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Cuando no hay donde volver: las constancias del exilio

Adriana A. Bocchino





La década del '70 en Argentina ha sido estudiada desde distintas perspectivas convirtiéndose en un objeto problemático y -me animaría a decir- hoy puesto de moda. Respecto a la posibilidad de observar un cambio estético importante en la literatura argentina propuse hace un tiempo la década del '70 como bisagra entre un tipo de escritura que todavía confiaba en la posibilidad de acción de la literatura, al responder en sus características generales a una estética de vanguardia, y otro tipo marcado, a grandes rasgos, por el escepticismo devenido, entre otras cosas, de la situación traumática producida por el golpe de estado del '76 (2002). Este último tipo de escritura se ve, específicamente, en lo que denomino escrituras de exilio. Si bien, por cronología, se sitúan en lo que va a llamarse posmodernidad, responden en todo caso al lado oscuro de lo posmoderno, es decir, a aquello que denuncia y, paradójicamente, sostiene al rechazar la presencia de la posmodernidad, caracterizada en sus fundamentos económico-políticos por uno de los términos que da nombre a este congreso: la globalización.

Sin dudas, Argentina empieza a participar en este nuevo concierto a partir de la década del '70 y de la peor manera, a través de una dictadura. Las escrituras de exilio no sólo manifiestan una cuestión temática en torno a situaciones de exilio geográfico personal sino, y ello es lo que me ha interesado, un tipo especial de escritura, con marcas retóricas precisas, que plantea una serie de definiciones alternativas al exilio geográfico y remite a constantes que permiten abarcar un amplio espectro de producciones. Se trata de obras que no siempre responden al «estar escritas fuera» sino a una «experiencia de exilio» sea donde sea que pueda establecerse su productor. Me detengo en esta experiencia porque creo que aquí pasa el hilo que une aquellas escrituras de los '70 y una nueva narrativa argentina en la globalización.

Ahora bien, siempre sostuve que el exilio no sucede sólo por fuera de las escrituras. Por eso, y para acotar el campo disciplinar y la metodología de trabajo, prefiero hablar de escrituras y no de literatura, puesto que podríamos decir que hay algo en «el trabajo con» o en «el trabajo de la escritura» -al decir de Noé Jitrik (2000)-, en el deslizamiento digo, que se relaciona intrínsecamente con la situación de exilio y se muestra en las marcas de esa escritura, produciendo una estética específica1.

Ensayemos una definición.

Primer problema, una definición tan vacía como cualquier otra puede hablar de «literatura de exilio» para referirse a producciones que emergen, por confrontación, a partir de un hecho social y político, una dictadura. El caso podría ser del '76 en adelante, quizás un poco antes, en Argentina. Sin embargo, la cronología, los personajes, el lugar, los hechos, proporcionan y determinan marcos de referencia vacíos de sentido respecto de la instancia de escritura si no se los relaciona en el espesor proporcionado por las maneras de esa escritura. Permítanme, entonces, realizar una serie de apreciaciones teóricas que van más allá del '76 y de los exilios a partir de allí desencadenados para, luego, afincar las reflexiones sobre los textos que les dieron lugar.

Iniciado el trabajo observé cinco constantes que exceden los marcos de referencia, es decir la coyuntura. Para empezar, el problema del corte: qué cosa hace que pueda decidirse la inclusión de un libro, y no otro, en lo que da en llamarse, al modo de un titular de un suplemento periodístico, literatura de exilio. La denominación se encuentra bajo una impronta social tan fuerte que desplaza cualquier otro tipo de consideración y hace que el trabajo se mueva en el orden de lo que la antigua retórica llamó los contenidos. Sin embargo, aquí hay algo más y no es algo que tenga que ver con los contenidos: entre los diferentes ángulos -ideológicos, sociológicos, psicológicos, etc.- desde los que podríamos intentar una definición, hay uno que los reúne y especifica cuando se habla de literatura, y se refiere a la perspectiva escrituraria. La dificultad de enunciar el problema está en el tipo de relación que establece esta producción y un desencadenante social y político. Y ello porque esa relación resulta paradójica al definir esas escrituras: se produce, muy a su pesar, por confrontación frente al «sucedido» social o político. Allí aparece la primera constante que va más allá y más acá del '76: lo paradójico.

Pero, enseguida, otro problema incursiona en el primero. ¿Desde dónde definir esa relación? ¿Desde dónde definir la situación de exilio en las escrituras? ¿Puede haber una perspectiva específicamente escrituraria? ¿Hay un proceso de recodificación o encodificación en el traslado, en el que las escrituras dicen sus posibilidades a medida que se escriben? Lo más seguro es que haya que recurrir a diferentes ángulos -ideológicos, sociológicos, psicológicos, y también escriturarios- para poder definir ese vínculo, y allí, entonces, como segunda constante aparece el carácter complejo que refuerza la emergencia paradójica. Resulta muy difícil separar los cuerpos, con nombre y apellido, de las escrituras que producen porque ambos dan cuenta de una continua interrelación que nunca es sólo doble: y allí es necesario pensar el desmonte de esta situación, es decir lo que llamo la producción de sentido, como una de las operaciones fundamentales a la hora de dar una interpretación.

