Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Cine y literatura: la obra de Jesús Fernández Santos

Susana Pastor Cesteros




ArribaAbajoPrólogo

Mi idea de afrontar el problema de las relaciones entre cine y literatura me ha permitido ir perfilando un espacio de análisis básicamente centrado sobre los géneros narrativos literarios. En principio nada hay de original en ello, pues es un hecho que varias décadas de intensa dedicación narratológica a dichos géneros y, posteriormente, a los cinematográficos, han determinado todo un modo de acercarse a estas cuestiones.

Desde que Aristóteles por primera vez construyó un sistema de las artes, diferenciando entre medios auditivos y visuales; desde que el Renacimiento elevó las artes plásticas a su gran categorización moderna y Lessing, en el siglo XVIII, distinguió entre poesía y pintura, la evolución artística puesta en evidencia, sobre todo, por la gran síntesis del género de la ópera, ha conducido en nuestro tiempo a nuevas síntesis de medios, como ha sucedido con el cine, con el añadido de lo tecnológico y sus capacidades de reproductibilidad. Sin duda, el problema de la relación entre las artes, una vez incluido entre éstas el cinematógrafo, amplía el arco de realizaciones y de discusión en torno a las mismas, especialmente desde una perspectiva comparatista.

Con todo, ya Bergman señaló un aspecto central, real y, por lo demás, bien conocido, de la crítica cinematográfica:

Dejar que un especialista en literatura critique un film es tan irrazonable como que un crítico musical juzgue una muestra de pintura o que se confíe a un comentador deportivo la tarea de resumir una representación teatral. Si todos se creen capaces de juzgar un film es porque el film no encuentra el modo de afirmarse como forma artística autónoma, porque carece de una nomenclatura precisa, porque es terriblemente joven respecto a las demás artes, porque depende estrechamente de factores financieros y porque se dirige en primer lugar a los sentimientos del público. Por todas estas razones, el film se ve a menudo desde arriba, el carácter inmediato de sus medios de expresión provoca la desconfianza y el último que llega se considera competente para expresar cualquier punto de vista cuando se trata de arte cinematográfico1.



Nada más lejos de mi intención, evidentemente. En realidad, lo único que pretendo con este libro es un acercamiento a la realidad cinematográfica desde el punto de vista en que confluye con la narrativa literaria.

El estudio que presento aborda en su primera parte las líneas básicas de la discusión histórico-cultural acerca de las relaciones entre cine y literatura, las cuales se especificarán más tarde sobre la obra de Jesús Fernández Santos. He tratado lo referente a la postura de los escritores frente al cine y la importancia de su vinculación con el medio a la hora de estudiar su obra; la evidente presencia de la literatura en el cine, así como la más problemática presencia del cine en la literatura; el cine como referente literario y la adopción del tema literario en tanto que tema cinematográfico; el problema de las adaptaciones y, finalmente, en la segunda parte, el modo en que las técnicas narrativas del relato cinematográfico se adaptan o se diferencian de las del relato literario.

La tercera parte consiste en una aplicación histórica y crítica sobre la obra del mencionado Fernández Santos. En este autor confluyen, por un lado, su actividad cinematográfica como director, documentalista y guionista y por otro, su intensa producción novelística y crítico-cinematográfica, a lo que debe añadirse el hecho de que dos de sus novelas fueron objeto de adaptación cinematográfica a manos de otros directores.

En un plano más concreto, he intentado describir pormenorizadamente los elementos cinematográficos en los textos narrativos de Fernández Santos, pues a pesar de que existen múltiples anotaciones a este respecto, nunca se había llevado a término un análisis detallado. Como se comprobará, he incluido, a fin de completar la imagen del autor, un apéndice en el que consta la relación íntegra de sus críticas cinematográficas publicadas en la prensa.

No quisiera finalizar esta pequeña introducción sin dejar constancia de mi agradecimiento a Dñª. María Castaldi, viuda de Fernández Santos, entre otras cosas, por la generosidad que en todo momento ha demostrado a propósito de la documentación sobre el autor. También quisiera agradecer al profesor Miguel Ángel Lozano sus orientaciones y consejos durante la realización de la tesis doctoral que ha dado como fruto el presente libro, y a cuantas personas contribuyeron de un modo u otro a que aquellas reflexiones cobraran tal forma. Espero que no haya sido una tarea vana y que las relaciones entre cine y novela, que continúan definiéndose con cada nueva publicación o cada nuevo estreno, despierten el interés del lector. También a él, a ti, gracias.






ArribaAbajo- I -

Consideraciones generales sobre las relaciones entre cine y literatura



ArribaAbajo1. Consideraciones sobre una relación dificultosa. Comentario bibliográfico

Si, como es evidente, desde el momento de la aparición del cine se observa la íntima relación que el nuevo medio de expresión, integrador, mantiene con el antiguo literario (en un principio, por supuesto, con el teatro y, posteriormente, y conforme se afianzaron sus propios recursos expresivos, con la novela en particular) no será de extrañar que también, desde entonces, se haya producido una rentable confrontación entre los diversos puntos de vista acerca del modo en que tal conexión se establece. A menudo, fueron los propios escritores quienes, ya ofendidos por la agresión que suponía competencia tan evidente como la cinematográfica, ya entusiasmados por la novedad y las posibilidades artísticas de sus medios, alzaron la voz en continuas polémicas sobre el asunto.

Desde luego, el estudio de las relaciones entre el cine y la literatura, desde una mayor o menor especificidad comparatista o en general teórico-crítica, posee una evidente tradición a lo largo del presente siglo2. Resultaría prolijo explicar esa tradición y, por lo demás, no entra en el marco de este proyecto. No es mi propósito, pues, reconstruir una historia del cine y los modos de evolución a través de los cuales han ido cambiando las imbricaciones entre uno y otro medio.

Me voy a limitar en lo que sigue a efectuar un breve comentario muy selectivo acerca de aquellos textos que de manera eficiente, directamente o no, se ocupan del problema de las relaciones entre cine y literatura, esto al margen de la utilización que en adelante se hará de los mismos. Quiero advertir, por otro lado, que no voy a dar entrada aquí a los grandes aspectos estéticos referentes a la clasificación de las artes y sus estatutos categoriales.

A propósito de la constitución del lenguaje cinematográfico, planteada como punto de partida de toda reflexión sobre sus relaciones con el lenguaje literario, dos obras probablemente deban tomarse como básicas: ¿Qué es el cine?, de André Bazin, y El lenguaje del cine, de Marcel Martin3. La primera de ellas, que no constituye una teoría sistemática, consiste en una recopilación de artículos que plantean una seria reflexión sobre aspectos esenciales cinematográficos, su relación con la pintura, el teatro o la novela y las obras de algunos cineastas importantes. La segunda, por el contrario, ofrece un repaso al arte cinematográfico, mediante el análisis de los procedimientos fílmicos, ya sea el montaje, los distintos tipos de diálogo, las técnicas narrativas a través de elipsis, enlaces y transiciones, metáforas y símbolos, o las diversas estructuras temporales y espaciales del relato cinematográfico.

Entre los estudios que realizan una presentación histórica de las diversas teorías elaboradas sobre el hecho cinematográfico, conviene subrayar la ya clásica Historia de las teorías del film, de Guido de Aristarco, y la más reciente Principales teorías cinematográficas, de A. Dudley. En lo que tiene que ver con la aportación de las principales escuelas teórico-críticas a la definición del arte del cine, es preciso tener en cuenta, Cine y lenguaje, del formalista Viktor Sklovsky. Ciertamente, Eisenstein fue uno de los primeros en establecer semejanzas estructurales entre cine y literatura, especialmente en su teoría del montaje4, presente sobre todo en El sentido del cine, Teoría y técnica cinematográficas o Reflexiones de un cineasta.

Desde el respaldo de las metodologías semiótica y narratológica comparatista, muy importantes durante las pasadas décadas, las obras de Christian Metz y Jean Mitry configuran sin duda el inicio de una de las corrientes fundamentales en la interpretación del fenómeno fílmico. En lo que más nos concierne, Metz, en Lenguaje y cine, se aplica al establecimiento de códigos y subcódigos, la relación del lenguaje cinematográfico respecto de otros lenguajes, así como las interferencias entre éstos. Mitry, por su parte, en Estética y psicología del cine, efectúa un notable análisis respecto de los efectos psicológicos que crean los movimientos de cámara y las diversas posibilidades del montaje, además de la relación existente entre drama-teatro y cine, las estructuras visuales y semiológicas del film y la lógica del mismo. Por lo demás, puede verse una actualización de la corriente semiótica en cuanto a la interpretación del hecho cinematográfico, la cual tiene en cuenta asimismo las últimas aportaciones crítico-literarias, en el estudio de Seymour Chatman Historia y discurso: la estructura narrativa de la novela y el cine. En él, el punto de partida es la determinación de aquello que es «la narrativa en sí misma», a fin de estudiar los componentes de la «historia» y analizar a continuación los medios a través de los cuales ésta puede transmitirse, es decir, el «discurso», bien sea éste literario o cinematográfico5. A propósito de estos dos objetos, pero en el plano de una mayor particularización documental, son también fundamentales los estudios de John L. Fell, El film y la tradición narrativa, y de Pio Baldelli, El cine y la obra literaria. Este último ha contribuido principalmente al tratamiento de la adaptación cinematográfica de obras literarias, sobre la cual establece una interesante clasificación tipológica.

Existen varias y muy útiles antologías que reúnen una amplia gama de las posturas mantenidas por los escritores ante el cine. De entre éstas conviene recordar en primer término Los escritores frente al cine, de H. M. Geduld, aparte de algunas otras que también incluyen las opiniones de estudiosos, críticos y cineastas, tal las de los italianos G.P. Brunetta, Letteratura e cinema, y O. Moscariello, Cinema e/o letteratura.

En lo que tienen de aproximación general, pero a su vez de profundidad y capacidad de estímulo, Cine y literatura, de Pere Gimferrer y la más reciente Literatura y cine de Carmen Peña-Ardid, podríamos considerarlas, hoy por hoy, obras básicas. El ensayo de Gimferrer, a pesar de su evidente voluntad divulgadora, posee una indudable penetración a propósito tanto del carácter narrativo de los dos lenguajes, como del análisis de algunas de las obras maestras del teatro y la novela adaptadas al cine.

El libro de Peña-Ardid, de carácter más académico y erudito, presenta con exhaustividad documental las relaciones entre las dos artes mediante un procedimiento crítico que es capaz de afrontar el aspecto fundamental de las mismas. Parte de una perspectiva amplia desde la cual considera cómo se inventa y revela la realidad artísticamente, y cómo se cuenta una historia mediante los artificios del cine y la literatura.




ArribaAbajo2. La postura de los escritores frente al cine

La relación de los escritores frente al cine ha sido desde un principio más bien tortuosa; los hay que manifiestan la más desatada admiración y los hay que expresan el desprecio más absoluto6. Una de las razones por las que, en un principio, se ofrecía tan atractivo el nuevo medio era la intuición de las muchas posibilidades que como arte presentaba, pero, al mismo tiempo, se temía una competencia que echara al traste el prestigio acumulado durante siglos por la literatura y una influencia que pudiera malograr la independencia artística de la misma.

Entre las acusaciones que se lanzaron contra el cine por parte de algunos de sus iniciales detractores (entre los que se cuentan escritores de principios de siglo como Gorki, Huxley o Chesterton) estaba su carácter escasamente realista y su falta de verosimilitud, justamente algunos de los rasgos que hoy en día se consideran más representativos del cine. Hay que tener en cuenta que por entonces el cine era aún un arte que se estaba constituyendo como tal. Pero en España, en cambio, casi por las mismas fechas, había quienes, como Pío Baroja, aunque se referían al cine con un cierto distanciamiento, si no recelo, aceptaban cuando menos que se trataba de un arte distinto de la literatura, aunque un arte al fin y al cabo:

En el momento actual del cinematógrafo [1927], lo más importante me parecen los actores y la técnica cinematográfica; lo menos importante, el argumento y la literatura. Yo no sé las posibilidades del cine, pero creo que la literatura no lo fecunda. Ni el Quijote, ni el Hamlet, ni el Fausto, ni Los hermanos Karamazov darán origen a films interesantes. El cinematógrafo es una cosa diferente a la literatura; algo más popular, más colectivo, más cortical, menos individualista y menos tradicional e histórico. Unos actores buenos y unos operadores buenos, con un asunto cualquiera, bastan para hacer una película interesante; un argumento admirable con actores mediocres, no da resultado7.



En cualquier caso, hay que notar que quizá se haya difundido en exceso la idea de un general desinterés de los escritores frente al cine, cuando, antes al contrario, como afirma Peña-Ardid, «el acercamiento del escritor al cine ha estado sometido a fluctuaciones continuas y ha sido mucho más importante, cualitativa y cuantitativamente hablando, en unos dominios culturales -Francia, Italia, EE.UU.- que en otros como España»8. Aquí, no obstante, ha habido épocas, como el primer tercio de siglo, por ejemplo, en que los escritores del momento veían en el nuevo cine un acicate para el desarrollo de las artes; y, entre ellos, sobre todo, los procedentes del medio teatral, pues, como es sabido, en un principio el cine se vinculó más estrechamente con el teatro que con la novela, como sucede ahora; y, por tanto, también es lógico que las interacciones entre teatro y cine se plantearan en los años 20 a través de la adaptación por parte de éste de numerosas obras procedentes del primero; pero desde el momento en que se pasó del cine mudo al sonoro, la situación cambió, en la medida en que se requería la versión de los guiones en diferentes idiomas. Y en tal labor, también, colaboraron de un modo entusiasta hombres de teatro como Jardiel o Arniches9.

No es cierto, pues, el tópico del generalizado desinterés de los intelectuales españoles por el cine, ya que, si, por un lado, los del noventayocho no le prestaron excesiva atención, los escritores de los movimientos de vanguardia, por otro, sintieron gran atracción por el medio, que se agudizó con los miembros del grupo de la generación del veintisiete10. Por aquellos años se publicaban numerosos libros sobre cine, se había formado un Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes (el GECI, fundado en el 33)11 y existía, en fin, una cierta preocupación por el medio entre nuestros escritores, que colaboraban como actores, guionistas, adaptadores, directores o críticos, como hemos comentado a propósito de los procedentes del medio teatral. Ahora bien, la evolución de esta relación no sufrió un proceso normal: «La guerra civil significó para el cine y la literatura, como para tantos otros aspectos de la vida cotidiana, una ruptura de lo ya conseguido. La aproximación hecha por los hombres del veintisiete se interrumpió y sólo en la década de los sesenta se ha asistido a un nuevo acercamiento. Las posturas, claro, son muy distintas: para los escritores actuales es algo cotidiano, ha perdido el valor que como novedad tenía»12.

Por otra parte, conforme el cine iba afianzándose como arte, la conexión de los escritores con él no se limitó a la de un mero público privilegiado, por su condición de artistas. A partir de un cierto momento, hay escritores que toman como argumento de sus novelas el mundo del cine, por un lado, y, por otro, hay quienes participan en el sistema de producción mediante su colaboración como guionistas (a veces fructífera, a veces nefasta) y también como teóricos del arte fílmico. Por tanto, a la hora de afrontar este tema, habría que distinguir entre aquellos escritores que opinan del cine «desde fuera», exclusivamente en su calidad de espectadores que, además, escriben, y aquéllos que, en un momento determinado de su carrera, han sustituido, temporal o definitivamente, la pluma por la cámara y son autores, por tanto, de una obra literaria y una obra cinematográfica. Este último caso es, por ejemplo, el de Ionesco, Beckett o Genet, como ilustra Molina Foix en su artículo ya citado, pero también el de otros muchos escritores como Marguerite Duras, Susan Sontag o, en nuestro ámbito, Gonzalo Suárez, por citar sólo algunos ejemplos.

Partiendo de esta distinción, confrontaremos a continuación la opinión de dos autores españoles, Miguel Delibes y Mario Vargas Llosa, para ejemplificar el modo en que cambia la perspectiva con que se enfocan las similitudes o diferencias entre cine y literatura, según opine quien tan sólo escribe o quien, además, ha dirigido alguna película. Miguel Delibes, al que no se puede achacar un desconocimiento del medio cinematográfico, sino, antes bien, una continua preocupación e interés por el mismo (como queda demostrado en el libro del que extraemos la cita que sigue) se expresa del siguiente modo al plantear la cuestión:

Cine y novela se proponen contar una historia. A partir de aquí las diferencias prevalecen. La novela nos cuenta una historia con palabras y el cine lo hace con imágenes. Pero, por debajo de esta diferencia radical, hay algo coincidente: la manera de contar esa historia, de disponer los materiales, de graduar la tensión emocional [...] En el modo de resolver novela y película hay un innegable paralelismo13.



