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ArribaAbajoParte tercera


ArribaAbajoCapítulo I

Ocho años hacía que faltaba Clemencia de Sevilla; ocho años suelen traer grandes cambios en las cosas y en las personas, y debemos indicarlos antes de proseguir.

La Marquesa, a la que devoraba un cáncer el pecho, había envejecido mucho, y su habitual estado de latiente apuro, había pasado a un estado de decaimiento inerte, en el que, como sucede generalmente a los enfermos de gravedad que conservan despejadas sus facultades intelectuales, no le interesaba nada sino su padecer.

En Constancia no era menos notable el cambio que se había operado.

Desde la catástrofe que hemos referido y la enfermedad que de ella resultó, que la trajo a punto de mirar la muerte cara a cara, Constancia había muerto al mundo, como dice una frase, la que por haber caído en el monótono carril de la rutina, no ha perdido su grave y elevado significado. En su enérgica fibra, sólo un sentimiento a la vez profundo y exclusivo podía haber reemplazado el que le inspirara aquel amor que llenó toda su alma, como habría llenado toda su vida. Al borde del sepulcro condenó los extremos del amor a la criatura, y pidió a Dios perdón si moría, y conformidad si en la tierra la dejaba su voluntad omnipotente. La religión hizo más que darla conformidad; le dio consuelo y virtudes, desterrando de su alma, después de la desesperación, la soberbia, la acritud, la rebeldía y el egoísmo que por tanto tiempo en ella se entronizaron, reemplazándolos con la mansedumbre, la benevolencia, la caridad, la paciencia, cual la naturaleza produce flores odoríferas y cordiales en un erial, cuando una mano fuerte le ha arrancado los abrojos y espinas que lo cubrían; porque éste es el efecto y resultado de la vida, que unas veces con desdén, otras con burla, pocas con respeto, se denomina, dedicada a la virtud. Este es el fin a que tiende; y si los que la llevan no siempre logran conseguir este objeto (puesto que eso de ser extremadamente virtuoso no es tan fácil como les parece a aquellos que desde que ven a una persona entrar en esa senda, exigen de ella la realización del objeto a que aspira); si no siempre logran alcanzar este fin, los que a él aspiran, decimos, tienen al menos el mérito de haberlo intentado, y la gloria de alistarse bajo la santa bandera, cuyo emblema es un cordero, una cruz y una corona de espinas. Tienen aún más: tienen el valor de renunciar a la sanción del mundo bullidor, el de pasar por pobres de espíritu en la brillante, ruidosa y desdeñosa legión de los denominados ilustrados, y el de condenarse al ridículo y al desprecio por la soberbia y acerba legión de los incrédulos e impíos, y sólo contar con las calladas y benévolas simpatías de aquéllos que se esconden por no ser vistos, y callan por no ser oídos de un mundo que los burla con sarcasmos, y desprecia con insultos.

Constancia, no obstante, era de las afortunadas que logran el fin propuesto; lo que era debido sin duda al total desprendimiento de las cosas de la tierra que el infortunio produjo en su alma.

Nadie habría reconocido en ella la elegante joven que fue: su traje era más que modesto, era pobre; llevaba siempre un vestido de coco o tela de algodón negro, con pequeños lunares grises; cubría su garganta un pañuelo de la India, gris y negro, prendido al cuello con un alfiler; gastaba en todo tiempo manga larga y zapato de piel, y su cabello primorosamente alisado, estaba sujeto con dos peinecillos sobre sus sienes, sin ningún género de pretensión.

Esta abnegación del placer de agradar y de la satisfacción de parecer bien, es el más heroico que en aras de la severa virtud puede ofrecer como sacrificio la mujer; y este mérito, mayor de lo que los hombres creen, sólo se ve en España, sin que por eso neguemos que en otros países haya mujeres admirablemente virtuosas, profunda y severamente religiosas; pero este tipo de completo desprendimiento de las cosas del mundo, no se ve sino aquí, por más que se afanen en querer probar que los tipos son generales. No, las nacionalidades no se borran de una plumada, ni con un aforismo falso, ni con algunas modas universales en el vestir. Dícese que la completa igualdad es un resultado necesario de la ilustración y de la facilidad de comunicaciones; pero ¿no basta a probar la falsedad de este aserto, el ver que los dos focos de ilustración, que son al mismo tiempo las dos capitales más cercanas, han sido, son y serán los dos mayores contrastes? ¿En qué ha mudado ese diario contacto las respectivas y marcadas fisonomías de París y de Londres?8.

Es para nosotros un enigma el móvil que lleva a muchas personas de mérito y de talento a defender y aplaudir esa nivelación general, y cuál es la ventaja que de ella resultaría. Que un país sin pasado, sin historia, sin nacionalidad, sin tradiciones, adopte un carácter ajeno por no poseerlo propio, como ha hecho la América del Norte9 adoptando el inglés, y la del Sur adoptando el español, se comprende; pero que se afanen por hacer esto algunos hijos del país de Pelayo y del Cid, de Calderón y de Cervantes, para desechar el suyo y adoptar el ajeno, es lo que no concibe ni el patriotismo, ni la sana razón, ni el buen gusto, ni la poesía.

Constancia era pues, sin ostentarlo ni ocultarlo, una beata. Las beatas no son perfectas, aunque las gentes del mundo exigen de ellas una perfección de que ellos se creen dispensados; pero Constancia lo era, porque coronaba sus demás virtudes con la tolerancia, que a algunas suele faltar, y unía al estricto cumplimiento de sus deberes, una dulzura adquirida; la que en su carácter fuerte y áspero era un hermoso triunfo obtenido al pie del tribunal de la penitencia. De sus ojos serenos habían desaparecido aquellas miradas ariscas y altivas que antes le fueron propias, y de su tranquilo semblante el aire esquivo y desdeñoso; sin afectar formas afables, las tenía benévolas y dignas. Llevaba con la perseverancia de la consagración, toda la asistencia prolija que hacía necesaria la larga y terrible enfermedad de su madre, y sus excesivas impertinencias con no desmentida paciencia. Si alguna persona íntima celebraba su comportamiento, hacía grandes esfuerzos para disimular la incomodidad que la causaban estos elogios que rechazaba.

En las demás personas el cambio no había sido notable.

Sobre don Galo habían pasado estos ocho años como otra infinidad de anteriores. Los siete mil reales seguían su curso inmutable, las pelucas hacían su servicio periódico, el lente de plata no se cansaba de servir a su dueño ni éste de servir a las damas. Todos sus compañeros habían cambiado de destino o de lugar, hasta la oficina había variado de local, y don Galo la había seguido como un fiel perrito a su amo, ocupando su mismo puesto y su misma carpeta, con los que estaba identificado.

Sobre la robusta arrogancia de doña Eufrasia, habían pasado los años como pasan sobre las plazas fuertes los vendavales. En ellos había cobrado muchas viudedades, sin dar la más mínima esperanza al Monte-pío de libertarlo de esta carga.

En don Silvestre no había más alteración sino la de haber adquirido su vientre una posición menos prominente y más rebajada.

Pepino había tomado gran cariño a los Mercurios, y seguía cuidándolos con esmero por propio impulso, como antes por mandato de su ama.

Su tía recibió a Clemencia tristemente, aunque celebró mucho su venida, y le hizo una larga y minuciosa relación de sus padeceres.

Constancia demostró una sincera, pero sosegada alegría de ver a su prima, sin que mediase entre ellas ni una conmemoración ni aun una alusión a la terrible catástrofe de la que Clemencia había sido testigo.

A los pocos días, con motivo de la gravedad de su madre, llegó también Alegría, que con su marido y sus tres niños venía de Madrid, donde estaban establecidos.

Alegría estaba hecha el bello ideal de la elegancia, un figurín de moda, el tipo del supremo buen tono. Pero su vida agitada y sus horas desarregladas, sus continuos trasnocheos y sus constantes excitaciones, la habían destruido, avejentado y adelgazado a aquel extremo que quita todas las formas al cuerpo, toda la frescura al rostro y toda la lozanía a la juventud. Compuesta y animada, sobre todo con la luz artificial, estaba bien; pero descompuesta y desanimada estaba como una flor sacudida y marchita por el levante.

Su marido, además de ser el tipo de la distinción y de la finura, lo era ahora igualmente del buen marido y del buen padre.

Cuando Alegría vio a Clemencia, que merced a su tranquila vida, a su feliz existencia, traía con el alma de una novicia la hermosura de una Hebe, le dijo:

-¡Qué lozanía! ¡qué frescura! ¿en qué Edén has vivido? Ganas me dan de ir a pasar una temporada a Villa-María, aun a costa de venir tan anticuadamente vestida y peinada como lo estás tú. ¡Dios mío! ¡qué bien te sienta el estado de viuda! y riquísima que me han dicho que eres... ya sé, un tío... Oye, ¿era joven?... Ocho años de destierro te ha costado; pero en fin, si estuviste como el ratón en el queso, ¡anda con Dios! Hiciste bien en estarte a la mira y aguantarte, porque, hija mía, el dinero, el dinero es el todo; sin dinero, ¿qué se hace? Vamos, eres la mujer feliz. Mira, no hagas la locura de volverte a casar.

Clemencia había oído toda aquella retahíla, atónita, sin aún comprender la malicia de ciertas expresiones; pero al oír esta última, y recordando en su corazón la promesa que había hecho a su tío, repuso a su prima:

-¿Y por qué sería una locura volverme a casar?

-Porque perderías tu libertad -contestó Alegría con más malicia que se suele poner a esa necia y repetida frase.

-Pero ¿qué clase de libertad es -repuso Clemencia-, la que tengo de viuda y no tendría de casada?

-¡Qué candidez de niña bien criadita! La clase de libertad a que aludo, hija mía, es la de poder hacer lo que te dé gana. ¿La tenías cuando casada, mi alma?

-No se creería que quien habla así fuese la mujer de un marido que no tiene más gustos que los suyos y no hace sino mirarla a la cara -dijo Clemencia.

-Eso no quita que la que tiene marido y tres hijos, esté aviada y divertida. ¡Niños! esa plaga, esa carga, esas trabas, que acaban con la paciencia, que destruyen el físico, que quitan el gusto y el tiempo para todo. ¡Oh! son una calamidad.

-¡Jesús! ¡Jesús! -exclamó asombrada Clemencia-. ¡Plaga, calamidad, llamas tú a la bendición de Dios, al dulce fin y objeto de la unión del hombre y de la mujer! ¿Sabes lo que dicen las pobres y sencillas gentes de Villa-María? Hijos y pollos todos son pocos.

Alegría soltó una burlona carcajada.

-¡Qué lástima -dijo-, que no te hubieses casado con mi marido, y se hubiesen ustedes ido en amor y compaña a poblar una isla desierta! Pero, hija mía, la que no está por la vida patriarcal, esto es, las gentes que viven en la era presente, como dicen los periódicos, llaman a los hijos cargas y al casamiento yugo. Así lo llama hasta mi beata hermana Constancia, sin más que anteponerle la calificación de santo. Pero si tan bien te parece el matrimonio, mucho extraño que hayas estado ocho años viuda; por consiguiente, no te admire el que no ponga mucha fe en tus palabras, ni te crea muy sincera.

Clemencia se quedó asombrada de ver convertido en sistema y formulado en reglas de mundo un sentimiento que ella había tenido, nacido de sus desgracias domésticas, y del que su tío le había hecho avergonzarse, a pesar de su inocente origen, como de un sentimiento emancipado, egoísta, poco natural y poco mujeril: así fue que contestó sonrojándose:

-En Villa-María había pocos novios, y además mi vida era tan dulce al lado de mis padres y de mi tío, que la habría preferido siempre a toda otra, no por amor a la libertad ni oposición a los hijos, sino por amor a ellos.

-¿Con que te volverías a casar? -preguntó con burla Alegría.

-Si hallase un hombre que me llenase, y a quien yo pudiese hacer feliz, lo haría, pues así se lo prometí a mi tío -contestó Clemencia.

-¡Buena tonta serás! -exclamó Alegría.

Entró en este momento Constancia, diciendo que su madre, que apenas había dormido en la pasada noche, acababa de coger el sueño. Alegría aprovechó este descanso para ir a ver algunas amigas, y salió después de dar un repaso a su tocado ante el espejo.

Era la primera vez desde la vuelta de Clemencia que ambas primas se hallaban solas, no separándose Constancia un solo instante del lado de su madre.

Largo rato callaron.

De repente Clemencia cogió las manos de su prima, las que apretó entre las suyas, y le dijo en queda y conmovida voz, mientras dos lágrimas bañaban sus párpados:

-Constancia, te admiro y te venero.

Constancia calló, y un imperceptible temblor se notó en sus labios.

-¿Qué has hecho para olvidar, Constancia? -prosiguió Clemencia.

