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ArribaAbajoEl semejante

(El Imparcial, 20-V-1895)


Como todos huían de Celestino el tonto, tomándolo, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera de patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando le tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse al tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.

Una mañana tropezó Celestino con otro solitario paseante, y al cruzarse con él y, como de costumbre, sonreírle, vio en la cara ajena el reflejo de su sonrisa propia, un saludo de inteligencia. Y al volver la cabeza, luego que hubieron cruzado, vio que también el otro la tenía vuelta, y tornaron a sonreírse uno a otro. Debía de ser un semejante. Todo aquel día estuvo Celestino más alegre que de costumbre, lleno del calor que le dejó en el alma el eco de aquel otro que con su sencillez le había devuelto, por rostro humano, el mundo.

A la mañana siguiente se afrontaron de nuevo en el momento en que un gorrión, metiendo mucha bulla, fue a posarse en un mimbre cercano. Celestino se lo señaló al otro, y dijo riéndose:

-¡Qué pájaro..., es un gorrión!

-Es verdad, es un gorrión -contestó el otro soltando la risa.

Y excitados mutuamente se rieron a más y mejor: primero, del pájaro, que les hacía coro chillando, y luego, de que se reían. Y así quedaron amigos los dos imbéciles, al aire libre y bajo el cielo de Dios.

-¿Quién eres?

-Pepe.

-Y yo Celestino.

-Celestino... Celestino... -gritó el otro, rompiendo a reír con toda su alma-. Celestino el tonto... Celestino el tonto...

-Y tú Pepe el tonto -replicó con viveza y amoscado Celestino.

-Es verdad: Pepe el tonto y Celestino el tonto...

Y acabaron por reírse a toda gana los dos tontos de su tontería, tragándose al hacerlo bocanadas de aire libre. Su risa se perdía en la alameda, confundida con las voces todas del campo, como una de tantas.

Desde aquel día de risa juntábanse a diario para pasearse juntos, comulgar en impresiones, señalándose mutuamente lo primero que Dios les ponía por delante, viviendo dentro del mundo, prestándose calor y fomento como mellizos que coparticipan de una misma matriz.

-Hoy hace calor.

-Sí, hace calor; es verdad que hace calor...

-En este tiempo suele hacer calor...

-Es verdad, suele hacer calor en este tiempo..., ji, ji..., y en invierno, frío.

Y así seguían sintiéndose semejantes y gozando en descubrir a todos momentos lo que creemos tenerlo para todos ellos descubierto los que lo hemos cristalizado en conceptos abstractos y metido en encasillado lógico. Era para ellos siempre nuevo todo bajo el sol, toda impresión fresca, y el mundo una creación perpetua y sin segunda intención alguna. ¡Qué ruidosa explosión de alegría la de Pepe cuando vio lo del escarabajo patas arriba! Cogió un canto, en la exaltación de su gozo, para desahogarlo espachurrando al bichillo; pero Celestino se lo impidió, diciéndole:

-No, no es malo...

La imbecilidad de Pepe no era, como la de su nuevo amigo, congénita e invariable, sino adventicia y progresiva, debida a un reblandecimiento de los sesos. Celestino lo conoció, aunque sin darse de ello cuenta; percibió confusamente el principio de lo que les diferenciaba en el fondo de semejanza, y de esta observación inconciente, soterrada en las honduras tenebrosas de su alma virgen, brotó en él un amor al pobre Pepe, a la vez, de hermano, de padre y de madre. Cuando a las veces se quedaba su amigo dormido a la orilla del río, Celestino, a su vez, le ahuyentaba las moscas y abejorros, echaba piedras a los remansos para que se callasen las ranas, cuidaba de que las hormigas no subieran a la cara del dormido, y miraba con inquietud a un lado y otro por si venía algún hombre. Y al divisar chicuelos le latía el pecho con violencia y se acercaba más a su amigo, metiéndose piedras en los bolsillos. Cuando en la cara del durmiente vagaba una sonrisa, Celestino sonreía soñando el mundo que le encerraba.

Por las calles corrían los chicuelos a la pareja gritando:


   ¡Tonto con tonto,
tontos dos veces!



Un día en que llegó un granuja hasta pegar al enfermo, despertose en Celestino un instinto hasta entonces en él dormido, corrió tras el chiquillo y le hartó de pescozones y de sopapos. La patulea, irritada y alborozada a la vez por la impresumible rebelión del tonto, la emprendió con la pareja, y Celestino, escudando al otro, se defendió heroicamente a boleos y patadas hasta que llegó el alguacil a poner a los chicuelos en fuga. Y el alguacil reprendió al tonto... ¡Hombre al cabo!

En el progreso de su idiotez llegó Pepe a entorpecerse de tal modo de sentidos, que se limitaba a repetir entre dientes, soñoliento, lo que su amigo iba enseñándole, según desfilaba como truchimán de cosmorama.

Un día no vio Celestino el tonto a su pobre amigo, y andúvole buscando de sitio en sitio, mirando con odio a los chicuelos y sonriendo más que nunca a los hombres. Oyó al cabo decir que había muerto como un pajarito, y aunque no entendió bien eso de muerto, sintió algo como hambre espiritual, cogió un canto, metiéndoselo en el bolsillo; se fue a la iglesia a que le llevaban a misa, se arrodilló ante un Cristo, sentándose luego en los talones, y después de persignarse varias veces al vapor, repetía:

-¿Quién le ha matado? Dime quién le ha matado...

Y recordando vagamente, a la vista del Cristo, que un día allí, sin quitarle ojo, había oído en un sermón que aquel crucificado resucitaba muertos, exclamó:

-¡Resucítale! ¡Resucítale!

Al salir le rodeó un tropa de chicuelos: uno le tiraba de la chaqueta, otro le derribó el sombrero, alguno le escupió, y le preguntaban: «¿Y el otro tonto?». Celestino, recogiéndose en sí mismo, perdido aquel fugitivo coraje, hijo del amor, y murmurando: «Pillos, pillos, repillos..., canallas... ¡éstos le han matado...!; pillos», soltó el canto y apretó el paso para ponerse en su casa a salvo.

Cuando paseaba de nuevo solo por las alamedas, orilla del río, las oleadas de impresiones frescas, que, cual sangre espiritual, recibía como de placenta del campo libre, venían a agruparse y tomar vida en torno a la vaga y penumbrosa imagen del rostro sonriente de su amigo dormido. Así humanizó la naturaleza, antropomorfizándola a su manera, en pura sencillez e inconciencia; vertía en sus formas frescas, cual sustancia de vida, la ternura paterno-maternal que al contacto de un semejante había en él brotado, y sin darse de ello cuenta vislumbró vagamente a Dios, que desde el cielo le sonreía con sonrisa de semejante humano.




ArribaAbajoSueño

(El Fomento, Salamanca, 11-I-1897)


Cuando conocí a don Hilario no era ya nadie ni hacía nada, resultando un sujeto de los más borrosos y comunes a pesar de su fama de raro. Mas aun así y todo tuve la fortuna de presenciar una de sus explosiones, una erupción de sus honduras espirituales, y oírle contar sus desventuras con aquella voz gangosa y lenta y aquel modo doloroso que en casos tales, y hasta volver a caer en su habitual huronería, le dominaba por completo.

Ciego de mozo por la lectura y el estudio creía a pies juntillas haber sido tal vicio la fuente de sus males. Con hidrópica sed de saber misterios había devorado de todo, ciencias, letras, humanidades, con encarnizamiento insaciable. El misterio se le iba agrandando a la par que descubría nuevas caras por que abordarle y sentía desazón e impaciencia al encontrarse cientos de veces con las mismas cosas en cientos de libros diversos. Anhelando novedades, ideas nuevas o renovadas que le refrescaran la mente, encontrábase con insoportables repeticiones. Todos los libros que tratan una materia contienen un fondo común y este fondo le daba ya sueño, a puro machaqueo. El que consigue descubrir una verdad en química no se conforma con menos que con escribir un tratado completo de química, y gracias si no pretende que esa verdad modifique todas las restantes y sea piedra sillar de un nuevo sistema.

Al acostarse dejaba sobre la mesilla de noche tres o cuatro libros, solicitado a la vez por todos ellos; tras breve vacilación cogía uno, lo hojeaba, leía trozos salteados, empezaba un capítulo, inatento, distraído por el deseo de los restantes libros de la mesilla; y así lo dejaba para tomar otro y a su vez dejarlo en cuanto se convertía en lo que decían el sugestivo lo que dirían. Muchas veces tocaba a uno y otro y se quedaba sin ninguno, y acabó por ni tocarlos siquiera, optando por dormir al sentimiento de la vecindad de sus queridos libros.

Pasó a leer monografías, notas bibliográficas, referencias, extractos, y sobre todo revistas. De las revistas se fue a las revistas de revistas. Pero aquí todo era esqueleto sin carne ni alma, planos esquemáticos. Y lo peor que los extractos le resultaban más palabreros y vacíos que las mismas obras extractadas. Y, ¡qué desilusión al ver estropeados los más hermosos títulos!

Buscó por fin las obras atiborradas de referencias y notas para leer éstas; sobre el andamiaje que el autor levantara para construir su obra, fantaseaba él otra. Y acabó en leer catálogos.

¡Los catálogos! Pocas cosas más sugestivas que un catálogo. Sobre un título, ¡qué de fantasías nebulosas, imprecisas!, ¡qué de imaginar sin concepto alguno! Se acostaba con un catálogo y lo iba hojeando. Su conocimiento de idiomas vivos le ayudaba mucho.

Wiezzieski: «El problema del mal», ¡qué campo tan vasto!, y vagaba sin idea alguna por oscuros vislumbres de este problema: Wadswosth: «El porvenir de la India», séptima edición, en cuarto, seis chelines, ¡qué cosas dirá!; y pasaban por su mente Warren Hastings, Lord Clive, el budismo, el espíritu inglés, mil otras imágenes; Bonnet-Ferriere: «El arte en la vida», nueva evocación de inarticulada sinfonía de larvas ideas; Schmaushauser: «El derecho asirio»..., decididamente, aún se ha hecho poco de derecho histórico, ¡qué campo!; Hembrani: «La filosofía de la química», ¡¡décima quinta edición!!, ¡¡20 liras!!, y durante un rato veía ordenados rigodones de átomos llenos de personalidad y de vida; López Martínez: «Comentarios al derecho procesal», ¡qué lata tan soberana! Y quedábase dormido.

A la par iba cobrando desenfrenado amor al sueño. Pasábase el día, mientras revolvía libros u hojeaba catálogos, esperando la hora de acostarse y acariciando la imagen del sueño, y una vez acostado se arrebujaba en las sábanas a gozar en la espera del momento de sumersión en la inconsciencia. Daba a las veces en ponerse a espiar el momento preciso en que entraba en el sueño, momento que se le escapaba siempre, pues siempre se distraía en la coyuntura propicia. Otras se revolvía preso de ardiente agitación pensando en la nada, que le aterraba más que el Infierno. ¡La nada!, estar cayendo, cayendo por el vacío inmenso... no, no estar cayendo siquiera...

Se levantaba tarde, se vestía, lavaba y almorzaba con toda calma, leía el periódico hasta los anuncios, repasaba algún catálogo, miraba con cariño a sus libros tocándolos, cambiándolos de lugar, hojeando algunos, y así le llegaba la hora de comer. Después café, rato de sentada en el casino viendo jugar al tresillo, que no entendía poco ni nada, paseo lento, gradual invasión de sueño, frugalísima cena y a la cama temprano.

El día en que estalló me decía:

-¡Qué enfermedad más terrible el... pero no, bien mirado, ni es enfermedad ni es terrible! Paso el día esperando la hora de acostarme, acariciándolo en mi imaginación, y me acuesto deleitándome en la idea de que voy a dormir para resucitar con el nuevo día, lleno de frescura espiritual. ¡El sueño! Es la vis medicatrix naturae y la digestión mental... Durante el sueño bajan digeridas las ideas al fondo del olvido donde se hacen carne de nuestra alma... Lo que mejor sabemos es lo olvidado. Todo eso de corrientes nuevas, de crisis espiritual, de degeneración, de fin de siglo, de neurosis y neurastenia, de misticismo y anarquismo, todo eso es sueño social y nada más. ¡Claro está!, tanta revista de revistas, tanta bibliografía y tanto catálogo... sueño, sueño, no es más que sueño. ¿Los agitadores, los revolucionarios dice usted? Aspirantes a sonámbulos.

Vuelvan las tinieblas medioevales y a dormir...

-Pero eso es negar el progreso.

-¿El progreso? ¿Pero usted cree que no hay más progreso que la vigilia? Hay que digerir el progreso, y el hartazgo da sueño. ¡A dormir!, a dormir para hacer la digestión espiritual del progreso y despertar en otro siglo con la cabeza fresca, de buen humor y enriqueciendo el vivífico y fecundante fondo del olvido, que es algo positivo, muy positivo, créamelo usted.




ArribaAbajoEl abejorro

(La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-I-1900)


-La verdad, no le creía a usted hombre de azares -le dije.

-¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? -me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

-No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero... Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y. sin embargo, el tal horror tiene en mí; raíces muy hondas y muy reales.

-Hombre, eso...

-No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

Fue mi niñez -siguió diciendo-, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

-¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?

