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Confusiones de una autora ante sus lectores

Ema Wolf





Cuando supe que el tema de esta reunión era la lectura se me ocurrió compartir con ustedes algunas impresiones, más bien personales, sobre la lectura en las escuelas de mi país, impresiones vinculadas con las visitas que hago como autora -es el único vínculo que tengo con los libros para chicos y también el único que tengo con la escuela, invitada por los mismos maestros, algo que viene sucediendo desde hace ya dieciocho años. Se calcula que el 70% de estos libros circula a través de la escuela, de modo que bien se puede decir que la escuela es la que hace leer; habría que pensar si en la misma medida hace lectores en el largo plazo, y si, como está hoy, tras largos años de desatención, es de esperar que los haga.

Lo cierto es que, a excepción de algunos otros encuentros ocasionales, ése es el lugar donde los autores nos reunimos regularmente con nuestros lectores. Lectores-alumnos.

Los primeros encuentros me ponían muy nerviosa porque sentía que estaba dando examen. Después noté que a los chicos les pasaba algo parecido. Ellos y yo nos veíamos de algún modo obligados a rendir cuentas, yo de lo escrito -que entonces era muy poco todavía-, ellos de lo leído. Las maestras, por su lado, no estaban muy seguras de cuál era su papel allí, así que todo era bastante incómodo. De a poco, no sé cómo -supongo que la proliferación de este tipo de experiencias hizo que todos aprendiéramos y nos tranquilizáramos-, se fue armando un espacio donde pudimos conversar -yo siempre evitando a los más chiquitos, los de preescolar, los de cinco años-, porque hacen observaciones surrealistas que me descolocan, y que sólo a sus maestros les parecen naturales, un espacio, digo, de intercambio más o menos confortable. Si bien es imposible ignorar la impronta institucional: la charla se da en un marco reglado, a veces también hay padres presentes; nunca estamos solos mis lectores y yo; y en ese momento no puedo evitar acordarme de la escuela que me hacía decir y escribir lo adecuado, que no siempre era lo que yo pensaba, y a la que yo respondía del mismo modo, bastante insincero. Entonces se me ocurre que el intercambio quizás no sea totalmente franco, pero a lo mejor lo pienso porque nunca dejé de sentir miedo por la escuela y de imaginar que los chicos también lo sienten.

Pero bueno, ahí estoy, en un aula o en la pequeña biblioteca, investida de, o más bien arreando, tres facultades, como tres señales de poder, para mí relativas y confusas, que son: la de quien ha escrito esos libros; la de quien tiene por ahí algún título en Letras; y otra, menos visible pero que me compromete mucho más: la de haber leído bastante -no digo «ser» una «lectora» porque rechazo esa categoría tanto como la de «lectores verdaderos», ¿habrá lectores falsos?-, digo solamente haber leído bastante. Alguna seguridad agrega en ese momento ser todas esas cosas, pero también establece una distancia: no estoy entre los chicos, claramente estoy delante de ellos; y en el medio, los libros, ese pequeño capital que circunstancialmente nos ha vuelto socios.

Quisiera dejarles muchas cosas, pero no tengo más que un rato, casi con seguridad el único.

La intimidad que tenía con el texto mientras lo estaba escribiendo -semanas, meses inventando, restregando y puliendo, esa cercanía tan estrecha, que a mí me dura incluso después de que lo veo impreso, desaparece completamente la primera vez que lo veo en manos de los chicos. Ahí hay un salto. Es la certeza de que eso que había hecho para mí, resulta que lo había hecho para ellos, y ellos están allí ahora, tiernos e inexorables. Por eso, junto con la innegable satisfacción, también me nace dentro algo defensivo: ¿así que me leyeron?, bien, ¿pero y yo qué tengo que ver? Y si por caso me piden que yo misma les lea el texto en voz alta, como para mí también la lectura es un acto íntimo y silencioso, el repliegue es todavía más fuerte: me siento expuesta, medio desvestida, además descubro comas mal ubicadas y toda clase de torpezas, por supuesto irreparables. Porque una cosa es publicar algo que con tiempo y suerte habrán de leer a lo mejor miles de chicos, y otra, para mí mucho más perturbadora, tener que leerlo allí mismo para que me escuchen treinta.