-No recordar -respondió la primera.

-¿Y esto cómo has podido lograrlo?

-Con anteponer al recuerdo esta oración:


Aparta, mi Dios, de mí
lo que me aparta de ti.

Cree, Clemencia, que Dios atiende a quien le invoca.

-Sí; y Dios ha escuchado tan bella deprecación, y sólo te ha rodeado de cosas que te acercan a él, ofreciéndote la ocasión de la enfermedad de tu madre, en la que pruebas el ser una santa.

-Calla -contestó Constancia con algún calor ¿Con qué lavo, con qué borro, con qué compenso mi malvada conducta anterior con mi madre? ¡Oh! créelo, cuando todo mi anhelo y desvelos no alcanzan a agradarle, cuando me rechaza y se incomoda, recuerdo que fui capaz de decir que no la amaba. ¡Yo, enamorada y soberbia, no amar a la madre que me dio el ser! ¡Oh! entonces le agradezco como un favor el que no me maltrate de hecho y no me eche de su lado como hija indigna de cumplir con el santo deber de asistirla.

-Lo dijiste en un momento de exaltación rencorosa, Constancia.

-No, Clemencia, esa exaltación rencorosa era mi estado habitual. Llenaban mi alma la pasión, la soberbia, la rebeldía y la aspereza. El ser niña indómita, hija rebelde y sobrina ingrata, costaron la vida al hombre que amé. Me hicieron perder la felicidad que apetecía, que quizás por medios humildes y suaves habría al fin logrado; y hubiesen perdido mi alma, si Dios no me enviara con la muerte un aviso de la eternidad, en cuyo borde se abrieron los ojos de mi alma a la luz de arriba.

-¡Qué humilde eres, Constancia!

-Clemencia, no es humildad el reconocer sus faltas. No soy humilde, sólo que gracias al cielo no existe la soberbia que me cegaba.

-Sí lo eres, y aún vas más allá, prima, pues no solo reconoces tus faltas, sino que desprecias tus virtudes. ¿Por qué has hecho un estudio tan severo en ocultar un dolor, que yo que conozco tu alma sé que está incrustado en ella hasta la muerte?

-Clemencia -respondió Constancia en voz inmutada y tan queda como si a sí misma quisiese ocultar la emoción que la dominaba-, las penas que se ofrecen a Dios, se ocultan a la tierra para que no se evapore en ella este incienso del corazón.




ArribaAbajoCapítulo II

Clemencia, abrumada con los quehaceres que le proporcionaba el amueblar y preparar su casa, distraída y atolondrada con el sinnúmero de visitas que recibía la rica, hermosa y amable viuda, aunque había pensado escribir a Pablo, lo difirió. ¡Qué de cosas se dejan de hacer por diferidas! Diferir un buen propósito, es como diferir el socorro a un necesitado; suele perecer éste, merced a la omisión, e invertirse la limosna en otra cosa; y así también suele desmayar y desvanecerse el buen propósito, gastarse el tiempo y la voluntad en otra cosa, como sucedió a la limosna; sobreviene el olvido con su apagador, y sume todo en el caos.

Tan luego como Clemencia estuvo establecida en su hermosa y bien alhajada casa, fue ésta en extremo concurrida. Su dueña poseía el don innato de bien recibir, puesto que éste, así como todo lo fino y delicado en el trato, tiene por base la bondad, y ésta era el fondo del carácter de Clemencia y el primer móvil de sus acciones; así es que todas las reglas de finura y delicadeza tienen por tipo la sencilla bondad, como el arte coreográfico tiene por norma las gracias de la infancia. Su casa se puso de moda, y la moda es una maga que nos convierte en una manada de carneros que lleva a su albedrío por montes y valles.

Entre las personas que fueron presentadas en casa de Clemencia se distinguían dos extranjeros de alta categoría, el uno inglés, el otro francés, que habían venido a pasar el invierno en la primavera que durante esta estación goza Sevilla, la noble y destronada reina de Andalucía.

El vizconde Carlos de Brian y sir George Percy eran dos bellos tipos de sus respectivas razas y países. Ambos eran altos. El vizconde, algo más grueso, tenía en sus maneras más elegancia, sir George, más distinción. En su porte tenía el vizconde más nobleza, y sir George más dignidad. El primero era más airoso, el segundo más natural. En su traje era de Brian más ataviado, y sir George llevaba la bellísima sencillez del vestir inglés a un extremo de indolencia que le hacía no notar que se ponía un chaleco de invierno en verano, lo que no impedía que fuese tan exclusivamente pulcro y delicado en su ropa, que regaló a su ayuda de cámara, a la mañana siguiente de haberlo estrenado, un vestido de baile que por no traerlo en su equipaje tuvo que mandar hacer al mejor sastre de Sevilla.

Era sir George inmensamente rico y espléndido sin fausto, por lo que lo llamaban en Sevilla Monte-Cristo, así como al vizconde, en vista de su estatura y de ser muy realista, le habían puesto Carlo-Magno.

Deploramos profundamente esta costumbre andaluza de poner apodos o sobrenombres, por distinguidas que sean y por mucho mérito que tengan las personas; es esto contra la dignidad y la elegancia de una sociedad culta y fina. No hay gracia que compense una chocarrería.

Precisamente eran hombres ambos los más a propósito para poder apreciar el gran mérito de Clemencia; ambos debían ser seducidos por la reunión de ventajas que poseía ésta, y que tan rara vez se halla en una misma persona; así fue que ambos comprendieron desde luego que era Clemencia un ente excepcional, ricamente dotado por la naturaleza y por la cultura, cuyo mérito pocos sabrían comprender, ni ella misma sabía apreciar en todo su valor.

Entablóse desde luego entre de Brian y sir George una de esas secretas y agrias competencias, tan hábilmente disimuladas por los hombres de mundo, no bajo formas afables, sino bajo formas indiferentes. De esta competencia resultó que la inclinación hacia Clemencia subiese en sir George, hombre seco, gastado y frío, a un efervescente antojo, y que en el vizconde, hombre de corazón y de peso, se reconcentrase, temiendo la vanidad francesa verse forzada a ceder en sus pretensiones ante un rival más afortunado. En esta circunstancia podía decirse que tanto por la posición de ambos hacia Clemencia, como por sus respectivos caracteres, estaban trocadas en ellos las índoles de sus dos países, siendo sir George con Clemencia el hombre amable, obsequioso, expresivo y subyugado, mientras el vizconde se mostraba el hombre comedido, tímido y reservado hasta el punto de parecer frío.

El Vizconde había nacido aún en el destierro de un padre que había perdido los suyos en el cadalso. Vuelto a su patria, había perdido a su hermano por un puñal homicida en Roma, y a su padre a su lado defendiendo el orden en las jornadas de febrero, y entonces abandonó desesperado y abatido la patria que amaba para no presenciar su suicidio.

Sir George, al contrario, había nacido y vivido entre grandezas, felicidades y riquezas, sin pensar más sino en satisfacer su vanidad, sus pasiones y sus caprichos. Así era que a los treinta y tres años se sentía con despecho, hastiado de todo, seco de corazón, enervado de alma y reducido a sólo placeres materiales.

Fuese este retraimiento del Vizconde, o bien fuese por la finura y elegancia de los obsequios de sir George, o bien fuese por aquel ciego impulso cuyo origen es inaveriguable, y que no toma sus aspiraciones de la razón, de la paridad, ni de la simpatía, sino que nace espontáneo, crece déspota y arrastra al corazón a pesar de aquéllos, Clemencia, que era muy niña para poder penetrar en las profundas simas del corazón de los hombres criados en el gran mundo, se sintió arrastrada con vehemencia hacia sir George, cuyas distinguidas maneras, cuyo talento, ilustración, saber y gracia la encantaban. Y no es de extrañar que en unos instintos tan delicados, en un gusto tan culto como era el de Clemencia, unidos a un amante corazón que hasta entonces había respirado en una atmósfera sencilla y sosegada, hiciese impresión un hombre como sir George, en quien brillaban en su más alto grado las referidas ventajas.

Sir George sabía, con una delicadeza de maneras que sólo se adquiere en la más alta y fina sociedad, obsequiar de un modo que no era rehusable; obsequiaba a Clemencia en las personas que ella quería o le eran allegadas; había mandado venir para la Marquesa un aparato ingenioso para vendar su pecho; había regalado a don Galo unos gemelos de unas proporciones tan descomunales, que le era imposible a su entusiasmado dueño colocarlos ante su vista con una sola mano. Paco Guzmán los había apellidado Rómulo y Remo.

-Paco, hijo mío -contestaba don Galo en sus glorias-, me ha dicho el señor don George, que el fabricante sólo hizo tres como éstos; uno para el príncipe Alberto, otro para el Gran Turco, y el presente, que tenéis a vuestra disposición.

Hasta a don Silvestre, cuya hostilidad a los caminos de hierro no le era desconocida, había regalado sir George una chistosa caricatura inglesa que representaba una procesión de viajeros que antes de entrar en los coches y vagones del tren, pasaban ante la máquina quitándose el sombrero y saludándola con las palabras con que los gladiadores romanos saludaban al Emperador antes de ir al combate:

Morituri te salutant.

Esta sátira había entusiasmado cuanto era dable entusiasmar al calmoso don Silvestre: la había llevado a todas las partes a que concurría, mandándole hacer en seguida un suntuoso marco de caoba con una estrella de metal dorado en cada ángulo, y colgado frente de una mesa, que tenía el nombre y no el uso de mesa de escribir, mesa que adornaba un tintero de plata de purísimas entrañas, unido a una pluma virgen, cuyos desposorios eran tan nominales como los de Santa Cecilia y San Valeriano.

No obstante, Percy no usaba con Clemencia hipocresía, no porque no fuese muy capaz de valerse de todos los medios para ganarse su corazón, sino porque en su escepticismo general, se persuadía de buena fe que cuanto elevado, ferviente, ascético e ideal existe, son voces muy literarias, muy poéticas y muy sonoras, pero sin valor real, buenas libreas que vestían maniquíes sin alma y sin sentido. Así era que sir George tenía la buena calidad de ser natural en la expresión de sus sentimientos y de sus ideas, no por cinismo, sino porque las creía las generales, las verdaderas fundamentales y la razonada reacción, como él decía, de las declamaciones filosóficas, de las puritanerías melifluas de la reforma y de las aspiraciones ascéticas del espiritualismo católico, creyendo el nego absoluto la verdad fundamental de la ciencia del mundo y del corazón humano. ¡Oh! ¡y no es él solo! Es de ver con qué grosera valentía de Alcides pisan muchos hombres con su torpe planta las santas, ideales y suaves compañeras que las almas selectas buscan y hallan en el cielo, en la poesía, en el ideal, que les hacen la vida buena y dulce y que guiándolas siempre hacia arriba, siembran con flores las más áridas sendas. Mas a medida que pasó tiempo, brotó en el corazón de Clemencia a la par de este reciente amor, una instintiva inquietud, como al lado de una azucena nace una zarza que la envuelve y espina con sus ramas.

En sir George, al contrario, era cada día mayor el encanto que ejercía Clemencia. Si desde que la había visto la vez primera se había hallado arrastrado por la seducción violenta que ejerce la hermosura sobre los hombres viciosos en quienes sólo domina el amor material; si la competencia con un hombre de tanto mérito como lo era el Vizconde, había empeñado su amor propio en el triunfo, el trato de Clemencia, a la vez tan modesto y franco, su entendimiento a la vez tan culto y cándido, sus sentimientos a la vez tan blandos y alegres, su modo de ver tan original, sin que por eso se desviase un punto de la buena senda trillada, habían acrecentado en sir George esta seducción con todo el aliciente de lo nuevo y de la curiosidad, aliciente gastado y sin estímulo hacía mucho tiempo en sir George, pero que en esta ocasión nacía y alcanzaba proporciones muy elevadas. Sir George conoció que no lograría hacerse amar de Clemencia por ninguno de los medios vulgares, y puso en juego cuantos a él para agradar le habían dado la naturaleza, la cultura y el uso del mundo.

Ese hombre hastiado de todo se halló agradablemente sorprendido al notar que anhelaba algo con vehemencia, y al sentir un deseo cuyo logro le excitaba. No entraba en este aliciente la vanidad ni un amor propio vulgar. Había pasado la edad en que lisonjeasen el suyo las conquistas. Aunque sólo contaba treinta y tres años, y que su hermosa persona representaba aún mucho menos, el dictado de viejo Cupido dado a un ilustre lord, le horripilaba. Además, los hombres de su categoría y de su alzada desdeñan el brillar, porque desdeñan la opinión y son bastante sibaritas y delicados para preferir en sus amores, a lo ostensible el encanto del misterio, y al triunfo el decoro de la reserva; uníase a esto el que los hombres como sir George, a falta de toda religión y de toda creencia, de toda fe y de todo culto, conservan el del honor, levantando este culto terrestre a una altura que sólo, compete al Divino, lo que prueba que no hay orgullo, escepticismo ni espíritu de independencia que alcancen a arrancar del corazón del hombre la imperiosa necesidad de acatar, que puso Dios en él para recordarle su dependencia.