Así, podemos pensar una fecha para datar una escritura en una historia. Pero enseguida algo se escapa porque la cuestión está en ver en qué sentido se produce esa escritura, en qué sentido el exilio y en qué sentido nos produce, históricamente, un exilio. Desde una circunstancia datable, se revela enseguida que la situación tiene que ver con otra historia: la de una escritura y su movimiento. Y allí sí podemos empezar a hablar de especificidad, a pesar de que el lugar donde una escritura se cruza con lo social quizás sea el punto álgido de la discusión, puesto que nada es tan difícil como dar cuenta de una articulación. El procedimiento se complejiza si se tiene presente que se intenta dar cuenta de una articulación inmanejable, en continuo movimiento, en continua producción, a cada lado y en sí misma.

Por otro lado, si con alguna escritura las relaciones con lo real -hablo ahora del problema de la representación- pretenden mantenerse, estratégicamente, en suspenso, las escrituras de exilio ponen este problema sobre la mesa, se constituyen en él: en el gesto de ser escritas plantean un corte para dejarse pensar, un lugar para mirar la articulación. Y es aquí donde se abre una nueva serie que recupera básicamente lo político, puesto que las escrituras de exilio deben pensarse en el corte provocado por lo político, y lo político, en el exilio, se constituye en el corte provocado por las escrituras. Esta es, entonces, la tercera constante.

Lo real -y aquí nos metemos en un lodazal, lo sé- lo real, digo, que se sustancia en una situación de exilio se plantea como una línea abierta en frecuentes contradicciones. Lo real, ¿concreto o deseado?, parece imposible de re-armarse. No existe la instancia previa presupuesta sino la que sólo ha sido deseada, construida políticamente. Sujetos y escrituras en el exilio tratan de producir un sentido para el exilio sin saber muy bien para qué ni para quién y de aquí que se produzca algún sentido en el punto cero autorreferencial: cuando el exilio escribe el exilio, desde el exilio, hacia el exilio, convirtiendo, a su vez, su escritura en escritura exiliada. Lo que se afirma o se niega importa, pero lo que queda es ese recorrido inscripto de la línea de exilio: la escritura. Incluso podría hablarse de diez años de exilio, y podría entenderse como la separación de un pasado fechable. Ese pasado, del que surge el exilio, que se intenta reconstruir a cada paso como lo real -vuelvo a preguntar ¿concreto o deseado?- es un pasado que, irremediablemente, desde el exilio, estaba en el futuro que sólo pudo provocar exilio. Esta situación hace que se congele el presente porque invierte pasado y futuro, y construye la imposibilidad del presente. El único tiempo del exilio sería un pasado del que se exilia, del que se sigue exiliando-se, y se va hacia algo que está, que ha estado siempre en el pasado. Como ven se trata de una afirmación en dos sentidos a la vez: hacia atrás y hacia un futuro que se quiere como el pasado -lo deseado en el pasado- pero, a la vez, distinto -de lo concreto del pasado. Su lugar, un lugar en movimiento, tiene que ver con el escribir.

En definitiva, el sentido de estas escrituras, como doble sentido del tiempo y el espacio, se relacionará con una distancia inversamente proporcional al tiempo. El punto inicial podría estar dado por la partida. Y aquí la cuestión es cuándo se empieza a partir, cuándo se llega, dónde se está cuando se está en viaje de exilio, dónde están las escrituras de exilio en tanto se escriben durante el exilio. Las respuestas están irremediablemente atrás, a la inversa de lo que sucede en un viaje de aventuras. En el plano de reconstrucción de un imaginario social, el exiliado es siempre un utópico. Pareciera ser que se da como condición de la utopía el exilio, y viceversa. Condición y contradicción a la vez, porque se trata de un lugar que se deja y un tiempo del cual se tiene que marchar, pero sobre los cuales se pensaba posible la utopía. La escritura exiliada, al mismo tiempo, escribe, inscribe, traduce, este lugar y este tiempo, el de su propio viaje. Esta es la cuarta constante. Trazará un mapa del efecto de exilio, recorrido por la pérdida del objeto en todos los sentidos -lo real deseado- y su manera será la dispersión. Mujeres, hombres, exilios que se escriben, escrituras exiliadas que nunca serán necesariamente en otro país. La pérdida, la quita, remarcada en la situación de exilio, pueden darse en el propio suelo.

Por lo tanto, el lugar, el único lugar posible, en estas condiciones, ocurre en un sujeto que escribe. Esta situación, en su desplazamiento, constituye a estos sujetos al tiempo que estos sujetos escriben desde esta situación y no otra. Sólo así se alcanza a entender la insistencia del gesto de inscripción de los sujetos a partir del indicio autobiográfico en estas escrituras. La última constante, entonces, será la reposición obsesiva de los sujetos, los que escriben y sobre los que se escribe puesto que allí se definen, se arraigan, resisten desde la escritura que aparece como posibilidad de engarce de cuerpos que se dicen con nombre y apellido.

Volveré sobre esta última cuestión pero ahora permítanme adelantar una conclusión: exiliar(-se) será, siempre, en un doble sentido, desde y hacia, esquivando el presente. Podría definirse como un no cesar de deslizarse en la identidad del deslizamiento (desde, durante y hacia). La escritura intenta fijar algún límite, producir un corte que, sin embargo, por su presencia vuelve a cruzarse porque resulta una frontera en continuo movimiento donde se reinventa, a su vez, la retórica del deslizamiento.

