriendo-, tú Venus y él Adonis.

-¡Eh! Eso es muy fuerte -Francesco le cogió la mano y acercó la boca a su bella frente.

-Eres una niña -dijo él lentamente-, ¿y por qué no? Tú quieres amar... todas las fibras de tu corazón tiemblan cuando te lo digo... ¿Quieres pues que un hombre al cual no amas, ese tal Castelmare, te tome por esposa? Sabes que soy rico... sabes que te quiero como si fueras mi hija... sabes que tu padre te vendería si se le pagara el precio que pide, porque es pobre, desenfrenado, jugador... y que no tienes otra vía para escapar de tu perdición sino huir de esta casa. ¿Quieres un padre?... Aquí me tienes... ¿Quieres una casa? La mía está a tu disposición. ¿Quieres un amante, Cezara?... Ahí lo tienes. Yo también he amado... conozco desde la juventud este dulce tormento... Tú estás sedienta de su amor y sin embargo serías capaz dejar escapar de tus manos al modelo más hermoso del cuadro... Un ángel con genio, porque los demonios son ángeles con genio... los otros, los que se quedaron en el cielo, son algo tontorrones.

-Muy bien, padre, pero no voy a ir yo a por él -dijo ella roja como el fuego.

-¿Quieres que vaya yo a buscarlo?

-Huy no...

-Huy sí... Mis respetos, señorita -dijo Francesco corriendo hacia la puerta. Iba a detenerlo... no le gustaba la idea..., no detenerlo, no era correcto. Ella no hizo nada, que era lo más sensato para el caso. El pintor salió sonriendo malicioso, pero en extremo encantado de las caras que se le ponían a Cezara... contradictorias, turbadas, desesperadas.

Ella se había quedado confusa. Miraba a Ieronim. Qué guapo era... el corazón le temblaba por dentro... lo hubiese matado si hubiese sido suyo... Estaba loca.

¡Pero qué bella, qué espléndida, qué digna de ser amada! Su cara era de un blanco ambarino oscurecida solo por una sombra violeta; la transparencia del fino sistema venoso que concentraba todos los ideales del arte en su frente arqueada, y en unos ojos azul oscuro que brillaban a la sombra de unas largas pestañas y por ello se volvían más dulces, más oscuros, más demoníacos. El cabello rubio parece una bruma dorada, la dulce boca, con el labio inferior un poco más grueso, se diría que está pidiendo besos, la nariz fina y su barbilla redonda y dulce igual que las de las mujeres de Giacomo Palma. Tan noble, tan hermosa, su cabeza se levantaba con una especie de orgullo infantil, tal y como levantan las suyas los caballos de raza árabe, y entonces su largo cuello mostraba la energía marmórea y al mismo tiempo deseable del cuello de Antínoo.

Ella colocó su cabeza sobre su mano y miró a aquel joven monje con un resignado deseo. Había tomado los comentarios de Francesco solo como una broma, pero es verdad que también le habría gustado que fueran reales. Qué oscuras alegrías sentía su corazón ante aquella mirada..., cómo habría deseado... ¿Qué habría deseado?... ¡Ah! Quién lo diría, quién podría decirlo, y qué idioma es lo bastante rico para expresar la infinidad de sentimientos que se sobreponen no ya en el amor mismo, sino en la sed del amor. Ella sueña en su ventana... que sueñe sin más... ¿no sería un pecado el análisis de sus sentimientos?

Onufrei y Ieronim andaban por las calles sin ver que una persona los seguía. Era Francesco el pintor. Ieronim recogió en correos, donde se hallaba, una carta de un tío suyo, un anciano ermitaño. He aquí lo que le escribía:

Querido sobrino en Cristo,

Ahora, mientras te escribo, hace un hermoso día y estoy tan lleno de la dulzura fresca del día, del olor de los campos, de las mil bocas de la naturaleza, que me parece que tengo ganas de decirle yo también a la naturaleza lo que pienso, lo que siento, lo que vive dentro de mí. Mi mundo es un valle, rodeado por todos los lados de rocas insalvables que forman una especie de muralla desde del mar, de modo que ningún alma humana puede saber de este paraíso terrestre donde yo vivo. Hay una sola entrada, la roca movediza que tapa ingeniosamente la boca de una cueva que conduce hasta el interior de la isla. Así que el que no entra por aquella cueva cree que esta isla es un cúmulo de rocas estériles surgidas del mar, sin vegetación y sin vida. ¿Pero, cómo es su corazón? Alrededor están las grandes rocas de granito, como unos negros guardianes, mientras que el valle de la isla, profundo y seguro bajo el espejo del mar, está cubierto de macizos de flores, de viñedos salvajes, de hierbas altas y olorosas en las que nunca ha entrado la hoz. Y sobre esta mullida capa vegetal se mueve un mundo entero de animales. Miles de abejas sacuden las flores pegándose a sus bocas, los abejorros vestidos de terciopelo, y las mariposas azules que llenan una determinada región del aire por encima de la cual ves temblando la luz del sol. Las altas rocas hacen que mi horizonte sea estrecho. ¡Solo tengo un trozo de cielo, pero qué trozo! Un azul oscuro, límpido, transparente, y solo de vez en cuando alguna nubecilla blanca como si se hubiera derramado leche sobre el cielo. En la mitad del valle hay un lago en el cual manan cuatro manantiales que resuenan, discuten entre sí, murmuran, remueven las piedrecitas todo el día y toda la noche. Hay una música eterna en el silencio veraniego del valle y a lo lejos, por la hierba verde y las cuestas escabrosas, se les ve moverse y serpentear con su plata fluida, viva y transparente y, echándose en brazos de remolinos que giran como locos, para correr después hacia adelante, hasta que suspirando de satisfacción se hunden en el lago. En medio de este lago, que parece negro a causa del reflejo de las cañas, de la hierba y de las mimbres que lo rodean, hay una nueva isla, pequeña, con un huerto de naranjos. En ese huerto está la cueva que he convertido en casa, y mi colmenar. Toda esta isla interior es un vergel sembrado por mí especialmente para las abejas. Todo el día estoy trabajando en algo. Sabes que en mi juventud estuve con un escultor. Por eso, después de pulir el granito, rellené la superficie de las paredes con ornamentos y bajorrelieves como tú las rellenas de bocetos. La diferencia es que la escultura está desnuda, y por tanto las figuras que esculpo también. En una pared están Adán y Eva... He intentado aprehender en estas formas la inocencia primitiva... Ninguno de ellos sabe todavía lo que significa el amor... ellos se aman sin saberlo... las formas son virginales e inmaduras... en la expresión de la cara he puesto ternura y no pasión, hay un idilio tranquilo y cándido entre dos personas que no son conscientes de la belleza, ni de su desnudez. Ellos pasean abrazados bajo la sombra de una hilera de árboles, delante de ellos, un rebaño de corderos.

Completamente distintos son Venus y Adonis. Venus solo es amor. Ella reclina su cabeza borracha de pasión sobre el hombro del aquel joven de hermosura femenina, tímido y enamoradizo, y él mira a escondidas las curvas perfectas de la diosa que le hace feliz, porque le da vergüenza mirar abiertamente. Él juega el papel de una ingenua muchacha a la que su amante hubiese descubierto.