Bien conoció desde luego el hábil fisiologista que la derrota podría hundir para siempre la existencia de aquella joven, que salía al mundo pura, suave y sonriendo cómo la aurora, confiada e indefensa como la verdad; pero se decía:

-¡Bah! nadie se ha muerto de amor, y ella es muy católica para suicidarse.

Si don Galo hubiese podido penetrar los pensamientos de sir George, habría pensado:

-¿Quién hubiera dicho que don George, ese apreciabilísimo sujeto, fuese tan fatuo?

El Vizconde habría pensado:

-Mucho se expone el soberbio hijo de Albión, no a ser subyugado, pues no es león que se ate con cuerda de lana; pero sí a ser un César incompleto y desairado.

En cuanto a Pablo, el honrado y enérgico español, lo hubiese, a saber sus ideas, ahogado entre sus manos.

Desde la llegada del Vizconde, que por desgracia suya había sido posterior a la de sir George, y sobre el cual había hecho Clemencia una impresión harto más profunda y sincera que sobre su competidor, se sentía el inglés, sin querer confesárselo, celoso a pesar de que conocía la preferencia que de él hacía la joven viuda; pues el corazón de Clemencia, si bien lo velaba la modestia, no lo disfrazaba el artificio. Sir George no pudo menos de conocer que era éste un competidor temible. Sufrieron entonces sus sentimientos un notable cambio. Solicitada y amada por un hombre como el Vizconde, le apareció Clemencia por un prisma seductor; la inquietud que le causó la rivalidad con un hombre como de Brian, cuyo mérito él menos que nadie podía desconocer, fue como un galvanismo que dio una vida ficticia a sus muertos sentimientos. Entonces se obstinó, impulsado por cuanto aún vibraba en él, amor propio, deseo material, capricho y orgullo en no dejarse suplantar a toda costa.

-Es preciso -se decía-, que yo sea un buzo diestro y diligente para sacar y apoderarme de su amor, esa perla que en tan profundo y sosegado elemento duerme, que podría encerrarse en su concha, si enturbio el agua, o dormir profundamente si no la muevo, y aun ser arrebatada por otras manos.




ArribaAbajoCapítulo III

Sir George concurría con otras muchas personas a primera noche en casa de Clemencia, donde permanecía hasta las nueve, hora en que indefectiblemente iba ésta acompañada por don Galo Pando a casa de su tía. Sir George cuidaba siempre de llegar antes que ninguno, lo que le proporcionaba el placer de estar algún tiempo solo con Clemencia, y en verdad que estos ratos tenían para él un imponderable atractivo.

La candidez y alegría de Clemencia, esa hija de la naturaleza, parecía fundir el hielo con que la vida artificial y disipada del mundo había apagado hasta la última centella del fuego sacro en el alma de sir George.

La naturalidad del trato de Clemencia, la sinceridad que respiraba todo su ser, la rectitud con que sin esfuerzo, sin gazmoñería y sin estudio seguía siempre en cuanto hacía y decía la senda recta, le arrastraban a deponer ese modo de ser artificial que se vuelve a veces una segunda naturaleza en las gentes del gran mundo anglo-franco. Había sentido y aprendido el imponderable encanto peculiar al trato español, la confianza, esa hija de la naturalidad y de la sinceridad: así era que al lado de Clemencia, cuando estaban solos, se sentía sir George con delicia, joven, alegre y casi niño; reía con ella con una risa sincera e inocente, desconocida mucho tiempo había a sus labios; era casi sencillo y cariñoso; descendía con placer a los más pequeños detalles de la vida de Clemencia; conocía a su tío, a su padre, a VillaMaría, a sus flores, a sus pájaros.

-¡Oh! -solía decirle-: Sois delicada por naturaleza, culta instintivamente, y poeta espontáneamente: ¿qué hada os hizo al nacer lo que sois?

-No soy hada, sir George -respondía con su incontestable sinceridad Clemencia-; mas puedo decir con el poeta de Oriente: No soy la rosa, pero he vivido a su lado.

Era entonces él amable cual pocos; su conversación, llena de entendimiento y de chistes, arrastraba tras sí, seduciendo sobre todo a las personas de talento e ilustradas; porque, como ha dicho tan bien el ilustre literato Pastor Díaz, el talento subyuga con más fuerza al talento que a la ignorancia. También subyugaba a Clemencia la alta esfera en que se movía su amigo; pero algo triste le quedaba siempre, después que se ausentaba y cesaba el encanto, sin definir la causa: era que su corazón no hallaba en aquel sol brillante, pero frío, el calor que hace brotar la fe y la confianza.

Si alguien entraba, sir George era otro hombre; el que un momento antes atraía con su gracia y amenidad, rechazaba ahora por aquel entono, aquella morgue, como dicen los franceses, tan propia de aquellos que entre la aristocracia inglesa creen que para alzarse no hay mejor medio que el de rebajar a los demás. Rechazaba igualmente por la constante ironía, tan del gusto de la época, que muchos, que tenían entera buena fe, no siempre comprendían, pero que aun sin alcanzar toda su hiel, a nadie dejaba satisfecho. Complacíase en diferenciarse de los demás: así era que demostraba la mayor indiferencia por lo que interesaba o entusiasmaba a todos, y se ocupaba en seguida de puerilidades que a nadie llamaban la atención: por lo cual nunca celebraba la Catedral, ni el Alcázar, ni la Lonja, ni los cuadros de Murillo; pero se entusiasmaba con los bonitos puestos de agua, para chafar el sensato sentir ajeno.

Una noche en la que más que nunca había sido amena y animada la conversación de Clemencia y de sir George vivificada con aquel delicioso sentimiento que ambos abrigaban de agradarse mutuamente; convicción que cual un benéfico genio parece soplar el sobrefuego de nuestro entendimiento para hacerlo brillar en vivas llamaradas, produciendo en los ánimos ese enjouement, como llaman los franceses a un estado de inocente, pura y alegre excitación. En él se mezclaba el amor sin nombrarse, como se oye en un jardín la melodía de una música oculta en la enramada. Sir George le descubría; Clemencia le ignoraba aún.

-Clemencia -dijo sir George con sincero entusiasmo-; entre la niña que encanta y el hada que admira, hay un ser encantador, y es la mujer que se ama. ¿No preferís el serio a los otros seres que alternativamente sois?

-Sir George -contestó Clemencia-, no concibo la felicidad de ser amada, a no ser por un solo hombre.

-¿Qué hombre, Clemencia?

-El que yo amase.

-Sois quizás la única mujer a quien esto sucede.

-¿Esto es decir que soy original? -repuso Clemencia volviendo a su tono festivo-; ved, pues, la verdad de uno de los evangelios chicos de mi Padre: no es la fortuna para quien la busca, sino para quien la encuentra.

-¿Y vos no queréis amar, Clemencia? ¿Habéis quizás hecho un voto que os lo impida?

-No señor; pero el amar o no amar, no consiste en querer o no querer amar.

-Para naturalezas tan dóciles y sumisas a la voluntad como lo es la vuestra, me temo que sí.

-¡Ojalá dijeseis verdad! -repuso suspirando la sincera Clemencia, que recordaba a Pablo.

Cuando sir George, que dio otro sentido a la frase, enajenado iba a contestar, se abrió la puerta y entró el Vizconde.

Sir George, que era siempre frío, irónico, escéptico y poco comunicativo, y que a duras penas y sólo en la intimidad de una mujer hermosa, levantaba su habitual estado de sitio, no necesitaba más que una leve contradicción para volver a armar todas sus baterías: así es que recibió al Vizconde como es de suponer, con un frío glacial; una dulce mirada de súplica con que casi le acarició Clemencia, templó algo su acerba displicencia; pero acudió al silencio para dar a entender que la presencia del Vizconde le era molesta: faltaba en esto sir George a su delicada reserva; pero la indomable índole británica se revestía de su áspera corteza.

El Vizconde notó esta falta de atención y comprendió lo que la motivaba. Si la conversación de sir George era chistosa, incisiva y picante, la del Vizconde era en extremo fina, entretenida, a veces profunda, a veces elevada, siempre instructiva y siempre amena. El Vizconde tocó varios puntos, cautivando por entero la atención de Clemencia, que le oía, con mucho placer. Sir George no alternaba en ella, y como todo ceñudo que se encapota en su silencio, iba siendo olvidado.

-Vaya -pensó con coraje, pues cuando no tenía a quien lanzar un sarcasmo se lo aplicaba a sí mismo-, yo estoy aquí haciendo el ridículo papel que llaman los españoles, rabiar de celos aparte: ¿me iré?

Por suerte entró en este instante don Galo.

-A los pies de usted, Clemencia. -Señor Vizconde, beso a usted la mano-Señor don George, soy su servidor. -Hace un frío del Polo.

-¿Del Polo del Norte o del Polo del Sur? -preguntó sir George, que halló por fin la palabra con una de sus serias y picantes burlas.

-Del Polo del Norte, por supuesto -contestó don Galo.

Sir George soltó una carcajada.

El Vizconde no hizo alto.

-Don Galo -dijo Clemencia-, ahora decíamos que cuáles son las cosas que más pueden agradar al corazón del hombre. Por mí pienso que la sensación del agrado está más en el corazón del hombre que no en las cosas, y creo que el corazón mas bien da el agrado que no lo recibe.

-Es muy cierto, señora -repuso el Vizconde-; y si no observad cuanto agradan a unos cosas sencillas e insignificantes, y como las más perfectas no son a veces capaces de agradar a otros.

-Esto penderá -opinó sir George-, de lo exquisito del gusto.

-No lo creo -repuso el Vizconde-, he visto muy malos gustos descontentadizos, y los he encontrado selectos, que no hallaban como las abejas casi una flor de que no sacasen miel.

-Magnífico instinto que admiro en ellas y en ellos -dijo con su fría sonrisa sir George-. Señora -prosiguió, dirigiéndose a Clemencia-, ¿cuál es entre las cosas de la tierra la que tiene la dicha o privilegio de agradaros más?

-Las flores -contestó sencillamente Clemencia.

-¿Tenéis, pues, gustos botánicos?

-No señor -respondió Clemencia sin alterarse-, no sé clasificar una sola planta; pero las flores son la poesía palpable del mundo material. Desde que el hombre cantó, entretejió con ellas sus cantos; nunca el espíritu de innovación, de oposición y de paradoja, para el que nada hay sagrado, que a todo ha tocado, se ha atrevido a ridiculizar la suave simpatía que inspiran las flores, que en la naturaleza se renuevan siempre frescas y lozanas, como las esperanzas en el corazón del hombre; inseparables de la poesía, son compañeras de los sentimientos que la inspiran: así es que simpatizo con el joven poeta que se ha hecho su cantor y tan bello culto les rinde, sin cuidarse de que otro acerbo como vos le haga la pregunta que me habéis hecho. Pero -prosiguió Clemencia alegremente, dirigiéndose a don Galo-, ¿qué decís vos? ¿qué es lo que más os agrada en este mundo?

-Lo que más me agrada son las bellas -contestó don Galo con su más satisfecha y galante sonrisa.

-No puedo menos de unir mi voto particular al de este caballero -dijo el Vizconde.

-A vos, señor don George, ¿qué os parece? ¿No digo bien? -preguntó don Galo frotándose sus manos despiadadamente enrojecidas por los sabañones que le producía su escribir constante en la fría oficina.

-Por primera y única vez difiero de vuestro sentir, que admiro siempre -contestó sir George-, pues prefiero a las bellas las feas.

-¿Por no tener rivales? -preguntó don Galo con las más ostensibles pretensiones al gracejo-; pues vos no deberíais temerlos.

-¡Oh! no los temo, don Galo; confío -demasiado en el mal gusto de las damas. No es por eso; pero es porque las feas son más amables que las bellas.

-Señor -exclamó escandalizado don Galo-, ¿esto sostenéis en presencia de Clemencia, que es una refutación en persona de lo que decís?

-Las excepciones no hacen regla, señor. Y entre las flores -prosiguió Percy, dirigiéndose a Clemencia- ¿cuál es vuestra predilecta?

-La violeta -respondió Clemencia.

-¡Ya! la que lo fue de Napoleón; éstas son simpatías.

-No es porque lo fuese de Napoleón, es porque lo fue de la persona que más he amado en este mundo.

-¿De Fernando Guevara? -preguntó don Galo con su sencilla buena fe e indefectible desmaña.

