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ArribaAbajoArtículo primero. Primera calumnia: usurpación y abuso de la autoridad soberana

Calidad y origen de esta calumnia


El Consejo la suscita y apoya.-13. Se rebaten los fundamentos del Consejo.-14. se prueba que la autoridad de las juntas delegantes era legítima.-16. Que el pueblo pudo dársela y se la dio.-21. Que ellas pudieron delegarla.-22. Que el Consejo no tenía derecho para intervenir en esta delegación.-23. Que el Consejo reconoció la autoridad de las Juntas Supremas.-Y el derecho de delegarla.-Y quiso participar de esta delegación.-25. La autoridad de la Junta Central fue reconocida en España, en América y en Europa.-Y lo fue por el Consejo de Castilla.-26. Este reconocimiento fue tan libre y sincero como general. 27. Ninguna ley le resistía.-28. La que se cita en contra no fue hecha para el nuevo y extraordinario caso en que se halló la nación.-31. La ley, en su caso, exigía la convocación de las Cortes para nombrar tutores del Rey y gobernadores del reino.-34. No era ocasión de verificar lo primero.-El Consejo de Castilla lo reconoció así.-35. Razones que dificultaban la convocación de las Cortes.-46. Porqué no se anunció desde luego.-48. Porqué no se nombró desde luego una Regencia.-49. El Consejo de Castilla reconoció que no lo permitían las circunstancias.-50. Los poderes dados por las Juntas Supremas no eran para nombrar una Regencia.-52. Razones que dificultaban este nombramiento.-53. Injusta imputación hecha a los centrales del abuso de su autoridad.55. Porqué conservaron las Juntas Provinciales.-56. Forma en que las conservaron.-57. No alteraron las funciones del Gobierno civil. Ni inutilizaron sus autoridades.-60. Ni la de los Consejos.-61. Porqué formaron el Consejo reunido.-64. No trastornaron el Gobierno monárquico.-65. Cómo y para qué usaron del poder legislativo.-70. Espíritu de estas imputaciones.-72. Su injusticia.-73. Su imprudencia.


9. La más grande, aunque no la más fea, de las calumnias difundidas contra nosotros, es la de haber usurpado violentamente la autoridad soberana; y este cargo es también el que más necesita de discusión y defensa, así por su naturaleza como por los respetables apoyos que ha encontrado. En los demás, como que son de hecho, cabía muy bien que resultásemos unos culpados y otros indemnes; en éste, que es de opinión y que se debe desvanecer, no con hechos, sino con textos y raciocinios, o todos resultaremos reos o todos inocentes. Y si resultáremos reos, ¿no lo seremos todos del crimen de lesa majestad, y acreedores a la enorme pena que señalan nuestras leyes? Pero si al contrario resultáremos inocentes, ¿qué castigo señalará la nación a los calumniadores y qué indemnización a los calumniados?

10. Cuando considero que para rebatir este cargo tengo que venir a las manos con el Supremo Consejo reunido de España e Indias, mi espíritu se llena de amargura y temor, pues que tan doloroso es para mí luchar con un contrario tan respetable, como arriesgado entrar en lid con enemigo tan poderoso.

11. De mi inclinación, de mi veneración a este primer tribunal del reino, cuando fuesen desconocidas de sus miembros, entre los cuales tuve el honor de contar no pocos amigos, podrán testificar todos los vocales de la Junta Gubernativa, que con frecuencia me oyeron en sus sesiones defenderle, recomendarle, desear las luces de su sabiduría y el apoyo de su opinión, y tal vez exponerme a odiosidad y censura por esta noble parcialidad, de que me precio todavía. Me precio, sí, y espero que no la desmentirá este escrito, si se quiere considerar que no es mi ánimo hablar del cuerpo entero del Consejo, sino solamente de aquellos individuos que atendiendo a particulares resentimientos o a livianas presunciones, o cediendo al influjo de la ambición o a la fuerza de las circunstancias, prostituyeron su razón y su deber para seguir tan siniestros impulsos. Y si bien debo suponer que algunos fueron arrastrados al dictamen de nuestros émulos por cobardía o nimia docilidad, ninguno de los que ofendieron mi reputación tendrá derecho a quejarse de mí, porque ninguno ignora que es uno de los primeros oficios de la justicia: ne cui quis noceat, nisi lacessitus injuria.

12. Que la nota de usurpadores del poder supremo, con que se ha pretendido denigrar a los centrales, nació de algunos individuos del Consejo, cosa es que si no se puede asegurar sin reparo, se puede presumir con mucho fundamento. Si la indicó alguna Junta provincial, olvidándose, en momentos de discordia y disgusto, de lo que había pensado, hecho y dicho cuando ningún espíritu ambicioso alteraba sus sesiones y influía en sus dictámenes; si fue realzada después en escritos sediciosos, repartidos con profusión por España y América para corromper la opinión pública sobre el descrédito del Gobierno legítimo; si alguna vez dio materia a la charlatanería de los ociosos políticos de corrillo y café, no por eso dejó de derivarse de aquel alto origen. Cuando los fiscales del Consejo Real la propusieron en los primeros días del Gobierno central; y cuando este sabio tribunal, sin adoptar su opinión ni dejar de reconocer y prestar y jurar obediencia a la Junta Gubernativa como a Gobierno legítimo, le recordó la famosa Ley de Partida, y con prudencia y modestia le manifestó el deseo de otro Gobierno más conforme a ella, debo creer que sus ministros fueron solamente movidos por principios de razón y de celo público. Difícil es que su celo fuese tan puro y tan desinteresado cuando con menos oportunidad y moderación propusieron a la Junta Suprema aquel deseo. Mas cuando en febrero último, en medio de las terribles circunstancias de aquella época, tachó el Consejo reunido de usurpación a los centrales, no para reformar un Gobierno que ya estaba disuelto, ni para sustituir otro conforme a aquella ley, pues que ya estaba instalado, sino para denigrar e insultar a los que habíamos compuesto la Junta Central; cuando en su imprudente consulta de 19 de aquel mes2, añadiendo el insulto a la injusticia, los declaró, en estilo el más contumelioso, usurpadores del poder supremo; cuando poniéndose de parte de sus calumniadores, y sin la menor consideración al carácter y circunstancias de tantos distinguidos ciudadanos, los envolvió a todos en éste y otros atroces cargos, ¿a qué impulso se puede atribuir su dictamen, sino al ciego resentimiento de unos pocos, ciegamente seguido por algunos otros con una docilidad tan indigna de la integridad de la magistratura como de la santa imparcialidad de la justicia?

13. Y ahora, para que no quede expuesto a interpretación cuál fue el dictamen del Consejo reunido en aquella consulta, pondré aquí sus mismas palabras. Hablando al Supremo Consejo de Regencia, y tratando de la autoridad que habíamos ejercido, dice: «Considerando, con respecto a los centrales, que la que han ejercido ha sido por una violenta y forzada usurpación, tolerada, más bien que consentida, por la nación, y que la han ejercido contra lo prevenido por la ley, con poderes de quienes no tenían derecho para dárselos, contra lo que el Consejo les ha hecho presente con repetición, y con espíritu el más conocido y descubierto de amor propio y ambición, etc.». Prescindiendo, pues, de otras expresiones tan falsas como injuriosas, que acaso tomaré en consideración más adelante, voy a examinar ahora las proposiciones que envuelven estas tan aventuradas cláusulas, no según el tenor en que están expuestas, sino en el que el orden analítico requiere. Y sólo llamaré la atención de mis lectores a una circunstancia que no deben perder de vista en el curso de esta defensa, y es que los ministros consultantes, a trueque de injuriar a los centrales, han injuriado también a todas las Juntas Superiores, a toda la nación, al Supremo Consejo de Regencia y a su mismo Consejo, como se verá después; prueba bien clara de lo que desvaría la opinión cuando no es la razón, sino la pasión, quien la dicta.

14. Sin duda que si los poderes de los comitentes del Gobierno Central procedieron de una autoridad ilegítima, la usurpación será innegable. Pero ¿de quién sería entonces este cargo? ¿No recaería más bien sobre las Juntas Provinciales, que dieron estos poderes, que sobre los vocales, que obraron en fe de ellos? La primera discusión, pues, que se ofrece ya no debe referirse a la legitimidad del cuerpo constituido, sino a la de los cuerpos constituyentes. Y ¿es posible que el Consejo haya propuesto en este punto una opinión tan ajena de prudencia y sabiduría, y tan diferente de la que había adoptado en otro tiempo?

15. Porque ¿quién, sino la ignorancia y la envidia, puede desconocer el noble y legítimo origen de estos cuerpos, que con admiración de la Europa, aplauso y consuelo de la nación y pasmo y terror del tirano que la oprimía, nacieron de repente en todas las provincias del reino, cuando irritado su pueblo generoso a vista de las cadenas que se le presentaban, se levantó por un movimiento simultáneo, tan rápido y unánime como magnánimo y fuerte, y los congregó y instituyó para salvar su libertad? ¿De unos cuerpos que, aunque creados en medio del tumulto y la indignación popular, fueron organizados con tan maravillosa prudencia? ¿De unos cuerpos en los cuales para legitimar más y más su autoridad, fueron reunidas todas las del Estado, entrando en su composición representantes de todas las clases, profesiones, órdenes y magistraturas de las capitales, con sus primeros jefes eclesiásticos, civiles y militares? ¿De unos cuerpos, en fin, que apresurándose a desempeñar sus augustas funciones, mostraron tanto celo, desenvolvieron tanta energía y dieron tanto consuelo y confianza a la patria, y tanto terror y escarmiento a su pérfido enemigo?

16. El pueblo las creó, es verdad; el pueblo las creó en abierta insurrección, y yo sé que en tiempos tranquilos no se le puede conceder este derecho sin destruir los fundamentos de su constitución y los vínculos de la unión social, uno y otro pendiente de su obediencia a la autoridad legítima y reconocida. Contra los abusos de un Gobierno arbitrario o de una administración injusta, no hay constitución que no prescriba remedios, ni legislación que no ofrezca recursos; y cuando faltase uno y otro, la nación los hallaría en los principios de la sociedad y en los derechos imprescriptibles del hombre.

17. Pero negar este derecho en un caso tan extraordinario y en circunstancias tan terribles, a un pueblo que se veía oprimido, no por una fuerza legítima, sino por una violencia extraña; a un pueblo privado repentinamente del rey que amaba, y vilmente entregado al tirano que aborrecía y a la furia y al desprecio de sus bárbaros satélites; negarle a un pueblo amenazado de la más infame esclavitud por los ejércitos del tirano, que un traidor había introducido en su seno, y que otros traidores socorrían y apadrinaban; negarle a un pueblo, que ansioso de conservar su libertad, se veía abandonado de los que debían defenderla, hallando a unos o corrompidos o alucinados, y a otros indecisos o perplejos o tímidos, cuando sentía ya sobre sí las cadenas; negarle, en fin, a un pueblo que en tan terrible conflicto, cautivo su rey, destruido su Gobierno legítimo, levantado sobre él un Gobierno tiránico, acudía a sus magistrados para pedirles la defensa de su libertad y la venganza de sus ultrajes, no sólo es un monstruoso error político, sino un exceso de temeridad, que sólo pudo nacer de ignorancia supina o de malicia refinada.