Vargas Llosa, por su parte, además de su labor como novelista, más conocida, ha llevado a la pantalla también como correalizador su propia novela Pantaleón y las visitadoras, que a su vez había comenzado siendo un guión cinematográfico; tras esta experiencia, Vargas Llosa encuentra serias dudas acerca de la pretendida continuidad poética de procedimientos en los medios literario y cinematográfico:

Las diferencias son, probablemente, mayores que las similitudes. Creo que la narración cinematográfica tiene sus propias leyes, sus propias limitaciones y que la palabra y la imagen son, realmente, dos medios independientes del todo. El cine tiene, desde luego, sobre la literatura, el gran privilegio de trabajar sobre lo vivo, aunque están los condicionamientos de tiempo, técnica y presupuesto (...) que limitan y a veces frustran tremendamente a un creador. En literatura eso no ocurre. Uno tiene libertad prácticamente infinita14.



De todos modos, la actitud de los escritores frente al cine no siempre se manifiesta de modo individual. A menudo viene motivada por una moda o por una especial relevancia del tema en el momento. Ha habido, así, épocas de especial contacto entre escritores y cine, como los años 50-60, con el movimiento de la Nouvelle Vague, que en España se refleja, por ejemplo, en la particular vinculación no sólo de Fernández Santos, según tendremos oportunidad de comprobar, sino de otros muchos de sus compañeros de generación. Por citar sólo algunos casos, se recordará a Ignacio Aldecoa, tres de cuyas obras se han convertido en sendas películas, dirigidas todas ellas por Mario Camus: Young Sánchez (1963), en el guión del cual también colaboró el propio autor; Con el viento solano (1965) y Los pájaros de Baden Baden (1974)15. Juan García Hortelano, por su parte, intervino también en el guión de la adaptación de su novela Nuevas amistades, que se convirtió en una película de idéntico título dirigida en 1963 por Ramón Comas16, así como en el guión, esta vez junto con Juan Marsé y Germán Lorente, de Dónde tú estés, realizado por este último. Juan Marsé, también, escribió el guión de Libertad provisional (1976), dirigida por Roberto Bodegas y basada en una novela suya, para cuando ya este escritor estaba habituado a colaborar profesionalmente en diversos proyectos cinematográficos17. Y Carmen Martín Gaite, por último, también colaboró en el guión de la película Emilia, parada y fonda, dirigida en 1976 por Angelino Fons, basada en uno de los cuentos que componían su volumen Las ataduras.

El contacto creativo con el cine constituyó una práctica habitual entre los escritores del cincuenta de la que también participó, aún más directamente si cabe, Fernández Santos, como comprobaremos en capítulos siguientes; todo ello permite afirmar que, durante esta época, las relaciones de los escritores con el medio cinematográfico fueron intensas y fructíferas, algo que iría cambiando con el tiempo, a medida que una cada vez mayor especialización fuera invadiendo la práctica profesional del cine.




ArribaAbajo3. Un fenómeno de retroalimentación: la literatura en el cine y el cine en la literatura. El conflictivo mundo de las adaptaciones y el cine como «narrativa en imágenes»

La primera cuestión que debiera plantearse es, sin duda, a qué disciplina o corriente metodológica correspondería el problema de las relaciones entre cine y literatura: estética, literatura comparada, teoría de la comunicación, semiótica... Esto comienza por hacerlo Peña-Ardid, en el plano más particular de relevantes concreciones teóricas. A diferencia de lo que sucede en la tradición francesa, en la cual existe un interés perdurable por estos asuntos, no sucede así en la española18. A propósito de la pregunta sobre qué hay que comparar y con qué objetivo, Peña-Ardid adopta un criterio histórico que halla su fundamentación en los dos tipos de problemas que convendría estudiar: «La indudable existencia de una tradición comparativa que nació con el mismo cine y, paralelamente, la existencia de una tradición de relaciones conflictivas que ilustra bien el estatuto jerárquico en el que se sitúan nuestros objetos culturales»19.

La modalidad del comparatismo que busca influencias en el cotejo de la literatura con el cine debe estar atenta al riesgo que suponen los prejuicios acerca de la jerarquía de prestigio entre ambos y, sobre todo, al problema de limitarse a señalar influencias temáticas en lugar de señalar el paso de elementos formales de un sistema semiótico a otro. Por eso, intentando marcar los principios metodológicos que permitan confrontar en condiciones de igualdad el discurso narrativo literario y fílmico, Peña-Ardid ha pretendido analizar en qué dimensión pueden cine y novela ser comparados como artes del relato, en primer lugar; qué elementos de la tradición narrativa literaria, y en especial de la novela del XIX, asimiló en su conformación como tal el cine, en segundo lugar; y, finalmente, cómo el estudio se debe enfocar más hacia el modo en que se cuenta que hacia el contenido de la narración.

En este sentido, la diferencia más obvia que separa la narración literaria de la cinematográfica es que la primera cuenta mediante palabras y la segunda mediante imágenes. Pero ello, que es esencialmente cierto, no debería dar pie a un equívoco que se repite constantemente al hablar de cine y es el hecho de considerarlo exclusivamente desde el punto de vista de la imagen, cuando en realidad la comparación de este medio con la novela sólo puede establecerse a partir del resultado final producido por la combinación de sus heterogéneas materias de expresión: la imagen, por supuesto, pero también las palabras, la música y los ruidos20.

Hecha esta precisión, es evidente que existe una tendencia generalizada a considerar el cine como una «narrativa en imágenes». Cuando un cineasta como Jean Renoir afirma: «Soy un narrador de historias», lo que está haciendo es una equivalencia entre el cine y la literatura en la medida en que el objetivo sería siempre el mismo y sólo cambiaría el medio21. Algo que hemos venido repitiendo hasta ahora, por ejemplo a la hora de explicar el modo en que abordaba el tema S. Chatman22.

Otros, por su parte, han intentado especificar en qué consiste la diferencia de lenguajes. Entre los cineastas españoles, José Luis Borau ha defendido siempre la importancia de la acción como elemento cinematográfico y, fundamentalmente, de la imagen; algunas de sus declaraciones ilustran ampliamente tal idea: «En una película puede haber valores literarios, valores arquitectónicos, valores fotográficos y plásticos... pero el cine no es una mera superposición de estos componentes. Si así fuese, hablaríamos de un arte complementario [...] ¿Qué es el cine? Todo aquello que ha exigido una imagen en movimiento para ser contado mejor. Al hacer cine se pone en marcha una historia que sólo viéndola podrá ser asumida fundamentalmente»23. Borau, en definitiva, reivindica un tipo de cine en que haya no sólo una unidad de estilo visual, sino también una unidad de narración, en que la imagen y sus elementos se imbriquen armoniosamente. Y este nuevo lenguaje debe ser juzgado como tal, no desde una perspectiva literaria, como sucede a menudo cuando leemos críticas que hablan de la trama, del guión o de los actores, olvidando que es precisamente la combinación de todos esos elementos con la imagen la que le concede su carácter esencial. Ciertamente, existe una tendencia general a emitir un juicio comparativo entre una película y la obra literaria en que se basa, algo hasta cierto punto lógico: el error estriba en adoptar un criterio exclusivamente literario en el análisis de la producción cinematográfica resultante.

A su vez, precisamente porque se trata de un medio audiovisual, a diferencia de la literatura, y porque se presenta de un modo preciso y único en la pantalla, integra al lector en un mundo perfectamente perfilado, mientras que en la lectura de la novela nos adentramos más profundamente en los dominios de la imaginación. Este elemento añade una importante distinción entre los dos medios, que remite en este caso al punto de vista de la recepción, desde el que cabe interpretar los argumentos de Mario Paoletti: «La principal diferencia entre el cine y la literatura es que el cine tiene un espectador y la literatura tiene un lector. El consumidor de literatura 've' con su imaginación y debe proyectar su propia película (en ese sentido, todo lector es un director de cine). El consumidor de cine, en cambio, recibe imágenes ya hechas, que él no fabricó, y debe imaginar a partir de ellas (y es por eso, me imagino, que el espectador de cine imagina poco durante la proyección, pero imagina mucho cuando ya ha salido del cine y debe trabajar con el recuerdo de la película)»24.

De un modo similar, en una de las ocasiones en que Fernández Santos ha comparado estas dos artes con las que tan vinculado estaba, establecía también dicha comparación a partir del punto de vista del receptor, cuya actitud varía en uno y otro medio:

... el cine es un arte puramente objetivo que, además, no necesita la participación plena del «lector»; en la novela hay que adivinar toda esa serie de «secuencias», en realidad son trampas, que quien escribe te coloca para mantener tu atención; el cine tiene la ventaja de que es un arte parcialmente pasivo. [...] Para entenderla [la novela] has de efectuar un esfuerzo -ciclópeo en muchos casos, como Joyce o Faulkner- si deseas llegar al meollo de la cuestión. Hay otro factor y es que en la novela tú puedes volver atrás cuando algo no lo entiendes, reasimilar conceptos; en el cine, como en el teatro, no puedes volver a contemplarlo25.



Al encabezar este capítulo con el título de «un fenómeno de retroalimentación», nos referíamos a la mutua influencia que se establece entre el cine y la literatura. Pero hay que hacer notar el hecho de que esta interdependencia no fue recíproca desde el principio, pues se estableció inicialmente una supeditación por parte del cine respecto a la literatura y sólo más tarde, tras años de desarrollo, el cine fue capaz, sutilmente, de influir en el modo y el contenido de la escritura literaria26. Ésta quizá sea la razón de que durante mucho tiempo la mayor parte de los estudios sobre estas relaciones trataran precisamente del problema de la adaptación. Porque desde sus orígenes, el cine comenzó haciendo adaptaciones literarias, impelido, por ser considerado inferior, a ser reconocido como arte: la literatura le concedería, así, la «altura» de que por sí mismo carecería, pretendidamente, el film, conclusión a todas luces equivocada. En cualquier caso, según Peña-Ardid, cuyo argumento aceptaremos: «El paso del texto literario al fílmico supone indudablemente una transfiguración no sólo de los contenidos semánticos sino de las categorías temporales, las instancias enunciativas y los procesos estilísticos que producen la significación y el sentido de la obra de origen»27. Toda adaptación, por tanto, implica dos principales consecuencias: la transformación, por un lado, y la condensación y reducción del texto de partida, por otro28.

Sobre el problema de la extensión de una película en relación a la obra original, esta última consecuencia se perfila como inevitable. Susan Sontag, en un artículo sobre el tema titulado precisamente «De la novela al cine», parte de la base de que la duración normal, estipulada convencionalmente, de un film, puede servir para adaptar un cuento o una obra teatral, pero no una novela, porque ésta se basa precisamente en su capacidad casi ilimitada de expansión (de hecho, en su artículo habla de una película extremadamente larga, Berlin Alexanderplatz, de Fassbinder, válida en la medida en que, con sus quince horas de duración, se aproxima a la forma abierta y a la capacidad acumulativa de toda novela). Pero antes de continuar con la aparente idoneidad del cuento para ser adaptado, postura que ha encontrado muchos defensores, véanse las consecuencias que Sontag extrae de tal afirmación: «Parece que la esencia misma del cine -con independencia de la calidad de la cinta en cuestión- fuerza a abreviar, difuminar y simplificar la novela que adapta. [...] Los clásicos parecerían malditos: que el cine se alimentaba mejor de ficción barata que de verdadera literatura se convirtió casi en ley. Una novela menor podía servir como pretexto, como un repertorio de temas con los cuales el director puede jugar libremente. Con una buena novela, en cambio, existe el problema de ser fiel a ella»29.

Sobre esta misma cuestión, Miguel Delibes ha puntualizado con oportunidad la opinión de Sontag, subrayando de nuevo la importancia del concepto de la extensión: «Adaptar al cine, convertir en una película de extensión normal una novela de paginación normal obliga inevitablemente a sintetizar, porque la imagen es incapaz de absorber la riqueza de vida y matices que el narrador ha puesto en su libro [...] Susan Sontag, aparte el problema de la extensión, ve en el fenómeno de adaptación de una novela al cine la cuestión, para ella insoluble, de que el filme asuma la calidad literaria del libro, problema que, para mí, deja de serlo desde el momento en que, de lo que se trata, es de contar la misma historia mediante un instrumento distinto, esto es, la calidad literaria sería sustituida en el cine por la calidad plástica, cosa que no siempre sucede, pero es a lo que se aspira. De este modo, el problema número uno en este tipo de adaptaciones y prácticamente el único [...] es el de la extensión»30.

Efectivamente, a menudo se ha repetido que la técnica de exposición selectiva (más que en ningún otro género) propia del cuento se asemeja a la técnica cinematográfica en la medida en que ambas expresiones artísticas cuentan historias mediante una serie de sugerencias, gestos, matices e imágenes con tal precisión, que no requerirían mayor elaboración o explicación. No en vano decía el británico H. E. Bates, uno de los maestros del género cuentístico, que no era mera coincidencia que algunas de las películas de más efecto fueran adaptaciones de novelas cortas. Con esta opinión parece coincidir el propio Fernández Santos cuando afirma, en el prólogo a su antología de cuentos, ya citada, Siete narradores de hoy que:

el cuento o relato corto o narración anduvo a medio camino entre el teatro y la novela, y el cine -cierta clase de cine- nació siempre de un cuento, de una idea, con un agudo desenlace al que la técnica -la forma de contarlo- daba carne y vida durante hora y media31.



Partiendo de este estado de cosas, la postura de escritores y críticos ante el hecho ha sido diversa. El papel de un autor ante el proceso de adaptación al cine de una novela suya puede ser muy diferente: de indiferencia (como era el caso de Georges Simenon), de resignación e incluso de indignación, pero también de satisfacción. A su vez, por curiosidad, necesidad o simple interés, se han dado muchos casos en que el propio autor ha colaborado en tal proceso de transformación de su obra literaria: hay quien escribe él mismo el guión de su propia novela, solo o en colaboración con un guionista32; quien hace el guión de obras que no son suyas (como hizo Cela con el Quijote televisivo de Gutiérrez Aragón) o quien crea incluso sus propios guiones autónomos, aunque en este caso podría hablarse más bien de un escritor que en ocasiones trabaja como guionista o viceversa (es el caso del ya citado Gonzalo Suárez, novelista y también realizador y guionista cinematográfico). En cualquier caso, el abanico de independencia de que puede gozar el cine en relación con la literatura es casi infinito: bastaría recordar las diferentes versiones (hasta cuarenta) que de la Carmen de Merimée existen y entre las que destacan la de O. Preminger, F. Rosi, C. Saura, J. L. Godard y P. Brook.

A partir de ahí, las polémicas en torno al tema se han establecido a menudo alrededor de si convenía la fidelidad a la obra literaria (o por el contrario el cineasta tenía plena libertad) y de si existían determinadas obras más apropiadas que otras a la adaptación33. Junto a la opinión de los escritores, interesa también considerar la postura de los críticos ante el fenómeno de la adaptación, el modo en que lo han tratado en sus estudios. Existe un análisis comparado de obras individuales a cargo de Pio Baldelli y de J. M. Company34. La consideración de las adaptaciones como un medio de profundizar en las diferencias entre cine y novela ya la había ofrecido G. Bluestone35; la atención no sólo al cambio semántico sino también al pragmático la hallamos en G. Bettetini36; y, finalmente, J.M. Clerc37 presenta el estudio de las versiones cinematográficas que diversos escritores han hecho de su obra.

Un procedimiento habitual en la crítica española ha sido el de la realización de repertorios de obras y autores, como el ya citado de Gómez Mesa o el de Luis Quesada38.