En general me gusta representar a la mujer agresiva. El hombre es naturalmente agresivo, es decir que la naturaleza se repite en cada ejemplar en lo que se refiere a esto, y sus excepciones son precisamente las mujeres agresivas. Es de una indescriptible gentileza el modo como una mujer que ama y que al mismo tiempo es inocente, tímida, debe de acercarse a un hombre huraño, o a uno aún más tímido y más infantil que ella. Como ves no hablo de cortesanas, de mujeres cuya experiencia es el guía del amor, sino de la inocencia femenina. Por eso precisamente ahora esculpo en la pared más blanca a Aurora y Orión. Sabes que la joven Aurora rapta a Orión, del cual se había enamorado la misma cruda y virgen Diana y lo había llevado a la isla Delos. En la cara de Orión expreso aquel fondo de oscuridad y soberbia que ves siempre en la cara de todos los jóvenes, y en Aurora esa alegría inextinguible de las chicas jóvenes: esculpir la agresión en una cara así es difícil... Una cosa me parece rara. Después de las horas de amor que se llaman pastorales, queda en la persona un profundo desaliento y tristeza, y hasta sostendría que en esos momentos el ser humano es capaz de suicidarse, mucho más indiferente a la muerte que nunca. Encuentro por otra parte que a un joven no seducido es más difícil seducirlo que a una joven, y que la pobre Venus debe de haber sufrido lo suyo con Adonis. Hay un misterio en esta aversión, en la tristeza después del placer. Pero yo no lo entiendo.

Voy a la escuela. ¿Sabes a cuál?: a la de mis abejas. Soy de la opinión de que todas las ideas que flotan en la superficie de la vida de la gente son tal los pliegues que deja un manto sobre un cuerpo que se mueve. Son una cosa distinta del movimiento del cuerpo mismo, aunque dependan de este. Pero, primero, el estado de las abejas. Qué orden, qué arte, qué armonía en su labor. Si tuvieran libros, diarios, universidades, verías a literatos haciendo combinaciones geniales sobre este orden y pensarías que es la obra de la inteligencia. En cambio ves que, no la inteligencia sino algo más profundo, dispone todo con un sentimiento seguro, sin un fallo. Después las colonias. A lo largo del verano vemos unas dos o tres generaciones alejarse del lugar materno, y lo que nos complace es la ausencia de las frases y los razonamientos con los que los hombres visten la emigración que produce la sobreproducción de habitantes. Después las revoluciones. Cada año una revolución contra la aristocracia de los cortesanos de la reina... y sin el contrato social, ni los discursos de los parlamentos, ni las argumentaciones sobre el derecho divino y el derecho natural. Cinis et umbra sumus2.

Pero, Padre, contestarás, llevas ideas y razonamientos a la naturaleza siguiendo una analogía con las circunstancias humanas, juzgas por tanto la organización de los estados animales solo en la medida en que le encuentras parecido con la humana y cifras nuestro mundo en el suyo. No. También los hombres llevan una vida instintiva. A las costumbres e instituciones crecidas con fundamento en la naturaleza se adhieren religiones subjetivas, actos malos y miserables, pero con mucho sentido y completamente conformes con la mente estrecha de la mayoría de la gente. Esto funciona así desde hace mucho tiempo. Naces, te casas, tienes hijos, mueres, exactamente igual que los animales, solo que en vez del campo o la callejuela del pueblo, donde se exhiben los donjuanes cuadrúpedos, entre los humanos existen el salón de baile, el juego, la música, donde por cierto también se observa a jóvenes chimpancés con monóculo olfatear a las mujeres. Y así pasan muchos periodos de tiempo, crees o no crees las cosas con las que se te argumenta la excelencia de este mundo, y después mueres, sin que alguien pregunte nunca más por esa mosca que, como amaestrada, produjo mala literatura científica, o, según las circunstancias, predicó, agitó por la república o cualquier otra cosa. Y puede que de vez en cuando te vengan momentos de lucidez en los cuales miras como si acabaras de levantarte y descubres de pronto con admiración que has vivido en un orden de cosas estrictamente organizado, sin que lo sepas o lo quieras. Y yo me pregunto, esta mente, que empuja y lucha entre la turbación y la devastación de la historia de los hombres, y que de un modo elemental tiene de vez en cuando algunos rayos de lucidez, esta migaja de sinsentido, ¿tendrá alguna influencia, significará o pintará algo en la naturaleza? Ni por asomo.

De este modo, vemos en las grandes migraciones de los pueblos, donde los hijos menores salían del país mientras que la colmena materna se quedaba en su asentamiento, una analogía con los enjambres de las abejas. No las explicaciones que se dan a los hechos, sino los hechos mismos son la verdad.

Las doctrinas positivas, sean religiosas, filosóficas, jurídicas o políticas no son todas sino unas defensas ingeniosas de la mente, de ese advocatus diaboli que se ve forzado por la voluntad a argumentar todas esas cosas. Este miserable abogado se ve forzado a presentarlo todo bajo una luz brillante y, puesto que la existencia es en sí miserable, se ve obligado a adornar con flores y con una apariencia de profunda sensatez la miseria de la existencia para engañar, por medio de la escuela y de la iglesia, a los pequeños pajarillos que acaban de entrar en escena sobre cuál es el valor de la vida real. Para los funcionarios del estado, el honor; para los soldados, la gloria; para los príncipes, el esplendor; para los eruditos, el renombre; para los tontos, el cielo. Y así una generación engaña a otra por medio de este advocatus diaboli heredado, por medio de este esclavo forzado a la astucia y los sofismas, que aquí se lamenta como un pope, ahí pone caras serias como un profesor, allí parlamenta como abogado, más allá las finge miserables como mendigo. Este último lo hace por un vaso de vino, otro por un título, otro por dinero, otro por una corona, pero para todos la esencia es la misma, un momento de borrachera.

Mira lo que aprendo yo de mis docentes, de las abejas; en su escuela veo que somos sombras sin voluntad, autómatas que hacemos lo que debemos de hacer y que, para que la marioneta no se disguste, tenemos este manojo de cerebros que quieren demostrar que en verdad hacemos lo que queremos, que podemos hacer una cosa o no... Esto es un engaño en sí mismo en el cual la multitud de probabilidades se confunde con lo que estamos forzados a hacer.

La vida interna de la historia es instintiva; la vida exterior, los reyes, los curas, los intelectuales, es lustre y palabrería, y, así como de la ropa de seda puesta sobre un cadáver no puedes conocer en qué estado se encuentra, del mismo modo tampoco de estos ropajes mentirosos no puedes deducir cómo es la historia auténtica.

Yo, gracias a la naturaleza, me he desvestido de las ropas de la vanidad. Sé que hasta ahora tú sigues siendo un hermano lego. No te ordenes, hijo mío..., no hagas una sotana y un comanac3 de lo que tú eres: un buen muchacho. He sido ermitaño, no monje. Quisiera que alguien ocupara mi sitio en esta ermita, porque estoy viejo y puede que pronto me llegue la hora de mi redención. Ven tú, pero solo después de mi muerte... mientras viva déjame tú también en paz. Necesito soledad. ¡La vejez es una muerte lenta, qué lento late mi corazón ahora, que rápido latía antes de los 60 años! ¡Mundo, mundo! Y un día latirá cada vez más lento, después parará, porque se habrá acabado el aceite del candil. Sé que no sentiré que me voy a morir. Será un paso tranquilo y obvio, a cual no le temo. Me dormiré... y si ya no me despertase otra vez... Te beso la frente.

