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ArribaAbajoArtículo segundo. Segunda calumnia: malversación de los fondos públicos

Carácter de los autores de esta calumnia.-4. Su inverosimilitud.-5. Desvanecida por su misma naturaleza.-8. Por el sistema económico que la Junta Central mejoró y observó.-10. Por el método de inversión en que no se mezcló y que fielmente siguió.-11. Por el de cuenta y razón llevada siempre por las vías y personas acostumbradas.-13. Por qué no dio la cuenta ofrecida a la nación.-17. Qué fondos estuvieron a su disposición. 23. Cómo y a qué fueron destinados.-24. Injusticia de esta imputación.


1. Cerrado este Artículo de mi defensa, que ya se hacía tan molesto a mi pluma como era repugnante y penoso a mi corazón, entraré con paso más libre y rápido a desvanecer las calumnias inventadas para denigrar la reputación de los que compusimos la Junta Gubernativa. Impugnando a los ministros del Consejo reunido, la pluma marchó lentamente, detenida a cada paso por el respeto del tribunal a cuyo nombre hablaron, y por el concepto de sabiduría que es inseparable de su profesión. La detenía también la consideración que naturalmente inspiraban unos contrarios que sólo pretendían atacar con las armas de la razón y se cubrían con el escudo de las leyes. No era por lo mismo posible rechazarlos sino con sus mismas armas, y esto pedía un miramiento que sólo se pudo perder de vista cuando el desliz de la pluma nacía del dolor de la ofensa. Pero a unos enemigos a quienes ningún respeto protege, por lo mismo que se encubren; a unos enemigos que atacan en asechanza y, disparando desde sus emboscadas, sólo emplean las armas prohibidas de la mentira y la calumnia, es preciso cargarlos de recio, tratarlos sin el menor miramiento, atacarlos con toda la vehemencia de la justicia y oprimirlos con todo el peso de la verdad, que tan infamemente han ultrajado.

2. Es posible que falte a mi pluma el calor que fuera necesario para tan rudo ataque, pero yo se lo pediré a la indignación que excita en mi alma la fealdad de los delitos que nos han imputado, y en que fui envuelto con los demás centrales. El cargo de usurpación de la autoridad soberana, aunque gravísimo por su naturaleza, podía a lo menos dorarse con aquella especie de oropel que suele engalanar los proyectos de la ambición; pero los de robo de la fortuna pública y de infidelidad a la patria, imputados al cuerpo que estaba encargado de defenderla y salvarla, llevan consigo tan abominable y asquerosa fealdad, que a ser ciertos, dejarían impresa en los nombres de sus autores una de aquellas eternas manchas, que según la frase de Cicerón: «ni se pueden desvanecer con el largo curso del tiempo, ni lavarse con todas las aguas de los ríos».

3. De aquí es que en la imputación de tan hediondos delitos, es mucho más de admirar la torpe necedad que la maligna osadía de nuestros calumniadores, porque, costándoles tan poco forjar alguna acusación que tuviese visos de verosimilitud, forjaron unos cargos, no sólo improbables por su falsedad, sino imposibles por su naturaleza. Los cegaba tanto su ambición, que los hizo hocicar al primer paso. Era su objeto apoderarse del mando; mas como para despojar de él a los que le recibieron de la nación era preciso imputarles culpas que fuesen a los ojos de la nación bastante horribles y enormes, he aquí que echaron mano de las primeras que su loca fantasía creyó más propias para excitar su odio y nuestro descrédito. Se esforzaron, aunque en vano, en hacerlas correr. Cien bocas alquiladas para repetirlas las divulgaron por todas partes; el vulgo las oyó con más espanto que asenso; nuestros émulos se valieron de ellas para completar nuestra ruina, pero la nación no se dejó engañar. Los centrales, aunque perseguidos, insultados y amenazados de muerte por los sediciosos en su tránsito a la Isla de León, siguieron su camino sin otra protección que la de su inocencia, se reunieron tranquilamente allí, acabaron de arreglar la organización de las Cortes, que habían convocado para allí; acordaron unánimes allí la formación de un Consejo de Regencia, y le nombraron y le instituyeron, y frustrando la ambición de sus enemigos, hicieron a su patria el último y más recomendable servicio, salvando la autoridad suprema de las ruines manos que habían querido arrebatarla, y confiándola a otras que creyeron más fieles, más fuertes y más felices. Así fue cómo los mismos que conspiraron contra nosotros, y por los mismos medios que emplearon para infamarnos y arruinarnos, vinieron a labrar nuestra gloria y su propia infamia.