No toda la influencia de la literatura en el cine se limita al hecho de haberle proporcionado una cantidad abundante de material adaptable; también, fundamentalmente, según se comprobará en el siguiente apartado, ha habido un influjo latente, y a veces también manifiesto, por parte de las técnicas narrativas del relato literario, sobre todo decimonónico, como señalaba ya Griffith al hablar de su deuda respecto a Dickens. Incluso, posteriormente, el espíritu de renovación novelística que proclama la desaparición del héroe o del argumento influyó también en el cine: por ejemplo, en la obra de Godard aparecen a menudo violentas rupturas del discurso o incoherencias formales en apariencia, que podrían corresponderse con las propias del teatro, la poesía o la novela modernos.

Al mismo tiempo, y progresivamente, el cine ha invadido el terreno de la literatura, proporcionándole nuevas perspectivas, nuevos modos de engarzar el relato y también nuevos temas, los correspondientes precisamente a esa nueva realidad creada39. No obstante, deben ser matizadas las opiniones excesivamente rotundas sobre este último aspecto; las presentadas, por ejemplo, allá por los años cuarenta, por C. E. Magny en su conocido estudio La era de la novela norteamericana40, a pesar de la novedad de sus criterios, han sido puestas en entredicho por su exagerado entusiasmo acerca de un influjo absolutamente verificable del cine en dicha narrativa. Magny intentaba mostrar, ejemplificándolo en los libros de escritores como John Dos Passos, Hemingway o Faulkner, las concomitancias del lenguaje novelesco estadounidense con el lenguaje del cine, presumibles en rasgos tales como las descripciones escuetas, de carácter más óptico que literario, el peculiar montaje de espacios y tiempos o el uso de la elipsis, propios todos ellos del discurso fílmico y que, según el autor, iban originando en la literatura estadounidense una nueva manera de novelar, cuyo influjo se expandiría a toda la literatura occidental. Esta tendencia acabaría culminando en las propuestas del «nouveau roman»; Robbe-Grillet, por ejemplo, consideraba como meta del novelista la supuesta «objetividad cinematográfica» y llegaba aún más lejos al considerar como instrumento lingüístico más apropiado para la nueva novela el uso de un tipo de adjetivo «óptico, descriptivo, el que se limita a medir, situar, delimitar y definir». No, por tanto, un tipo de adjetivo que valore, califique, adorne o interprete. ¿Con qué intención? Evidentemente, con la de eliminar de la novela su tradicional subjetividad, tanto la del autor como la de los personajes. El novelista, en su opinión, debiera adoptar la visión propia de la cámara cinematográfica. Y esa identificación no la concebía sólo desde un punto de vista teórico, sino también práctico, en la medida en que se decidió a ponerse tras las cámaras para dirigir, en 1963, la película L'immortelle41.

Me voy a permitir concluir, a varios propósitos, recordando algunas consideraciones interesantes de Anderson Imbert: «El cine ha influido sobre la educación visual de los narradores de nuestro siglo; educación que suele traslucirse en el lenguaje, la composición y el estilo de sus cuentos. Hemos aprendido del montaje cinematográfico, modos de ver, de contar las escenas, de ligarlas, de superponerlas. Así, con el cine a la vista como modelo, el narrador refuerza y extrema sus propios procedimientos narrativos: el ritmo, el don de la ubicuidad, la simultaneidad de imágenes, la agilidad para analizar un detalle desde muy cerca. Palabras usuales en la crítica cinemática se usan también en crítica literaria [...] El personaje queda físicamente inmóvil en el espacio y vemos las imágenes de su pensamiento en un tiempo vertiginoso; o al revés, el tiempo se detiene y vemos una laberíntica simultaneidad de paisajes. Esta coexistencia de vida interior y realidad exterior es especialmente útil en las técnicas para describir los procesos mentales»42.






ArribaAbajo- II -

Sobre las técnicas narrativas del relato cinematográfico y literario



ArribaAbajo1. Acerca del punto de vista narrativo

Uno de los conceptos crítico-literarios más relevantes a la hora de examinar la composición de una novela (y uno de los que la determinan de modo más concluyente) es la noción de la perspectiva narrativa. Y del mismo modo que ésta es la cuestión a la que todo novelista debe enfrentarse en primer término cuando comienza su obra, también en el cine es el punto de vista el que resuelve la esencia y belleza de lo que se nos presenta43. Paralelamente, es también ésta la categoría narrativa que de modo más claro permite observar el papel que el cine desempeñó en una tradición novelesca que ya desde comienzos de siglo se ha mostrado cada vez más interesada por esta cuestión.

El primer aspecto que convendría aducir es que, respecto al punto de vista narrativo, el cine, por un lado, se ha acercado a determinadas tipologías de la novela, pero, por otro, y debido a sus peculiares características, ha aumentado su complejidad. Cuáles son estas peculiares características es algo que ha acertado a definir el crítico F. Casetti, según el cual en toda película existe «al menos un elemento que remite a la enunciación y a su sujeto y que justamente no abandona nunca el film [...] el punto de vista desde el cual se observan las cosas [...] el eje alrededor del cual giran las imágenes (y los sonidos) y que, conjuntamente, determina sus coordenadas y perfiles»44. Y es que, precisamente porque se trata de un medio audiovisual, el cine posee una doble dimensión, la narrativa y la representativa45. Ahondando en esta singularidad, Peña-Ardid, se ha referido al modo en que se distingue la perspectiva cinematográfica de la literaria: «El concepto de punto de vista en el cine, a diferencia de la novela, tiene al menos un primer sentido no metafórico; antes que nada, es, literalmente, 'un punto de vista óptico', el lugar de emplazamiento de la cámara desde el que se mira -y se da a ver- un ojeto dado. Incluso si el problema de la 'perspectiva' se refiere a la actitud ideológica y a la valoración que de los hechos narrados hace un observador [...] dicha actitud viene reflejada no tanto por el contenido de la imagen como por la posición ocular y por determinados procedimientos técnicos como la mostración. El paso del punto de vista óptico al punto de vista narrativo -y con él al problema de la distribución de las informaciones en el relato- se opera, por un lado, en el proceso de montaje donde se reorganizan las distintas ubicaciones de la cámara en la filmación [...]; por otro, con el concurso de los elementos auditivos y sus distintas relaciones con la imagen»46. Existe, pues, una combinación de elementos narrativos en el cine cuyo punto de partida son, invariablemente, las imágenes que la cámara ha filmado desde distintas perspectivas. Ese carácter ubicuo de la cámara cinematográfica, que aporta información al espectador (el cual «sabe» de la historia a través del sistema de montaje) es precisamente el que a menudo ha sido equiparado con la ubicuidad del narrador omnisciente de la novela tradicional (que ofrece una visión interna y externa de sus personajes). Ambos modos de narrar juegan con la posibilidad de ocultar información al lector/espectador.

Ahora bien, existen otros medios más rudimentarios para suplir, en el relato fílmico, la función del narrador literario: desde los intertítulos del cine mudo hasta la figura de un comentarista en persona (como el que recuperaba Fellini en Amarcord); con ellos se pretendía cumplir con la necesaria función de resumir parte de la acción no visualizada, transmitir los pensamientos de los personajes o situar espacial o temporalmente la acción. Posteriormente, se adoptaron otros procedimientos como los títulos iniciales y finales (que introducen al espectador en la historia o redondean su desenlace) y, sobre todo, la voz en off relatora (tan usual, por ejemplo, en el neorrealismo, por su afán documental). Esta última, en cierta medida, puede considerarse una reminiscencia literaria; a su través, el director se permite introducir un punto de vista más subjetivo que el que pueda presentar cualquier encuadre o toma. Cuando esta voz en off es la de un narrador externo a la historia contada, se está identificando con la figura del narrador omnisciente literario; en cambio, cuando es la de un personaje, equivale, combinada con determinadas imágenes, más bien a su conciencia, en forma que recuerda la de un monólogo interior.

Efectivamente, cuando uno de los personajes del film actúa también en ocasiones como narrador, la película adquiere el carácter de un relato subjetivo en primera persona. Sobre todo, cuando la cámara se identifica también con el punto de vista de ese mismo personaje, mostrando al espectador solamente aquello que dicho personaje podría observar. El uso de este procedimiento, llamado «cámara subjetiva», a lo largo de todo un film, aunque ha sido llevado a cabo en alguna ocasión, no ha obtenido, en cambio, el efecto esperado. Si se pretendía que el espectador se identificara con el personaje, de un modo similar a lo que sucede en una novela contada en primera persona, la cámara debía mostrar continuadamente a aquél, alguna parte de su cuerpo que nos recordara que estábamos viendo con sus ojos, porque de lo contrario el espectador acababa por identificarse con la cámara en lugar de con el personaje.

En realidad, del mismo modo que en la novela no se suele aplicar rigurosamente a lo largo de toda ella una focalización interna de manera que nunca se describa desde fuera a ese personaje desde cuya perspectiva se cuenta (ello sólo sucede en el monólogo interior), en el cine, si se filman largos períodos desde la posición de un solo personaje lo que sucede es que el espectador, en lugar de percibir dicha subjetividad, se habitúa a ella y acaba por perderla. En cierta manera, lo que sucede es que no puede hablarse propiamente de relato en primera persona en el cine, sino que el modo más aproximado de definirlo sería hablar de un «relato fílmico de la historia de uno que cuenta una historia desde su perspectiva». Asimismo, «en un sentido estricto, el relato en primera persona del cine sólo lo es en la banda de sonido, dado que las marcas de dicha enunciación -los deícticos- existen en la lengua, pero no en las imágenes»47. De otra parte, Prósper Ribes48, tras exponer detallados ejemplos acerca de la utilización de la cámara subjetiva, concluye que el plano subjetivo constituye un procedimiento adecuado para proporcionar el punto de vista de un personaje, pero nunca por sí mismo y utilizado de modo exclusivo, sino sólo cuando aparece integrado en una estructura general y combinado con la presencia en la historia de un narrador.

En íntima relación con la cuestión del punto de vista, se puede afirmar que ha sido pretensión del cine casi desde sus inicios el intentar que las imágenes por sí solas fueran capaces de contar al espectador historias complejas, sin intervención mediadora de voces narradoras que explicaran los procesos psicológicos de los personajes, por ejemplo. Esa pretensión, llevada al límite, es la que ha conducido a la errónea identificación del cine, en su «decir» sólo mostrando, con un supuesto objetivismo inherente al medio. En esta dimensión influyó enormemente el cine sobre la novela moderna, en la que, durante un tiempo, se practicó una especie de ataque contra el narrador omnisciente, (nos referimos a la mentira del objetivismo narrativo y su origen cinematográfico) olvidando la crucial importancia de ese narrador implícito que es el que «monta» las secuencias literarias elegidas, en un determinado orden, para dar forma en definitiva a un universo, ya de por sí fragmentado, como es en la realidad.

Quizás el hecho de que el cine sea, en cierto modo, un arte tecnológico, puede considerarse el origen de la equivocada noción de la «objetividad» y «no manipulación» del mismo. Es como si, por ofrecer la cámara una posibilidad de reproducción fiel de la realidad, eso significara que los resultados visibles, por ejemplo, en un film, no hubieran estado expuestos a una manipulación como sucede con el lenguaje literario. Actualmente, esta concepción está prácticamente superada, pero fue lugar común durante los años cincuenta y en ella se centraron las reflexiones sobre la novela objetiva, convirtiéndose en el argumento que permitía identificar el distanciamiento del narrador literario con esa pretendida objetividad de la cámara49.

El cine indudablemente ha influido en la novela contemporánea -y por supuesto en la novela española del Medio Siglo- en ese intento tan suyo de mostrar las localizaciones exactas desde las que se ven los objetos y de justificar el hecho de que se pueda ver y desde dónde se ve. En esta línea cabe interpretar la observación de Peña-Ardid de que muchos de los personajes de las novelas de esta época se dedican a mirar por la ventana (como veremos más adelante, con un ejemplo de Los bravos, precisamente), aspecto con el cual se enlaza el problema del punto de vista narrativo con el del espacio, pues se conjuga la noción del personaje que mira y el lugar desde el que lo hace50.




ArribaAbajo2. Acerca de la espacialización, la temporalización y el ritmo narrativo

En el último capítulo de su Historia de la literatura y el arte, titulado precisamente «Naturalismo e impresionismo. Bajo el signo del cine», Arnold Hauser analiza la entidad del arte cinematográfico y su relación tanto con las demás artes, como con el contexto social en que surge y se desarrolla. De este modo, y en el terreno de la literatura del s. XX, comenta la crisis de la novela psicológica en tanto que fenómeno muy significativo, una crisis que comenzaría con Proust, quien, al llevar el género a su cumbre, marcó a su vez su recta final; así, el Ulises de Joyce podría considerarse una continuación extremada de la novela proustiana: se elimina el argumento y el héroe y en su lugar aparece una corriente de conciencia y un ininterrumpido monólogo interior; se produce de ese modo la sensación de un movimiento continuo, de una continuidad heterogénea, de un caleidoscopio en el que se funde un mundo desintegrado. Pues bien, partiendo de tales hechos, Hauser insiste en la transformación que, en el arte del siglo XX, sufre a consecuencia de ellos el concepto de tiempo, el cual simultanea los contenidos de la conciencia, reincorpora el pasado en el presente, ofrece diferentes períodos de tiempo fluyendo a la vez y relativiza el devenir temporal, así como el espacio.

Ahora bien, la importancia de la apreciación de Hauser no estriba sólo en la definición de este nuevo concepto temporal, sino en la matización de que en tal cambio confluyen y contribuyen los principales rasgos del arte moderno, a saber: «el abandono del argumento, del motivo artístico, la eliminación del héroe, el prescindir de la psicología, el método automático de escribir y, sobre todo, [el subrayado es nuestro] el montaje técnico y la mezcla de las formas espaciales y temporales del cine. El nuevo concepto del tiempo, cuyo elemento básico es la simultaneidad y cuya esencia consiste en la espacialización de los elementos temporales, en ningún otro género se expresa más impresionantemente que en este arte joven»51.

Hauser llega incluso a afirmar, observando las coincidencias entre los métodos técnicos del cine y las características de la nueva idea del tiempo, que «las categorías temporales del arte moderno deben de haber nacido del espíritu de la forma cinematográfica; y se inclina uno a considerar la película misma como el género más representativo estilísticamente, aunque cualitativamente quizá no sea el más fecundo»52.

Así pues, frente al estatismo del espacio en las artes plásticas o la dirección definida (en una sucesión ordenada, al menos en un cierto tipo de literatura y hasta una cierta época) del tiempo en la literatura, en el cine, por el contrario, se alteran tales funciones espacio-temporales, en la medida en que el espacio se convierte en dinámico y, paralelamente, las relaciones temporales adquieren mayor libertad y pierden su continuidad ininterrumpida y dirección irreversible. En una película, el tiempo puede detenerse (con primeros planos), retroceder (con flash-backs), repetirse (con recuerdos), o superarse (con visiones del futuro o flash-forwards)53. Se pueden presentar acontecimientos simultáneos de modo sucesivo o viceversa, sucesos temporalmente distanciados de modo simultáneo, sea en doble exposición, sea con un montaje alternativo. Muchas de estas novedades han sido incorporadas a la narrativa del siglo XX gracias precisamente al cine. No puede afirmarse, no obstante, que tales procedimientos, desde el punto de vista literario, no existieran en absoluto en la literatura universal. Pero sí que es a partir de la aparición del cine cuando se generalizan y aumenta su empleo, de un modo consciente y con voluntad de cambio y modernidad, de renovación del lenguaje literario.

Siguiendo con Hauser, es importante resaltar cómo no se limita a constatar la particular conciencia del tiempo representada por el cine, sino que intenta a su vez dar una explicación filosófica sobre los fundamentos histórico-sociales de tal manifestación. Afirma así que el hombre moderno se impregna del presente inmediato (del mismo modo que en la Edad Media estaba «más allá de este mundo» o en la Ilustración se fijaba en el futuro). Gracias a las innovaciones técnicas, el hombre de hoy es consciente de cuanto sucede en otras partes del mundo en el mismo momento en el que hace cualquier otra cosa o simplemente lo está pensando; Hauser se refiere a este fenómeno como «la fascinación de la simultaneidad», origen, en su opinión, de la nueva concepción del tiempo y, por tanto, indirectamente, del modo en que el nuevo arte moderno describe la vida. Y en este punto de su argumentada reflexión, introduce Hauser su defensa del evidente influjo del cine en la literatura actual, que expresa del siguiente modo: «Esta calidad rapsódica que distingue la novela moderna claramente de la antigua es al mismo tiempo el sello más característico de la mayoría de sus efectos cinematográficos. La discontinuidad de la trama y del movimiento escénico, el carácter inesperado de los pensamientos y de los estados de ánimo, la relatividad e inconsistencia de los patrones temporales son lo que nos hace recordar en las obras de Proust y Joyce, Dos Passos y Virginia Woolf, los cortes, 'flous' e interpolaciones del cine y es sencillamente magia cinematográfica cuando Proust presenta dos incidentes, que pueden estar a treinta años de distancia, estrechamente unidos, como si sólo hubiera entre uno y otro dos horas»54.