18. Y ¿cómo evitarán esta censura los ministros que aseguraron la nulidad de nuestros poderes? ¿Ignoraban acaso que este derecho de insurrección, si así quieren apellidarle, le tiene el pueblo español por las leyes fundamentales de su Constitución? No, por cierto: sabían que una ley, llena de prudencia y sabiduría, que el Consejo de Castilla acababa de recordar y recomendar, no sólo les daba el derecho, sino que les prescribía como una obligación el levantarse y reunirse para rechazar una fuerza o invasión repentina, sin esperar otro impulso que el de su peligro3. El Consejo de Castilla la recordó para recomendar el celo y magnanimidad del pueblo español, y yo la copiaré al pie para recordar a los ministros del Consejo reunido el celo y la oportunidad con que la recordó en aquel tiempo a la nación el Supremo Consejo de Castilla. Ahora bien, este derecho, esta obligación, prescritos por la ley para rechazar a un enemigo intestino, ¿no serían más fuertes cuando se trataba de rechazar a un enemigo exterior, a un enemigo que no sólo conspiraba contra su rey, sino que le había engañado, cautivado, destronado, y forzado a renunciar en él sus derechos? ¿a un enemigo que no sólo amenazaba a su independencia, sino que tenía ya oprimida y casi subyugada su libertad con numerosos ejércitos y poderosos partidarios? Y cuando el escándalo henchía y exaltaba todos los espíritus; cuando la ira ardía y radiaba en todos los pechos; cuando la justicia, la fidelidad, el honor, la compasión, la vergüenza y todos los sentimientos que pueden conmover a un corazón generoso excitaban por todas partes un grito general y unánime de guerra y venganza, pretenderán los consultantes que el generoso pueblo español no tenía el derecho de levantarse y correr a su defensa ¿no tendría el de encargar la dirección de sus esfuerzos a cuerpos o personas dignas de su confianza? ¿no tendría el de encargarles el ejercicio de la soberanía, que se hallaba paralizada y oprimida, y el de la administración pública, usurpada por los agentes y partidarios del tirano?

19. Mas para que en esto no quede la menor duda, otra ley, que no citó el Consejo de Castilla, y que conviene recordar a los ministros consultantes, aplica la disposición de la que hemos copiado al caso en que el pueblo debe acudir a la defensa del reino cuando fuese repentinamente entrado por algún invasor de afuera. Son también muy notables sus palabras, para que no se copien4.

20. Esto dicen nuestras leyes en confirmación de un derecho, que aun sin ellas tendrá todo pueblo para asegurar su libertad injustamente atacada; de un derecho debido a la naturaleza, y sin el cual ninguna sociedad sería firme ni estable. Si pues, es loable la magnanimidad con que nuestro pueblo español corrió a defender la suya, ¿cuánto más lo será la admirable prudencia con que buscó y descubrió el mejor, el único medio que tenía de salvarla?

21. Es muy posible que los consultantes funden la nulidad de nuestros poderes, no tanto en la ilegitimidad de las Juntas comitentes, cuanto en la falta de derecho para delegar la autoridad que les confiaran los pueblos. Pero ¿acaso esta duda será más racional que la primera? Pues ¿qué?, cuando los esfuerzos separados de las Juntas habían rechazado ya tan gloriosamente al enemigo derramado por sus provincias; cuando fugitivos y medrosos sus ejércitos, se reunían en torno de su soñado rey al otro lado del Ebro, y abrigados allí, pedían y esperaban nuevos socorros; cuando su emperador, rabioso de ver abatidas sus águilas y escapada su presa, hacía formidables preparativos para vengarse y venir sobre ella, ¿no habría en las Juntas Supremas bastante autoridad para acordar los medios de rechazar este nuevo peligro? Y cuando ya no se trataba de defender los miembros, sino de salvar el cuerpo entero de la nación; cuando este grande objeto pedía la reunión de todos los recursos y todos los Consejos en un punto de donde partiesen dirigidos por una misma razón y movidos por un mismo impulso; cuando, en fin, esta reunión, por tantos títulos recomendable, era el asunto de todas las conversaciones y el objeto de todos los deseos del público, ¿se podrá disputar a las Juntas el derecho de verificarla? ¿Y tan mal se sabrá apreciar el ilustre ejemplo de generosidad que dieron, despojándose del supremo poder que ejercían, y reuniéndole en un centro para que sirviese mejor a tan altos fines, que se les dipute el derecho de realizar tan saludable medida? Porque en una época de tanto peligro y perturbación, ¿cuál otro medio hubiera podido verificarla? Y con tanta autoridad para otros, ¿sólo les faltaría para éste? ¿Por ventura podrá una razón sana suponer que los pueblos que crearon las Juntas para su defensa; que pusieron en sus manos todas sus fuerzas, todos sus recursos; que confiaron a su celo y a sus luces todo el poder, toda la autoridad convenientes para gobernar y salvar las provincias, no entendieron darles el que era necesario para gobernar y salvar la patria, o que repugnarían la concentración de una autoridad, que reunida podría salvarlos, y separada sería dañosa al santo fin para que fue creada?

22. No callaré que pudo el Consejo reunido hallar otro vicio de nulidad en nuestros poderes, que indicó en su consulta de 26 de agosto del año pasado, pero que no reprodujo en la de 19 de febrero del presente, y sobre el cual es preciso decir algo, por si el silencio de los consultantes tuvo algún misterio. Allá, cuando nuestra desgraciada y vieja Constitución andaba en decadencia, y cuando las Cortes se componían solamente de diputados de algunas ciudades privilegiadas de Castilla, se dispuso que sus poderes fuesen reconocidos por el Consejo Real. La providencia era entonces muy justa, porque siendo estos diputados o procuradores nombrados por los ayuntamientos, parecía conveniente que estos actos de la autoridad municipal se examinasen por el Supremo Tribunal civil, a quien estaba sometida. Pero digan mis lectores si cabía en los principios de la lógica inferir de aquella disposición en favor del Consejo, el derecho de reconocer los poderes dados por una autoridad tan superior e independiente como era entonces la de las Juntas Supremas, o si permiten la asimilación de casos, cuerpos y circunstancias tan diferentes. Y si cuando nuestra Constitución nació, creció y llegó a su más florida edad, no había nacido todavía el Consejo, digan también si podrá el Consejo alegar aquella disposición formularia como una ley constitucional, así aplicable a las Juntas como a las Cortes. Y digan si será ilegítima la autoridad de los regentes sólo porque el Consejo no reconoció el acta de erección de la Regencia, en que la Junta Central los apoderó para el Gobierno del reino. Y digan, en fin, si la inobservancia de aquella disposición hará nulos los poderes de los diputados que de todas las provincias de la monarquía, y nombrados por sus pueblos, vendrán a las próximas y a las sucesivas Cortes de la nación. Que el Gobierno o el Congreso mismo encargase al Consejo el reconocimiento de estos poderes, no fuera extraño ni ajeno de la confianza a que es acreedor este sabio y prudente Tribunal; pero que lo pretenda como un derecho constitucional y indeleble, según lo indicó en su consulta relativa a la organización de las Cortes, sólo pudo caber en la ambiciosa jurisprudencia de algunos individuos.

23. Pero discurro en vano, cuando es más fácil recordar a mis lectores que este derecho, hoy desconocido por los ministros del Consejo reunido, fue reconocido abiertamente en otro tiempo por el Consejo de Castilla. Entre los servicios que este respetable Tribunal hizo a la nación en aquella época memorable, servicios que algunos, con más preocupación que justicia, han pretendido deslucir, y que yo me complazco en reconocer de buena fe, cuenta justamente el de haber cooperado a la concentración de la suprema autoridad, exhortando a las juntas a que la verificasen, y es muy digno de notar que los medios que para este fin propuso fueron precisamente los mismos que casi al mismo tiempo adoptaban unánimes todas las Juntas. Copiaré aquí las palabras con que se dirigió a ellas, en su circular de 4 de agosto de 1808, para que nadie pueda dudar de su sentido: «Por lo que respecta a medidas de otra clase (dice el Consejo), que sin duda serán necesarias para el grande objeto de salvar la patria, y aún elevarla al grado de consideración que logró en sus tiempos felices, sólo toca al Consejo excitar la autoridad de la nación, y cooperar con su influjo, representación y luces al bien general de ésta. Como no sea posible adoptar de pronto, en circunstancias tan extraordinarias los medios que designan las leyes, y las costumbres nacionales, no se detendrá el Consejo en trazar el plan que podría tal vez ser oportuno, para fijar la presentación de la nación; y se ciñe por ahora a indicar solamente que le serviría de la mayor satisfacción el que V. E. se sirviese diputar a la mayor brevedad personas de su mayor confianza, que reuniéndose a las nombradas por las Juntas establecidas en las demás provincias y al Consejo, pudiesen conferenciar acerca de este importantísimo objeto, y arreglarlo de conformidad, de manera que partiendo todas las providencias y disposiciones de este centro común, fuese tan expedito como conviene a su efecto». Es, pues, claro que el Consejo de Castilla reconoció entonces, así la legítima autoridad de las Juntas, como el derecho de delegarla en personas de su confianza, para formar una autoridad reunida y reconcentrada; y lo es también que reconoció en la autoridad que resultaría de esta reunión todo el derecho y poder necesarios para proveer a la defensa, a la seguridad y al Gobierno de la patria. Luego es claro que los ministros del Consejo reunido desconocieron y reprobaron en febrero de este año lo que el Consejo de Castilla había reconocido y promovido en agosto de 1808.

24. Es verdad que esta operación no se verificó del todo según los deseos del Consejo, puesto que los delegados de las Juntas no se reunieron con el Consejo para formar un Gobierno único y reconcentrado; mas esto no me parece del caso para la presente discusión. Porque, aun suponiendo que habría sido más acertado y conveniente acordar tan importante medida con un tribunal que reunía en sí tanta representación, tantas luces y tanta experiencia, no por eso se podrá decir, ni creo que lo piense el Consejo, que la falta de su intervención fuese un vicio esencial de aquella reunión, y vicio tal, que la hiciese nula y ilegítima. Esta circunstancia no pertenecía a la esencia de la medida, sino al modo de su ejecución, porque las porciones de autoridad que se trataba de reunir venían todas de las Juntas, y ninguna del Consejo. Queda, pues, demostrado que la autoridad del Gobierno Central emanaba de una autoridad legítima; que fueron legítimos los poderes con que se reunió y formó esta autoridad, y que los centrales, lejos de haberla usurpado, entraron a ejercerla con un título legítimo y reconocido de antemano por el Consejo de Castilla.

25. Pero los consultantes pretenden no haber sido igualmente reconocido por la nación, y esto me llama al examen de la expresión con que trataron de agravar más y más un cargo, que de suyo era ya gravísimo. No sólo nos tachan de usurpadores de la autoridad, no solo atribuyen esta usurpación a un espíritu el más conocido y descubierto de ambición y amor propio, sino que para darle todo el carácter de la tiranía, la calificaron de violenta y forzada, y se propasaron a decir que había sido más bien tolerada que consentida por la nación. Quizá bastará que lean hoy a sangre fría esta cláusula para que se avergüencen de haberla escrito, puesto que la opinión pública la desmentirá más altamente de lo que yo pudiera. La desmentirán las Juntas Provinciales, que aunque más interesadas en resistir la usurpación, pues que de sus manos había salido, y a sus manos debía volver la autoridad, si fuese usurpada, se apresuraron a reconocerla y celebrarla. La desmentirán los cuerpos civiles y eclesiásticos, y todos los magistrados del reino, que unánimes y prontos la reconocieron con expresiones de respeto y sumisión, y aún de alegría y consuelo. La desmentirán los generales y los ejércitos, depositarios de la fuerza pública, que le prestaron la más franca y sincera obediencia. La desmentirán todos los pueblos de España y de América, donde el Gobierno Central fue reconocido y recibido con el más vivo entusiasmo, así expresado en acciones de gracias al Altísimo y en fiestas y regocijos públicos, como con aquella efusión de júbilo que sólo puede nacer de los sentimientos del corazón. La desmentirán las naciones de Europa, entre las cuales, las que estaban libres le ofrecieron su amistad y auxilios, y las oprimidas por el tirano admiraron y envidiaron en secreto este dechado de prudencia y magnanimidad, que presentaba a su vista el generoso pueblo español. La desmentirán sobre todo la generosa nación británica, que levantada en medio de todas, pronta a protegerlas a todas y resuelta a humillar el orgullo del enemigo de todas, después de haber fomentado y auxiliado el primer glorioso esfuerzo de nuestra revolución, corrió a reconocer solemnemente el Gobierno que había nacido de ella, y a ratificarle su amistad y solemnizar su alianza. Y si a tan general, tan franco y tan unánime reconocimiento no correspondió del todo la pereza y hesitación con que el Consejo de Castilla se agregó a él, ahora es cuando el amargo estilo de los ministros consultantes nos deja columbrar que aquella hesitación5Véanse el suplemento a la Gaceta de Madrid del 4 y la Gaceta del 18 de octubre de 1808, y estas cláusulas, tan malignamente concebidas como indiscretamente enunciadas, tuvieron un mismo origen y unos mismos inspiradores.