La lectura en la escuela tiene poco que ver con las formas adorables de lectura infantil que describieron tantos amantes de los libros: el lector como un iniciado, los libros como tesoro privado y hogar permanente; la lectura absorta, voraz; leer todo, hasta los papeles de la basura; la lectura gatuna, entre sábanas, de altillo, de baño, de piso panza abajo. Pensemos en la ansiedad del pequeño Sartre por poseer los libros, al principio zamarreándolos como si fueran muñecos, por vencer a las frases que se le resistían, ese niño que -escribiría años después-, no arañaba la tierra ni buscaba nidos pero los libros fueron sus pájaros y sus nidos, sus animales domésticos, su establo y su campo. O Borges escondido en la azotea para poder leer Las mil y una noches; quien, ya mayor, parafraseando a Emerson, describiría la biblioteca paterna como un gabinete repleto de espíritus hechizados que al abrir los libros despertaban. Sin ir a buscar referentes tan altos, la lectura escolar tampoco tiene mucho que ver con la mía, que transcurría según dos variantes: debajo de un árbol -como, después supe, recomendaba Omar Kayyam- o encima.

Los autores, por supuesto, adherimos a la manera personal y secreta de leer -«libidinosa», llegó a decir Daniel Pennac-, y la escuela nos pone ante una manera ruidosa, exterior, utilitaria, a plena luz, colectiva, interferida; una lectura entre privada y pública, no sé bien cómo calificarla, porque los chicos leen textos de ficción, incluso textos que a veces ellos mismos han elegido libremente, pero lo hacen de un modo estructurado, según modalidades más bien previsibles. Sabemos, desde la sociología, que la lectura nunca es una experiencia del todo íntima, que el lector opera en función de lo que intercambia, comparte y se contagia, que lee con los valores que recibió y con un imaginario, gestos y gustos que tiene en común con otros, pero acá, por supuesto, me refiero sólo al leer, al ejercicio, al modo en que se abordan los libros en nuestra escuela. Y lo que de inmediato echo de menos, más allá de otros beneficios más sofisticados, es el ocio que acompañaba mis lecturas; ellas pedían tiempo, silencio, tranquilidad, concentración, y yo podía proporcionárselos, y ahora pienso que me devolvían más de eso mismo. No quisiera tener una mirada reaccionaria sobre este punto, pero sigo pensando que estos son bienes valiosos -aun para no leer- y que hoy están bastante acorralados, especialmente en nuestras grandes ciudades. Se les va recortando el hábitat, como a los osos panda. Y es en las mismas escuelas donde a menudo se asocia este déficit con ciertas conductas de los chicos: hiperexcitados, ansiosos, con dificultades para entender, profundizar, escuchar. No como único motivo, por supuesto, ni como una relación directa causa-efecto -sería simplista pensar eso-, pero sí como dos fenómenos que se apoyan y se alimentan entre sí.

Claro, los autores somos adultos. Sabemos del modo gratuito de leer, ni emocional ni crédulo del «distanciamiento»... Nos parecemos más a esos lectores llenos de tics y manías que describía Italo Calvino. Leemos por placer... Pero placer da leer a Borges, a Guimaraes Rosa... Salgari, y Andersen, y Jack London daban otra cosa. Daban alegría, eran apasionantes. Y es eso lo que quisiera comunicarles a los chicos, sólo que ya pertenecen al territorio de la memoria, que tiñe las cosas, y que yo no soy más aquella lectora incondicional -no ingenua, sí incondicional, rendida. Quisiera trasmitirles lo que a mí me ocurría al leer, cuidando de no imponérselo, que no piensen que necesariamente les debe ocurrir eso, porque sería volver a instalar la paradoja, ya demasiado conocida, de «obligarlos a disfrutar». Es lo que me sugieren, por ejemplo, las consignas y frases fuerza que nuestros maestros pegan sobre las pizarras en celebración de la lectura, o los discursos pro-lectura de los actos públicos del distrito. Voces que instan, como si instar bastara.

La escuela irrita a veces a los autores.