-No -contestó Clemencia sonrojándose, porque temió haber faltado a la delicadeza de casada, confesando que había querido a otro más que a su marido-; no gustaba Fernando de flores; eran predilectas las violetas de mi tío el Abad, a quien todo, todo lo debo. Aún no las hay y lo siento; su perfume es un recuerdo vivo, como ellas son una imagen de aquel padre tierno, de aquel sabio modesto.

De allí a un rato se levantó don Galo para irse.

-¡Qué! ¿Os vais? -preguntó admirada Clemencia.

-Aunque me voy me quedo.

-Ciertamente, en mi memoria.

Don Galo se puso tan ancho, que en aquel momento no se hubiese cambiado ni por un Rothschild, ni por un Apolo, ni por un Séneca, ni aun por el jefe de su oficina.

-¡Pobre hombre! -dijo sir George cuando hubo salido.

-¡Qué excelente sujeto! -añadió el Vizconde-. Señora, la amistad que le demostráis, no sólo hace favor a vuestro corazón, sino honor a vuestro delicado tacto.

-¡Ah! -dijo sir George-, yo no había hallado en esa amistad sino la prudencia de una mujer joven y bella.

-Os habéis equivocado -repuso Clemencia-, no elijo mis amigos por ningún género de cálculo; en mi elección sólo obra la simpatía. Tampoco soy bastante presuntuosa o tímida para buscar mi salvaguardia en la insignificancia de las personas de mi intimidad. Siempre juzgáis la sociedad española por la extranjera, sir George, y no acabáis de comprender que la independencia moral de las españolas acata yugos santos, y no sufre andaderas pueriles.

Entró en ese instante Paco Guzmán.

-Clemencia -dijo éste al cabo de un rato-, ¿sabéis que hemos hecho creer a don Galo que doña Eufrasia se casa con don Silvestre, y se lo ha creído, porque ese bendito se cree cuanto se le dice.

-No hay mayor prueba de la sanidad de corazón que la credulidad -repuso Clemencia-; para dejar de dar fe a las malas palabras ajenas, es preciso dar por supuesta la mentira, y hay corazones tan sanos que no la conciben; pero os confieso, Paco, que sería contra mi conciencia engañar aun en broma a una persona de buena fe.

-¿Contra la conciencia, Clemencia? ¡Qué palabra tan magistral en un asunto que lo es tan poco!

-Pues poned en su lugar... delicadeza.

-La conciencia y la delicadeza -opinó el Vizconde-, se asemejan, pues son para el hombre consejeros al obrar, y jueces después. La delicadeza tiene su origen en la sociedad y en la cultura, y la conciencia en la moral: así es la primera versátil y convencional, y la segunda es uniforme e inmutable.

-Decid en lugar de moral religión -exclamó Clemencia-, pues, como decía mi tío, ¿qué es la moral sino la luna que alumbra la noche que carece de sol, recibiendo ella misma su pálido brillo del sol de vida de que es un reflejo? ¿De dónde sino de esa fuente ha sacado la moral sus aspiraciones? ¿Quién hizo de la obediencia la primera virtud? ¿Quién castigó la primera falta?

-Sois una exaltada creyente -dijo sir George.

-¿Acaso lo dudabais? -exclamó asombrada Clemencia.

-No tenía sobre esto un juicio decidido, señora. Por un lado consideraba que sois mujer y española, cosas ambas propias a sentir toda clase de exaltaciones y admitir todo género de supersticiones; por otro lado, como sois tan ilustrada...

Clemencia hizo un indicado gesto de indignación y de impaciencia.

-Pero, señora -se apresuró a añadir sir George-, yo respeto todas las opiniones, todas las creencias, todas las convicciones.

-Poco os agradezco, pues, que respetéis las mías -repuso Clemencia con animación-, y no puedo devolveros igual obsequio, pues en punto a las religiosas condeno las que no son las mías, porque sobre cuanto toca a las cosas de los hombres, es éste libre de su juicio y dueño de su fe; en cuanto a las de Dios, la disidencia es la rebeldía.

-Respeto también vuestro fallo condenatorio -repuso sir George impasible, con aquel orgullo, aquella soberbia y aquel desprecio del impío que se trasluce al través del simulacro de decoro y compostura que tan mal los encubren.

-Más aprecio demuestra mi condena que vuestro respetó, sir George -dijo dolorosamente herida Clemencia.

-¿Cómo es eso, señora?

-Porque dais el santo nombre de respeto a la indiferencia y quizás al desdén, y éstos son nacidos de falta de fe y de la inepta duda.

-¿Por qué llamáis -repuso sir George sin alterarse-, a la duda inepta? Un autor muy favorito vuestro, León Gozlan, ha dicho que la duda es la más bella mitad de la convicción.

-Cuando es vencida, pero no cuando reina. Además, mis amigos y favoritos -añadió Clemencia con viveza-, pueden decir alguna vez grandes nonsens, sin por eso dejar de serlo.

Al oír a Clemencia pronunciar esa palabra inglesa que significa disparate, y que él mismo la había enseñado; al sentir traslucirse en esa frase la bondad angelical de Clemencia, al través de su marcada incomodidad, sir George se sonrió con una infinita dulzura y delicadeza, con que a veces sabía hacerlo.

-Leed más bien sobre estos puntos -prosiguió Clemencia-, a otro autor moderno francés, Octavio Feuillet, autor lleno de fe, y de fe genuina y caliente como por suerte nunca les ha faltado a los franceses. Él os dirá: La duda es fácil y débil, es la impotencia y la puerilidad. Y en otro lugar: Todo es más racional que la duda.

-¿Habéis leído la novela que publica el Diario de?... -preguntó Paco Guzmán para cortar una conversación que veía que agitaba a Clemencia, y en la que él por indiferentismo, y el Vizconde por consideración, no habían tomado parte.

-No me gusta -respondió Clemencia-, porque su objeto, sin mala intención por parte del autor, pero por falta de buena, no es moral; y este fin u objeto que debe estar aún más en el espíritu que en las palabras, es a mi ver el que debe tener toda novela, según lo practican los ingleses generalmente.

-Pero -exclamó Paco Guzmán-, vale mucho, tiene un magnífico estilo.

-No digo que no, Paco; pero el hábito no hace el monje.

-¡Pues qué!, ¿llamáis al estilo un hábito, señora? ¿El estilo, que es uno de los primeros dotes de un autor?

-Antes de todo precisemos qué es lo que llamáis estilo, pues creo esa palabra, si no ambigua, al menos de un sentido tan lato o arbitrario, que cada cual la entiende a su modo. ¿Es la manera peculiar de expresarse del autor, o es el modo correcto y gramatical de manejar el idioma?

-Señora, creo que el estilo lo forman en iguales partes la dialéctica, la sintaxis y la lógica.

-No lo define así el grave y clásico Diccionario, cuando dice que es el modo y forma de hablar de cada uno -repuso Clemencia- No lo define así tampoco un crítico de gran entendimiento y de gran práctica literaria que, bajo el seudónimo de lector de las Batuecas, ha escrito en el Heraldo, cuando dice: «Creemos que en materia de estilo, lo esencial para un escritor es tener uno suyo propio, espontáneo, que no se confunda con ningún otro, que viva por sí». Yo os daré algunas obras, Paco, en cuyo estilo están perfectamente observadas las reglas de la dialéctica, de la sintaxis y de la lógica, y apostemos un ramo de flores contra una libra de dulces a que no concluís su lectura. ¿Qué pensáis vos, Vizconde?

-Pienso como vos, señora, que no es sólo en España donde cada cual da un sentido que varía a esta voz. Sin cansaros con muchas citas, referiré algunas para probar este aserto. El gran Buffon dice: El estilo es el hombre, y creo es de las cosas más poéticas y espirituales que se han dicho. (Y no entendáis que quiero decir con esto spirituel, palabra que he visto traducida de esa suerte, siendo así lo que entre nosotros se llama esprit, es una cosa que vosotros con vuestro brillante caudal de voces y como muy prácticos en la materia, subdividís en las categorías de agudeza, gracia, chiste, chispa, talento e ingenio, que todas forman parte o son nacidas del entendimiento, que es en francés esprit). Decía, pues, que al decir Buffon el estilo es el hombre, en lugar de materializarlo en un objeto confeccionado por el arte y las reglas, lo hace una inspiración, y tan peculiar al hombre como la bella voz que sale de la garganta del ruiseñor. Un excelente crítico moderno lo define, «regla del buen busto en el arte de expresarse». El eminente Balzac dice claramente que el estilo no está en las palabras sino en las ideas, y creo que este gran escritor (que crecerá a medida que pase el tiempo como todo profundo y elevado árbol) era juez en la materia. Lamartine dice que la mujer no tiene estilo, y que esta es la razón por lo que todo lo expresa tan bien: de lo que se puede inferir que si bien el estilo es cosa que se aprende y sujeta a reglas, no es necesario para decir bien; al contrario, expresaría mejor una idea la persona a quien no sujetase esta regla. Por lo que a mí toca, entiendo que el estilo es a la expresión, lo que es la poesía al pensamiento. Creo ambos hijos de la inspiración, y así como, según dice el afamado Bullwer, hay poetas que nunca han soñado en el Parnaso, creo que hay estilos que nunca se han modelado en la academia. El mismo Voltaire, ese famoso aristarco, ha dicho que el estilo de Mme. de Sevigné es la mejor crítica de estilos estudiados.

-Decís bien Vizconde, y definís la idea que en vivía muda. La versificación es el arte, la poesía la inspiración; y así como por más que digan nuestros grandes jueces, hay según dice Bullwer, poetas que nunca han soñado con el Parnaso, y hay eminentes versificadores que nos admiran, sin ser por eso poetas, así también hay admirables lingüistas con mal o pesado estilo, y estilos que encantan por su gracia, su elegancia, su originalidad y chiste, sin tener la ventaja del perfecto lenguaje.

-¿Habéis visto el nuevo drama, Clemencia? -dijo Paco.

-No lo he visto, pero lo he leído -contestó ésta.

-¿Y qué os parece, os gusta?

-Me gusta y no me llena.

-Es disparatado -opinó sir George.

-Ya, como que no es clásico. El señor don George, Clemencia, es un clásico intolerante, como vos una creyente ídem: para el señor no hay perfección en literatura, sino en lo clásico, como para vos no hay perfección en la fe sino en la del carbonero.

-Venero las tragedias clásicas como la más perfecta muestra del arte imitado del griego, ¿no opináis así, señora? -dijo sir George.

-No me simpatiza ese teatro -contestó Clemencia-: esas palabras religiosas sin fe, esa pasión tosca sin corazón, ese heroísmo sin afectos, esas palabras tan compasadas en asuntos que lo son muy poco, me hacen mal efecto y se me figuran Aspasias y Safos vestidas de vírgenes cristianas. Son a mi entender afectadas; y todo lo que pierde la naturalidad, pierde la senda del corazón. Esta es mi débil opinión de mujer, que se forma por impresiones más que por exámenes artísticos; mi sentir que suena como el arpa eólica, a la ventura del aire que la penetra.

-¿Os gusta nuestra literatura, señor Vizconde? -añadió Clemencia.

-La antigua, con extremo; la moderna, casi toda mucho, siempre que no es una imitación de la nuestra.

-Eso pasa por señal de buen tono -dijo Clemencia con ironía.

-Señora -contestó el Vizconde-, así como se ha dicho que el mejor de los cálculos es ser hombre de bien, se puede decir que el mejor tono en España es ser español, y con tanta más razón cuanto que sería difícil hallar una nacionalidad más genuinamente fina y elegante que la española. No hay cosa peor que seguir; el que sigue se queda atrás; se imita un camino de hierro, el vestir, aun bien que mal una forma de gobierno; pero no se imita una nacionalidad. Lamartine llama a la imitación el Mefistófeles del genio naciente y abortado.

Abrióse la puerta y apareció don Galo resplandeciente de satisfacción con un enorme ramo de violetas en la mano, el que puesto en la tercera posición, doblado el cuerpo y redondeado el codo, presentó a Clemencia.

-Don Galo -exclamó sir George-, esto pertenece a los bellos tiempos de la galantería que hacía milagros. ¿De dónde han salido esas violetas, que yo hubiese pagado a peso de oro?

-Pues a mí sólo me han costado correr hasta Rascaviejas, en donde se halla un jardín en que sabía que las había tempranas.

-Por las cuales os habrá rascado bien el bolsillo una vieja en Rasca-ídem -dijo Paco Guzmán al oído a don Galo.

-¡Qué!, no por cierto -contestó éste, aunque las había pagado bien caras.

-Confieso que os envidio, señor de Pando -dijo el Vizconde.

-Es una galantería clásica, una galantería modelo -añadió sir George.

-Yo no llamo a esto una galantería -opinó Clemencia-; lo llamo una delicada prueba de amistad, y como tal la agradezco. ¡Ir en una noche como ésta hasta aquel barrio extraviado! Así es que estáis sin aliento.