26. Y no vengan diciéndonos que estas demostraciones de aprobación y contento suelen aparecer también en apoyo de la tiranía, porque entonces no es la voluntad quien las franquea, es la fuerza quien las arranca. ¿Fueron acaso tales las que mereció la institución del Gobierno Central? Si así lo creen los consultantes, vengan y señalen cuál fue el impulso, cuáles los medios, cuáles los artificios que empleó para amañarlas, o cuál la fuerza que buscó y se presentó para arrancarlas. ¿Fueron acaso los ejércitos de la patria los que salieron a violentar el dictamen de los cuerpos políticos, o el asenso de los pueblos? O los pueblos, que en aquella época lo podían todo, y de todo recelaban ¿fueron acaso comprados, o seducidos, o forzados para apoyar la tiranía de los centrales? ¡Cuánto distan los hechos de tan indigna presunción! Sin duda que los tiranos inventan fiestas, hacen entonar himnos y negocian vivas y aplausos en su favor; pero estas forzadas demostraciones ¿qué valen en medio del silencio y abatimiento general, que leído en los semblantes, les anuncia el disgusto y la desaprobación de los corazones? No fue éste, por cierto, el carácter del reconocimiento público del Gobierno Central; y si se exceptúan las secretas murmuraciones de aquellos envidiosos que no saben aprobar sino lo que conviene a su ambición, no habrá hoy en España un hombre imparcial que, a pesar de tantas calumnias como se levantaron después contra la Suprema Junta Central, niegue que fue reconocida y obedecida entonces por la nación con una aprobación tan franca y sincera como libre y general.

27. Es tiempo ya de pasar al examen de otra frase que los ministros consultantes asentaron para apoyo y complemento de su proposición. Ansiosos de dar más fuerza a su censura, buscaron en las leyes el apoyo que no les prestaba la razón, y pronunciaron que los centrales habían ejercido su autoridad contra lo prevenido por la ley y contra lo repetidamente representado por el Consejo. Ni uno ni otro es cierto; mas como este cargo suponga la abierta infracción de una ley fundamental del reino, cual es la 3.ª, Título XV, Partida II, a que se refiere, es preciso que yo entre a su examen con tanto mayor miramiento, cuanto de una parte se presenta una ley tan célebre, y tan citada y cacareada en estos tiempos, y de otra la opinión de un cuerpo que, diciéndose depositario de las leyes, tiene en su favor todo el peso que puede dar la autoridad. Mas como también toda autoridad, por recomendable que sea, deba rendirse al peso de la verdad, es preciso buscar en esta sola la decisión de tan importante y delicada cuestión.

28. Parece, desde luego, que para decidirla bastaría decir que la Ley de Partida no fue hecha para el caso a que se aplica, porque es claro que no deben extenderse las leyes de un caso a otro. De los que esto hacen no se puede decir que observan las leyes, sino que las interpretan; y los ministros consultantes no ignoran que el derecho de interpretar las leyes está reservado a la autoridad que puede hacerlas. No ignoran tampoco que, además de ser reprobado, es muy peligroso dejar las ley es expuestas a la arbitrariedad de la interpretación. Y si esto es cierto con respecto a las leyes positivas, ¿qué sería de las leyes políticas y constitucionales, si quedasen abiertas a las sutilezas y cavilaciones de los jurisconsultos?

29. Bien sé que dirían que el caso de la cuestión, si no idéntico, es a lo menos muy parecido al que resuelve la ley; y aunque no se puede desconocer la analogía que hay entre uno y otro, acaso no es tanta como querrán suponer los consultantes. La Ley de Partida dispone lo que debe hacerse cuando muere el rey sin dejar nombrados tutores para el pupilo, heredero del trono, o cuando se vuelve demente. ¿Dónde está, pues, la exacta semejanza de estos casos, que pueden no ser raros, con el extraordinario y rarísimo en que se formó el Gobierno Central? En aquellos aparece un rey sobre el trono; en éste un rey ausente, cautivo y destronado. En aquéllos un poder único, legítimo y sólidamente establecido en un estado de reposo y seguridad; en éste una soberanía usurpada y una administración nacional dividida en trozos, en medio de la perturbación general y de la guerra más cruda y peligrosa. Allí se trataba de evitar peligros internos, contingentes, remotos; aquí de rechazar el más grande y inminente peligro, y de evitar males atroces y urgentes, causados por una fuerza extraña y feroz. Allí de asegurar la justicia del Gobierno, el reposo de los pueblos, y la vida y derechos del soberano, contra la prepotencia de algunos ambiciosos del reino; y aquí de reunir la autoridad, la fuerza y los recursos del reino contra un monstruo, que después de cautivar al Rey y aspirar a su trono, amenazaba a la nación con la más infame esclavitud. No hay, pues, la semejanza que se supone, ni en los hechos ni en las circunstancias de los casos resueltos por la Ley de Partida y el caso a que la quiso aplicar el Consejo.

30. Yo sé bien que la analogía que no se halla en el hecho, se puede hallar en la razón de la ley, y que la medida ordenada para evitar los peligros internos en la menor edad o locura de un rey, pudiera convenir también para evitar los que amenazaban a la nación cuando se instituyó el Gobierno Central. Reconozco asimismo que entonces se pudo, y acaso se debió acomodar la institución del Gobierno a los términos de aquella ley. Pero esto no pertenece a la presente discusión, sino a otra, en que luego entraré. Por ahora me basta decir que en este caso ya no sería el precepto de la ley quien ordenase, sino su razón quien persuadiese aquella medida, y de consiguiente, que los que no la adoptaron no serían infractores ni violadores de la ley, por más que fuesen mal apreciadores de su razón; y tanto basta para que no se pueda decir que los centrales usurparon la autoridad contra lo prevenido por la ley.

31. Mas no la dejemos de la mano, y veamos por el tenor y análisis de su texto cuán erróneamente interpretaron y aplicaron los dictadores de la consulta una ley que era el Aquiles de sus argumentos. En ella el legislador, más bien exponiendo que disponiendo, enuncia lo que los sabios antiguos de España, que trataron todas las cosas muy lealmente, habían establecido para el caso propuesto. Esto es, que cuando se tratase de nombrar tutores al rey niño, para evitar que se apoderasen del mando los poderosos que solían aspirar a él, más para enriquecerse y destruir a sus rivales que para promover el bien del rey y del pueblo, se debían juntar los prelados, ricos homes y hombres buenos de las ciudades y villas en el lugar en que el rey niño estuviese, y nombrar una, tres o cinco personas, a quienes encargasen la guarda y educación del pupilo y la administración del reino; señala el juramento que deben prestar los nominadores y los nombrados; prescribe las calidades que deben concurrir en éstos, siendo la octava y última, que sean «á tales, que non cobdicien de heredar lo suyo (del pupilo), cuydando que han derecho en ello después de su muerte»; determina el modo de acordar sus decretos, regir el reino y educar al niño; extiende la disposición al caso en que el rey caiga en demencia, y concluye con la indicación de las penas que corresponden, así a los tutores que abusasen de su autoridad, como a los que no les prestasen obediencia y respeto. Todo esto, considerado con relación a nuestro intento, se puede reducir a que en los dos casos propuestos por la ley «se debian juntar las cortes para nombrar uno, tres ó cinco tutores del Rey, y gobernadores del reino».

32. Ahora bien, suponiendo que esta ley fuese obligatoria en el caso extraordinario a que quiere aplicarse, es claro que los constituyentes del Gobierno Central sólo pudieron pecar contra ella en dos puntos: primero, en no juntar las Cortes para instituir el Gobierno del reino conforme a la ley; segundo, en haberle instituido en mayor número de personas que el señalado por la ley. Pero estos cargos, examinados con presencia de su texto, son en cierta manera repugnantes entre sí. Porque si sólo las Cortes tenían autoridad para instituir el Gobierno, cualquiera Gobierno que instituyesen por sí mismos los diputados de las Juntas sería nulo, y la autoridad de las personas nombradas por ellos, fuesen pocas o muchas, sería ilegítima y contraria a la ley. Pero si se supone que estos diputados tenían tanta autoridad como las Cortes, la ley que no los obligase a juntarlas para instituir el Gobierno, tampoco los obligaría a instituirle en el número y forma que ella prescribe. Además que no pudiendo negarse a la nación junta en Cortes6 el derecho de alterar esta forma según que las circunstancias lo exigiesen, tampoco se le pueden negar a los centrales, los que les atribuyan la misma autoridad que a las Cortes. Así que, el que los absuelva en el primer cargo, no podrá condenarlos en el segundo.

33. No he dicho esto para evadirlos, antes bien voy a entrar en su examen, para demostrar con cuánta injusticia han sido concebidos y propuestos por los autores de la consulta. Es bien digno de notar que estos magistrados no hayan insistido sobre el primero, y que todo el peso de su consulta recaiga sobre no haber instituido un Gobierno de una, tres o cinco personas, sin considerar que si el nombramiento de ellas estuviese reservado a las Cortes, tan nula sería ésta, como cualquier a otra institución. Si no me engaño, los ministros del Consejo reunido cayeron en esta contradicción por respeto al dictamen del antiguo Consejo de Castilla. No era la convocación de las Cortes lo que aquel tribunal deseaba entonces. Estaba convencido de que en tan extraordinarias circunstancias no era posible adoptar los medios que designan las leyes y costumbres nacionales para fijar la representación de la nación. Deseaba, por consiguiente, que se adoptase un medio extraordinario, y era que las Juntas y el mismo Consejo formasen un Gobierno, que reuniendo en un centro común la autoridad, repartida entonces entre tantas provincias, se encargase de la administración pública, y la desempeñase tan expeditamente como las circunstancias requerían. Tal es el tenor de la circular que hemos citado. Y a vista de ella, ¿cómo podrían culparnos los ministros del Consejo reunido de no haber convocado las Cortes?

34. Exige, sin embargo, la justicia que reconozcamos la prudencia con que el Consejo Real acordó la única medida que permitían las circunstancias para reconcentrar el Gobierno; pues aunque se quiera prescindir del peligro en que estaba la nación, ¿cómo era posible que se la llamase a Cortes, faltando en ella una autoridad de donde partiese el impulso y le hiciese legítimo? El Consejo de Castilla, la más respetable de las antiguas autoridades, sentía que la suya era o dudosa o desconocida para ese objeto. Conocía que su voz había perdido mucha parte de aquel influjo que en otro tiempo tuviera sobre la opinión pública, y que en otras circunstancias pudiera suplir la falta de autoridad. Conocía que las Juntas Supremas estaban, o celosas, o desviadas, o abiertamente opuestas y desconfiadas de él; y conocía, en fin, que los pueblos, exaltados contra la tiranía, y no palpando ni la opresión y amenazas con que estaban apremiados los ministros del Consejo, ni la constancia con que habían resistido la usurpación, ni la destreza con que habían empleado toda la lentitud y todos los subterfugios que podían frustrarla, y viendo solamente que circulaban a su nombre órdenes y providencias que parecían apoyarla, y que por lo mismo se leían con escándalo en todas partes, estos pueblos, repito, se iban acostumbrando a menospreciarle. Y cuando se halló en la dura necesidad de desengañar a la nación sobre esta su conducta, como lo procuró hacer en su enérgico manifiesto de 27 de agosto de 1808, mal podía resolverse a tomar una medida que entonces hubiera parecido dictada, más por la ambición de mando, que por celo del bien público.