La incertidumbre aparece, por tanto, como estructura fundamental. Las cinco constantes que he observado refuerzan el carácter de lo incierto y posibilitan, exigen, una producción de sentido, paradójico e indecidible. Esa estructura descuartiza al sujeto del exilio, quien continuamente está tratando de definirse (¿quién se exilia?), y descuartiza el topoi, la utopía, (¿de dónde y hacia dónde se exilia ese sujeto?) sin encontrar respuesta a la pregunta que inicia el movimiento (¿por qué?). Incertidumbre que congela el tiempo deteniéndolo en la emergencia del gesto de escritura. En todo caso, cualquier ángulo de interpretación en la situación de exilio estará barrado por lo político: se deseó un único sentido pero esto desencadenó el exilio que, a su vez, reitera el deseo de un único sentido para dejar el exilio, y así sucesiva y simultáneamente. La situación de exilio insiste, subsiste y una vez que se ingresa en ella difícilmente pueda volverse a una situación de no deslizamiento, tal como sucede con la situación escrituraria. Trabajar en la producción del sentido de un exilio está íntimamente ligada a la producción de escritura. Se trata de un momento de detención en el continuo deslizamiento que, a su vez, es él mismo deslizamiento, escritura.

Así la escritura podría ser un sentido para ciertos exilios como el exilio el sentido de ciertas escrituras. A la inversa del viaje de aventuras, donde todo, aun y sobre todo, lo por conocer, tiene sentido, el exilio lo que hace es mostrar el como si. El elemento paradójico constituye el sin sentido en relación interior con el sentido. Y ello es lo que se despliega en la escritura: la frontera, el exilio, no sería una separación sino el elemento de la articulación. Y el sentido es lo que sucede a los sujetos en exilio y lo que insiste en las proposiciones -escrituras de exilio-, como en espejo.

Para mostrar lo que digo me referiré a dos libros: Cuerpo a cuerpo de David Viñas y Libro de navíos y borrascas de Daniel Moyano. Digo libros, y no textos, en abierta controversia y desafiando conceptos naturalizados de la teoría literaria como los de textualidad y muerte del autor. Es más -otro excurso teórico para ampliar las consideraciones sobre el autor-, en las escrituras de exilio observo una provocación respecto del planteo foucaultiano sobre la muerte del autor (1969): estas escrituras contradicen la propuesta -que, a decir verdad, nunca estuvo referida a una configuración discursivo-literaria- porque las «condiciones de funcionamiento de prácticas discursivas específicas», para usar palabras del mismo Foucault, en este caso, la desafían punto por punto.

Veámos estos puntos. Como ya dije, la situación de exilio no resulta sólo del traslado físico de quienes escriben sino que se configura como espacio de desplazamiento en relación con un tiempo, marcado por un tiempo, donde son colocados ciertos autores. Nótense aquí estas tres indicaciones: el desplazamiento; la marcación del tiempo, es decir una historia; y la impronta de la voz pasiva -son colocados. En la formulación becketiana «qué importa quien habla, dijo alguien, qué importa quien habla»2, retomada por Foucault, la descripción se ajusta a escrituras que no necesitan reafirmarse: son centro, núcleo duro de un pensamiento al que sus autores, en todo caso, según una «especie de regla inmanente» se habrían plegado sin escándalo alguno3. Por el contrario, las escrituras de exilio, como los relatos de Sherezada que a colación trae Foucault (de la que dice: «tenía como motivación, por tema y pretexto, el no morir»), serían el «reverso obstinado del asesinato» al que han sido condenados los autores. Así colocados, estos escritores tienen un único lugar donde afirmarse y por ello, para ellos «quien habla» es de fundamental importancia.

Por otra parte, y en otra parte, Foucault (1981) observa que habría sido el estado el que habría promovido la individuación burguesa, contra la que se levanta la indiferenciación en tanto «uno de los principios éticos fundamentales de la escritura contemporánea», es decir la que hace desaparecer al sujeto. En el caso de las escrituras de exilio se produce la exacta situación inversa: es el Estado el que promueve la indiferenciación con la privación de la libertad y muerte indiferenciada haciendo lugar a un verdadero «Qué importa quien habla». De aquí que estas escrituras confronten la pregunta al insistir en la afirmación de un sujeto que sólo tiene como lugar de presencia su escritura, de y por la escritura, y en el reconocimiento de una disimetría entre un orden de lo real y un orden del discurso. Atacada la ilusión realista, puesta en el centro la pregunta por el representar (cómo, desde dónde, con qué lengua, para quién), al mismo tiempo que se interroga el objeto de representación, es decir el orden de los hechos (qué, por qué, cuándo, dónde), la única certeza que queda se radica en el sujeto que escribe afirmándose, pese a todo y contra todo, en el acto de escribir.

Es necesario ver, entonces, cada constelación de escritura en la coordenada en la que aparece (lo diría incluso el propio Foucault, son sus palabras). En estos autores escribir, escribirse, es una cuestión de vida o muerte, única posibilidad, lo reitero, de sobrevivencia.

Así, en literatura argentina, quienes convirtieron transterramiento en exilio, aquellos a los que el exilio se les impuso y otros, que sin irse del país se refugiaron en alguna zona psíquica o física, arman una figura de autor opuesta a la que propone Foucault y, al mismo tiempo, desafían el control del estado totalitario por la afirmación de un sujeto empírico. Por ello, quizás, las escrituras de exilio requieren la idea de red; no hay la afirmación de un sujeto único sino la contención escrituraria de los sujetos en situación de exilio escribiéndose, citándose, dedicándose. Se trata de un espacio enfrentado en términos ideológicos, sociales, políticos y, por lo tanto retóricos, a los que Foucault trabajó. El funcionamiento de la figura de autor, contraprueba, va a ser exactamente el inverso en un caso y otro.