-Sí, sí; algunas me han quedado grabadas con imborrables caracteres. Me hablaba de la luna, de las nubes y de cómo se formaban; de cómo se siembra y crece y se recoge el trigo; de los insectos y de su vida y costumbres. Estoy seguro de que aquellas enseñanzas, hasta las que he olvidado, son las más sustanciosas que he recibido, la roca viva de mi cultura íntima. Hasta las olvidadas, se lo aseguro a usted, me vivifican el pensar desde el olvido mismo, porque el olvido es algo positivo, como el silencio y la oscuridad lo son.

-Por lo menos -le interrumpí- son el olvido, la oscuridad y el silencio los que hacen posibles la memoria, la luz y la voz.

-De pronto le entraban arrebatos súbitos y me cogía en brazos y me besaba y besuqueaba, preguntándome a cada momento: «Gabriel, ¿serás bueno siempre?». Y yo, más que conmovido asustado, le respondía siempre: «Sí, papá». Lo recuerdo bien; me daba miedo aquella pregunta de: «¿Serás bueno siempre?»; miedo, miedo, era lo que me daba. Alguna vez llegó hasta a llorar sobre mis mejillas; y yo recuerdo que rompí entonces a llorar también con un llanto silencioso, como el suyo, con un llanto hondo que me arrancaba de las entrañas del espíritu toda la tristeza con que ha sido amasada nuestra carne, pesares de ultracuna... ¿Quién sabe?, dolores heredados tal vez.

-¡Qué teorías!... -dije yo.

-No son teorías -me contestó-: son hechos. Se fatigaba mucho, y tenía que sentarse a cada paso; y una tarde, puesto ya el sol, me habló, mirando hacia el dorado poniente, de su cercana muerte. Y acabó con su pregunta de siempre: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?». Nunca me dio la pregunta más miedo, más religioso terror que entonces. Ni sé si supe contestarle.

-Veo que recuerda usted más de lo que decía...

-Sí, cuando me pongo a pensar en ello. Todos estos recuerdos son el fondo sobre que he recibido mil ulteriores impresiones en la vida, y todas están teñidas de su color. Todo lo he visto a través de ellos; pero de él, de mi padre mismo, de su figura, recuerdo poco. Otras veces me hablaba del Padre, que es como llamaba siempre a Dios, y allí, en medio del campo mientras la luz se derretía en la noche, me hacía rezar el Padrenuestro, explicándome cada una de sus palabras. Solía detenerse en el hágase tu voluntad, y al concluir de explicármelo me abrazaba sofocado, diciéndome: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?».

Calló un momento, como recogiendo sus lejanos recuerdos, y prosiguió:

-Lo que si recuerdo es su último día, el día de su muerte, el día del abejorro. Estaba ya muy débil; tenía que sentarse a cada momento, y cuando se ponía a explicarme algo lo hacía con tal lentitud, tantas pausas y tantos anhelos, que me infundía un vago terror. Aquel anochecer se sentó en un tronco de árbol derribado, y al poco tiempo, uno de esos abejorros sanjuaneros que revolotean como atontados, tropezando con todo, después de puesto el sol empezó a revolotear en torno a nosotros. Mi padre le ahuyentaba con la mano, y hasta este esfuerzo le era penoso. «Échale», me dijo. Y yo, con mi gorra, le ahuyenté. «Hoy no hay luna, papá», recuerdo que le dije; y él, con una calma terrible, mascullando cada palabra, me respondió: «Luna sí hay, hijo mío; es que está apagada, y por eso no la ves; luna hay siempre; cuando la ves como una hoz, es que no le alumbra el sol por entero... Otras veces sale casi de día...». Volvió el abejorro, y ya no se entretuvo en ahuyentarlo. «¡Qué mal estoy, hijo!», exclamó. Yo callaba, y el abejorro zumbaba en tomo nuestro. Se adelantó entonces mi padre un poco, y le brotó un chorro de sangre de la boca. Yo quedé aterrado, y a mi terror acompañaba con su revoloteo el abejorro. «¡Yo me muero, Gabriel -dijo mi padre-: adiós! ¿Serás siempre bueno?». No pude responder. Mi padre cayó muerto; y yo, frío, solo con él en medio del campo, de noche ya, no recuerdo lo que pensé ni lo que sentí. No recuerdo más de aquellos momentos que al abejorro, al tenaz abejorro, que parecía repetirme: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?», y que fue a posarse en la cara misma de mi padre.

-Ahora se comprende todo -le dije-; pero, ¿cómo le aterraba a usted esa sencilla pregunta, tan natural, tan dulce?

-¿Cuál? ¿La pregunta de mi padre? ¿Su última pregunta? ¿La que me dirigió poco antes de nacer a la muerte? No lo sé; pero lo que sí puedo asegurarle es que cuando me pongo a escarbar en mi conciencia y a rebuscar el porqué del terror que desde entonces me inspiran los abejorros que al anochecer revolotean como atontados, encuentro que no se debe tanto este terror a que me recuerden la muerte de mi padre como a que me traen la fatídica pregunta: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?». Es una pregunta que me parece venir de la tumba...

-Creo que usted se equivoca. La impresión de una muerte, y de la muerte de un padre, sobre todo, y más en las circunstancias en que usted me la ha narrado, deja una huella indeleble en el alma de un niño. Es una revelación tremenda, es una fuente de seriedad para la vida.

-Puede ser; pero yo le aseguro a usted que pienso en la muerte con relativa tranquilidad; que alguna vez me ejercito en representármela al vivo y en representarme mi propia muerte, y afronto tal imagen. Pero cada vez que traigo a mi memoria aquella insistente pregunta paternal, incubada con todas las misteriosas melancolías del anochecer, aquello de: «¿Serás siempre bueno?», me pongo a temblar, a temblar como un azogado. Porque, dígamelo, ¿sé yo acaso si seré siempre bueno?

-Con proponérselo...

-¡Oh!, sí, lo de todos y lo de siempre... ¡Con proponérselo! ¿Sé yo si seré siempre bueno? ¿Sé siquiera si lo soy?

-¡Hombre!

-Esperaba esa expresión de asombro; con ella me han respondido casi siempre. Sí, ¿sé si lo soy?

-¡Hombre, la voz de la propia conciencia!...

-¿Y si está muda?

-Quien no tiene conciencia de obrar mal es que no obra mal, porque la intención...

-¡La intención! ¡La intención! ¿Conocemos nuestras propias intenciones? ¿Sabemos si somos buenos o no? Créame usted que es esa tremenda cuestión lo que nos hace temblar cuando zumba en torno de nosotros el abejorro evocador de la muerte. Sin esa pregunta, nadie creería en la muerte.

-Extrañas teorías...

-No, no son teorías: son hechos.




ArribaAbajoLa locura del doctor Montarco

(Febrero de 1904; en Ensayos IV, Residencia de Estudiantes, Madrid, 1917)


Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí que mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contras las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En esto denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.

En su vida era uno de los hombres más regulares y más sencillos que he conocido; ni coleccionaba nada -ni siquiera libros- ni le conocí nunca monomanía alguna. Su clientela, su hogar y sus trabajos literarios: tales eran sus únicas ocupaciones. Tenía mujer y dos hijas, de ocho y de diez años, cuando llegó a la ciudad. Vino precedido de un muy buen crédito como médico; pero también se decía que eran sus rarezas lo que le obligó a dejar su ciudad natal y venir a aquélla en que le conocí. Su rareza mayor consistía, según los médicos sus colegas, en que siendo un excelente profesional, muy versado en las ciencias médicas y, en biología, y escribiendo mucho, jamás le dio por escribir de medicina. A lo que él me decía una vez, con su especial estilo violento: «¿Por qué querrán esos imbéciles que escriba yo de cosas del oficio? He estudiado medicina para curar enfermos y ganarme la vida curándolos. ¿Los curo? ¿Sí? Pues entonces que me dejen en paz con sus majaderías y no se metan dónde no los llaman. Yo me gano la vida con la mejor conciencia posible, y una vez ganada, hago con ella lo que se me antoja, y no lo que se les antoja a esos majagranzas. No puede usted figurarse bien qué insondable fondo de miseria moral hay en ese empeño que ponen no pocas gentes en enjaular a cada uno en su especialidad. Yo, por el contrario, hallo grandísimas ventajas en qué se viva de una actividad y para otra. Usted recordará las justas invectivas de Schopenhauer contra los filósofos de oficio».

A poco de llegar a la ciudad, y cuando ya empezaba a hacerse una más que regular clientela y a adquirir renombre de médico serio, cuidadoso, solícito y afortunado, publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moraleja. A los dos días le encontré muy contrariado, y al preguntarle lo que le pasaba estalló y me dijo:

-¿Pero cree usted que voy a poder resistir mucho tiempo la presión abrumadora de la tontería ambiente?

¡Lo mismo que en mi pueblo, lo mismito! Y lo mismo que allí, acabaré por cobrar fama de raro y loco, yo, que soy un portento de cordura, y me irán dejando mis clientes, y perderé la parroquia, y vendrán días de miseria, desesperación, asco y cólera, y tendré que emigrar de aquí como tuve que emigrar de mi propio pueblo.

-¿Pero qué le ha pasado? -le pregunté.

-¿Qué me ha pasado? Que son ya cinco las personas que se me han acercado a preguntarme qué es lo que me proponía al escribir el cuento Ése, y qué quiero decir en él y cuál es su alcance. ¡Estúpidos, estúpidos y más que estúpidos! Son peores que los chiquillos que rompen los muñecos para ver qué tienen dentro. Este pueblo no tiene redención, amigo; está irremisiblemente condenado a seriedad y tontería, que son hermanas mellizas. Aquí todos tienen alma de dómine; no comprenden que se escriba sino para probar algo o defender o atacar alguna tesis, o con segunda intención. A uno de esos memos que me preguntó por el alcance de mi cuento le repliqué: «¿Le divertió a usted?», y como me dijera: «Hombre, como divertirme, sí me divertió; la cosa no deja de tener gracia; pero...». Al llegar al pero le dejé con él en la boca, dándole las espaldas. Para ese mamarracho no basta tener gracia. ¡Almas de dómines! ¡Almas de dómines!

-Pero... -me atreví a empezar.

-Hombre, no me venga usted también con peros -me atajó-; déjese de eso. La roña infecciosa de nuestra literatura española es el didactismo; por dondequiera el sermón, y el sermón malo; todo cristo se mete aquí a dar consejos y los da con cara de corcho. Una vez cogí la Epístola moral a Fabio y no pude pasar de los tres primeros versos: se me atragantó. Esta casta carece de imaginación, y por eso sus locuras todas acaban en tontería. Es una casta ostruna, no le dé usted vueltas, ostruna, ostras, ostras y nada más que ostras. Todo sabe aquí a tierra. Vivo entre tubérculos humanos; no salen de tierra.

No escarmentó, sin embargo, y volvió a publicar otro cuento más fantástico y más humorístico que el primero. Y recuerdo que me habló de él Fernández Gómez, cliente del doctor.

-Pues señor -me decía el bueno de Fernández Gómez-, no sé qué hacer después de estos escritos de mi doctor.

-¿Y por qué?

-Porque me parece peligroso ponerme en manos de un hombre que escribe cosas semejantes.

-¿Pero a usted le cura bien?

-¡Oh, eso sí, no tengo la menor queja! Desde que me puse en sus manos, voy a su consulta y sigo sus prescripciones, me va mucho mejor y noto de día en día que voy mejorando; pero... esos escritos... ese hombre no debe de andar bien de la cabeza... eso es una olla de grillos...

-No haga usted caso, don Servando; yo le trato mucho, como usted sabe, y nada he observado en él. Es un hombre muy razonable.

-El caso es que sí, cuando se le habla responde de acorde a todo lo que dice es muy sensato; pero...

-Mire usted, yo prefiero que me opere bien, con ojo y pulso seguros, un hombre que diga locuras (y éste no las dice), a no que un señor muy sesudo, soltando sensateces como puños de Pero Grullo, me descoyunte y destroce el cuerpo.

-Así será..., así será..., pero...

Al día siguiente le pregunté al doctor Montarco por Fernández Gómez, y me contestó:

-¡Tonto constitucional!

-¿Y qué es eso?

-Tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable.

-Yo le llamaría a eso tonto absoluto.

-Tal vez... porque aquí lo constitucional y lo absoluto se confunden; no es como en política...

-Dice que la cabeza de usted debe ser una olla de grillos...

-Y la suya y la de sus congéneres, ollas de cucarachas, que son grillos mudos. Al fin los míos cantan, o chirrían, o lo que sea.

Algún tiempo después publicó el doctor su tercer relato, éste ya agresivo y lleno de ironías, burlas e invectivas mal veladas.

-Yo no sé si le conviene a usted publicar esas cosas -le dije.

-¡Oh, sí!, necesito echarlas fuera; si no escribiera esas atrocidades acabaría por hacerlas. Yo sé lo que me hago.

-Hay quien dice que no sientan bien a un hombre de su edad, de su posición, de su profesión... -le dije por tentarle.

Y, en efecto, saltó y exclamó:

-Lo dicho, lo dicho, se lo tengo a usted dicho mil veces: tendré que marcharme de aquí, o me moriré de hambre, o me volverán loco, o todo junto. Sí, todo junto: tendré que irme, loco, a morirme de hambre. ¡Mi posición! ¿A qué llamarán posición esos porros? Créame: no saldremos en España de unos marroquíes empastados, y mal empastados, pues estaríamos mejor en rústica; no saldremos de eso mientras no entremos porque el presidente del Consejo de Ministros escriba y publique un tomo de epigramas o de cuentos para los niños o un sainete mientras es Presidente. Arriesga con eso su prestigio, dicen. Y con lo otro arriesgamos nuestro progreso. ¡Qué estúpidamente graves somos!