Tiempo y espacio, por tanto, son conceptos fundamentales en la configuración de la novela y el cine como artes. En ambos casos se nos presentan acciones, pero en la primera se nos narran lingüísticamente y en el segundo se nos representan audiovisualmente. Éste es el motivo por el cual algunos críticos consideran que la novela ofrece mayor flexibilidad en la expresión de la temporalidad, mientras que el cine se presenta como una sucesión de representaciones de un presente. De ahí se deduce también que una novela adaptada al cine suponga la mayor parte de las veces el paso de un relato en pasado a un relato en presente, porque se pasa del telling al showing. En cualquier caso, es evidente que no se puede hacer una tajante división de estos dos elementos, sino que, antes al contrario, existe una esencial interdependencia entre espacio y tiempo. Dicha interdependencia se establece, pues, en la medida en que el paso del tiempo se verifica en los objetos y en los personajes, pero todos ellos se mueven en un espacio determinado.

Seymour Chatman, por su parte, ha analizado las diferencias existentes entre el espacio de la historia y del discurso, tanto en el ámbito cinematográfico como en el literario y ha llegado a las siguientes conclusiones: «Así como la dimensión de los sucesos de la historia es el tiempo, la de la existencia de la historia es el espacio. Y así como distinguimos el tiempo de la historia del tiempo del discurso, debemos distinguir el espacio de la historia del espacio del discurso. La diferencia se aprecia más claramente en las narraciones visuales. En las películas, el espacio explícito de la historia es el fragmento del mundo que se muestra en la pantalla en ese momento. El espacio implícito de la historia es todo lo que para nosotros queda fuera de la pantalla, pero que es visible para los personajes, o está al alcance de sus oídos, o es algo a lo que la acción se refiere»55. Hecha esta distinción, Chatman se introduce en un comentario acerca del distinto modo en que dicho espacio de la historia se representa en el cine y en la narrativa verbal. Frente a la literalidad del primero, en la medida en que en el cine los objetos representados, sus dimensiones y relaciones, son análogos a los de la realidad, en la narrativa verbal el espacio posee un carácter abstracto en tanto en cuanto necesita de una reconstrucción mental por parte del lector: «En la narrativa verbal, el espacio de la historia está doblemente distante del lector porque no existe la representación o analogía que proporcionan las imágenes fotografiadas en una pantalla. Si es que los existentes y su espacio se 'ven', se ven en la imaginación, transformados de palabras a proyecciones mentales. No hay una 'visión estándar' de los existentes como la hay en las películas. Mientras lee el libro, cada persona crea su propia imagen mental de Cumbres borrascosas, pero en la adaptación cinematográfica de William Wyler su aspecto ya nos viene dado. En este sentido se dice que el espacio de la historia verbal es abstracto. No es que no exista, sino que es una construcción mental y no una analogía56.

Por otra parte, también es cierto que no en todas las novelas el elemento espacial tiene la misma importancia; en la narrativa social, por ejemplo, el espacio -entendido como paisaje, condiciones de trabajo, entorno, etc.- supone un elemento fundamental en la configuración ambiental de la novela. Evidentemente, en todo realismo ha existido siempre la voluntad de enmarcar al personaje en un contexto físico y mostrar sus relaciones con los demás personajes, pero en este tipo de novela ha cambiado ahora el talante del escritor. Y ese cambio se verifica, en opinión de Peña-Ardid, precisamente por mediación e intervención del cine: «Aunque no nos interesa profundizar ahora en la poética de la narrativa social, una de sus novedades en este ámbito y donde se aprecia la impronta del cine sin que se intente necesariamente emularlo en su concreción visual, es el hecho de que el espacio no se describe 'de una sola vez' -en la urgencia de localizar la historia o de caracterizar al personaje a través de sus objetos- ni se concibe como un minucioso repertorio descriptivo propio de la novela decimonónica. Se intenta, más bien, producir la impresión de que está siempre presente, recordando con más o menos insistencia que el hombre vive sumergido en él»57. De ahí, por ejemplo, las referencias no sólo al ámbito en que se mueve un personaje o a lo que ve, sino también a lo que queda fuera de su campo visual. Algo que hallamos en las novelas iniciales de Fernández Santos -según se verá más adelante-, pero también, por ejemplo, en gran parte de la narrativa de Ignacio Aldecoa: ambos casos muestran una visión del hombre sometido al tiempo en un espacio concreto.

Resulta evidente que mientras el tiempo empírico es objetivo, progresivo e ininterrumpible, el concepto novelístico y cinematográfico del tiempo es fundamentalmente subjetivo. A medio camino entre uno y otro estaría el tiempo dramático, que mantiene una cierta continuidad temporal, pero que tampoco coincide estrictamente con el tiempo objetivo. Pero es que, además, otro elemento que relativiza el sentido del tiempo en el cine -y que, aunque de un modo más velado, también puede ser extrapolable a la literatura- es la velocidad que se quiera imprimir de secuencia a secuencia, dependiendo de que se use un movimiento rápido o lento, cortes rápidos o largos, o más o menos primeros planos. En este sentido, y en el ámbito literario, cabe interpretar la técnica narrativa del ralentí, que nombrábamos anteriormente, como un remedo de la técnica cinematográfica de la foto-fija. Según dice Darío Villanueva, «el tiempo del relato puede hacerse mayor, por amplificación estilística, que el de la historia»58, y ejemplifica tal procedimiento mediante el capítulo XXIX de La Regenta: la descripción del Regente viendo desde el exterior de su casa cómo un hombre se desliza desde el balcón de la habitación de Ana Ozores podría considerarse una narración ralentizada que, más aún que el tempo lento, consiste en paralizar el tiempo del relato, describiendo muy minuciosamente una determinada acción. No en vano gran parte de la crítica ha hablado del precinematografismo de La Regenta. Otros ejemplos citados por Villanueva son el famoso episodio de la magdalena de Proust o L'agrandissement de Claude Mauriac, quien desarrolla a lo largo de las 200 páginas de la novela, en un solo párrafo, las sensaciones y pensamientos del protagonista en el tiempo que transcurre desde que, tras despedirse de él, su esposa e hija bajan las escaleras y se encaminan a la calle.

Sea como fuere, la utilización del recurso del ralentí en el transcurso textual (no ya tanto, quizá, en los dos últimos ejemplos citados, que son más bien una hipérbole del mecanismo, como una demostración de saber hacer narrativo) está siempre relacionada con la semántica del discurso narrativo, dependiendo de la relevancia expresiva que se quiera dar a un personaje, un objeto o un episodio. De igual forma, la expresión de la duración de las acciones, en el cine, se puede materializar a través del interior de un plano -en el que el movimiento mismo de los personajes implica el paso del tiempo-, por la duración del plano -que determina el ritmo de la película- y por el montaje.

En consecuencia, es posible, aunque no usual, que en un film coincidan el tiempo real de la acción con la duración del mismo (todo lo cual se identificaría, a su vez, con el tiempo de la percepción por parte del espectador, en una presentualización absoluta del conjunto). Esta coincidencia del tiempo de la historia y del tiempo del discurso es también posible, siempre aproximadamente, en la novela; y especialmente, la novela contemporánea se ha planteado a menudo la expresión del tiempo desde un punto de vista objetivo y subjetivo y ha desarrollado -por ejemplo, la novela española de los cincuenta- la técnica de la reducción temporal, según la cual una novela, en lugar de abarcar vidas enteras o épocas, tiende a reducir el tiempo descrito a unos pocos días o incluso horas en la vida de los personajes. Entonces, ¿qué protagonismo cabe atribuir al medio cinematográfico en la configuración de este sistema reductivo del tiempo en la novela? Es innegable, por ejemplo, la relación existente entre la pretensión de la estética neorrealista cinematográfica italiana de representar casi documentalmente la realidad, mostrando escenas cotidianas, en cortos lapsos de tiempo, y la tendencia a esos mismos rasgos por parte de la novela española de los cincuenta.

Puede suceder también que dicha reducción temporal se limite al relato primero, para, a partir de él, retroceder en el tiempo y rememorar un pasado que, efectivamente, puede ocupar toda una vida (tal sucede, por ejemplo, en Cinco horas con Mario). En este caso, se recurre a un procedimiento de recuerdo equivalente al que se considera más característico del cine, el flash-back, mediante el cual se intenta distinguir el pasado del presente, superando las limitaciones del medio para expresar los tiempos verbales. Según Peña-Ardid: «Si el cine ha encontrado en la novela un modelo para organizar toda una trama en función de ciertas rememoraciones [...] la novela imitará a su vez ese modo de actualizar el pasado con la misma y falsa nitidez aparencial que el presente»59.

Si recordamos otros de los elementos que permiten la expresión de la reversibilidad temporal en el cine, como los retrocesos, repeticiones o anticipaciones, es seguro que se aclarará bastante el sentido de la siguiente apreciación de Peña-Ardid sobre el carácter de «código aprendido» de muchos de ellos: «procedimientos para marcar la temporalidad como el fundido en negro, el flash-back (anafórico) o flash-forward (catafórico) no serían, en ningún caso, signos fijos de un código temporal constituido, ya que sólo el contenido de las imágenes y el contexto del discurso fílmico significan, bien un hiato temporal, bien una referencia al pasado y al futuro»60.

La novela ha heredado del cine la estructuración temporal de la acción en tanto que sucesión de fragmentos cuyas relaciones temporales recíprocas no se especifican: se trata más bien de estructurar la trama mediante construcciones yuxtapositivas. Ahora bien, a menudo, cuando la crítica se ha enfrentado al estudio de novelas con estructuras de este tipo muy marcadas, ha utilizado términos como los de «montaje en la novela», matizables en la medida en que se habría de evitar una exagerada asociación de términos y un indiscriminado uso de los correspondientes a cada medio en el ámbito del otro, a la hora de analizar los distintos modos de desarrollarse la trama en el discurso literario y en el fílmico.

En cuanto a este último aspecto, cabría preguntarse si la novela, de igual manera que tiene una forma ya aceptada de expresar la corriente de conciencia, habría creado a su vez un modo a través del lenguaje de contar la sucesión de momentos y de acciones. Pero aunque lo hubiera hecho, los resultados no son los mismos que en el cine, porque en éste estamos habituados a las elipsis dramáticas y los cambios espacio-temporales y éstos son captados súbitamente, mientras que en la novela, el uso de procedimientos similares acentúa la dificultad de comprensión de la historia. Sin embargo, también es cierto que dichos recursos no eran completamente ajenos a la novela y, por ello, más que de influencia, habría que hablar de equivalencia.

La elipsis, por consiguiente, puede aparecer tanto en cine como en novela y puede deberse a motivos de censura o buen gusto o, simplemente, a la voluntad del autor de recortar la trama. El relato fílmico, por ejemplo, se sirve de diferentes procedimientos elípticos, dependiendo del alcance del fragmento resumido. Así, la superposición de imágenes que hagan ver los escenarios y las actividades de un determinado personaje, sin diálogos, puede retratar un período indefinido de tiempo que alcanza desde unas horas o unos días hasta varios años que conformen una etapa de la vida del mismo61.

Si hasta aquí hemos tratado, al abordar los diferentes tipos de configuración del tiempo narrativo, de la temporalización lineal (aquélla en que el orden temporal del discurso coincide con el de la historia) y anacrónica (cuando ambos no coinciden y el relato se presenta mediante retrocesos y anticipaciones o, en terminología cinematográfica, que en cierta medida se ha impuesto ya en la crítica literaria, flash-backs y flash-forwards), restará, en consecuencia, analizar lo que Villanueva ha denominado temporalización múltiple y definido como «un desdoblamiento espacial en el tiempo de la historia que se proyecta en sucesión en la escritura o tiempo del discurso»62. Efectivamente, los novelistas más innovadores han intentado, valiéndose de diversos procedimientos tipográficos, mostrar tal simultaneidad: Pérez de Ayala mediante una doble columna que ofrece dos escenas paralelas en El curandero de su honra, algo que también se podrá encontrar en La saga/fuga de JB, de Torrente Ballester, o en Cortázar, en la secuencia de Rayuela (capítulo XXXI) cuyas líneas pares e impares relatan historias distintas.

En cine, tales procedimientos equivaldrían a los casos en que la pantalla se divide en dos o más partes para mostrar imágenes diferentes (el ejemplo más típico es la escena de una conversación telefónica, en la que la pantalla se divide y presenta a ambos interlocutores). Pero lo más usual es la alternancia de flashes o secuencias fílmicas63 que suceden al mismo tiempo en espacios diferentes, técnica que a su vez puede hallarse en la novela y remite, en gran medida, a cuanto decíamos anteriormente a propósito del procedimiento de la yuxtaposición: «Los narradores interesados por el logro de la simultaneidad han acabado por preferir la articulación del texto en fragmentos más o menos extensos, como los flashes o las secuencias fílmicas, que al intercalar breves relatos de lo que va sucediendo al mismo tiempo en lugares diferentes, nos recuerdan con eficacia que lo que leemos obligatoriamente en progresión corresponde en realidad a un mismo instante»64.




ArribaAbajo3. Acerca de la expresión de lo abstracto y lo concreto y el problema de la descripción

Una vez esbozados los aspectos sobre técnicas narrativas, procederá ahora atenerse al problema de la descripción tanto cinematográfica como novelística, sobre todo en lo que se refiere a la expresión de lo abstracto y lo concreto, lo cual de inmediato enlaza con la cuestión de la mostración de los pensamientos y movimientos de los personajes, respectivamente.

Fue común, cuando se comparaba cine y novela, atribuir al medio cinematográfico una mayor facilidad para la expresión de lo concreto, defendiendo la práctica imposibilidad del mismo para mostrar ideas abstractas o generales. Sin embargo, no resulta tan evidente la concreción del contenido de un plano o una imagen, justamente porque la sucesión de imágenes de una película adquiere una significación (por su composición, su orden, la intencionalidad y habilidad del autor, etc.) que trasciende lo meramente representativo. En realidad, la comprensión de un discurso fílmico (si bien depende, por supuesto, de su complejidad) requiere un proceso mental en el cual el espectador, mediante el reconocimiento y la actividad asociativa y de relación del mensaje que recibe, puede llegar a percibir esa expresión de abstracciones que parecían negársele al cine, según ha quedado dicho. Es decir, la sucesión de imágenes no posee menor potencia significativa que la palabra, aunque, eso sí, su captación por parte del espectador dependerá de su sensibilidad, su formación y el procedimiento con que el director se haya expresado, del mismo modo que no todos los lectores aprovecharán igualmente las reflexiones de un novelista si no poseen idéntica competencia narrativa. Respecto de las limitaciones del cine en lo que se refiere a la expresión de lo concreto y lo abstracto Peña-Ardid explica que «la narración cinematográfica nos sitúa ante un universo de personajes, acciones y objetos mucho más preciso y concreto que la novela, mientras que su ambigüedad es mayor cuando intenta expresar pensamientos y procesos introspectivos con la sola ayuda de las imágenes»65.

En lo que específicamente tiene que ver con la descripción, la crítica ha venido señalando desde finales de los años cincuenta el evidente influjo del cine sobre la novela actual, en la medida en que ésta pretende visualizar aquello que se está narrando más que recurrir a un tipo de descripción más tradicional. Ahora bien, las implicaciones de este proceso pueden ser interpretadas diversamente. Hay quien, como Lacalamita, en su estudio de la novela de la Lost Generation y de los neorrealistas italianos66, considera que esta nueva visión cinematográfica de la novela ayuda a poner de manifiesto la interioridad psíquica de los personajes; y quien, por el contrario, interpreta la mera descripción de lo exterior y visual como un intento de evitar toda referencia psicológica de los mismos y toda intervención subjetiva del autor.