Ahora bien, utilizando su propuesta metodológica, podremos redefinir la idea de autor para pensar su funcionamiento en la especificidad de las escrituras de exilio: aquí el sujeto escribe para no desaparecer, esforzándose explícitamente «para mantener la muerte fuera del círculo de la existencia» como «reverso obstinado del asesinato»; su marca de escritor en la escritura es, quizás, la única prueba; y allí, más que en ningún otro lugar, tiene que hacer el papel del que está vivo en «el juego de la escritura», en tanto práctica, a la que puede/debe/elige aferrarse para seguir viviendo. Como fundadores de una discursividad otra, con sus propias reglas, estos autores intentan hacerse un lugar en sus escrituras, hacerse reconocer, llamarse con nombre y apellido. Sólo allí encuentran espacio para reconocerse y nombrarse, haciéndole lugar al sujeto de carne y hueso, empiria rastreable en el nombre propio que firma el libro.

Por esto, enfoco el movimiento de la escritura desde su marca retórica y firma de autor para proponer una hipótesis de interpretación cultural. En contravención respecto de encuadres tradicionales, el trabajo va desde el adentro -la escritura- y lo mínimo -una marca retórica- hacia el afuera -la situación de exilio que operaría como determinante. Este salirse de cuadro y operar desde un ángulo diferente permite proponer otra malla de contención: en Viñas y Moyano no sólo se reafirma la hipótesis de una retórica particular para las escrituras de exilio sino que, además, permite reevaluar gran parte de sus producciones. Pensados como realista uno y regionalista el otro, desde el nuevo ángulo son observados como alegoristas de la historia argentina.

Ahora bien, cuando hablo de alegoría tampoco lo hago en los términos tradicionales de la vieja retórica sino en los que ofrece Walter Benjamin al hablar de las producciones de vanguardia: una construcción -dialéctica, inconclusa, fragmentaria- que habilita una lectura diferente del presente desde la reinterpretación del pasado (1989, 1990 y 20054).

Tanto Viñas como Moyano ponen en juego esta construcción retórica en sus textos al abrir el campo a la interpretación y crítica cultural desde la ficción novelesca. Pero ambos lo hacen de manera diferente: en Cuerpo a cuerpo la alegoría es la realización violenta de un montaje que desemboca en un collage exasperado; en Libro de navíos y borrascas, literal y metafóricamente, una fuga. Si en uno es cinematográfica, en el otro es musical. En los dos, sin embargo, la alegoría es un movimiento antes que una figura estática y por ello asocio sus disposiciones retóricas con la propuesta benjaminiana.

La ficción de Viñas ha sido considerada como realista, con matices y reconvenciones varias pero si se repara en el trabajo de la escritura, tal como lo planteo, los textos se alinean rápidamente dentro del discurso alegórico: Viñas escribe para que la historia argentina se vuelva a leer desde el presente, y el presente, resignificado, se lea en aquella lectura que se hace del pasado. Cuerpo a cuerpo aparece como texto paradigmático transformando la alegoría, por lo demás, en figura del exilio.

La historia narrada no se refiere al exilio sino a una historia previa, antes de 1976 que, en Argentina, predispone, determina, lleva al exilio. Cuerpo... pone sobre el papel una serie de discursos, las más de las veces en estilo directo, en tanto galería informe, cambiante, perversa, rearmable, siempre terrible. Recorta y disloca la continuidad de un diálogo entre Yantorno-Goyo-Gregorio y los otros sobre un único tema, un hombre, Alejandro El Payo Cé Mendiburu, y en esa obsesión, la historia Argentina, la confrontación discursiva de la historia Argentina. En el eje biográfico el relato recupera el espesor de una historia familiar y, entonces, cien años de historia argentina que se cierran hacia 1976 con una muerte y la persecución que obliga a Yantorno a abandonar el país. Mendiburu resulta una síntesis que emblematiza lo siniestro de la historia argentina: corrupción, autoritarismo, violación, tortura, exilio, desaparición, muerte, desde el poder, desde el Estado.

El texto se inicia en gestos de concentración fuerte: dedicatorias, epígrafes, una escena fundacional. Sobredeterminación constante donde la única posibilidad de lectura es la síntesis alegórica. Allí hay sobreimpresión fáctico discursiva: ¿hasta dónde llegan los discursos? ¿hasta dónde los hechos? En definitiva la historia siempre, en la que quien escribe intenta afirmarse. El texto sobreimprime sentidos: título, subtítulos, dedicatorias, epígrafes, más subtítulos, más epígrafes, paréntesis, subtítulos repetidos, la diferencia en la repetición, las modulaciones en los paréntesis, más paréntesis. Sólo se llega a una síntesis en la alegoría: el padre que da las tablas de la ley, un pacto autoritario, la castración del hijo, el don-obligación de la predicación, la muerte, el suicidio-asesinato de Mendiburu.

Durante el tiempo de exilio, la caída de los grandes relatos que intentaron versiones acerca de la totalidad de lo real derivó en la esfera estética en el replanteo de las estrategias estético-ideológicas. Entre esas nuevas estrategias, dos alcanzaron un lugar significativo: la fragmentación discursiva y la refutación de la posibilidad representativa. Cuerpo... las articuló en beneficio de un uso incluso diferente. Por esto, aunque las ficciones de Viñas fueron descriptas en términos de correlación con la mímesis realista, habría que hacer hincapié en la relación conflictiva que mantienen con el realismo convencional extremando esa disimetría en una sintaxis telegráfica: la colección de discursos no tiene un orden sistemático sino que reproduce los elementos en secuencias cinematográficas según un montaje ligado a una memoria aleatoria y desesperada, con la consigna de salvar cierto orden dentro del desorden de la historia. Cuerpo a cuerpo, desde el exilio, insiste en la reconstrucción de los hechos a través del camino de una historia argentina cifrada en la batalla, cuerpo a cuerpo, que libran Mendiburu y Gregorio Yantorno.

