Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


ArribaAbajo

De tal palo, tal astilla


José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la edición de Madrid, Imprenta de M. Tello, 1885, t. III y cotejada con las ediciones críticas de Eamonn Rogers (OO.CC., Santander, Tantín, 1991, t. IV, pp. 371-634) y Joaquín Casalduero (Madrid, Cátedra, 1979, 2ª ed.).]




ArribaAbajo

- I -

Pateta


Si no fuera por ese privilegio maravilloso y descomunal que se ha otorgado a los novelistas para describir lo más recóndito, leer lo que aún no está escrito, y hasta hablar de lo que no entiendes una jota, apuradillo me viera yo en este instante para describir el lugar de la escena con que doy comienzo a la presente historia. Tan oscura es la noche, tan deshecha la tempestad, tan profunda y angosta la hoz en cuyo esófago mismo hemos de penetrar para ver lo que allí pasa.

Cierto que, siguiendo los procedimientos de muy acreditadas escuelas, alguien en mi caso intentara un esfuerzo de inducción, aplicando ora el oído, ora las narices, ora las manos, allí donde los ojos son inútiles por la intensidad de las tinieblas; y anotando este rumor y aquel estruendo, cierto tufillo de sótano o de ortigas o de musgo, tal cual aroma de poleos y zarzamora, y haciendo con todo este acopio una discreta y erudita excursión por los campos de la geología, de la química orgánica, de la física experimental y hasta por la Ley de aprovechamiento de aguas, llegara a darnos, no ya las partes componentes del misterio, sino su panorama en realce, con su flora y su fauna correspondientes. Yo admiro tan ingeniosa sapiencia; pero sin rubor declaro que no la poseo, y que, por ende, no intento salir del apuro valiéndome de tales procedimientos. Lo mismo fuera meterme con los ojos cerrados entre el fragor de un terremoto.

Novelista, aunque indigno, al privilegio me agarro, y amparado con él, allá va en cuatro palabras la descripción del cuadro, como si viéndole estuviera a la luz del mediodía.

Presupuesto que el lector sabe lo que es una hoz, repítole que la de mi cuento es muy angosta, lo que es causa de que el río tenga poco espacio en que detenerse, y de que se estire y se retuerza en su afán de salir cuanto antes a terreno despejado. Álzanse los dos taludes de las montañas casi a pico; circunstancia que no les impide estar bien revestidos de césped y jarales, muy poblados de robles, alisos y abedules ¡y es de ver cómo estos árboles se agarran a las laderas para tenerse derechos, y alargan sus copas a porfía para recoger al paso los pocos rayos de sol que se atreven a colarse por aquella rendija!

El áspero graznido de la ronzuella; el grito lamentoso del cárabo solitario; el susurro de la brisa entre el follaje, y el sordo murmurar del río oculto en las asperezas de su cauce, son de ordinario los únicos ruidos de aquella soledad melancólica y bravía. Los caminantes que la atraviesan a lo largo, oyen el son de sus cantares repercutido en los repliegues de los taludes; y hasta un suspiro halla en ocasiones eco misterioso que le repita y le propague. Nada más tranquilo que aquella naturaleza lóbrega y meditabunda. ¡La calma de los volcanes!

Juzgue el lector si la comparación viene a pelo, acercándose conmigo a la embocadura de la barraca en la noche en que comienza este verídico relato.

El río, impetuoso y embravecido por la lluvia torrencial que cae hace dos horas, no cabe en su estrecho cauce, y muge impetuoso, y salta y se despeña, y se lleva por delante árboles y terrezos, con sus aguas desbordadas, que garras parecen con que trata de asirse a lo que encuentra al paso, asustado de su vertiginosa rapidez. En tanto, el huracán, oprimido entre los muros de tan estrecha y retorcida cárcel, silba y brama haciendo a ratos enmudecer al río; y troncos poderosos, y débiles arbustos, y rastreros matorrales se inclinan a su paso, dejando oír sobre sus copas desgreñadas, al herirlas el pedrisco, el estridente machaqueo de una lluvia de perdigones sobre láminas de acero. Por imposible se tuviera que sobre esos ruidos juntos llegara a descollar otro más fuerte; y, sin embargo, cosa de juego parecen cuando, muy de continuo, retumba el estallido del trueno y crece y se multiplica de cueva en cueva y de peñasco en peñasco. Entonces, al iluminar los relámpagos el temeroso paisaje, los robustos árboles adquieren formas monstruosas. Diríase, al verlos tocar el suelo con sus ramas, y enderezarse luego entre los cien caprichos de la sombra, que son gigantes empeñados en cruenta batalla, y que, en grupos desordenados y tumultuosos, riñen y se abofetean, se insultan y se enardecen con la tremenda voz de la tempestad deshecha.

A los habitantes de las tierras llanas les es muy difícil formarse una idea de estos furores que aparecen, estallan y se disipan en dos horas. Los mismos montañeses de los valles abiertos se dan escasa cuenta de la facilidad con que se desborda un río entre dos montañas de rápidas vertientes, y de cómo retumban allí los truenos, y brama el viento mismo que en sus praderas y cajigales pasa sin causar el menor estrago.

Quiero decir que no son peras de a libra en la Montaña espectáculos como el que voy describiendo, sobre todo en verano; y por ende, que no crea el lector que este modo de comenzar un libro implica la necesidad de que corresponda la magnitud de la escena a la grandiosidad del escenario. Y así es, en efecto. Todo lo que tengo que decirle, después de lo que he ponderado lo temeroso de la tempestad, es que mientras duró su mayor furia, a menos de la mitad de la hoz, en el angosto sendero que serpentea a algunas varas sobre el río, en la vertiente de la izquierda, dos hombres, uno de pie y otro a caballo, permanecían agazapados y al abrigo de un espeso matorral. Habían entrado en la hoz al estallar los primeros truenos; y como este camino puede recorrerse en media hora, andando sin tropiezo, pensaron salir a la otra parte antes de que se desencadenase la tempestad. Pero ésta traía más andar de lo que parecía. Comenzó a arreciar el viento; la lluvia les azotaba el rostro, y el sendero, no obstante la luz de un farolillo que llevaba el de a pie, iba haciéndose intransitable por momentos. Desde lo alto de los taludes y dondequiera que éstos formaban un pliegue, descendían rápidas y bramadoras cascadas, arrastrando con el agua tierras y pedruscos que interceptaban el camino cuando no se llevaban por delante el pedazo correspondiente. Con el fragor de la tormenta, no se dejaban oír del caballero las advertencias del hombre de a pie, más práctico que aquél en el camino que seguían, cada vez más resbaladizo y peligroso. Era urgentísimo aprovechar el tiempo, porque los riesgos de muerte iban creciendo por instantes. A falta de palabras, con señas expresivas excitaba el hombre del farol al caballero a que le siguiera a buen andar; en lo que no siempre era obedecido, porque la cabalgadura harto tenía que hacer con pisar en firme y defenderse de la cellisca, metiendo la cabeza entre los brazos. Así caminaron durante media hora, hasta que, habiendo llegado a un sitio en que una peña coronada de malezas formaba una media gruta, se arrimaron a ella entrambos caminantes. Estaban abrigados del viento, ya que no por completo de la lluvia.

Comenzó el espolique por poner en el suelo el farol, y el garrote que llevaba en la otra mano, arrimado a la peña. Después se quitó el chambergo; le volvió las alas al revés; le retorció entre sus manos para que soltara el agua que había empapado, y, por último, le golpeó contra las asperezas del peñasco. Con la chaqueta hizo otro tanto; y quizás hubiera sometido los pantalones al mismo procedimiento si el lodo con que estaban revocadas las perneras le hubiera dejado por dónde agarrarlas para desprenderse de ellos.

Mientras esto hacía el de a pie, el río seguía mugiendo, el viento rebramando, el agua cayendo, aunque no en tanta copia como antes, los truenos en todo su furor; y el caballero, sin apearse, envuelto en su capotón impermeable, que le cubría de pies a cabeza, inmóvil y negro como su cabalgadura, asemejábase a una estatua esculpida en carbón de piedra. En el relativo sosiego y bienestar que disfrutaba, tal vez se entretenía en meditar sobre lo que seguramente no se le había ocurrido mientras necesitó todas las potencias de su alma para salir del atolladero del mejor modo posible. Es casi seguro que jamás se había visto a sí propio tan diminuto y miserable. Sin contar el rayo, ni el viento furioso, ni el río desbordado, que podían pulverizarle, arrastrarle como a una pluma, o sorberle como a una sabandija, la menor cosa de las que había sobre su cabeza y tuviera el capricho de dejarse rodar montaña abajo, podía sepultarle en un segundo o hacerle una tortilla, sin que sus quejas ni sus esfuerzos valieran más que el débil pataleo de la hormiga con que no se preocupa la humana soberbia cuando las aplasta a centenares con el pie. Es seguro que no iban por este lado las meditaciones del espolique. Hombre más rudo que el otro y más avezado a tales aventuras, sólo se ocupaba de tiempo en tiempo en sacudirse el agua de encima, como perro de lanas al salir del río, y en estudiar en el cielo el curso de la tempestad. Cuando estallaba el trueno movía mucho los labios, señal de que rezaba, mirando de reojo a su acompañado, que parecía no conmoverse por nada. Toda conversación era imposible allí; la angostura de la hoz estaba llena de los ruidos de la naturaleza; aun andaban tan apretados y revueltos, que hasta las montañas temblaban y se estremecían, no pudiendo echarse más atrás. No quedaba el menor espacio para la débil vocecilla del hombre.

Así transcurrió cerca de una hora. Entonces cesó la lluvia por completo; el viento llegó a ser hasta tolerable; agotáronse las cascadas de las laderas por secarse la fuente que las producía, y los truenos se hicieron más raros, aunque no menos fuertes.

Observólo el espolique, y dijo, mirando al de a caballo:

-¿Andando?

-Cuando quieras -respondió éste, que no deseaba otra cosa.

Y los dos tomaron el sendero agua arriba, delante el espolique, y siguiéndole a muy corta distancia el caballero.

-¡Vaya una noche de perros! -dijo éste-. Y ¿no había mejor camino que el que traemos para ir adonde vamos?

-Por todas partes se va a Roma, como dijo el otro -respondió el espolique-: todo aquel está en ir por derecho o en arrodear medio mundo. Tocante a lo presente, entre el valle de usté y el mío no hay otro paso que el de esta hoz.

-¡Parece que el huracán nos estaba aguardando en ella!

-Era de esperar, señor, según la nube que había y lo caliente del aguacero cuando salimos de Perojales... Pero ya se va pasando, gracias a Dios.

-Me alegro por el miedo que llevas.

-¡Caráspitis!..., ¿miedo yo?... Respeto, podrá que sí, porque siempre se lo tengo a Dios, y mayormente cuando se enfada, como esta noche..., ¡pero miedo!...

-¿De manera que tú crees que todo el estrépito que nos envuelve es efecto de la cólera divina?

-¿Será usté capaz de no creerlo así?

-Por consiguiente, no estarás muy seguro de que, como pecador, no te parta un rayo...

-Como cada hijo de vecino, señor. Pero como para estos casos está en el cielo Santa Bárbara, la rezo una oración que yo sé, y hala que te vas..., porque, según dice un libro que yo leí cuando andaba en escuelas menores, «para la ira de Dios no hay castillo fuerte», y si el enfado es conmigo, el rayo me ha de partir, métame donde me meta.

-Entonces, ¿para qué Santa Bárbara?

-Hombre, porque nunca está demás.

-Me gusta esa conformidad.

-Pues mire usté, señor: que valga, que no valga, con ella me arreglo tan guapamente para andar por estos senderos y otros amejaos, de día y de noche, sin temor de cosa alguna... Y eso que dicen lenguas que si estos temporales los traen conjuros que se hacen a gentes con sus mases y sus menos de demoniura, y que si estos truenos y pedriscos son los mengues que ajuyen del hisopo del señor cura cuando lee los Evangelios...

-¿Todo eso dicen?

-Como usté lo oye... Pero yo, ni por esas... Mucho cuidado ahora, señor, que estamos en un mal paso: aquí mesmamente onde tengo el pie... Hay más de veinte varas a plomo hasta el río... Venga el ramal del freno... Poco a poco..., poco a poco... ¡Ajajá! ¡Ya estamos en seguro!... A bien que la caballería, aunque no es muy jampuda, es firme de pie..., pues, como iba diciendo, que vengan rayos y centellas; porque mientras yo me agarre a ésta... ¿La ve usté bien?

Y al hablar así el de a pie, vuelto hacia el de a caballo, le mostraba una cruz formada con el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda arrimaba el farol a ella.

-¿La ve usté bien? -insistió.

-Perfectamente, amigo -respondió el otro sonriéndose, como si penetrase la intención del espolique.