«Usa» los textos de ficción, los manipula y los trasmuta. Una vez leídos, a los chicos los ponen invariablemente a trabajar con ellos: los hacen hacer dibujos, posters, dramatizaciones, manualidades, redactan nuevos finales y nuevos textos con los mismos personajes, cuando no subrayan las palabras esdrújulas, como si la lectura no pudiera permanecer como pensamiento, interioridad, conversación, y debiera dar prueba física de su existencia, porque ésa es a la vez la prueba de que «sirve». Yo les pregunté a los maestros por qué los hacen trabajar después de leer, nunca encontré una respuesta satisfactoria. Siempre siento que esas prácticas alejan a mis textos de mí, y a los lectores de mis libros, de mis formas deseables de leer. La escuela actúa en función de necesidades que yo no tengo, pero nunca me convencerán de que una maqueta de plastilina, un disfraz de Maruja, un rotafolio, sean extensiones necesarias de mis textos, y tampoco que, después de haber hecho todas esas cosas, los chicos los habrán comprendido mejor, o disfrutado más, o se sentirán más estimulados a leer.

La escuela también parece mandada a hacer para alimentar nuestra refunfuñante relación con el análisis de contenido, la interpretación, la «traducción» que describía Susan Sontag. Usted, cuando dijo aquello, en realidad quiso decir esto, ¿no? ¿Qué mejor que preguntarle al autor, entonces, que de seguro ha de tener todas las claves? La ambigüedad, el segmento de historia que se escapa, el «porque sí», la sinrazón de la conducta de los personajes..., mejor pasar todo en limpio, normalizarlo. No importa que el texto sea transparente, cavarán para mirar qué hay abajo, hundirán el dedo en el soufflé. No me preocupan las lecturas que hacen los chicos, sino las que les hacen hacer: de esas no me puedo hacer cargo. En estos veinte años que pasaron desde que salió mi primer libro, incursioné en las formas que menos se dejaban atrapar por la lectura interpretativa, desde la parodia hasta los catálogos de animales, con mucho éxito debo decir, pero no todo el éxito; por lo que llegué a la conclusión de que para encontrar un contenido útil basta la voluntad .Pero siempre me iré de la escuela con la duda de que tal vez «algo» en el texto invitó a que fuera leído de ese modo. El sistema no estimula las lecturas originales -lo sé-, ¿pero quién me asegura que mi texto no fue cómplice involuntario de la lectura didáctica?

A pesar de estas cosas nuestra escuela -sobra decirlo- es fundamental como promotor a de lectura. La necesitamos muchísimo, y todo lo que me escuchen decir aquí serán apenas variaciones de un único conflicto no resuelto entre la importancia que tiene y le asigno, y el escozor que me causan algunos de sus métodos, que a veces hasta parecen conspirar contra sus propósitos.

Pero me toca estar ahí. Y los chicos preguntan. Y en esas preguntas aparecen otras «lecturas» que tienen hechas, éstas ya sobre el mundo de los libros y de la escritura.

Me hizo gracia descubrir en un artículo de Michel Tournier, en un viejo ejemplar del Correo de la Unesco, que las preguntas que le hacían sus chicos eran exactamente iguales a las que nos hacen los nuestros. No son más pueriles que las de los adultos -decía- y en conjunto, quizás menos, porque, de un modo brutal, van directamente a lo esencial. ¿Cuánto tiempo tarda en escribir un libro? (¿Cuál de ellos?) ¿Cuánto gana? (Diez por ciento sobre el precio de tapa; los libros no se recogen de los prados como frutas silvestres, imagen engañosa que podría aparecer en un libro para niños) Si tiene faltas de ortografía, ¿qué le dicen en la editorial? ¿Alguien la ayuda a corregirlas? (Los tranquiliza mucho saber que estamos respaldados en ese aspecto, tanto como saber que a la edad de ellos también teníamos faltas de ortografía) Algunas preguntas son fáciles, otras hay que responderlas como si lo fueran. ¿Qué hay de verdad en sus historias? Esta última, decía Tournier, pone en entredicho toda la estética literaria: la verdad de la ficción; tema que peló las pestañas de tantísimos ensayistas. Yo agregaría esta variante, más comprometida: ¿usted escribe sobre lo que le pasa? Los derivaría a mi terapeuta, si lo tuviera. Bueno -les explico-, yo tenía una gata igual a mi tía abuela e imaginé que el tío abuelo de alguien podía haberse reencarnado en un gato. Algunos se ríen, otros me miran como yo miro a los nenes de cinco años. De cualquier modo, sé que la cosa no pasa por ahí, ésa es sólo la anécdota, la superficie. Ahora bien: ¿quiero indagar en esa cuestión?, ¿tengo la obligación de indagar? No. La relación que tengo con lo que escribo es un mecanismo delicado, y a ver si todavía rompo algo.