Ante la creencia según la cual escribir una historia para el cine permitiría sólo visualizar comportamientos y actitudes y escuchar diálogos, pero no describir, literalmente, escenas, creencia que oculta la consideración de la descripción como una de las limitaciones del cine respecto de la novela, algo que sólo los grandes maestros consiguen, Peña-Ardid tiende a relativizar el problema: «Toda imagen es en sí misma descriptiva y no tiene objeto monopolizar para la novela precisamente el concepto de descripción -que apunta en primer lugar a las representaciones icónicas-, negándoselo al medio fílmico ¿No habría que poner entre comillas, con mayor motivo, las nociones de espacio, acontecimiento o punto de vista aplicadas a la novela?»67. Tras esta apreciación, la misma autora presenta las diferencias señaladas por Jean Ricardou entre la descripción fílmica y la literaria68: por un lado, mientras en la pantalla aparecen multitud de objetos, en la narrativa escrita, el solo hecho de tener que enumerarlos y/o describirlos les concede una importancia mayor y limita su extensión; y, por otro, en el primer caso, los percibimos de un modo global e inmediato -aunque sólo en un plano general, porque un primer plano de un objeto o un detalle puede ir recalcando u orientando la visión-, y en el segundo, de un modo secuencial y sintético (al describir el novelista sólo aquellos aspectos que considere oportunos).

Naturalmente, no se trata de subrayar las «carencias» de un medio respecto del otro, sino de distinguir objetivos: una descripción literaria no puede pretender sustituir lo representado, sino realzar ante el lector relaciones o cualidades de los objetos. En este mismo sentido, Seymour Chatman parte de la base de que las narraciones verbales tienen la facultad de ser «no escénicas» si así se pretende -cuando una novela sucede, por ejemplo, en el mundo de las ideas, pero no en un lugar concreto- cosa que para una película es prácticamente imposible, por la evidente necesidad del cine de mostrar el lugar en que se desarrolla (en una novela, el modo de mostrarlo sería describirlo): «el cine no puede describir en el sentido estricto de la palabra, es decir, detener la acción. Sólo puede 'dejar que sea visto'. Hay estratagemas para hacerlo, primeros planos, ciertos movimientos de la cámara y así sucesivamente. Pero no son realmente descripciones en el sentido normal de la palabra. Los cineastas pueden usar la voz superpuesta de un narrador, pero este efecto no les parece artístico y generalmente lo limitan a las presentaciones. Demasiada descripción verbal explícita implica una falta de confianza en el medio, del tipo que Doris Lessing consideraría deplorable. Así que el cine debe buscar apoyos de claro simbolismo visual»69.

Hay, de todos modos, un aspecto importante que distingue el funcionamiento descriptivo del cine del de la novela. En el primero, al igual que sucede, por ejemplo, en los comics, la imagen es a su vez narrativa y descriptiva, como ya anteriormente dijimos, mientras que la novela, en función de la voluntad del escritor, puede presentar la descripción tanto del espacio en que se desenvuelven los personajes, como la de estos mismos y su conducta, por separado o conjuntamente, haciendo ambas tan explícitas como se desee. Ello permite, por lo demás, que haya novelas, así las de Unamuno, en que la descripción de ambientes es prácticamente inexistente, o por el contrario, en que son fundamentales, así las de Galdós. Sin embargo, en el cine, aunque es cierto que una película puede prestar mayor o menor atención a los elementos descriptivos, es innegable que la simple visión de cualquier plano, aunque sólo pretenda mostrar la acción de un personaje, muestra también el entorno en el que se produce aquélla y, desde luego, el aspecto físico de éste.

Todas estas cuestiones adquieren especial interés referidas a las novelas denominadas objetivistas, las cuales fundamentan el relato en la descripción tan sólo de las acciones de los personajes, el lugar en que se desenvuelven y el diálogo mantenido entre ellos, dejando de lado justamente la descripción de su interioridad, que había constituido la base de la novela tradicional.

Mención aparte requiere la expresión de lo abstracto y lo concreto, de lo objetivo y lo subjetivo y, sobre todo, en el ámbito del subjetivismo, de la expresión del pensamiento de los personajes. La presunta dificultad del cine para reflejar la psicología de los personajes procede de la imposibilidad de utilizar de modo constante un punto de vista subjetivo, o de expresar la corriente de conciencia (del modo en que lo hace el monólogo interior), la memoria, la imaginación, los estados oníricos, etc. Si bien es indudable que el cine no puede mostrar directamente estos fenómenos, tradicionalmente ha recurrido a determinados procedimientos para representarlos: las sobreimpresiones, las disolvencias, el flash-back, la visualización de los sueños, etc. Cualquiera de ellos, por artificial que pudiera parecernos, no lo es más que su verbalización en una novela, lo que sucede es que en este medio lo hemos admitido convencionalmente en razón de su pertenencia a la tradición narrativa.

Pero de todos los recursos destinados a la exteriorización del pensamiento de los personajes, es la banda sonora (sea a través de diálogos, sea a través de una voz en off) la más usual y eficaz. Y, además del elemento verbal, también pueden expresarse sentimientos y sensaciones de personajes a partir de lo que éstos ven, aunque sea insinuándolo o de modo sutil. Esto precisamente es lo que invalida la identificación del cine con la psicología conductista y lo que también, en cierta medida, ha influido en la novela. Porque el cine puede transmitir los sentimientos de los personajes, y es lo que hace, mediante los aspectos no verbales del relato: conductas, percepciones, gestos, miradas o silencios, que, en una novela, habrían de ser descritos verbalmente. Ahora bien, ¿de qué modo esta expresividad inherente a la visualización del personaje en el cine se transmite a la novela? O, planteado de otro modo, ¿cuál es la influencia cinematográfica sobre la novela en cuanto a la expresión de los aspectos no verbales del relato? Evidentemente, existe y es muy variada: por ejemplo, un personaje puede ser descrito en una narración en su aspecto o manera de comportarse mediante un referente fílmico que presupone en el lector, eso sí, una determinada competencia cinematográfica y que establece entre éste y el autor una complicidad indudable. Otra posibilidad es la individualización de un personaje a partir de un elemento físico o psicológico que le identifique, por ejemplo, en El Jarama, cuando Sánchez Ferlosio presenta a un personaje tan sólo como al «hombre de los zapatos blancos», como si, trasladado a la pantalla, sólo se visualizara, en un plano detalle, esa fracción de su cuerpo. Una muestra muy similar a esta última se encuentra en Los bravos, de Fernández Santos, según se verá más adelante.






ArribaAbajo- III -

La vinculación de Jesús Fernández Santos con el mundo cinematográfico



ArribaAbajo1. Perfil bio-bibliográfico del autor

Para el conocimiento de la obra de Jesús Fernández Santos (Madrid, 1926-1988), convendrá tener presentes algunos elementos biográficos: su familia se puede considerar perteneciente a la burguesía media de la época. El padre procedía de Cerulleda, pueblo de las montañas de León, fronterizas con Asturias, geografía que tendrá presencia constante en sus obras, pues no sólo Los bravos es una suerte de homenaje a sus habitantes, sino que en otras muchas de sus novelas también queda representada. Tal vez se pueda decir que esa región adquiere veladamente una constitución mítica. Un segundo lugar con el que cabe relacionar la experiencia vital de Fernández Santos, y que nuevamente se vincula al núcleo temático de su producción literaria es Madrid, donde vivió la infancia, con la incidencia de la muy temprana muerte de la madre. Fernández Santos, que asistió al colegio de los Hermanos Maristas, debió habituar su carácter introvertido a la sucesión de lecciones e interminables sesiones de cine. Al inicio de la guerra civil, se encontraba en una colonia de verano de la sierra del Guadarrama, cerca de San Rafael, donde habitualmente pasaba sus vacaciones la familia. La inesperada prolongación de las mismas dio lugar a una evacuación a Segovia, donde comenzó el Bachillerato. Como para todos aquellos niños que de un modo u otro vivieron la guerra, ésta fue una experiencia decisiva en su vida y su memoria personal.

En un Madrid lejos aún de polideportivos y maratones, con las primeras luces de la noche, volvíamos a casa arrastrando la modesta emoción de la tarde, cansados como el día, pendientes del porvenir incierto que a la vez adivinábamos y temíamos, cara a una nueva semana que con la noche del domingo abría sus puertas amenazadoras70.



Fernández Santos ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras en 1943, en ella conoce a quienes llegaron a ser sus «compañeros de viaje»:

Lo que para nosotros supuso el paso por la Universidad intentamos valorarlo Ignacio [Aldecoa] y yo en vagas, largas y bizantinas discusiones muchas veces. La verdad es que allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras obras, en lo que entonces comenzábamos a hacer, sí al menos en nuestro afán de lucha ante la vida (...). En lo que siempre estuvimos de acuerdo los dos es que sin pasar por allí, sin poner en marcha aquel teatro, sin aquellos primeros contactos, aquellas vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores accesibles, yo no sería el que ahora soy y tampoco Ignacio el que fue y es todavía71.



Del 43 al 48 data su actividad teatral como autor y director del T.E.U., junto a Florentino Trapero y Alfonso Sastre, quienes pusieron en escena obras de Claudel, Tennessee Williams, Benavente, Strindberg o Goldoni e incluso la única pieza teatral escrita por Fernández Santos, Mientras cae la lluvia, inédita, en la que actuaba el mismo Sastre. En el intento de representar La casa de Bernarda Alba, de Lorca, la intervención de la censura deshizo el proyecto y el grupo hubo de desaparecer.

En este tiempo, abandona la vida académica. Aldecoa fue uno de los primeros en dejar la Facultad. Fernández Santos se matricularía en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, que era, en realidad, la recién creada Escuela de Cine, en la que ingresaron también por entonces Carlos Saura, Eugenio Martín y Julio Diamante. A partir de 1952, comienza a trabajar como director.

De la época de la Facultad procede su perdurable amistad con Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Medardo Fraile e Ignacio Aldecoa, entre otros, que habitualmente frecuentaban las tertulias del Café Gijón a principios de los cincuenta. De ahí surgieron varias experiencias, así la creación, a instancias de Antonio Rodríguez Moñino, de Revista Española, en la que todos ellos comenzaron a publicar. Asistían también a la tertulia de las Cuevas Sésamo, donde se organizaban certámenes literarios. Escribió Carmen Martín Gaite: «Jesús Fernández Santos era un estudiante de Letras, interesado también por asuntos de cine. Modesto, tímido y burlón, huía con marcada repugnancia -característica que ha conservado siempre- de todo exhibicionismo y apenas hablaba a nadie de sus escritos»72.

Durante estos años, Fernández Santos realizó cortometrajes y publicó su primera novela, Los bravos, en la editorial Castalia, en 1954, gracias de nuevo a la intervención de Rodríguez Moñino. A esta primera novela siguió En la hoguera; con ella obtuvo el Premio Gabriel Miró en 1957. En el 58 editó un primer libro de relatos, Cabeza rapada, cuyos cuentos, escritos al tiempo que Los bravos, habían sido publicados en diversas revistas de la época. Paralelamente, estrenó su primer corto, España 1800. Después vendrá su primer largometraje, Llegar a más, cosa que le permite decidir su exclusiva dedicación al documental.

En 1964, su tercera novela, Laberintos, que representa el ambiente de los círculos de pintores no figurativos que el escritor conocía. Esta obra continúa el estilo y las pretensiones de las dos anteriores, dentro de la tendencia neorrealista. El hombre de los santos fue Premio de la Crítica en 1969. En esas fechas dijo:

Escribo para que quede algo de mí, por satisfacción personal y porque al hacerlo hago el mundo (mi mundo) en rededor y a mi medida, tal y como a veces es y tal y como a veces me gustaría que fuera. Por ello, escribir es para mí un placer, aunque fatigoso, como todos los placeres auténticos73.



Durante la década de los setenta se sucede la publicación del grueso de su obra: en 1970, Las catedrales, un libro de relatos que presenta una peculiar cohesión interna: cada uno de los cuentos está ambientado en una catedral diferente, pero todos están precedidos por una descripción de la misma. Algo similar sucederá con Paraíso encerrado (1973), relatos que tienen en común el hecho de desenvolverse en un mismo lugar, el Retiro madrileño. Un tercer volumen de cuentos, por último, A orillas de una vieja dama, aparece al final de la década, en 1979. En lo que se refiere a las novelas, la década de los setenta comenzó en 1971 con Libro de las memorias de las cosas, Premio Nadal y Premio Ciudad de Barcelona en 1970. De 1978 y 1979, datan La que no tiene nombre (Premio Fastenrath 1979) y Extramuros, (Nacional de Literatura de ese mismo año). Ambas corroboran la madurez del escritor.

Yo he escrito y escribo por volver a vivir de algún modo ciertos años, por no sentirme tan ajeno a ellos... Y, en definitiva, por sobrevivir, por fijar ese curso o movimiento de la vida y hacer posible que alguien, después que yo, lo viva a su vez y lo ponga en movimiento74.



Así contestó Fernández Santos a la tópica y difícil pregunta de por qué alguien se dedica a escribir75.

Desde comienzos de los setenta, el novelista trabajó en Televisión Española. En 1977 recopila sus artículos ensayísticos Europa y algo más. Ejerció como crítico de cine en el diario El País a partir de su fundación (1975).

Fernández Santos abandona en 1982 su columna periodística e interrumpe su trabajo creativo. Una hemorragia interna le apartó de su trabajo y le puso a las puertas de la muerte. Superado el peligro inicial, declara:

Nunca releo mis novelas. Me da mucho miedo y además no me reconozco cuando leo lo que he escrito con anterioridad (...) Yo no sé lo que hay dentro de mí. Ni sé la impresión que produzco en los demás. ¿La que produzco en mí? Mala, no muy buena. Me gustaría ser otro en algunas circunstancias. En cualquier caso, sí me enfrento a la vida con cierto escepticismo, porque yo he pasado la República, el Movimiento, la guerra, la posguerra, la predemocracia y ahora estoy en la Monarquía. Mucho para un persona sola76.



Durante los años ochenta, preparó dos volúmenes que recopilan sus trabajos como articulista: Palabras en libertad (1982) y El rostro del país (1987). Sus últimas novelas continuaron editándose año tras año: Cabrera (1981), el Planeta Jaque a la dama (1982), Los jinetes del alba (1984), El Griego (Premio Ateneo de Sevilla, 1985) y Balada de amor y soledad (1987). Tras larga y penosa enfermedad, muere en 1988.




ArribaAbajo2. La importancia del cine en el contexto cultural español de los años cincuenta en adelante

Se ha podido decir a propósito de la importancia de las relaciones entre cine y literatura en los años en que aparece la llamada generación del Medio Siglo (en la que nuestro novelista, en su primera época, es incluible): «el cine ha ejercido una influencia decisiva en la forma novelesca del medio siglo, pero su trascedencia creo que es todavía mayor porque no se trata sólo de determinar influencias directas, sino de las profundas relaciones existentes entre los cultivadores del cinematógrafo y los narradores»77.

El mismo crítico comenta las actividades paralelas en ambos medios por parte de algunos miembros de esa generación, citando a aquéllos que trabajaron como guionistas (Daniel Sueiro o Juan Marsé) así como el hecho de que determinadas novelas en su origen fueran guiones cinematográficos (por ejemplo La isla, de Juan Goytisolo). Fernández Santos, considerado predecesor por los narradores del Medio Siglo, ya ejercía profesionalmente como director de cine.

Aparte de estas circunstancias personales, hay otros fundamentos que explican las relaciones cine/literatura en la época. Según estudia Sanz Villanueva, en este sentido podemos esquematizar lo siguiente:

- En primer lugar, el interés y la progresiva inquietud por los temas cinematográficos hallaron cabida en ciertos medios de difusión de evidente influjo entre los jóvenes novelistas. Algunos de ellos eran revistas como Objetivo, publicada entre 1953 y 1955 y que defendía el neorrealismo; Cinema Universitario, editada, entre 1955 y 1963, por el Cineclub del S.E.U. de Salamanca; Nuestro cine, publicada desde 1962 y que ayudó a asentar los postulados realistas; Cinestudio, Film Ideal, Griffith, etc.