35. En las Juntas Supremas residía sin duda bastante autoridad para convocar las Cortes. Pero, ¿era posible que se uniformasen sobre este punto los dictámenes de tantos y tan diferentes cuerpos? Y cuando conviniesen en la necesidad de tomar esta medida, ¿era fácil que se uniformasen en cuanto al lugar, tiempo, institución y organización de esta primera Junta General del Reino? Y siendo, con respecto a ella, tan diferentes y aún tan encontrados las costumbres, los derechos, las prerrogativas y los intereses de tantas provincias, ¿era fácil que los conciliasen antes de realizarla? Y ¿cuál sería la que hiciese la convocación? ¿Cuál la que presidiese las Cortes? ¿Cuál...? Pero es en vano cansarse. Para congregar las Cortes era indispensable que preexistiese un poder único, supremo y legítimo, que las preparase, instituyese y convocase; y la idea, casi uniforme, de crear este poder, concebida por el Consejo y por las Juntas a un mismo tiempo, hace tanto honor a la prudencia de aquél, como a la generosidad de estos cuerpos.

36. El nuevo Gobierno nació; su autoridad fue generalmente reconocida, y esta autoridad era bastante fuerte y legítima para verificar la celebración de las Cortes. ¿Debió convocarlas? desde luego. Examinaré la cuestión con independencia de las opiniones del Consejo de Castilla, de las Juntas Provinciales y del Consejo reunido, y aun de lo dispuesto en la Ley de Partida, y creo que una sencilla indicación del estado de las cosas en aquella época bastará para decidirla.

37. Sin duda que la celebración de unas Cortes generales y extraordinarias del reino era en aquella sazón tan deseable como deseada. Un rey adorado y virtuoso, vilmente atraído a las cadenas de un pérfido tirano y robado a sus pueblos; los derechos de su soberanía violentamente arrancados y usurpados; sacados del polvo y levantados al glorioso trono de España un rey extranjero y aborrecido y una familia oscura y detestada en la Europa; la majestad y los derechos de la nación indignamente atropellados y escarnecidos; su constitución, su religión, sus leyes y costumbres arruinadas o trastornadas, y la propiedad, la libertad, la seguridad y todos los bienes que puede afianzar una sociedad a sus individuos, violados y puestos en el último peligro, ¿qué objetos más grandes, más nuevos, más urgentes pudieron presentarse a la fidelidad, al pundonor y a la prudencia de los españoles? Y si para hacer una ley, para imponer una contribución, para resolver cualquiera caso arduo, era necesario, según la Constitución de Castilla, llamar el reino a Cortes, ¿cuánto más lo sería hacer tantas leyes, exigir tantos sacrificios, resolver casos tan graves como las circunstancias ofrecían y para crear con el voto expreso de la nación el Gobierno que debería regirla durante su orfandad?

38. Mas, como en los negocios políticos nada haya más poderoso que el imperio de las circunstancias, y como, a excepción del honor y la justicia, nada haya que no deba ceder al bien y conveniencia pública, ninguno negará con razón que para juzgar la conducta de la Junta Central en este punto no se debe perder de vista aquella máxima.

39. Que las circunstancias en que se halló a la entrada de su Gobierno fuesen sobremanera apuradas y difíciles, nadie lo negará, sin exceptuar los ministros del Consejo reunido; porque, si el de Castilla había juzgado un mes antes que no permitían adoptar los medios que nuestras leyes y costumbres designaban para fijar la representación nacional, claro es que tampoco lo permitirían un mes después. La diferencia de una y otra época, si alguna, era de mayor apuro en la última, porque cuando el Consejo escribía a las Juntas, los enemigos, fugitivos y espantados, se retiraban de todas partes, y en fin de setiembre, no sólo se hallaban reunidos sobre el Ebro, y se rehacían y fortificaban allí, sino que se sabía de positivo que Napoleón reunía poderosas fuerzas de todos los puntos de Europa para volver con mayor furor sobre nosotros. Creer, pues, que en tal estrecho no debía el nuevo Gobierno toda su atención a la defensa de la patria, fuera una absurda injusticia, y bastan la buena fe y el buen seso para concederle que ningún otro objeto, por grande e importante que fuese, debió distraerle de aquel en que estaba cifrada su primera y más santa obligación.

40. Vuelvan ahora mis lectores su atención a aquellas circunstancias, y a los cuidados que rodearon a la Junta Gubernativa desde el momento de su instalación. El ejército de Valencia y Murcia estaba en marcha; el de Andalucía todavía en Madrid, pero en tal estado cual era consiguiente a las fatigas de una campaña tan laboriosa como gloriosa. Los de Galicia, Asturias y Castilla se reparaban de las pérdidas sufridas en Rioseco y se reforzaban en sus provincias. Extremadura, Aragón y Cataluña se apresuraban a competencia para formar los suyos. Nuevas y numerosas tropas se levantaban en todos los puntos de España para elevar nuestra fuerza al grado y número que pedía el peligro de la patria. Era preciso animar este impulso general, y vestir, armar, organizar y dar dirección a estas tropas; lo era proveerlas de víveres, municiones, trenes de campaña y auxilios de todas clases; lo era arreglar el plan de la nueva y terrible campaña que se abría entonces, y las medidas necesarias para seguirla con el vigor y presteza que requería su grande objeto. Para todo eran necesarios inmensos fondos y recursos, y el Gobierno no los tenía. El tesoro real estaba exhausto, y sus entradas obstruidas. Los socorros en dinero, que con tanta generosidad había franqueado la Inglaterra a las provincias, habían cesado ya, y los de América no habían llegado todavía. Los que produjeron los donativos, contribuciones y arbitrios extraordinarios, destinados por las Juntas Supremas al armamento, equipo y subsistencias de sus tropas, se habían consumido en la primera y gloriosa campaña. Todo menguaba para el Gobierno, al mismo paso que el apuro y la urgencia crecían, y con ellos la necesidad de atender y deliberar sobre todo. No es, pues, menester, ni mucha luz para discernir los grandes cuidados que tantos objetos ofrecían a la nueva Junta Gubernativa, ni demasiada equidad para reconocer que, en medio de ellos, ni debía ni podía distraerse a otros que requiriesen largo examen y detenida meditación.

41. Y ¿por qué no podré contar entre ellos los que eran inseparables de la organización del Gobierno mismo, tanto más difícil, cuanto más desordenado y arbitrario fuera el antiguo, y más violento y atropellado el que estableciera la regencia intrusa, y cuánto la división del mando de las Juntas, que sucedió a ellos, había dado causa a mayor obscuridad y confusión? Por desgracia, los archivos, los expedientes, las noticias, las tradiciones y la experiencia de los antiguos ministerios habían desaparecido, y muchos de sus principales agentes habían pasado al partido del usurpador. En todo faltaba sistema, para todo escaseaban las luces, y a todo se oponía cierta desconfianza, que era indispensable en aquella época. Era forzoso instituir el nuevo Gobierno Central, restablecer los ministerios y oficinas, y emprender el despacho de sus negociados, al mismo tiempo que llovían de todas partes quejas y recursos, proyectos y pretensiones. Era preciso anunciarse a todos los puntos del imperio español, y abrir inmensas correspondencias de varia y delicada naturaleza en España, en América, en Europa y aun fuera de ella. Era preciso remediar el desorden antiguo, establecer un orden nuevo, y dar a todos los ramos del Gobierno militar, civil y económico la misma unidad que empezaba a tener el Gobierno Supremo. Era preciso, en fin, inspirar por todas partes la confianza, excitar por todos los medios posibles el espíritu público, y promover con calor, con actividad y con afán continuo la grande y sagrada causa en que estábamos empeñados. ¡Qué de embarazos y dificultades no ofrecerían, y qué de discusiones, acuerdos, tareas y escritos no exigirían tantos y tan complicados objetos a unos magistrados a quienes, aun suponiéndoles los más vastos talentos y el celo más exaltado, debía necesariamente faltar la experiencia del mando! Y ¿qué hubiera dicho de ellos la nación si los viese desestimar estos cuidados para engolfarse en la preparación de unas Cortes Generales del Reino?

42. Porque pide la buena fe que no se pierdan de vista las dificultades que presentaba este designio, y que, a medida que eran graves, requerían mayor examen y deliberación. La nación tenía sin duda por sus leyes el derecho, y había estado en la costumbre de ser consultada en los negocios de general interés; pero este derecho, desfigurado o destruido por la ambición o el capricho de los reyes y sus ministros, había sufrido en diversas épocas y países continuas vicisitudes, y ni fuera uniforme ni estaba bien definido. Castilla, Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, el País Vascongado y el Principado de Asturias habían tenido sus Cortes o Juntas generales, no sólo cuando reinos separados, sino después de su reunión en la corona de Castilla; pero en todas estas provincias era variamente constituida y ejercida la representación. Sin hablar más que de la Constitución castellana, ¿quién será el que pueda determinarla? Bajo los godos, reducida la representación al clero y grandes oficiales de la corona, no se contaba con el pueblo par a la deliberación, sino sólo para el otorgamiento, o más bien aceptación de los decretos. Los reyes de Asturias y León contaron algo más con el pueblo, pero no le dieron todavía representación conocida. Los de Castilla, organizando en forma estable el Gobierno municipal, dieron ya a los pueblos una representación determinada, aunque imperfecta, por medio de sus concejales, y entonces, por decirlo así, nació el estamento popular. Ocuparon después el trono reyes extranjeros, y el despotismo se introdujo con ellos. Ya el valido de Juan el II había pretendido enmudecer la voz de las Cortes, pero la nación reclamó sus derechos, y supo conservarlos. Los ministros flamencos de Carlos I pudieron ser más atrevidos, y lo fueron violando el artículo más antiguo de la Constitución castellana, pues que no pudiendo sufrir el freno que oponían a su codicia los estamentos privilegiados, los arrojaron de la representación nacional desde 1539. El hijo y nietos de este rey austríaco, traficando con los oficios municipales, haciéndolos hereditarios, y reduciendo el voto en Cortes a algunas pocas ciudades, acabaron de despojar al pueblo de este derecho, pues que su voluntad no era ya representada en ningún sentido. Vagaba aún sobre la nación la fantasma de las Cortes; pero a la entrada de los Borbones desapareció enteramente, para que, desplomándose el despotismo sobre la nación, acabase de abrumarla con tantos males como ha llorado, y la condujese a orilla del abismo en que ahora se halla.

43. Y ahora bien, ¿no era forzoso que la Junta Central, para convocar las Cortes, determinase una forma de representación, o nueva o conocida? Adoptar alguna de las antiguas no era ni justo ni prudente; inventar una del todo nueva era injusto y peligroso. ¿Podía olvidar o echar por tierra de todo punto nuestras antiguas leyes y costumbres, y borrar nuestras venerables instituciones? ¿Podía atropellar todos los derechos, todas las prerrogativas que ellas daban al clero y la nobleza en todos los antiguos reinos, y destruir dos jerarquías que, reconocidas y respetadas siempre entre nosotros, pertenecían a la esencia de la constitución monárquica? ¿Podía, finalmente, desmoronar del todo el augusto edificio de esta constitución, para reedificarla sobre un plan de representación nacional enteramente nuevo? Prescindo de si tanto cabe en el supremo poder de la nación; pero, ¿quién dirá que cabía ni en el poder ni en la prudencia de la Junta Central? Y cuando cupiese, ¿era este negocio tan llano, tan fácil, que le pudiese resolver sin examen, sin meditación ni consejo? No por cierto. Era de su deber adoptar algún prudente medio en materia tan grave y difícil, y el que adoptó, y de que se dará razón en lugar más oportuno, hará ver mejor, así la gravedad de estas dificultades, como el pulso y tino con que supo o procuró conciliarlas con el fin de tan importante designio, y hará ver también con cuánta injusticia se calumnió a los centrales porque no fueron bastante temerarios para empezar su Gobierno por la convocación de unas Cortes.

44. No cerraré este artículo sin satisfacer a algunos fieles y ardientes patriotas, que, llenos de buen celo, piensan que hubiera convenido congregar desde luego y de cualquiera manera las Cortes, para el solo objeto de acordar los medios y asegurar los recursos de salvar la patria, dejando la discusión de los demás objetos para tiempos de más reposo. Confieso que hubiera suscrito de buena gana a este dictamen, tan conforme a mis sentimientos, si creyese posible llevarse a ejecución sin exponer la nación a funestos peligros o gravísimos inconvenientes; porque tan difícil me parecía acordar sin examen una forma de representación que mereciese la aprobación nacional, como que la nación se acomodase a cualquiera forma de representación, por imperfecta que fuese. Y si por desgracia la que se adoptase para las primeras Cortes no obtuviese esta aprobación, ¿qué de males no resultarían de la lucha intestina del Gobierno con la opinión pública?