Quieren saber si leía de chica. (Muchas de las preguntas, verán, apuntan a que yo les dibuje una imagen de mí a la edad que ellos tienen) Les digo que para mí leer fue una suerte. Y es así: leía porque en mi casa había libros, porque mis padres y abuelos leían; para mis padres la instrucción determinaba mejora y ascenso en la escala laboral y, por ende, social, pero la lectura era un hábito que se valoraba por sí, cualquiera fuera la condición del sujeto, no era un medio, lo alentaban bien, en forma natural, sin énfasis ni discursos. Sin embargo estaba previsto un desarrollo que se truncó o se torció, y el modesto capital de lectura que había en las casas de aquellos hijos de inmigrantes hoy parecería un lujo. Lo mismo cuando los chicos me preguntan cómo llegué a escribir: tengo que decirles que para escribir hay que leer -sin que me malentiendan, por favor: ser escritor no es el premio por haber sido lector-, pero ocurre que hay lugares donde una afirmación tan simple como ésta basta para ver esfumarse la posibilidad.

Faltan libros. No hay, o hay pocos, en los sitios donde los chicos están. Se organizan numerosos eventos de promoción de la lectura, y entre los promotores culturales hay desde entusiastas y eficaces francotiradores a burócratas de las dependencias oficiales, pero mi impresión es que si sus esfuerzos dieran cien por cien del resultado, los chicos no leerían más porque su acceso a los libros es mezquino y defectuoso. (Últimamente, en Buenos Aires, el estímulo de la lectura adoptó la forma de mega eventos públicos rodeados de mucha prensa. Por ejemplo, una donación masiva, en contenedores, para dos escuelas carentes de provincia -como si fuera defendible la posición de que las escuelas pobres deban nutrirse de libros usados-; o una gigantesca maratón de lectura, también con libros donados, como la que estaba por comenzar cuando me venía, patrocinada por una fundación asociada a un importante matutino. Pero el trabajo en penumbra, silencioso, sistemático, encarado en forma permanente, que implica proveer de libros y de mediadores idóneos, está desplazado. Quizás por eso: porque no luce.

Hay lugares -tengo tres recuerdos muy vívidos- donde sentí que hablar de libros era ofensivo. No había rol de escritor que se pudiera sostener. Para esos chicos el universo de las letras, hasta el de las palabras, era un territorio casi amenazante. No tenían libros en sus casas, ni biblioteca en la escuela, ni biblioteca en sus barrios. No existía el lugar de fuga para ellos. Y no eran chicos de la calle, eran escolares, una escuela los contenía, estaban dentro del sistema. Pero había que recomponer algo antes, para que luego la lectura pudiera contribuir a hacer de ellos lo que ya sabemos: individuos autosuficientes, mejor equipados, capaces de pensar. Mientras tanto cualquier discurso sobre su función reparadora era provisorio. Es el punto donde el voluntarismo encuentra su límite, creo, y el problema de la lectura trasciende la lectura, es político, sin duda lo es, y sería ingenuo circunscribir la tarea al contacto, a provocar o alentar el contacto, como si lo único que estuviera faltando fuera la oportunidad. En nuestros países no deberíamos soslayar esta instancia política; que seguramente trae turbulencias y ruidos en esta permanente voluntad de acordar, tan armoniosa y sin fisuras, como la que se pone de manifiesto en estos foros, y que es muy loable pero que se logra sólo si están todos los problemas, con todos sus ingredientes y alcances, puestos a la vista y en consideración. Por eso a veces también me pregunto si la preocupación por cómo leen nuestros chicos no es hilar demasiado fino. En realidad leen como pueden, como los dejan, si los dejan. Sin embargo no podemos dejar de hacerlo, justamente porque a veces esa escuela es la única proveedora de alguna, precaria, forma de lectura.