4. Pero, pasando ya al examen del primero de estos cargos forjados contra nosotros, se hallará en él mismo la demostración de su futilidad. Si el delito de peculado se hubiese imputado a tal cual individuo de la Junta Central, y fingido el modo y supuesto los medios por que se había aprovechado de los fondos públicos, se hubiera a lo menos dado alguna verosimilitud a la calumnia. Pero imputar a un cuerpo entero, compuesto de más de treinta individuos, un delito tan feo, tan difícil de cometer y tanto más de ocultar aun por uno solo, y imputarle a trompón y a bulto, sin determinación de personas, de tiempos, de casos ni de sumas, ¿no hace ver demasiado a las claras que sólo se trataba de hacer ruido y alborotar con el estampido de una gran calumnia, sin considerar que acabada la vibración de su sonido, se desvanecería por sí misma, y descubriría el punto de donde venía el tiro, y la torpeza con que se había errado el golpe?

5. Porque se puede asegurar que los mismos que fraguaron el cargo, sentían allá en su corazón que era del todo contrario y repugnante a la opinión pública, pues que lo era también a la suya; que tal es el carácter de la calumnia, que ella es la que primero se desmiente a sí misma. En medio del odio indistinto que profesaban a todos los centrales, porque ninguno era favorable a sus designios, ¿cómo ignorarían que entre ellos había muchos a quienes, aunque mal de su grado, debían respetar por la rectitud y noble pureza de su conducta? Yo no he menester citar los nombres de tantos ilustres calumniados; pero apostaré mi cabeza a que, si se presenta su lista a mis lectores, para que señalen con el dedo los que crean capaces de cometer tan grave y ruin delito, resultará de este criterio que la más considerable parte de nosotros queda exceptuada y libre de tan infame presunción. Y no temo añadir que si toda la Junta sevillana, a cuya envidiosa vista ejercimos la soberana autoridad por un año entero, y los mismos que la movieron a insurrección, y sus satélites, y sus emisarios, y sus diaristas, y sus trompeteros y autores pudiesen ser sinceros por un solo instante, vendrían también a suscribir a esta tan numerosa como justa y gloriosa excepción.

6. Mas no por eso reduciré yo a ella sola la repulsa de una calumnia, que está demasiado resistida por su misma naturaleza, para que no pueda desvanecerse por otros medios. Si estuviésemos en un juicio legal, siendo de cargo del acusador la justificación del delito, y no habiéndose dado de él ninguna prueba, la negativa sola bastaría para nuestra defensa y absolución. Pero se trata de un juicio de opinión, y nada haría yo si no desvaneciese hasta la más ligera impresión que el clamor de los calumniadores pudiese haber hecho en el público. No siendo, pues, dable rebatir con excepciones específicas y directas una imputación tan vaga y general y un cargo tan indeterminado, lo haré con excepciones indirectas y generales, pero tales, que no dejen la más pequeña duda sobre su torpe falsedad.