Euthanasius


Cuando Ieronim salía con Onufrei del edificio, Francesco los vio y entró en conversación con Ieronim. Primero le pidió que le sirviera de modelo para uno de sus cuadros. Este, puesto que no tenía nada en contra del viejo maestro, dio su acuerdo y los tres se fueron hacia la residencia del pintor. Por el camino, el padre Onufrei, habiendo dado como por casualidad con la mano del pintor, que contenía unas cuantas piezas de oro, pensó que bien encontrado está lo que se encuentra y, después de estrecharle la mano con mucha amistad y la clara intención de cogerlas, pensó que teñía muchas razones para alejarse, además que la taberna lo llamaba con amor, o sea que puso un pretexto y se fue.

Mientras tanto, Cezara, curiosa e inquieta, fisgoneaba en la habitación del pintor. Se acercó al cuadro cubierto con una tela, la apartó y miró dentro cuánto había avanzado el trabajo de «La caída de los ángeles». El Arcángel Mihail extendía su espada de fuego en el aire con rostro de serena seriedad. Sus cabellos rubios flameaban alrededor de su cabeza blanca como el mármol y de la frente abovedada y de sus ojos azules parecían irradiar la fuerza y la energía. Su brazo se extendía hacia el caos... las alas largas y blancas parecían juntarse en una elipse por encima de sus hombros y por encima de su frente se curvaba un círculo de estrellas azules. El fondo era un caos recorrido en lo alto por alguna que otra estrella moribunda aquí o allá, oscuro y frío por debajo. Pero a la derecha de la espada del ángel había sido dejada una franja gris de espacio vacío para la figura del demonio perseguido.

Escuchó pasos en el zaguán. Un biombo escondía la cama del artista... ella se metió detrás... se sentó en la cama y miró... Entró Francesco con el joven monje. El corazón le latía con tanta fuerza entre las paredes del pecho que creía que quería rompérselas. El artista le señaló a Ieronim el cuadro y el hueco que había de ocupar su figura en el lienzo; después ambos entraron en un gabinete. Cezara no se movía del sitio... callada como un pez.

Francesco regresó, buscó su paleta, los pinceles, corrió sobre la ventana una cortina de seda azul de modo que el cuarto se llenó de un aire violeta... colocó en un sitio adecuado un pedestal negro de madera, la puerta del gabinete se abrió. Cezara estuvo a punto de dar un alarido, pero se tapó la boca con una mano y con la otra los ojos. Hablemos en voz baja... que mis lectores se imaginen que les hablo al oído... vamos a ver, ¿se quedó la mano de Cezara en los ojos? Los pechos, con tanto salírsele el corazón le habían crecido hasta el punto de que hicieron saltar un botón de su quizás demasiado ajustado corpiño de terciopelo negro... ¿Por qué se lo había abrochado? Pero, quién iba a saber que su corazón sufriría semejantes trastornos. Se desabrochó el corpiño, sus pechos blancos como la nieve se liberaron de la prisión de terciopelo y ella respiró profundamente, pero en silencio. Después se puso rápidamente la mano otra vez en los ojos, hasta que su alma se enfrío un poco... después levanto un dedito, el meñique, de encima de los ojos y miró entre los dedos... Vio una hermosa cabeza sobre unos hombros anchos y blancos, un busto que parecía trabajado en mármol... Entonces fue el cinturón lo que estuvo a punto de estallar... se soltó las hebillas y, respirando cada vez más tranquila, empezó a mirar entero aquel bello modelo, del cual músculos y formas irradiaban orgullo y nobleza... Las manos se le cayeron abajo, porque estaba agotada de la emoción, aunque no se hartaba de mirar. Con todo esto, temblaba como una hoja y se habría oído el castañeo de sus dientes si no hubiese tenido la boca muy bien apretada.

El pincel del pintor volaba sobre el espacio que había quedado vacío en el lienzo y bajo su mano nacieron las formas de Ieronim, de arriba a abajo, forma a forma hasta los hombros, sobre los cuales el pintor esbozó dos largas y brillantes alas negras...

La sesión estaba durando mucho. Durante todo el rato Ieronim se había mantenido erguido en el pedestal, sin moverse, orgulloso como un antiguo Apolo en la semioscuridad violácea de la sala, creada a propósito por el pintor para dar con el tono de la figura.

-¡Ieronim! -interrumpió Francesco el silencio que dominaba en la sala. Cezara se asustó al escucharlo. Se le ocurrió la extraña idea de que el pintor tenía intención a echar a un lado el biombo... entonces ella sería descubierta... en su total desarreglo, con el cabello revuelto, los ojos encendidos hasta el extremo y la cara roja como la sangre... Pero no se trataba de esto.

El pintor le dijo:

-He llegado a la cabeza. Alguna vez en tu vida tienes que haber dudado de algo. Pues recuerda esa situación, para que vea la expresión que adopta tu cara.

Ieronim evocó en su mente la carta del anciano Euthanasius y una sonrisa fría, escéptica entreabrió un poco sus labios. ¡Ah, si se hubiese convertido en mármol entonces! Había un dolor orgulloso en su cara, y a la infeliz Cezara le brotó una lágrima de los ojos.

-¡Sí, sí! ¡Esa es la expresión! -dijo Francesco inspirado. Sus ojos se entusiasmaron y su pincel dibujó veloz aquellos rasgos de dolorosa amargura en el rostro de su oscuro genio infernal.

Qué desgraciado tiene que haber sido cuando el recuerdo le cambia la cara de esta manera, pensó Cezara y una ternura dulce y tranquila le lleno el corazón... Ella ya no era la misma. De temblorosa había pasado a estar tranquila: ahora lo amaba. En aquella hermosa estatua de mármol blanco, en aquel Adonis petrificado ella intuía un alma... Ahora tenía ganas de llorar, sus labios se distendieron en una dulce expresión de dolor y de amor, reclinó la cabeza sobre las almohadas y cerró los ojos. Sentía que lloraba sin querer.

-Necesitaría algunas sesiones más -dijo Francesco.

Cezara abrió los ojos... Francesco había descorrido la cortina y ella vio otra vez a su Adonis a plena luz del sol. Se tapó los ojos y oyó cómo el pintor y Ieronim pasaban al gabinete vecino. Ella saltó rápido, a hurtadillas, y corrió una vez fuera hasta a su tocador. Se tiró a la cama y escondió la cara entre las almohadas estrujando cuanto de ellas cabía en sus manos. Cuando Francesco entró en su habitación, ella se le echó al cuello, lo estrechó espasmódicamente y lo besó...

-¿Qué pasa, mi niña?

-Nada.

-¿Te gusta el monje?

Ella susurró algo ininteligible, con los ojos llenos de lágrimas y de deseo.