-Pues ahora -concluyó éste-, que vengan... ¡Santa Bárbara bendita!...

Hizo esta invocación el buen hombre tapándose los ojos con la mano, porque hubiera jurado que las llamas sulfúreas del averno brotaban de las aguas del río y por todas las hendeduras de las peñas, y que los montes se desplomaban sobre su cabeza. No se había oído en toda la noche trueno más horrísono, ni se había visto relámpago más deslumbrador, ni intervalo más breve entre uno y otro. Al choque de aquella tremenda descarga, rodó un peñasco hasta el río desde la cumbre del monte del otro lado. Hízoselo observar el caballero al de a pie, y le dijo en son de broma, aunque no sin emoción:

-Resueltamente no van con nosotros estos furores celestiales.

-¡Caráspitis, qué chanzas gasta usté en cosas tan serias!

-Pues mira, te declaro, con toda ingenuidad, que estoy deseando salir cuanto antes de estas peligrosas estrecheces.

-Vamos, eso quiere decir que algo se teme.

-Figúrate que en lugar de herir el rayo a ese peñasco que ha rodado enfrente, le da la gana de desgajar uno de los que hay sobre nosotros... y ayúdame a sentir.

-Eso hubiera jurado yo que sucedía, señor... ¡Válgame Santa Bárbara bendita, qué noche!... Le digo a usté que otra como ésta no vi jamás. Ni aunque se hubiera desatado en la hoz el mismo P...

Y tapóse la boca el hombre, sin pronunciar la palabra por entero. Sonrióse el de a caballo, y dijo:

-Pateta quisiste decir.

-No niego la verdad, señor.

-Y temiste que yo me ofendiera.

-Relative a ese caso... no sé qué decirle.

-Yo sé que me llamáis así.

-¡No es poco saber, que digamos!

-A no ser sordo...

-Pues vaya todo por el amor de Dios.

-¿Y cómo te llamas tú?

-Pusiéronme por nombre Judas, con perdón de usté; pero hablándole con franqueza, Macabeo me llaman las gentes, y por Macabeo respondo, porque no hay injuria en ello.

-Me parece bien. Pues tampoco yo me ofendo de que me llaméis Pateta: antes me hace gracia.

-¡Yo lo creo! -exclamó el espolique con tal acento de ingenuidad, que hizo saltar la carcajada al caballero.

Quedóse un instante perplejo Macabeo, y añadió:

-No veo esa risa muy al símilis de la cosa.

-Con franqueza, Macabeo, y como si te confesaras conmigo: a ti se te viene figurando desde que salimos de casa, y, sobre todo, desde que andamos por la hoz, que a la hora menos pensada me ves escapar monte arriba convertido en nubarrón de azufre.

Ignoro hasta qué punto sería acertada esta suposición del de a caballo; pero me consta que a escondidas de él hizo Macabeo la señal de la cruz, y se encomendó por lo bajo a Santa Bárbara. Después replicó:

-Eso es ya mucho suponer, señor.

-Pues mira, es una suposición que te honra más de lo que te figuras.

-No veo el ite de esa honra.

-Yo haré que le veas. Hay dos cosas, amigo Macabeo, en el trance en que nos hallamos, que me causan mucho asombro. Es la primera el que se me haya buscado para ir adonde vamos; y la segunda, que tú, con el juicio que tienes formado de mí, te hayas atrevido a llevarme el recado y acompañarme en noche tan infernal por sitios como éste. Pensando como tú piensas, ¿te parece que se necesita poco valor para hacer lo que estás haciendo?

-Yo no hago más que cumplir con mi deber, señor, y se estima la alabanza. Pero aunque usté no se equivocara en el pensar de mí como piensa..., y cuente que se equivoca en más de dos tercios, ya le tengo dicho que en agarrándome yo a ésta...

Y volvió el espolique a formar la cruz con los dedos y a mostrársela al de a caballo, iluminada por la mortecina luz del farol.

-No te canses, Macabeo -díjole el otro sonriendo-, no estornudo aunque me enseñes las cruces a puñados.

-Pues téngase firme -replicó Macabeo deteniéndose de pronto y casi arrastrando el farol por el camino-, que sin cruces ni conjuros puede usté irse por este derrumbadero abajo... ¡Pues dígole que se ha llevado el agua medio sendero!... ¡Y que no hay altura que digamos!... Por aquí mesmamente se esborregó el otro mes la jata de la mi vecina... Ni el cuero se aprovechó, que como criba se puso antes de llegar al río... Échese lo más que pueda hacia el ribazo... Así... Fortuna que hay farol, y el viento no alcanza aquí, que si no, no es el hijo de mi padre el que le deja pasar sin apearse.

-Pero, ¿cuándo se acaba este camino de cabras? -preguntó el caballero después de salvar el mal paso.

-Poco nos queda ya de él, señor. Salvo tropiezo, que no es de esperar, en diez minutos llegamos a la salida. Después tomamos a la derecha; luego la carreruca de un can, y aticuenta que estamos en casa.

-Nunca tan larga como esta noche me ha parecido la hoz.

-Es motivao a la nube, créalo usté, y a la espera que tuvimos detrás de la peña. Pero gracias a Dios, el trueno ya está lejos, el viento calmándose, y de agua, ni pizca.

-Ocasión de perlas, amigo Macabeo, para que me cuentes cómo se obró el milagro de que esas almas piadosas se acordaran de este pecador impenitente, que diez años hace no se trata más que con su sombra y su conciencia.

-¡Qué milagro ni qué caráspitis, hombre! -repuso Macabeo sin dejar el trotecillo que llevaba delante del jamelgo-. La cosa vino rodando por sí mesma. Es la pura verdá y no se ofenda: que de usté se digan haches o erres, como de cada hijo de vecino, o un poco más si a mano viene, no quita que al hombre de saber se le tenga en lo que vale. El caso apuraba, créale usté... El otro, aquí que naides nos oye, y esto no sea para ofenderle, a mi modo de ver no sabe andar más que en un carril... Allá tiene su aquel treinta años hace, y lo mesmo lo arrima al hígado que al bazo. Para mí, salvo mejor pensar, no sabe jota de los libros que andan hoy.

-¿Y quién os ha dicho que yo sepa más? -preguntó el encapuchado.

-Voces que han corrido desde que usté bajó a estas tierras.

-No será por los milagros que he hecho en ellas.

-Séase por lo que fuere -continuó Macabeo sin dejar de saltar de morrillo en morrillo, buscando lo menos blando y escurridizo de la senda-, la cosa es cierta, según personas que lo entienden; y digo que, en lo tocante al otro, hubo quien pensó como le estipulo, y como no faltó quien otorgara, díjose en postre y finiquito: «Hágase el milagro, y hágale el diablo». Entonces la señorita doña Águeda... Créalo usté, señor, veinte años tiene escasos, y más de cuarenta se le echaron de estudios, por lo mucho que sabe... Le aseguro a usté que es el remo de aquella casa... Digo que cogió la pluma; y llorando a lágrima viva, porque la infeliz tiene los cinco sentidos puestos en su madre, y lleva ocho días sin desnudarse, ras, ras, escribió la carta que yo entregué a usté en sus manos propias.

-Discreta era la tal carta, y bien sentida.

-¡Le digo a usté que lo hace de perlas, caráspitis! Pues la emperejiló en un santiamén... El miedo de la venturada era que usté dijera que nones.

-Pues mira tú si he sido afortunado la única vez que en diez años no lo he dicho. Ahora, sea usted bueno y caritativo. ¿Qué te parece a ti, Macabeo?

-¡Caráspitis, que no dice usté lo que siente! El mal te pese, que el bien nunca estorba a los ojos de Dios. Con más o menos recua, arrieros somos todos, que en el mundo nos encontramos, y el bien que aquí se nos cae de la mano, porque no nos hace falta, a lo mejor florece donde nos viene de perlas... Pues a lo que le iba y usté perdone. Escrita la carta, faltaba traérsela a usté. Los buenos andadores no abundan en el pueblo; la nube asomaba por la cumbre de los Milanos... ¡Mala señal!, el trueno no podía faltar; la noche había cerrado... Pero ¡qué caráspitis!, los hombres son para las ocasiones: soy de buen andar, conozco la hoz como si la hubiera parido; con un farol y un palo, lo mesmo es para mí el día que la noche y, por último, la caridá es caridá; y si está de Dios que me ha de matar un rayo, igual me ha de caer encima metido en casa que andando a la santimperie... Y ¡caráspitis!, vivos estamos a la presente, y con el recado a medio hacer.

-Cuando yo te decía, Macabeo, que eres todo un valiente...

-Hombre, tanto como valiente, no digamos: pero leal y agradecido al pan, ya es otra cosa.

-Por las trazas, ¿eres sirviente de esas señoras?

-Punto menos que si lo fuera. Mi padre y mi madre de su pan comían, porque sus tierras trabajaban; y yo, al amparo de ellos, no salía de aquella casa. Muriéronse los buenos de Dios, y la plaza de entrambos la ocupo yo solo.

-¿Qué familia tienes?

-Ni padre ni madre ni perruco que me ladre.

-Pero tendrás quien te ayude...

-Naide. Soy Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como.

-¿Viudo, acaso?

-¡Calle usté, señor!; soy mozo soltero.

-Vamos, no te hace gracia el matrimonio.

-Lo que es relative a eso, bien me gusta. ¡Caráspitis si me gusta!

-Entonces, ¿para cuándo lo dejas?

-¿Pues que edá me echa usté?

-A juzgar por las trazas, más de treinta y cinco.

-Cumplidos por febrero.

-¿De qué año?

-Del que corre, señor; pues ¿de qué otro?... Y sépase que en lo tocante a proporciones, así las he tenido, sin alabanza.

Y esto lo decía Macabeo apiñando los dedos de ambas manos, no sin riesgo de soltar el palo y el farol.

-No lo dudo -dice el caballero, a quien hacían suma gracia las genialidades del espolique-; basta con verte para presumirlo.

-Sólo que -continuó Macabeo- a quien le dan a escoger, le dan en qué entender... Pero creo que ahora va de veras.

-¡Hola, hola!

-Sí, señor, lo he pensado despacio, y ¡qué caráspitis!, sobre que ha de ser... Porque es pura verdá que la soltería da muy malos ratos..., ¡malos!

No obteniendo réplica Macabeo a estas palabras, por estar entretenido el caballero en bajarse la capucha del capote sobre la espalda, continuaron en silencio los dos caminantes un buen trecho. De pronto dijo el de a pie, que indudablemente era comunicativo y locuaz por temperamento:

-Hombre, y aunque sea mala pregunta, ¿qué es del señorito don Fernando? No le he visto un año hace.

-Le espero de un momento a otro -respondió el de a caballo, acomodándose mejor sobre la silla, pues, por las trazas, le iba molestando no poco la jornada.

-Córrese que es ya un medicazo como una loma.

-Dicen que no lo entiende del todo mal.

-Ya ve usté..., el que sale a los suyos...

-¡Adulador!... Y ¿de qué le conoces tú?

-Pues de verle por allá muy a menudo. En eso tiene mejor gusto que su padre. ¡Caráspitis!, aunque me diera usté todo lo que tiene, no me pasaba yo la vida, como usté se la pasa, metido en aquel palación, solo que solo, a más de media legua de toda persona humana.

-Amigo Macabeo, nada hay que estorbe tanto como la gente desde que se habitúa uno a la soledad.

-Podrá ser, porque usté lo asegura y al consonante obra; pero no alcanzo a entenderlo... ¡Ea!, ya estamos afuera. ¡Gracias a Dios!... Vea usté el río: Adentro queriéndose tragar al mundo mientras diluviaba, y aquí le cabe la hacienda en una escudilla... Ahora, por el llano de esta sierra; y a la bajada, Valdecines... Dios quiera que lleguemos a tiempo... ¡Buena señal! Vuélvase un poco a la izquierda, y verá asomar la luna entre nubarrones. Se acabó la ira de Dios por esta noche. ¡Caráspitis!, crea usté que si no fuera por el clavo que llevo en el corazón, echaba ahora mismo una relinchada que hacía saltar de la cama a todas las mozas del valle.

-¡Y todavía me negarás que tenías miedo en la hoz!

-¿Por lo del relincho al salir de ella? Ca, señor, esas ganas me entran a mí siempre que vuelvo a ver a mi pueblo, aunque haga dos horas que falto de él. Pequeñuco y escaso de borona es; pero el demonio me lleve si no me parece el mejor de la Montaña: ¡Qué campanas las suyas! ¿Pues en lo relative a mozas?... ¡Caráspitis!, ¡caráspitis!... Ya verá usté qué verbena de San Juan tenemos... Digo, si no se malogra con la pesadumbre que barrunto.