7. Cuando me puse a reflexionar de qué manera pudieran los centrales haber convertido en provecho suyo los caudales del público, hallé que sólo sería posible por uno de tres medios: primero, alterando el sistema económico de la Real Hacienda y sustituyéndole otro que pudiese dar lugar a manejos y usurpaciones; segundo, acordando algunas sumas, bajo el nombre de gastos secretos, o para objetos de inversión supuesta, para embolsárselas después; tercero, aprovechándose de algunas sumas decretadas para objetos de verdadera y legítima inversión y cubriendo después el fraude con cuentas supuestas y figuradas. Si había algún otro medio de cometer esta especie de vergonzoso fraude, confieso que mi inexperiencia y falta de penetración en materia para mí tan nueva y odiosa no han podido dar con él. Veamos, pues, si es posible o probable que los centrales se valiesen de alguno de estos medios para defraudar los fondos públicos.

8. Primero. Por el primero de ellos, la esponja de Godoy chupó, en el anterior reinado, la espantosa porción de la fortuna pública que todos saben, y que, por desgracia, se nos escapó con este insigne ladrón. Suprimiendo la alternación de los tesoreros generales, dividiendo las entradas del tesoro y el manejo de sus fondos entre la Tesorería General y la Caja de Consolidación, poniendo aquélla a cargo de su mayordomo, y ésta al de uno de sus más hábiles y fieles adeptos, separando, en fin, bajo la mano y distribución de este último los fondos de la Marina Real, en que él era el árbitro supremo, logró, a fuerza de reducciones de vales, misteriosas negociaciones, vergonzosos agiotajes y escandalosos monipodios, allegar aquel inmenso tesoro, que después de cebar su insaciable codicia, debía servir al esplendor y apoyo de su soñado reino algárbico.

9. Pero la Junta Central, lejos de seguir tan abominable ejemplo, tomó el camino directamente contrario, y hizo cuantos esfuerzos pudo para restablecer el antiguo sistema de administración de la Real Hacienda. Hallando pobre el tesoro público, y obstruidas sus entradas y divididas en los tesoros particulares de las provincias, procuró desde luego reducirlas todas a la Tesorería General, y dar así a la receta y salida, y a la cuenta y razón del erario, la unidad que requería el buen orden y establecían los reglamentos de nuestro antiguo sistema fiscal. Restableció la alternación de los tesoreros generales, confirmando en su empleo a D. Vicente Alcalá Galiano, a quien halló en ejercicio, acreditado ya por sus conocimientos económicos, largos servicios y experiencia, y nombró para la alternación de la cuenta y responsabilidad a D. Víctor Soret, también acreditado por su patriotismo y servicios en la mejor época de la Junta de Sevilla. No suprimió, aunque lo deseaba, la oficina de consolidación, porque era menester penetrar antes los oscuros misterios de sus negociaciones, que con tan loable celo había empezado a descubrir el Consejo de Castilla, y lo era también desenmarañar los enredos de su tortuoso manejo antes de reunir el de sus fondos a los de la masa común; pero confió la administración de esta caja a personas de conocida probidad y instrucción, y aplicó a sus mejoras todo el cuidado que las circunstancias permitieron. Finalmente, puso al frente de este ramo de la administración pública a un hombre generalmente venerado en la nación por su alta probidad, por su heroico desinterés, por sus profundos conocimientos y por los ilustres y recientes servicios que había hecho a la patria en su mayor aflicción. Díganme ahora los que conozcan este sistema de administración que siguió la Junta durante su Gobierno, si pudieron los centrales convertir en provecho suyo los fondos del Estado, sin que este robo fuese tan notorio como el que pudiera hacer una cuadrilla de bandoleros en medio de una plaza pública.