Carta de Cezara a Ieronim:

Perdona si una mujer te dice que te ama. Una mujer hermosa y joven, porque sé que soy bella. Pero lo sé... tú eres tan orgulloso, sabes mirar tan fríamente... ¡Ah, amor mío! ¡Cómo derretiría el hielo de tus ojos con mi boca! Por qué seguir vistiendo el amor con el velo de la vergüenza... si te amo, si aceptaría ser tu sirvienta, solo con tal de que me soportes en un rincón de la casa en que vivas, con tal de que me permitas besar la almohada donde ha de dormir tu cabeza. ¿Ves tú qué niño sumiso, humillado, es el amor? Tú ves que soy una desvergonzada, una malvada, una mujer fácil de difamar; pero piensa una cosa, piensa que podría ser un cordero, que no diría ni una sola palabra, que me quedaría callada mirándote, si tú también me quisieras a mí. ¿Sé yo cómo es tu corazón? ¿Puedo saberlo? Ven a decirme cómo es... qué sucede en ese habitáculo donde quisiera vivir yo... solamente yo. ¿Y sabes tú cómo me llamo?

Cezara


Ieronim a Cezara:

Que eres hermosa, lo creo; que me ames, te lo agradezco; que me ofrezcas todo lo que tú crees que me haría feliz, me hace capaz de sacrificar mi vida por ti. Te beso la mano por la voluntad que tienes de hacerme feliz, aunque te engañas cuando crees que tu amor de mujer me podría hacer feliz a mí. El amor es una desgracia, y la felicidad que me ofreces, veneno. Que no sepas esto, es la circunstancia que te hace adorable. Si por un momento tuvieras mis ojos, qué diferente te parecería este mundo en el cual tú buscas y tienes la esperanza de encontrar lo que no hay en él: la felicidad. Tú dices que te ame. ¡Lo haría, sí, si pudiera amarte como a una estrella del cielo...! Pero si suspiro, si deseo... no escucho yo por todas partes los mismos suspiros ordinarios, los mismos anhelos... ordinarios; porque, ¿cuál es su objetivo? El placer animal, la reproducción sobre un montículo de tierra de nuevos gusanos con los mismos deseos sucios en el pecho, aunque los vistan con la luz de la luna y con el brillo de los lagos, y los mismos besos asquerosos, aunque los confundan con el sonido del céfiro y con el delirio de las hojas de haya. ¿Es así, o no?

Mira tú a esos jóvenes de sonrisas banales y sentimientos mujeriles, con sus susurros equívocos, ves cómo las mujeres les responden con miradas voluptuosas y moviendo los labios. ¿Te das cuenta? Alrededor de este instinto gira la vida humana, ¡Comida y reproducción, reproducción y comida!... ¿Que caiga yo también en eso?... ¿que mendigue un beso? ¿Ser el esclavo de tu zapato, que tiemble cuando descubras tu pecho?... un pecho que el día de mañana será un cadáver, y que por su naturaleza lo es ya hoy. ¿Que me corte los cabellos para gustarte, que diga mentiras para engatusar tu mente fácil; que me convierta una marioneta para... quién, y dime además para qué? ¡No! No me haré el comediante del mal que domina el mundo; me da lástima de ti, de mí, lástima del mundo entero. Mejor agotaría todo el fuego de mi corazón, para que se disipe en chispas, antes que animar con él un sentimiento que no solo creo culpable, sino también grosero... Déjalos que se acaricien con sus sentimientos, déjalos que se amen, déjalos que mueran tal como han vivido: ¡yo pasaré indiferente por esta vida, como un exiliado, como un paria, como un loco!... nunca como uno de ellos. La semilla de la vida es el egoísmo y su ropaje la mentira. Ni soy egoísta, ni soy mentiroso. A menudo, cuando me subo en una piedra alta, me parece que me he paralizado y convertido en una estatua de bronce, al lado de la cual pasa un mundo que sabe que este bronce no tiene ningún sentimiento en común con él... Déjame con mi orgullo y con mi frialdad. Si el mundo tuviera que desaparecer y yo pudiera salvarlo con una mentira, no la diría, dejaría que el mundo desapareciese. ¿Por qué quieres que me baje del pedestal y me confunda con la multitud? Yo miro hacia arriba, igual que la estatua de Apolo... sé una estrella que se ilumina en el cielo frío ¡y entonces mis ojos mirarán hacia ti eternamente!

Ieronim


Siguiendo el consejo de Euthanasius, Ieronim había abandonado el monasterio y vivía aislado en la ciudad, en una desnuda habitación la cual había adornado con flores y dibujos pintados por él. En este retiro recibía a menudo las visitas de Francesco. Un día le enseñó a este la carta de Cezara.

-Toma. ¿Y qué piensas decirle?

-Mira qué le digo -contestó enseñando la suya.

-Haz lo que quieras, pero ven a mi taller, porque el cuadro ya está listo.

Salieron y poco después llegaron... a casa de Cezara.

-La señorita Cezara -les presentó Francesco cuando entraron.

-¿Cezara? -murmuró Ieronim asombrado y miró larga y gravemente la cara vergonzosa y azorada de la pobre muchacha. Ieronim se sentó en la esquina de un diván y parecía sentirse molesto... Francesco salió; y entonces Cezara... se arrojó a los pies del joven con las manos juntas, temblando y casi llorando.

-¡Oh! -dijo ella en voz baja, como si tuviera miedo de lo que iba a decir, y cogiéndole una de sus manos se la llevó a los labios-. ¿Puedes soportar mi amor? Solo soportarlo... porque yo no pretendo que me ames; solo que te dejes amar... como un niño... He oído que, solitario, odias a las mujeres, y, amándote, he perdido la esperanza...

Él la cogió por el talle, la levantó poco a poco del suelo, la sentó a su lado; después le puso la mano detrás de la cabeza y la miró fija y profundamente a los ojos... le resultaba extraño... no podía creer lo que veía con sus ojos.

-¿Hablas sinceramente? -preguntó él.

Ella inclinó la frente hacia abajo. Había visto su sonrisa, y había visto lo bastante como para no esperar nada. ¡Ah! Pensó para sí, ¿qué placer puede encontrar un hombre como este en una muñeca tan ligera como yo, en esa mascara de cera que soy? Está claro. Otro hombre se sentiría halagado, él... ni halagado está... sabe que tiene derecho a ser amado y me pregunta como un maestro a su alumna, amistoso aunque frío: ¿dices la verdad?

Otra mujer, más orgullosa de su belleza, habría salido de allí negra de rabia y mortalmente ofendida. Una mujer no se ofrece para ser rechazada. ¿Ella? Estaba triste. Habría llorado... habría llorado hasta morir, pero no podía estar enfadada con él.

Y él, cuanto más la miraba, más bella la encontraba. Sentía pena por ella, aunque no quería crearle falsas esperanzas, como habría hecho cualquier hombre en su lugar.

-No es que no seas hermosa, Cezara. Hablemos despacio... te voy a tutear, porque me eres muy cara, aunque no te amo de la manera en que yo mismo desearía. Escucha. Yo no he amado nunca y puede que tampoco sea capaz. Pero créeme una cosa, no amo a nadie, pero si amara, seguro que tú deberías ser mi amante. Siento en mi corazón una adoración por ti que podría convertirse en amor... si... bueno, si tú no me amaras a mí. Yo mismo no sé cómo describirte el extraño sentimiento que enfría mi corazón, es decir, no me lo enfría tanto como me lo adormece. No tengo deseos y tú me has enseñado a tenerlos... Te parece raro esto... pero a mí también. Creo que te besaría... si no tuviera miedo de que me devolvieras el beso; creo que entonces te amaría... cuando te hubieras enfadado conmigo.