- En segundo lugar, existía una evidente concomitancia entre los postulados del neorrealismo cinematográfico y la estética narrativa del Medio Siglo: temas extraídos de la vida rural, protagonistas que no han de ser forzosamente actores profesionales, predominio del espacio real mediante el rodaje en exteriores, huida del lenguaje convencional y escaso contraste de la técnica cinematográfica78.

- En tercer lugar, puede afirmarse que el cine comenzó prácticamente antes que la novela a retratar críticamente la realidad: Esa pareja feliz, por ejemplo, de Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, fue rodada en 1951 y estrenada en el 53, y Surcos, de José Antonio Nieves Conde, es también del 53; ambas muestran ya la dureza de la vida rural y el problema de la emigración y de la vida y el trabajo en las ciudades79.

- En cuarto lugar, se conocía y ensalzaba el cine italiano (aunque quizá fuera más conocido por alusiones en libros o revistas que directamente a través de películas) y de hecho fue un tipo de cine que influyó, según ellos mismos han confesado, en aquellos por entonces jóvenes novelistas: en 1950 se estrenaron, por ejemplo, Roma, città aperta, de Rossellini y Ladri di biciclette, de Vittorio de Sica y, tres años más tarde, ya en el ámbito de la cinematografía española, Bienvenido, Mr. Marshall, de Berlanga.

- Por último, en los años cincuenta tuvieron lugar algunos acontecimientos que contribuyeron a crear un favorable ambiente literario-cinematográfico: la I Semana de Cine Italiano, en 1951, que se encargó de difundir el neorrealismo; la creación y proliferación de numerosos cine-clubs; y, sobre todo, las Conversaciones Cinematográficas Nacionales de Salamanca (1955) que, por su trascendencia, comentaremos más adelante.

Puede hablarse de una cierta simultaneidad entre determinados sucesos cinematográficos y literarios. En 1955, por ejemplo, coinciden la publicación de El Jarama, de Sánchez Ferlosio y el estreno de Muerte de un ciclista, de J. A. Bardem (siempre crítico para con el cine español), de quien se ha podido decir que «era el equivalente en el celuloide de las novelas antiburguesas de los hermanos Goytisolo y [que] guarda cierto parecido con los libros de García Hortelano»80. Bardem, en efecto, le reprochaba al cine español el que mostrara repetidamente una imagen adulterada de la realidad, el que un espectador de películas españolas no pudiera saber por ellas cómo vivían en verdad los españoles, el falseamiento, en definitiva, de la visión del mundo. Esta queja enlaza justamente con la de aquellos novelistas que pretendían también ofrecer un retrato veraz de la auténtica España. No en vano se suele considerar tanto a Bardem como a Berlanga como los correspondientes, en cine, a los cultivadores de la novela social, con unos mismos objetivos artísticos. Además del ejemplo ya citado de Muerte de un ciclista, Calle Mayor, también de Bardem, retrata perfectamente el ambiente provinciano y el miedo a la soltería que aparece a su vez en algunas de las primeras novelas de Carmen Martín Gaite81.

Se ha referido Sanz Villanueva al Congreso Universitario de Escritores Jóvenes, inicialmente convocado en el 54 para que tuviera lugar en el 56, siendo rector de la Universidad Central Laín Entralgo, y que después de todo no llegó a celebrarse, pero cuyas propuestas de debate evidenciaban la confianza en un renacer de la cultura a manos de los jóvenes universitarios y que hubiera tenido, de haberse celebrado, una significación similar a la que tuvieron la Conversaciones de Salamanca, organizadas, como decíamos, en mayo del 55 por el cine-club de aquella ciudad y al amparo de su universidad. A propósito de lo que significaron estas Conversaciones en el desarrollo del cine español, es opinión común que lo acordado durante su transcurso sobrepasó con creces a lo que se habían propuesto sus organizadores. César Santos Fontenla, en su ensayo Cine español en la encrucijada resume el contenido de las discusiones y preocupaciones que motivaron a los participantes: «En un llamamiento que firmaban Basilio Martín Patino, Joaquín de Prada, J.A. Bardem, Eduardo Ducay, Marcelo Arroita-Jáuregui, J. Mª Pérez Lozano, Paulino Garagorri y Manuel Rabanar Taylor se decía: '[...] El cinema es la fuerza de comunicación y entendimiento humano más eficaz que ha producido nuestra civilización. Por eso el cinema es nuestro arte. [...] El problema del cine español es que no tiene problemas, que no es ese testigo de nuestro tiempo que nuestro tiempo exige a toda creación humana. Dotar de contenido a ese cuerpo deshabitado del cine español tiene que ser nuestro propósito. Contenido que debe inspirarse en nuestra tradición genuina (pintura, teatro, novela)'»82.

En este marco de intenciones y buenos propósitos para el cine español, el neorrealismo se consideraba entonces uno de los caminos posibles a seguir, probablemente el más acertado, no en un sentido mimético, sino más bien entroncándose en la tradición literaria y pictórica nacional. Apoyaba la celebración de aquellas Conversaciones, que podrían considerarse, como las ha calificado Agustín Sánchez Vidal, «un prólogo cinematográfico» de la ruptura de las nuevas generaciones frente al Régimen83, la consolidación de una recién aparecida promoción de cineastas que había surgido de las aulas del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas84. Su papel en la dirección de cine-clubs y de revistas especializadas sobre cine como las anteriormente citadas prepara la labor de revisión profunda del cine español que llevaron a cabo las jornadas salmantinas. En éstas se reivindicaba un sentido realista del cine, la reforma del código de censura y de organización de cine-clubs, la ayuda estatal al I.I.E.C. y un sistema de protección estatal al cine más justo y eficaz. En cuanto a los resultados obtenidos, según describe Rodríguez Lafuente: «Las consecuencias de estas Conversaciones, si bien no tienen resultados prácticos inmediatos, significan la rotura definitiva de la industria cinematográfica española en dos modelos radicalmente distintos. En efecto, por un lado quedará el modelo oficialista, de pura evasión, en el que prevalecen los géneros de siempre, con el mismo tono de anacronismo y decadencia: comedia rosa, valores religiosos e, incluso, el recién incorporado cine-con-niño [...]; y por otro un tipo de cine que denuncia y ahonda en la compleja realidad política y social española con la cautela, siempre, de la acechante censura y las constantes prohibiciones»85.

El cine español renace, internacionalmente hablando, en esta época, aunque no se debe olvidar el efecto provocado durante todo este tiempo por la censura y la autocensura, fenómeno paralelo al literario86. Como tampoco puede dejarse de lado la oposición manifiesta entre el cine extranjero (americano fundamentalmente) y el nacional, así como el modelo del cine italiano y francés y, sobre todo, la inmensa frecuentación cinematográfica en nuestro país a lo largo de estos años. La cinefilia de los cincuenta en España era un hecho evidente. Vázquez Montalbán la ha explicado así: «Éramos conscientes de que había otro mundo, otra realidad y, en cierto sentido, eso nos forzaba a ser drogadictos de cualquier posibilidad, de cualquier ventana abierta a la evasión. Y quizá algún día, a través de ese mecanismo, podamos explicar por qué fuimos tan cinéfilos, por qué buscábamos en las salas oscuras de los cinematógrafos aquellas realidades brillantes alternativas, aquel mundo en technicolor o en un privilegiado claroscuro que no se parecía en nada a la realidad cotidiana que encontrábamos cuando salíamos de los cines»87.

Primero, pues, como meros espectadores, y después ya como creadores, es evidente la importancia que en la formación cultural del escritor de la generación del Medio Siglo tuvo el medio cinematográfico88, un hecho generalizado que ha sido aceptado por la crítica y del que el caso de Fernández Santos puede resultar ilustrativo.




ArribaAbajo3. La actividad cinematográfica de Fernández Santos

A pesar de que finalmente la dirección cinematográfica constituyó su principal medio de vida, Fernández Santos siempre confesó que sus inicios en el cine fueron motivados por su situación económica89 y, al mismo tiempo, siempre consideró su dedicación al mismo como una profesión secundaria respecto de su vocación novelística. Con todo, ello no le impidió reconocer que las claves de su obra narrativa debían mucho al conocimiento de la realidad que le proporcionó su actividad cinematográfica y, en especial, aquélla que se desarrolló en el ámbito del cine documental. En una entrevista reconocía la deuda que lo ataba al cine: «Vas a terminar por preguntarme por la influencia del cine en mi obra y te diré que toda. El cine americano y el neorrealista, es evidente»90.

Además de pertenecer a la generación literaria del Medio Siglo, y por lo que a su actividad como cineasta se refiere, Fernández Santos puede considerarse miembro de la promoción fílmica de Carlos Saura, José Luis Borau, Julio Diamante y E. Martín, entre otros:

Creo que soy de la generación posterior a Berlanga y Bardem, los que estudiamos en aquella escuela disparatada que era como un club de cine. Conseguimos, eso sí, ver algunas películas difíciles entonces, hablar mucho y apasionarnos con ello y, de vez en cuando, poder rodar algunos metros91.



No es ajena a esta relación con todos ellos la amistad que unía a Fernández Santos y José Luis Borau. En la monografía que sobre éste ha escrito Agustín Sánchez Vidal se afirma que Borau comparte muchos de los rasgos que caracterizan a la generación del Medio Siglo, en la que podría incluirse en calidad de cineasta, opinión que es también compartida por Carmen Martín Gaite: «En eso (el hecho de que los personajes ocupen situaciones marginales y exista un abismo entre sus aspiraciones y lo que llegan a conseguir) se parece también a Jesús Fernández Santos, del que era muy amigo y con el que llegó a colaborar, de ahí ese escepticismo, con un sentido del humor sordo»92. En efecto, además de dirigir, Borau había escrito guiones en colaboración: con Fernández Santos Vía muerta (que contaba la historia de un opositor) y Cien dólares al mes (sobre una chica que decide casarse con un soldado americano y las repercusiones familiares de tal decisión). Los guiones se hicieron, pero no así las películas. Lo mismo sucedió con un proyecto que no llegó a cuajar, también con Fernández Santos, que había de titularse Félix93. Por lo general, las iniciativas de Borau con Fernández Santos, Basilio Martín Patino, Enrique Torán y Adolfo Marsillach fracasaron. En cambio, Enrique Torán sí llegó a trabajar como director de fotografía junto a Teo Escamilla, en el primer largometraje que dirigió Fernández Santos: Llegar a más, de 1963.

Con anterioridad, en 1959, había ofrecido un documental, España 1800, que llevaba por subtítulo «Un ensayo cinematográfico sobre Goya y su tiempo»94. Lo que con él había pretendido hacer era en realidad un homenaje a Goya, dando a conocer su obra y los lugares en que ésta y la vida del pintor se desarrollaron. Junto a esta primera intención, se advierte también una pretensión de mayor alcance:

Es un film hecho para que pueda llegar a todo el mundo y para que los españoles reconozcan a un español de carácter universal que vivió una época reflejada en su pintura [...] Así el cine, a quien tanto hay que anotar en la progresiva deformación del hombre moderno, puede servir de medio para que ese mismo espectador se reconozca a sí mismo, aunque sea en otra época y en otro tiempo. Yo así lo deseo95.



España 1800 (premio del Círculo de Escritores Cinematográficos y del Sindicato Español del Espectáculo) fue poco después secuestrada por la Dirección General de Seguridad por motivos de censura y hubo de ser retocada hasta conformar una nueva versión que pasó a llamarse Goya y su tiempo (Premio del Festival de Montecarlo 1960).

Del mismo año que este primer documental son también los titulados España. Fiestas y castillos y El Greco, (este último Premio de la Bienal de Venecia 1959). El personaje del Greco tenía ya desde entonces para nuestro autor una significación especial (posteriormente habría de protagonizar una de sus últimas novelas). Lo prueba el hecho no sólo de que le dedicara el segundo de estos documentales, sino también el que el titulado España. Fiestas y castillos comenzara curiosamente haciendo referencia a uno de los cuadros más conocidos del pintor, según se advierte en el guión:

... Tras el último título, la silueta NARRADOR: de España se mantiene aún, y a poco, Estos rostros enjutos, morenos sobre ella, surgen, fundiendo, una y de ojos melancólicos, son serie de rostros de hombres. rostros españoles, son Esos rostros pertenecen a españoles del s. XVI, el Siglo un cuadro. Tienen los rasgos de Oro español. España característicos españoles. Son morenos, constituía entonces el imperio enjutos, de ojos profundos y un poco más grande de la tierra. Era melancólicos. Llevan barba y su vestimenta un imperio místico y guerrero pertenece al s. XVI [...] La cámara se y nada puede mejor desplaza recorriendo una serie de esos representarlo que la imagen de rostros que miran hacia el cielo [...] aquéllos que lo formaron.

Cuando la cámara retrocede y Aquí se ven. En este contemplamos el cuadro entero nos damos instante asisten al entierro cuenta de que es un fresco de grandes de uno de los suyos: el Conde dimensiones. Representa un entierro. Abajo, de Orgaz, que por aquellos rodeado de los personajes descritos, está tiempos vivió y murió en la el difunto mientras que por los aires los capital de España entonces, ángeles llevan su alma camino de los cielos. Toledo96.



Con posterioridad a estos tres documentales, Fernández Santos acometió la tarea de realizar su primer y único largometraje. Rodado en los exteriores de Madrid, y con diálogos breves y sencillos, Llegar a más relata las aspiraciones truncadas de un joven madrileño a principios de los sesenta que, soñando con «llegar a más», acaba delinquiendo y cerrándose así las puertas de un futuro ya de por sí inalcanzable97. El título de la película coincide curiosamente con el de uno de los relatos incluidos en Cabeza rapada98. Por su parte, Llegar a más, aunque le llevó a Fernández Santos cuatro años de trabajo, no obtuvo ningún tipo de resonancia crítica y además supuso un fracaso económico para la productora. No obstante, Santos Fontenla, en su estudio ya citado, hablaba de la película y de su realizador al referirse a los «jóvenes directores» en los que se centraba, entonces, la esperanza del cine español del futuro: «Un primer intento de retorno a un neorrealismo tardío, del que pudieran ser muestras films como los de Fernández Santos -Llegar a más- o Julio Diamante -Tiempo de amar- parece estar en vías de abandono, al propio tiempo que se anuncia en el extremo opuesto un acercamiento a un realismo no naturalista del que podrían considerarse piezas claves los dos films realizados a partir de obras de Gonzalo Suárez, De cuerpo presente (Eceiza) y Fata morgana (Aranda). Entre estas dos tendencias opuestas se sitúa La tía Tula, de Picazo»99. A pesar de todo, tras escribir el guión y dirigirla, su autor se lamentaba de lo difícil de la empresa acometida:

Yo dirigí Llegar a más, una película que no fue un éxito estrepitoso, pero que me costó casi cuatro años, entre 1960 y 1964 y la verdad es que me cansé. A mí me gusta Llegar a más, pero la película quizá se perjudicara del clima de aquella generación nuestra -la de Picazo, la de Borau, la de Diamante- que luego se vino, más o menos, abajo100.



El novelista insiste en la dificultad de compatibilizar la labor de realizar un largometraje, que absorbe al autor en exceso, con la literatura. Por ello tuvo que elegir y optó por no continuar dirigiendo largos, aunque sí seguir con el cine corto, respecto al que reconoce una enorme deuda en varios sentidos: el que le ha permitido conocer y descubrir España, y, a la vez, el que le ha proporcionado el tiempo necesario para dedicarse a escribir y, lo que es más importante, «una infinidad de ideas para concebir cuentos y novelas que luego desarrollaría»101. De este modo se entiende que Fernández Santos no considere el cine en tanto que una actividad menor, sino que, por el contrario, acuda a él como un medio que le aporta la tranquilidad y el respaldo económico que le permiten dedicarse a su auténtica vocación, que es la literatura. A juicio de Rodríguez Padrón: «No existe divorcio alguno entre ambas actividades, literatura y cine alternan perfectamente en su trabajo y materiales de una y otro le sirven indistintamente a su autor»102.