Mientras hablaba de esta suerte el excelente Macabeo, los dos caminantes atravesaban el llano de la sierra, dejando casi a la espalda la mole de la cordillera, por una de cuyas vértebras, partida por el río, acababan de salir. Los pesados nubarrones comenzaban a disgregarse, y dejaban al descubierto fajas de transparente azul, sobre el que titilaba la luz de algunas estrellas; aprovechábase la luna de las mismas ventanas para lanzar por ellas tal cual rayo mortecino; y aunque no muy distintos, se dibujaban en el brumoso horizonte los contornos de los montes lejanos. Hasta entonces, desde que entraron en la hoz, nuestros caminantes no habían visto otra porción del mundo que el pedazo de senda, mal alumbrado por el farol de Macabeo.

Andando, andando, atravesaron la sierra; y como el cielo se iba despejando por instantes, la luna alumbró de lleno el extenso paisaje que desde aquella altura se descubría. Como detalle de él, apareció Valdecines a la bajada de la sierra, con sus casitas diseminadas y medio ocultas entre huertos y arboledas.

-Allí es -dijo Macabeo señalando con el palo a la más grande de todas, y a la única en que se veía la luz por las ventanas.

-¡Ya era hora! -respondió el de a caballo.

Y ambos comenzaron a bajar el suave recuesto que los separaba del lugar.

Pisado habían apenas los morrillos de sus callejones, cuando un perro, habiéndolos olfateado, ladró como si le robaran las cerojas a su amo; otro respondió en el acto al grito de alarma con más recios ladridos; y otro, y otros, y otros cien, en otros tantos rincones del lugar, se unieron al vocerío; y armaron tal barahúnda y alboroto, que el señor de a caballo no las tuvo todas consigo.

-No hay cuidado -díjole Macabeo-. Son moros de paz y amigos que nos saludan. Esto sucede cada noche con cada mosca que se mueve en el pueblo.

-Si están amarrados, menos mal.

-Lo que están es muertos de hambre; y eso es lo que les quita el sueño.

-¿Y por qué están muertos de hambre?

-Porque no comen, señor.

-Ya lo supongo; pero, ¿por qué no comen?

-Porque no lo hay en casa.

-¿Cómo viven entonces?

-De lo poco que roban en la del vecino... Pues, señor, ya estamos acá... Ahora falta que el reventón aproveche. ¡Caráspitis! De pensar lo más malo, me tiemblan las choquezuelas.

Estaban ambos personajes delante de los portones de una ancha corralada o, hablando en puro montañés, delante de una portalada.

Llamó Macabeo con el palo, y abriéronla al punto por dentro.

-Santas y buenas -dijo Macabeo entrando en el corral, mientras el caballero hacía otro tanto sin apearse ni chistar.

Preguntó el primero si había ocurrido alguna novedad particular desde que él faltaba del pueblo; dijéronle que no, y corrió a tener el estribo al de a caballo, que se estaba apeando ya junto al grueso poste del ancho y primorosamente encachado portalón.

Abrióse al mismo tiempo la puerta del estragal, que es el vestíbulo de las casas montañesas, y salió a alumbrar al recién venido una mocetona bien aliñada. Despojóse entonces el caballero del capote y de las polainas, que Macabeo recogió por de pronto, y siguió a la moza escalera arriba. En el último descanso de ella le esperaba, con otra luz en la mano, un sujeto de no buena catadura. Era ya viejo, corto de talla, cargado de hombros y vestido de negro.

-Por aquí -dijo con voz desagradable al recién llegado, sin alzar la enorme cabeza, y poniendo la palma de la mano entre la luz y su cara medio compungida y medio soñolienta.

El forastero le siguió a lo largo de un pasadizo, después de quitarse de la cabeza el casquete con que la había traído cubierta para que no le molestara durante el viaje la capucha del impermeable.

Representaba el tantas veces mencionado personaje sesenta años; y era alto y fornido, y muy calvo, con la barba entrecana, pero fuerte y espesa; tenía el cutis moreno, la mirada sagaz y penetrante, las facciones regulares y bien delineadas, y la expresión general de su fisonomía era risueña, aunque a la manera volteriana.

Después de atravesar un espacioso salón, le introdujeron en un gabinete, a cuya puerta apareció un señor bastante entrado en edad, enjuto, con patilla casi blanca, corrida por debajo de la papada; un poco chato, tierno de ojos, largo de orejas, muy angosto de frente y recio de pelo. Hizo una exagerada reverencia al recién llegado, y le preguntó:

-¿Tengo el gusto de saludar al ilustre doctor Peñarrubia, gloria de la ciencia?...

-Soy, en efecto, el doctor Peñarrubia, y muy servidor de usted -respondió éste, con ánimo bien notorio de rechazar el sahumerio que el otro quería darle.

El de los ojos tiernos le tendió la diestra, diciendo:

-Lesmes Torunda, facultativo titular del pueblo.

-Muy señor mío -dijo el llamado Peñarrubia, estrechando la mano que se le tendía.

-¿Quiere usted -añadió don Lesmes- descansar un ratito, o hablar conmigo antes de...?

-Lo primero es lo primero -contestó el doctor-. Después me tomaré la libertad de pedir una cena y un lecho.

-A todo se proveerá, insigne doctor -replicó don Lesmes-, que encargado estoy de hacerlo así.

-Pues adelante entonces.

Y juntos atravesaron el gabinete. Alumbraba a éste la luz de una bujía con pantalla, a cuya sombra dormía una niña como de ocho o nueve años, apoyando la cabeza en sus brazos entrelazados, y éstos en lo alto del respaldo de la misma silla en que estaba sentada. Cogió don Lesmes la bujía, después de quitada la pantalla, y entró en la alcoba seguido de nuestro personaje, de quien ya sabemos que se apellidaba Peñarrubia, y tenía por mote Pateta; y habrá presumido el lector, por torpe que sea, que era médico y que como tal era llamado a aquella casa.

Pero de este asunto y de otros con él muy enlazados, hablaremos en el capítulo siguiente.




ArribaAbajo

- II -

La comisión del doctor


El cuadro que alumbró la luz que introdujo en la alcoba don Lesmes era poco risueño. He aquí sus figuras y principales accesorios: un lecho revuelto, y en él un cuerpo humano devorado por la fiebre. El cuerpo era de mujer, y de mujer de hermosas facciones, aunque a la sazón alteradas por el fuego de la calentura. Tenía la cabeza en escorzo, con la boca en lo más alto de él; y el óvalo gracioso de la cara recortábase en un fondo de enmarañadas guedejas de cabellos grises, desparramados sobre la almohada. Jadeaba la enferma; y las ropas del lecho alzábanse y descendían al agitado compás de una respiración fatigosa y sibilante, como si al llegar el aire a los resecos labios atravesara mallas de alambre caldeado.

Sentada junto a la cabecera de la cama estaba una joven de cabellos rubios y cutis blanquísimo, con los brazos cruzados bajo el pecho de gallardo perfil, y con los azules, rasgados ojos, velados por las lágrimas, fijos en el rostro de la enferma, y atenta a los menores movimientos de su cuerpo.

Al alcance de su mano había una mesa con jaropes de botica, que desde lejos se daban a conocer por lo subido de sus olores; y entre los jaropes, un reloj de bolsillo con la tapa abierta. Sobre la cabecera de la cama, colgado en la pared, un crucifijo de marfil; y debajo, una benditera y un ramito de laurel sujeto al lazo de seda que la sostenía.

Al aparecer en la alcoba el doctor, se levantó la joven y quiso decirle algo, tal vez como expresión de su agradecimiento; pero el llanto apagó su voz. Comprendióla el médico, al mismo tiempo que don Lesmes se la presentaba como hija de la enferma y autora de la carta que él había recibido, y no le faltaron en aquel momento oportunas frases de las muchas que aún conservaba en su repertorio de médico viejo de la corte y hombre de buena sociedad.

Diose comienzo a la inspección facultativa, que fue detenida y minuciosa. El doctor mostró durante ella el certero desembarazo que da una larga y gloriosa práctica. Se hallaba junto a aquel lecho, que era casi un ataúd, como los buenos generales en los trances apurados de una batalla perdida: explorando, con perfecto conocimiento del terreno, los únicos puntos vulnerables del enemigo. Águeda y don Lesmes, por no poder hacerlo la enferma, respondían a sus preguntas. No cansaré al pío lector con el relato minucioso de estas investigaciones facultativas, porque ni son del caso, ni yo entiendo jota de ellas. Pero he de citar un detalle, por lo que de él corresponde a la figura de don Lesmes.

El doctor había puesto bajo el brazo de la enferma, en contacto inmediato con la piel, un primoroso tubo de cristal graduado. Don Lesmes, como si no supiera qué iba a pasar allí, miraba de reojo la operación y el tubo.

Cuando el doctor retiró el termómetro y hubo consultado la altura del mercurio:

-Vea usted -dijo a don Lesmes poniéndole el aparato delante de la cara.

-Ya, ya..., ya veo -respondió don Lesmes sin saber qué mirar en aquello que le parecía un alfiletero grande.

-¡Cuarenta y uno! -añadió el doctor en voz baja.

-Justos y cabales -repuso el otro por responder algo, pues como no sabía de qué se trataba, lo mismo eran para él cuarenta y uno que cuarenta mil.

Después examinó el doctor los jaropes que había sobre la mesa, arrimando la nariz a todos ellos.

-Sin perjuicio -dijo a don Lesmes, sacando al mismo tiempo un lapicero y un papel de su cartera- de lo que luego acordemos los dos, conviene que inmediatamente se traiga el medicamento que voy a disponer.

Y escribió una fórmula en que entraba el almizcle como base.

Águeda recogió el papel escrito; pero no se atrevió a preguntar al médico una palabra acerca del estado de su madre. ¡Demasiado decían a su corazón la reserva del uno y la creciente postración de la otra!

-Cuando usted guste -dijo Peñarrubia a don Lesmes.

-Estoy a sus órdenes, ilustre doctor -respondió don Lesmes haciendo una reverencia.

Salieron de la alcoba. La niña seguía durmiendo profundamente; don Lesmes colocó la bujía en la mesa de donde la había tomado, y volvió a cubrir la luz con la pantalla. Entonces se fijó en un nuevo personaje que había en escena: el cura.

Junto a la puerta que daba a la sala, y con otra luz en la mano, estaba ya esperando a los médicos el hombre vestido de negro.

-Tengan ustedes la bondad de seguirme -les dijo.

Y, siguiéndole, volvieron a atravesar la sala y entraron en un gabinete frontero al que acababan de dejar. El hombre gordo y vestido de negro puso la luz sobre una mesa con tapete y recado de escribir, arrimó a ella dos sillones, uno enfrente de otro, y dijo con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre la oronda barriga:

-¿Tienen ustedes algo que ordenarme?

-Que nos deje usted solos -contestó Peñarrubia, sin poder disimular lo antipático que le era aquel personaje.

Entre tanto, don Lesmes no cabía en su vestido. La idea de que iba a verse mano a mano con una de las celebridades médicas de la época le espantaba; pero al propio tiempo, considerando que nadie podía robarle la gloria de haberse hallado en consulta con autoridad de tanta resonancia, el alma se le mecía en un golfo de vanidad. Y así le entraban unos trasudores y unos hormigueos, que no le dejaban sosegar.

Conoció el doctor algo de lo que le pasaba, y le brindó a que se sentara el primero. No lo consintió don Lesmes. Hízole el otro con suelto desenfado, y habló de esta suerte, mientras don Lesmes buscaba en su sillón una postura que, sin dejar de ser majestuosa y solemne, fuera elegante y descuidada:

-Sería conveniente que me diera usted algunas noticias de la enferma.

-Como si la hubiera parido, señor doctor -se apresuró a replicar don Lesmes. Acomodóse de nuevo en el sillón, carraspeando mucho, y habló así-: Yo soy de Vitigudino, a once leguas de Salamanca, aunque le parezca mentira...

-¡Hombre!... ¡De ningún modo! -le interrumpió el doctor alegremente.

-Dígolo -rectificó don Lesmes-, porque me ve tan lejos de mi patria. Siendo de Vitigudino tomé el título el año veintisiete, el veintiocho casé con una joven, parienta inmediata de los Vengazones de Cantalejo, a quienes acaso usted haya oído nombrar... porque son gente de viso... El treinta me hallaba desacomodado y con ánimo de revalidarme, para lo cual hice algunos estudios privados...

-¡Cómo que revalidarse! -preguntó el doctor entre impaciente y curioso de oír a aquel notable personaje-. ¿No tomó usted el título el año veintisiete?

-Mucho que sí; pero yo aspiraba a licenciarme en medicina.

-Vamos, ya caigo. Es usted cirujano a secas.