-No puede ser... no puedo fingir... en nada -dijo ella, y añadió tranquila y con voz un poco más profunda-. Es triste porque de tu amor depende la felicidad de mi vida entera... Ahora Castelmare tiene el campo libre... no tengo razones para oponerme al matrimonio con él, ya que tú no quieres saber nada de mí. Ya no quiero huir de mi padre, porque tengo que intentar olvidar mi desgracia, si se puede, por medio de otra desgracia... Soy mujer... creía que era hermosa... no puedo seguir creyéndolo... creía que tenía derecho a despreciar el amor de un hombre que me quiere... se me ha pagado cumplidamente este desprecio de la misma manera.

-Cezara -respondió conmovido en voz baja-, ¿me dejas pensar sobre esto? Tengo un corazón y una mente extraños. Nada penetra en ellos directamente. En mí, una idea se queda días enteros en la superficie de la mente; nada me toca, nada me interesa. Apenas después de muchos días penetra en lo hondo de la cabeza y entonces se convierte, entre las otras que allí habrá ido encontrando, en profunda y arraigada. Cezara..., mis sentimientos son siempre así. Puedo ver un hombre caerse muerto sobre el suelo en la calle y en un primer momento no me causa ninguna impresión... solo después de horas reaparece su imagen y empiezo a llorar... lloro mucho y la huella permanece imborrable en mi corazón. ¿Tú me dices que te tenga lástima? Yo te digo: ten pena de mí... porque si alguna vez el amor penetrara en mi corazón, me moriría de amor. Tú no me entiendes, simplemente siento que el amor y mi muerte van a estar cerca uno de la otra. La simpatía que te tengo... esa la tienes toda. Ámame si quieres, sí, déjame decirte esta dulce palabra, si tienes la misericordia de quererlo. ¿Tú piensas que yo no te podría amar? Te equivocas... Solo dame tiempo... que tu imagen penetre profundamente en mi corazón, que me familiarice con la idea, yo, que ni he sido amado, ni he amado a nadie... pero intuyo que a pesar de todo podría enloquecer amándote.

Él le beso la frente y salió... Ella sonrió. Cogió una baraja de cartas, y las barajó para ver si vendría mañana. Luego dijo despacio echando las cartas:

-Si viene mañana, lo amaré; si no viene... entonces igualmente lo amaré.

Ieronim hacia Euthanasius:

Acaricio un rostro de niña a mi manera... o sea que relleno un álbum de dibujos con diferentes expresiones de una sola cabeza. Es raro que mis ojos tan claros, puedo decir de una claridad celestial, no puedan captar nada de una vez. Emborrono las paredes. He estado con una niña enamorada de mí, a la cual sin embargo no amo... La he visto ruborizada, tímida, confundida... He pintado en mi cuaderno su expresión. Se arrodilló a mi lado... me rogó que sufriera su amor... no te puedo describir la expresión de inocencia, candidez y amor de su cara... pero la he dibujado... Es como para besarlo, mi dibujo. Quizás es uno de los más acertados de cuantos he dibujado. Lo he puesto a mi lado. Desconcierto y una dulce resignación. Un perfil angelical. Le he dicho buenas palabras... Un rayo de esperanza para la adorable amargura de aquella cara. Un boceto encantador. Pero siento que poco a poco los bocetos se familiarizan con el corazón. No la amo. No. Adiós, padre.


La amas, hijo mío, sin saberlo. Cinis et umbra sumus.

Euthanasius


Hay personas a las cuales los espíritus observadores y las mujeres los descubren a la primera, personas con poco espíritu, pero de un carácter fuerte, expedito, consecuente. Así era Castelmare. Una mujer que lo hubiera escuchado llamar a la puerta, habría sabido al punto con qué cara había de recibirle; si un buen actor hubiera escuchado sus pasos graves, pesados y de una regularidad áspera resonar por las galerías y pasillos del palacio Bianchi, habría sabido, a través de una acción reconstructiva, imaginarse el carácter del hombre en cuestión; una naturaleza fuerte, común y consecuente.

Una vez obcecado en casarse con Cezara, quisiera ella o no, le eran bien venidos todos los medios, aunque no disponía de muchos, porque no tenía bastante espíritu para una cosa así. Pero, hasta donde alcazaba su inteligencia, intentaba descubrir si por acaso la astuta muchacha no tendría algún amor.

Aunque Ieronim no sabía de qué tipo eran sus sentimientos hacia Cezara, le gustaba obedecerla como un niño a su hermana mayor y, hablando claramente, ella abusaba de manera imperdonable de este poder que tenía sobre él. Él sentía en su presencia una especie de ternura en el corazón, una especie de escalofrío incomprensible cuyo recuerdo lo perseguía días enteros. No se puede decir que fuera amor, porque, aunque le gustaba su presencia, le gustaba aún más sin embargo pensar en ella cuando ella estaba lejos. Ante tales rememoraciones, cuando jugaba con su imagen, su presencia real llegaba a molestarle. Sentía como una espina en el corazón cuando ella estaba delante, ya no tenía la misma libertad de soñar, esa que era la esencia de su vida y la única felicidad de un carácter satisfecho, sin amor y sin odio. Si me dejara en paz, pensaba para sí, ese sería, sin embargo, el modo en que todo podría ser. Entonces la cogería de su mano pequeña y miraríamos la luna, la luna virgen, y la miraría a ella como a una estatua de mármol o como las ilustraciones pintadas sobre el fondo luminoso de un libro de iconos... Su pelo parece de espuma de oro, de tan suave que es... Y su cara reluce de una manera extraña. Pero no me deja nunca en paz... siempre me acosa... me besa y dice que la amo. ¡Pues no, qué demonios! Por otra parte, desde luego que es hermosa, para decir la verdad. La barbilla se le redondea como una manzana amarilla... la boquita a veces parece una cereza... ¡y los ojos, ay qué ojos! Solo con que no los acercara a los míos... me toca las pestañas y el escalofrío me llega hasta la planta de los pies. Entonces ya no veo lo bella que es... una niebla densa me oscurece los ojos... en esos momentos la mataría... ¡Esto no es vivir, esto es una tortura! Pero la infeliz muchacha... si soy honrado... qué sabe ella de cómo me atormenta.

También ese día él deambulaba por el los jardines del palacio Bianchi. Semejante a las alas de un águila salvaje, su cabello negro rodeaba como un marco la bella y fatigada faz de mármol de Paros. Los párpados caídos a medias traicionaban el tamaño de sus ojos de un oscuro y diabólico azul, y sin embargo disgustados; los labios entreabiertos mostraban un enérgico dolor y solamente el cuello se erguía con orgullo, como si no lo hubiese perdido ante las dificultades de la vida. La noche era luciente, el aire parecía nevado por los rayos de la luna, que se deslizaban entre el verdor oscuro de árboles.