Daniel Moyano, por su parte ha sido etiquetado bajo el mote de regionalista. El punto es que, en Moyano, también es la alegoría la marca que estructura su escritura. En Libro de navíos y borrascas esto es obvio si se piensa en el viaje en los términos tradicionales. Pero hay que decir que se escribe en la precisa dirección contraria a la alegoría tradicional así como en la precisa dirección contraria de aquel otro libro que da testimonio del viaje de aventuras, el Diario de viaje del Almirante. Libro... se escribe en el exilio, desde el exilio, a quinientos años de aquel otro viaje sin saber muy bien para quién se escribe. Antes que alegoría de viaje es alegoría de un pedido de auxilio, a la vez que intenta explicar y explicarse la llegada a este punto. Setecientos exiliados, «conosureños», hacen el viaje de Buenos Aires a Barcelona junto a Rolando, el protagonista, en un barco a veces de carga, a veces transatlántico. Sus historias particulares, sin embargo, no constituyen la historia de Libro... Como en Cuerpo..., la historia que lleva a, la que determina una entrada en el exilio, es la verdadera historia: una polifonía de voces lanzada al vacío del tiempo, con los ojos desorbitados del ángel de Paul Klee descripto por Benjamin como el ángel de la historia5. Quince capítulos organizados como pequeños libros que conforman el libro mayor.

En este sentido, especifiquemos la alegoría en Moyano. Si en Viñas hablé de sintaxis telegráfica, aquí hay sobreabundancia. Si Viñas procede por retaceo, corte violento y cachetada, Moyano lo hace por verborragia para moderar lo que avergüenza decir: una historia argentina mal contada. La alegoría en Moyano se erige como un cuaderno de la memoria. Por ello sobreabunda. Pretende dejar constancia, registro de cada detalle: decir la vergüenza y no olvidar los pasos para poder, alguna vez, volver. Ahora bien, la alegoría aquí no se plantea en términos plásticos, como en Viñas, sino musicales. Si se pudieran homologar los procedimientos de un arte en otro, se diría que el trabajo de Viñas está cerca del procedimiento dadaísta puesto al servicio de un expresionista. Moyano, en cambio, al modo barroco, monta a lo Bach, una alegoría coral. La fuga habilita siempre un volver a recomenzar el tema principal, hacer la variación, sostener las líneas en un estrecho para volver a aparecer bajo nuevas condiciones que resultan ser siempre las mismas: el exilio. Rolando narra el viaje al exilio, el viaje que ya es exilio, el de él y el de los setecientos «indeseables» que lo acompañan. Como Viñas, Moyano escribe para sobrevivir, la escritura es el lugar de la sobrevivencia. El intento por volver a definir, darle un nombre a lo que está dejando de tenerlo, así como un reafirmarse -quien habla- y un reafirmar a los otros -a quienes se les habla- se convierte en una obsesión.

Si la alegoría es la figura, se arma aquí bajo el arte de la fuga y por ello no hay cortes bruscos sino un perpetuo enrollar y desenrollarse de palabras que, además, arman historias sincopadas entre silencios explícitamente remarcados. La multiplicidad de discursos, las voces, están allí para hacerle lugar al silencio: el estilo indirecto libre hace lugar a la variación permanente, los lectores son llevados a escuchar más que a leer, y en esa escucha es el silencio el que retumba una y otra vez. La alegoría de Moyano, como dije, al estilo Bach pero reinterpretada por Schoënberg.

En tanto el exilio promueve un arte que deniega la referencia a favor de una proteica significación e impulsa el tratamiento de la «realidad» como materia desmenuzable, puesto que no hay referencia a la que referir sino la disolución de la organicidad, y entonces de la obra que se construye sobre el montaje o la fuga de los fragmentos, el desciframiento del texto alegórico no suprime la literalidad. El efecto alegórico depende siempre de la duplicidad del sentido, de la interacción de lo particular literal y lo general cifrado. Es necesario que se produzca la reinterpretación final de ese mapa que se ha trazado: los procedimientos y las estrategias narrativas tienen como objetivo la muestra del documento, el armado del archivo, el ofrecimiento de la colección, fragmentaria e incompleta. El realismo de Viñas o el regionalismo de Moyano implican no la sucesión de la muestra ordenada para la exposición sino la valija apresurada en la que se guarda lo que puede alzarse en el apuro de la partida al exilio. Por ello no hay síntesis sino tesis y antítesis permanentemente reabiertas desde la figura de un autor que se inscribe/sobrevive en ellas.

Vuelta de página, veámos ahora qué pasa en ciertas escrituras que de ningún modo pretenden colocarse cerca de Viñas o Moyano pero que se han formado en ellos o, mejor decir, en la situación de exilio en las que produjeron ellos.