-Esa es la palabra, señor doctor... salvo siempre los estudios privados de que he tenido el honor de hablarle... Pues como iba diciendo, el año treinta me hallaba desocupado; vacó este partido, según pude ver en los anuncios; le pretendí y me le dieron. Desde entonces vengo asistiendo a este vecindario, señor doctor... Digo, ¿conoceré yo la naturaleza de estas gentes? Que entré en esta casa como en la mía propia, de por sí se entiende. ¡Y qué casa, señor doctor! ¡Qué casa! ¡Sepa usted que aquí se apalean los ochentines!

-No lo dudo, señor don Lesmes; pero yo quisiera que habláramos un poquito de la enferma.

-Pues a ello voy caminando, señor de Peñarrubia si usted tiene la bondad de oírme dos palabras más. A esa señora que acaba usted de ver en la cama, la conocí yo así de pequeñita: era la única hija que le quedaba a un riquísimo mayorazgo de este pueblo, con fincas en media España, a quien usted estará cansado de oír nombrar... ¡Pues ahí son poco sonados los Rubárcenas de Valdecines! Era hombre de saber y muy dado a viajar por el mundo; porque, como he dicho, le sobraba el dinero. En uno de estos viajes, recién llegado yo, llevó consigo a su hija y la puso en un colegio de Francia, en que dicen que había hasta hijas de reyes. La niña Marta era lista como la pimienta, y por su aire y su corte parecía que estaba pidiendo aquellos pulimentos de enseñanza. Por cansar menos, diré que cuando al cabo de los años volvió a la tierra, era un sol de buena moza y hablaba lenguas como agua; en lo tocante a pluma y estudios gramaticales, geografía y otros puntos de saber, ¿quién era el guapo que se le ponía delante? Nada le digo a usted de las obras de mano. Eran las suyas moldes de finura y maravillas.

Que con estas cláusulas tuvo los pretendientes a rebaños, por entendido se calla; pero no era mujer dada a los extremos, y ya tenía veinticinco años cuando se decidió por un caballero, rico también y buen mozo si los había. Este tal caballero, don Dámaso Quincevillas, era de Treshigares, pueblo de lo último de la Montaña, donde empieza a nevar en septiembre y no lo deja hasta San Juan.

Un año después de casada doña Marta, murió su padre de una apoplejía; y como don Dámaso, al casarse, ya era huérfano, cátese usted que el matrimonio reunió un mar de riquezas en fincas y sonante.

De este matrimonio nació primeramente Águeda, que es la joven que usted ha visto a la cabecera de la cama... El vivo retrato de su madre, señor doctor, en lo despierta, y un ángel de Dios en la figura y en los sentimientos. En hora conveniente tratóse de dar a la niña educación al consonante de sus talentos y posibles; pero doña Marta, que estaba entusiasmada con aquella criatura, opinó que el mejor colegio para una niña es una buena madre; y cátala cogiendo, como quien dice, con una mano, cuanto había aprendido en Francia con maestros y en su casa con la experiencia de los años, y pasándolo a su hija, que lo recibe sin perder miga, ni más ni menos que si para ella lo hubiera estudiado quien lo enseñaba.

Vino después al mundo otra niña, que es la que dormía en el gabinete cerca de la luz que yo cogí; y doña Marta comenzó a educarla lo mismo que Águeda... Y aquí empieza a nublarse la buena estrella. Un día me llamaron muy deprisa. Don Dámaso estaba muy malo. Con el afán en que le traía el cercado de esa gran posesión que rodea la casa, obra que había emprendido al asomar el verano, cogió una insolación; no la hizo caso; otro día se mojó los pies; resultóle un ataque cerebral... y se murió. En aquella hora puede decirse que murió también la mitad de su señora, que adoraba en él. Hasta entonces había sido alegre y risueña como unas pascuas, y fuerte como una encina; desde entonces se hizo triste y cavilosa y quebradiza de salud. Fuese dejando poco a poco de las cosas del mundo, ¡y allí fue de ver a su hija cómo se puso al frente de todo, y llenó, hasta con sobras, los huecos de su padre muerto, y de su madre casi, casi! Encargóse, por de pronto, de la educación de su hermana; y ahí la tiene usted, a los nueve años de edad, sabiendo poco menos que su maestra. ¡Pasma, señor de Peñarrubia, el don de esa muchacha para hacer milagros de gobierno y enseñanza! ¡No se explica uno cómo en una personita de mujer, tan rubia, tan tiernecita y adamada, caben tanto saber y tanto juicio!

-¿De manera -dijo el doctor, a quien iban interesando estos pormenores- que toda esta familia queda reducida a la señora enferma y sus dos hijas?

-Queda también -repuso don Lesmes- un hermano del difunto don Dámaso, que no ha estado aquí más que el día de la boda y el del entierro de éste. Se llama don Plácido, y no sale jamás de Treshigares, gastando su patrimonio en la manía de sacar gallinas de muchos colores.

-Pues entonces, ¿quién es ese personaje lúgubre y taciturno que nos alumbra a cada paso que damos?

-Ése -dijo aquí don Lesmes bajando la voz y frunciendo los ojos maliciosamente- es don Sotero Barredera, mayordomo de la señora, por de pronto.

-¿Por de pronto?... Pues, ¿qué otra cosa es?

-Oiga usted, y perdone. Don Sotero fue procurador; y llegó aquí, su pueblo natal, hace algunos años, con un gaznápiro a quien llama sobrino, y otros tienen por hijo legítimo. Según lenguas, don Sotero se retiró a comerse lo ganado honradamente; y según otras, porque fueron tales y tan gordas sus demasías ejerciendo el cargo, que le fue imposible la residencia en la capital del partido. Créese que es usurero, porque alguno que le ha necesitado dejó entre sus uñas hasta la camisa. La verdad es, señor doctor, que las trazas no le abonan por rumboso ni caritativo. Tomándole por sus obras que se ven, santo debe de ser; porque, desde que apareció en el pueblo, no sale de la iglesia si no es para entrar aquí.

-¿No me ha dicho usted que doña Marta tenía mucho talento?

-Y lo repito.

-¿Cómo se explica entonces la confianza que ha puesto en ese hombre?

-Porque doña Marta, que siempre fue piadosa, desde que murió su marido llevó la devoción a lo más extremo; y, a mi modo de ver, la claridad de su entendimiento se enturbió bastante en lo relativo a cosas que con su manía se acomodaban. Hízose don Sotero presente en horas oportunas; y como doña Marta le veía confesar cada ocho días y, en su fe y su bondad no podía creer que hubiera hombre nacido de entraña tan perra que fuera capaz de valerse de la Hostia consagrada para engañar al mundo, siendo además listo y advertido el hombre... fue entrando, entrando; y ahí le tiene usted.

-Corriente; pero hasta aquí, no se ve sino al mayordomo: ¿y lo demás?

-Lo demás, señor de Peñarrubia, lo iremos viendo poco a poco. Por de pronto, dícese que el testamento de la señora...

-¿Luego ha testado ya?

-¡A buena parte va usted! Anteayer, apenas vio que la calentura apretaba, confesó y comulgó como una santa. Desde entonces, y por orden suya, puede decirse que no sale el cura de esta casa. En cuanto despachó el negocio del alma, llamó al escribano. Anduvo traficando en la operación don Sotero... y se dice si quedaron las cosas muy amarradas a su mano. Será o no sera; pero bien puede ser; y si fuese, lo sentiría por Águeda, que no le puede ver ni en pintura.

Calló aquí don Lesmes, y no dijo una palabra el doctor.

-¿Le parece a usted, compañero -manifestó éste al poco rato-, que tratemos exclusivamente de la enfermedad de doña Marta?

Don Lesmes se sintió crecer hasta las nubes al oírse llamar «compañero» por tales labios; pero le volvieron los trasudores al considerar que era llegado el trance negro. Hizo una solemnísima reverencia y respondió:

-Los antecedentes que he tenido el honor de manifestar a usted, llevaban por objeto poner a su ilustrado criterio en condiciones de apreciar debidamente las circunstancias patológicas de la señora; circunstancias que pudiéramos llamar «de naturaleza» en ella. Ocho días hace, y estamos ya sobre el punto, me dijo doña Marta que su ordinario padecimiento se había agravado; el cual padecimiento era una dispepsia de carácter nervioso, como usted habrá comprendido por los antecedentes expuestos y el estado de la enferma.

Sonrióse el doctor, y continuó don Lesmes:

-Efectivamente: la enfermedad no había cambiado de naturaleza, aunque sí de intensidad: apetito nulo, pulso discreto, sed ardiente y mucha pesadez de cabeza.

-¿Y cree usted que ese cuadro de síntomas acusaba el padecimiento ordinario?

-De fe, señor doctor, de fe. Dispuse inmediatamente la medicación: bebida a pasto.

-¿Qué bebida?

-Zaragatona: infusión reconcentrada, según mi fórmula número dos. Como era de esperar, cedió bastante la sed; pero quedaba en todo su auge la pesadez de cabeza y, por consiguiente, la calentura no bajaba. La indicación era clara: fórmula número cuatro, en paños a las sienes y cataplasmas saturadas a la parte media posterior.

-¿Saturadas de qué?

-De zaragatona, señor doctor. Observé entonces que si bien el estado cerebral no mejoraba, el pulso se iba endureciendo, y la enferma comenzaba a encontrarse muy inquieta en la cama a consecuencia de un dolorcillo que se le presentó, pasante de pecho a espalda... Lo que tenía que suceder, aquel cuerpo no funcionaba en debida forma, y el flato dijo «aquí estoy»; pero yo, que conozco bien su táctica, le había tomado la delantera y le salí al encuentro con toda la artillería de mis reservas, o séase el clister alternativo.

-No comprendo.

-Enemas de mucílago, alternadas.

-Por supuesto de...

-De zaragatona, señor doctor.

-¿Y con qué las alternaba usted?

-Con la poción... Y ya usted comprenderá que mi intento era coger al enemigo entre dos fuegos.

-O entre dos aguas, que para el caso es lo mismo.

-Exactamente; o como llaman mis enfermos a este procedimiento: una de cal y otra de arena. ¡Ja, ja!...

Antójaseme que aquí se hubiera hecho el doctor unas cuantas cruces con los dedos, si hubiera podido acordarse de cómo se hacían: su expresión de asombro las estaba pidiendo como detalle necesario.

-Ya veo -dijo cuando don Lesmes acabó de reírse que es usted hombre de sistema.

-Dieciséis años de experiencias asombrosas, señor de Peñarrubia -exclamó don Lesmes irguiéndose conmovido-, y otros tantos de desvelos estudiando las virtudes de esa planta maravillosa, puedo ofrecer en abono de él al protomedicato español. Así levanta lo que tengo escrito sobre la materia... Pero -añadió trocando su exaltación en abatimiento- un pobre cirujano de aldea, ya ve usted... ni influjos de arriba, ni apoyos acá; ocho de familia; pocos recursos... ¡Ah! ¡Si yo hubiera tenido la dicha de conocerle a usted cuando me hallaba en la flor de mis entusiasmos por el bien de la humanidad!...

-Señor don Lesmes -le interrumpió el doctor-, volvamos al asunto principal, que el tiempo apremia; y dígame qué resultado obtuvo usted con lo que llama su artillería.

-A eso voy, señor de Peñarrubia -continuó don Lesmes, pasándose por los ojos un pañuelo de yerbas-. El resultado es precisamente el que yo no pude apreciar; porque habiéndosele presentado a la enferma una tosecilla con esputos sanguinolentos, y creciendo la calentura hasta el punto que usted ha visto, Águeda se alarmó; tiró al corral todos los preparados de mi específico, y tuve que recetar medicamentos mas enérgicos, según la vulgar creencia. Quiso al mismo tiempo una consulta; propúsele varios facultativos, y para cada uno tuvo su tacha correspondiente. Como desde el primer instante puso el pensamiento en usted, todo le parecía poco. ¡Ya lo creo! Pero ella erre que erre, viendo cómo su madre se iba postrando, aventuróse, y felizmente le salió bien el intento. Verdad es que no hay modo de resistir el don de Dios que tiene esa criatura. Lo demás ya lo sabe usted. Sobre la mesa ha visto los medicamentos heroicos que dispuse al abandonar mi sistema, que para maldita de Dios la cosa han servido, si no es para infestar la casa. Conque, usted dirá.

-Pues digo, señor don Lesmes, respetando siempre su autorizado dictamen: primero, que la enferma tiene una pleuroneumonía agudísima; y segundo, que sin uno de esos cambios súbitos, inesperados e inexplicables de la naturaleza, que ustedes llaman milagros, la enferma se muere.

-¿Cómo que se muere? -exclamó don Lesmes asombrado.

-Antes de dos horas.