10. Segundo. Cuando la Junta Central no conociese las disipaciones a que dieron lugar, en el Gobierno anterior, los decretos expedidos con el título de gastos secretos, y cuando sus miembros se respetasen tan poco a sí mismos, que pudiesen incidir en tan reprobado abuso, la simple inspección de sus actas basta para probar el cuidado con que le evitaron. Las mismas actas acreditarán que no acordaron sumas algunas para objetos figurados, por el simple cotejo de ellas con las órdenes expedidas a la Tesorería General para proveer a los objetos de la guerra y a los demás gastos ordinarios y extraordinarios del Estado. Uno y otro abuso, además, eran incompatibles con el método constantemente observado en estas materias. Cuando estos acuerdos tenían su iniciativa en la Junta, pasaban, antes de resolverse, a la sección de hacienda, la cual examinaba la proposición con el ministro, y con su dictamen volvía a ser discutida y resuelta en sesión general. Cuando, por el contrario, tenían su iniciativa en el ministerio, la proposición, examinada y tratada antes por el ministro en la sección, se refería después, con su dictamen, a la Junta, donde se resolvía. Para cometer, pues, el fraude que supone el segundo medio, era preciso que fuese primero concebido por todos y luego amañado en la sección, o bien concebido y amañado en la sección y luego consentido y decretado por todos en la Junta. ¿Es, pues, creíble que treinta personas de tan distinguido y diferente carácter se uniformasen para cometer un fraude tan vergonzoso? Y cuando nuestros calumniadores tuviesen tan baja idea de nosotros, ¿la tendrían también del ministro? ¿De un hombre a quien no deberían nombrar sin poner su frente en el polvo, de un hombre sin cuya complicidad y deliberada concurrencia al fraude no se podía cometer? Pero, ¿qué digo el ministro? ¿Podían ejecutarse tales decretos sin que pasasen antes por mil manos y vías, en la secretaría y en las oficinas que debían intervenir en su ejecución? Que bajo el yugo de un valido, que tiene a su devoción o intimida y refrena con su poder a los ministros y sus dependientes, se conciban y amañen tales fraudes; que estos fraudes, aunque se conozcan, se tapen; que el mismo que los hace se burle de la opinión pública, y sus ejecutores se crean cubiertos con su sombra, esto ya se entiende, esto está en el orden, o por mejor decir, en el desorden de las cosas, cuando una nación viene a caer en tal desgracia, que el despotismo de un hombre solo baste para corromper o tiranizar a todos los instrumentos que deben servir a sus delitos. Pero, persuadir que en un cuerpo tan numeroso y distinguido, y en un Gobierno tan liberal, tan moderado, tan popular en sus operaciones, cupiesen designios tan sórdidos y manejos tan vergonzosos, estudiados y oscuros, es una especie de desvarío, que sólo pudo entrar en cabezas huecas y delirantes, pero que no cabe en ninguna cabeza sana y bien organizada.

11. Tercero. La pretensión de que los centrales pudieron defraudar al público por el tercer medio es tan ridícula, que apenas se puede tratar de ella con seriedad, puesto que para cercenar por medio de cuentas figuradas alguna parte de las sumas acordadas para objetos de inversión legítima, ya no bastaría que todos ellos, y el Ministro de Hacienda, y los ministros de otros ramos, y sus inmediatos dependientes fuesen hombres corrompidos y sin una pizca de vergüenza, sino que fuesen tan viles y bajos, que saliendo de su alta esfera, se abatiesen a buscar fuera de ella otros hombres tan ruines para capa y auxilio de sus ruindades. Porque, ¿cómo se podían cercenar ni defraudar, en tiempos de tanto apuro y penuria, las sumas libradas para objetos de legítima y urgente inversión, sin suponer gastos no hechos, precios no justos, sumas aumentadas, partidas ilegítimas, y otras supercherías, sin las cuales ni se podían figurar cuentas ni distraer cantidades algunas? Y cuando se pudiese, ¿cómo se verificaría, sino por medio de muchos confidentes y cómplices y participantes exteriores, puesto que la Junta Central no proveía inmediatamente a estos objetos ni libraba directamente por su secretaría, ni autorizaba a sus individuos ni comisiones para que lo hiciesen? Porque es menester confesarlo en honor suyo, que las órdenes de esta clase se comunicaban siempre al Ministro de Hacienda para su ejecución. Y aunque en la inmensidad de sus atenciones solía la Junta confiar a varios individuos, ya en particular, ya en sección, ya en Junta de Comisión, el examen de algunas materias y el desempeño de algunos trabajos, jamás puso fondos algunos a su disposición, ni los autorizó para librarlos directamente, ni hubo, que yo sepa, gasto alguno que no fuese comunicado por orden de la Junta al Ministerio, y pagado con órdenes de éste, y expedido por los medios establecidos en este ramo de Gobierno. Así que, para que se verificasen estos vergonzosos embudos, era preciso que el enjuague se fraguase entre los centrales y el ministro, pasase por los oficiales de la Secretaría de Hacienda, se extendiese a los proveedores, asentistas, comisionados y demás agentes del Gobierno, cundiese a las oficinas de cuenta y razón, y... Yo no puedo seguir por este oscuro y fangoso laberinto, cuyos ambages son para mí tan desconocidos. Diré solamente (y permítaseme esta humilde comparación) que tan difícil me parece que los centrales usurpasen por este medio sumas grandes ni pequeñas, sin que lo supiese todo el público, como que los legos de un convento se comiesen las raciones del refectorio sin que lo entendiesen todos los frailes.