Y así, arrastrado por un fatal instinto, se puso el doctor Montarco a luchar con el espíritu público de la ciudad en que vivía y trabajaba. Esforzábase cada vez más por ser concienzudo y exacto en el cumplimiento de sus deberes profesionales, cívicos y domésticos; ponía un exquisito cuidado en atender a sus clientes estudiándoles las dolencias; recibía afablemente a todo el mundo; con nadie era grosero; hablaba a cada cual de 10 que podía interesarle, procurando darle gusto, y en su vida privada continuaba siendo el marido y el padre ejemplar. Pero cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar. Y la clientela se le iba retirando y haciendo el vacío en su derredor. Con esto su irritación mal contenida iba en aumento.

Y no fue esto lo peor, sino que empezó a tomar cuerpo e ir hinchándose y redundando un rumor maligno, y fue la acusación de soberbia. Sin motivo alguno que lo justificara empezó a susurrarse que el doctor Montarco era un espíritu soberbio, un hombre lleno de sí mismo, que se tenía por un genio y a los demás los tenía por pobres diablos incapaces de comprenderle por entero. Se lo dije, y en vez de estallar en una de aquellas sus acostumbradas diatribas, como yo esperaba, me contestó con calma:

-¿Soberbio yo? Sólo los tontos son de veras soberbios, y francamente, no me tengo por tonto; no llega mi tontería a tanto. ¿Soberbio? ¡Si pudiésemos asomarnos los unos al brocal de la conciencia de los otros y verles el fondo! Sí sé que me tienen por desdeñoso de los demás, pero se equivocan. Es que no los tengo por aquello en que se tienen ellos mismos. Y además, si entrara en descubrirle más por dentro mi corazón, ¿qué es eso de soberbio y empeño de prepotencia y otros estribillos así? ¡No, amigo mío, no!, el hombre que trata de sobreponerse a los demás es que busca salvarse; el que procura hundir en el olvido los nombres ajenos es que quiere se conserve el suyo en la memoria de las gentes, porque usted sabe que la posteridad tiene un cedazo muy cerrado. ¿Usted se ha fijado en un mosquero alguna vez?

-¿Qué es eso? -le pregunté.

-Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.

-Y así es -añadí- la lucha por la vida. Darwin...

-¿Darwin? -me atajó- ¿Conoce usted el libro Problemas biológicos, de Rolph?

-No.

-Pues léalo usted. Léalo y verá que no es el crecimiento y la multiplicación de los seres lo que les pide más alimento y les lleva, para conseguirlo, a luchar así; sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a excederse, a sobrepasar de lo necesario, lo que les hace crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que nos mueve a obras, sino instinto de invasión; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. Es, sirviéndome de una fuerte expresión del padre Alfonso Rodríguez, el gran clásico: «Apetito de divinidad». Sí, apetito de divinidad. «¡Seréis como dioses!»; así tentó, dicen, el demonio a nuestros primeros padres. El que no sienta ansias de ser más, llegará a no ser nada. ¡O todo o nada! Hay un profundo sentido en esto. Díganos lo que nos dijere la razón, esa gran mentirosa que ha inventado, para consuelo de los fracasados, lo del justo medio, la aurea mediocritas, el «ni envidiado ni envidioso» y otras simplezas por el estilo; diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconciente (con letra mayúscula) nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.

-La lucha por la vida, por la sobre-vida más bien, es ofensiva y no defensiva; en esto acierta Rolph. Yo, amigo, no me defiendo, no me defiendo jamás; ataco. No quiero escudo, que me embaraza y estorba; no quiero más que espada. Prefiero dar cincuenta golpes y recibir diez, a no dar más que diez y no recibir ninguno. Atacar, atacar, y nada de defenderse. Que digan de mí lo que quieran; no lo oiré, no me entero de ello, cierro los oídos, y si a éstos, a pesar de mis precauciones para no oírlo, me llega lo que dicen, no lo contesto. Si nos dieran siglos por delante, antes les convencería yo a ellos mismos de que son tontos, y vea si es esto difícil, que ellos a mí de que estoy loco o de que soy soberbio.

-Pues ese sistema puramente ofensivo, amigo Montarco... -empecé.

-Sí -me atajó-, tiene sus quiebras, y sobre todo un gran peligro, y es que el día en que me flaquee el brazo, o la espada me quede mellada, aquel día me pisotean, me arrastran y me hacen polvo. Pero antes se saldrán con la suya: me volverán loco.

Y así fue. Yo empecé a sospecharlo desde que le oía hablar tan a menudo de ello y tronar contra la razón. Acabaron por volverle loco.

Entercose en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente, y a la vez en no salir del género tan razonable de vida que llevaba. La clientela se le fue alejando; llegó la penuria a llamar a las puertas de su casa, y, para colmo de males, ni encontraba revistas o diarios que admitieran sus trabajos, ni su nombre ganaba terreno en la república de las letras. Y todo ello concluyó en que unos cuantos amigos suyos tuvimos que hacernos cargo de su mujer y sus hijas y llevarle a él a una casa de salud, porque su agresividad de palabra iba en aumento.

Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que le visité en la casa de salud en que fue recluido. El director, el doctor Atienza, había sido condiscípulo del doctor Montarco y le profesaba gran cariño.

-Ahí está -me dijo-, estos días más tranquilo y encalmado que al principio. Lee algo, muy poco, porque estimo contraproducente el privarle en absoluto de lectura. Lo que más lee es el Quijote, y si usted coge su ejemplar y lo abre al acaso, es casi seguro que se abrirá por el capítulo XXXII de la parte II, en el que se trata de la respuesta que dio don Quijote a su reprensor, aquel grave eclesiástico que en la mesa de los duques reprendió duramente al caballero andante. Vamos a verle, si usted quiere.

-Y fuimos.

-Me alegro de que venga usted a verme -exclamó así que me hubo visto, y levantando la vista del Quijote-; me alegro. Estaba pensando si, a pesar de lo que nos dice Cristo, según el versillo veintidós del capítulo quinto de san Mateo, estamos o no autorizados a emplear el arma prohibida.

¿Y cuál es el arma prohibida? -le pregunté.

-«Quien llamare tonto, a su hermano, es reo del fuego eterno». ¡Vean, vean qué sentencia tan terrible! No dice quien le llama asesino, o ladrón, o bandido, o estafador, o cobarde, o hijo de mala madre, o cabrón, o liberal, no; sino quien le llame «tonto». Esa, ésa es el arma prohibida. Todo se puede poner en duda menos el ingenio, la agudeza o el buen juicio ajenos. ¿Y cuándo le da al hombre por presumir de algo? Papas ha habido que se tenían por latinistas y que se hubieran ofendido menos de que se les tuviera por herejes que de haberles acusado de incurrir en solecismos al escribir latín, y hay graves cardenales que más puntillo ponen en pasar por castizos que en ser tenidos por buenos cristianos, y para quienes la ortodoxia no es más que una mera consecuencia de la casticidad. ¡El arma prohibida! ¡El arma prohibida! Vean la comedia política; se acusan los actores de las cosas más feas, se inculpan embozadamente de graves faltas; pero cuidan de llamarse elocuentes, hábiles, intencionados, talentudos... «Quien llamare tonto a su hermano, es reo del fuego eterno». Y, sin embargo, ¿saben por qué no avanza el progreso?

-Porque tiene que llevar a cuestas la tradición -me aventuré a decirle.

-No, no, sino porque es imposible convencerles a los tontos de que lo son. El día en que los tontos, que son todos los hombres, se convenciesen de verdad de que lo son, el progreso tocaría a su término. El hombre nace tonto... Pero quien llame tonto a su hermano es reo del fuego eterno. Y reo de él se hizo aquel grave eclesiástico «destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza se mida con la estrechez de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables...».

-¿Lo ve usted? -me dijo por lo bajo el doctor Atienza-; se sabe de memoria los capítulos treinta y uno y treinta y dos de la parte segunda de nuestro libro.

-Reo del Infierno se hizo, digo -continuó el pobre loco-, aquel grave religioso que con los duques salió a recibir a don Quijote y con él se sentó a la mesa, frontero a él, a hacer por la vida; y luego, lleno de saña, de envidia, de estupidez, de todas las bajas pasiones cubiertas con capa de sensatez y buen juicio, amenazó al duque con que tenía que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hacía aquel buen hombre... Llamó buen hombre a don Quijote, el muy majadero y grave eclesiástico, y luego le llamó don Tonto. ¡Don Tonto! ¡Don Tonto!

¡Don Tonto! ¡Don Tonto al más grande loco que vieron los siglos! ¡Reo del fuego eterno! Y en el Infierno está.

-Acaso no sea más que en el Purgatorio, porque la misericordia de Dios es infinita -me atreví a decir.

-Pero la falta del grave eclesiástico, que es España y nada más que España, es enorme, enormísima. Aquel grave señor, genuina encarnación de la parte de nuestro pueblo que se cree culta; aquel insoportable dómine, después de levantarse mohíno de la mesa y llamarle sandio a su señor, al que le daba de comer, creo que por no hacer nada de provecho, y de decir aquello de: «Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras; quédese vuestra excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa me estaré yo en la mía y me excusaré de reprender lo que no puedo remediar»; después de decir esto, y «sin decir más ni comer, se fue». Se fue, pero no del todo, sino que anda por ahí dando y quitando patentes de sensatez y cordura... ¡Es terrible! ¡Es terrible! En público le llaman a don Quijote «loco sublime» y otra porción de cosas así que han oído; pero en el retiro de su corazón, y a solas, le llaman don Tonto. Ya ve usted: Don Quijote, que por irse tras un imperio, el imperio de la fama, dejó a Sancho Panza el gobierno de la Ínsula. ¡Don Quijote! ¿Y qué fue ese pobre don Tonto? ¡Ni siquiera ministro! Y después de todo, ¿para qué crio Dios el mundo? Para su gloria, dicen; para manifestar su gloria. ¿Y hemos de ser nosotros menos?... ¡Soberbia! ¡Soberbia! ¡Satánica soberbia!, claman los impotentes. Vengan, vengan acá, vengan todos esos graves señores infectados de sentido común...

-Vámonos -me dijo por lo bajo el doctor Atienza-, porque se exalta.

Con una excusa cortamos la entrevista y me despedí de mi pobre amigo.

-Le han vuelto loco -me dijo el doctor Atienza, así que nos vimos solos-; le han vuelto loco a uno de los hombres más cuerdos y cabales que he conocido.

-¿Cómo así? -le pregunté.

La mayor diferencia entre los locos y los cuerdos -me contestó- es que éstos, aunque piensan locuras, a no ser que sean tontos de remate, porque entonces no las piensan; aunque las piensan, digo, ni las dicen ni menos las hacen; mientras que aquéllos, los que llamamos locos, carecen del poder de inhibición, no son capaces de contenerse. ¿A quién, como no llegue su falta de imaginación a punto de imbecilidad, no se le ha ocurrido alguna vez una locura? Ha sabido contenerse. Y si no lo sabe, o da en loco o en genio, mayor o menor, según la locura sea. Es muy cómodo hablar de ilusiones; pero créame usted que una ilusión que resulte práctica, que nos lleve a un acto que tienda a conservar o acrecentar o intensificar la vida, es una impresión tan verdadera como la que pueda comprobar más escrupulosamente todos los aparatos científicos que se inventen. Ese necesario repuesto de locura, llamémosla así, indispensable para que haya progreso; ese desequilibrio sin el cual llegaría pronto el mundo espiritual a absoluto reposo, es decir, a muerte, eso hay que emplearlo de un modo o de otro. Este pobre doctor Montarco lo empleaba en sus fantásticos relatos, en sus cuentos y fantasías, y así se libraba de ello y podía llevar la vida tan ordenada y tan sensata que llevaba. Y realmente aquellos relatos...

-¡Ah! -le atajé-. Son profundamente sugestivos; están llenos de sorprendentes puntos de vista. Yo los leo y releo, porque nada aborrezco más que el que me vengan diciendo lo mismo que pienso. Leo de continuo aquellos cuentos sin descripciones ni moraleja. Me propongo escribir un estudio sobre ellos, y abrigo la esperanza de que una vez se le ponga al público sobre la pista, acabará por ver en ellos lo que hoy no ve. El público ni es tan torpe ni tan desdeñoso como creemos; lo que hay es que quiere que le den las cosas mascadas, ensalivadas y hechas bolo deglutible para no tener más que tragar; cada cual harto tiene con ganarse la vida, y no puede distraer tiempo en rumiar un pasto que le sabe áspero cuando se lo mete en la boca. Pero los comentaristas sacan a flote a escritores así, como el doctor Montarco, en quien sólo se leía la letra y no el espíritu.

-Pues usted sabe -reanudó el doctor- que caían en el vacío. Su extrañeza misma, que en otro país les hubiera atraído lectores, espantábalos aquí de ellos. A cada paso y ante la cosa en el fondo más sencilla, se decían estas gentes ahítas de bazofia didáctica: «Y aquí, ¿qué quiere decir este hombre?». Usted sabe lo que ocurrió: la clientela le fue dejando, a pesar de que curaba bien; las gentes dieron en llamarle loco, a pesar de la cordura de su vida; se le acusó de pasiones de que en el fondo, y a pesar de las apariencias, estaba libre; se rechazaron sus escritos; la miseria llamó a su puerta, y le obligaron a decir y hacer locuras que antes pensaba y vertía en sus escritos.

