62: Cortázar para armar
Sergio Ramírez
En una entrevista con Luis Harss, Julio Cortázar decía en
1966 que iba acercándose a un punto desde el cual poder empezar
a escribir como él creía que debería hacerse en nuestro tiempo.
«En cierto sentido puede parecer una especie
de suicidio, pero vale más un suicida que un zombi. Habrá
quien pensará que es absurdo el caso de un escritor que se
obstina en eliminar sus instrumentos de trabajo. Pero es
que esos instrumentos me parecen falsos. Quiero equiparme
de nuevo, partiendo de cero»
. Al hablar de destrucción,
se refiere nada menos que a la del lenguaje actual (lenguaje
literario) y las técnicas actuales (las técnicas de la narración
literaria).
Mucho de eso consigue en 62: Modelo para armar, el punto más lejano y más anti a que ha llegado la novela en español. La aparición de un caos orgánico en el que cualquier concepto tradicional aparece borrado por una marca continua, que sumerge, desplaza y en fin purifica.
62 nace
de una de las costillas de Rayuela
(el capítulo del mismo número), de una proposición hecha
por el gran teórico Morelli (el alter ego de Cortázar) en
las frases finales: «[...] Que a cada sucesiva derrota hay un
acercamiento de la mutación final, y que el hombre no es
sino qué proyecto ser, manoteando entre palabras y conducta
la alegría salpicada de sangre y otras retóricas como ésta»
.
Y Modelo para armar está dentro
del mismo hilo de Rayuela: que el
lector encuentre la novela que busca en el libro, leyéndola
como quiera o tomándola como le parezca: «La opción del lector,
su montaje personal de los elementos del relato, serán en
cada caso el libro que ha elegido leer»
.
Esta manera de entregar al lector una libertad particular en su propia forma de lectura, que es en fin de cuentas su propio método de acercamiento a la creación del autor, su forma de entendimiento con él, su idioma pasivo, es uno de los puentes volados por Cortázar para lograr la destrucción de los métodos antiguos de trabajo y trazar nuevas líneas sobre borrón y cuenta nueva. Las vías de acceso entre autor y lector no serán más una de ida y otra de vuelta sino múltiples; el autor propone y el lector dispone, participando además, por el mismo precio, en la creación de la obra literaria, aportando su creación al leer o al releer. Una obra más personal e íntima para cada lector, cuanto más pueda abrirse a las corrientes que desembocan en su libro.
Otro de
los puentes volados en 62, es el de las correspondencias
lógicas: «desde el terreno que se cumple este relato, la
transgresión cesa de ser tal; el prefijo se suma a los varios
otros que giran en torno a la raíz gressio: agresión, regresión
y progresión son también connaturales a las intenciones esbozadas
un día en los párrafos finales del capítulo 62 en Rayuela...»
.
El tiempo, el espacio, el orden diario, y las demás convenciones,
tienen en 62 todas las mutaciones posibles o son conceptos
sin ningún interés, porque el relato se cumple en un plano
que no necesita de ellos, todos dejando de ser lo que eran,
«bajo el reino de Cynara»
.
Contando con la advertencia preliminar -que aparece clara en la primera página del libro- el lector no se extraña entonces de que las realidades de cada uno de los personajes se comunican tan perfectamente entre sí, que pasan a ser una sola; que los personajes, son al fin y al cabo uno solo y sus nombres sólo estados temporarios de un único ser; y que toda la realidad se pierde donde comienza el sueño; la ciudad, inventada con sus calles, sus hoteles, sus tranvías, sus canales y a la que se llega en cualquier momento, al doblar una esquina, al bajarse del subway y que es el lugar sagrado donde todos se encuentran o se encontrarán alguna vez (el de las ofrendas, las celebraciones nocturnas y los sacrificios).