45. Fuera de que, ¿cómo era posible que reunidas las Cortes redujesen sus deliberaciones a un solo objeto, por grande y importante que fuese? Pues qué, después de una opresión tan larga y dura, después de tantos agravios y ultrajes, a vista de tantos males pasados y temores presentes, en el único momento en que la nación podía asegurar su libertad, y cuando luchaba por defenderla, no sólo contra la tiranía exterior, sino también contra la corrupción y arbitrariedad del despotismo interior, ¿se esperaría que perdiese de vista o no se atreviese a tratar de sus antiguos derechos, ni a buscar los medios de preservarlos? Basta consultar sobre esto la opinión pública, la opinión de aquellos que más ardientemente clamaban por las Cortes. ¿Acaso la voz general, que ansiaba y clamaba por su convocación, no era principalmente dirigida al remedio de aquellos males? ¿No anunciaba el más impaciente deseo de afianzar para lo sucesivo unos derechos que eran la más preciosa hipoteca de la libertad española? Seamos justos. Que la defensa nacional sea el primero, el más sagrado objeto en que se deben ocupar las Cortes, y a cuyo logro se deban sacrificar los demás deseos y designios, es una verdad innegable; pero que las Cortes se redujesen a no entender en otros, si no tan urgentes, no menos importantes, es una esperanza tan vana como la de que la nación se contentaría con que una representación cualquiera, por imperfecta y incompleta que fuese, decidiese supremamente de su futura suerte.

46. Se dirá, por fin (porque nada hay que no se haya dicho y pensado por los censores de la Junta Central), que a lo menos debió anunciar las Cortes, y dar a la nación la seguridad de que estaba reintegrada en este precioso derecho. Pudo, es verdad, y si se quiere, debió hacerlo. Se dirá adelante por qué no lo hizo; por ahora, baste decir que esta proposición fue hecha en la Junta en sus primeros días, y aunque no resuelta entonces, no fue tampoco desechada. Que las causas que prolongaron su resolución fueron muy graves; que cuando no bastasen a disculpar esta lentitud, quedaría plenamente disculpada con el Real Decreto de 22 de mayo del año pasado, en que anunció solemnemente las Cortes para el presente; con el de 15 junio siguiente, en que nombró una comisión para prepararlas; con los inmensos trabajos de esta comisión para desempeñar tan difícil encargo; con el Decreto de 28 de octubre, en que fijó la época de las Cortes para el primero de marzo; con las convocatorias y instrucción de elecciones, despachadas a todo el reino en primero de enero, y finalmente, con el Decreto de 29 del mismo mes, en que, reuniendo todos los demás, dejó solemnemente arreglada y acordada la organización de estas primeras Cortes generales y extraordinarias del reino; con aquel Decreto, el último que pronunció y el postrer rasgo de su celo, en que dando a la representación nacional la mejor institución que permitían las circunstancias actuales y requerían las venideras, y que conciliaba todos los preciosos derechos que debía respetar con el mayor bien del público, de que no podía prescindir, coronó sus ilustres, aunque desgraciadas tareas, y la hizo, a pesar de la envidia, acreedora a la gratitud y al aprecio de la posteridad.

47. Resulta, pues, de todo lo dicho hasta aquí que no se puede culpar a los centrales de haber violado las leyes, ni la justicia, ni las máximas de conveniencia pública en no haber convocado desde luego las Cortes, y que el cargo de usurpación fundado en la Ley de Partida sólo pudo ser inventado por la emulación, patrocinado por la envidia, y tragado y cacareado por la ignorancia.

48. Es ya tiempo de pasar al segundo que se hace a los centrales, por no haber nombrado desde luego una regencia, conforme a la Ley de Partida. Pero, antes de responder a él, permítaseme una reflexión, que me parece muy importante. Supongamos a estos magistrados resueltos a tomar tal medida. ¿Entregarían desde luego el Gobierno, en aquella época, en que todo se recelaba y de todos se sospechaba, a una o pocas personas, a ciegas y sin preparación alguna? ¿Nombrarían una regencia sin instituirla? ¿La instituirían sin señalar su autoridad, fijar sus límites, prescribir sus deberes y preservar los derechos de la nación? O ¿podrían hacer esto atropelladamente y sin tomar algún tiempo para tan grave deliberación? No, sin duda. Ahora bien, entretanto que esto se arreglase, y que la Regencia se nombrase y instalase, ¿qué deberían hacer los centrales? ¿Estarse mano sobre mano, sin proveer a ningún objeto de la administración pública, o dar toda su atención a tantos como en aquellas estrechas circunstancias les presentaba el peligro de la nación? Y en este tiempo ¿de qué linaje sería su autoridad? Por breve, por interina que fuese, ¿no sería legítima? ¿Se podría decir usurpada? Luego es preciso confesar que los centrales ejercieron por algún tiempo un poder legítimo, so pena de que fuese ilegítimo y nulo, no sólo cuanto hicieron, sino cuanto se quiso que hubiesen hecho. ¿Cuál es, pues, el instante en que este poder dejó de ser legítimo y empezó a ser usurpado? A los que hicieron el cargo toca determinarle. Mas ¿lo podrán hacer los autores de la consulta sin comprometer su opinión y su buena fe, y sin ofender a la alta autoridad a quien consultaron y a la suya propia?

49. Permítaseme también preguntarles cuál era sobre este punto la opinión del Consejo de Castilla en aquellos días. Hemos dicho ya cómo pensaba este respetable tribunal en 4 de agosto de 1808; esto es, que no permitiendo las circunstancias arreglar el Gobierno según los medios designados por las leyes y costumbres nacionales, era su deseo que se arreglase por diputados de las juntas, reunidos al mismo Consejo. Pero en la circular de 27 del mismo mes, dirigida con su manifiesto a las mismas Juntas, exhortándolas de nuevo a que se desprendiesen de su autoridad, y pareciendo que se olvidaba ya de la suya, modificó aquel deseo, y le redujo a que el Gobierno se arreglase en la forma que estimase la nación en Cortes, o por medio de diputados de las Juntas, depositándole en las personas o cuerpos que para ellos se eligieran. Parece, pues, que el depósito del Gobierno, no en algunas personas, sino en un cuerpo entero o en algunos, no hubiera sido contrario al dictamen del Consejo, y parece también que si por suerte los diputados de las Juntas hubiesen depositado la suprema autoridad en el mismo Consejo, o en un cuerpo compuesto de consejeros y centrales, no hubiera dicho o no pudiera decir que obraban contra su opinión. ¿Cómo es, pues, que la idea de que se habían violado las leyes en no nombrar una Regencia, conforme a la Ley de Partida, no ocurrió al Consejo hasta que la Junta Central se halló constituida con los delegados de las provinciales solamente, y reconocida así por toda la nación?

50. Pero acerquémonos más a la materia de esta discusión. Yo no negaré que desde el principio formé, y sostuve después con tenacidad, el dictamen de que se debían anunciar desde luego las Cortes y formar una Regencia, según el modelo de la Ley de Partida, y que de mi opinión eran algunos otros de mis compañeros; pero de estas opiniones debo prescindir cuando trato de calificar la que siguió la Junta. Mas tampoco dejaré de decir que los centrales que opinaron por la composición del Gobierno tal cual fue constituido entonces, no hicieron otra cosa que obrar según los poderes que recibieran de las Juntas comitentes; los cuales, todos, a excepción de uno, si mi memoria no me engaña, lejos de autorizarlos para que nombrasen un nuevo Gobierno, les prescribían expresa y señaladamente que se reuniesen en un cuerpo para gobernar la nación. Si éste, pues, es un cargo, pertenece más bien a las Juntas comitentes que a sus delegados, y no me engañaré en creer que si se agitase en las próximas Cortes, las mismas Juntas o sus diputados sabrán responder a él con la energía y solidez que su gravedad merece.

51. Siendo esto así, ¿no será una manifiesta injusticia tachar a los centrales de usurpación de la autoridad, sólo porque no la depositaron en algunas personas, según el tenor de la Ley de Partida? Por más que algunos miembros de la Junta Gubernativa, respetando la sabiduría de esta ley y atendiendo más al espíritu que a la letra de sus poderes, y más que a las cláusulas de su comisión, a la generosidad y patriotismo de sus comitentes, hubiesen opinado por el nombramiento de una Regencia, nadie podrá culpar con justicia a los que, ateniéndose a la letra y tenor de sus mandatos, siguieron la opinión que tenía más apoyo en los principios comunes del derecho, y mucho menos unos magistrados tan acostumbrados como los consultantes, a respetar las fórmulas del foro y a no reconocer en los actos públicos otro sentido ni otro valor que los que se conforman con la letra y tenor de sus cláusulas. Y si los principios lógicos de la interpretación son tan respetados en la jurisprudencia civil, ¿cómo podrán culpar a los que los respetaron en una materia política, en que el peso de las palabras se calcula con tanto mayor escrúpulo, cuanto más graves pueden ser las con secuencias de la violación de estos principios?

52. Porque ¿quién negará que por lo menos era muy peligroso entonces oponerse a la voluntad manifestada por las Juntas en sus delegaciones? Ni ¿quién desconocerá los gravísimos inconvenientes que se hubieran seguido si estos cuerpos se negasen al reconocimiento de un Gobierno formado contra el tenor de sus poderes? Si, de una parte, parecía que las Juntas no querían poner su confianza sino en aquellas personas de su gremio, cuyo patriotismo habían, por decirlo a sí, palpado; por otra, se trataba de una autoridad que venía de su mano y estaba apoyada en la opinión que se habían granjeado de los pueblos, salvándolos tan gloriosamente de la opresión y tiranía. Resistir, pues, abiertamente su expresa voluntad para entregar el Gobierno a pocas personas, no señaladas por ellas, parecía una temeridad poco conforme con los recelos de la prudencia. ¿Y cuánto más en un tiempo en que con tan espantosa facilidad se concebían y difundían sospechas y odios contra los más inocentes ciudadanos? En él, ¿cuántos generales, grandes, prelados, magistrados y literatos eran mirados con desconfianza, ya por antiguas relaciones con el infame Godoy, ya por enlaces con los nuevos partidarios de la tiranía, ya por la tibieza, indecisión o ambigüedad de su conducta, o ya por las calumnias y chismes que en aquella época de licencia y confusión excitaba contra ellos la emulación y la envidia? Por todas partes se graduaba o como delito, o a lo menos como culpable flaqueza, haber ido a Bayona, permanecido en Madrid, o residido en otros puntos dominados por el Gobierno intruso, haberse humillado a jurarle, a obedecer sus órdenes, o a sufrir, aunque violentamente, su yugo y su desprecio. ¿Qué reputación estuvo entonces segura? ¿Cuál no expuesta a las asechanzas de la envidia, a las imposturas de la calumnia y al furor del populacho, agitado por ellas? ¿Ignoran por ventura este peligroso estado de la opinión pública los ministros consultantes? ¿Ignoran que no bastaron al respetable Consejo de Castilla tantos heroicos testimonios de integridad como dieran poco antes muchos de sus dignos ministros, ni la prudencia con que después, y para evitar mayores males, temporizó con algunos decretos del usurpador, ni la prudente destreza con que frustró la ejecución de otros, ni la gloriosa constancia con que abiertamente resistió al fin los que sellaban la usurpación, que no bastaron, repito, para excusar a este ilustre cuerpo la dura necesidad de sincerar su conducta? ¿Ignoran que aun después de sincerada en su enérgica apología, costó no pequeño cuidado y amargura a algunos de su gremio disipar estas nubes que la opinión, tan fácilmente agitada entonces, esparcía sobre su conducta particular? Y ¿tendrán hoy la cruel injusticia de culpar a los centrales por el prudente detenimiento con que procedieron en aquella tan delicada situación? ¡Ah! Acaso se puede ver aquí el origen del resentimiento que produjo una consulta tan injuriosa al honor de los centrales, al honor de aquellos mismos que con tan delicada solicitud habían protegido y salvado el suyo.