-¿Locuras? -le interrumpí.

-No, no eran locuras, tiene usted razón, no lo eran; pero han conseguido que acaben por serlo. Yo, que le leo ahora, desde que le tengo aquí, comprendo que el error estuvo en empeñarse en ver un escritor de ideal en uno que, como este desgraciado, no lo era. Sus ideas eran una excusa, una primera materia, y tanta importancia tienen en sus escritos como las tierras de que se valiera Velázquez para hacer las drogas con que pintaba o el género de piedra en que talló Miguel Ángel a Moisés. ¿Qué diríamos del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica.

-Siempre he creído lo mismo -le dije-, pero veo que es una de las doctrinas que más resistencia encuentra en nuestro pueblo. Una vez, viendo jugar a unos ajedrecistas, asistí al más intenso drama de que he sido espectador. Aquello era terrible. No hacían sino mover las figurillas, dentro de los cánones del juego y sin salirse del casillero, y, sin embargo, no puede usted figurarse ¡qué intensa pasión, qué tensión de espíritu, qué derroche de energía vital! Los que seguían sólo las peripecias del juego creían asistir a una vulgar partida, pues lo cierto es que jugaban los dos medianamente; pero yo atendía al modo de coger las piezas y ponerlas, al silencio solemne, al ceño de los jugadores. Hubo una jugada de las peores y más vulgares por cierto, un jaque que no remató en mate, que fue extraordinaria. Usted hubiera visto cómo empuñó, con la mano toda, su caballo y lo puso dando un golpe sobre el tablero, y cómo exclamó: ¡jaque! ¡Y aquellos dos hombres pasaban por dos jugadores vulgares! ¿Vulgares? De seguro que Morphi o Filidor no eran mucho más. ¡Pobre Montarco!

-Sí, ¡pobre Montarco! Y hoy no le ha oído sino cosas razonables... Rara, muy rara vez desbarra por completo, y cuando le da por desbarrar se finge un personaje grotesco, al que llama el consejero privado Herr Schmarotzender; se pone una peluca, se sube en una silla y declama unos discursos llenos de espíritu, unos discursos en que palpitan las ansias eternas de la humanidad, y al concluirlo y bajarse de la silla me dice: «¿No es cierto, amigo Atienza, que hay mucho de verdad en el fondo de estas locuras del pobre consejero privado Herr Schmarotzender?». Y la verdad es que muchas veces he pensado en lo que hay de justo en ese sentimiento de veneración y respeto con que se rodea a los locos en algunos países.

-Hombre, me parece que debe usted abandonar la dirección de esta casa.

-No tenga usted cuidado, amigo. No es que yo crea que a estos desgraciados se les rasgue el velo de un mundo superior que nos está velado; es que creo que dicen cosas que pensamos todos y por pudor y vergüenza no nos atrevemos a expresar. La razón, que es una potencia conservadora y que la hemos adquirido en la lucha por la vida, no ve sino lo que para conservar y afirmar esta vida nos sirve. Nosotros no conocemos sino lo que nos hace falta conocer para poder vivir. Pero ¿quién le dice a usted que esa inextinguible ansia de sobrevivir no es revelación de otro mundo que envuelve y sostiene al nuestro, y que, rotas las cadenas de la razón, no son estos delirios los desesperados saltos del espíritu por llegar a ese otro mundo?

-Me parece, y usted dispense lo rudo de lo que voy a decirle, me parece que en vez de estar usted asistiendo al doctor Montarco, es el doctor Montarco el que le asiste a usted. Le están haciendo mella los discursos del señor consejero privado.

-¡Qué sé yo! Lo único que le aseguro es que cada día me confino más en esta casa de salud, pues prefiero cuidar locos a tener que sufrir tontos. Aunque lo peor es que hay muchos locos que son a la vez tontos. Ahora me dedico muy en especial al doctor Montarco. ¡Pobre Montarco!

-¡Pobre España! -le dije, le di la mano, y nos separamos.

Duró poco en la casa de salud el doctor Montarco. Le invadió una tristeza enorme, un abrumador aplanamiento y acabó por sumirse en una tozuda mudez, de la cual no salía más que para suspirar: «O todo o nada... o todo o nada... o todo o nada...». Su mal fue agravándose y acabó en muerte.

Luego que hubo muerto, registraron el cajón de su mesa, hallando en él un voluminoso manuscrito que tenía escritas al frente estas palabras:

O TODO O NADA

(Ruego que, así que yo muera, se queme este manuscrito sin leerlo.)



No sé si el doctor Atienza resistiría o no a la tentación de leerlo, ni sé si, cumpliendo la última voluntad del loco, lo quemó.

¡Pobre doctor Montarco! ¡Descanse en paz, quien bien mereció paz y descanso!




ArribaAbajoEl que se enterró

(La Nación, Buenos Aires, 1-I-1908)


Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

-Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.

Dos o tres veces intentó empezar a hablar y otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un momento con la cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como quien adopta una súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le conocía antes, y empezó:

-Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un grave peso, y me basta.

No recuerdo qué le contesté, y prosiguió:

-Hace cosa de año y medio, meses antes del misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni tenía manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento. Despierto, ansiaba porque llegase la hora de acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la congoja de que el sueño se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable, terriblemente insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer por mi razón...

-¿Y cómo no consultaste con un especialista? -le dije por decirle algo.

-Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este miedo fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este cuarto y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en efecto llegó.

Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar.

-No te sorprenda el que vacile -prosiguió-, porque lo que vas a oír no me lo he dicho todavía ni a mí mismo. El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día, el 7 de septiembre, en que me desperté en el paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu. Me preparé a morir de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté donde ahora estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó.

-Advirtiéndome la mirada, añadió tristemente:

-Sí, ya sé lo que piensas, pero no me importa.

Y prosiguió:

-A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes del corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome. Cuando pasó un breve rato me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que estando delante de un espejo, la imagen que de ti se refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo y se te viene encima...

-Sí, una alucinación... -murmuró.

-De eso ya hablaremos -dijo, y siguió-: Pero la imagen del espejo ocupa la postura que ocupas y sigue tus movimientos, mientras que aquel mi yo de fuera estaba de pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado. Por fin el otro se sentó también, se sentó donde tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora mirando.

Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él, tristemente, me dijo:

-No, no tengas también tú miedo; soy pacífico -y siguió-: Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: ¡Emilio!, sentí la muerte. Y me morí.

Yo no sabía qué hacer al oírle esto. Me dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él continuó:

-Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando al poco rato volví al otro, o sea resucité, me encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome a mí mismo, que estaba donde ahora estoy. Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado. Con toda tranquilidad reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla, y tomándome el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía. Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de terror humano; era, pues, su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de lo que pasa, amigo, y en el fondo no es esto más misterioso que cualquier otra cosa...

-Me parece una reflexión demasiado filosófica para ser dirigida a un perro -le dije.

-¿Y por qué? -replicó-. ¿O es que crees que la filosofía humana es más profunda que la perruna?

-Lo que creo es que no te entendería.

-Ni tú tampoco, y eso que no eres perro.

-Hombre, sí, yo te entiendo.

-¡Claro, y me crees loco!...

Y como yo callara, añadió:

-Te agradezco ese silencio. Nada odio más que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto qué has podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo el mismo, soy, sin embargo, otro.

-Esto es evidente...

-Desde entonces las cosas siguen siendo para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo demás.

-Como caso de psicología... -murmuré.

-¿De psicología? ¡Y de metafísica experimental!

-¿Experimental? -exclamé.

-Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven conmigo.

Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo:

-¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor, racionalista!

Me percaté entonces de que llevaba un azadón consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome:

-¡Mírame!

Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió a cubrir el hueco. Yo no me movía.

-¿Pero qué te pasa, hombre? -dijo sacudiéndome el brazo.

Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con una mirada que debió de ser el colmo del espanto.

-Sí -me dijo-, ahora piensas en un crimen; es natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal?

-Yo no creo nada -le contesté.

-Ahora has dicho la verdad; tú no crees en nada y por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por las más sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más instrumentos que la lógica, y así vivís a oscuras...

-Bueno -le interrumpí-, ¿y todo esto qué significa?

-¡Y salió aquello! Ya estás buscando la solución o la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y si no me lo quieres creer, allá tú.

*  *  *

Después que Emilio me contó esto y hasta su muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba miedo. Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin dar el menor motivo a que se le creyese loco. Lo único que hacía era burlarse de la lógica y de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había contado y un tratado sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un misterio la existencia de aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.

En el tratado a que hago referencia sostenía, según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren durante la vida sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven a revelar por miedo a que se les tenga por locos.

«La lógica -dice- es una institución social y la que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de misterios tenebrosos, pero palpables».




ArribaAbajoEl secreto de un sino

(Apólogo)


(El Mundo Gráfico, Madrid, 22-I-1913)


Difícil es que haya nacido hombre más bueno que nació Noguera. Pero, desde muy joven, una al parecer misteriosa fatalidad empezó a envenenarle el corazón. De nada servía que él se mostrase confiado, abierto, cariñoso; todos le rechazaban, todos huían de su lado. Observó que, con uno u otro pretexto, evitaban todos su trato. Y como él no tenía conciencia de faltar en nada a los demás, empezó a cavilar en ello y a ver en la sociedad humana un poder pavoroso que, cuando da en perseguir a uno sin motivo, no reconoce piedad ni tregua. Enfermó Noguera de manía persecutoria y acabó en misántropo y pesimista.

Tan sólo una compañía y un consuelo fraternales halló en su soledad, ¡pero qué compañía y qué consuelo! Y fue que topó con un tal Perálvarez, escéptico y nihilista casi de profesión. Para Perálvarez nada valía nada; era inútil todo esfuerzo; lo mismo daba hacer una cosa que dejar de hacerla; todo se convertía en comedia, farándula y farsa; los hombres eran, en sí y para sí, irremediables y necesariamente egoístas y cómicos; la cuestión es aparentar que se es más bien que ser, y todo ello fatalmente y sin que pueda ser de otro modo. Y Noguera encontró un amargo consuelo en esta filosofía desoladora, que siendo la explicación de su desgracia en sociedad, era a la vez el medio de justificarse, condenando a los otros.

Pero ¿por qué la sociedad me persigue a mí y no a otros, buscando y festejando y aplaudiendo a éstos, mientras a mí me rechaza y me condena?», preguntaba Noguera. Y Perálvarez le respondía: «Precisamente, porque tú eres bueno, sencillo, sincero, sin doblez, una oveja en un mundo de lobos y de raposos. Y porque otros, aun siendo así rechazados, saben ocultarlo».

Viajaba una vez el pobre Noguera con toda su misantropía, cuando acertó a encontrarse con un compañero de viaje que le pareció más humano, es decir, menos parecido a la totalidad de los hombres, que cuantos hasta entonces encontrara. Empezó a espontanearse con él y observó que le trataba más bien con compasión amante que con repugnancia. Poco a poco llegó hasta a confesarse con él, y el otro, entonces, tomando un tono de triste exhortación, le dijo:

-Todo eso le ha pasado a usted, señor mío, por no haberse encontrado con un alma sincera y franca que le hubiese dicho a tiempo la verdad, toda la verdad de por qué huyen de usted los hombres.

-Créame que no me remuerde la conciencia de haberles faltado en nada.

-A sabiendas no, ¡claro está!

-Es que...

-No, faltarles, no; pero uno puede llegar al triste estado de desesperación misantrópica en que usted está, sin culpa propia, mas no por eso por culpa de los demás.

-No, no; es que esta sociedad... -y le recitó las enseñanzas todas de Perálvarez.

-Todo eso son lecciones de algún...

-De mi único amigo, del único hombre que he encontrado que ame la verdad sobre todo y odie la farándula y la farsa sociales. Pero, en fin, dígame, ¿qué es eso que hace que huyan todos de mí?

-Pues se lo diré. Lo que hace que huyan todos de usted y que le hayan hecho un alma de leproso, que es peor que un cuerpo de tal, es que huele usted, por la nariz, que apesta. Si a tiempo se lo hubiesen dicho, habríase puesto en cura y acaso curado. Y, de todos modos, no se le habría apestado de misantropía el corazón, haciéndole ver el mundo como no es.

-¡No, no puede ser eso; no puede ser!

-¿Por qué? ¿Porque no se huele usted a sí mismo? Esperaba esto. Nadie huele su propio aliento.

-Pero ¿y Perálvarez, cómo no me lo ha dicho Perálvarez?

-Qué sé yo...

-Si eso fuese cierto, si yo me convenciera de que la sociedad no es lo que creo, entonces...

-Entonces estaba usted salvado.

-No; si no puedo yo odiarla con motivo, entonces estoy perdido. Porque este odio es incurable.

Separáronse. Noguera pasó unos días tormentosos, en que sufrió en el tejido mismo de las entrañas espirituales y dudó hasta del hecho brutal de que existiese; la trama misma del pensamiento se le disolvía.

Así que encontró a Perálvarez, encerrose con él, y con ojos de sombra, como un ser que viene de la nada, le anunció una suprema confesión. En el rostro de Perálvarez se congeló una sonrisa, y le dijo:

-¡Habla!