-Es que he vuelto de prisa para llevaros a casa de la Marquesa; son ya las nueve y media; Paco se va ya.

Efectivamente, éste se despedía.

Sir George y el Vizconde no se movieron.

Hubo un rato de silencio, al cabo del cual dijo Clemencia a don Galo:

-Amigo mío, no saldré esta noche.

-¿No? ¿Y por qué? ¿Estáis indispuesta? -preguntó éste.

-No es por eso; pero está mala la noche: oíd como gime el viento en el cañón de la chimenea.

El Vizconde se levantó y se despidió saludando sin hablar una palabra.

Don Galo se había levantado y pegado el rostro a los cristales, interceptando la luz del reverbero que le deslumbraba con ambas manos, y observaba la noche.

-¿Con que no queréis que os acompañe, Clemencia? -preguntó sir George, volviendo a tomar su tono natural, ameno y cariñoso.

-No señor, preciso es decirlo, pues no os basta como al Vizconde que lo demuestre.

-Gracias, señora -dijo fríamente sir George.

-Esto no merece ni agradecerse ni sentirse: los miramientos dirigen las acciones de una mujer, así como las simpatías sus sentimientos.

-Pues ¿no decíais ahora poco que la independencia moral de las españolas no sufría andaderas?

-Sí, señor; pero el tacto de una mujer consiste en graduar lo que son trabas y lo que son santos yugos.

-Clemencia -dijo don Galo-, la noche está hermosa, todas las estrellas están en el cielo menos dos.

Don Galo ostentó su más galante sonrisa.

-Si en lugar de madrileño fueseis andaluz, habríais hablado de soles -dijo sir George con su seria burla.

-¡Cómo se nos va españolizando este hijo de la noble Inglaterra, nuestra buena aliada! -observó con satisfacción don Galo-: no me inglesaría yo tan pronto en Londres, no.

-Esto me hace recordar -repuso con su impasible ironía sir George-, el que en una ocasión un príncipe y un criado cambiaron sus papeles: el criado no fue reconocido al hacerse príncipe; pero éste lo fue al hacerse criado, lo que prueba que es más fácil subir que bajar.

-¡Luego dirán que los ingleses no son finos y corteses! -exclamó admirado don Galo, lejos de notar la ironía-. Lo que decís es un cumplido tan fino, que ni el Vizconde se hubiese explicado con más delicadeza. Clemencia, si no venís, me retiro, aunque me pesa de veras dejar tan buena compañía; pero la lotería estará impaciente con mi tardanza.

-Mil veces os he dicho, sir George -dijo Clemencia cuando estuvieron solos-, que gastáis en balde vuestra refinada ironía: por desgracia yo soy la sola a quien llegan y hieren sus tiros. Buenas noches, sir George.

-¿Señora, me echáis?

-A esta hora salgo o cierro la puerta de mi casa.

-¿No queréis hablar conmigo un momento siquiera, libre de las trabas de esos importunos, que me hacen estar en vuestra presencia frío como un extraño, cuando sólo quisiera estar a vuestros pies como el más apasionado amante? ¿Me aborrecéis, pues, Clemencia?

Al ver aquel hombre tan bello, tan superior, tan distinguido y tan altivo a sus pies, sintió Clemencia que lo amaba con entusiasmo; pero se retrajo como el que bajando una suave cuesta sembrada de césped, se para a ver, antes de seguir su impulso, a donde le conduce; o como el joyero que al ofrecerle una alhaja que le deslumbra, se detiene antes de pagarla para averiguar si es falsa o no.

-Sir George -contestó trémula-, aunque sintiese un profundo amor, nunca éste me llevaría a hacer una cosa que pudiese ser notada o mal vista.

-Eso es una cobardía, señora -exclamó a la vez irritado y desalentado sir George.

-Calificadlo como gustéis.

-No me gustan las mujeres cobardes, señora.

-¿Qué os parecería, sir George, si yo os dijese que no me gustan los hombres valientes?

-Que os burlabais de mí.

-Pues puedo creer que eso mismo estáis haciendo conmigo.

-No es exacta la comparación.

-Son idénticos en su resultado, sir George, la espada que defiende y el broquel que resguarda.

-¡Qué dolor, Clemencia -exclamó éste-, que con vuestra superioridad y talento conservéis preocupaciones de convento!

-No me pesan.

-¿Debo pues partir?

-Sí, si no queréis mortificarme y obligarme a suspender el placer que tengo en recibiros a mis horas señaladas.

Sir George salió sumamente mortificado, culpando la pusilanimidad de Clemencia, indigna de una mujer de carácter; pero más, no diremos apasionado, sino más engreído que nunca.

-Tiene -se decía-, unos principios de virtud sencilla y sin ostentación, pero fijos como el imán; nunca se dejará arrastrar por su corazón, ni atenderá al hombre en quien no mire su marido: vos lo sabéis, Vizconde, y estáis en acecho, pues me creéis incansable; aguardáis mi derrota o mi desistimiento; pero ignoráis que me ama, y que soy tan buen apreciador de joyas como vos. Señor Vizconde, el que ha de desistir sois vos.




ArribaAbajoCapítulo IV

Alegría, aunque no necesitaba pretextos para salir de su casa y abandonar el cuidado de su madre a su hermana, y el de sus hijos a las amas, cuando alguno se le presentaba lo acogía presurosa: así un leve resfriado que había tenido Clemencia, fue el que le sirvió para ir a casa de ésta una prima noche.

Pertenecía Alegría a la clase de mujeres desalmadas que se confiesan a sí mismas coquetas, en vista de que el espíritu de imitación francés no sólo ha adoptado la palabra, sino también el vano y frívolo espíritu que la erige casi en una elegante gracia social.

Pero pertenecía también, sin ella confesarlo, a la más perversa variedad de la especie, esto es, a aquella que como medio más eficaz y enérgico de atraer a los hombres, no les demuestran sólo el deseo de agradarles, sino que por más seguridad, tomando la iniciativa, les demuestran que ellos les agradan a ellas. A esta seducción resisten fácilmente los hombres delicados y de mérito, para los que una mujer que baja de su elevado trono se desprestigia completamente; pero en hombres vulgares, en hombres vanos y sin mundo, que tienen la buena fe o necedad de creer que ese amor puesto en feria lo es únicamente a su intención y nacido de un irresistible y apasionado impulso hacia ellos; hombres noveles que no conocen aún que a la mujer que pierde lo morigerado y el orgullo propio de su sexo, pocas virtudes le pueden quedar, aunque las afecte; hombres poco expertos que no conocen que los papeles están trocados, y que la que busca, es porque no es buscada; para éstos, son tales mujeres temibles, por poco que valgan; pues fingen todos los caracteres, todos los gustos y hasta todas las virtudes, haciendo cometer al hombre que cogen en sus perversas redes, toda clase de maldades, dándoles un interesante colorido. Y las leyes humanas son tan cortas de vista y toman tan poco en cuenta la parte moral de los delitos, que castigan al infeliz que robó un triste pedazo de pan para comer, y no han pensado en castigar a la infame que introduce un puñal de dos filos en el corazón ajeno, y destruye la honra, la felicidad y la paz de una familia.

A esto se podrá decir con esas rutineras máximas morales que se confeccionan teóricamente, que estas malvadas llevan en su pecado la penitencia, porque los hombres atraídos se cansan pronto y se hastían de un amor impuesto, así como porque los hombres que salen de su deber no tardan en volver a él, detestando la culpa y la que a ella los arrastró; siendo la reacción tanto más fuerte y enérgica, cuanto más vale el hombre: no es cierto que sea esto para las tales mujeres la penitencia de su pecado, porque no tienen la suficiente delicadeza para conocerlo, ni aun tiempo para hallar un vacío, puesto que cuidan con anticipación de buscar un reemplazo que tenga todo el atractivo y la ventaja de la novedad.

Alegría, como las mujeres de su especie, sentía hacia los hombres, en ludibrio de su sexo, la propensión que es propia de éstos hacia las mujeres, aumentada por la necia vanidad de verse rodeada de enamorados o aspirantes, y el perverso anhelo de triunfar de otras mujeres, sobre todo si éstas valían más que ella. De esto resultaba que cuando no bastaba para lograr sus fines el hacerse seductora, se hacía provocativa, sin que le arredrase respeto divino ni humano.

Era en tanto extremo lo que la absorbían estas innobles pasiones, a que se entregaba sin reparo, que no conocía freno, ni se cuidaba de la profunda repulsa que causaba a las mujeres honradas, y del menosprecio que inspiraba a los hombres que lo ocultaban en frases corteses y ligeras, tanto a causa de la falta de severidad de nuestra sociedad, como por consideración a su marido, hombre que por su posición, y mucho más por su noble carácter, era respetado hasta con entusiasmo por cuantos le conocían.

Entre los hombres de mérito que se hallaban reunidos en casa de Clemencia cuando entró Alegría, es de presumir que al que dirigiese sus tiros fuese a sir George, que ya conocía, y que sospechaba ser el que Clemencia distinguía.

Apenas entró, cuando rehusando el asiento de preferencia que le brindaba Clemencia, buscó como el matador en la arena, el lugar más propicio, y se colocó en frente de sir George, mirándolo al principio con reserva, pero procurando que él lo notase; y viendo que o no lo notaba, o fingía no notarlo, acabó por clavar la vista en él con descaro.

Es el caso de hacer notar la perversidad de ese juego de ojos que tiene la suerte de gozar de impunidad, hasta en la opinión que no suele hacer la vista larga a lo criticable; juego de ojos que con tanta falta de delicadeza, de recato y hasta de conciencia se permiten en público algunos hombres y algunas mujeres, aun sin conocerse, con el mismo cinismo y tranquilidad con que un desalmado se permite una maldad que no deja pruebas.

Esas infames miradas, hijas de la vanidad y del temperamento (puesto que no lo son de amor en los que no se aman), que dicen sin comprometerse, me agradáis; esa unión de pensamientos, esa expresión de deseos, ese contacto espiritual, digámoslo así, es entre personas que no se conocen, una desfachatez, un escándalo, y entre las ligadas a otras, una infamia; es sembrar una planta venenosa y exponerse a que crezca; y es una culpa tanto más traidora cuanto que se puede negar con toda seguridad. La maldad que consigo lleva su peligro, tiene al menos el valor de arrostrarlo; pero la que en la mano lleva su impunidad, es cobarde e insolente a la vez, y mata a un corazón diciéndole fríamente al verlo sufrir: Te suicidas.

Varias y mañosas disculpas había dado Alegría a su marido cuando le había reconvenido con dolor de corazón sobre estos y otros desmanes. Se había exaltado unas veces, probándole en tono declamatorio que era él un celoso, ciego e injusto, y ella una vestal; y otras, atrayéndolo y engañándolo con algunas monadas y algunas pruebas de ese amor universal que tienen tales mujeres.

Largo tiempo había engañado al Marqués, a pesar de ser un hombre de tanto valer, pues ser engañado no es una prueba de tontería sino de buena fe, como lo prueba el que más fácilmente se engaña a un discreto que a un necio. No obstante, Alegría, abusando de la confianza, esa noble calidad de su marido, había desde su venida a Sevilla hecho tales exterioridades con su antiguo amante Paco Guzmán, que las sospechas del Marqués habían tomado cuerpo, y su honor se había alarmado.

Sir George era hombre que calzaba muchos puntos para que una coquetería tan vulgar y descocada lo pudiese seducir. Es probable que en otras circunstancias no habría sido tan desdeñoso un hombre corrompido, como lo era sir George, pues la mujer que busca al hombre tiene la fácil tarea de aprisionar al vencido; pero Sir George tenía demasiada delicadeza en su imaginación para dejarla impresionar ante un ser que la llenaba toda, por otro ser que no alcanzaba a ocuparla, y que aun en circunstancias normales no habría sido para él sino un ligero pasatiempo. Tampoco era bastante novel para pensar en el mezquino medio de estimular por celos el naciente amor de una mujer como Clemencia; muy al contrario, conocía muy bien cuánto perdería a sus ojos si llegase a comprender que acogía las provocaciones de una coqueta de la especie de Alegría.

La inalterable indiferencia de sir George picó a ésta, que pasó a otra clase de agasajos más directos. No hubo pregunta que no le hiciese, afectando no contestar ni hacer atención a los demás que le hablaban o se ocupaban de ella, para atender y ocuparse única y exclusivamente de él. Le instó a ir a Madrid, poniendo a Sevilla y a su sociedad en ridículo con lo más picante de la burla y lo más agrio de la sátira, armas tan bien manejadas por ella; pero todos sus artificios se estrellaron contra un frío glacial, que sólo se halla en los polos y en el continente de un inglés que lo quiere ostentar. Sir George, sin faltar a la más estricta finura, propia de los hombres de la sociedad a que él pertenecía, vengó tan cumplidamente a Clemencia de las perversas y traidoras intenciones de su prima, que ésta, en quien siempre predominaba la bondad, se sintió impulsada a desear que estuviese el hombre que ya amaba con vehemencia, menos seco y rechazador con su prima.