12. Pero se nos dirá, o más bien se nos ha dicho ya: «Si tan pura fue vuestra conducta, ¿por qué después de haber alucinado a los pueblos para atraerlos a vuestra devoción con la solemnísima oferta de darles cuenta de vuestra administración y inversión de caudales, no cumplisteis tan recomendable palabra?». Duro es para mí volver a lidiar y a estrellarme con los ministros del Consejo reunido, a quienes toca en legítima propiedad esta misteriosa reconvención. Nuestros calumniadores, como más encarnizados y menos reflexivos, echaron en este punto por el atajo, y sin pararse en barras, pronunciaron redondamente que habíamos robado los fondos públicos; pero los consultantes, como hombres más avisados y de sangre más fría, nos arguyeron solamente de no haber dado cuenta de aquellos fondos, para que otros pudiesen inferir que los habíamos comido, sin necesidad de que ellos lo dijesen. Voy, pues, a responder a su reconvención, y aunque la respuesta no es difícil, por lo mismo que es muy importante, procuraré darla tal, que pueda tranquilizar al público, satisfacer al Consejo y servir de tapaboca a nuestros ruines calumniadores.

13. Por ahora la reduciré a dos breves cláusulas, que ampliaré después. Primera: «la Junta Central no pudo verificar la presentación de esta cuenta»; segunda: la cuenta que era de cargo de la Junta Central estaba pronta para cuando se pidiese.

Primera. La cuenta a que se refiere la reconvención es, sin duda, la del año de 1809, con inclusión de los tres últimos meses del anterior. Es, pues, claro, que no pudo formarse, examinarse y aprobarse hasta principios de enero de este año, y éste fue precisamente el tiempo en que la Junta Central acordó trasladarse a la Isla de León para preparar las Cortes, que tenía convocadas allí. Digan, pues, de buena fe los que saben la situación en que se halló los pocos días que allí estuvo, los graves cuidados que la rodearon, y los importantes objetos que allí acordó, si pudo volver su atención a la formación de esta cuenta.

14. Mas cuando pudiese, la cuenta en que debió pensar la Central no era la de 1809, sino otra que alcanzase hasta fin de febrero de este año; porque, habiendo señalado el 1 de marzo para la apertura de las Cortes, y debiendo exponer ante esta augusta asamblea, como tenía ofrecido, cuál había sido su conducta en el tiempo de su administración, es claro que su exposición debía abrazar la inversión de todos los fondos que estuvieron bajo su mano hasta aquel día. Si, pues, hubiese publicado en enero de este año la cuenta que fenecía en diciembre anterior, para presentar después a las Cortes otra de sólo los dos últimos meses, es también claro que esta duplicación hubiera parecido ridícula y acaso misteriosa. Luego, no habiendo tenido la dicha de depositar su autoridad en las Cortes ni de darles cuenta de su administración, como siempre pensó y deseó, mal, y no sin siniestra y dañada intención, se la pudo reconvenir de haber faltado a una promesa cuyo cumplimiento no estuvo en su mano.