Como ha quedado dicho, fueron numerosos los documentales realizados por nuestro autor103, pero entre ellos conviene destacar, además de los ya citados, algunos de los dedicados a los más grandes escritores: Miguel de Cervantes (1964), Lope de Vega104 (1964) y Gustavo Adolfo Bécquer (1966), de todos los cuales se conserva copia del guión en la Biblioteca Nacional. Muchos de estos documentales fueron, a partir de un determinado momento, fruto de la colaboración de Fernández Santos con Televisión Española, para la que trabajó entre finales de los cincuenta y durante la década de los sesenta. Su vinculación con el medio televisivo fue más estrecha sobre todo a partir de la fundación de la Segunda Cadena, en 1966. Recuerda Salvador Pons, director de la empresa en aquel tiempo: «Cuando me encargaron sacar adelante TVE-2, sin recursos técnicos casi y abrumados por problemas organizativos, hubo que apoyarse en hombres de la Escuela Oficial de Cine más o menos bisoños, y de la mano de Mario Camus y Ramón Masats vinieron Jesús Fernández Santos con José Luis Borau, Pío Caro, Pedro Olea, Antonio Drove, Claudio Guerín, Josefina Molina, Jesús Aguirre... Nos preocupaba en aquella audaz empresa de la segunda cadena ahondar en las raíces culturales de nuestro país, buscando sus señas de identidad en paisajes, ciudades, historia y literatura que nos fueran propios»105. En esa tarea intervino el novelista dirigiendo el espacio La víspera de nuestro tiempo, serie de trece documentales sobre escritores contemporáneos y museos y ciudades españoles, que consiguió el premio a la mejor serie de televisión. De entre éstos quizá deban ser recordados especialmente La Soria de Machado, Tres horas en el Museo del Prado (a partir del libro de Eugenio d'Ors) y Elogio y nostalgia de Toledo (de 1966, basado en textos de Gregorio Marañón y Premio Riccio d'Oro de la televisión italiana)106.

Fernández Santos siempre trabajó en el campo del documental de inspiración literaria y se mantuvo fiel a su vocación de animador cultural, que fue la que le impulsó a idear otra serie como Los libros, en la cual, entre otros muchos, recreó La fontana de oro de Galdós.

A pesar de su dilatada experiencia, o quizá precisamente a causa de ella, siempre que el autor ha hablado sobre su dedicación al cine, ha insistido en la dificultad que entraña dedicarse a él en España, dada la carencia de recursos económicos107. En lo que tiene que ver con la compatibilidad de su dedicación al cine y a la literatura permanentemente se reafirmó en la opinión anteriormente señalada:

Desde el punto de vista literario, el cine mediatiza, te mete en su mundo; o estás dentro de él o estás fuera. No hay términos medios. Hacer cine largo y novela de forma continuada es imposible; en cambio, realizar cortometrajes y escribir novelas -al menos para mí- no sólo no son incompatibles, sino que se complementan. Yo hago fundamentalmente documentales de arte y en ellos me ayuda mi condición de escritor y a su vez, mi trabajo como documentalista me ayuda a conocer el país donde he nacido, vivo y pienso morir [...] cosa fundamental para un escritor, cualquiera que sea su técnica o estilo108.



Es evidente, por tanto, y el propio Fernández Santos así lo ha reconocido, que fue precisamente el puntual conocimiento que de la realidad le proporcionó su trabajo en el mundo del cine aquello que le permitió hallar las claves de su universo novelístico. Su narración surge así como el medio más idóneo a fin de reflejar e interpretar esa realidad vista y vivida a través de la cámara.




ArribaAbajo4. Fernández Santos, crítico de cine

Hay que diferenciar, por una parte, lo que constituye la obra crítica periodística, de reseña de películas, de Fernández Santos, tarea a la que se dedicó entre 1976 y 1981 (diario El País109), y, por otra parte, la serie de artículos que con relación a temas cinematográficos fue publicando y recopiló en sus libros de ensayo (Estas compilaciones no son completas).

La labor de Fernández Santos en estos años fue bastante prolífica (una media de unas noventa reseñas anuales). En 1979, sin embargo, sus colaboraciones fueron algo más escasas, al tiempo que participaban también como críticos de cine Augusto Martínez Torres y Pérez Ornia. En 1980 y 1981, recupera el narrador su anterior ritmo de publicación de reseñas e interviene, junto a Italo Calvino, entre otros, en el jurado de nueve miembros que habría de calificar las veinte películas que optaban al León de Oro del IL Festival Internacional de Cine de Venecia de 1981, desde donde escribirá como enviado especial. Ésta era la primera ocasión en que actuaba como miembro del jurado de un Festival de Cine, aunque en realidad había asistido a otros muchos como corresponsal del periódico: concretamente, a los certámenes XXIV, XXV y XXVI del Festival de Cine de San Sebastián, en septiembre del 76, 77 y 78, y a los de Valladolid y de Cannes, en abril y mayo de 1977. Cuando en 1982 Fernández Santos se retira, fue sustituido definitivamente por Diego Galán.

En conjunto, su trabajo como crítico cinematográfico, que suma un total de cuatrocientas cincuenta y cuatro reseñas, posee un interés nada desdeñable en cuanto a la conformación de su particular visión del mundo cinematográfico110. En el apéndice puede encontrar el lector el listado de todos esos textos con título y fecha de aparición del artículo, así como la película objeto de crítica y el director de la misma. Un examen de ese listado puede dar idea clara de la heterogeneidad de los filmes reseñados al igual que de la variedad temática. Un breve muestreo permitirá hallar, por ejemplo, una reflexión sobre la viabilidad de la adaptación de una novela ya clásica de nuestra literatura reciente como el Pascual Duarte o de una novela picaresca como La lozana andaluza111; sobre la obra de ese maestro incomparable del cine que fue Charles Chaplin112; sobre personajes o directores ya míticos como James Dean, Mae West o Alfred Hitchcock113; sobre el cine-reportaje a propósito de El desencanto de Chávarri y Caudillo de Martín Patino y el cine-encuesta a propósito de España debe saber114; sobre la vigencia del cine soviético115; sobre el western como género cinematográfico116; sobre el poder del cine en su época dorada117; la reivindicación del cine español de autor118; la admiración por el cine italiano y francés de la época, reflejada en las reseñas de los films de Pasolini, Bertolucci, Fellini, Truffaut, Chabrol o Godard; sobre la obra de Buñuel119; sobre el humanismo de las películas de ciencia ficción120; el análisis de películas míticas como El último tango en París, Lo que el viento se llevó, Johnny Guitar, Espartaco o Solo ante el peligro121; la reivindicación de la cinematografía europea de los años 50122; la tarea del escritor que se enfrenta como director a la adaptación de su obra al cine, a propósito de Peter Handke123; el cine político y la dificultad del tratamiento de un tema histórico en el cine124; el cine joven alemán y la obra de Fassbinder125; la pervivencia del neorrealismo y la personalidad de la Magnani126; los problemas del género policiaco, literario y cinematográfico, en España127; el alcance y valoración de las distintas películas españolas que se fueron estrenando durante esos años...

En diversos artículos, el novelista, ya sin la premura que la crítica más cotidiana impone, sea literaria o cinematográfica, ha hecho entrega de sus opiniones acerca del arte del cine. En un artículo titulado «Cine y literatura» (el primer año de la emblemática Revista Española128) el joven autor intenta discriminar el sentido de ambas artes, partiendo de la base de que «en la medida que los distintos modos de creación artística tienen una sustantividad estética propia, puede plantearse la distinción y relaciones entre Cine y Literatura»129. Ahí mismo alude a la vieja dualidad preconizada por Lessing: el punto de partida de su reflexión consiste en la pretensión por parte del cine de hallar un arte puro, intento que, a su juicio, no ha dado ninguna obra maestra:

Las obras cinematográficas con pretensiones puramente plásticas -nos referimos a ciertos documentales de la escuela sueca- juegan solamente con valores espaciales, la anécdota de la narración queda relegada a la estética de las armonías de blancos y negros, volúmenes y vacíos, obtenidos en la pantalla. El intento se halla en el mismo plano de la poesía pura y es con esta forma literaria con la que puede establecerse la comparación. Las imágenes poéticas, sin continuidad lógica narrativa, hallan su correspondencia en las secuencias sólo determinadas por su afán de plasticidad y belleza de espacios, que prima sobre lo argumental130.



Si en el anterior tipo de expresión cinematográfica hemos visto que se difuminaba el parentesco con lo literario, no sucede lo mismo en la tendencia opuesta, esto es, en la representación del movimiento. En este punto enlaza Fernández Santos, por la combinación de acción y palabra, con el arte teatral, respecto del cual comenta la inicial dependencia que mantuvo el cine con él y su posterior «liberación»:

Es conocido el tiempo durante el cual el cine, o al menos parte de él, fue sencillamente teatro cinematográfico, pero también hay que recordar que la liberación no fue sólo producto de las individualidades artísticas, sino del desarrollo de una técnica. La utilización por personalidades como Renoir, Griffith o Murnau de estos métodos explica, sin embargo, la peculiaridad del desarrollo cinematográfico frente al teatral. Y son estas técnicas y su uso lo que nos ha de servir de medio para apreciar las diferencias131.



Por último, se refiere al problema de las descripciones, aspecto en el que, en su opinión, la novela se distingue del cine por la concreción visual de éste, que impide una interpretación subjetiva como es propia de la narración literaria. Así concluye Fernández Santos este temprano artículo:

La objetivización forzada del cine, su agotamiento visual de lo que quiere decir, quizá sea en el fondo una de las diferencias que le separan más hondamente de la literatura. La creación literaria es una apelación; el cine es un imperativo. Todo se nos da hecho, y esto es, en definitiva, la gloria y el riesgo del nuevo arte. Pueden aplicársele las palabras de Goethe hablando de Schiller: «Veía su objeto, como si dijéramos, desde fuera»132.



En una ocasión, a propósito de la reseña de dos ensayos dedicados al cine político, se refirió al viejo problema de la relación cine y política, reclamando para el primero la posibilidad de ser político a los ojos del «nuevo» espectador de hoy133. También en 1976, cuenta en otro artículo, tal si de una narración se tratara, los comienzos del cine como industria y espectáculo de masas, en los años veinte, con las figuras de los productores Cecil B. de Mille y Adolph Zukor o de los actores Mary Pickford o Charles Chaplin como telón de fondo134. Igualmente, dedica otros artículos a personajes emblemáticos. En «El retorno de Mae West»135, al hilo de la reaparición cinematográfica de la estrella a sus ochenta y cinco años, el autor recuerda la significación de su figura y rememora algunas de las películas que protagonizó; las relaciones de Rossellini con el movimiento comunista, a raíz de la realización por parte de éste de un programa televisivo sobre la vida de Carlos Marx, son analizadas en «El joven Marx visto por Rossellini»136; y, ante la muerte de Fritz Lang, aparece también un artículo in memoriam, titulado «Las tres luces de un maestro del cine», en el que recuerda y ensalza su obra137. Ya en 1977, Fernández Santos hacía la crónica de la VI Semana del Cine Francés en España138 y escribía un artículo-homenaje a Luis Cuadrado, uno de los más importantes directores de fotografía del cine español de los últimos años (con el que había colaborado también él)139. Durante la celebración en Madrid, en 1980, de dos ciclos cinematográficos, uno dedicado a Rossellini, más bien un homenaje, y otro al terror y al cine de anticipación, Fernández Santos escribe un artículo titulado justamente «De Rossellini al cine de ciencia-ficción», que supone en última instancia una alabanza de la obra del cineasta italiano, del que siempre se ha confesado admirador140. De esa misma fecha es también el largo artículo «Ochenta años de crisis y esperanzas del cine español», en el que realiza un repaso de la historia de nuestro cine, desde Segundo de Chomón, que rueda sus primeras películas pocos años después de que los hermanos Lumière patentaran su invento, hasta esa década de los ochenta en que el director general de Cinematografía vigente aplica nuevas normas para intentar solucionar viejos problemas141. Un año después, Fernández Santos reflexiona sobre el fenómeno de los Oscars y la escasa representación del cine español en los mismos142; la avalancha de reposiciones que inunda los cines en época estival, convirtiéndolos en meras cinematecas de otros tiempos pasados y mejores143; y la historia de un género cinematográfico por antonomasia como es la comedia musical americana, a partir de la retrospectiva que sobre la misma realiza la Filmoteca Nacional144.

En esos años, Fernández Santos también había escrito otros artículos sobre cine, que sí fueron reunidos en libro: Palabras en libertad. Los que escribió posteriormente quedaron recopilados en El rostro del país. Los primeros están englobados bajo el epígrafe «El teatro de los pobres». Se trata de ocho artículos que versan sobre diversos aspectos del mundo del cine; en el que los encabeza, con idéntico título al del conjunto, «El teatro de los pobres», el autor cuenta la llegada a España del cinematógrafo a finales del XIX, con la euforia inicial, contrastándola críticamente con la situación actual de declive del mismo145. Los artículos siguientes están dedicados a diversas figuras emblemáticas del cine universal: actores, directores, críticos o escritores especialmente relacionados con el medio. «La dignidad de Chaplin», escrito a raíz de la muerte de Charlot, supone una original comparación de este genial actor con uno de los personajes más representativos de nuestra literatura, el Quijote146; en «El ángel azul», «Visconti, en la vida y en la muerte» y «El ídolo caído», Fernández Santos realiza un repaso de la obra de realizadores como Joseph von Sternberg, Luchino Visconti y Carol Reed, respectivamente, insistiendo curiosamente en la decadencia de sus últimas películas147; en un tono similar se desarrolla «El final de una carrera», la de la malograda actriz Jean Seberg. Mientras que el dedicado a la memoria de Alfonso Sánchez tras su muerte, «Desde Lido, para Alfonso», está imbuido de una profunda admiración por la profesionalidad y dedicación de este crítico, en el que el propio Fernández Santos se reconocía. Finalmente, «El mensaje en la botella», dedicado a perfilar la figura de Graham Greene, es probablemente el artículo que más directamente se ocupa de la relación entre un escritor y el cine, en la medida en que Greene fue además de novelista, asiduo espectador cinematográfico, crítico después, y finalmente guionista. De nuevo aquí se puede hallar en las palabras de Fernández Santos, cuando comenta la labor como crítico de Greene, un velado sentimiento de identificación:

Su etapa de crítico supone cuatro años de trabajo y más de cuatrocientas películas vistas, demasiadas para un segundo oficio que, según el escritor, empezó como simple diversión, para acabar convertido en válvula de escape cada vez que la novela por entonces en el telar de la pluma y la memoria se negaba a salir adelante; una huida, una evasión de hora y media más allá de la inexorable melancolía que abruma al novelista cuando lleva demasiado tiempo encerrado sin otra luz que la que nace de sus propias páginas148.



Tras comentar brevemente la relación de Greene como guionista con diversos directores, entre ellos el anteriormente mencionado Reed, Fernández Santos concluye su artículo con una interesante argumentación sobre el modo en que el espectador/lector recibe y juzga películas y novelas:

El cine, por robar a menudo impunemente temas, fondo y estilo a tantas otras artes, nos traiciona con juicios inesperados más a menudo de lo que desearíamos. Una canción, un rostro, un paisaje tienen a veces más poder sobre nosotros que una historia completa con su planteamiento, nudo y desenlace. Su falta de medios de expresión rigurosamente exclusivos o autóctonos, le hace más permeable al espectador, que no siempre sabe explicarse el porqué del interés que siente. Habida cuenta de que cine y novela son, quiérase o no, dos artes narrativas, la única respuesta válida quizá sea la que Greene nos ofrece al hablarnos de sus libros: «Escribir una novela es un poco como meter un mensaje en una botella y lanzarla al mar. Algún amigo o enemigo inesperado siempre lo recupera»149.



Por otra parte, respecto de los artículos sobre tema cinematográfico escritos en su mayoría entre 1983 y 1986 y recogidos en El rostro del país, es curioso observar cómo aparecen algunas ideas que se han convertido casi en un leit-motiv del autor. Así, por ejemplo, el escepticismo con que enfoca el negro porvenir del cine como espectáculo y con que analiza las causas de su crisis actual en el marco de la crisis general (en «Un año de cine» y «El cine del porvenir»); el retorno a la cuestión de los inicios del medio en nuestro país, así como el repaso de la evolución histórica y la situación actual del cortometraje y el documental como géneros cinematográficos (en «La galaxia de la imagen»); la experiencia del propio escritor como miembro del jurado del Festival de Venecia (en «Festivales de cine») y el análisis en concreto del de San Sebastián y la situación del cine español (en «Todo el año es festival»); la admiración por un director de calidad indiscutible, en este caso Luis Buñuel, del que recuerda la obra a raíz del retorno de sus restos a España (en «Calle y muralla»); o finalmente, a partir de la evocación de la obra cinematográfica de René Clair, escritor frustrado que cambió su oficio por el cine, de nuevo las relaciones entre estos dos medios de expresión, en «Cine y literatura», donde expresa del siguiente modo el alcance de la obra de Clair:

Quien compara el arte cinematográfico con los demás cuyas obras son más duraderas, desconoce su naturaleza. Lo que queda de un director cinematográfico no es sólo su obra, sino su influencia en los demás. Es decir, su capacidad de reflejarse en tantas otras150.