Él se sentó en un banco, con las manos juntas encima de las rodillas, con la frente agachada y el pelo alborotado sobre ella, pensaba cosas de las que no se daba cuenta, y solo la luna luciendo entre las nubes llenaba ya la noche de ensueño. Se oyó un rumor suave que lo despertó... Era ella. ¿Cómo había cambiado tanto? Sus facciones tan marcadas se habían redondeado visiblemente, sus pechos eran más grandes, además el rojo de la mejilla había desaparecido dejando en su lugar una palidez que le daba un aire de ternura infinita. Los ojos ya no tenían aquel brillo salvaje y nocturno en cuya hondura fulgían el amor oscuro y el oscuro deseo... sino que, límpidos, profundos hasta lo indecible, los habrías mirado días enteros. Había calma y una paz melancólica en su fondo. Y en aquel rostro pálido, rotundo pero triste, sonreía con cierto duelo sobre su boca de púrpura una rosa de Jericó cuya belleza nunca pasa.

Se acercaba despacio por los senderos invadidos de la serenidad de la noche, por las blancas veredas pintadas por las sombras de hojas enmarañadas. Lo vio, pero no aligeró su paso. ¿Le había adivinado los pensamientos? Quizás. Él se había quedado parado y miraba absorto cómo ella se acercaba lenta, como una sonámbula, como en sueño.

Ieronim, apoyado el codo en el respaldo del banco, dejó su barbilla sobre una mano que movía lentamente los dedos y miró asombrado, con ojos brillantes, el radiante rostro que se acercaba. Ella se sentó a su lado, aunque directamente expuesta a los rayos de luna. No le tocó la mano, nada. La pátina la embellecía y ella era lo bastante taimada como para dejarse bañar por completo de aquella luz dulce y voluptuosa. Él no dejaba de mirarla. Después extendió la mano y agarró despacio su pequeña mano fina y fría. ¡Ay! Pensó, y algo nunca antes sentido le pasó por el corazón... ¡Ay! Cómo me gusta ahora. Entonces se pegó poco a poco a su rostro armonioso y suave y, acercando la boca a su oreja, le susurró bajito, aunque con voz llena de ardor:

-Mira la luna, la luna de media noche, hermosa como un niño de catorce días y fría... No sientes que se ha detenido todo el dolor de la vida, cualquier deseo, cualquier aspiración relacionada con este soberbio cuadro del que tú también formas parte... Ahora estás en mi cabeza, ángel, hermosa como nunca te había visto, dulce... ¿No sabes que yo te amo?

Ella se estremeció, pero no dijo nada.

-Mira también sobre la ciudad entera, sobre esta mezcla deslumbrante de palacios y domos, ya ves cómo, tocados por la luna, brillan por encima de las masas oscuras los picos de las torres y las lonas de los barcos del río. ¡Y a pesar de todo esto tú eres el centro de este cuadro! ¡Tú! ¡Tú! No se oye nada... solo se escuchan a los lejos el ruiseñor de algún jardín y el chirriar cansado de una noria en el río. Y tú miras callada e inocente sobre este mundo... Las rosas florecen en tu rostro. Tú, reina de las almas, ¿no eres limpia como un manantial? ¿Armoniosa como un ciprés? ¿Dulce como Filomela? ¿Joven como la luna llena, infantil como un canario, amada como una divinidad?

-Mira -dijo en voz aún más baja-, mira esa calle estrecha y oscura; solo en una esquina corta la sombra una franja de luz, pero en ese punto parece que ha nevado... ¡Ven conmigo... ven a mi casa... correré a un lado las cortinas de la ventana de mi habitación y miraremos el cielo durante toda la noche!... ¡Ah! ¡Te amo!... gritó con fuerza... ¡Te amo!... ¡veo demasiado bien que te amo!

Ieronim la estrechó con tanta fuerza que ambos se fundieron en un abrazo largo e inquieto. A continuación, él se dejó caer sobre en el respaldo del banco, fatigado por una sensación completamente desconocida, cerró los ojos y dejó reposar la cabeza hacia atrás. La luna le daba justo en la cara, Cezara se colocó en frente, se inclinó sobre él, se apoyó con las dos manos en el espaldar del banco y lo besó con los ojos casi cerrados, infinitas veces. Él no sentía nada... parecía un niño aturdido de sueño al que su madre acaricia.

Se escuchó un crujido entre las hojas de un matorral. ¡Dios mío! Pensó ella asustada, ¿y si me hubiera visto alguien? Quizás Castelmare. ¡Pobre muchacho! ¿Cómo volverá a su casa? Ese hombre podría acecharlo.

Ella le dejó un momento para que despertase de su embriaguez... después le preguntó, tranquila, como si no quisiera interrumpirle los pensamientos:

-¿Sabes manejar el sable?

-¡Sí! -dijo él.

-¿Te traigo uno, no?

-Sí.

-¿Y me das un beso por él?

-Sí.

Ella subió rápida al palacio y a los dos minutos volvió con un sable y se lo ciñó, aprovechando la ocasión para estrecharle la cintura.

-¡Mi dulce témpano de hielo! ¡Tú, mármol! ¡Tú, piedra!

-Déjame en paz, Cezara. Tengo ganas de morir.

-¡No, no! Ángel mío, vete a casa, para que no te ocurra nada por el camino... piensa en tu Cezara tesoro mío.

No pudo evitar cogerle la cabeza entre las manos y volver a besarlo una vez más... con fuerza y con ruido.

-¡Ahora, vete, vete! Te lo ruego.

-¿Por qué me ruegas eso?

-Porque te mataría si te quedaras más tiempo.

-¿Cómo?

-Yo sé cómo -dijo ella con malicia infantil.

Lo llevó hasta un hueco entre las ramas y lo empujó fuera del jardín.

Cuando regresó se abrazó a un tronco y dijo despacio y con una especie de rabia: ¡Ieronim, te muerdo! Golpeó con los puños el tronco del árbol; después se fue a su cuarto y rompiéndose con rabia el corpiño de terciopelo, se desmadejó el pelo rubio y se miró al espejo con los ojos anegados de lágrimas y los labios temblorosos. Luego se arrojó en la cama y susurró despacio, en voz baja y ahogada en suspiros, palabras dulces, increíblemente dulces y armoniosas, entre cuales aparecía siempre un nombre pronunciado más alto... Ieronim.

A Ieronim en cambio no le fue tan bien. Caminaba por la estrecha calle; el aire fresco de la noche lo iba despertando de una forma menos sensual que la de su paloma. Traía la certeza teórica de que la amaba. Cruzó la calle oscura con un paso ligero, en el que se conocía por así decirlo la elástica gravedad que se siente al paso de un caballo de raza.

De pronto escuchó tras de sí un paso severo y regular como el de un soldado, y reconoció a Castelmare. Se detuvo y se volvió hacia la parte de donde venía el sonido... Castelmare llegó... Silencio. Ieronim hendió con la punta de su sable una pared de granito y, al chispazo, se reconocieron los dos rivales. En el mismo momento, sin haber cambiado ninguna palabra, los sables empezaron a cruzarse, luego se escuchó un gemido... una caída pesada sobre el duro pavimento de la calle; una de las dos sombras desapareció... la otra permaneció muda.

Ieronim se había tendido en la cama y había corrido a un lado las cortinas de la ventana para mirar la luna que se ponía en el río, igual que si hiciera de su superficie un camino luminoso, cuando oyó tocar suavemente a la puerta. Se levantó y abrió. Era el pintor.