Por cierto, a los autores nos invitan casi siempre a las escuelas donde los libros, digamos, circulan.

Y allí estoy, de nuevo, pensando si es mejor privilegiar las preguntas más generales, ésas que «valen para todos los libros», o atender más bien a la curiosidad de ese momento. Pensando, siempre, cómo intervenir sin interferir.

¿De chica te gustaba leer? Leer me gustaba, sí. Pero tengo que decirles que también se leía y se lee por angustia, sarampión, timidez, aburrimiento, insomnio o jactancia. Otra vez Sartre:

[...] corría a los libros. ¿Sinceramente? ¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo podría fijar ahora -después de tanto tiempo-, la inasible, movediza frontera que separa la posesión de la representación [...] Me satisfacía gustar y quería tomar baños de cultura [...]. La lectura explotada como bello atributo de la persona, ¡Vaya comedia!



No existe la lectura en estado de pureza, se sabe. Los libros son bálsamo, gruta, muleta, herramienta de seducción, tantas cosas... ¿Cuántos abandonamos por soporíferos? Adivinen niños: muchos. En aquellas lecturas más sigilosas los desertores también quedábamos más disimulados.

Hoy en nuestras aulas los chicos que leen ya no son dos, como en las mías, todos han leído un poco. Sigue en cuestión si la escuela fomenta «la pasión primordial», como le llama Harold Bloom -a lo mejor los lectores de ese tipo siempre serán pocos-, pero no hay duda de que la escuela democráticamente ayudó a nivelar el terreno y obligó a sincerar el mito algo apolillado de El Gran Niño Lector. La escuela avanza compensando, incluso por sobre los padres que no quieren que sus hijos varones lean, y no por temor a que se vuelvan afeminados sino simplemente individuos desinteresados de la contienda, con esplín, de reflejos lentos y músculos perezosos para apartar obstáculos. No es fácil filtrar allí la idea de que la lectura los van a hacer diferentes, de que hay libros que subvierten valores; no éstos, lecturas de iniciación, sino otros, que probablemente no les serán recomendados por sus mayores. Como lo pienso lo digo, con cautela y por supuesto si esos chicos tienen edad para entenderlo, consciente de la contradicción que implica emitir ese mensaje siendo yo también parte de esos «mayores», y emitirlo en la institución; no sé hasta qué punto no es querer «abarcar» también esas lecturas, incluirlas en futuros permisos que, por supuesto, ignorarán. Por cierto ellos no tienen la fortuna de Harry Potter de que haya un sector de libros prohibidos en la biblioteca de la misma escuela; de momento tienen estantes con libros ordenados más o menos estalinistamente por edades.

¿Cuáles son tus escritores favoritos? Nuestros chicos tienen muy internalizada la cuestión del ranking, qué o quién ocupa el primer puesto de la lista. Tu autor favorito, tu libro más vendido, el que más trabajo te dio, el que más tiempo te llevó escribir, el primero que publicaste, el momento más importante de tu carrera. Demás está decir que son los valores que reciben del entorno, sobre todo a través del periodismo televisivo -nuestros chicos preguntan lo que pueden-; y si una no tiene esa mirada, si para una eso no tiene importancia, ahí también aparece algo en lo que vale la pena detenerse, hablar, para revisarlo y mostrar una alternativa. Volviendo a la pregunta sobre mis autores favoritos. Al principio, sobre todo si eran de los grados menores, alguna vez les dije: «¿Tiene sentido que les nombre gente que no conocen? Ustedes van a ir desarrollando su gusto, construyendo el camino propio y encontrando de a poco escritores que les parecerán hechos a medida.» Es una respuesta positiva, filosóficamente hablando. Pero ocurre que si les doy nombres, los escuchan con atención. Algunos les suenan, otros no, ninguno tiene efecto por sí, pero uno más otro son como spots que se van encendiendo alrededor, luces aisladas que aparecen en un espacio muy vasto, un gran teatro a oscuras sin paredes, lleno de sujetos enigmáticos, remotos pero no inalcanzables, que resuenan en torno a ellos, sentados allí en sus sillitas. Son los que conocí, les estoy diciendo de algún modo, y resultaron buenos para mí; viajé hasta allá y valió la pena porque volví con un botín interesante; allá hay mucho, mucho más de lo que ustedes puedan imaginar.