Noguera le contó su encuentro y la explicación que del fatídico enigma de su vida le había dado el viajero. Y al concluir de oírle, tras un breve silencio, agregó Perálvarez:

-¡Bah!, ésa es una explicación ridícula, por lo insignificante, para un caso como el tuyo. ¿Cómo vas a creer que porque le huela a uno mal la nariz, o el aliento más bien, le acorrale así la sociedad? No, esa es una salida hipócrita.

-Pero, habla claro, dime la verdad, mi único amigo, el único hombre sincero y leal que he encontrado, dime la verdad, ¿me huele o no el aliento?

-No sé decírtelo -le respondió Perálvarez-, porque ignoro qué es eso que los hombres llaman olfato y hasta sospecho sea una de tantas ficciones hipócritas como tienen por fuerza que inventar para defenderse. No distingo entre el olor de incienso y el del asa fétida; no sé si huelen. No tengo eso que llaman olfato, si ello es algo, ni maldita la falta que me hace tenerlo. ¡Para lo que sirve!...

Y así era verdad que no lo tenía, como que su filosofía no pasaba de ser la de un hombre sin olfato y producto de la falta de éste.

Sobre el alma de Noguera se desencadenó una tempestad de dudas y de desengaños, de recelos y de terrores. Ahora lo veía todo claro, y a la nueva luz se le aclaraban mil pequeños incidentes que antes le parecieran enigmáticos. Y, sobre todo, aquello de que hubiese sido sobre él, precisamente sobre él, sobre quien la sociedad hizo pesar sus rigores. Y se le aclaró el origen de la filosofía peralvarezca.

A los pocos días el pobre Noguera, loco de desesperación, convencido de que su alma, y no su cuerpo, era ya incurable, se mataba pegándose un tiro por las narices arriba, sin haber antes averiguado por qué Perálvarez, que fue quien más le suicidó, carecía de olfato.




ArribaAbajoBonifacio

(El espejo de la muerte, 1913)


Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.

Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.

Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.

«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.

Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así». Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!».

¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.

Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.

Había empezado a leer muchos libros para acabar muy pocos; le gustaba más soñar que leer. A todo escritor le reprochaba que aún le faltaba algo; evidentemente, le faltaba algo...; se parecía a otros y esto es horrible.

«¿Cuál será mi aptitud?». Esto era su eterno tormento. Empezó a construir un nuevo sistema filosófico, y ya casi terminado, echó de ver que todo lo que él decía lo habían ya dicho otros, e hizo trizas aquellos pliegos llenos de remiendos, borrones y añadidos.

No hubo ramo del conocimiento humano en que no se ensayase; pero todos, absolutamente todos, ¡habían sido ya tan sobados!... ¡Había que trabajar tanto para espigar cosas tan viejas! Luego hay una horrible fatalidad: toda verdad descubierta se hace trivial.

¿Quién demonio daría con una verdad que eternamente chocara a los hombres?

Bonifacio tenía buen fondo; pero él se obstinaba en buscarse en la forma. Se le había puesto en la cabeza que llegaría a ser hombre célebre: la cuestión era dar por el camino. El hogar, la familia, las dichas íntimas... ¡Bah!, vulgaridades que acaban por aburrir.

A fuerza de espolear a los nervios conseguía horas nocturnas de tristeza, se entregaba a pensamientos lúgubres que el viento fresco de la calle arrebataba como nubes.

Cuando hablaba, se olvidaba de su papel y sacaba su alma a escena: un alma sencilla y cándida, vulgarísima de puro humana.

Bonifacio amaba, pero con un amor mortificante, nada original. Cualquier amor de cualquier héroe de cualquier novelucha se parecía al suyo. La mujer es un estorbo; evidentemente corre más quien sólo se lleva a sí mismo a cuestas que quien se lleva con su mujer: Platón, santo Tomás, Descartes, Kant, fueron solteros; esto le desazonaba al pobre.

Su mayor tormento era tener que trabajar para vivir. Resulta, además, que el vivir es tan vulgar y rutinario como el trabajar.

Una vez íbamos de paseo a la caída de la tarde; el pobre hombre, desahogándose; yo, mordiendo una hoja de zarza.

-En esta vida no queda tiempo más que para vivir -me decía.

Yo le miraba con extrañeza y temor; instintivamente me aparté un poco de él.

-Mira -seguía-: unas veces soy alegre; otras triste; yo no veo las cosas ni claras ni oscuras; pero me falta algo; yo no sé lo que me pasa, pero algo me pasa. Dicen que estoy chiflado, que todas estas cosas no pasan de fantasía, que soy muy raro -al decir esto le brillaban los ojos de gusto-. Todos los majaderos me desdeñan, y como soy bueno, me veo obligado a tragar la hiel que destila mi hígado.

¡Pobre Bonifacio! No digo yo que se echó a llorar, porque sería mentir: yo no lo vi llorar, pero ignoro si se tragó las lágrimas; se han dado casos de personas que por no entregar algún papelillo secreto se lo han tragado y digerido, que es peor.

Algunos días estaba tan alegre que, francamente, me parecía que había conseguido sacarse del pozo: una alegría rarísima, extrahumana.

Bonifacio no era pesimista, Bonifacio no era optimista, Bonifacio no era nada; nada quería ser, ni sabía lo que quería. ¡Pobre Bonifacio!

Él quería ser algo que llamara la atención; no sabía bien qué.

¿Para qué continuar un cuento tan viejo?

Cójanle ustedes a Bonifacio, denle unos cuantos martillazos por aquí y por allí, moldéenle hasta que se pliegue a las exigencias de la realidad, y díganme en conciencia si han conocido a Bonifacio.

Me falta hablar del fin de Bonifacio.

Respecto a éste, corren dos tradiciones igualmente atendibles.

Según la una, Bonifacio acabó como había empezado, siempre el mismo, siempre buscándose y nunca hallado; acabó como las nubes de verano: mientras vivió hizo sombra, y cuando murió siguió alumbrando el sol su sitio vacío.

Según otra tradición, Bonifacio, golpe aquí, golpe allí, se fue redondeando, se casó, tuvo hijos, y cuando fue padre halló la originalidad tan buscada, que, con ser tan común, es la más rara. Sus últimas palabras fueron: «¡Con que, adiós, hijos míos!».

Aún hay otras tradiciones, porque éstas son como los hongos; pero en todas ellas el fondo de verdad está exornado por mil retazos y añadiduras.




ArribaAbajoSoledad

(El espejo de la muerte, 1913)


Soledad nació de la muerte de su madre: ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento,


      nasce l'uomo a fatica,
ed è rischio di morte il nascimento,



riesgo de muerte para el que nace, riesgo de muerte para quien le da el ser.

La pobre Amparo, la madre de Soledad, había llevado en sus cinco años de casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y parecía insensible. No sabía la pobre cómo se habían casado; se encontró ligada por matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Su vida toda de soltera se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la quería o la detestaba. Se detenía en casa no más que para comer y dormir, para todo lo animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada. Cuando ella, la pobre Amparo, le preguntaba algo, consultaba su parecer, obtenía de él invariablemente la misma respuesta: «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!». Y este insistente: «¡Como tú quieras!», llegaba al corazón de la pobre Amparo, un corazón enfermo, como un agudo puñal. «¡Como tú quieras! -pensaba la pobre-; es decir, que mi voluntad no merece ni siquiera ser contradicha». Y luego el: «¡Déjame en paz!»; ese terrible: «¡Déjame en paz!», que amarga tantos hogares. En el de Amparo, en el que debía ser hogar de Amparo, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.

Al año de casada tuvo Amparo un hijo; pero en el triste desamparo de su hogar ceniciento ansiaba una hija. «¡Un hijo! -pensaba-. ¡Un hombre! ¡Los hombres siempre tienen que hacer fuera de casa!». Y así, cuando volvió a quedar encinta, no soñaba sino en la hija. Y habría de llamarse Soledad. La pobre cayó en cama, gravemente enferma. Su corazón desfallecía por momentos. Comprendió que no vivía sino para dar a luz a su hija, hasta ponerla en el hogar tenebroso. Llamó a su marido y dijo: «Mira, Pedro; si, como espero, es hija, le pondrás por nombre Soledad, ¿eh?». «Bueno, bien -respondió él-; tiempo habrá de pensar en ello», y pensaba que aquel día, con aquello del parto, iba a perder su partida de dominó. «Es que yo me muero, Pedro; es que no voy a poder resistir esto», añadió. «¡Aprensiones!», replicó él. «Sea -contestó Amparo-; pero si sale niña, la llamaréis Soledad, ¿eh?». «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!», concluyó él.

Y le dejó en paz para siempre. Después de haber dado a luz a su hija sólo tuvo tiempo para percatarse de que era niña. Y sus últimas palabras fueron: «¿Soledad, eh, Pedro? ¡Soledad!».

El hombre quedó suspenso y se habría anonadado si fuera él algo. ¡Viudo, a su edad, y con dos hijos pequeños! ¿Quién le cuidaría ahora la casa? ¿Quién se los criaría? Porque hasta que la niña se hiciese mayorcita y pudiera encargarse de las llaves y el gobierno... ¡Y cómo volver a casarse! No, no volvería a hacerlo. Ya sabía lo que era estar casado. ¡Si lo hubiese sabido antes! Eso no le resolvía nada. No, decididamente no; no volvería a casarse.

Hizo que llevasen a Soledad a un pueblo, a criarla fuera de casa. No quería molestias de niños e impertinencias de nodrizas. Harto tenía con el otro, con Pedrín, el niño, de tres años ya.

Soledad apenas se acordaba de los primeros años de su infancia. Allá, en la lejanía, sus últimos recuerdos eran los de aquel hogar hosco y ceniciento y aquel padre hermético, aquel hombre que comía junto a ella en la mesa y a quien veía un momento al levantarse y otro momento al ir a acostarse. Y aquellos besos litúrgicos, forzados. La única compañía le era Pedrín, su hermano. Pero Pedrín jugaba con ella en el más estricto sentido, es decir, que no jugaba en compañía de ella, sino que jugaba con ella como se juega con una muñeca. Ella, Soledad, solita era su juguete. Y era, como hombre que había de ser, un bruto. Como eran sus puños más fuertes, quería tener siempre razón. «Vosotras, las mujeres, no servís para nada. ¡Los que mandan son los hombres!», le dijo una vez.

Era Soledad una naturaleza exquisitamente receptiva, un genio de sensibilidad. Se da con frecuencia en las mujeres este genio de receptividad, que como nada produce, se extingue sin que nadie lo haya conocido. Al principio acudió Soledad, llorosa y herida en lo más vivo, a su padre, a la esfinge, demandando justicia; pero el inflexible varón le contestaba secamente: «¡Bueno, bien; déjame en paz! ¡Daos un beso, y cuidado con que esto se repita!». Así creía arreglarlo, quitándose de encima la molestia. Y acabó ello porque Soledad no volvió a quejarse a su padre de las brutalidades de su hermano, y lo soportó todo en silencio, dejando a aquél en paz y evitándose los fraternales besos de humillación.

Fue espesándose y entenebreciéndose la tristeza cenicienta de su hogar. Sólo descansaba en el colegio, en el que le metió su padre como medio pensionista para quitársela así más tiempo de encima. Allí, en el colegio, supo que sus compañeras todas tenían o habían tenido madre. Y un día, a la hora de cenar, se atrevió a molestar a su padre preguntándole: «Di, papá, ¿he tenido madre?». «¡Vaya una pregunta! -respondió el hombre-. Todos hemos tenido madre. ¿Por qué lo preguntas?». «¿Y dónde está mi madre, papá?». «Se murió cuando tú naciste». «¡Ay qué pena!», prorrumpió Soledad. Y entonces el padre rompió por un momento su salvaje taciturnidad, le dijo cómo su madre se había llamado Amparo, y le enseñó un retrato de la difunta. «¡Qué guapa era!», exclamó la niña. Y el padre añadió: «Sí, ¡pero no tanto como tú!». En esta exclamación, que se le escapó, iba el fondo de una de sus petulancias; creía que el ser su hija más guapa que la madre, se lo debía a él. «Y tú, Pedrín -dijo Soledad a su hermano, animada por aquel fugitivo rescoldillo de hogar-, ¿te acuerdas tú de ella?». «¿Y cómo me he de acordar, si cuando murió no tenía yo más que tres años?». «Pues yo, en tu caso, me acordaría», fue la respuesta de la niña. «¡Claro, las mujeres sois más listas!», exclamó el hombrecillo en ciernes. «No, pero sabemos recordar mejor». «Bueno, bueno, no digas tonterías y déjame en paz». Y se acabó el coloquio de aquella noche memorable en que Soledad supo que había tenido madre.

Y tanto dio en pensar en ella, que casi la recordó. Pobló su soledad con ensueños maternales.

Fueron corriendo los años, todos iguales, todos cenicientos y tristes en aquel hogar apagado. El padre no envejecía ni podía envejecer. A las mismas horas hacía todos los días las mismas cosas, con una regularidad mecánica. Y el hermano empezó a disiparse, a dar que hablar en el pueblo. Hasta que desapareció de él; Soledad no supo adónde. Quedaron padre e hija solos, solos y separados; viviendo, es decir, comiendo y durmiendo bajo el mismo techo.