El pobre cirujano, que quería mucho a doña Marta, se llevó las manos a la cabeza, diciendo al mismo tiempo con voz plañidera:

-¡Y yo que he estado entreteniéndole a usted con relatos del otro mundo!

-No le remuerda por eso la conciencia, señor don Lesmes -díjole el doctor con afabilidad-; lo único que podía disponerse, lo dispuse en la alcoba de la enferma. Aquí me ha dicho usted que lo relativo a su última voluntad está ya hecho. Ni un solo minuto ha perdido la ciencia desde que yo he llegado a esta casa.

Al decir esto el doctor, se oyeron en la sala pasos acelerados y sollozos comprimidos; se abrió la puerta del gabinete, y Águeda se lanzó dentro.

-¡Mi madre se muere -exclamó con un acento que sólo cabe en un alma acongojada por el mayor de los dolores.

El doctor y don Lesmes se levantaron precipitadamente y acudieron a la alcoba, no antes que Águeda.

El cura se vestía, acelerado, la sobrepelliz, y don Sotero le ayudaba; la niña, a quien despertaron los lamentos de Águeda y el ir y venir de las gentes, estaba aterrada y como presa de una espantosa pesadilla. Por consejo del doctor la sacó de allí don Lesmes. Las sirvientes de la casa iban llegando de puntillas y se apiñaban en la penumbra del gabinete, contemplando con asombrados ojos la triste escena que alumbraban las luces de la alcoba.

El doctor pulsó a la enferma, la levantó los párpados inertes, hizo, en fin, cuanto es de rúbrica en casos tales, y se retiró lentamente como diciendo: «Esta vida se acaba». Entendióle así el cura, y se dispuso a administrar a la moribunda el último sacramento con que la Iglesia ampara a los que expiran en su fe. Águeda cayó de hinojos ante el Crucifijo.

La cara de doña Marta se iba desfigurando por instantes. Lo rojo se trocaba en amarillo térreo y polvoriento; la nariz se afilaba; los ojos se hundían en sus cuencas, circuidas de una sombra plomiza; dibujábanse bajo la piel descarnada los pómulos y las mandíbulas, las ansias del pecho crecían, y el aire sonaba en él como si se agitara en la rugosa cavidad de un odre reseco.

Terminada la imponente ceremonia, el cura tomó otro libro que a prevención traía, y comenzó a leer con voz vibrante y solemne las oraciones para la recomendación del alma: acto más conmovedor aún e imponente que el anterior. Entre éste y el sepulcro, aunque cercano, cabe una esperanza de vida para el ungido; el otro tiene lugar sobre la fosa abierta, cuando el alma, desprendiéndose de su cárcel de barro, toca ya al pie de las gradas del Tribunal cuya justicia no se tuerce y cuyos fallos se cumplen por los siglos de los siglos.

A las palabras del sacerdote contestaban sollozos mal reprimidos. Águeda, decidida a recoger en su corazón el último suspiro de su madre, oraba reclinando su cabeza en el borde de la cama; don Sotero, hundiendo la cara entre las solapas del chaquetón, respondía en latín al cura.

Excuso decir que el doctor no se hallaba presente rato hacía.

Transcurrió otro no muy largo, y el cura leyó:

-¡Requiem aeternam dona ei, Domine!

El estertor de la moribunda cesó por unos instantes, luego se oyó un quejido profundo y angustioso, como la explosión de un gran esfuerzo.

-¡Requiescat in pace! -dijo el cura.

Al mismo tiempo lanzó Águeda un grito desgarrador, y se abrazó al cadáver de su madre. Los sollozos, hasta entonces comprimidos, trocáronse en llanto ruidoso: moviéronse en desconcertado tropel las figuras vivas del triste cuadro alrededor del fúnebre lecho... y yo dejo aquí los pinceles, lector, declarando, en alivio de mi conciencia, que ni uno solo de los tristes pormenores apuntados en este capítulo son de rigurosa necesidad en la presente historia. ¡Mira tú si hemos perdido el tiempo!




ArribaAbajo

- III -

El sobrino de su tío


Macabeo pasó la noche como un perro fiel a la vera de su amo. Ni siquiera se acercó a la lumbre para secar su ropa, ni se acordó de que no había cenado, ni el cansancio de la pasada caminata le pidió su medicina de sueño. La agonía de la señora, el dolor de sus hijas y el intento de servir de algo en aquellas tan largas horas de desconsuelo le absorbían la atención, y lloró como chiquillo cuando los lamentos de las huérfanas y de los criados hicieron saber que el temido infortunio se había consumado. Después hincó sus rodillas en el duro suelo, y oró por el alma que estaba ya en presencia de Dios.

Calentaban los rayos del sol cuando el doctor bajó al portal con las polainas ceñidas y las espuelas calzadas; y ya Macabeo le aguardaba con el garrote en la mano, el caballo ensillado y el capote sobre el arzón. Con el desvelo y las lágrimas vertidas, tenía el pobre hombre los ojos como puños.

El doctor le miró con interés; y conociendo por las señas lo mucho que había padecido y lo poco que había descansado, diole unas palmaditas en el hombro, y le dijo entre grave y chancero:

-Lo dicho, Macabeo: no sabes tú mismo lo que vales.

-¡Ni me lo miente, señor! -respondió Macabeo-; que cuando anoche andábamos en esas y otras tales, la señora estaba, aunque mal, entre los vivos; ¡mientras que a la presente!... Conque ¡arriba con el cuerpo, antes que el calor apriete!

Dijo esto asiendo con una mano el bocado del jamelgo, y con la otra el estribo del mismo lado, para que montara el doctor, y hasta creo que para que no le viera éste hacer pucheros.

Montó el doctor; y al ver que Macabeo se disponía a acompañarle, prohibióselo terminantemente:

-No lo consiento, amigo -le dijo- Ni te necesito, ni aunque te necesitara lo consentiría.

-Tengo orden de acompañar a usté -insistió Macabeo.

-Y yo dispongo -replicó el otro- que descanses de las fatigas de esta noche. Conque lo dicho, y daca la mano.

-¿Para qué, señor?

-Para que la estreche la mía... Veamos, hombre; y cuenta que no lo hago con todo el mundo.

Como Macabeo vacilase, añadió el doctor sonriendo:

-Te aseguro que no quema, ni huele a azufre.

Atrevióse Macabeo, y dijo, mientras cruzaba su mano callosa y morena con la fina y blanca del doctor:

-¡No iba yo tan allá con el recelo, caráspitis!, sino que bien sabe Dios que más certera la hubiera querido yo anoche.

-También yo, buen Macabeo; pero el trance era apurado, y yo llegué tarde. Ahora ábreme la portalada, y hasta la vista.

-¡No quiera Dios que con igual motivo sea! -murmuró Macabeo, dirigiéndose a complacer al doctor.

Salió después a la calle para indicar a éste la dirección que debía seguir para llegar sin extravío al camino de la sierra.

Apenas el doctor se perdió de vista, después de doblar el ángulo de una callejuela entoldada de bardales, apareció en ella un muchacho alto y desgarbado, con los labios muy gruesos, las cejas espesas y corridas, la tez morena, los pies anchos, planos y en escuadra, las piernas largas y desmadejadas y cargado de hombros. Vestía traje de buen género, no mal hecho, pero muy mal colocado. Por el garrote que llevaba en la mano, lo sucio de sus zapatos, lo reluciente del rostro y el andar inseguro y despeado, se conocía que traía hecha larga jornada.

Reparó en él Macabeo, y exclamó, dando un garrotazo en los morrillos de la calleja:

-Esto sólo me faltaba hoy, ¡caráspitis!... ¡Si lo digo yo!, cuando el año está de piojos, no hay que mudar la camisa.

-¡Hola Macabeo! -gritó al mismo tiempo el caminante, blandiendo el palo sobre la cabeza-. Acá estamos todos, y ¡viva Valdecines! ¡Dios!

-¡Mal rayo te parta, animal de bellota! -murmuró Macabeo; y luego dijo en alta voz-. El demonio me lleve si me acordaba más de ti que de la hora en que me han de enterrar.

-Se estima el aprecio, hombre -respondió el otro, ya junto a Macabeo, con su voz encerruna.

-Pues mira. Bastián: naide te espera en el pueblo.

-Lo sé; pero yo he venido porque quería venir, ¡Dios!, y el que no me vea de buen ojo, que le cierre.

-¿Dónde has pasado la noche?

-En Perojales, tan guapamente. Caía la tarde cuando llegué; amenazaba el trueno y díjeme: «no paso la hoz». Narices tuve, porque aquello fue de lo poco que se ha visto.

-¡Qué lástima, hombre!

-¿De qué, Macabeo?

-De que te hubiera cogido la tormenta en aquella santimperie.

-¡Eso digo yo! Una desgracia sucede en un credo; y luego... ¡Dios!... esta mañana madrugué, y aquí me tienes.

-¿A pie has venido?

-Desde el tren, tan guapamente. El ahorro me sirvió para el pienso de anoche, y aún me queda grano para lo que yo me sé.

-¡Y también yo, caráspitis!... ¿Por qué no pasaste la hoz?

-¡Otra te pego!... ¿No te lo he dicho?... Porque olí la quema.

-¡Por vida de la nariz!... Pues mira, Bastián: tu tío no te espera.

-De voto de mi tío, no saldría yo de Santander hasta que pudiera entrar en Valdecines hecho un caballero. ¡Mira tú si es fantasía de hombre!... Conque, ya hablaremos, que voy a verle.

-¿A quién?

-A mi tío.

-No está en su casa.

-¿Pues en dónde está?

-Aquí.

-Entonces, subiré...

-No se le puede ver ahora.

-¿Por qué?

-Porque... Pero, alma de cántaro, ¿tú no sabes lo que pasa?

-Ni pizca, Macabeo.

-¿No has oído las campanas?

-Sí que las he oído; pero la verdá, no se me ha ocurrido preguntar por quién era el toque. ¿Quién se murió, Macabeo?

-Doña Marta.

-¡Dios! ¿Cuándo?

-Anoche.

-¡Dios! ¿Y de qué, hombre?

-¿Y a ti qué te importa?

-Es de razón, Macabeo; maldito lo que...

-¡Conque, figúrate la falta que haces acá, Bastián!

-Más de lo que tú piensas, Macabeo.

-La de los perros en misa... Vuélvete, Bastián, por donde has venido... ¡Cuando yo te lo aconsejo!...

-Hombre, y a ti, ¿qué te va ni qué te viene con que yo me vaya o me quede? ¡Pues me he dado flojo trote desde ayer para que, sin más ni más, tome el consejo tuyo!... ¡Dios! ¡Vaya con el consejero de chanfaina!

-Miro por ti, Bastián... y por último -añadió Macabeo en un cambio súbito de humor-, ¡que te quedes o te marches, o te parta un rayo por el medio, no se me importa una alubia!

Esto dijo y se encaminó a la portalada, aunque no llegó a abrirla. En cuanto a Bastián, se encogió de hombros por toda despedida de Macabeo, y echó calle abajo. Pasó luego por otras, también formadas por tapias de huertos y solares, cuáles revestidas de hiedra, cuáles exhalando la fragancia delicadísima de la ya florida madreselva; atravesó dos corraladas abiertas; ladráronle otros tantos perros, y entró, por último, en una casa que no era la de su tío.

Macabeo, que le había seguido con la vista desde lejos, exclamó entonces, hiriendo otra vez el suelo con su garrote:

-¡Caráspitis!... ¿No lo dije? ¡Anda, perro... gandul!... Pero no tienes tú la culpa, sino la... ¡Si no fuera por respeto a lo que está pasando aquí, y a lo mucho que me duele!... ¡Caráspitis, recaráspitis!

Y así entró en el corral, apaleando las piedras, y cerró los portones con estrépito.




ArribaAbajo

- IV -

La raza


Decían las gentes de Perojales que los Peñarrubia eran como los vencejos: aparecía uno, arreglaba el nido, formaba una familia y desaparecía con ella, sin saberse adónde ni por qué. Al cabo de los tiempos, volvía un nuevo Peñarrubia, restauraba el caserón de abolengo y etc. Así hasta nuestro doctor.

Todos los de Peñarrubia, según la tradición perojaleña, parecían fundidos en un mismo troquel. Todos eran misteriosos, huraños, poco afectos a la tierra nativa, y señaladamente irreligiosos. Esa cualidad era la que podía llamarse, como ninguna de las otras, el sello de raza. De manera que no tenían número las horrendas historias y los pavorosos relatos que, a propósito de la insigne familia, pasaban de padres a hijos entre el vulgo del país, gente sencilla y cristiana y, por contera, suspicaz y maliciosa.