15. Otra reflexión harto obvia hace conocer la extrañeza con que los centrales fueron reconvenidos sobre este punto; porque, si los consultantes tenían alguna duda acerca de la pureza de nuestra conducta, ¿no era más prudente y más justo que propusiesen al Consejo de Regencia la necesidad de formar y publicar esta cuenta para satisfacer con ella al público, que no aumentar los recelos del público, culpándonos de no haberla dado? Ellos sabían muy bien que para esto no era necesaria nuestra intervención, porque si bien éramos responsables de la buena o mala inversión de los fondos públicos, no éramos nosotros, sino la Tesorería General, quien debía formar la cuenta. Sabían también que esta cuenta debía estar próxima a arreglarse, puesto que el nuevo tesorero general se hallaba ya en ejercicio, y que éste, según nuestro sistema económico, debía abrir una nueva cuenta, así como el cesante darla de su época. Sabían que según los reglamentos y práctica de este sistema, la razón de entradas en y salidas de la Tesorería, no sólo constaba en esta oficina, sino que se presentaba semanalmente al ministro. Sabían que los documentos justificativos de su distribución se arreglaban y recogían a la entrada del año, y que cuando faltasen algunos, estando reducidas las relaciones del cargo y data a las dependencias de Sevilla y Cádiz, era fácil reunirlos cuando se pidiesen. Sabían, en fin, que de esta operación pendía, no sólo nuestra opinión y la del ministro, sino también la del tesorero general, pues que, apoyándose su solvencia en decretos de la Junta y órdenes del ministro, no podía alterarlos sin comprometer su propio honor y echar sobre sí la ajena responsabilidad. ¿A qué, pues, en vez de buscar esta luz y difundirla en el público para desengaño suyo y satisfacción nuestra; a qué, repito, inspirar al público dudas y sospechas contra nosotros con tan imprudente reconvención? Y cuando el dictamen de los fiscales de S. M., aunque tan desfavorable a nuestra conducta, les abría un camino tan justo y legal para examinarla, ¿a qué venían las dudas, con tan afectada prudencia ponderadas, para dejar expuesta nuestra fama al insulto de los calumniadores y a las ilusiones del vulgo, agitado por ellos?

16. Pero nos dirán todavía: Y tantos socorros dados por la generosidad inglesa, tantos donativos presentados sobre las aras de la patria por la lealtad española, tanta plata recogida de los templos y de los particulares, tantas contribuciones y arbitrios y empréstitos extraordinarios, y sobre todo, tan inmensos caudales venidos de América, ¿qué se hicieron? ¿Cómo han desaparecido?

17. Muy fácil era responder en una sola cláusula: «Entraron en tesorería y salieron de ella para defensa y conservación de la patria»; y esta respuesta, tan concisa como cierta, pudo y debió preverse por los fiscales y consultantes del Consejo, para no afectar dudas tan injuriosas a su buena fe como a nuestra probidad. Sin embargo, estas dudas son demasiado graves, para que yo no crea necesario disiparlas, ampliando aquella respuesta. Lo haré como Dios me ayudare, aunque aislado, sin haber intervenido en la Comisión de Hacienda, sin datos ni documentos a la mano, sin instrucción ni práctica en negocios de cuentas, y sin más luces o auxilios que los que puedo buscar en mi pobre memoria.