Por fin pareció que un día se le abriera el cielo a Soledad. Un gallardo mozo, que desde hacía algún tiempo la devoraba con los ojos cuando la veía en la calle, se dirigió a ella solicitando ser admitido a prueba como novio. La pobre Soledad vio que se le abría la vida, y aunque con unos ciertos presentimientos, que en vano quería rechazar de sí, lo admitió. Y fue como una primavera.

Empezó Soledad a vivir, empezó más bien a nacer.

Descubrídsele el sentido de muchas cosas que hasta entonces no lo tuvieron para ella; empezó a entender mucho que oyó a sus maestras y a sus compañeras de colegio, mucho que había leído. Todo parecía cantar dentro de ella. Pero a la vez descubrió toda la horrura de su hogar, y si no hubiera sido por la imagen, siempre en ella presente, de su novio, se habría arrecido allí junto a aquel hombre granítico.

Fue un verdadero deslumbramiento aquel noviazgo para la pobre Soledad. Y el padre parecía no haberse enterado de nada o no querer enterarse: ni la más leve alusión de su parte. Si al salir de casa cruzaba con el novio de su hija que se acercaba a la reja, a las horas de sabroso coloquio, hacía como que no se enteraba. La pobre Soledad tuvo más de una vez intención de insinuar algo a su padre en la mesa, a la hora de cenar; pero las palabras se le cuajaban en la boca antes de salir. Y calló, siguió callando.

Empezó Soledad a leer en libros que le traía su novio; empezó, gracias a él, a conocer el mundo. Y aquel joven no parecía hombre. Era cariñoso, alegre, abierto, irónico y hasta la contradecía a las veces. De su padre, del padre de ella, no le habló nunca.

Fue la iniciación en la vida y fue el sueño del hogar. Soledad empezó, en efecto, a soñar lo que sería un hogar, a entrever lo que eran los hogares, los verdaderos hogares de sus compañeras que lo tenían. Y este conocimiento, este sentimiento más bien, acreció en ella el horror a la madriguera en que vivía.

Y de repente, un día, cuando menos lo esperaba, vino el hundimiento. Su novio, que hacía un mes estaba ausente, le escribió una larga carta muy llena de expresiones de cariño, muy alambicadas, muy tortuosas, en que a vuelta de mil protestas de afecto le decía que aquellas sus relaciones no podían continuar. Y acababa con esta frase terrible: «Acaso llegue algún día otro que te pueda hacer feliz mejor que yo». Soledad sintió un tenebroso frío que le envolvía el alma, y toda la brutalidad, toda la indecible brutalidad del hombre, es decir, del varón, del macho. Pero se contuvo, devorando en silencio, y con ojos enjutos su humillación y su dolor. No quería aparecer débil ante su padre, ante la esfinge.

¿Por qué? ¿Por qué la había dejado su novio? ¿Es que se había cansado de ella? ¿Por qué? ¿Es que puede un hombre cansarse de amar? ¿Cabe cansarse de amar? No, no; es que nunca la había querido. Y ella, la pobre Soledad, sedienta de amor desde que naciera, comprendió que no la había querido nunca aquel otro hombre. Y se hundió en sí misma, refugiándose en el culto a su madre, en el culto a la Virgen. Y no lloró, porque su dolor no era de lágrimas: era un dolor seco y ardiente.

Una noche, a la hora de cenar, la esfinge paternal abrió la boca para decir: «¿Qué? ¡Según parece, se ha acabado ya eso!». Y Soledad sintió como si le atravesasen el corazón con una espada de hielo. Se levantó de la mesa, se fue a su cuarto, y exclamando: «¡Madre mía!», cayó en un espasmo convulsivo. Y desde entonces el mundo le supo a vacío.

Y pasaron dos años, y una mañana se encontraron muerto en su cama al padre, a don Pedro. El corazón se le había parado. Y su hija, sola ahora en el mundo, no le lloró.

Quedó sola Soledad, enteramente sola. Y para que su soledad fuese mayor vendió cuantas fincas le dejó su padre, realizó una modestísima fortunilla y se fue a vivir lejos, muy lejos, donde nadie la conociera y donde ella a nadie conociera.

Y ésta es esa Soledad, hoy ya casi anciana, esa mujercita sencilla y noble que veis todas las tardes ir a tomar el sol a orillas del río; esa mujercita misteriosa de la que no se sabe ni de dónde vino ni de dónde es. Ésa es la solitaria caritativa que en silencio remedia las necesidades ajenas que conoce y puede remediar; ésa es la buena mujercita a la que alguna vez se le escapa uno de esos dichos amargos delatores del desconsuelo encallecido.

Nadie sabía su historia, y se llegó a propagar la leyenda de una terrible tragedia en ella. Pero, como veis, no hay en su vida tragedia alguna representable, sino, a lo más, esta tragedia vulgar, vulgarísima, irrepresentable, callada, que tantas vidas humanas destroza: la tragedia de la soledad.

Sólo se recuerda que hace unos años vino en busca de Soledad un hombre avejentado, de prematura decrepitud, encorvado como bajo el peso del vicio, y a los pocos días de llegar murió en casa de la mujercita. «¡Era mi hermano!». Es lo único que a ésta se le oyó.

Y ahora, ¿comprendéis lo que es la soledad en un alma de mujer, y de mujer sedienta de cariño y hambrienta de hogar? El hombre tiene en nuestras sociedades campos en que distraer su soledad; pero una mujer que no quiere encerrarse en un convento, ¿qué ha de hacer solitaria entre nosotros?

Esa pobre mujercita, a la que veis vagar a orillas del río, sin fin ni objeto, ha sentido toda la enorme brutalidad del egoísmo animal del hombre. ¿Qué piensa? ¿Para qué vive? ¿Qué lejana esperanza la mantiene?

He trabado relación, no digo amistad, con Soledad, y he procurado sonsacarle su sentimiento total de la vida y del destino, lo que alguien llamaría su filosofía. Hasta hoy, poco o nada he conseguido; mas espero conseguirlo. Todo lo que he logrado es saber su historia, la que os acabo de contar. Fuera de esto, no le he oído sino reflexiones llenas de buen sentido, pero de un buen sentido frío y al parecer rastrero. Es mujer de extraordinaria cultura de libros, porque ha leído mucho, y de una gran clarividencia. Pero lo que es sobre todo es extremadamente sensible a las groserías y brutalidades de toda clase. Vive así, solitaria y retraída, por no sufrir los empellones de la brutalidad humana.

De nosotros, los hombres, tiene una singular idea. Cuando le he sacado la conversación al respecto de los hombres, se ha limitado a exclamar: «¡Pobrecillos!». Parece que nos compadece, como quien compadeciera a un cangrejo. Me ha prometido hablarme alguna vez de los hombres y del magno, del máximo, del supremo problema de la relación entre hombre y mujer. «No de la relación sexual -me dijo-, ¿eh?, entienda usted bien; no de eso, sino de la relación general entre hombre y mujer: lo mismo que sean madre e hijo, hija y padre, hermana y hermano, amiga y amigo, respectivamente, como que sean marido y mujer, novio y novia o amantes; lo importante, lo capital, es la relación general, es cómo ha de sentir un hombre a una mujer, sea su madre, su hija, su hermana, su mujer o su querida, y cómo ha de sentir una mujer a un hombre, sea su padre, su hijo, su hermano, su marido o su amante». Y espero el día en que Soledad me hable de esto.

Una vez hablé con ella de esa profusión de libros eróticos con que ahora nos inundan, porque con la buena Soledad se puede hablar de todo cuidando de no herirla. Cuando le saqué esa conversación me miró inquisitivamente con sus grandes ojos claros, ojos eternamente juveniles, y con una sombra de sonrisa sobre su boca me preguntó: «Diga usted. ¿Usted comerá? ¿No es así?». «¡Claro que como!», respondí, sorprendido por la pregunta. «Pues bien; si a usted, que come, le sorprendiera leyendo un libro de cocina y pudiese yo mandar, le enviaría a la cocina a fregar las cacerolas». Y no dijo más.




ArribaAbajoDel odio a la piedad

(El espejo de la muerte, 1913)


El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.

«Pero, señor -se decía-, ¿por qué me carga este hombre?». Y para razonar su odio y justificarlo fue inventando, sin darse cuenta de lo que hacía, mil pretextillos. «¡Qué manera tan presuntuosa de fumar el puro! ¡Qué desdén en la mirada! ¡Qué rostro abotagado! ¡Qué sello de imbecilidad en el traje! ¡Cómo me mira..., me aborrece, nos hemos comprendido!». Y todo esto era mentira, y Toribio lo sabía; no había tal presunción, ni tal desdén, ni tal rostro, ni mucho menos aborrecimiento alguno.

«¡Y ni saluda al entrar!»... Él tampoco saludaba.

En fuerza de repetirse los pretextos acabó por creerlos, se los sugirió como verdaderos y se convenció de que el vecino le odiaba.

Entraba en el café... «Ahí está, ¡cómo me mira!, me odia, bien se conoce que me odia...».

Empezó con sus amigos a hablar mal del otro, les dijo que se odiaban, inventó mil mentirillas de ojeadas feroces, de gestos de desprecio; acabó por creerlas él mismo.

A todo esto el vecino impasible, acaso adivinaba lo que sucedía en el alma de Toribio, pero no lo daba a entender.

Un día llegó Toribio al café un poco alegrillo, y lo primero que vio fue a su vecino en la mesa de ellos, de Toribio y sus amigos.

«Ha ocupado nuestra mesa teniendo la suya vacía..., busca camorra... Pero aquí las mesas son del primero que llega. No importa, tiene la suya, ¿por qué no la ha ocupado?... No, pues yo voy y me siento en la nuestra. ¿Busca camorra?, que empiece él... ¡Está claro! Como lo que él quiere es que yo me siente junto a él, dirá algo...».

Se sentó en la misma mesa, frente al vecino odiado. Pidió café. Vino el mozo y fue a retirar la taza que estaba delante de Toribio.

-¿Qué? ¿La vas a llevar a la otra mesa? ¡No, déjala aquí!

Y miró a su vecino.

-No es eso, señorito -contestó el mozo-, es que esta taza está usada: en ella ha tomado café otro señor que ha estado con el señorito Rafael.

Se llamaba Rafael, ¡qué nombre tan antipático!

Toribio empezó a tomar su taza, le latía el pecho y no sabía lo que le pasaba. Concluyó el café y de un trago se bebió la copa de coñac. Pidió otra copa y luego otra, contra su costumbre. Le ardía la cara. Al fin se dirigió a su vecino y le dijo:

-¿Cómo ha venido usted hoy a esta mesa, teniendo la de usted vacía?

El vecino le miró serenamente y pensó: «Ya decía yo, este pobre muchacho está loco». No respondió nada.

-¿Por qué ha venido usted a esta mesa?

-¡Porque me ha dado la gana!

-¿No sabe usted que es la nuestra?

Rafael iba a contestar una crudeza, pero pensó: «Mejor será por lo blando, ¡pobre chico!».

-Sabe usted, cuando he llegado estaba aquí un conocido y me he sentado junto a él.

Era la verdad.

-Y cuando se ha ido el conocido, ¿por qué no ha dejado usted libre nuestra mesa?

Toribio pidió otra copa. Rafael le miró con inquietud, como se mira a un loco, y contestó:

-Porque deseaba estar con usted... ¡No beba usted tanto!

-Y a usted, ¿qué le importa?

Rafael pensó: «Lo más prudente será retirarse». Se levantó y dijo a Toribio:

-¡Cálmese usted!

Y salió.

Todo aquel día estuvo Toribio excitadísimo. ¡Ya se ve!, cuatro copas, en él que nunca tomaba más que una.

Aquella noche reflexionó y comprendió lo imbécil de su conducta. «Tengo que domarme».

Al día siguiente entró al café. Allí estaba Rafael; esta vez en su mesa. Toribio se le dirigió. El otro pensó: «Otra vez el loco».

Le dio mil explicaciones, le pidió perdón, y acabó por convidarle. Desde entonces se hicieron muy amigos, casi íntimos. Toribio le hablaba de Campomanes.

Rafael era un alma de oro y de lo más simpático.

Cuando Toribio tuvo que volver a su pueblo sintió pena al despedirse de Rafael.

Llegó a su pueblo y lo primero que se echó a la cara fue a Campomanes. ¡Cosa más rara! No sintió por él ni miaja de odio; al contrario, casi simpatía. «Es un infeliz», pensó.

Desde entonces le dio no poco que pensar cómo se había derretido su odio a Campomanes en un fondo de piedad.

Un día paseaba con uno de sus amigos de Madrid cuando encontraron a Campomanes. Toribio se lo mostró y el otro le dijo:

-¿Sabes con quién lo encuentro parecido?

-¿Con quién?

-Con Rafael.

¡Y era verdad! No lo había notado hasta entonces. Es decir, sí lo había notado, pero sin darse cuenta de ello.

Entonces se explicó su odio a Rafael, y entonces se explicó por qué, reconciliado con Rafael, mató el odio que tenía a Campomanes. «Cosa más rara -se decía-, el demonio averigua la verdadera razón de nuestros odios y de nuestros amores... El hombre es el bicho más extraño».

La verdad es que tiene el alma humana repliegues estrambóticos.




ArribaAbajoRamón Nonnato, suicida

(El espejo de la muerte, 1913)


Cuando harto de llamar a la puerta de su cuarto, entró, forzándola, el criado, encontrose a su amo lívido y frío en la cama, con un hilo de sangre que le destilaba de la sien derecha, y junto a él, aquel retrato de mujer que traía constantemente consigo, casi como un amuleto, y en cuya contemplación se pasaba tantas horas.