Clemencia nunca había sentido celos, y tampoco nunca había comprendido que hubiese mujeres que provocasen a los hombres, y menos que esto lo hiciese una mujer casada.

Estas tristes cosas que por vez primera vio y sintió, cubrieron su hermoso y franco rostro como con un velo de tristeza, pues era muy sincera para ensayar el disimular su malestar, con una alegría y animación ficticias.

Lo que motivaba esta suave tristeza, por no estar en antecedentes secretos, nadie lo comprendió sino el Vizconde, a quien partió el corazón, y sir George, que se dijo:

-Mucho debo a la loquita marquesa de Valdemar.

-¿Estáis triste o preocupada, contra -vuestra costumbre, Clemencia? -dijo don Galo lleno de amable interés y de intempestiva desmaña.

-No estoy triste, don Galo, pues gracias a Dios no tengo motivo para estarlo -respondió Clemencia.

-¿Con que, -dijo Alegría a sir George-, con que decididamente no vendréis a Madrid?

-No señora.

-Si vinieseis yo sería vuestro cicerone, y os proporcionaría ver cuantas bellezas y riquezas tiene la corte, que son de un mérito tal, que se lo envidian vuestra soberbia Londres y el brillante París.

-Señora, ha mucho tiempo que está extinguido en mí todo género de curiosidad. Clemencia -prosiguió dirigiéndose a ésta-, ¿nunca habéis estado en Madrid?

-No señor, -contestó ésta.

-¡Oh! -exclamó entusiasmado don Galo, que, como sabemos, era madrileño-, es preciso que Clemencita vea a Madrid.

-Sí, sí, don Galo, es preciso hacer que vaya -dijo sir George-, pediréis licencia y acompañaremos a la señora en este viaje.

-Me place -exclamó Alegría riendo y fingiendo lo mejor del mundo benignidad y buena fe-: ¿con qué rehusáis lo que os brindo, y le ofrecéis eso mismo a mi prima?

-Marquesa, lo he hecho, porque siendo sola la señora, podrían quizá serle útiles mis servicios.

-¿Clemencia, estáis triste o preocupada? -dijo por tercera vez don Galo con inquietud-: ¿os duele la cabeza?

-No señor -contestó Clemencia sonriendo-, si hablo menos que otras noches, es porque escucho más; no hay otra causa.

Sir George, primero que ninguno, y mucho antes que lo tenía de costumbre, se retiró por conocer cuán penosa era la situación de Clemencia; pues el hombre refinado en cosas de mundo y de delicadeza, aun cuando no ame con pasión, sabe con fino tacto hacer cuanto es grato y lisonjea a la mujer que pretende agradar; puesto que la delicadeza, aun la adquirida en la esfera aristocrática del trato, tiene sutilezas tan exquisitas y tan dulces, que pueden equivocarse con las emanaciones del corazón, como un bien pulido cristal con un brillante.

Clemencia sintió al ausentarse sir George un profundo sentimiento de bienestar y de gratitud hacia él, así como lo había previsto éste al irse.

Apenas se fueron las personas que acompañaban a Clemencia y ésta se halló sola, cuando vio entrar a sir George.

Clemencia lanzó un grito sofocado de sorpresa.

-¡Oh! ¡no me riñáis! -exclamó éste, arrodillándose a sus pies-; perdonad, perdonad. No he salido de vuestra casa; aburrido, fastidiado de esa mujer, que cual una pesada nube ante el sol se interponía entre vos y yo, me alejé, entré en la galería que precede a los estrados, y allí, pensando en vos, Clemencia, solo y sin importunos, he aguardado este momento para desearos una noche tranquila sin testigos. Nadie me ha visto, no temáis.

-Es -repuso Clemencia agitada-, que no se trata de si os han visto o no os han visto, sino de lo que habéis hecho: os habéis escondido...

-¡Oh! ¡no, Clemencia, no! No deis mal nombre a una acción sencilla, pues lo que he hecho es sólo alejarme de la sombra que se interponía entre vos y yo.

-Sin mi consentimiento...

-¿Queríais que os lo hubiese pedido?

-Sir George -dijo Clemencia con lágrimas en los ojos-, abusáis de mi aislamiento; no hubieseis hecho eso si yo tuviese padre o hermano.

-Clemencia, vuestro rigorismo excesivo os hace dar a las cosas un colorido que no tienen, y vuestra frialdad os hace juzgarlo todo con la severidad de un juez centenario. Sois libre, Clemencia, yo lo soy, os amo: ¿quién, pues, puede impedirnos, ni qué deber de moral nos puede retraer, a mí de decir que os amo, y a vos de escucharlo?

Clemencia aspiró cual si fuese a hacer una exclamación; pero se detuvo y calló.

-¿Me aborrecéis, pues, Clemencia?

Clemencia no contestó y bajó los ojos.

-Si no me aborrecéis, ¿a qué pues hacerme infeliz con esa impasible frialdad? ¿Qué os puede impedir amarme, si a ello os inclina vuestro corazón por simpatía o por lástima? ¿Amáis por ventura a otro, y es esa la causa de que seáis tan inexorable?

-¡Ay! no, no, no -exclamó Clemencia a pesar suyo-; a nadie amo.

-Pues, entonces, decidme al menos, ¿por qué me rechazáis?

Clemencia calló un instante, y dijo luego con voz tan queda que apenas se oía:

-Bien veis que no os rechazo.

-Pues decid que me amáis -exclamó enajenado sir George.

Clemencia, tan conmovida que no acertaba a hablar palabras para expresar su sentir, movió su cabeza en señal de negativa.

-¿Por qué no, Clemencia? -pregunto sir George con voz dulce y tono suplicante.

-Porque -contestó ésta-, no puedo pronunciar tan a la ligera una palabra que decidirá del destino de mi vida.

Sir George disimuló a la perfección un movimiento de despecho, y dijo en tono suave:

-Agradeceré menos lo que deba a la reflexión que lo que deba al impulso del momento, Clemencia.

-Decidme, sir George- dijo ésta al cabo de un momento de silencio-, ¿qué os lleva a amarme?

-Vuestra sin par belleza.

Sir George no daba esta respuesta aturdidamente; la creía de buena fe la más lisonjera a la mujer.

En el semblante de Clemencia se extendió una profunda expresión de melancolía al preguntar de nuevo con suave y triste acento:

-¿Y no me amáis por nada más, sir George?

-¡Oh! sí -contestó éste-, os amo además por que nunca hallé unidos como lo están en vos, la delicadeza en el sentir y la gracia en el pensar.

¡Cuánto lisonjean las palabras del hombre que ama el corazón de la mujer, aunque no llene sus exigencias! ¡Cómo rechaza la voz que de su íntimo ser le grita: No es eso!

La inocente razón de Clemencia no hallaba causa para desconfiar del amor de sir George, y no obstante, su instintivo sentir no estaba satisfecho. En este tira y afloja en que se agitaba su alma, no hallaba ni motivo que justificase un desvío que hubiese sido para ella un sacrificio; pero tampoco hallaba concordancia que le inspirase confianza y arrastrase su asentimiento.

-¿Puedo al menos esperar? -dijo sir George con tono triste y desanimado.

Clemencia se sentía en aquel instante tan feliz y tan conmovida, que una sonrisa tan dulce como alegre, embelleció su rostro al contestar con su gracia benévola:

-¿No podéis esperar sin autorización? La esperanza es un deseo consistente que como tal no ha menester de estímulo; mas ahora -añadió con gravedad, poniéndose en pie-, ahora partid, sir George, si no queréis que vuestras exigencias hagan mal tercio a vuestras esperanzas.

Sir George, satisfecho de las ventajas adquiridas, no quiso exponerse a perderlas chocando con la delicadeza de Clemencia, y obedeció.

Mientras más trataba Clemencia a sir George, y mientras más reflexionaba, más crecían los sentimientos encontrados que le inspiraba; y entretanto que su amor ascendía a pasión, sus recelosas zozobras llegaban a dolorosa angustia.

¿Quién decía a aquella mujer niña, que nada sabía de pasiones ni concebía fingimientos, en un país en que el invadiente extranjerismo no ha podido aún pervertir la franca nobleza del carácter nacional, ni introducir el horroroso arte de fingir, que las lágrimas que veía verter al hombre que amaba, no eran lágrimas de corazón? ¿Quién, que todas aquellas demostraciones y extremos no eran hijos de una verdadera pasión? ¿Quién que aquellas palabras tan ardientes no eran sentidas? La gran sinceridad de su alma, pues en punto a sentimientos, nada es más difícil de engañar que la sinceridad, puesto que desde luego echa de menos su reflejo.




ArribaAbajoCapítulo V

No llevaba Alegría al salir de casa de Clemencia tan ofendido su amor propio y tan picada su vanidad como se podría pensar de una persona de su índole y pasiones. Esta clase de mujeres tienen sobre las que carecen de lauros y apasionados, la desventaja de sufrir a veces lo que no tienen las otras, gran cosecha de desengaños, cuando no de desdenes o de ridículos.

Paco Guzmán, con quien estaba en relaciones de amor, había entrado en casa de Clemencia antes de haberse despedido sir George, había notado el juego de Alegría, se había encelado, y esto había sido para ella un goce que compensaba su fiasco en la emprendida conquista.

Salió acompañada por él, a pesar que sabía que aun antes de casarse, el Marqués había tenido celos de éste su apasionado.

Apenas se hallaron en la calle, cuando prorrumpió Paco Guzmán en amargas quejas y recriminaciones.

Alegría se echó a reír, lo que exasperó más a Paco.

-No has mudado, no -exclamó irritado-. Si tu placer ha sido siempre reír del mal que causas.

-Río -repuso Alegría-, de la idea de que pudiese semejante varal con su cara de pero de Ronda gustarme a mí.

-No has hecho sino dirigirle la palabra.

-Porque me divierte en extremo oírle pronunciar el español; no me he reído en sus barbas por la negra honrilla de dama atenta.

-Pero le has invitado a ir a Madrid.

-Por hacer rabiar a Clemencia, a la que no creo le parezca el tarasco costal de paja. Además, Paco -añadió Alegría con descarado cinismo-, ya sabes que soy coqueta: me gusta, sí, me gusta mucho que todos me miren y se enamoren de mí; me gusta que rabien las demás; ¿qué te importa, -añadió con zalamería-, si sabes que tú eres el hombre que llena mi corazón, mi capricho, mi gusto y mi vanidad, al que sólo he querido siempre, quiero y querré? Nada borra un primer amor, Paco mío; mi madre me casó con el alma de Dios de mi marido sin consultarme; cuando le hablé de ti, quiso enviarme al campo como a Constancia; me amedrantó; el escándalo me asombró; soy dócil, cedí; pero ceder no era arrancar de mi pecho mi primero, mi solo amor.

Todo lo antedicho, era, como colegirá el lector, falso y mentido.

Alegría se llevó el pañuelo a los ojos.

-Si vieras -añadió con voz de llanto-, ¡qué de sinsabores me ha costado el haber ido a tu cita la otra noche, y de qué mentiras he tenido que valerme para disculpar mi larga ausencia! Tú nada de eso tienes que sufrir; por eso siempre te dije que yo te quería más que tú a mí, pues de ello te doy más pruebas.

Los amantes iban tan ensimismados y embebidos en lo que hablaban, que no vieron a un hombre embozado, que parado había estado frente al zaguán de Clemencia, y los venía siguiendo.

Cuando entraron en casa de la Marquesa, estaban completamente reconciliados. Alegría afectaba aún un airecito melancólico como el de la inocente víctima de una injusticia y de una triste suerte.

Paco Guzmán estaba más alegre, más petulante que nunca.

Aquella noche la Marquesa no se había recogido aún, y estaba sentada en un sillón; a su lado estaba tranquila e impasible como siempre, su hija Constancia.

Alegría entró primero, pretextó dolor de cabeza y se sentó al brasero. En seguida de ella entró doña Eufrasia; poco después Paco Guzmán.

Al verlo doña Eufrasia, que le conservaba toda su ojeriza, dijo a Constancia a media voz:

-¡Vaya un disimulo! Con tu hermana venía, que yo los vi.

-Nada de extraño tendría -contestó ésta.

-¿Con qué nada de extraño tendría? -repuso la severa dragona-: vamos, hija mía, parece que tienes confesor de manga ancha. Sabes que su marido no quiere que se acompañé con él; y la mujer que no hace lo que quiere su marido, cate usted ahí un divursio.