-Joven -dijo él-, tienes que huir cuanto antes de la ciudad.

-¿Por qué?

-Has matado a Castelmare.

-Lo sé.

-Lo sabes. Lo que quizás no sabes es que es el sobrino y el heredero del gobernador de esta ciudad, que los duelos están prohibidos y que puedes acabar en la horca.

-¿Y qué?

-¿Y qué? Dónde aprendiste este lenguaje, Ieronim -añadió el anciano-. ¡Hijo mío! Me daría pena de esa cabeza tuya tan hermosa. Además, tienes que considerar otra cosa. Mira.

Y le dio un papel garabateado con unas líneas torcidas. Ieronim lo abrió.

Cezara a Ieronim:

Huye por favor. Tú no mataste a Castelmare. Empapado de sangre, alguien dijo a la gente que lo trajeran a nuestra casa. Y contó a todos a quién debía su herida. ¡Huye... te lo suplico! Podrían prenderte esta misma noche. Lo que es más triste: ¡el conde quiere comprometerse conmigo en el estado en que se encuentra y no tengo ningún poder para resistirme!... Pero te amo. Creo que no sobreviviré a mi desgracia. ¡Quedándote aquí, no me salvarías, sino que solo me harías morir de preocupación, amor mío! ¡Huye y puede que... ah! ¿Dónde hay una esperanza a la cual aferrarme?... no ves que no sé ni qué decirte... Te diría: ven a mí, pero no puedo. ¿Y sería lógico perderte por haberte visto una vez más? ¡No! Huye, Ieronim; puede que alguna casualidad imprevista me guarde para ti... puede que se muera el conde... ¡le deseo la muerte! ¡Te amo! ¡No, no! No creas que te amo tanto como para decirte que te quedes... Adiós... querido mío.

Cezara


Ieronim se echó la capa sobre los hombros y fueron a la orilla del río, donde Francesco le dio su barca. Tras abrazar a su anciano amigo, soltó la barca de la orilla, se subió y flotó río abajo hasta que, llegado ya a alta mar, arrojó el timón y los remos en el agua, y se acostó bajo el cielo que alzaba su estrellada grandeza. Así, en un grano que flotaba en el área infinita de las aguas, se durmió profundamente.

Al día siguiente, el sol estaba alto cuando abrió los ojos... Vio que su barca se había atrancado entre unas rocas... El sol dominaba el cielo y llenaba con luz el seno del mar. Sobre la tierra firme vio asomarse entre peñas boscosas un viejo monasterio por cuyas galerías de columnas de piedra gris pasaban monjas con paso lento y regular. Un jardín pegado a los muros del monasterio se extendía hacia abajo hasta las faldas del mar, que se movía elevando las aguas hasta justo un bosquecillo de cipreses y rosales, oculto como una poza protegida tras las rocas.

Se descalzó y, saltando de una piedra a otra, investigó dónde estaba. Encontró un manantial de agua viva y dulce que corría con mucho ruido desde el fondo de una cueva. Entró en la cueva... lo rodeó una frescura benefactora, pues el sol lo había quemado mientras dormía. Continuó adelante... la cueva se alargaba cada vez más y se hacía más y más oscura. De repente, vio algo semejante a un rayo de luz celeste, casi como una chispa. Viendo que se mantenía, se acercó y vio un agujero del tamaño de la mano que daba a otro lugar... miró por él... vio arbustos grandes y le llegó un olor adormecedor a hierba. Trató de agrandar el agujero con la fuerza de sus manos, pero era un granito difícil de echar al lado; solo pareció moverse un pedrusco grande. Desplazó el peñasco que pareció girar sobre unos goznes y dejó un hueco pequeño por el que podría pasar arrastrándose.

Entró, tapó la pequeña abertura con piedras y tierra y, cuando volvió la mirada para ver dónde había entrado, se quedó paralizado ante la belleza del panorama.

Rocas gigantes y grisáceas se alzaban unas sobre otras hacia el cielo, y en medio de ellas se hundía un valle, un jardín en pendiente con manantiales. En el centro había un lago, y en medio del lago una isla sobre la que se disponían en largas filas los panales de un gran colmenar.

Es la isla de Euthanasius, pensó admirado y avanzando despacio, asombrándose a cada paso. Incluso los insectos estaban domesticados en aquel paraíso. Extrañas mariposas, azules, doradas, rojas, habían cubierto su pelo largo y negro, de modo que su cabeza parecía espolvoreada con flores. El aire de la isla estaba lleno del festivo runrún de las abejas, los abejorros, las mariposas; la hierba le llegaba hasta el pecho, la arveja le ataba en los pies lazos de flores... un calor, un olor voluptuoso impregnaba aquel paraíso. Ieronim se acercó al lago y, pasándolo por donde había un vado, llegó a la isla. Las abejas rodearon al nuevo y joven rey de aquel paraíso zumbando. Se acercó a la cueva que sabía que tenía que haber en la isla; la encontró en efecto esculpida en la piedra. Un poco más allá encontró el cincel y las herramientas para esculpir, la cama, una jarra de barro con agua; pero el anciano faltaba. Sobre una mesita había una hoja escrita:

Siento que mi médula se convierte en tierra, que mi sangre se ha congelado y no contiene ya sino agua, que mis ojos apenas reflejan el mundo en el que vivo. Me apago. Y solo queda la vasija de barro en la cual se ha quemado la luz de una vida completa. Me sentaré bajo la cascada de un arroyo; que lianas y flores acuáticas rodeen mi cuerpo con su vegetación y entretejan mi pelo y mi barba con sus hilos. Y en las palmas de mis manos vueltas hacia el eterno manantial de la vida y hacia el sol, que las avispas construyan sus panales, su ciudad de cera. Que el río fluyendo eternamente fresco me disuelva y me una con el todo de la naturaleza, pero que me guarde de la podredumbre. De esta manera mi cadáver estará años y años bajo el torrente que fluye, como un viejo rey de los cuentos de hadas, dormido durante siglos en una isla encantada.


Ieronim miró las paredes esculpidas con escenas de amor, vio libros antiguos y muchos escritos sobre los estantes de un armario pegado a una pared y, al oler el agua de la jarra y comprobar que estaba podrida, supuso que el anciano habría muerto. Así que él era el heredero natural de aquel lugar de paz, aquel jardín cerrado como un cuarto. Ojeó los libros, que eran todos elegidos y prometían muy buena lectura; los escritos del anciano, en los que cada pensamiento era un monograma de aquella cabeza profunda y feliz, y en los que cada idea era tan admirable que despertaba un mundo de pensamientos y analogías en la cabeza del joven.

Pronto se familiarizó con su pequeño imperio, estaba como en casa, cuidaba de las plantas del jardín y de las colmenas, paseaba como un gamo salvaje entre los matorrales y las hierbas de la isla. A menudo, en las noches calurosas, se acostaba desnudo en las orillas del lago, cubierto tan solo de una tela de lino. Y entonces la naturaleza entera, el murmullo de los blancos manantiales, el ruido del mar, la grandeza de la noche lo hundían en un sueño tan profundo y feliz que creía vivir como una planta: sin dolor, sin ensueños, sin deseo.