Sí, darles nombres es lo mejor; porque en estos casos, creo, mucho mejor que razonar es instalar la curiosidad.

¿Y qué clase de libros te gustaban? Con seguridad: los que hablaban de mundos distintos del mío. Buena parte de la literatura que llega a sus manos les habla de niños como ellos, quizás buscando una identificación inmediata. Pero lo digo por si acaso eso no los convence, por si sus ganas de leer avanzan, como avanzaban las mías, en dirección a las antípodas y prefieren dejarse seducir por gentes de otras épocas, lugares y calaña. Ya que quieren conocer mis preferencias, les digo que no me gustaban las historias sentimentales, los relatos de puertas adentro, los mensajes morales, el asilo de Plumfield, mucho menos los padres metidos en las historias. Lo digo por si coinciden, para que no se sientan solos. Debería ser absolutamente prescindente en esta cuestión, y no lo soy; no soy del todo honesta en realidad: quisiera llevarlos a mis lugares, tan dilatados y llenos de oxígeno; un poco me los quiero robar; quiero que quieran lo mismo que yo quería.

Esto viene a cuento de que me inquieta que en la escuela les hablen bien de todos los libros, porque los hace sentirse en falta cuando, o porque son malos o porque no coinciden con sus gustos, los rechazan. ¿Cómo interesarlos en la lectura así? Sólo el que no lee habla bien de todos los libros y de todos los autores, el que lee habla pestes, porque elige, elige todo el tiempo, descarta y se apropia. Entonces si la coyuntura me habilita, como casi siempre ocurre, los aliento para que no se demoren en libros que no les interesan, porque hay muchos mejores esperando, como gatos callejeros, que ellos los adopten. Es mi contribución a aliviarlos del desconcierto y el mandato. Decirles que rechazar libros no los convierte en réprobos de una causa sagrada.

Me piden que les explique cómo nacen las ideas, si escribir es fácil o difícil, qué siento cuando escribo. Las respuestas a estas preguntas son un estado de ánimo.

Sobre todo quieren conocer la fuente de las historias; si les doy el dato, podrán acudir ellos también. Sigue, de mi parte, una serie de balbuceos donde puede aparecer la hipótesis de que las ideas ya están en alguna parte, sólo que hay que hacer el esfuerzo de pescarlas, o bien la de que nacen de una suerte de cortocircuito mental, o de una alquimia entre ingredientes fortuitos, o de tener el hábito de mirar el techo más desarrollado que otras personas, o que es algo parecido a iniciar una conversación, o la suma de varias de estas cosas; lo que sigue, seguro, es perseverancia. No les digo nada en realidad, o casi nada, y es porque de verdad no sé qué decir. Es la respuesta que más esperan, creo, y la que me encuentra más desprovista. Pero entienden la dificultad, o simplemente se conforman y no insisten porque son educados; pero sabrán, al fin, que la fuente de las ideas está en todas partes.

A veces también tenemos que acomodarles el foco: cuando alguien, por ahí atrás dice, con razón, que los mejillones no hablan, o cuando creen que el mejillón que cuenta en primera persona y yo somos una única entidad, aparece nuestra amable pedantería para encauzarlos, no sin un poco de culpa, en el modo legal de leer.

Es rara esta situación. Porque, como autores, nuestro lugar está a un lado del puente, pero a la vez tenemos que atravesarlo. Nos toca proporcionar el objeto y reflexionar sobre él y barajar las reacciones que provoca. Somos mediadores de nuestros propios libros. Participamos de una situación que ya está armada, y al mismo tiempo sentimos que tenemos que desarmarla, para reacomodar, revisar afirmaciones, limpiar el terreno de prejuicios que están instalados en los chicos porque antes lo están en los adultos. A menudo mis respuestas a los chicos se transforman, sin querer, en tiros por elevación a los adultos.