También como en Rayuela, los personajes
están colocados entre lo clásico y lo grotesco (según la
explicación que da a estos conceptos Graciela de Sola en
Cortázar y el hombre nuevo); sus
actitudes frente a la «vida-establecida»
son de despreocupación
infinita y la enfrentan con juegos verbales y un uso incontrolado
del absurdo, que es casi pasional; a este enfrentamiento
superficial con la cáscara citadina de un eje que es París-Londres-Viena,
donde viven sus existencias jugando, corresponde un desgarramiento
visceral que Cortázar nunca expone con palabras suyas pero
que deja revelarse entre tanto malabarismo metafísico y caracoles
amaestrados, neuróticos anónimos y muñecas inocentes con
objetos inconfesables dentro de los vientres de algodón y
estopa. Estos desgarramientos, no son de ninguna manera ni
de tipo cósmico, ni metafísico, temas preferidos de juego
para los personajes; son meramente desgarramientos de amor,
de incomunicación, de simplemente estar colocados en vértices
distantes e inalcanzables para unos y otros, mirándose como
detrás de vidrios de seguridad, en sus propias jaulas invisibles
o en sus cápsulas a prueba de ruidos vitales.
La evidencia de esta desarmazón, cada pieza del rompecabezas que no puede encontrar su sitio, está en que Nicole que ama a Juan vive con Marrast en Londres; Juan que ama a Heléne vive en Viena con Tell; y cosas por el estilo, como que Juan muere un día para Heléne cuando un paciente que se le parece, se queda para siempre en la mesa de operaciones, y esta sí es una muerte civil, alejados todos por los acercamientos sexuales que no pueden llenar ningún vacío. Así cada uno tiene un cabo de la cuerda que no va a dar a la mano debida y al tironear no encontraría la respuesta deseada o ninguna respuesta, porque todo ocurre o debería ocurrir en un plano puro y perfecto e imposible que es la ciudad, el lugar de los encuentros que no se realizarán nunca.
Cortázar tira a destruir, no hay duda. En sus manos las convenciones literarias son polvo; la ordenación de los diálogos, la secuencia hacia los tiempos del relato, fundidas en una sola, la ahistoricidad palpitante, confirman ese derrumbe total; pero detrás del francotirador está un poeta más visible y más envolvente a medida que la destrucción progresa; está el constructor de una prosa altísima, desbordante, perfecta, convirtiéndose en sujeto de múltiples testaciones cumplidas en el lenguaje, de hermosas edificaciones, todo lo cual en resumidas cuentas es lo que hace enteramente permisible la destrucción, lo que queda descubierto y entero y lo que perdura: un creador, un escritor, un novelista de primera categoría.
Si hubiera que explicar las influencias más determinantes de la novela latinoamericana, fijar la calidad u hondura de los maestros, de quienes llevan la corriente por su cauce, debería citarse en primer lugar y sobre todos, a Cortázar. Por su sentido de la destrucción con gracia; por su propiedad de la construcción con hondura, por su prosa exacta, por la hebra elegíaca íntima de sus relatos; porque crea enseñando, que es lo que lo hace al fin maestro y porque la mayoría de las técnicas nuevas son suyas donde quiera que se encuentran. No hay que olvidar que Rubén empezó destruyendo sin quedarse allí y ese es Cortázar. El maestro.
62: Modelo para armar, es su segunda novela; Rayuela, la primera (1963) es ya un clásico; sus libros de cuentos anteriores son Bestiario (1951); Final de juego (1956); Las armas secretas (1958); Historia de cronopios y de famas (1962); Todos los fuegos el fuego (1966). Uno de sus cuentos, «Las babas del Diablo», sirvió de tema para la famosa película de Antonioni, Blow Up. Tiene también un libro de ensayos-collages-poesía, y de todo, que es la Vuelta al día en ochenta mundos (1967), en el cual (ya acotado por Mejía Sánchez, naturalmente), comete la vegetal herejía de hacer florecer cerezos en Nicaragua, lo cual, dentro de su total teoría del absurdo, es lo más lógico del mundo, como que las guabas se den en Kafarnaún.
Cortázar, Julio, 62: Modelo para armar, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1968, 270 pp.
San José, abril de 1969.