53. Bastaría lo dicho para demostrar la injusticia de los consultantes, si no fuese preciso demostrar también la mala fe con que nos acusaron del más enorme abuso de la autoridad, que suponían usurpada violentamente. Copiaré primero y analizaré después sus palabras, para que se conozca más de lleno el espíritu de rencor y venganza que las dictó: «Podría (dicen) preguntárseles (a los centrales), y aún hacérseles cargo del abuso de sus poderes y autoridad, y haber arrollado y echado por tierra las leyes, anulando los tribunales, inutilizando las justicias, erigídose en legisladores, reunidos en sí mismos los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, y en suma trastornado enteramente el gobierno monárquico de un modo el más arbitrario y desconocido».

54. Este torrente de injurias, en que, rompiendo los diques de la moderación, se difundió la hiel de los ministros consultantes, ni viene del origen, ni se dirige al término que en ellas aparece. Su verdadero origen era el odio a las Juntas Provinciales, y su objeto vengarse de las ofensas que creían haber recibido de ellas. Non dum enim causae irarum... exciderant animo. Recordaban, sin duda, entre otras, aquella destemplada representación que una de las Juntas de oriente dirigió al Gobierno y imprimió y divulgó, en despique de otra consulta en que el Consejo reunido había atacado, con poca oportunidad y demasiada vehemencia, a las Juntas, y cuyas copias se habían difundido, también con mucha indiscreción, por todas partes. Esta aversión del Consejo era tan antigua como el Gobierno Central, ora naciese de los celos que daban y el freno que oponían las Juntas a su ambición, como algunos maliciosamente sospechaban, ora del estorbo que ofrecían al total restablecimiento del antiguo orden civil, como me complazco en creer. Pero atacar directamente a las Juntas en la situación y en el lugar en que se hallaba el Consejo en febrero de este año, y a vista de la orgullosa Junta de Cádiz, pareció a los consultantes tan duro y peligroso, como sabroso y seguro derramar su hiel sobre los centrales, entonces inermes y perseguidos, y que entre otros, tenían a sus ojos el grave cargo de haber ofendido su autoridad, sosteniendo la de las Juntas. Es, pues, preciso, para desvanecer este cargo así determinado, decidir dos cuestiones: primera, si la Junta Gubernativa debió disolver desde luego las Juntas Provinciales, como deseaba el Consejo; segunda, hasta qué punto es cierto que los centrales, conservando las Juntas, abusaron de su autoridad en los artículos que la consulta indica. En ambas cuestiones prescindiré de mi opinión particular, aunque será necesario exponerla más adelante; porque no se trata aquí de lo que se pensó o pudo hacer, sino de lo que se hizo. Mas para juzgar de lo que se hizo, nadie debe ni puede prescindir de las circunstancias en que se hizo, y mucho menos podrán nuestros censores, que tanto peso dieron y tanto partido sacaron en su consulta de las circunstancias en que la hicieron. Examinaré, pues, una y otra cuestión, no en abstracto, sino en concreto de las circunstancias a que se refieren.

55. En la primera procederé con la mayor generosidad, pues dejaré su decisión a cargo de nuestros mismos censores, si quieren responder de buena fe a una sola pregunta, que no les puede parecer capciosa, pues que nace de la misma cuestión. Díganme, pues, si cuando la Junta Gubernativa, compuesta de delegados de las provinciales, acababa de ser, no sólo reconocida, sino celebrada con entusiasmo por los mismos cuerpos que con generoso patriotismo habían resignado en ella la suprema autoridad; si cuando estos cuerpos, contando todos con su existencia, sólo diferían acerca del grado de autoridad que debía quedarles bajo la del Gobierno Central; si cuando algunos, mirándose como representados en él, pretendían dirigir desde las capitales los dictámenes de sus delegados, y conservar por este medio intervención y directo influjo en el ejercicio de la soberanía; si cuando el más poderoso de todos, la Junta de Sevilla, desvanecida con sus laureles, después de reservarse en sus instrucciones una no pequeña porción de este ejercicio, aspiraba todavía a establecer una especie de constitución federal, y se afanaba por propagar en las demás esta ambiciosa idea; díganme si cuando el nuevo Gobierno no podía dar un paso en el desempeño de sus funciones sin tener cabal conocimiento del estado en que se hallaban las provincias, después de un trastorno tan general, ni tomar este conocimiento de otra parte que de los cuerpos que las habían gobernado; si cuando todos los fondos, todas las fuerzas, todos los recursos, y por decirlo así, toda la voluntad y obediencia de los pueblos estaban todavía en manos de estos cuerpos; si cuando este nuevo Gobierno aunque depositario del supremo poder, no estaba rodeado del esplendor ni de las ilusiones ni de los apoyos de la soberanía; díganme si mientras los celos, los recelos, la rivalidad, la envidia, los resentimientos y las reclamaciones se cruzaban entre las Juntas Provinciales y las autoridades civiles, eclesiásticas y económicas, y las corporaciones y los individuos, y mientras el terrible movimiento que había trastornado el orden antiguo ondulaba todavía sobre los pueblos; díganme, repito, si en tales circunstancias hubiera sido cordura en los centrales cerrar los ojos a toda consideración, a todo inconveniente, a todo peligro, para anonadar con un golpe vigoroso de autoridad a tantos cuerpos, tan respetables, tan respetados, tan poderosos y tan beneméritos de la nación; si hubiera sido cordura privarse de sus luces, de sus auxilios y de los consejos de su experiencia; si hubiera sido cordura olvidar sus servicios, despreciar su poder y provocar su resentimiento; o bien, si la atinada cordura y justo detenimiento con que los centrales se hubieron en este delicado punto, no eran harto más dignos de alabanza que de tan amarga censura.

56. Porque los ministros consultantes no ignoran que la Junta Central, aunque inclinada a conservar la existencia de las provinciales, trató desde el principio de fijar los límites de su autoridad. Varias órdenes dirigidas a este fin se expidieron en Aranjuez, y entre ellas, algunas relativas a restablecer el libre ejercicio de las autoridades civiles, y señaladamente la del Consejo Real. Se trataba de acordar definitivamente este punto, cuando el nuevo peligro que amenazó a la patria en los últimos aciagos días del noviembre de 1808 obligó al Gobierno a invocar de nuevo el auxilio y excitar el celo de las provincias, al mismo tiempo que a abandonar su residencia, para salvar el precioso depósito de la suprema autoridad. Pero, reunida en Sevilla, volvió su atención a este objeto, y en medio de los gravísimos cuidados de aquella época, acordó el Decreto de 1 de enero del año pasado, cuyo primer objeto fue poner expedita y libre de embarazos en su ejercicio la autoridad ordinaria de los tribunales, justicias y ayuntamientos, y circunscribir la de las juntas al solo objeto de armamento y defensa, en unión con los capitanes generales. Bien sé yo que aún así no quedaron satisfechos los celos del Consejo ni los de las magistraturas ordinarias de las provincias; bien sé que les hacían sombra todavía los honores y distinciones que se concedieron, o más bien conservaron, a las Juntas y a sus individuos, así en consideración de sus recientes servicios, como porque existiendo para auxiliar al Gobierno en el primer objeto de su s cuidados, no debían existir sin decoro. Y ¿qué otra cosa permitían las circunstancias? ¿Ignoran por ventura los consultantes cuántos embarazos causó al Gobierno mismo, a pesar de estos miramientos, la insubordinación con que algunas Juntas resistieron aquel Decreto, o por mejor decir, el pretexto que dio a los que tiranizaban sus opiniones? No lo ignoran, por cierto, pues les tocó mucha parte del resentimiento con que alguna de ellas se desahogó contra tan justa providencia. Deben, pues, confesar que la Junta Central ni pudo ni debió suprimir las Juntas Provinciales, y que, ciñendo su autoridad al objeto de armamento y defensa, hizo cuanto pudo y cuanto debió en aquellas circunstancias.

57. Esto supuesto, pasemos a examinar hasta qué punto los centrales, conservándolas, arrollaron y echaron por tierra las leyes, inutilizaron las justicias y anularon los tribunales, que es la materia de la segunda cuestión.

58. Nada es más natural en el hombre que la propensión a creer lo que desea, y a lisonjearse de que otros creerán fácilmente aquello a que él se ha persuadido. «Quae volumus, et credimus libenter, et quae sentimus ipsi et reliquos sentire spenamus», decía César, y esto avino a los ministros consultantes. Les hubiera sido muy sabrosa la total supresión de las Juntas, para que su autoridad descollase sin menoscabo ni desaire sobre todas las demás, como en el orden antiguo sucedía; y he aquí que por haber sido conservadas las Juntas que les hacían sombra, alzaron el grito contra nosotros, clamando que el orden antiguo había sido trastornado, y las leyes que le establecían arrolladas y echadas por tierra. Pero nada de esto pasó, y su censura es en este punto tan injusta como en los demás. El mantenimiento de la antigua jerarquía civil era ciertamente muy importante; pero no lo era menos conciliarla con el estado en que se hallaba la nación; no lo era menos combinar su existencia con la de unos cuerpos que nuevas y extraordinarias circunstancias habían hecho nacer en medio de ella, y que el influjo de las mismas circunstancias no permitía suprimir. Esto es lo que con toda prudencia y meditación procuró hacer la Junta Central, la cual, sin inutilizar ni anular ninguna justicia ni tribunal del reino, ni menguar ni embarazar sus facultades ordinarias, procuró conservar unos cuerpos que creyó necesarios a la salvación de la patria, les conservó la autoridad necesaria para cooperar en este grande objeto, y concilió cuanto fue posible el ejercicio de sus extraordinarias funciones con el de las funciones ordinarias de las demás magistraturas. Y si tal vez éstas, a pesar del celo de la Central, hallaron algunos embarazos de parte de las Juntas Provinciales, ni esto basta para justificar el cargo, ni para echar sobre los centrales la culpa de un exceso que estuvo en otros, y que ellos, si no pudieron, por lo menos procuraron evitar.

59. Para mayor prueba de esta verdad, levántese por un instante la consideración al estado en que la Junta Gubernativa halló el Gobierno instituido por los pueblos en todas las provincias. Además de haber sido admitidos en la composición de las Juntas que crearon, los jefes y algunos miembros de los principales cuerpos de cada capital, no hubo una en que sus magistraturas ordinarias fuesen suprimidas. Los en que las justicias ordinarias, los tribunales de apelación fueron confirmados y mantenidos en el ejercicio de sus funciones. No hubo una en que estas funciones fuesen suspendidas ni limitadas en su legítima autoridad, aunque todos los cuerpos quedaron sometidos a la autoridad de las Juntas, como que entonces representaban la soberanía. Creada la Junta Central, pasaron de aquel yugo, que les parecía más pesado, porque le imponía una mano más cercana, a otro que al principio les pareció más decoroso, porque representaba más completamente la soberanía, y más ligero porque le imponía una mano más distante. Y si los celos renacieron todavía, fue porque el espíritu de armonía y concordia es más difícil de conservar donde la rivalidad de poder y ambición lucha continuamente por alterarle y destruirle.

60. Esto se observó más claramente en el Consejo Real, el que durante el imperio de las Juntas había gemido en el yugo del tirano, pero quebrantadas sus cadenas por el vencedor de Bailén, se halló de repente restablecido en su primera dignidad, y solo y sin que alguna otra la dominase ni rodease, brilló entonces con nuevo esplendor. Dividido en las provincias el ejercicio de la soberanía, el Consejo le vio venir a sus manos en medio de la ilustre capital del reino; entró a ejercerle con el celo más loable; y que entonces usó de este poder con toda la actividad y toda la prudencia que requerían las circunstancias y eran propias de su sabiduría, es una verdad que sólo puede desconocer la envidia, aunque también lo es que dio a este ejercicio una extensión tan dilatada, que merecería la nota de ambiciosa, si la rectitud de su intención y la grandeza del peligro no la disculpasen. Pero, en medio de esta brillante situación, apareció de repente la Junta Central, y la generosidad que tuvieron las provinciales para crearla, no la tuvo el Consejo para sufrirla. Se halló de repente sometido a ella, y esta súbita conversión le hubo de ser tanto más amarga, cuanto no se le dio parte alguna, como había deseado, en la composición del nuevo Gobierno, y cuanto vio quedar subsistentes las Juntas que eran sus rivales. ¿Por qué, pues, no podré yo atribuir a este principio la repugnancia con que se prestó a reconocer el Gobierno Central, la tenacidad con que invocó después las leyes para deshacerle y cambiarle por otro, y el constante empeño con que atacó la autoridad de las Juntas, y so color de reclamar el orden antiguo, sostuvo que las leyes habían sido arrolladas, las justicias inutilizadas, los tribunales anulados y el Gobierno monárquico destruido?