Y era que en la víspera de aquel día de otoño gris, a punto de ponerse el día, Ramón Nonnato se había pegado un tiro. Habíanle visto antes, por la tarde, pasearse, solo, según tenía por costumbre, a la orilla del río, cerca de su desembocadura, contemplando cómo las aguas se llevaban al azar las hojas amarillas que desde los álamos marginales iban a caer para siempre, para nunca más volver, en ellas. «Porque las que en la primavera próxima, la que no veré, vuelvan con los pájaros nuevos a los árboles, serán otras», pensó Nonnato.

Al desparramarse la noticia del suicidio hubo una sola y compasiva exclamación: «¡Pobre Ramón Nonnato!». Y no faltó quien añadiera: «Le ha suicidado su difunto padre».

Pocos días antes de darse así la muerte había pagado Nonnato su última deuda con el producto de la venta de la última finca que le quedaba de las muchas que de su padre heredó, y era la casa solariega de su madre. Antes fue a ella y se estuvo allí solo durante un día entero, llorando su desamparo y la falta de un recuerdo, con un viejo retrato de su madre entre las manos. Era el retrato que traía siempre consigo, sobre el pecho, imagen de una esperanza que para él había siempre sido recuerdo, siempre.

El pobre hombre había desbaratado la fortuna que su padre le dejara en locas especulaciones enderezadas a acrecentarla, en fantásticas combinaciones financieras y bursátiles, mientras vivía con una modestia rayana en la pobreza y ceñido de privaciones. Pues apenas si gastaba más que lo preciso para sustentarse con un discreto decoro, y fuera de esto, en caridades y favores. Porque el pobre Nonnato, tan tacaño para consigo, era en extremo liberal y pródigo para con los demás, sobre todo con las víctimas de su padre.

La razón de su conducta era que buscaba aumentar lo más posible su fortuna, hacerla enorme, y emplearla luego en vasto objeto de servicio a la cultura pública, para redimirla así de su pecado de origen. No le parecía bastante haberla distribuido en pequeñas caridades, y mucho menos haber tratado de cancelar los daños de su padre. No es posible recoger el agua derramada.

Llevaba siempre fijas en la mente las últimas palabras que al morir le dirigió su padre, y fueron así:

-Lo que siento, hijo mío, es que esta fortuna, tan trabajosamente fraguada y cimentada por mí; esta fortuna tan bien repartida, y que es, aunque tú no lo creas, una verdadera obra de arte, se va a deshacer en tus manos. Tú no has heredado mi espíritu, ni tienes amor al dinero, ni entiendes de negocio. Confieso haberme equivocado contigo.

«Afortunadamente», pensó Nonnato al oír estas últimas palabras de su padre. Porque, en efecto, no había logrado éste infundirle su recio y sombrío amor al dinero, ni aquella su afición al negocio, que le hacía preferir la ganancia de tres con engaño legal a la de cuatro sin él.

Y eso que el pobre Nonnato había sido el abogado de los pleitos en que de continuo se metía aquel hombre terrible: un abogado gratuito, por supuesto. En su calidad de abogado de su padre, es como Nonnato tuvo que penetrar en los más recónditos recovecos del antro del usurero, tinieblas húmedas donde acabó de entristecérsele el alma, presa de una esclavitud irrescatable. Ni podía libertarse, pues, ¿cómo resistir la mirada cortante y iría de aquel hombre de presa?

Años tétricos los de la carrera del pobre Nonnato, de aquella carrera odiada que estudiaba obligado a ello por su padre. Cuando durante los veranos se iba de vacaciones a su pueblo costero, después de aquel tenebroso curso de estudios, pasado en una miserable casa de uno de los deudores de su padre, que así le sacaba más interés a su préstamo, íbase Nonnato solo a orillas del mar a consolarse de su soledad con la soledad del Océano, y a olvidar las tristezas de la tierra. El mar le habla siempre llamado como una gran madre consoladora, y sentado a su orilla sobre una roca ceñida de algas contemplaba el retrato aquel de su pobre madre, fingiéndose que el canto brezador de las olas era el arrullo de cuna que no le había sido concedido oír en su infancia.

Él había querido hacerse marino para huir mejor de casa de su padre, para cultivar la soledad de su alma; pero su padre, que necesitaba un abogado gratuito, le obligó a estudiar leyes para torcerlas, renunciando al mar. De aquí lo tétrico de sus años de carrera.

Y ni aun tuvo en ellos el consuelo de refrescarse el alma a solas con el recuerdo de sus mocedades, porque éstas habíalas pasado como una sola noche de invierno en un desierto de hielo. Solo, siempre solo con aquel padre que apenas le hablaba como no fuese de sus feos negocios, y que de cuando en cuando le decía: «Porque esto lo hago por ti, principalmente por ti, casi sólo por ti. Quiero que seas rico, muy rico, inmensamente rico y que puedas casarte con la hija del más rico de esos ricachos que nos desprecian». Mas el chico sentía que aquello era mentira, y que él no era sino un pretexto para que su padre se justificase ante sí mismo, en el foro de su conciencia, su usura y su avaricia. Y fue entonces, en aquella tétrica mocedad, cuando dio con el retrato de su madre y empezó a dedicarle culto. El padre, por su parte, jamás le habló de ella.

Y el pobre mozo, que oía a sus compañeros hablar de sus madres, trataba de figurarse cómo habría podido ser la suya. E interrogaba en vano a aquella antigua sirvienta, seca y dura, la confidente de su padre, la que le había tomado de brazos de su nodriza, a la que no había vuelto a ver. Nunca le oyó cantar a aquella mujer ceñuda y tercamente silenciosa. Y era ella la que se perdía en sus más remotos recuerdos de niñez.

¡Niñez! No la había tenido. Su niñez fue solo un día largo, un día gris y frío de unos cuantos años, porque todos sus días fueron iguales e iguales las horas todas de cada uno de sus días. Y la escuela, no menos tétrica que su hogar. En ella le dirigían bromas feroces, como son las bromas infantiles, sobre las mañas de su padre. Y como le vieran una vez llorar al llamarle el hijo del usurero, redoblaron las burlas.

La nodriza lo había dejado en cuanto pudo porque no se le pagaba su servicio en rigor. Era el modo que tenía el usurero de cobrarse una deuda del marido de ella. Y así, en vez de pagarle sus mesadas por dar leche de su pecho al pobrecito Nonnato, íbaselas descontando de lo que su marido le debía.

Habíanle sacado a Ramón Nonnato del cadáver tibio de su madre, que murió poco antes de cuando había de darle a luz, cuarenta y dos años antes del día aquel en que se suicidó. Y es, pues, que había nacido con el suicidio en el alma.

¡La pobre madre! ¡Cuántas veces, en sus últimos días de vida, se ilusionaba con que el hijo tan esperado habría de ser un rayo de sol en aquel hogar tenebroso y frío y habría de cambiar el alma de aquel hombre terrible! «¡Y por lo menos -pensaba- no estaré ya sola en el mundo, y cantando a mi niño no oiré el rechinar del dinero en ese cuarto de los secretos! ¡Y quién sabe!... ¡acaso cambie!».

Y soñaba con llevarle en los días claros a la orilla del mar, a darle allí el pecho frente al pecho palpitante de la nodriza de la tierra, uniendo su canto al eterno canto de cuna que tantos dolores del trabajado linaje humano adormeciera.

¿Cómo se encontró casada con aquel hombre? Ni ella lo sabía. Cosa de su familia, de su padre, que tenía negocios oscuros con el que fue luego su marido. Sospechaba algo pavoroso, pero en que no quería entrar. Recordaba que un día, después de varios en que su madre tuvo de continuo enrojecidos los ojos por el llanto, la llamó su padre al cuarto de las solemnidades y le dijo:

-Mira, hija mía, mi salvación, la salvación de la familia toda, depende de ti. Sin un sacrificio tuyo, no sólo la ruina completa, sino además la deshonra.

-Mándeme, padre -respondió ella.

-Es menester que te cases con Anastasio, mi socio.

La pobre, temblando de los talones a la nuca, se calló, y su padre, tomando su silencio por un otorgamiento, añadió:

-Gracias, hija, gracias; no esperaba yo otra cosa de ti. Sí, este sacrificio...

-¿Sacrificio? -dijo ella por decir algo.

-¡Oh, sí, hija mía; no le conoces, no le conoces como yo!...




ArribaAbajoArtemio, heautontimoroumenos

(Nuevo Mundo, Madrid, 29-III-1918)


El veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una víbora se picase a sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay secreciones externas que si se vierten en el organismo mismo que las segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo para que le emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que, retenidos, atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la envidia? ¿No cabrá que un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una parte de él, uno de sus yos, a otra de sus partes, o a su otro yo? ¿No podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí mismo, en un ataque de rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse desahogando su mordaz rabia?

Estas terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más bajos fondo del alma, debajo de su légamo, cuando conocimos, en las lóbregas postrimerías de su vida, al pobre Artemio A. Silva, un vencido. Decíannos que era un fracasado, un raté, y acabamos por descubrir que era un auto-envidioso.

Artemio A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social, llevando en sí, como todo hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos, acaso más, pero reunidos en torno de estos dos que los acaudillaban. Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como habría dicho Pascal, su ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde del maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo de los abismos del alma humana, debe ignorar.

El un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o público, el más cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o eficacista; su mira, lo que en el siglo se llama medrar y triunfar y fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo, esto es, que el fin justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se llama así.

Pero por más dentro tenía Artemio A. Silva otro yo, que diríamos más interno, un yo privado, un yo hipócrita, lleno de escrúpulos y con la preocupación moral. Era el yo del mandamiento moral; era la fuente del remordimiento. Y era su yo pesimista, así como el otro era el optimista. Artemio le llamaba a ese yo su conciencia, como si el otro también no lo fuera.

Las luchas íntimas de Artemio eran entre su hombre de eficacia y su hombre de moralidad, entre el egoísta y el deísta. Cuando se iba a meter en una acción de esas que los puros políticos -la pura política es la suprema impureza moral- llaman eficaces, de esas en que todo se pospone a la consecución del llamado triunfo, del inmediato, su yo cínico le empujaba a los actos más implacables y a las convenciones y los conchabamientos más perversos; pero su otro yo, el que llamaremos hipócrita le retenía. Y su acción era siempre incierta y vacilante. Y concluía por encerrarse y decirse a sí mismo: «¡Soy imposible!, ¡jamás llegaré a ser nada en este mundo!, ¡estos escrúpulos de monja!... ¡estos remordimientos!... ¿Y para qué me sirve ser honrado, si nadie me lo ha de agradecer?, ¿para qué si he de morir, de seguir así, pobre y despreciado?». Por donde se ve que ninguno de sus dos y os, ni su ángel ni su demonio, habían vencido, sino que, en rigor, ambos eran vencidos, cada uno del otro, y vencedor ninguno.

Si el demonio de Artemio -o el Artemio demonio- hubiese vencido al ángel de Artemio -o al Artemio ángel-, habríase dado a medrar y a gozar de la vida del siglo y del encanto del poder y de la fortuna sin rastro alguno de remordimiento; y si, por el contrario, hubiese en él vencido el ángel, habríase contentado con la satisfacción de su propia virtud, con el sentimiento de su propia humanidad vencedora. Pero no le ocurrió ni lo uno ni lo otro, y acabó Artemio siendo mucho peor que un pícaro redomado, mucho peor que uno de esos bandoleros de alto copete que han dejado la conciencia moral al borde del camino, y campan y medran a sus anchas en el rodeo del mundo del siglo, sin dársele de otra cosa, y menos de lo eterno, un ardite. Acabó Artemio odiándose a sí mismo y despreciándose. Y este odio y este desprecio, eran en mucha parte, envidia. El que empezó siendo el ángel de Artemio, concluyó odiando a su demonio y siendo, por lo tanto, tan malo como él; y el que empezó siendo su demonio, concluyó despreciando al otro.

El escondido yo moral de Artemio admiraba ocultamente -pues quería ocultárselo a sí mismo- a su yo eficacista o inmoral. En los diálogos que Artemio mantenía entre sus dos yos, el angélico decíale al demoníaco: «¡Si yo hubiera podido ser como tú!, ¡si yo hubiera tenido para hacer el bien la osadía que tuviste tú para buscar tu provecho!, ¡si yo hubiera tenido tu coraje!». Y el yo demoníaco le respondía: «¡El caso es, mellizo mío, que con tus eternos reproches no me has dejado ser como debí haber sido, no me has dejado ser como debí haber sido, no me has dejado cumplir mi provecho, y tampoco has hecho el tuyo, cobarde, cobarde!». Y luego el yo exangélico de Artemio tenía que callarse, porque había buscado su provecho moral, y la moralidad no es provecho; había querido un premio para su virtud, y no supo que el premio es la virtud. Y es que el ángel de Artemio había sido corrompido por el fracaso de su demonio.

El pobre Artemio, cuando le conocimos, no se consolaba del fracaso de sus ambiciones mundanas, de no haber hecho una carrera brillante, según el siglo; pero tampoco estaba satisfecho de la aparente austeridad y limpieza de su vida. «No tuvo valor para ser malo» -se decían de él las gentes. Y él lo sabía.