El punto es que, iniciada la democracia y establecida la posibilidad de un regreso, el cambio producido «mientras tanto» a nivel político social en términos internacionales hizo que los escritores -hago foco sobre los argentinos- a los que este cambio los «tomara» en «situación de exilio» (geográfico, interior, político, psicológico, etc.) se convirtieran en pioneros de lo que podría pensarse una estética de la globalización. La diferencia, como no podía ser de otra manera, pasa por una cuestión de espacio: si antes podía suponerse el regreso como una forma de vuelta a la normalidad (¿?) -ya vimos que deseada, no concreta- con el advenimiento de una perspectiva cierta de regreso, poco a poco, se impuso el escepticismo al que no pudo renunciarse. Hoy, se sabe, pasar por la situación de exilio implica la imposibilidad del retorno porque no se trata de una cuestión puramente geográfica.

En esta línea la «estructura de sentimiento» que cimenta la experiencia del escritor en la globalización para el caso argentino se afinca, a mi entender, en aquella estructura de emergencia paradójica, compleja, devenida de la situación de exilio. Lo que podía pensarse como un estado transitorio, a partir de la escena que concreta la recuperación democrática se revela imposible. El sentimiento de exilio, en la globalización, se ha vuelto una constante, con la variante, respecto de exilios previos, que ahora no hay donde volver. Y ese es el punto, nuevo punto traumático, que tematiza, obsesivamente, la nueva narrativa argentina.

Cuando José Pablo Feimann publica la Crítica de las armas en el 2003, de alguna manera como continuidad de La astucia de la razón de 1990, novelas que responden todavía a la estética de lo que llamé escrituras de exilio, prometió cerrar el cuadro con una tercera novela que iba a llamarse El desierto crece, frase de Nietzsche con quien el filósofo escritor argentino mantiene una relación de amor odio altamente productiva. La cuestión es que la tercera novela no fue El desierto crece sino La sombra de Heidegger que retoma algo de las anteriores, un personaje colateral podría decirse, y que como Heidegger respecto de Nietzsche, actúa definitivamente en esta historia que nos pasa, el «trasvasamiento» de la modernidad en posmodernidad, exilio en destierro, por siempre y para siempre.

Tres novelas, fuera de todo canon académico, publicadas en estos últimos años, han llamado mi atención: Full de ases (2004) de Mauricio Espil -escrita hacia el 2000-, Los incendios (2005) de Alfonso Mallo -escrita también hacia el 2000- y El año del desierto (2005) de Pedro Mairal -escrita a partir del 2001-; siendo los dos primeros escritores casi desconocidos y habiendo obtenido el tercero cierto reconocimiento más que por esta novela por una anterior que obtuviera el premio Clarín 1998 -Una noche con Sabrina Love. Podría pensar en otras producciones recientes como las de Martín Rejtman o Martín Kohan, Alan Pauls o Ariel Bermani, pero en esta oportunidad me referiré a aquellas porque responden a lo que me refiero no sólo por desplazamiento canónico -una forma de exilio- sino porque hacen de la frase nietzscheana, prometida por Feimann como título para su tercera novela, tema y argumento, y de la conclusión por el no lugar en la globalización para hombres y mujeres, el fin último de cualquier expresión, artística o cotidiana.

La novela de Espil es básicamente una novela de amor, y como si eso fuera poco para estos tiempos, con final feliz. ¿Feliz? En el desbarrancadero que es la historia del protagonista, lo único que queda en pie parece ser una mujer. Lo que importa remarcar es que el protagonista no tiene nombre, nunca nadie lo llama por su nombre, y lo que sucede -que es la pérdida en todos los sentidos- no sabemos dónde ni cuándo sucede. La ciudad -porque se trata de una ciudad, de circunscriptos espacios urbanos dentro de una ciudad- tampoco tiene nombre y podría ser cualquiera de las ciudades capitales conocidas, de aquí o, incluso Europa o Estados Unidos, da lo mismo, es un invento, no existe. El tiempo, eso sí es seguro, es el tiempo del cine que arma y desarma recuerdos, acciones, frases, modos de ser y hasta de decir. Un tiempo de ficción que remeda el pasaje fotográfico con la velocidad propia del medio. El protagonista es un escritor fuera de lugar que busca un trabajo para subsistir. Alrededor lo posmoderno deja sus marcas (en la ropa, los perfumes, las películas, los libros, las conversaciones banales y hasta en los anteojos). El protagonista, en cambio, se ve despojado de todo, incluso de un nombre, para aferrarse, sin otra consigna, a un cuerpo de mujer. La sensación es que podría haber sido la que es o cualquier otra, sólo hace falta un pequeño espacio: con el cuerpo de una mujer basta, parece decir el protagonista, y se siente feliz, dice que se siente feliz, escribe que se siente feliz y trata de creérselo.

La novela de Mallo transcurre en una ciudad que parece situarse entre límites precisos: una zona Norte, fundacional, el Sur -donde se esperan los incendios- y el mar a un lado. La precisión contrasta con la indefinición porque esta ciudad tampoco tiene nombre. Lo que sí es preciso es que aquí, como en otras ciudades, han empezado los incendios y hay quienes se resisten a marcharse. Sabemos que hay un bar, un frigorífico, un almacén, un hotel, una pieza, cuatro hombres y una mujer. Allí y entre ellos se producen extrañas formas de amor, tratando de vivir sin escapar de la ciudad pero imaginando, a la vez, diferentes formas de morir. Con el fuego cada vez más cerca, las recetas de sobrevivencia abren un lugar en el tiempo y resultan la única forma de acción. Los personajes son cercados por el fuego y sin estridencias se van corriendo hacia lo que todavía no ha sido abrazado en la certeza de que, de cualquier manera, en algún momento, serán alcanzados por el destino inescrutable. La percepción es de tierra arrasada. Lo terrible es que nadie se queja. Los incendios han pasado a ser parte del nuevo paisaje: naturalizados, se los mira empezar y comerse cada edificio, cada espacio, en una hoguera silenciosa.