Me invitan a la escuela por lo que escribí, pero a la vez represento a una especie. Y la especie escritor es vista a tal punto como rara, que un nene quiere saber si me peleo con mi marido o si me gusta pagar las facturas de la luz para poder asirme, bajarme del lugar en el que me han puesto las circunstancias. Mi otro yo, más escéptico, irrumpe para preguntarme si conocer a los autores de mi infancia habría estimulado mi gusto por la lectura. Tengo dudas; además algunos debían ser sujetos mucho menos adorables que sus libros. En cualquier caso, no será nuestra presencia la que contribuirá a que se interesen por los libros sino las expectativas que hayan traído al encuentro y cómo las procesen. Probablemente el chico que ya tenga el hábito de leer no nos necesite. Sí es seguro que sirve para mostrarles el oficio como más accesible, lo que implicaría, de nuevo, tener que acercárselo desde una mirada positiva. Pero nadie desea algo que carece de misterio, y si la escritura, como la lectura, no tuvieran misterio, a nadie le importarían. La ironía desmitificadora de Gianni Rodari -traten de comprar un kilo de jamón con mi autógrafo y verán qué les contesta el vendedor- tiene su gracia brutal, y su razón, en respuesta a la mirada exitista sobre la profesión. Pero tal vez no sea eso lo que los chicos esperan, sino que les permitan conservar algo de la belleza del mito, «la creencia, como necesaria para la práctica», como leí en un artículo de Jean Marie Privat. Por otro lado, a menudo, a los chicos les presentan a los autores como magos irrepetibles, como si el autor mismo fuera una composición literaria, y una aspira a contrarrestar esa imagen aportando una dosis de normalidad. El día inolvidable en que volví a mi escuela primaria como autora y dos chicos habían representado mi visita con el dibujo de un tintero y una pluma de ganso, pensé que algo había que hacer al respecto.

¿Cómo atender tantas cuestiones en un único encuentro, tan breve?

Hasta que me di cuenta de que les interesaba que les hablara del trabajo; me refiero al trabajo de escribir, a la tarea menuda. Y me alegra haber encontrado esa veta.

Dado que ellos componen textos, o los hacen componer textos, en clase o en concursos, trato de hacerles ver que un autor también compone «el músico, el escultor también componen, y que las dificultades, en sustancia, no son tan distintas: siempre se trata de maniobrar con esa materia prima, y herramienta a la vez, tan escurridiza que es el idioma. Entonces les comento cuánto se hacen esperar las ideas a veces; cómo algunas no llegan a desarrollarse nunca y quedan en eso, en ideas; la cantidad de información que demandan algunas historias, al punto que a veces tengo que recurrir a los libros de escuela de mis hijos para obtenerla; la cantidad de gente que molesto buscando esa información y las situaciones a veces grotescas que eso genera y que yo disfruto con total conciencia; los fascículos, el diccionario de sin6nimos, la enciclopedia de mi abuela, los recortes y dibujos que hacen como una guardia de cuerpo alrededor; los modestos y extravagantes documentos que me proveen de nombres para los personajes... No les cuento lo que conseguí, que por otra parte está a la vista y en ese caso me volvería una tonta redundante, sino los problemas, el movimiento de los hilos tras la pequeña maquinaria, y mejor con relación a un libro en particular, no en general. Cosas del tipo: por qué en tal historia hago caer nieve sobre la localidad de Acassuso, que es como hacer nevar sobre Méjico D.F.; o en tal historia no pude avanzar hasta que apareció el conflicto, que era éste y entonces puso la historia en movimiento; o tal idea era buena porque venía con el motor incorporado; o que a veces se avanza hasta un punto del laberinto y una encuentra el camino bloqueado y qué difícil es retroceder después; o tal libro lo empecé por el final y tal otro por el medio; si lo primero fue el título o el texto; sobre todo mostrarles que hay una lógica hasta en el cuento más absurdo. Si el texto es un mueble, no les doy el plano para que lo estudien, sino que les explico qué tuve que hacer para que la pata de adelante no me quedara más corta que la de atrás.