Apenas hay aldea en la Montaña que no tenga su Casa correspondiente; casa infanzona y de prosapia, no siempre rica, pero muy a menudo tan rica como empingorotada. Esa casa pertenece al pueblo, como el son de las campanas de la iglesia, como la fama de ciertos frutos peculiares a su suelo, la de la altura del monte comunal o la de las truchas del río; y no porque provee de pan a los menesterosos, de consejos a los atribulados, de cartas a los que se van, de padrinos a casi todos los recién nacidos, y hasta de materia de difamación a los ingratos y malévolos, sino por cuestión de vanidad. Que diga un montañés: «¡Los Cuales de mi pueblo! Gran casa, gente de lustre, de mucha hacienda y de buena entraña». No faltará quien replique, royendo la colilla y echándose sobre el palo: «No diré que no; pero ¡cuidado con los Tales de mi lugar! Nada les debo, la verdad sea dicha; pero sin ofensa de nadie, donde está esa casa, que no alce ninguna chimenea. En punto a posibles y señoríos, reyes pueden entroncar con ella, y saldrán muy honrados».

Pues Perojales es la excepción de esta regla. «¡Los Peñarrubia! -dicen allí-. ¡El demonio que cargue con todos ellos! Ni un canto les deben estas callejas, ni un maquilero de borona los necesitados, ni una cabezada el nombre de Dios, ni los buenos días los hombres de bien. Si ese palación se arrasara, los males de este lugar daban fin y remate».

Sobre lo que haya de disculpable en este deseo, y de cierto en los corrientes relatos, no he de hablar yo aquí una palabra. Mi jurisdicción no alcanza más allá de los Peñarrubia de mi cuento, y de ellos voy a tratar sin nuevas digresiones.

El padre del doctor a quien conocemos llegó al caserón solariego en lo más crudo de una invernada que dejó nombre en los fastos montañeses. Acompañábanle su señora, muy próxima a dar a luz el primer fruto de su matrimonio, un médico viejo y la necesaria servidumbre. Según unos, venían de las Indias; según otros, del infierno; y esta opinión fue la más aceptada, teniéndose en cuenta que los señores entraron en el pueblo entre rayos y centellas, y pisando una capa de nieve de media vara de espesor.

A los pocos días llamó el señor al párroco para advertirle que por la tarde enviaría su hijo primogénito, recién nacido, para que le bautizara. Serían padrinos el médico de la familia y la Iglesia. Se le pondrían los nombres de Augusto, César, Juan, Jacobo y Martín.

Así se hizo. Una sirviente llevó el niño debajo del chal, y el médico le acompañó. Pagó éste los seis reales justos de derechos del cura, y dio cuatro cuartos a los muchachos ayudantes. Sentóse la partida de bautismo en los libros parroquiales; recogió el padrino una certificación de ella; pagóla según rezaba el arancel, ni ochavo más ni ochavo menos, y agur del alma.

Mientras la señora se reponía, su marido, como si en ello cumpliera un precepto tradicional en los de su casta, hizo algunas reparaciones en las entrañas del caserón, no costosas ni de buena gana; y transcurrido un mes, desapareció la familia Peñarrubia con todos sus sirvientes y adherentes, cerrando los portones, que no habían de volver a abrirse en muchos años.

Nuevos comentarios: si se los llevó el demonio, o si se fueron a ejercer por el mundo sus malas artes. A mí me toca poner en claro la duda.

El misterioso personaje venía, en efecto, de otro mundo, cuando apareció en su pueblo natal. Había ido a Méjico con una comisión oficial, tan honorífica como lucrativa; y allí se casó con una mejicana. Era ésta, como casi todas las de por allí, muy devota y muy indolente; pero tenía buena dote; y su novio, de anchas tragaderas en materias religiosas, puso enfrente de ambos defectos (que a sus ojos eran a cual más gordo) la virtud de las sonoras macuquinas de la dote, y halló que se podía vivir en tan mala compañía con tan buenas protectoras. En cuanto notó síntomas de primogenitura, activó las hasta entonces descuidadas comisiones, y se trajo a España la mujer y las talegas de su dote. Detúvose en Madrid el tiempo necesario, y vínose a la Montaña con el intento que le hemos visto realizar.

Cuando dejó su casa solariega, volvió a Madrid. Allí se estableció definitiva y ostentosamente, a expensas de lo propio y de lo aportado al matrimonio por la mejicana. A decir verdad, las rentas de todo ello no alcanzaban a sostener el lujo de que se rodeó el vanidoso Peñarrubia; y hubo que comer de la olla grande, como dicen en mi tierra.

En medio de este fausto corrieron los primeros años de la vida de nuestro doctor.

Como la mejicana era devota, cuidaba de enseñar al rapazuelo piadosas leyendas y muchas oraciones; mandábale a la iglesia, y le cargaba de medallas y escapularios. Pero como también era indolente, no hacía maldito el caso de la doctrina que le imbuían el cochero, el ayuda de cámara, los marmitones y toda la legión de tunos que pululaban en aquella casa al amparo de la vanidad de su marido y de su propia dejadez.

Corrieron cinco años más, y con ellos lo mejor del caudal de la mejicana, que acabó por morirse, sin poder incomodarse con los despilfarros de su marido y las crecientes rebeldías del primogénito, muchacho, a la sazón, de diez años, sin conocer todavía la O, aunque le sobraba despejo natural.

No sé si por el bien de éste o por librarse su padre del único cuidado que sobre sí tenía, púsole bajo la férula de un instructor de su gusto, con encargo de que, por de pronto, le domara, y después le enseñara lo que mejor le pareciese, ajustándose en lo posible a las inclinaciones libérrimas del educando.

Pronto conoció el joven Peñarrubia que eran inútiles sus protestas contra la esclavitud a que se le había sometido. Hallábase como potro cerril, entre la espuela del padre y el freno del preceptor, y bajo el peso de cinco asignaturas. No podía moverse sin sentir, o el hierro que le espoleaba, o el hierro que le detenía. Resolvióse a llevar la carga del mejor modo posible, y acabó por aficionarse a ella. Estaba domado, y se le puso en libertad completa. Así pudo tomar en el campo de la enseñanza el rumbo más de su agrado.

Dicho se está con ello que se lanzó, con los bríos de la juventud, a lo nuevo y a lo cómodo, poniendo todo su empeño en romper trabas, en salvar obstáculos a la carrera y en desembarazar de estorbos a su razón y a sus pasiones, que se llevaban como la uña y la carne, aunque a él no le parecía así. Talento investigador y práctico, diose a las ciencias físicas, y comenzó a escarbar en todas, atento sólo, como trapero en su oficio, a acumular en el cesto de su memoria cuanto coloreaba y relucía, lo mismo el trapo sucio, que el metal sospechoso, que el oro fino.

Con este acopio en las alforjas, sin escogerle ni depurarle, ingresó en la escuela de Medicina, adonde le llamaban sus aficiones, y no tardó en distinguirse entre todos sus camaradas de carrera por sus atrevimientos científicos, con más que puntas y ribetes de materialistas. Por entonces le asaltaron las mientes los recuerdos de aquellos poéticos relatos de su madre sobre la vida futura y los milagros de la fe, cosas tan opuestas a las verdades que el dedo de la ciencia le iba señalando en las páginas que devoraba con creciente avidez; y sin detenerse a considerar si aquellas pequeñeces infantiles y candorosas eran el rayo tibio de la aurora, cuyo otro extremo llega hasta el Sol, foco de la luz y del calor del mundo, y pálido reflejo y hechura de otra Luz más grande; si con esta Luz por guía y aquel rayo por senda se podría llegar a ver las cosas del revés de como él las contemplaba o, por lo menos, en perfecta conformidad las unas con las otras, arrojó de su memoria con burlesco desdén los candorosos recuerdos que, aunque de flores, parecíanle trabas puestas a su razón soberana, y se entregó por entero a la manía que a la sazón le subyugaba en el terreno de sus investigaciones. Esta manía era buscar el alma, o el punto de su residencia, o siquiera sus huellas, en el cuerpo humano; y no, ciertamente, porque le atormentase la sospecha de que en el suyo no la había, sino por tener la científica satisfacción de exclamar a la postre de sus ímprobas tareas: «¿Ven ustedes cómo todo esto es materia pura?». «¿Se convencen ustedes de que el hombre no es otra cosa que una bestia, con mejor instinto que otras, por obra y gracia de un poco más de fósforo en la mollera?». Por eso no salía del anfiteatro; y allí cortaba, rajaba, pesaba y medía en los cadáveres de sus congéneres, como el ambicioso minero en las entrañas de la tierra, buscando el filón perdido; y luego compraba gatos y perros, y los hacía añicos con el bisturí, y cotejaba sus organismos con el del hombre para convencerse de que entre el uno y los otros no cabía el canto de una peseta.

Cada conquista que el estudiante hacía en estas regiones la aseguraba en su razón con el dictamen del sabio más de su agrado; y así reunió en poco tiempo un caudal inapreciable de atrevidas negaciones, que le crearon una fama ruidosísima en aulas, ateneos y casinos.

En honor de la verdad, debo decir que no era Peñarrubia de los más llevados del aura popular a todo trance. Gustábale como a cualquiera; pero la quería merecida; y por merecerla, recorría y arañaba hasta los sótanos de la ciencia heterodoxa, por cuyas lobregueces llegó al extremo de sostener, a las barbas del Claustro, congregado para ceñirle la amarilla borla, que el pensamiento y la voluntad son funciones cerebrales; tesis que, impresa y repartida con profusión, dio mucho que hablar a las Revistas científicas, a los papeles diarios, y algo que escribir a los Tribunales de justicia, pues por entonces, aunque esto sucedió ayer, como quien dice, el Código penal lo hilaba muy delgado en esas materias.

Que todo este ruido se resolvió en chaparrones de gloria para el atrevido sustentante, no hay que decirlo. La Escuela le otorgó el diploma de sabio, y nadie se atrevió a dudar que lo fuese; nadie sino el mismo glorificado. Porque es de saberse que un hombre que tantas dificultades había vencido con una dialéctica bien manejada, en sus reposadas y tranquilas meditaciones no desconocía que había algo que no se dejaba vencer de sus armas, ni pactaba alianzas con lo fundamental de sus teorías; algo cuya vulgaridad misma hacía más irritante la resistencia. Este algo era el buen sentido, que no contento con reprochar las conclusiones del filósofo, complacíase en hacerle carantoñas y en remedar la voz de su conciencia para decirle, como ella diría si Peñarrubia se hubiera decidido alguna vez a llamar las cosas por sus nombres:

-«Hay fenómenos palpables, cuyas causas, por muy elevadas, no penetrará jamás la razón humana. El conocimiento de esta verdad deja al hombre subordinado a una fuerza superior e inteligente, de la cual es hechura. Pero, como el hombre debe campar por sus respetos y vivir sin cortapisas, unos cuantos sabios y yo hemos convenido en dar por no hecho o no existente cuanto no explique la razón humana, o se oculte a la investigación científica. No toco, no veo el alma, aunque la siento en mí; pues la niego. No concibo al autor de las maravillas del universo, aunque las palpo y soy yo mismo una de ellas; pues le niego. Me repugna declarar que existe un Creador con poder tan asombroso; pues otorgo ese poder y esa sabiduría a la materia vil, al átomo imponderable; es decir, a algo que yo domine y esté bajo mis plantas, y no pueda meterse en mi conciencia para pedirme cuentas del uso que hago de una vida perecedera y de un espíritu inmortal que he recibido, sin saber de quién, pero que, indudablemente, yo no he creado.

»¡He aquí ilustre sabio, toda tu ciencia, desbrozada del fárrago sectario! Ahora, pavonéate con la borla, y embriágate con el incienso de los aplausos».

A las cuales voces cerraba Peñarrubia los oídos, y saltaba por encima del obstáculo, no pudiendo separarle, y continuaba caminando sin volver los ojos atrás, para forjarse la ilusión de que no había en toda la senda un solo guijarro en que tropezar.

Libre, pues, de lo que llamaba el flamante doctor la tiranía del dogma, y con una naturaleza agradecida y saludable. -Veamos -se dijo un día- lo que dura un cuerpo bien tratado.

Y con estos propósitos, esas ideas y aquellos laureles, comenzó Peñarrubia a ejercer su profesión.

En breve te sobraron los quehaceres que ésta le daba, pues a lo popular de su nombre, por los citados motivos, uníase la circunstancia, y no fuera justo callarla, de que en el arte de curar pocos le igualaban y no le aventajaba ninguno. Pudo elegir, entre lo mucho, lo mejor, y se hizo médico de ricos. Pocas visitas y bien retribuidas; y como tenía cosas también, porque su carácter era abierto, desengañado y hasta zumbón, logró en muy pocos años que los enfermos le visitaran a él, siempre que les fuera posible y, por de contado, no pasar una mala noche, aunque le llamaran para asistir al Preste Juan de las Indias.