La novela de Mairal si sitúa claramente en Buenos Aires, sin embargo a medida que avanza el tiempo del relato, la historia involuciona. El personaje, María, va hacia atrás en una Buenos Aires que puede tener ese nombre pero se va pareciendo cada vez menos a lo que conocemos. ¿Se va pareciendo cada vez menos? La ciudad es cercada poco a poco por la intemperie, sin aviso, sucede y va creciendo hacia adentro hasta volverse el punto cero de una historia que podría ser la de un país que se llamará Argentina. El personaje, una mujer muy joven, desde un presente en otra parte, recuerda y cuenta. Sin duda, aquí la intemperie es ese desierto, anunciado por Nietzsche/Feimann, que crece sin pausa y sin sosiego. Volver atrás, lo que podría pensarse como una búsqueda de las raíces, significa aquí desfondar la historia, mostrar que no tiene sentido alguno; que, aunque vayamos hacia atrás, no hay salida posible y que siempre, de cualquier manera, lo que hay es más desierto, nada.

En 1996, Renato Ortiz escribía en Otro Territorio («Introducción», 17-18) sobre la globalización y la necesidad de estudiar los fenómenos globalizados (el FMI, la televisión, la tecnología, etc.) así como los llamados «no lugares» (aeropuertos, supermercados, shopping), sitios todos que ponen al descubierto la desterritorialización. A partir de estas pocas palabras podríamos armar una larga lista bibliográfica para definirlas, problematizarlas, volverlas a definir, dar vueltas alrededor de la modernidad y la posmodernidad, que si empezó antes o después, si nos corresponde hablar de posmodernidad o de otra cosa, si nos incluye o quedamos fuera, etc., etc. Lo que siempre me llamó la atención es que el enfoque que puede interesar al estudioso no registra el lugar de la experiencia. Y ello es lo que, justamente, creo, trae al ruedo la colección de nuevas escrituras: la expresión de una experiencia que se traduce en la metáfora del desierto, la intemperie, la fuga, el despojamiento, la desolación. Si esta experiencia podía observarse en aquellas escrituras que trabajé meticulosamente sobre la década del '70, las que llamé de exilio, el punto es que ahora, a diferencia, se ha transformado en una experiencia cuya duración se ha congelado, se ha vuelto permanencia. Se trata de una nueva paradoja puesto que si implica un movimiento, una traslación, un viaje, estas nuevas escrituras no refieren causas ni efectos, sólo suceden, no hay lugar de partida ni punto de llegada. No se va hacia ninguna parte. Se sobrevive. Puesto que no hay acontecimiento alguno cuya contundencia permita marcar un punto de apoyo, se trata de una acumulación residual de la catástrofe, un sentimiento de catástrofe internalizado, naturalizado y, por lo tanto, ni optimista ni pesimista, sólo presente.

Si bien, como dice Renato Ortiz, «la cultura mundializada no se encuentra ya fuera de nuestras sociedades nacionales forma parte de nuestra vida cotidiana, de nuestros hábitos», resulta que la experiencia de esa cultura difiere en forma abismal respecto a cómo se vive en el primer mundo. Si no difieren, a esta altura, ciertos enclaves espaciales, hay una experiencia de esos espacios diametralmente diferente.

«La comprensión de un mundo desterritorializado requiere un punto de vista desterritorializado» (Ortiz: 19) también dice. La cuestión es que estas novelas ya tienen incorporado un punto de vista desterritorializado, es decir una experiencia de la vida a la intemperie: no el aeropuerto, el shoopping o el estudio de TV, aunque también aparecen, pero más vale como «sentimiento» de desierto, la ciudad sin nombre, con nombre pero casi sin posibilidad de identificación, más o menos parecida a algo que conocíamos pero diferente, y además -y allí, creo, radica lo «terrible»-, no importa, no interesa, no ocupa ni preocupa, no tiene desenlace, o puede tener cualquiera, no empieza ni termina, puede continuar indefinidamente. Lo que veo en ellas es una experiencia del dolor que ha superado, por inútil, toda queja, toda crítica -en los tres casos los personajes nunca se quejan de sus situaciones, sólo les suceden. Si antes podía hablarse, pensarse, una posibilidad de regreso, ahora la experiencia de una constancia en el exilio aparece como único lugar de permanencia. De aquí que las narraciones no puedan contar el dolor sino sólo el desplazamiento sin puntos de referencia. Así como la novela de Mairal desarrolla en el avance de la historia una regresión en el tiempo, las novelas de Mallo y Espil se recluyen hacia un no lugar y un no tiempo en los que los personajes «progresan» hacia atrás y adhieren, como única forma de sobreviviencia, a un nuevo nomadismo. Digo nuevo porque si la definición tradicional implica «la recolección y la caza» de lo que se ofrece en la naturaleza, ahora más bien, se trata de la recolección del desperdicio, de lo que queda.

El paso de modernidad a posmodernidad, aldea global, comunidad planetaria, globalización, sociedad informática, modernidad mundializada, mundialización de la cultura, etc., no ha sido ahondado en un punto que se me ocurre crucial y deriva de la crítica que Raymond Williams les hiciera a los formalistas rusos primero y a los estructuralistas después retomando palabras de Bajtín y Mendeved. Dice Williams, al trazar el mapa de los usos de la teoría (1997: 213) y reconvenir a los teóricos del posestructuralismo, que no son las obras las que se ponen en contacto sino las personas, quienes, sin embargo, lo hacen por intermedio de las obras y que si hay proyectos y programas y textos es porque hay personas que los llevan adelante. Sin duda, se trata de la traducción para el campo intelectual de la olvidada sentencia de Marx acerca de que «las mercancías no pueden ir por sí solas al mercado ni intercambiarse ellas mismas» si no es volviendo la mirada sobre los productores/portadores de la mercancía.