18. Conviene para esto hacer algunos supuestos, que no necesitan de prueba, porque se refieren a hechos notorios, o por lo menos bien conocidos de nuestros censores. Sea el primero que, aunque la Inglaterra socorrió con grandes sumas a nuestras provincias en los principios de nuestra santa insurrección, y aunque continuó después socorriéndonos generosamente con poderosos auxilios de tropas, armas, vestuarios, fornituras, municiones y otros varios artículos, es un hecho innegable que desde la institución de la Junta Central no socorrió al Gobierno con una sola esterlina en dinero. Antes bien, la Junta, por corresponder a tan generosa aliada, no sólo prestó, como era debido, muchos socorros a su ejército, si no que no tuvo reparo en acceder a la negociación que propuso a su nombre el caballero Cochrane, «de librar tres millones de pesos en América, pagaderos en letras sobre Londres»; negociación que nos resultó harto gravosa por la lentitud y pérdidas del reintegro, y que haría muy reprensible la buena fe con que se admitió, si no la disculpase la gratitud debida al generoso Gobierno «a cuyo nombre fue propuesta y aceptada».

19. Sea el segundo, que en cuanto a donativos, plata recogida, empréstitos y arbitrios extraordinarios, deben distinguirse también dos épocas, la del Gobierno de las Juntas Provinciales y la del Gobierno Central; y ya se ve que, dividido así el cargo, quedará muy menguado el de la última. Es además constante que la Junta Central no impuso contribución alguna extraordinaria hasta sus postreros días, y de consiguiente, que nada percibió por este título. Y lo es, en fin, que salvo los distritos de Sevilla y Cádiz, nada, que yo sepa, percibió tampoco de las contribuciones ordinarias y extraordinarias de las provincias. Es, pues, claro que el cargo de su cuenta debe quedar reducido a las contribuciones ordinarias de Sevilla y Cádiz, a los fondos recibidos de América y a los empréstitos de su época.

21. Todos los fondos recogidos por las Juntas Supremas en la suya fueron distribuidos por ellas y consagrados a la defensa de la patria en la primera y gloriosa campaña, sin que de sus sobrantes hubiese venido cosa alguna, que yo sepa, a la Tesorería General, si ya no es lo que algunas generosamente ofrecieron, sin exigir reintegro, para cubrir el empréstito pedido a las provincias. De los demás no se les pidió cuenta, ni lo permitieron las circunstancias, teniendo atención a que los habían administrado y distribuido con autoridad suprema e igual a la que la Junta Central ejercía, y a que no era justo dudar, ni de su probidad y celo, ni de la grandeza de los objetos a que tuvieron que proveer, ni de la necesidad en que se hallaron de gastar sin detenerse en los escrúpulos de la economía, en medio de tanta urgencia, turbación y variedad de atenciones, a trueque de cubrirlas cumplidamente.

22. Es verdad que el producto de los donativos, arbitrios y contribuciones ordinarias y extraordinarias de las provincias en la última época debió estar a disposición del Gobierno Central y acrecer el fondo de la Tesorería General; pero esto no se pudo verificar. Con el fin de reunir en aquella tesorería todos los fondos públicos, y de dar a su recaudación, administración y cuenta y razón la unidad, sin la cual no puede haber en su distribución ni orden ni economía, cuidó la Junta de establecerla, expidiendo la Real Orden de 13 de octubre de 1808 para que todas las tesorerías y oficinas de cuenta y razón abriesen nueva cuenta desde el 25 de setiembre anterior, y estableciesen su correspondencia con la tesorería mayor, adonde debían venir sus fondos. Esta Real Orden, comunicada al tesorero general, fue circulada a todas las provincias; mas, a pesar de ella, la administración de sus fondos continuó bajo la autoridad de las Juntas Provinciales, sin que en ella se diese intervención a la Tesorería General, ni los fondos se pusiesen a disposición del Gobierno. Lo mismo se mandó de nuevo por el Reglamento de 1 de enero del año pasado, y se repitió por la Real Orden de 29 de agosto, aunque con tan poco efecto. Del espíritu de independencia con que algunas juntas procedieron en esta materia, presenta un buen ejemplo la representación que la Junta de Valencia publicó en 15 de setiembre del año pasado, y a la cual contestó el tesorero general en su informe de 22 de octubre, que también anda impreso. Prescindiendo, pues, de esta discusión de autoridad, que no es del día, porque no se trata de los fondos que debieron estar, sino de los que estuvieron a disposición de los centrales, resulta siempre que no pertenecen al cargo de su cuenta los que fueron percibidos y distribuidos por las provinciales durante su Gobierno.