Los periódicos celebraban a menudo sus milagros; las Academias científicas le abrían sus puertas de par en par; y en los procesos de ruido jamás faltaba su dictamen inapelable; y, por último, usaba carruajes de su invención con caballos de fantasía y cocheros de Guinea.

Ya para entonces era huérfano; y del caudal de sus padres sólo llegaron a él las rebañaduras de lo de Méjico y el solar de la Montaña, contratiempo que no le afligió gran cosa, porque con lo del oficio le sobraba para darse buena vida y acopiar para el invierno. No era tentado de la codicia, ni siquiera de la vanidad. Su complexión robusta y su carácter campechano le tenían a cubierto de todo género de tiranías, incluso la del amor.

La única mujer que lo esclavizó un tanto fue una viuda joven, a quien asistió durante una larga aunque no grave enfermedad. Era afable, ingeniosa y muy linda; dejóse arrastrar dulcemente hacia ella; y sin que pueda decirse quién amansó a quién, la viuda reclamó un día un nombre para el primer fruto, ya en flor, de sus mutuas simpatías de puro entretenimiento; pero no era hombre de malas entrañas y, en buena justicia, la reclamación de la viuda era pertinentísima. Declarólo así, y amparó a la querellante con su nombre, llevándosela a su casa después de formalizado el matrimonio.

No fue la cruz de ésta muy pesada para el doctor, pues con toda su ciencia, no logró averiguar si fue viudo antes que padre: ¡tan unidos anduvieron el suceso feliz y el desgraciado!

Lo que vino al mundo al salir de él la infortunada compañera de Peñarrubia fue un niño, a quien se puso el nombre de Fernando. Una alcarreña le amamantó; luego le zagaleó un muchacho, y un mozo de pelo en pecho le acompañó en sus juegos y travesuras. Su padre le curaba las indigestiones y le prescribía el régimen que más le convenía para ser robusto y fuerte; y como a la edad en que a otros niños se les enseñaba el «¿quién es Dios?», ya estaba él cansado de saber que no existía, no tuvo que preocuparse lo más mínimo de esas cosas que cuentan a los rapaces las dueñas impertinentes y las madres aprensivas.

El ejemplo del padre forma el modo de ser de los hijos; lo que éstos ven siendo niños, en el hogar, eso hacen en el mundo cuando hombres; porque lo que piensa, lo que dice y lo que hace un padre, siempre es lo mejor en concepto del hijo que a su lado crece, mayormente si lo que piensa, lo que dice y lo que hace el uno halaga los instintos irreflexivos del otro.

Quiero decir que al modelo de su padre se ajustó Fernando cuando llegó la hora de dejar de ser niño y comenzar a ser hombre, con la ventaja de haber pasado éste como una seda por angosturas en que aquél se vio a punto de salir desollado. Y así tenía que suceder, por la lógica irresistible de los hechos. En el doctor germinaban de vez en cuando, entre los recuerdos de su infancia, las enseñanzas de su madre; en la memoria de Fernando no había semillas de esa especie: nada podía brotar allí en daño de otro cultivo; lo que en el padre fueron dudas, en el hijo, negaciones terminantes. Éste tomó las cosas donde y como el otro las dejó hechas, no sin fatigas ni desvelos. El padre construyó la senda; el hijo no tuvo más que caminar sobre ella. Hallábase en aquel terreno como el pez en el agua, convencido de que en otro elemento no se podía vivir. Como no tuvo dudas, no estudió las cuestiones más que por una cara: la de sus simpatías; y así, sin obstáculos ni contradicciones que le detuvieran, antes bien, aguijoneado por el estímulo de los aplausos que nunca faltan a los atrevidos, si por contera son brillantes, como Fernando, llegó éste a ser en Madrid una de las glorias militares de la secta que preparó en España el actual desbarajustado filosofismo que tanta saliva ha costado y ha de costar, sin que sus propios adeptos se convenzan de que bien pudiera estudiarse a fondo lo de casa antes de proclamar como inconcluso lo de fuera. Pero es achaque muy viejo en el libre examen al empeño de contradecirse, no examinando sino lo de su gusto.

Una cuestión de etiqueta separó al doctor Peñarrubia del cuerpo profesional a que pertenecía en la Escuela; otro asunto de parecido género, relacionado con ella, fue causa de que se decidiera a ahorcar los libros y retirarse a vivir tranquilamente a expensas de lo ahorrado. La prensa, metiéndose, como siempre, en todo lo que no le importa, empezando por lamentarse del suceso, en nombre de la doliente humanidad y de la gloria de la ciencia, concluyó por llamarle ingrato, y hasta por poner en duda el derecho con que un hombre semejante hacía lo que le daba la gana. Pero el doctor supo reírse grandemente, así de los sahumerios como de las reconvenciones de esa oficiosa intercesora; y aprovechó los días en que el debate se hallaba en su grado máximo para hacer un viaje a la Montaña y visitar su casa solariega. Le encantó el país, no le disgustó el solar, vio que podría realizarse allí el proyecto que tenía meditado, y se volvió a Madrid para liquidar sus cuentas con el mundo a que hasta entonces había pertenecido.

Pocos meses después, y bien pertrechado de cuanto un hombre de sus necesidades podía apetecer en la soledad, se estableció en la Montaña con el firme propósito de no salir de ella jamás.

Desde aquel rincón del mundo fue siguiendo paso a paso los de su hijo en la carrera que éste emprendió al dar él por terminada la suya. ¡Con qué ansia aguardaba en cada año el verano para abrazar al estudiante y tenerle algunos meses a su lado! Desde que había arrojado de sí el amor a la gloria, todo su corazón le ocupaba Fernando. ¡Con qué avidez observó las primeras evoluciones de su talento en el espacio de las ideas! ¡Con qué orgullo le veía más tarde batir las alas y cernirse descuidado en la región de las tempestades! Lo que no aseguraré es si al doctor le entusiasmaban, a la sazón, lo mismo la fuerza y el valor de su hijo, que el rumbo que llevaba; sólo Dios y él saben si alguna vez se estremeció viéndole tan atrevido; porque también en los sabios cabe el absurdo de romper los diques por sistema, y asustarse luego al contemplar los estragos de las aguas desbordadas. Pudiera ser Peñarrubia uno de estos sabios imprudentes. Si lo fue, no lo confesó entonces; dato que nada resuelve tampoco, pues de sabios es también soplar en el fuego de una consecuencia que les horroriza, por respeto a los principios que proclaman.

Vivía, entre tanto, en su casa solar, sin trato alguno con las gentes del país. Si paseaba, a pie o a caballo, hacíalo por montes y campos solitarios, o dentro de sus propios dominios, en los cuales se entretenía mucho cultivando el arbolado y las flores. En su cuarto de estudio pasaba largas horas, ya con sus libros y papeles, ya haciendo experimentos de física o de química, ya in anima vili, para todo lo cual contaba con una hermosa colección de aparatos en su gabinete, y con un corral bien provisto de víctimas de pluma y de pelo.

Sabían algo de estas matanzas y de aquellas brujerías los vecinos de Perojales, y como se trataba de un Peñarrubia que, como todos los de su casta, nunca iba a misa, ni quería tratos con ningún cristiano, y además se veían por las vidrieras de sus balcones en ciertas noches luces muy raras, algunas de las cuales se escapaban en un rayo verdoso, largo, largo, largo, que llegaba hasta el campanario, a cuyo resplandor salían bufando todas las lechuzas de la iglesia, como si el diablo las llamara a capítulo, y otras veces se oían en el palacio, entre el cacareo de las gallinas y el aullido lastimero de algún can sacrificado, inexplicables estampidos, no quedó la menor duda de que el último de la raza de aquellos señores misteriosos y abominables, era el mismísimo demonio. Pusiéronle por nombre Pateta, y aunque eran bien corridas sus habilidades de médico, ninguno de sus convecinos las solicitó jamás, teniéndolas por cosas reprobadas por la ley de Dios. De otros pueblos tan lejanos, donde la fama del doctor no olía tan mal como en Perojales, acudieron muchas veces en busca de su ciencia; pero siempre se resistió a prestarla. Tengo para mí que su mayor pesadumbre consistió en no poder extender por toda la provincia la fama que tenía en Perojales. Así hubiera vivido completamente aislado y a su gusto.

Diez años iban corridos de esta suerte, cuando nosotros le vimos en la hoz acompañado de Macabeo.

Y ahora que conocemos a los pájaros, digamos cuatro palabras del nido.

Era éste, y debe ser aún si no se ha desplomado en pocos años, un edificio cuadrado, más alto que ancho, con un torreón agregado en el ángulo del norte, y de mayor altura que la casa. Álzase este conjunto, pesado y ennegrecido por el tiempo, en el centro de una meseta de suave acceso por todas partes, y a un cuarto de legua del caserío más próximo. Una viejísima y sólida muralla, coronada por cortos pilares, circunda el edificio. Entre éste y aquélla, a la parte de atrás, están las cuadras, la leñera y el gallinero. Sobre los pilares de la cerca tiéndese el rugoso tronco de una parra que dirige sus vástagos hacia adentro, donde son sostenidos por un armazón de hierro y madera, sostenida a su vez por altos postes paralelos al muro en todo su perímetro. Fuera de él corre una ancha faja de terreno destinado a huerta y jardín. La parte correspondiente a éste se enlaza por el norte, con un bosque bravío que ocupa toda la vertiente del mismo lado, y algo de las dos contiguas. Lo restante de éstas, así como el espacio de la llanura, no cultivado, es una pradera natural, acá verde y lozana, allá áspera y pedregosa, con grupos de castaños a trechos, árgomas y bardales, tal cual álamo disperso y algún roble solitario; todo ello en caprichoso y artístico desorden, como obra de la naturaleza.

Exornan la fachada principal del palacio un balcón de púlpito sobre el claro ojival de la puerta de ingreso; dos ventanas no grandes, y las armas de la familia debajo de la imposta del desván. Otra fachada es por el estilo; las dos restantes sólo tienen algunos ventanillos en desorden y menguados por respeto a las celliscas del invierno.

De la puerta que abre al patio en la muralla, sale un camino que en el mismo llano de la meseta se divide repentinamente en dos, echando el uno hacia la hoz, y el otro en dirección contraria; caminos que parecen los brazos de aquel gigante, extendidos para cerrar, por los términos de sus dominios, toda salida a la aldea, que le contempla desde allá abajo, a la sombra de la montaña, sobre rústico y fragante tapiz de flores y entre verdes maizales, con el oído atento a las murmuraciones del río, que por detrás de ella se desliza alejándose, como si huyera de manchar sus aguas con las tierras de aquel abominable señorío.




ArribaAbajo

- V -

La familia


Mientras el doctor se acercaba a su casa por el camino de la hoz, por el opuesto subía, con igual rumbo, otro viajero, también a caballo. Hubiéranse hallado frente a frente en lo alto de la meseta, pues casi a igual distancia de ella caminaban, si no lo hubiera impedido un grupo de árboles y malezas que ocultaron al doctor al acabarse el recuesto que iba subiendo poco a poco. Así es que cuando apareció en lo despejado, el otro, sin haberle visto, estaba apeándose en el patio del caserón o, como si dijéramos, dentro del rastrillo de la fortaleza. Era el tal viajero, gallardo mozo, ligeramente moreno, pálido, con el pelo, los ojos y el bigote negros como una endrina, y los dientes blancos como la porcelana; cabeza, en una palabra, de árabe de teatro, hasta con su desdeñosa melancolía. Vestía un elegante y cómodo traje de camino, y a la legua se echaba de ver que no eran las rústicas asperezas de Perojales las que producían tantos refinamientos y gallardía en una sola pieza.

Llegó el doctor en esto; y en cuanto le conoció, arrojóse del caballo que montaba, no sin que el joven le viera y se lanzara a su encuentro. Abrazáronse estrechamente.

-Pero ¿qué milagro es éste? -dijo al punto el mozo-. ¡Tú viajando!... ¡y a estas horas!

-De vuelta ya... ¿Qué te parece, Fernando? -respondió el doctor sin acabar de desprenderse de los brazos de su hijo, pues no era otro el recién llegado. Luego continuó-: ¿Y qué me dirás cuando sepas que anoche no he dormido en casa?

-¡Eso más, calaverón!

-¡Resabios, hijo de la mala vida pasada!... Pero ya trataremos de esto. Por de pronto, subamos y hablemos, si es que acierto, pues te aseguro que desde que te marchaste, siete meses ha, no he cambiado hasta anoche diez palabras con el género humano, en el supuesto de que no pertenece a él ni mi epicena servidumbre.