En lo personal este es el punto que me interesa observar, es decir ¿cómo aquello teorizado pasa en/por las personas? ¿De qué manera? ¿En qué forma? ¿Cómo se expresa? ¿Con qué figuras? Las manifestaciones artísticas, y entre ellas la literatura, siempre oficiaron, sin saberlo quizás, sin quererlo, como la avanzada de lo por venir. Cuenta una historia que está siempre en el pasado (aunque sea ciencia ficción o utopía) y da cuenta, mejor que en ningún otro lugar, de «eso» que, Williams también, llama «estructura de sentimiento», y que no se expresa de manera clara y precisa sino que es «algo» que flota, que sobrevuela a las expresiones artísticas y que se relaciona con lo que dejan estas novelas: un sabor, una sensación. ¿Qué es lo que produce ese efecto sino el compartir, sin explicaciones o teorizaciones, una estructura de sentimiento? Si el siglo XIX estuvo caracterizado, marcado, por el spleen en alguna zona de su literatura más prestigiosa, así como el XX por la revolución en cualquiera de sus direcciones y espacios diferenciados, me pregunto cuál será la marca del siglo XXI, al menos en sus primeros diez años. En lo que hace a la literatura argentina la incertidumbre, la permanencia de la incertidumbre arraigada en las situaciones de exilio iniciadas sobre la década del '70, acorrala el registro e impone, paradójicamente, la ley de su estructura. Habrá que revisar en la nueva narrativa cada una de las constantes observadas para las escrituras de exilio que desarrollé antes y pensar qué es lo nuevo aquí. Apuesto por un nuevo lugar para el sujeto, no más. Creo que ahora ni siquiera se arraiga en la escritura.

Cuando hablo de nomadismo no me refiero al nomadismo trivial, banalizado y festejado por ciertos posestructuralistas a la páge que no pudieron ver la propuesta crítica de la invención deluziana, sino a la experiencia desesperada del nomadismo urbano. La mecánica salvaje de la sobrevivencia, el campo de lucha en la abstracción de su funcionamiento, similar en un caso y otro de la pirámide. Ya no se trata de la posibilidad de participar, o consumir, una cultura más o menos cosmopolita, de adquirir este u otro bien, de la descripción del interior burgués minimalista o del conflicto amoroso, sino de las estrategias puestas en juego para la sobrevivencia. Lo peor del caso es que ello hubiera sido plausible -¿y hasta realista, me pregunto?- si una guerra, por ejemplo, hubiera arrasado el territorio. Como ello no ha sucedido entre nosotros, cuál es, entonces, el hecho, el acontecimiento, el suceso, que genera el sentimiento radical del desarraigo, incertidumbre, vuelta a las prácticas del nomadismo, que pueden verse en diferentes prácticas artísticas. Creo, sin temor a equivocarme, que se trata de ese silencioso pero continuo goteo que nos revuelve en este nuevo orden mundial llámese como se quiera y cuya característica manifiesta en lo cotidiano resulta ser la indiferenciación. Anunciada en términos positivos por el posestructuralismo, la muerte del sujeto, en tanto muerte del individualismo burgués, ya ha sucedido y entonces la pregunta que podríamos hacer es «¿y ahora qué?». El punto desgarrador es que parece no haber a quién preguntárselo y si tuviésemos siquiera una respuesta, inmediatamente, se instalaría la duda. Esta imposibilidad de convencernos radica la incertidumbre, la permanencia en la incertidumbre, nos deja varados a la intemperie, en un punto, inmovilizados.

Sin embargo el hecho de que ciertas manifestaciones artísticas, cierta literatura, pueda dar cuenta de este sentimiento, pueda escribirlo, remite inmediatamente a una posibilidad si no optimista, saliendo de la literatura o lo artístico, a un toma de conciencia. Esto es lo que nos sucede, esto es lo que está sucediendo, esto es lo que se ha naturalizado y allí el arte vuelve a cumplir la función de señalamiento extrañado de aquello que se ha convertido en lo común. Sin duda, las novelas que se están escribiendo en Argentina, y posiblemente en otros países latinoamericanos, no puedan rehusarse, aun cuado digan lo contrario, a dar cuenta de lo real concreto que nos acontece. La cuestión es que han encontrado un nuevo modo -como ocurre a cualquier cambio en el modo de producción por otra parte-, por temática, por forma, por personajes, por paisajes que, a su vez, si bien comparten las características de lo que da en llamarse estética posmoderna, quedan marcadas claramente como argentinas o, si se quiere latinoamericanas, o si se prefiere como los textos otros de la posmodernidad por enfocar el lado oscuro, más oscuro por impuesto y no elegido, de lo posmoderno, el verdadero lado de lo que entre nosotros sostiene la globalización: la permanencia en la incertidumbre, la situación de exilio.

Habrá que ver, en términos retóricos cuál es la figura que da cuenta de esta nueva realidad porque si la situación de exilio permanece no es ya la alegoría el lugar al que puede volverse. Posiblemente, incluso, haya que imaginar nuevas figuras fuera del repertorio tradicional. Pero esto quedará para una próxima oportunidad.






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