23. Hechos estos supuestos, deben tener presente mis lectores que el empréstito general pedido y repartido a las provincias en 1808, no pudo completarse, por la invasión de las que ocupó el enemigo al fin de aquel año, y que de los pedidos al Consulado de Cádiz y otros cuerpos, se reintegró y pagó todo cuanto las circunstancias permitieron. Ahora bien; si se considera que desde el 1 de enero hasta fin de setiembre del año pasado se habían pagado ya por las tesorerías que estaban a disposición del Gobierno trescientos ochenta y ocho millones y medio de reales, sólo para los objetos de la guerra, como demostró el tesorero general en su citado informe; si se agregan a esta suma los que se habrán librado desde el 1 de octubre hasta fin de enero de este año, para proveer a tantos y tan numerosos ejércitos como mantenía la patria, y si se añaden los fondos invertidos en la administración civil, y en el auxilio de tantos desvalidos como hizo la guerra, y de tantos empleados infelices como se refugiaron a la sombra del Gobierno, que tan benignamente los acogía y pagaba; de cualquiera manera que se calcularen los fondos venidos de América, el residuo de los empréstitos y el producto de las contribuciones ordinarias de Sevilla y Cádiz, fácilmente se adivinará que la cuenta que se formare (pues que de formarse tiene) de la época del Gobierno Central, lejos de cargar a este Gobierno con la infame nota que le quisieron imponer sus calumniadores, será la mejor apología de la pureza y rectitud de intención de sus miembros.

24. Y por ventura ¿pudieron formar de ellos otra opinión los que los observaron de cerca y quieran juzgarlos con imparcialidad?, ¿los que observaron el miramiento y respeto con que trataron los fondos públicos, restableciendo el buen orden y la economía en su administración, no dispensándolos por su mano, sino por las vías y medios establecidos en este orden, y no invirtiéndolos sino en los objetos recomendados por la justicia y la necesidad?, ¿los que observaron esta economía en la supresión de todos los gastos de lujo del antiguo Gobierno, y en la moderación con que establecieron el suyo, sin aparato ni ostentación alguna, y buscando su esplendor, no en el séquito, guardias, corte, oficiales y atuendo de que suele rodearse la representación de la soberanía, sino en la justicia y parsimonia de su Gobierno, que eran harto más dignos de la veneración y benevolencia de los pueblos?, ¿los que observaron esta misma parsimonia en la detenida dispensación de gracias y pensiones, y en el religioso desinterés con que se abstuvieron de acordarlas para sí ni sus familias?, ¿los que observaron el sencillo y modesto porte de su vida privada durante su mando, y la generosidad con que le abdicaron, sin reservarse sueldo ni recompensa alguna, ni otra esperanza que la de la gratitud de la nación, a quien tan lealmente habían servido? Y, en fin, ¿la formarán los que ahora mismo, y en medio de tanta difamación, ven por sus ojos la pobreza y desamparo a que los redujo esta misma generosidad? Conclúyase, pues, que si ha sido una necia y atroz calumnia el atribuirles el robo de los fondos públicos, ha sido también una insigne injusticia pervertir la pureza de su intención, atribuyendo la generosa oferta de dar cuenta de su conducta al ruin y anticipado propósito de «engañar a los pueblos», y esto sin otro fundamento que no haber cumplido una oferta que no les fue dado cumplir. Quisiera ahorrar esta amarga reconvención a los que tuvieron la temeridad de hacernos otra harto más injusta y amarga; pero: quis tam patiens ut teneat se?



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