No fue, ciertamente, Fernández Santos, un crítico cinematográfico de columnas previamente acordadas. Y si bien no es posible reconstruir su trabajo ensayístico cinematográfico en forma de teoría propiamente dicha, sin embargo habrá de ser tenido en cuenta como uno de los escritores españoles que mejor han pensado acerca de este arte.




ArribaAbajo5. La adaptación de novelas de Fernández Santos: Extramuros y Los jinetes del alba

Las dos novelas cuyos títulos aparecen en el encabezamiento de este apartado son las únicas del conjunto de la obra del novelista que han sido adaptadas al cine. La primera de ellas, Extramuros, había sido publicada, recordemos, en 1978, año en el que obtuvo, a su vez, el Premio Nacional de Literatura.

Fernández Santos concentra la acción de Extramuros en un pasado lejano, entre finales del s. XVI y principios del XVII, en plena decadencia de los Austrias. Así, en la novela, el esbozo de una sociedad en crisis se complementa y perfila con el conflicto de los personajes, una historia de amor heterodoxo entre dos monjas de un convento al borde de la ruina. La trama, por tanto, gira en torno a dos cuestiones fundamentales: por un lado, la relación amorosa y la reflexión que sobre la misma hace la narradora, y, por otro, la historia de una falsa posesión divina en la persona de una de ellas, la que será denominada «la santa», en el intento de salvar al convento de la miseria que le amenaza. Con la ayuda de la hermana narradora, la santa hiere sus manos, día tras día, haciendo creer al resto de la comunidad que se trata de los estigmas de Cristo, las llagas que aparecieron tras ser crucificado y que Él ahora materializa en su cuerpo. El rumor del «milagro» hace crecer la fama del convento, aumentando dádivas y limosnas y provocando incluso el ingreso en él de la hija del Duque, protector y benefactor de la Orden. Con su llegada, comienzan las intrigas de poder ante la elección de una nueva priora, hasta que una secreta denuncia lleva a la santa y a su enamorada encubridora al severo examen de un juicio inquisitorial. Tras meses de encierro, la santa será condenada al aislamiento en otro convento y la hermana a diversos actos de penitencia; antes de llegar a poder cumplirse la sentencia, sin embargo, la progresiva infección de las heridas hará que la santa halle la muerte en su propio convento, en compañía de su hermana.

Ambas tramas, la historia amorosa y la de los falsos estigmas, con las consiguientes acusaciones de mixtificación, se entrelazan armoniosamente en el relato, unidas por las reflexiones de la hermana narradora; y todo ello a través de una prosa poética que evoca el estilo literario de la época y que es, sin duda, uno de los mayores logros de la novela.

Algunos años después de su publicación, el cineasta Miguel Picazo Dios, amigo y compañero de Jesús Fernández Santos, se interesó por llevar a la pantalla la obra y, tras largas conversiones, el autor le concedió total libertad para la confección del guión. A partir del mismo, escrito por tanto por el propio director y del cual se conserva una copia en la Biblioteca Nacional fechada en 1985, el mismo año en que se estrenó la película, extraemos las reflexiones que se siguen acerca de su mayor o menor adecuación al texto original en cuanto al diálogo, la acción, la ambientación o la caracterización de los personajes151.

En el artículo ya citado de Norberto Mínguez Arranz en que analiza el paso del medio literario al fílmico a través de la novela de Juan García Hortelano Nuevas amistades, hallamos una reflexión acerca de los cambios que suele sufrir un relato cuando es vertido al cine, que citamos a continuación:

Toda adaptación cinematográfica de una novela implica necesariamente un proceso de selección que se debe en primer lugar a las diferencias de los materiales de la expresión utilizados por el texto literario y el audiovisual, y en segundo lugar, a la duración convencional de las películas que oscila generalmente entre 90 y 120 minutos. Es frecuente que la película pueda recoger la estructura narrativa básica, la fábula del texto literario, pero hay aspectos, como la representación del sujeto de la enunciación o la articulación temporal, que resultan a veces difícilmente traducibles al texto audiovisual y son entonces objeto de transformación o reducción152.



En el caso que nos ocupa, la principal transformación que ha sufrido el relato inicial ha sido sin duda el paso de una única voz narradora a partir de la cual se nos cuenta la historia en la novela, a una multiplicidad de voces a través del diálogo y la voz en off en la película. En ésta, efectivamente, el diálogo, que reproduce fielmente el espíritu y el lenguaje de la obra, ha sustituido el carácter autobiográfico de la narración original; pero quizá precisamente para no dejar de lado la subjetividad de que aquélla se veía imbuida gracias al uso de la primera persona, el director ha incorporado, como decíamos, el recurso a una voz en off de una de las hermanas protagonistas, que si en algunas ocasiones sirve para expresar sus sentimientos y temores, en otras es utilizada también con una función meramente narrativa. Véanse dos ejemplos de ambos casos:

45. Complejo convento. Celda Sor Ana.

Sor Ana está asomada al estrecho ventano de su celda.

Llueve sobre los campos.

SOR ANA (off): ¡Qué difícil es ahora poder hablar a solas con ella!...

Llueve sobre el convento.

SOR ANA (off): ...en estos días en que el alma sueña, juntas las dos, hasta el ansia de la muerte...

Llueve sin prisa y sin pausa.

SOR ANA (off): ... mi corazón sólo desea unirse una vez más con el suyo en cuerpo y alma, dejando a un lado temores y rechazos...

64. Complejo convento. Celda huéspeda.

La hija del duque se aposenta en la humilde celda que le ha sido destinada.

SOR ANA (off): Durante unas semanas su vida se ajustó en todo a las normas habituales...

65. Complejo convento (Coro, refectorio, sala capitular).

La hija del duque con las demás hermanas en el coro. En el refectorio. En la Sala Capitular.

SOR ANA (off): ...apenas se notaba su presencia, tan suave era su trato, tan acordes con los de las demás, sus modales. Desde el primer día vistió las ropas de novicia...

66. Complejo convento (Fachada y zaguán).

Hay un carromato en la puerta del convento. Criados del duque van dejando en el zaguán su carga de arcones y baúles.

SOR ANA (off): ... pero aquella paz inesperada duró poco. No tardaron en llegar nuevos envíos de equipajes...153



Según puede observarse en la cita anterior, la película introduce otro aspecto novedoso respecto a la novela; si en ésta todos los personajes eran anónimos, en aquélla se ha optado por dar nombre a las dos hermanas protagonistas, para facilitar la referencia a las mismas: así, la hermana narradora se ha convertido en Sor Ana y la santa en Sor Ángela, interpretadas en la pantalla por Carmen Maura y Mercedes Sampietro, respectivamente. Por lo demás, la película ha seguido fielmente la estructura narrativa inicial, la evolución temporal de la acción, cronológicamente lineal, y la representación del espacio; en este último aspecto, contrariamente a lo que sucede en algunas adaptaciones de relatos que se desarrollan siempre en un mismo escenario y en que el director introduce episodios que permitan ubicar la acción en otros distintos para dar movilidad al conjunto, Picazo opta por respetar en todo momento el espacio de la novela y así la acción transcurre íntegramente en el interior del convento, a excepción del viaje que las dos hermanas realizan a la Hospedería del Santo Oficio, con motivo del proceso inquisitorial a que se ven sometidas y que permite un cambio de escenario, presente también en la novela. Del mismo modo, también resulta mucho más explícita en la película la relación amorosa que se establece entre las dos hermanas, por la sencilla razón de que la vemos representada ante nuestros ojos y no sólo la intuimos por referencias más o menos claras en el texto.

Pero, en cualquier caso, se ha respetado, y ello es lo realmente importante, el espíritu de la novela en lo que constituían sus dos ejes principales: por un lado, la evolución de la trama y su significación (el tipo de relación amorosa entre las hermanas y los falsos estigmas divinos en la figura de «la santa» y sus implicaciones) y, por otro, el preciosismo del lenguaje que, a pesar de su aparente sencillez y espontaneidad, denota una madurez estilística por parte del escritor que el director ha sabido trasladar a la película, mediante la transcripción en forma dialogada de fragmentos prácticamente íntegros de la novela. Así puede observarse en las citas siguientes, que corresponden al final de la novela y de la película, respectivamente:

Aquí, a mis pies, está toda mi vida, mis sentidos, mi placer, mi orgullo, mi compañera y madre. ¿Quién la abandonará? [...] Nadie va a separarnos. Quedaré a la espera de que nuestro castigo común se cumpla. ¿Cuándo vendrá, Señor, nuestro tiempo de gloria, tanto tiempo prometido? Aquí estamos las dos, pendientes de ese amor tuyo capaz de salvarnos, de trocar en dicha la pena miserable, de mostrarnos ese camino que lleva hasta ti como llama de gozo que crece hasta las nubes. [...] Las dos, lejos de hermanas y prioras, viviremos por siempre pidiéndote que en tanto dure el mundo, nadie venga a despertarnos, nadie venga a sacarnos de este lecho tranquilo donde las dos a solas amamos y esperamos154.

SOR ANA llora amargamente abrazando las piernas de aquel cuerpo sin vida.

SOR ANA: ¡Señor, aquí está toda mi vida, mis sentidos, mi orgullo, mi compañera y madre...!

Un hipo hondo la sacude. Luego habla como si la santa estuviera viva:

SOR ANA: ...No te abandonaré, nadie tocará tu cuerpo...

La besa una y mil veces, ahogándose, crispada por la pena:

SOR ANA: ...Que nadie toque mi amor, nadie se acerque a nuestro lecho y nido, nadie ponga sus manos sobre esas manos tan dulces y valientes...

Levanta la cabeza.

SOR ANA: ... ¿Cuándo vendrá, Señor, nuestro tiempo de gloria?. Aquí estamos las dos, pendientes de ese amor tuyo capaz de salvarnos, de trocar en dicha la pena miserable, de mostrarnos ese camino que lleva hasta ti.

Junta sus mejillas ardientes y mojadas, con las mejillas pálidas y frías. Le habla al oído:

SOR ANA: ...Las dos, lejos de hermanas y prioras, viviremos por siempre pidiéndole al Señor que, en tanto dure el mundo, nadie vuelva a despertarnos, nadie venga a sacarnos de este lecho tranquilo donde las dos, a solas, amamos y esperamos155.



No cabe atribuir el mérito de la película, a pesar de ello, meramente a su dimensión literaria, pues aunque ésta venga avalada por el prestigio de la novela, no hay duda de que, unidas a ella, la excelente interpretación de las actrices protagonistas y la labor de ambientación y de realización del director son las que permiten considerar la Extramuros de Picazo como una acertada versión en pantalla de la Extramuros de nuestro autor.

En 1990, Vicente Aranda llevó a cabo la adaptación cinematográfica para una serie de televisión de la novela de Jesús Fernández Santos Los jinetes del alba156, una historia, ambientada en el mítico ámbito astur-leonés recurrente en su obra, que recrea los sucesos de la revolución de octubre del 34, preludio ya de una inminente guerra civil. Ahora bien, no son tan sólo el mundo rural o el de la montaña los que aquí aparecen, sino que la acción se desarrolla, además, en un viejo balneario, las Caldas, y en una innominada capital de provincia. Se expone así el enfrentamiento entre los propietarios de dicho balneario y la gente más humilde de los alrededores, entre los que se encuentran algunos de los instigadores de la revolución de octubre del 34 que le sirve de marco.

Se trata, en realidad, de una reflexión sobre las circunstancias que condujeron a tal estado de cosas, a través de una concepción cíclica de la historia, en la que los sucesos se repiten ineludiblemente.

En esta ocasión, el hecho de que la adaptación de la novela estuviera prevista para una serie y no ya para una película, como en el caso anterior, fue lo que determinó su duración y el modo en que fue llevada a cabo. En este último sentido, puede afirmarse que la adaptación de Aranda está realmente conseguida; y ello es así por varias razones. En primer lugar, no se efectúa reducción de los personajes (esto es, que aparezcan en la serie personajes que no aparecieran en la novela o viceversa, o bien que algunos de ellos vieran mermados o aumentados en exceso sus rasgos de caracterización); en segundo lugar, el espacio representado en la película coincide con el descrito en la novela; en tercero, se respeta, en esencia, la estructura temporal del relato; y, por último, la perspectiva narrativa del mismo, en tercera persona, se ha visto eficazmente traducida a través de los diálogos, con escasas intervenciones de una voz en off, al inicio y al final de la serie, respectivamente, que intenta reproducir el subjetivismo de la protagonista, eje alrededor del cual se desarrolla la historia. Veamos a continuación, un poco más detenidamente, todos estos aspectos.

Si la novela poseía una estructura tradicional, en la que los capítulos se podían agrupar en tres partes en función de la evolución de la historia157, Aranda ha optado, en cambio, por dividir su obra en dos partes con un total de cinco episodios, de alrededor de una hora de duración cada uno. La primera parte, constituida por los tres primeros episodios de la serie, viene a coincidir en su contenido con las dos primeras de la novela, mientras que la segunda parte, con los dos episodios finales, supone la adaptación de los últimos catorce capítulos del libro, en los que se produce el desenlace de la trama. Y es precisamente en esta segunda parte de la serie donde el director se ha permitido una mayor libertad al insertar elementos de la historia que no aparecían en la novela, pero que contribuyen a redondear su sentido final158.

Con respecto a la estructura temporal, se ha respetado la evolución cronológicamente lineal de la novela, eliminando, sin embargo, los escasos saltos atrás en el tiempo que Fernández Santos había introducido a la hora de presentar a tres de los personajes; en concreto, Marian, Martín y Ventura, acerca de los cuales el lector conocía su infancia y evolución personal a través de un narrador que retrocedía a un tiempo pasado respecto al transcurso de los hechos, como un pequeño excursus, mientras que el espectador contempla, en perfecto orden cronológico, la progresión de la trama y de los personajes; así, éstos se nos muestran siempre a través de su actuación en el presente de la historia, y ésta, a su vez, avanza siempre hacia adelante. En este último sentido, el modo en que se hace avanzar el tiempo del relato, si al escritor le bastaban algunas alusiones a los acontecimientos históricos para hacer notar al lector el paso del tiempo, el director ha optado por un recurso netamente cinematográfico: sobre el fondo de una imágenes de archivo, diversas palabras van atravesando la pantalla: «Amenaza, huelga, atentado, paro, derrota, pronunciamiento», para mostrar el período previo a la dictadura de Primo de Rivera; «Dimisión, agitación, sublevación, proclamación de la República», para los sucesos del 31; o, por último, aludiendo al final de la guerra: «Resistencia, entrada triunfal, derrumbamiento, éxodo».

Por otro lado, la novela de Fernández Santos se inicia con la descripción de la estampida de caballos salvajes que bajan de la montaña todos los años hasta el pueblo de Las Caldas, donde se sitúa la acción, y cuyos imaginarios jinetes, vida, pasión y muerte, son los que espolean simbólicamente la vida de los personajes y los que a su vez dan título a la obra. Pues bien, Aranda recoge el espíritu de la novela, comenzando su película con unas evocadoras imágenes de caballos salvajes ante cuya visión el santero, perfectamente interpretado por el veterano Antonio Iranzo, expresa en voz alta el sentido de que pretende imbuir a los mismos Fernández Santos en el primer párrafo de su novela159. La reaparición de imágenes similares a lo largo de la serie, al igual que en la novela, incorpora acertadamente el leit-motiv que en la misma representa la figura de los caballos.

Ciertamente, tanto desde el punto de vista de la elaboración cinematográfica, como desde el punto de vista de la difusión del autor, las dos adaptaciones comentadas han contribuido muy fehacientemente a la configuración pública del estatuto artístico de Fernández Santos.





IndiceSiguiente