No conocimos en Renada alma más complicada y torturada que la del pobre Artemio A. Silva, un nuevo heautontimoroumenos, el que se atormentaba a sí mismo. Y si Dios nos da salud, humor y tiempo, hemos de contar detalladamente su historia, haciendo que hablen solamente los hechos. Artemio era, en rigor, un envidioso de sí mismo. Porque cuando se revolvía alguno que hubiese medrado en el siglo, decíase: «¡Así pude haber sido yo si no me hubiesen contenido este maldito ángel, preocupado de la justicia y del deber!». Y cuando se revolvía contra alguno que mantuviese la entereza de un corazón recto y justo y, con ella, el respeto de los mejores, decíase Artemio: «¡Así pude haber sido yo si no me hubiese empujado, y sin eficacia, este maldito demonio, que jamás pensó más que en su provecho». Y así Artemio, al envidiar al que medraba y triunfaba -lo que así llaman los eficacistas o arribistas- su medro y triunfo, y al envidiar al que se mantenía entero y respetado su entereza y respeto, no hacía sino envidiarse de sí mismo. Ninguno de sus dos yos consiguió dominar del todo al otro, y acabaron por fundirse en un solo yo, en que lo angélico se perdió en lo demoníaco. Fue cobarde para el bien y cobarde para el mal. La lucha entre su ambición y su orgullo se resolvió en la destrucción de ambos, uno por otro.

Como ve el lector, le damos aquí al orgullo un papel angélico. Nos queda por explicar cómo fue por orgullo por lo que los ángeles buenos permanecieron fieles al Señor. Porque el orgullo es el respeto a Dios, a quien se lleva dentro, y la resolución de no venderlo al mundo.




ArribaAbajoRobleda, el actor

(Caras y Caretas, Buenos Aires, 4-XII-1900)


Aquel actor, Octavio Robleda, desconcertaba al público. No había podido aprendérselo. En cada nuevo papel se esperaba una sorpresa de su parte. «Llena la escena -había escrito un crítico-. Y, sin embargo, parece que está ausente de ella, que está fuera del teatro». Veíasele -en efecto- profundamente absorto en los personajes que representaba y se adivinaba, sin embargo, que allí quedaba otro, que él, Octavio Robleda, representa entre tanto otra tragedia más profunda. Cuando hacía La vida es sueño, de Calderón, sentíase que la iba creando y que él, Octavio Robleda, soñaba a Segismundo.

Los autores gustaban poco de Octavio. Decían, y no les faltaba razón en ello, que sin quitar ni poner una palabra de lo que ellos, los autores, habían escrito, Octavio les cambiaba el personaje y le hacía ser otro que el por ellos concebido. Y que luego de creado un sujeto así, de escena, por Octavio, no había ningún otro actor que se atreviese a representarlo. Porque Octavio hacía llorar con personajes que el autor concibió cómicos y hacía reír con los que concibió trágicos.

De su vida privada no se sabía casi nada. Vivía solo y solitario, sin amigos, y en las horas que no pasaba en el teatro era casi imposible el poderle ver. En sus temporadas de descanso, de vacaciones, íbase a una casita de un pueblecillo de sierra y se pasaba casi todo el día en un bosque, lejos de toda sociedad humana, estudiando las costumbres de los insectos. Y cuando le preguntaban por qué no estudiaba a los hombres, respondía: «¿Y para qué? No somos nosotros, los actores, los que imitamos y representamos sus gestos, sus acciones y sus palabras, sino que son ellos los que nos imitan. Es el teatro el que hace la vida. ¡Y estoy harto de teatro!».

-¿Y de vida por lo tanto? -le dije una vez que se lo oí.

-¡Y de vida, sí! -me respondió Octavio.

No sé cómo, pero llegamos a intimar, y aquel hombre tosco y huraño, insociable, llegó a confiarme parte del secreto de su vida. No lo esencial de él, pero si lo formal de ese secreto.

-Vivo torturado -me dijo- por el horror a la exhibición. Me molesta ser el blanco de las miradas de tanta gente y quisiera poder hacerme invisible, hundirme bajo la tierra. Mi mayor preocupación cuando salgo a escena, es que el público me vea a mí, a Octavio Robleda, que sepan que estoy allí yo y por eso pongo tanto cuidado en caracterizarme de modo que mi propia personalidad se borre.

-Y por eso -le dije-, por ese empeño se le ve siempre a usted. Ahora me explico lo que le ocurre al público con usted y esa indefinible sensación de desasosiego y de desconcierto que usted provoca en él. Y es que sentimos bajo la tragedia que usted representa la otra tragedia...

-Que también represento... -me interrumpió con tristeza.

-La tragedia de una personalidad que quiere borrarse, anularse, y no lo consigue.

-No -exclamó-, no es que quiera anularme; es que no quiero darme en espectáculo; es que no quiero que me vean; es que no quiero que sepan que yo, que Octavio Robleda está allí; es que me quiero para mí y nada más que para mí. Y cuando voy por la calle sufro, sufro lo indecible. Quisiera pasar inadvertido, que no sepan que soy yo. Cada vez que se me quedan mirando, que miran a Octavio, al actor favorito, sufro. Ya desde pequeñito desde niño, me producía una gran intranquilidad el que los demás repararan en mi presencia. Habría querido ser invisible.

-¡Y, sin embargo, escogió usted esa profesión, la de exhibirse!

-Primero, no la escogí. Fue el azar de la suerte. Soy hijo de actores; puedo decir que nací en el teatro y en él me crie. Y luego si la acepté fue precisamente buscando borrarme, desaparecer en los personajes que representara y que nadie me viera ni me mirara sino a ellos. Habría querido no tener nombre ni estado civil y que el público no supiese quién era el que hacía el papel...

-¡Ahora me explico el aire de suprema angustia con que sale usted a saludar al público cuando le aclama!

-Sí; me molestan los aplausos porque son a mí. Que aplaudan a Hamlet, o a Segismundo, o a don Juan, o a Juan Gabriel, o a don Álvaro, ¿pero a mí? ¿Para qué me hacen salir a saludarles? ¿Por qué no me dejan en paz? Si yo he querido morirme en esas criaturas de ficción, sepultarme en ellas, ocultarme, ¿por qué me buscan? ¿Por qué buscan a Octavio Robleda? Y mi nativa timidez padece. Porque yo sé cómo debe presentarse Hamlet, o Segismundo, o don Juan, o don Álvaro, que son hombres de exhibición, de espectáculo, de representación, ¿pero yo? Yo no sé cómo presentarme. Y tiemblo siempre de hacer el ridículo. Nada me repugna más que el histrión. ¡Que me dejen solo!

-Es extraño... -murmuré.

-¡Odio el teatro!; le odio con toda el alma. Me he refugiado en el teatro del arte, en el tablado de la escena, huyendo del otro teatro, del más grande. En cualquier otra profesión que hubiese adoptado, a no ser pastor de la sierra o cartujo, habría tenido un público que acudiese a mí, a Octavio Robleda, y creí que en ésta de actor lograría escapar a las miradas de las gentes. ¡Quise poner a Hamlet, a Segismundo, a don Álvaro, a tantos otros entre las gentes, entre el mundo y yo, cubrirme y encubrirme con ellos y no lo consigo! ¿Qué les importo yo? ¿Qué me importo yo a mí mismo?

-¡Por eso le culpan a usted de soberbio!

-¿Soberbio? ¿Soberbio yo? Toda mi aparente soberbia no es más que un broquel para ocultar mi timidez, mi nativa e incurable timidez. Por timidez me aventuro a las tablas. Es el horror a que se me vea, a que reparen en mí, a que me miren a la mirada y me roben así el secreto de mi soledad, es eso lo que me hace meterme en los personajes que represento. ¡Y no me sirve, siempre están buscando a Octavio Robleda! ¡Siempre van a ver a Octavio Robleda! Y yo no quiero que me vean, yo no quiero que me miren; no quiero que sepan que existo. Si es que existo...

Dijo esto último con un tono que me infundió frío en el tuétano de los huesos. Y empecé a columbrar el fondo del secreto de la soledad de Octavio Robleda.




ArribaAbajoLa sombra sin cuerpo

Fragmento de una novela en preparación


(Caras y caretas, Buenos Aires, 16-VII-1921)


El misterio fiel suicidio de mi padre me atormentaba, como os he dicho, de continuo. En él se encerraba para mí el misterio de mi propia vida y hasta de mi existencia. «¿Por qué y para qué había venido yo al mundo?». Tal era la pregunta que me dirigía a mí mismo de continuo. Y si no acabé con mi vida, si no me la quité a propia mano armada, fue porque esperaba arrancar de mi madre, a escondidas del otro, la solución del misterio de mi vida.

Habríame, en efecto, juzgado y sentenciado a mí mismo y ejecutado luego por mí propio la sentencia, haciendo así de reo, juez y verdugo, si hubiera podido procesarme. Pero mi proceso tenía que empezar por la inquisición del suicidio de mi padre, que habría de ser el que justificase el mío. Y no había manera de arrancar una palabra a mi pobre madre sometida al otro que había hecho desaparecer de casa todo rastro que pudiese recordar a su antiguo dueño.

Por este tiempo vino a dar a mis manos aquella estupenda novelita de Adalberto Chamisso que se llama La maravillosa historia de Pedro Schlemihl o sea el hombre sin sombra, el hombre a quien le quita su sombra, a cambio de la bolsa de Fortunato, el hombre del traje gris o sea el Diablo. El pobre Schlemilh, como se sabe, de nada le sirvió su bolsa pues que todos huían de él al verle sin sombra y tenía que huir de la luz, de lo que se aprovechó el diablo para proponerle la devolución de la sombra por el alma, a cambio de ésta, trato que rechazó Schlemihl con todo lo que en la maravillosa novelita de Chamisso se sigue.

La lectura de esta obra verdaderamente clásica me produjo una impresión inexplicable. Pero lo que me preocupaba no era la muerte de Pedro Schlemihl, sino la de su sombra. Cuando este desgraciado aceptó el primer trato con el hombre del traje gris, éste se arrodilló ante él y con maravillosa destreza le arrancó su sombra, de la cabeza a los pies, de la yerba, la levantó, la arrolló y plegó y se la guardó. Y yo me preguntaba qué es lo que hizo después con esa sombra. Di en pensar que no se la guardó en el bolsillo esperando a que Schlemihl, al sentir las consecuencias de tener que vivir sin ella, volviera a pedirle deshacer el trato, ofreciendo devolverle la bolsa, y entonces le propusiera comprarle el alma, sino que el Diablo soltó la sombra a que fuese a errar por el mundo. Y me imaginaba que si encontramos a un hombre sin sombra nos ha de producir no ya extrañeza, como a los condenados del Purgatorio del Dante les causaba verle a éste con ella, sino espanto, verdadero espanto, mucho más habría de producirnos encontrarnos en los caminos de la vida con la sombra de un hombre sin su cuerpo. En la novelita misma de Chamisso hay un pasaje en que Schlemihl se encuentra con la sombra de un hombre invisible y lucha con éste para quitársela, pero no es lo mismo esto que lo que yo me imaginaba.

Figurábame ver venir por carreteras, calles y plazas la sombra misteriosa, ya alargada, luego del alba y al ocaso, ya recogida, al mediodía, ver que se prolongaba de ella un brazo o que se recogía, verla elevarse por un muro, cruzarse con otras sombras, pero de objetos inanimados... Porque hasta los animales habrían de huir de ella llenos de espanto. Figurábame que hasta la más intrépida fiera huiría aterrada al ver acercarse a ella la sombra de un hombre sin hombre. Como si de pronto nos, sobrecogiera la sombra de una nube sin nube visible en el cielo sino éste sereno y radiante de plenitud de azul. Y me imaginaba una escena trágica y es que en una calle se encontraran, a pleno sol, un ciego que avanzaba a tientas por ella y la sombra humana sin cuerpo y los espectadores esperaran aterrados el encuentro de sus dos sombras, y que éstas se mezclaran y confundieran y el ciego pasase sin haber sentido nada.

Y pensaba que las gentes se preguntarían si era, en efecto, de hombre la sombra, si era una sombra humana, y se pondrían -¡desde lejos, claro!- a estudiarla y luego a estudiar sus propias sombras y a ver si así determinaban cómo sería el hombre invisible que proyectaba aquella sombra. Sin que faltasen pedantes que quisieran aplicar al estudio de aquel pavoroso misterio la geometría proyectiva.

Y luego di en pensar que la sombra de Pedro Schlemihl recorriera el mundo en busca de su cuerpo, del cuerpo de Schlemihl, y éste lo recorriera a su vez en busca de aquélla. Y acabé por pensar si no somos todos sombras a la busca de sus cuerpos y si no hay otro mundo en que nuestros cuerpos nos están buscando. Y entonces di en pensar que aquella comezón del suicidio que me atormentaba no era sino el deseo de encontrar a mi padre, que era el cuerpo de que era yo la sombra.

Pero entonces se me ocurrió que como el mundo en que vivía mi padre era un mundo todo él de sombra, un mundo que no era más que sombra, dejaría de ser yo en él lo que era, una sombra, y no encontraría a nadie. Porque, ¿cómo va a encontrar nada el que se vuelve nada? En aquellos días no salía de casa y aun en ésta huía de la luz. Me aterraba la idea de poder ver mi propia sombra, sombra de sombra. Una tarde en que, sin poder evitarlo, vi la sombra de mi cabeza proyectada en la pared, de donde el otro había quitado un retrato de mi padre, creía que se me vaciaba la cabeza. Y entonces supe lo que es el terror en las raíces del alma.