- VIII -

El día en el que habían de celebrarse las bodas de Cezara con Castelmare, su padre, el marqués de Bianchi, murió de apoplejía en medio de invitados y comensales. Cuando ella lo vio tendido en la cama, las pestañas todavía abiertas sobre sus ojos vidriosos, la boca llena de espuma, se apoyó en el arco de una ventana y miró asqueada aquel cadáver que solo había vivido para sí mismo y que, para satisfacer unas pasiones ruines con aquel final, la había vendido a ella, la imagen de una Madona, al hombre que más odiaba en este mundo.

Cuando Castelmare apareció, empezó a acariciarla:

-Condesa -dijo él-, tu padre ha muerto y te has quedado sin otro apoyo en el mundo que yo, tu futuro marido.

-Y sin ese también -dijo ella-, porque tú has dejado de ser mi futuro marido, o por lo menos mi año de luto ha alejado esa perspectiva. Vuelve a llamar a mi puerta dentro de un año.

Castelmare le dirigió una mirada de implacable odio y salió disgustado. Francesco la aconsejó que abandonase la ciudad, donde estaba expuesta a las persecuciones de su cruel adorador, y que se retirase a un monasterio de monjas situado a pocas horas de distancia, adonde ella se dirigió en efecto tras del entierro de su padre.

La pobre niña había adelgazado de pena. Sobre Ieronim no había vuelto a oír nada, tan solo que la barca de Francesco, en la que se había echado a la mar, había sido encontrada hecha astillas en las orilla, de modo que ella lo daba por ahogado y muerto hacía mucho.

Entre las paredes tranquilas del monasterio Cezara se reencontró a sí misma. La celda que le habían dado tenía ventanas al jardín y al mar, y a menudo, después de echar el pestillo a la puerta para que no fueran a molestarla, miraba durante horas enteras la multiplicación de las lejanas ondas que se perdían en el horizonte, el jardín hermoso y salvaje que había enraizado sus matorrales y árboles hasta cerca de la orilla. Otras veces, perdiéndose entre las veredas umbrías, miraba las briznas de la hierba de un sendero o se escondía entre unas matas grandes al lado de la orilla, y allí se sentaba horas enteras, sumergida en su anhelo sin esperanza.

Los días de calor se desnudaba y, dejando sus ropas en un bosquecillo, bajaba hasta el mar. Tenía un hermoso rostro, una aparición nívea en la que la juventud delicada, la dulce molicie de la infancia, se confundía ya con la belleza noble y madura de la mujer. A través de la transparencia de su tersa piel podían verse las venas violetas, y cuando su pie tocaba el mar, cuando sentía que las aguas mojaban su cuerpo, su sonrisa se volvía de nuevo completamente infantil, nerviosa y salvaje. En la lucha con el viejo océano se sentía rejuvenecer, sonreía abiertamente y se abandonaba al ruidoso abrazo del océano, cortando con sus blancos brazos las ondas azules, nadando unas veces de costado, otras de espaldas, o tendida voluptuosamente sobre el lecho de las olas.

Había empezado a atardecer y ella se abandonó otra vez a su amor con el mar, de nuevo sonreía frente las olas con una intensa y dulce voluptuosidad. Había desnudado su cuello de nieve, se había soltado el pelo encima de los hombros redondos y de los pechos crecidos y sedientos de amor, hasta quedarse desnuda y hermosa como una estatua antigua; si bien teniendo sobre esta la ventaja de la vida, y una piel cálida, dulce y tersa en que quedaba una huella si la tocabas. Se metió en el mar y empezó nadar, poniéndose como meta llegar a unas rocas que veía a un cuarto de hora a distancia de la orilla.

Las ondas la llevaban de aquí para allá hasta que llegó a las rocas. Entonces caminó despacito a lo largo de ellas, apoyando sus manos en las paredes de piedra. Llegó a una cueva de la que salía desgarrado y brillante un manantial, entró andando a lo largo del arroyo y de repente un panorama celestial se abrió ante sus ojos.

¡Dios! ¡Qué paraíso! Pensó, y siguió adelante por entre la hierba que, caliente y olorosa, le hacía cosquillas en el cuerpo. Luego se zambulló en un lago claro como una lagrima, cuya agua la hizo casi adormecerse. Y después corrió por el huerto de naranjos, perseguida de mariposas y abejas... Estaba loca, como un niño extraviado en el jardín encantado de un cuento de hadas. Por último, viendo que el sol ya se ponía, volvió por donde había venido, y cuál no fue su espanto cuando no encontró ninguna salida.

¿Qué hacer? Con la consciencia de haberse extraviado, paseó sus ojos alrededor... ninguna salida...

¡Ah! Pensó, ¿y qué más da si paso una noche en este paraíso encantado? ¿Quién me ve o quién me conoce?

Se había hecho de noche. Las estrellas blancas y grandes temblaban en el cielo y la plata de la luna pasaba, desgarrando las olas transparentes de las nubes que se rizaban en el camino. La noche era cálida y estaba ebria del olor de los macizos de flores; las colinas brillaban bajo un lienzo de tinieblas, las plácidas aguas que rodeaban la arboleda parecían barnizadas y arrojaban temblando ondas relucientes hacia las orillas adormecidas. Y en medio de aquella mágica noche caída sobre el paraíso rodeado de mar, Cezara pasaba como una nívea fantasía con su pelo largo de oro que le llegaba a los talones. Caminaba despacio... todos los sueños, todo el encantamiento de una noche de verano aromática había embargado su alma virgen... ¡Habría llorado! Se acordaba de su amante y le parecía que era Eva en el paraíso, sola con su dolor. Se acercó al lago y vio un sendero de grava. Empezó a recorrerlo y el agua escapaba girando alrededor de sus tobillos... Cezara miró aquellos árboles encantados... un deseo de felicidad llenó su pecho... estaba tan sedienta de amor como un niño joven y tierno, sus labios estaban secos del deseo de un beso, su pensamiento sufría como una arriate con flores marchitadas a medias por la canícula. Cuando llegó al bosque, la sombra olorosa de los altos árboles ponía un reflejo azul en su piel de modo que parecía una estatua de mármol bajo una luz violeta... De repente vio entre los árboles una figura humana... pensó que era una imaginación suya, proyectada sobre las hojas... y aquella imagen tomaba cada vez un contorno más claro... era él.

¡Ah! Pensó sonriendo, qué loca estoy... por todas las partes él, en la belleza de la noche, en el silencio de los bosques.

Él se acercó... creyendo también que tenía una ilusión hecha realidad frente a sí... Se miraron fijamente.

Cuando le cogió la mano... ella dio un grito.

-Cezara -grito él, rodeándola con sus brazos-, ¡Cezara! ¿Eres una imaginación, un sueño, una sombra de la noche pintada con la nieve de la luz de la luna? ¿O eres tú? ¿Tú?

Ella lloraba... no podía responder. Creía que estaba loca, creía que era un sueño, solo habría querido que ese sueño fuera eterno.

-¿Eres tú? ¿De verdad eres tú? -preguntó al fin con voz ahogada porque su juicio había rejuvenecido, todos sus sueños se volvían espléndidos y anhelantes de vida... Ella no se cansaba de mirarlo... y se había olvidado hasta del estado en que estaba.

 
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