61. Con todo, el cargo que se nos hace de haber anulado los tribunales puede tener otra explicación, si es cierto lo que algunos han sospechado. Se ha querido suponer que la formación del Consejo reunido fue mirada por algunos de sus ministros como la extinción del antiguo Consejo de Castilla; que estos ministros hubieran querido que aquel su respetable tribunal reapareciese en la escena, no sólo con su célebre nombre, sino también con todas las campanillas que antes adornaban su dosel, levantado sobre todos los demás; que aunque no les hubiera amargado la reunión de toda la autoridad que andaba repartida en los otros, la quisieran sin mezcla ni confusión con ellos. Que haber refundido en uno la representación de todos, y metido en su santuario ministros de todos, y hécholes a todos participantes de su fama, su autoridad y sus prerrogativas, les parecía una monstruosa profanación; y, en fin, que siendo el Consejo de Castilla el único cuerpo intermedio entre el soberano y la nación, y como decían en su arenga al Consejo de Regencia, un antemural entre el supremo poder y el humilde ciudadano, la Junta Central había defraudado a sus ministros en su autoridad y prerrogativas todo cuanto había comunicado de ellas a los ministros de otros Consejos. Otras cosas se suponían en esta razón, que no son tan del caso, aunque pueda haber en ellas algo de cierto, porque es difícil explicar de otro modo la acusación que hacen los consultantes a la Junta Central de «haber anulado los tribunales del reino».

62. Pero, en buena fe, que si éste es el espíritu del cargo, poco nos costará absolverle, y aun hacerle recaer sobre nuestros censores. Porque creer que en aquella época hubiera sido cordura restablecer tantos consejos, con tanta muchedumbre de oficinas y dependencias, sería tanta temeridad como creer que no se debió establecer ninguno. Lo primero hubiera escandalizado a la nación, viendo agravar sus apuros con un gasto tan grande y tan inútil. Lo segundo la hubiera afligido, viendo que se la privaba de aquella protección que podía hallar en esta alta magistratura. Hubiera además sido inhumanidad abandonar a la miseria o mantener en ociosidad a los dignos magistrados, que, fieles a su deber y a su patria, y exponiéndose a nuevos males y peligros, habían abandonado desde luego el teatro de la esclavitud, y seguido de cerca al Gobierno legítimo, para ofrecerle la continuación de sus servicios. ¿Qué es, pues, lo que dictaba la prudencia en semejante coyuntura? Lo que tal vez convendrá establecer permanentemente para lo sucesivo. Porque, suponiendo necesaria la alta autoridad confiada a estos cuerpos, ¿para qué tantos? Lejos de ser ventajoso dividirla en muchos, ¿no lo sería más reunirla en uno? ¿No tendrá entonces más unidad, más fuerza, más expedición en su ejecución? Su división, o por mejor decir su destrozo, no fue por cierto obra del celo, sino de la ambición ministerial. Cada ministro quiso tener en su departamento, consejo, juzgados, fueros, dependencias y dependientes separados, para dominar más absolutamente sobre una parte de la nación. Si alguna autoridad requería ejercicio separado, era sin duda la del Consejo de las Indias, por la distancia, la grandeza y el carácter particular de sus objetos, que no pueden ser conocidos por el estudio, si no está ilustrado por la experiencia; y la Junta Central le hubiera restablecido separadamente si hallase a la mano bastantes ministros con que formarle. Tales fueron sus miras en la creación del Consejo reunido; miras que distaban muy poco de las que pensaron y acordaron los sabios consejeros de Castilla y Indias para el caso de la traslación del Gobierno, como más adelante se dirá, en la segunda parte. ¿Qué es, pues, lo que puede tacharse en tan prudente medida? Ni ¿quién puede desaprobarla, sino este miserable espíritu de cuerpo, que apegado a sus añejas formas y costumbres, y a los pequeños objetos de su ambición, levanta el grito contra todo lo que parece trastornarlos?

63. Me excandezco, lo confieso, y al tratar esta materia no acierto a hallar la moderación que es propia de mi carácter. Porque ¿quién la tendrá para oír que se culpe a la Junta Gubernativa de haber anulado los tribunales, cuando esto no puede entenderse de los existentes, sino de los que se habían ya disuelto y anulado por sí mismos? En Aranjuez los confirmó a todos, en Sevilla no halló a ninguno. Si todos o la mayor parte de los ministros de los Consejos, abandonando la Corte, hubiesen seguido al Gobierno y corrido a reunirse a su sombra, el cargo tendría alguna apariencia de razón. Pero ¿fue éste el caso? Sin contar los apóstatas que infame y descaradamente pasaron al contrario bando, sin contar los que por miedo o necesidad se sometieron a sus deseos, ¿cuántos fueron los que permanecieron escondidos de su vista o buscaron otro asilo? No quiera Dios que yo ofenda el honor de muchos hombres virtuosos, a quienes su delicada salud, su honrada pobreza o los vínculos sagrados de la naturaleza condenaron a mendigar o perecer en el seno de su familia y lejos de los consuelos y socorros que la benignidad del Gobierno les ofrecía. Mi ánimo es sólo recordar que cuando la Central trataba este punto no había en Sevilla consejos que restablecer, ni consejeros que reintegrar, sino en pequeño número. Formó, pues, el Consejo reunido con los que tenía a la vista. Y ¿qué hizo con los demás? ¿Qué hizo con aquellos mismos que, detenidos en Madrid, o por la dificultad de la salida o por los peligros del viaje, o por menos justas razones, fueron viniendo después, aunque poco a poco? ¿No los acogió con la consideración y benevolencia debidos a su carácter? ¿No prescindió de su tardanza? ¿No se expuso a murmuración y censura por haberles conservado sus sueldos? Y en fin, ¿no protegió, no salvó el honor de aquellos cuya conducta tachaba la malevolencia de ambigua y sospechosa? Y ¡será posible que entre estos mismos se cobijen nuestros acusadores! Respetables magistrados que componéis el Consejo reunido, perdonadme; yo no os acuso a todos, reacuso solamente a mis acusadores. Perdónenme también los que se hayan atrevido a serlo. Yo no escribo para injuriarlos, sino para repeler mi injuria. Su conducta, comparada con la del cuerpo que procuró honrarlos y distinguirlos, debe aparecer ante la nación tan fea como injusta, y podría además ser tiznada con la negra nota de ingratitud, si a lo que se hace por la justicia se pudiese dar el nombre de beneficio.

64. El cargo que se hace a los centrales de haber trastornado el Gobierno monárquico, por haber reunido los tres poderes, hace muy poco honor a los consultantes, porque supone en ellos o muy crasa ignorancia o muy refinada malicia. Para absolverle, nada tendré que decir en cuanto al poder ejecutivo, pues que éste formaba la primera y más esencial prerrogativa del nuevo Gobierno. Tampoco del poder judicial, porque es notorio que la Junta Gubernativa no se entrometió a decidir pleitos ni a sentenciar causas, y si acaso inició o promovió o confirmó algún juicio, no usó en esto de otro poder judicial que el que nuestra Constitución da al soberano, en quien originalmente reside, para asegurar la observancia de las leyes. Y si en el uso de esta suprema autoridad hubo o no algún exceso, cosa es que pertenece a otra cuestión, y de la cual no será nuestro juez el Consejo, sino la nación junta en Cortes.

65. Bastará, pues, para desvanecer este cargo, en que se ha pretendido recopilar y confirmar los demás, hablar del poder legislativo, y explicar la naturaleza de este poder según nuestra Constitución. Prescindiré de aquel monstruoso estado en que nuestros reyes le ejercieron en los últimos siglos, sin límite alguno, decretando motu proprio leyes, conformes o contrarias a la misma Constitución, las cuales el Consejo, no sólo era el primero a obedecer, sino que las promulgaba y mandaba y hacía cumplir por todo el reino, como órgano y arcaduz natural de la voluntad soberana. Pero, acaso en el estado más puro, si así puede decirse, de nuestra Constitución, ¿no era en España un atributo de la soberanía el uso del poder legislativo? ¿Cuál de nuestras leyes no presenta a nuestros soberanos como supremos legisladores de la nación? «La facultad de hacer nuevas leyes (dice el sabio y profundamente erudito Marina), de sancionar, modificar y aún renovar las antiguas, habiendo razón y justicia para ello, fue una prerrogativa tan característica de nuestra monarquía, como propio de los vasallos respetarlas y obedecerlas». Es verdad que este mismo autor reconoce la obligación que tenían nuestros reyes de llamar y consultar las Cortes para establecer nuevas leyes, y corregir, mudar o alterar las antiguas; mas no por eso da a las Cortes otro derecho que el de confirmar con su aceptación estas leyes. «Porque las leyes de los príncipes (dice), aunque no necesitan para su valor el consentimiento de los vasallos, y deben ser obedecidas solamente por el hecho de dimanar de la voluntad del soberano, con todo eso, jamás se reputaron por leyes perpetuas e inalterables sino las que se publicaban en Cortes. Las que carecían de esta solemnidad debían de ser cumplidas y obedecidas en calidad de pragmáticas, ordenanzas, provisiones, cartas o cédulas reales, que no siendo por su naturaleza invariables, podían ser reformadas, dispensadas y revocadas por el monarca reinante y sus sucesores». Tal es la opinión del hombre que más profundamente estudió y más sabiamente analizó nuestra antigua legislación, a la luz de los más recónditos monumentos de nuestra historia; y por más que yo no suscriba enteramente a sus opiniones, como explicaré más de propósito en otro lugar, es una verdad constante que no se halla en nuestra legislación una ley, ni en nuestra historia un documento, que niegue a nuestros soberanos el poder de hacer leyes. Luego, en nuestra Constitución, el poder legislativo, como quiera que se entienda modificado, andaba unido en la soberanía con el supremo poder ejecutivo. Luego, aun suponiendo cierto que la Junta Central usase de este poder, teniendo en sí el ejercicio de la soberanía, nunca se podría decir que le había usurpado, ni menos que por usarle hubiese trastornado el Gobierno monárquico del modo más arbitrario y desconocido, como dijeron los consultantes.

66. Y ¿dónde y en qué hallaron este trastorno, causado por el uso de aquel poder? Yo repaso en mi memoria los decretos de la Junta Central, y aunque hallo algunos a que se puede dar el nombre de leyes temporales, no eran en realidad más que providencias momentáneas, exigidas por y acomodadas al estado actual de la nación. Es cierto que hay también algunos a que podría cuadrar mejor el nombre de leyes. ¿Los citaré? No lo querrían acaso los ministros consultantes, ni yo lo quisiera, ni lo haría, si a ello no me forzase la obligación de mi propia defensa.

67. La Junta Central admitió al ejercicio del poder soberano los representantes de Madrid y los de las provincias de nuestras Indias. Lo primero era debido al grande y fiel pueblo cuyo heroico ejemplo y cuyos infames ultrajes excitaron en toda la extensión de España aquella santa indignación con que se levantó de repente para sacudir el yugo del tirano. Cuando todas las provincias tenían el consuelo de ser gobernadas por un cuerpo compuesto de diputados suyos, ¿se negaría este derecho a Madrid, corte y capital del reino, y cuya población igualaba o excedía a la de algunas provincias? Y ¿se le negaría la Junta Central, que acababa de reunirse a sus puertas y que trataba entonces de trasladarse a residir en su seno? Si ésta era una ley, sin duda era tan recomendada por la justicia y tan conforme con la Constitución, que es muy difícil inventar un título que la hiciese digna de censura.