-Cambio de ministerio -dijo Paco Guzmán después de saludar y de informarse del estado de la Marquesa.

-¡Qué me importa! -contestó la pobre señora suspirando.

-Salir de sillas y entrar en Caribes -exclamó doña Eufrasia, que quería decir Scila y Caribdis.

-¿Qué le han hecho a usted los ministerios que los pone de caribes? -preguntó Paco Guzmán.

-¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! el día del juicio lo verán, ¡pícaros! ¡ladros! ¿Y vos los defendéis? Será por espíritu de contraposición.

-Los defiendo a capa y espada; se ha hecho en extremo ganso y vulgar criticar a los gobiernos. Nadie de buen tono lo hace; pero vos, señora, ¿por qué armáis contra ellos vuestras formidables baterías, de que habla Napoleón en sus memorias? ¿Qué os han hecho los Ministros, esos pobres Atlantes?

Doña Eufrasia levantó al cielo sus redondos ojos sin contestar.

-Que no le pagan, claro está -dijo con impaciencia la Marquesa.

-¡Ah! ¡ya! ¿la viudedad? -exclamó Paco Guzmán-. ¡Ay! ¡las viudas! ¡qué plaga! ¡En el mundo hay un país con más viudas que España!; son innumerables, son inmortales, son dobles, pululan, se multiplican, cada militar deja un ciento, cada empleado una docena. No hay presupuesto que alcance a pagar las viudedades; son el pozo Airon de las rentas del estado; me desespero en pensar que las contribuciones tan crecidas que pagamos, en lugar de ser para hacer carreteras, son para tanta viuda a cual más inútil, que viven de nuestra sangre como sanguijuelas monstruos. Debería haber un sabio y económico Herodes que dispusiese un degüello de inocentes viudas.

Fue tal el asombro e indignación de doña Eufrasia al oír esto, que por primera vez en su vida, depuso el aire marcial e indomable para tomar el de víctima, y exclamó con énfasis:

-Hasta aquí el huérfano y la viuda, si bien no habían sido pagados, habían sido tratados con gran consideración y lástima; pero en el día hasta eso se pierde. Señor, ya nada va a detener tus iras, y el fuego del cielo caerá sobre España como sobre Coloma.

-Señora -prosiguió Paco Guzmán-, cuando sea diputado propondré, para remediar la plaga de viudas que nos aflige, el establecer aquí la sabia costumbre que existe en el Malabar.

-¿Y cuál es esa costumbre? -preguntó doña Eufrasia, a la que interesaba en extremo todo proyecto concerniente a este asunto.

-Señora, en aquel sabio país, cuando se muere un hombre que tiene esposa...

-Bien, ¿qué?

-A esta interesante viuda...

-Bien, ¿a esa interesante viuda?...

-No vayáis a pensar que se le busca otro marido, eso no.

-¿Pues qué se hace?

-Se le enciende una hoguera.

-¡Una hoguera! ¡Vaya una idea! ¿Y qué se le remedia con eso?

-Todos sus males.

-¿Sí?

-Sí; pues en esa hoguera se quema ella.

-¡Jesús, María y José! -exclamó doña Eufrasia, poniéndose las manos en la cabeza-, ¡qué herejía! ¡qué barbaridad! ¡qué sacrilegio! Eso clamaría al cielo si fuese verdad; pero como se miente hoy día más que lo que se da por Dios, no hay que creerlo.

-¡Vaya si es verdad! y es lo más sabio que he oído en mi vida. En aquel país, modelo de delicadeza conyugal, toda viuda honesta se avergonzaría de sobrevivir a su marido.

-Si se encendiesen las hogueras para los embusteros y fueran allí por grados, me parece que iría usted el primero -repuso doña Eufrasia dejando el tono sentimental y declamatorio.

-No miente, mujer -dijo con displicencia la Marquesa, como para cortar la disputa que le fatigaba oír-; me han dicho que eso se hace allá entre unos salvajes que no son cristianos.

-¡Ya! ¡cómo habían de serlo! -exclamó doña Eufrasia-; pero no quita que Paco Guzmán, que tampoco lo es, sea capaz de aconsejarlo en esa Samblea de Madrid, a la que sólo faltaba esto para coronar sus herejías y disparates. ¡Y luego nos vendrán hablando de la inquisición! Esa quemaba a los judíos, bendita sea su alma; pero pensar en proponer quemar a las viudas, porque eso se hace allá en Malapar o en los quintos infiernos, hasta allí podía llegar el espíritu de mitación. ¡Oh! si Matamoros viviese, ya sería esa Samblea para qué ha nacido. ¡Herejes! ¡desalmados! Pues oiga usted, Paquito, a usted no le disgustan las viudas; y ahora un mes andaba usted tras de una que bebía los vientos; yo todo lo sé, ¿está usted?

-Pues ya se ve que me gustan las viudas, como que no soy ministro de Hacienda, siempre que sean posteriores a la guerra de la pendencia -contestó Paco Guzmán, al que no había hecho gracia ninguna la observación de doña Eufrasia, la que aludía a Clemencia.

-Constancia -dijo la Marquesa-, hoy me ha sentado mal el caldo; tenía grasa.

-Madre, yo misma lo colé por un pañito mojado.

-Nunca para ti llevo razón en nada de lo que digo. Bien, no me volveré a quejar, aunque me traigas agua sucia en lugar de caldo.

-No, madre, no, mañana lo colaré por una bayeta.

-Vamos a acostarme, que me siento muy fatigada; aunque le toca velarme a Andrea, no te desvíes de mí, ¿estás?

-El cuidado será mío, madre.

Constancia agarró el brazo de la enferma con el mayor cuidado y suavidad.

-¡Jesús! ¡qué manos tan duras tienes! -le dijo ésta-: ¡cómo me oprimes!

-Temía que os cayeseis, madre: estáis tan débil.

-Ya; pero el remedio es peor que el mal. Eufrasia, dame el brazo, que mi hija es muy torpe.

Doña Eufrasia ayudó a Constancia; Alegría no se movió y aprovechó el rato que estuvieron solos para hacer una escena a Paco Guzmán, a la que dio motivo la alusión a la viuda que había hecho doña Eufrasia.

Alegría acertó que se refería a Clemencia, y dijo cuanta maldad se le vino a las mientes, de su pobre prima.

Entraron en seguida don Galo, don Silvestre y las otras personas que aún se reunían en casa de la Marquesa, las que aquella noche echaron de menos al marqués de Valdemar, que no concurrió.

Alegría estaba inquieta.

-¡Es cosa rara! -dijo de repente don Silvestre.

-¿Qué cosa? -preguntó escamada Alegría.

-Que hace tres días que no se ha visto el sol ni poco ni mucho.

-Se habrá perdido -contestó con impaciencia Alegría.

-¿Qué tenéis, Marquesa? Me parece que estáis distraída -dijo don Galo.

-Puede que lo esté; es el estarlo el mejor modo de pasar una su tiempo en Sevilla -repuso Alegría.

-Vamos, que será porque tarda el Marqués; no os inquietéis por eso, algún amigo lo habrá entretenido en el casino: ¿queréis que vaya a verlo?

-¡Pues eso faltaba! -repuso Alegría- ¿Pensáis acaso que tema yo que se haya perdido, como parece temerlo don Silvestre del sol, o que padezca de eclipse perpetuo? -contestó con burlona y acerba risa Alegría.

A la mañana siguiente entró Alegría afectando buen humor en el cuarto de la Marquesa.

-Madre -dijo después de haber tocado otros puntos-, ayer recibió Valdemar noticias de Madrid, que hacían allá su presencia urgente: así es que ha partido esta mañana. Me encargó deciros que no se despedía por ser siempre tristes las despedidas, y más en el delicado estado de salud en que os halláis, y porque volverá conforme se lo permitan sus asuntos.

La Marquesa había oído lo que decía su hija sin que le llamase mayormente la atención; pero Constancia palideció atrozmente.

-Dios quiera que vuelva pronto -dijo la enferma-, pues me acompañaba mucho y me velaba lo que tú no puedes. ¿Por qué no me has traído los niños?

-Se los ha llevado -respondió Alegría.

-¡Qué se los ha llevado! -exclamó su madre.

-Sí, señora, así lo exigía su abuela que quería verlos, y como él se pasa de buen hijo, ha complacido a su madre, aunque yo hubiese preferido que se hubiesen quedado.

-Se pasa de buen hijo, sí, y de buen yerno también -dijo la Marquesa.

Constancia se había acercado a una cómoda en que se hallaba una botella de agua, había llenado un vaso, y se lo llevaba con mano trémula a los labios. Lo tenía previsto antes y ahora lo comprendía todo.

Cuanto había dicho Alegría era falso: Constancia tenía esa convicción; lo que era cierto y callaba era el contenido de esta carta que halló por la mañana sobre su tocador.

Señora:

El hombre puede y debe perdonar: es el perdón virtud tan noble y generosa, que por eso sólo se practicaría, aun cuando no fuese un deber cristiano; pero el hombre no puede volver a hacer suya la mujer que lo ha sido de otro; el vínculo que fue profanado, dejó de existir, autorizado el ofendido a disolverlo por las leyes humanas y por las divinas, e impulsado a ello por su corazón así como por su honor.

No quiero, no obstante, que en el caso presente lo publique un escándalo, pues la sangre nada lava, nada borra, y mancha la conciencia; tampoco quiero que lo disimule una hipócrita ocultación; la ausencia salva ambos extremos. Nada faltará a la madre de mis hijos, sino el respeto de éstos a que no es acreedora, y el aprecio de su marido, de que no es digna.

Valdemar.

Alegría, al leer la carta, lloró mucho, no lágrimas de dolor, ni de arrepentimiento, pero de despecho y coraje, porque perdía su bella posición; pero como mujeres del carácter de Alegría ni aun cálculo tienen, después de desahogar su primera impresión de despecho, se sosegó y bajó serena, como se ha visto, al cuarto de su madre. Lo que pintamos no parecerá verosímil ni menos real, y lo es. No es siempre cierta la general creencia de que las maldades tengan hondas raíces; las hay sin raíces, porque no las necesitan para medrar, siendo parecidas a las plantas del coral, que crece por su propia virtud con nuevas generaciones de pólipos que engendra, como aquéllas con nuevas cáfilas de maldades que brotan las unas de las otras.

Cuando el mundo ve efectos cuyas causas ignora, se las supone indefectiblemente desfavorables, aunque no lo sean: así no era de esperar que la repentina ausencia del Marqués, que se llevaba a sus hijos, ausencia tanto más extraña en el estado en que se hallaba su suegra, y en un hombre cuya alta posición social le eximía de toda clase de obligaciones, se interpretase candorosamente del modo que deseaba Alegría. No sólo se supo la verdad; pero se adornó con todos los requilorios que fragua la maledicencia.

Paco Guzmán, desesperado por lo acaecido, partió por respeto humano para Extremadura. Alegría se ofendió de esta prueba de consideraciones sociales y de respeto a ella, y trató de buscar quien la consolase de ausencias. Paco Guzmán llegó a saberlo; se indignó, pero se afectó poco: la razón lo había llevado a arrepentirse de sus criminales amores; la noble conducta del Marqués, cuyo digno papel hacía en esta ocasión tan despreciable y odioso el suyo, lo había avergonzado, y sobre todo la ausencia lo había enfriado.