Descubrí que estas cosas son en sí mismas sorprendentes y misteriosas; me refiero a que alguien ponga tanto empeño en hacer algo sin utilidad comprobada, que es capaz de inventarse un problema que a lo mejor, pobre, no será capaz de resolver. El trabajo, de por sí, es tan bizarro y entretenido, que logra interesar seriamente a sus cabezas. Otra vez, «la creencia necesaria para la práctica». De este modo ven también que la imaginación encuentra su camino en operaciones sencillas, que el proceso de algún modo se puede describir, por lo tanto está al alcance de ellos y de muchos otros. Y perciben muy bien, sin que el asunto pierda nada de su atractivo, que todas esas operaciones, funcionales, están más cerca de la verdad que la pluma de ganso y los magos irrepetibles.

Creo que es lo más productivo y lo más atractivo de todo lo que puedo dejarles, que a la vez también reacomoda, quizás, algunas de las cuestiones que veíamos antes; y sobre todo aparece la idea de que la disciplina también puede estar asociada a una tarea placentera. Es curioso que me sienta más segura mostrándoles los procedimientos, que siempre son vacilantes, que los resultados...

Este es el único punto sobre el que no tengo confusión. Además otras personas, otros mediadores, podrán darles otras cosas, pero estas solo se las puede dar alguien que hace regularmente el esfuerzo de escribir.

¿Qué será de los lectores? No tengo posibilidad de saberlo, no sé qué pasará al día siguiente, mucho menos, años después. ¿Leerán? ¿Leerán para hacer preguntas?, ¿cómo decía Kafka? ¿Leerán con independencia o consumirán libros? ¿Y también: a qué cosa habrán contribuido los míos? Tengo que admitir que las lecturas de mi infancia eran menos cautelosas que las que ofrezco como autora, menos preservadas; algunas no escaparían a las listas negras de los jacobinos de la corrección política; no todos mis héroes eran trigo limpio, sin embargo, no me dejaron más que cosas buenas. Y al no ser los libros que escribo tan desaprensivos, me pregunto si serán igualmente eficaces a la hora de hacerlos desear más libros.

También me pregunto si con estas visitas los autores contribuimos a ese acto de resistencia del que tanto se habla: reafirmar la ventaja del libro ante la uniformidad creciente que ofrecen los otros medios. La escuela instala, vimos, formas de lectura más bien homogéneas, pero la homogeneidad, campea también los libros. Yo ya no confiaría tanto en ellos como espacio de autonomía, no todos los libros contribuyen a afianzar la propia identidad, desarrollar el espíritu crítico, pensar. La industria editorial, en los últimos años avanzó con una producción cuantiosa e indiscriminada, el libro no siempre es el fruto del trabajo lento y concienzudo, y se me ocurre que hoy debe revalidar sus títulos como cualquier hijo de vecino. Me molestaría idealizar en ese sentido, pasar por alto que la literatura que escribimos para la gente joven también se corta sobre moldes y a menudo arriesga poco. Por eso el trabajo de los mediadores regulares -no los ocasionales, como nosotros los autores- se volvió muy exigente. A veces, no sé cómo se las arreglan para discernir entre tal maraña de títulos.

Cuesta admitir que las cosas sean tan inciertas. Que la lectura se produzca a los tropezones y por un terreno irregular. Que nada se pueda dar por seguro. Que el lugar de lectura que más necesitamos no sea óptimo. A veces salgo de las escuelas enfurruñada, otras, emocionada, cuando los maestros, sobre todo, los de la escuela pública, armaron una movida de lectura interesante en condiciones adversas.

Por cierto, la escuela siempre me confunde. Es común que me vean como una estrella del patín -tengo que aclarar «no, niños, nadie me pide autógrafos por la calle»- , y no es raro que me vaya con el narcisismo mellado: la maestra pregunta: ¿Cómo se imaginaban a la autora? Más joven, contestan; un niño levanta la mano y afirma, complaciente: «El libro tuyo que más me gustó fue...» y nombra el de otro autor. Pero no importa, a no quejarse, ellos mezclan todo, los libros y los autores, son sus formas de apropiación, desprolijas pero siempre legítimas.