68. La admisión de los representantes de América fue sin duda un acto de poder legislativo. Pero ¿quién será el que no reconozca, no digo la prudencia, sino también la justicia de este Decreto? Pues ¿qué?, cuando la nación, huérfana y privada de su buen rey, erigía un Gobierno provisional, en cuya composición entraban diputados de todas las provincias de este continente; cuando era tan necesario estrechar los vínculos de fidelidad y amor social que nos unen con nuestros hermanos de Ultramar; cuando estos fieles españoles, abrazando con tan ardiente entusiasmo la causa de su rey y de su patria, ofrecían tan generosamente darles con sus caudales los auxilios que no podían con sus brazos; cuando no era menos justo acreditarles que el nuevo Gobierno trataba sinceramente de reparar con consejo suyo los agravios que en una larga serie de años habían recibido del antiguo; en fin, cuando era ya tiempo de que los naturales de aquellos ricos y dilatados países empezasen a probar la igualdad de derechos con los de la metrópoli, a que los hacían tan acreedores los eternos principios de la naturaleza y de la sociedad, ¿qué máxima de prudencia, qué principio de justicia política puede tachar una medida que lejos de trastornar nuestra constitución, tendía más bien a perfeccionarla; una medida que necesariamente entrará en su reforma, cualquiera que sea la opinión de los dignos ciudadanos que se van a congregar para acordarla?

69. Una serie de decretos sucesivamente expedidos por la Junta Gubernativa, a consulta de su Comisión de Cortes, y recopilados en su último Decreto de 29 de enero de este año, fijó la institución y organización de las Cortes que había convocado. Sin duda que los que pretendan que estas Cortes debían celebrarse según el modelo de las antiguas, hallarán que los centrales, usando para esto de poder legislativo, alteraron notablemente, si no la esencia de la Constitución monárquica, por lo menos sus formas y los antiguos usos y costumbres relativos a las Juntas del reino. No es de este lugar examinar la justicia o la prudencia de cada uno de estos decretos, como haré, si Dios quiere, en otro más oportuno; pero sí preguntaré a nuestros censores: si la Junta Central había acordado la convocación de las Cortes, ¿no era absolutamente necesario que acordase también la forma en que debían celebrarse? Ahora bien, esta forma había sido notablemente diversa, como hemos advertido ya, no sólo en las distintas épocas de nuestra monarquía, sino también en los diferentes reinos que se reunieron en ella. A las próximas Cortes, como que eran generales, debían ser llamados representantes de todos estos reinos. Se trataba además de unas Cortes extraordinarias, convocadas para una muy extraordinaria y muy importante emergencia; y no pudiendo acomodarse a tan extraordinarias circunstancias ninguna de las formas observadas en las antiguas Cortes, era de absoluta necesidad adoptar una diferente y extraordinaria. Para adoptarla, lo era también resolver varias graves dudas que naturalmente se presentaban, así sobre la composición y elección de la representación nacional, como sobre su organización, institución y ejercicio de sus funciones. Y ¿cómo podía proveerse a este grande objeto, ni resolverse cuanto era relativo a su arreglo, sin usar del poder legislativo? Prescindiendo, pues, por un instante, de la calidad de aquellos decretos, ¿quién podrá culpar a los centrales por haber usado de este poder para expedirlos? Y cuando procuraron acomodarlos, acaso con más religiosidad que la que los consultantes querrían, al carácter de la Constitución española, ¿cómo pudieron decir de nosotros que habíamos usado del poder legislativo para trastornar el Gobierno monárquico del modo más desconocido y arbitrario?

70. Difícil sería concebir el odio que fraguó contra nosotros esta muchedumbre de cargos, tan vanos como enormes, si nuestros censores no se hubiesen apresurado a descubrirle desde el punto en que lo pudieron hacer sin peligro. No bien nos hallaron separados del mando, y desarmados y perseguidos, cuando, poniéndose a la banda de nuestros contrarios, anunciaron la intención de concurrir al aumento de nuestro descrédito. El Consejo de Regencia había sido instalado en la noche del último día de enero, y anunciado al público el 1 de febrero; en el día 2 inmediato, acordó el Consejo reunido la arenga con que debía cumplimentarle, y en ella cuidaron ya los consultantes de realzar su adulación al nuevo Gobierno con los insultos del antiguo, en la siguiente indigesta y misteriosa cláusula: «Nunca más segura su próxima ruina (hablaban de la del enemigo, que estaba a las puertas), que habiéndose puesto V. M. en este día al frente de una nación generosa, fiel y valiente, por su religión, por su independencia y por su rey, cuyas desgracias han consistido en la desunión de voluntades, en la diferencia de opiniones, en el desvío de las mejores leyes, en la propagación de principios subversivos, intolerantes, tumultuarios y lisonjeros al inocente pueblo, que no tiene obligación a descubrir las ocultas minas con que semejantes gentes han intentado volar lo que más ama». Al fin de la arenga (y yo no diré que para combatir el pensamiento de las Cortes y la forma en que se habían convocado, y para prolongar su celebración, porque de esto quiero que juzguen mis lectores) añadieron: «Estos son los objetos únicos en que debe emplearse vuestra soberana atención; abandonemos todo lo que pueda distraernos, y guardémoslo para cuando la paz y la tranquilidad se consigan por vuestras victorias. Veneremos nuestras leyes, loables usos y costumbres santas de nuestra monarquía. Armaos, Señor, contra sus innovadores, que intentan seducirnos, y administrad justicia con fortaleza, sin excepción de personas; reparad este trastorno de principios falsos, en que nos vemos sumergidos, y no dude vuestra majestad que unido íntimamente con la nación y con este supremo tribunal de ambos mundos, conseguirá mantener la religión y el trono a nuestro legítimo Rey, Fernando VII, la salvación del pueblo, la conservación de las Américas y la justa venganza del enemigo». He copiado fielmente sus palabras para que se vea su consonancia con las de la consulta, y para que se juzgue si los que las dictaron malograrían cualquiera ocasión que les viniese después a la mano para exponer más abiertamente el sentido que envolvían.

71. Creyeron hallarla cuando el Consejo de Regencia, acosado por todas partes de nuestros enemigos, consultó al Consejo reunido sobre lo que convenía acordar en cuanto al destino de los individuos de la Junta Central; y entonces fue cuando los consultantes, arrojando la máscara, derramaron contra ellos todo el rencor que hervía en sus pechos, en la famosa consulta de 19 de febrero de este año. Harto he dicho ya sobre ella; mas para que mis lectores acaben de calificar su espíritu, acabaré yo también esta parte de mi defensa, exponiendo a su reflexión otra cláusula, en que al mismo tiempo que ensalzaron con jactancia la prudencia de sus consejos, pretendieron exponernos a la execración del público, atribuyendo las calamidades que le afligían en aquella época a nuestra tenacidad en despreciarlos: «No pudiendo por otra parte dudarse (dijeron) que la mayor parte de los males que sufrimos, y el estrecho apuro en que nos vemos, nacen de ésta su tenaz insistencia en no dejar un mando tan mal adquirido como desempeñado».

72. Tal era la opinión que desearon inspirar a la nación contra nosotros. No temo yo que su deseo sea cumplido, pero determinar cuál sea la opinión que corresponde a nuestro celo, a la pureza de nuestra intención y a los servicios que hemos procurado hacer a la patria, no es de ahora, pues pertenece a otro tiempo y a otro juicio, a jueces más augustos y a defensores más elocuentes. Lo que a mí me toca es hacer ver a mis lectores la temeridad con que los ministros del Consejo reunido se arrojaron a juzgar tan precipitadamente de nuestra conducta. Porque, ¿quién los había constituido jueces de la Junta Central? ¿De dónde les venía el derecho de ser nuestros censores? Y si eran nuestros jueces, ¿por qué, prevaricando en tan sagrado ministerio, tomaron la parte de nuestros acusadores? Si eran nuestros jueces, ¿quién produjo ante ellos la acusación? ¿Dónde buscaron las pruebas del delito? ¿Quién oyó sus cargos? ¿En qué forma recibieron la defensa de los delincuentes? Véase su respuesta en la misma consulta: «La opinión pública os acusa», dijeron en uno de sus apóstrofes a los centrales. ¡La opinión pública! Pero, ¿dónde? ¿Ante quién? ¿Por qué órganos? ¿Pudo profanarse más descaradamente este nombre? ¿De cuándo acá le han merecido las voces y imposturas de la calumnia? ¿Cuándo pudo aplicarse a los rumores y dicharachos, inventados por una gavilla de ambiciosos, divulgados por sus viles emisarios y repetidos por nuestros émulos en un rincón del reino? No; no es tal el carácter de la opinión pública; de esta opinión, que nunca acusa con parcialidad ni juzga con precipitación; de esta opinión que se forma siempre por el juicio desinteresado de los hombres de bien, que no se guía por los susurros de la calumnia ni por los artificios de la envidia, ni se deja alucinar por las groseras ilusiones de la ignorante muchedumbre. ¡Ah! esta respetable opinión, lejos de condenarnos, deploraba entonces en secreto el horrible trastorno de cosas y de ideas, que agravaba las desgracias públicas, viendo a la calumnia triunfar de la inocencia y apadrinada por los que estaban más obligados a cubrirla con la égida de las leyes.

73. Pero, en conclusión, lo que será siempre más admirable en el juicio de los hombres sensatos es el espontáneo y desatado furor con que nuestros censores, sin necesidad ni provocación, pronunciaron contra nosotros un juicio, que aun cuando fuese disculpado por la justicia, nunca podía serlo por la moderación y la prudencia. Porque, ¿cómo no vieron que acusándonos de usurpación ante el Supremo Consejo de Regencia, le echaban en cara esta misma nota, pues que el poder que empezaba a ejercer era el mismo que acabábamos de pasar a sus manos? ¿Cómo no vieron que insultaban más abiertamente a dos miembros de aquel augusto senado, que habiendo sido ministros de la Junta Central, no podían no ser cómplices en la usurpación de su autoridad? ¿Cómo no vieron que se injuriaban a sí mismos, pues que el cuerpo a cuyo nombre hablaban no ejercía otra autoridad que la que habíamos creado restableciéndoles? ¿Cómo no vieron que, denigrando al Gobierno antiguo, desautorizaban y debilitaban al nuevo, enseñando al pueblo a despreciarle, y abrían la puerta a la anarquía, al mayor de los males sociales, y al único que puede hacer desesperada la causa de nuestra libertad? ¿Cómo no vieron que en una censura tan general, en que todos los actos del Gobierno Central eran comprendidos y en que ninguno de sus miembros era exceptuado, hacían recaer su venganza sobre aquellos que no podían ser objetos de su odio ni de su resentimiento? ¿Cómo no vieron que cuando algunos centrales los hubiesen desairado u ofendido, o se hubiesen mostrado desafectos a su cuerpo, a sus personas o a sus dictámenes, era una enorme injusticia envolver en sus imputaciones a tantas distinguidas personas, que lejos de ofender su mérito y de despreciar su opinión, los habían siempre respetado, y que lejos de desairarlos, los habían tratado con decoro, con amistad, con cordialidad, y héchose acreedores, si no a su gratitud, por lo menos a su aprecio y estimación? Sobre todo, ¿cómo no vieron que el estilo mismo de su consulta, lleno de livor y menosprecio, bastaba para acreditar su parcialidad y hacer sospechosa la misma razón que pretendían persuadir? Porque es preciso reconocer que jamás el Supremo Consejo se habrá producido en tan acerbo y destemplado estilo, aun contra las personas más indignas; estilo tan ajeno de la mutua benevolencia, por la cual existe la sociedad civil, como de la benigna indulgencia, que une a los hombres en la humana sociedad; pero mucho más ajeno todavía de la grave y prudente moderación, que forma el carácter de la magistratura. Tal es el tenor de un escrito que no podrán releer sin rubor sus autores, y que tal vez borrarán, arrepentidos, antes que pase a manchar los archivos del Consejo.



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