Pertenecía Paco a una clase de hombres poco comunes en España, pero que no obstante se encuentran. Era todo en él efervescente, y nada era profundo, todo vehemente y nada duradero. Pasaba su sentir en todas cosas de la calentura al marasmo sin transición. En el primer momento se dejaba llevar a todos los extremos buenos y malos; pasado éste, cual la vela a que falta el viento, caía inerte. No echando raíces en él ningún sentimiento, no se habría hallado enemigo más inofensivo; pero como amigo dejaba mucho que desear, pues si no conocía el rencor, tampoco conocía la gratitud, que es el sentimiento de raíces más profundas. No había ninguno que tuviese menos estabilidad, no sólo en su sentir, sino también en su pensar. Cada día un observador habría notado en él una nueva faz, no por cálculo ni estudio, como se ve en muchos que guían las circunstancias o la ambición, sino por naturalidad, pues era sincero, y aun cínico, así en sus afectos como en sus indiferencias, no honrando lo bastante la opinión ajena para contrarrestar con la fuerza de su voluntad, ni la apatía ni los extremos a que se entregaba. Olvidan tan de un todo estos hombres lo que han hecho, dicho y pensado, si llega a perder para ellos su interés y su actualidad, que extrañan y se ofenden que alguien, aunque sea el ofendido, pueda conservar el recuerdo de lo que pasado ya, se sumió para ellos en la nada. En tales hombres sin lastre (y los hay que parecen hasta graves) nada malo se arraiga, y nada bueno se estabiliza: así es que instintivamente nunca inspiran a los demás ni repulsa acerba, ni confianza entera; por lo que jamás tienen, ni enemigos encarnizados, ni amigos firmes. Su buen sentido (si lo tienen) alcanza siempre una fácil victoria en estos hombres, cuando lo escuchan; pero en cambio no conoce su corazón el grande y verdadero contrapeso del mal, el solo que puede borrarlo, el arrepentimiento, porque con la ligereza de su sentir, dan poco valor a la maldad, y no gradúan lo profundo de las heridas que han hecho. Creen que la ingenuidad y la buena fe que hay en confesar una culpa pasada, basta para borrarla y éste es un error grande y grave. Ni Dios ni el hombre bueno perdonan, si a la culpa no sigue manifiestamente el arrepentimiento. El arrepentimiento es condición precisa al perdón, y este gran mérito, esa hermosa reacción, este enérgico repudio a la culpa, es por desgracia muy poco común; y no se crea que es esto una paradoja, no. En los unos la gran ligereza le seca apenas nacido; en otros, el amor propio lo ahoga en germen, y en otros, ¡ay! la falta de moral lo desconoce y lo rechaza. Nuestra santa y sabia madre la iglesia, comprendió esto, y por eso instituyó el tribunal augusto de la penitencia obligatoria, pues sólo allí se siembra prácticamente la verdadera, salutífera y productiva planta que purifica el corazón; sólo ese santo tribunal, cual la vara de Moisés, hace brotar de una dura peña las aguas que han de lavar nuestra conciencia. Y dicen a esto los seides del protestantismo y los flojos y fríos apóstoles del indiferentismo: ¿A qué santo ir a confesar sus culpas a otro hombre como nosotros? Basta confesárselas a Dios. ¡Oh orgullo humano! ¡Oh cortedad de vista del orgullo, tanto más deplorable cuando que es voluntaria en aquellos cuya vista alcanza a poder divisar el elevado origen de todas las instituciones de nuestra santa religión católica, que cual el sol atraviesa los siglos sin perder su eterna luz, su calor constante! ¡Y llamarán los hijos del siglo de las ficticias luces reacción a las voces que gritan y gimen contra la tendencia que se afana en desolemnizar cuanta creencia y culto conserva el hombre en su alma, y cuanta poesía conserva en su corazón! ¡Dios santo! ¿dónde querrán llevarnos los enemigos de la religión y de todo lo existente, que empezando por los filósofos del siglo XVIII, pasando por Marat, Robespierre y Proudhon, tremolan el rojo pendón?




ArribaAbajoCapítulo VI

Una de las tertulias que frecuentaba don Galo a prima noche, era la de la señora doña Anacleta Alcalde de la Tijera.

Era la dueña de la casa una de las mujeres que su mal instinto lleva a complacerse en hablar mal de todo el mundo, como lleva el suyo al vampiro a nutrirse de la sangre que ávidamente absorbe, sin saciar su ansia.

El que llevaba una censura, una murmuración, un chisme o una calumnia a casa de la señora de la Tijera, era recibido por ella en palmas, así como aquél que se atrevía a sacar la cara en defensa de un amigo o de la verdad, era contradicho con acritud y recibido con burla.

La noche después de los sucesos que anteceden, entró don Galo en casa de la referida señora, y se sentó al lado de su hija, que era una linda joven de quince años, ofreciéndole su corazón, a pesar que Paco Guzmán lo había calificado de don rehusado.

-Don Galo -dijo la joven con esa gran ligereza en el hablar que tienen la mayor parte de nuestras jóvenes-, ¿qué me dice usted del lance de Alegría Cortegana?

-Nada sé, hija mía -contestó don Galo.

-Podrá usted desentenderse; pero no puede humanamente negar el hecho.

-Ni afirmarlo tampoco, hija mía.

-Sois muy prudente.

-Decid más bien ignorante, Lolita.

-Usted no sabe lo que no quiere saber.

-¡Ojalá! así no sabría por mi mal, que una niña tan bella y tierna como sois, Lolita, hija mía, pueda tener un corazón tan insensible, tan cruel y tan inflexible.

-Don Galo, mientras estéis con lo sensible y lo flexible a pleito, os pronostico que no bailaréis bien la polka.

-¿Por qué no, hija mía?

-Porque lo sensible y lo flexible tiene malos resultados en las piernas, y se caerá usted como la otra noche en aquel galop de funesta memoria.

-No fue culpa mía. Bien sabéis que Paco Guzmán atravesó su bastón para hacerme perder el equilibrio. Paco siempre es el mismo, no piensa sino en travesuras, como cuando estaba estudiando; por cierto que era el más sobresaliente escolar de la universidad.

-Sólo que ahora son de marca mayor las travesuras -repuso riendo Lolita, aludiendo al lance de Alegría.

Entraron en este momento algunas personas, entre las que venía un oficial de lanceros, ayudante del coronel del regimiento.

-No se habla en todas partes -dijo éste después de haber saludado-, sino del lance de la marquesa de Valdemar.

Aquí hizo el oficial una relación exagerada con escandalosos pormenores, supuestos, de lo acaecido que sabemos ya.

-No es cierto -dijo pausadamente don Galo.

-¿Es pues decir que yo invento? -preguntó el oficial, que no era de los más urbanos.

-Dios me libre de pensar en semejante cosa -repuso don Galo-; sólo quiero decir que os han inducido en error.

-Un error de que unánimemente participa toda una ciudad, es difícil dar por supuesto y más difícil de combatir.

-Si todos lo creen y repiten, como vos lo hacéis, solo por oídas, es fácil concebir el error; y cuando se tiene el convencimiento de que es falso, no es difícil combatirlo.

-Sea como sea, no reconozco el derecho que podáis tener a contradecir cosas de notoria publicidad que son del dominio de todos.

-¿Con que la calumnia, según vos, es del dominio de todos, y por lo tanto tan autorizada, que los amigos de mis que ataca no tendrán derecho a combatirla?

-Si calumnias son, que busquen las fuentes para atajarlas.

-Esas fuentes, señor mío -dijo don Galo siempre en tono moderado y atento-, son inaveriguables como las del Nilo.

-Pues entonces -repuso el oficial bruscamente-, que dejen al Nilo correr y aun inundar, pues no les será posible atajar su corriente.

Diciendo esto volvió la espalda a don Galo con poca finura.

-¡Dejaría Pando de sacar la espada por una elegantona! -dijo la señora de la Tijera-; se muere por ser abogado de malas causas.

-Siempre ha sido Alegría una de las muchas santas de vuestra devoción, don Galo -dijo Lolita.

-No digo que no; cuando soltera, habría sido yo dichoso si me hubiese correspondido.

-Si todas admitiesen vuestro corazón, tendríais que repartirlo en dosis homeopáticas, don Galo.

-Lolita, hija mía, si lo queréis, seréis reina despótica absoluta, sin cortes, senado, asamblea, ni cámaras.

-No lo quiero, don Galo -respondió Lolita-, pues no sé lo que me empalaga más, si los corazones o los merengues.

-¿Saben ustedes -dijo en recia voz don Galo al cabo de un cuarto de hora-, lo que he oído decir? Que el coronel del regimiento de lanceros acaba de tener un choque vivísimo con el capitán general, en que éste le acusa hasta de insubordinación.

-¿Quién ha dicho eso? -exclamó el oficial saltando de su asiento y fijando en don Galo sus airados ojos.

-La voz pública.

-¿Y vos lo repetís sin más examen?

-Las cosas públicas son del dominio de todo el mundo, según vos mismo afirmáis, señor mío.

-Esto es dicho con sorna y con la mira de darme una lección, ¿no es eso? Pero tened entendido que entre militares y hombres de honor se pesan las palabras antes de proferirlas, y el que las dice es responsable de ellas.

Viendo al oficial tan montado, intervinieron varias personas, queriendo dar otro giro a la conversación; pero el oficial, que era violento e íntimo del coronel, no desistía, y aseguró a media voz que don Galo le daría una satisfacción.

-Muy pronto estoy a darla -dijo sin alterarse don Galo, que lo oyó-; pero no como el señor lo entiende. Yo defiendo a mis amigos; pero no me bato sin motivo: además, un hombre de bien no puede defender con honor sino una buena causa, y la mía no lo sería. Mi satisfacción es ésta: lo que he dicho, lo acabo de inventar, pues nunca he oído sino elogios del bizarro y pundonoroso jefe que manda el regimiento de lanceros, y lo inventé sólo y únicamente para tener el placer de hacer patente que el señor es un verdadero y leal amigo que no otorga con su silencio, ni autoriza con no combatirla, la calumnia con que se ultraja en su presencia a un ausente amigo suyo.

¡Con cuánto placer estamparíamos aquí que un silencio conmovido siguió a estas palabras, y que el oficial se acercó a su antagonista y apretó su mano, concediéndole de esta manera un noble triunfo de sentimiento! Empero como no inventamos, y somos sencillamente pintores de la realidad, tenemos que decir que no fue así. En nuestro país más se conoce y se simpatiza con el heroísmo que con la sensibilidad bien entendida; en él se halla más elevación de alma que delicadeza de corazón, a no ser en los afectos de amor y en los religiosos.

Así sucedió, que una alegre risa fue la que acogió las palabras de don Galo, en la que fue el primero el finalmente lisonjeado oficial, celebrando todos lo ingenioso, y no sintiendo lo conmoviente del ardid de que se había valido don Galo para defender su causa.

Don Galo, que obraba por su buen instinto, y no analizaba sus bellas inspiraciones, quedó plenamente satisfecho con el pequeño triunfo de amor propio que le cupo al oír las risas y el clamor que por todas partes se levantaba, en estas y otras exclamaciones:

-Bien, bien, Pando, eso se llama un ardid de buena ley para batir a un contrario.

-La palma a don Galo, que ha desprestigiado a Hércules probando que vale más maña que fuerza.

-¡Bravo, Pablo! -exclamó un estudiante-; la sociedad de la paz os va a votar una corona de copos de lana.

-Campeón de ausentes -dijo un aprendiz de diplomático-; sois un Talleyrand virtuoso, un Pozzo di Borgo sensible, y un Metternich arcádico.

-Don Galo -dijo Lolita-, David va a romper las cuerdas de su arpa de rabiosa envidia.

-Señor de Pando -exclamó el oficial-, me tenéis vencido y agradecido, cosa de que sólo vos y las buenas mozas se han podido jactar.

Don Galo había entreabierto aún más las solapas de su chaleco, se sonreía con satisfacción y abanicaba furiosamente con un abanico de caña.

Existe una cosa extraña en nuestra sociedad, que no sabemos si atribuir a superficialidad o a injusticia, y es que rebaja en la opinión a la persona que tiene un ridículo; y sin más motivo que éste se le trata con una superioridad extravagante por aquellos mismos que tienen sobre sí vicios, maldades y hasta deshonras. Un ridículo no rebaja a nadie, sino a ojos miopes. ¿Quién de nosotros no tiene un ridículo? ¿A quién de nosotros, caso que no lo tenga, no se le pueda dar? ¿A cuál no se lo tiene, por ventura, la vejez guardado como una de sus muchas finecitas?

Si aquel pisaverde con botas de charol, con sus afectadas frases francesas; si aquella elegante, luciendo en su lánguida persona todas las exageraciones de la moda, se metiesen como la oruga en un capullo para resucitar mariposas al cabo de algún tiempo, ¿acaso no se hallarían que al revés de ésta se encapullaron mariposas para resucitar orugas? Es decir, que sólo la ligera influencia y la menospreciable importancia de la moda les condenarían entre la falange, su esclava, al más portentoso ridículo. Casi todos los hombres sabios y notables han tenido ridículos de marca mayor; y al gran Voltaire mismo, ese tipo del burlador y del satírico, ¿no lo hicieron pasar los pajes traviesos del rey de Prusia por un mono vestido, regresando ese maligno francés, uno de los inventores del Vaudeville, furioso contra los calmosos y graves alemanes, que se emancipaban hasta el punto de dar al gran preste y repartidor de ridículos una muestra de la ley del talión?

Seamos tolerantes con los ridículos ajenos, pues el mote que puso ese mismo Voltaire al pie de una estatua del amor, se le puede aplicar a éste: cualesquiera que seas, he aquí tu amo; lo fue, lo es o lo será. No influye un ridículo en el valor intrínseco de las personas, ni nos debe mover a menosprecio, siempre que no sea nacido de malas pasiones o peores tendencias.

Estamos por decir que los ridículos inofensivos y que no dimanan de malos precedentes, nos simpatizan y nos hacen gracia, pues suelen ir unidos a un buen fondo y a una índole sencilla; y casi estamos por dar las gracias a la persona que nos proporciona el tan grato e inocente pasatiempo de observarlos con benévola risa.



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