Subieron asidos del brazo padre e hijo, como dos alegres camaradas; entraron en la sala de estudio del doctor, único punto de la casa en que éste se hallaba completamente a gusto, por lo cual había reunido en él lo mejor y más útil de las casas de abolengo, y mucho procedente de su casa de Madrid. Quiero decir que abundaban allí los tallados sillones de vaqueta en estrecha amistad con las muelles butacas de tapicería, los cuadros vetustos de familia, interpolados con las flamantes acuarelas, las cornucopias tradicionales, reflejando mal en las empañadas lunas los étagères de caoba y las ménsulas pulidas sosteniendo bustos de sabios de hogaño; y así lo demás. Ocupa la bien provista librería uno de los lienzos de la sala, que era muy espaciosa; y en el centro de ésta había una ancha mesa sobrecargada de libros, periódicos, revistas y papeles de todas clases. En medio de aquel desorden estudiaba y escribía el doctor, y en otra mesita contigua se desayunaba cada día, y muy de continuo comía y cenaba. En invierno, porque la habitación, cuyo suelo cubría una alfombra, estaba muy abrigada; en verano, porque desde sus balcones se descubría un hermoso panorama, y porque era muy fresca con las puertas abiertas a los dos vientos a que correspondían sus fachadas.

Antes de sentarse, dijo a Fernando su padre:

-Supongo que no te habrás desayunado.

-Muy bien supuesto -contestó Fernando-, porque reservaba el hambre para quitarla en tu compañía.

-Delicada fineza, a la cual correspondo almorzando hoy dos veces. Arrastro una indigestión por ti. ¡Mira si te quiero!

Llamó el doctor, y pidió el almuerzo de costumbre para los dos. Sentáronse padre e hijo, y éste dijo al primero:

-A lo que parece, te han tratado bien anoche.

-A cuerpo de rey, hijo. ¡No lo hubiera creído a no verlo!

-¿Por qué?

-Por la fama que tengo en el país..., digo, que tenemos. En virtud de esa fama, lo procedente era darme solimán, y servido con pala, desde lejos.

-¡Qué exageración!

-¿Lo crees así?

-Y lo pruebo con tu mismo testimonio: te han tratado a cuerpo de rey.

-Es que me necesitaban; y además, hay criterios y criterios.

-¿Sabes que estás excitando en alto grado mi curiosidad?

-¿Sí? Pues castigo tu pecado reservando la historia para después. Ahora, hijo mío, hablemos de ti... y de mí..., de nosotros, ¿entiendes?, de nosotros, ¡de lo único que me interesa en el mundo! Quédense sus miserias y sus pompas para las almas piadosas y las cabezas vacías... y, por de pronto, señor doctor, venga esa mano a estrechar la que te ofrece este viejo colega jubilado.

-La mano es poco -dijo Fernando levantándose y siguiendo el humor de su padre-; los brazos quiero, no del colega, sino del sabio maestro a quien respeto y admiro.

-¡Adulador! -respondió Peñarrubia, estrechando contra su pecho al joven-. Esa lisonja te honra; pero al cabo, no pasa de lisonja.

-¡Remilgos, y a tus años! ¿Ahora te da por hacerte el pequeñito?

-O por no consentir en que te desprendas de lo que en justicia te pertenece.

-Ahora me adulas tú.

-Nada de eso. Estoy contentísimo de ti, y éste es el momento más oportuno para decírtelo. Lo mismo lo aprovechara para reprenderte, si, en mi concepto, lo merecieras... ¡Por remate de tu carrera, dos campañas gloriosísimas!... ¡Napoleón sin Waterloo! Fue un hermoso atrevimiento tu tesis doctoral; pero la proeza del Ateneo, por más ruidosa, fue más radiante. ¡Y qué asunto para un orador de tus bríos, en los días que corremos! «La conciencia es una serie de fenómenos en el tiempo...; los hechos materiales y espirituales son producto de una fuerza única; todo se reduce a sensaciones: el milagro es imposible». ¡Magnífico! Te admiré y te aplaudí, dudando si excedió la magnitud de la causa la valentía de la defensa ¡Dígote que honrarás el nombre que llevas o no habrá justicia en el mundo!

-¿Olvidas, lisonjero, lo que pesa ese nombre en la profesión que voy a ejercer?

-¡Vamos, señor modesto, que buenas espaldas tiene para pasearle en triunfo por la faz de la anchurosa tierra!... Te advierto, para tu tranquilidad, que no soy celoso.

-¡Gran virtud!

-¿Te burlas de ella? Pues no abunda.

-Conoces lo que vales, y te juzgas invencible.

-Respeta mi fuero interno, muchacho; que no es oro todo lo que reluce.

Siguió el diálogo todavía un buen rato sin elevarse a cosa de más importancia, hasta que entró en la sala un mocetón, exótico por la traza, con el desayuno pedido, en la amplia bandeja de latón que al oro remedaba por el color y lo reluciente. Sirviéronse mutuamente padre e hijo, en sendos tazones de porcelana, café y leche a la medida de los respectivos gustos; y mientras revocaban ambos con la dorada manteca del país las tibias rebanadas de pan, habló así el viejo doctor.

-Puesto que hemos convenido en que sea hoy para nosotros el día de las grandes claridades, dígote, hijo, que no fui exacto al declarar que estaba contentísimo de ti.

-¿Esas tenemos ahora, padre cruel?

-Sí, hijo descaminado, esas tenemos.

-Y ¿cuál es mi pecado?

-Tus cartas.

-¡Mis cartas! ¿A quién?

-A mí.

-¿Y qué hubo en ellas que te desagradase?

-En las mías te lo dije: demasiada formalidad: algo como propensión a la melancolía; síntoma de un cambio de carácter que no me agrada. Prefiero el desenfado y la despreocupación que te han acompañado hasta ahora. Esto revela equilibrio en los humores; lo otro acusa un malestar peligroso... Entiende que te quiero despierto y profundo; pero no sabio y quejumbroso.

Fernando se echó a reír, y luego dijo:

-¿Todavía insistes en ese tema?

-Todavía.

-Pues yo insisto en que te vas haciendo viejo.

-¿Por qué me juzgas aprensivo?

-Y hasta visionario.

-¿Quieres que leamos algunas, y las cotejemos con las de tiempo atrás?

-¡Vea usted lo que son estas eminencias fuera de su especialidad! Mortales de tres al cuarto. ¿Olvidas, doctor ilustre, lo que tantas veces has alegado a la cabecera de tus enfermos, por causa mediata de determinados padecimientos? ¿Olvidas, en fin, que los años no pasan en balde?

-¡Los años... y acabas de cumplir veinticinco!

-Por eso no juego al trompo como cuando tenía diez.

-Pero podías pensar como pensabas hace ocho meses. Y por cierto que entonces, y en este mismo sitio, te pregunté en vano por la causa del primer síntoma que en ti noté de esa real o supuesta enfermedad. Atribuíla a meditaciones propias de las tareas a que te dedicabas en aquellos días, o a la nostalgia de la corte; y no di importancia al fenómeno. Pero fuiste a Madrid, saliste airoso del empeño del doctorado, y más tarde adquiriste un ruidoso triunfo en el Ateneo; y, sin embargo, la tinta de melancolía que dio en empañar aquí tu regocijado semblante, continuó velando las forzadas bizarrías de tus cartas.

De buena o de mala gana, Fernando soltó una ruidosa carcajada al oír esto. Su padre, después de contemplarle unos instantes, le dijo:

-¿Olvidas que soy médico viejo?

-¿Por qué me lo preguntas?

-Porque no me equivoco jamás en achaques de carcajadas.

-¿No acabas de reprenderme por serio y meditabundo? Pues ¿cómo me quieres?

-Franco y desengañado.

-¿Volvemos a la manía? ¡A que acabas por ponerte serio, tú que te ríes hasta de la muerte!

-¿Quieres que te diga la verdad, Fernando?

-¿No es hoy día de decirlas? ¿Por qué me pides permiso?

-Pues óyeme ésta más: desde que te has reído de mis reparos a tus cartas tengo el convencimiento de que no soy visionario.

-¡Verás, doctor obcecado, cómo al fin me haces cojear, empeñándote en que cojeo!

-No es ese mi propósito, sino otro muy distinto... Y, sobre todo, hijo mío, entiende que si muestro tanto empeño en revolver los fondos de tu corazón, no es a título de juez severo, sino de amigo cariñoso. ¡Jamás te perdonaría que me hicieras el agravio de olvidarte de mí en las grandes crisis de la vida!

Como al hablar así se conmoviera un tanto el doctor, Fernando se levantó presuroso y le dio un estrecho abrazo.

-Bien está eso -le dijo su padre dejándose abrazar-; pero no basta... Toma un cigarro de éstos, ¡cosa buena! Los he reservado para ti.

-¡Hola! -exclamó Fernando después de recibir el cigarro-. ¿Apelas al soborno también? A fe que el cebo es tentador.

-Ahora lo veremos... Conque, un poco de resolución, y venga tu conciencia al anfiteatro para que la hagamos la autopsia... ¡y digo! entre dos doctores. ¿Qué más honra puede apetecer la muy pícara?... ¡Ah!, no olvides que soy confesor de ancha manga; ni tampoco que, según oí decir a mi madre (y creo que anda en vigor la ley entre la gente negra), es un pecado enorme el ocultar el más leve en el tribunal de la penitencia.

-¿A qué eres capaz de negarme la absolución sin haberme arrodillado a tus pies, confesor sin entrañas?

-Verás qué chasco te llevas si te arrodillas.

-¡Ea!, pues por arrodillado.

-Perfectamente. Y dime ahora: ¿qué demonio te sucede; qué te pasa? ¿Tienes, como dicen los inocentes trovadores, el corazón cautivo? ¿Existe por allá alguna mujer que te haya hecho pensar que vale el sexo para otra cosa que estudiar en él un ramo de las bellas artes, o la anatomía?... ¿Amas con la pulcra e inmaculada pasión de los Lenios y Ricardos?... No cuadra eso mucho que digamos con tu profesión; pero es la edad, y transigiré... ¿Devórate el impuro fuego de la codicia de la mujer ajena? ¿Es libre, y soltaste por armas de ataque promesas que deseas recoger después de la victoria?... ¡Qué diablo!, no te apures en ninguno de los casos: lances son, hijos legítimos de la pícara condición humana. Su ley y la de las conveniencias sociales son incompatibles; a una de ellas hemos de faltar necesariamente. En la duda, opta siempre, hijo mío, por lo más cómodo, y ríete de los caballeros andantes que te motejen, pues todos son locos en este siglo que corren... ¿No va por ahí el conflicto?... ¿Es de otro género?... ¿Deudas quizás, por el empeño de brillar un poco más de lo que se puede?... Más debe el Gobierno, y es un caballero muy respetable... ¡y eso que no paga! ¿Has jugado? Pasión es que envilece siempre que se juega por el ansia de ganar, pero en fin, no deshonra cuando se juega con lealtad. Lo que deshonra es la estafa; y de este caso de presidio no hay para qué hablar entre caballeros... Sigo investigando con otro rumbo. ¿Sientes eso que llamamos alma soledosa y acongojada? ¿Alcanzóla alguna chispa del fuego divino? ¿Abrúmala el peso de las herejías de toda tu casta? ¿Te sientes llamado hacia la buena senda, por la gracia teológica? Carne flaca somos tú y yo, Fernando, como el más estúpido, y de todo se ha visto... ¡Ja, ja, ja!, ¡qué cara de penitente se te ha puesto!... Una de dos: o me oyes como quien oye llover, o te ha dado el tiro en medio de la conciencia.

-Ni lo uno ni lo otro -respondió Fernando saliendo de la preocupación, o del aburrimiento en que lo habían hecho caer las palabras de su padre-. Te oigo, como debo oírte esa sarta de conjeturas enteramente caprichosa que, por convenir a muchos, no puede interesar a nadie.

-Eso se llama huir del enemigo.

-No, pero capitulo si quieres; y eso, por terminar cuanto antes este ocioso altercado que nos roba un tiempo precioso.

-No es mucho conceder, pero es algo. ¿Condiciones?

-Que me refieras la aventura de anoche..., se entiende, si licet...

-¡Oro molido que fuera, ángel de Dios! Y ¿qué ofreces tú?

-Ponerte la conciencia en la palma de la mano, a su tiempo y sazón.

-No se hable más del caso, y firmemos la paz.

-Con un abrazo -dijo Fernando levantándose.

-Y será el cuarto -concluyó el doctor abrazando a su hijo.

Vueltos a sentar, se expresó de este modo el susodicho Peñarrubia:

-Sábete que ayer, no bien anocheció, recibí con un propio una carta llena de lágrimas. Firmábala una hija, cuya madre se hallaba en peligro de muerte, e imploraba el auxilio de mi ciencia y de mi experiencia para salvarla. La sencillez del lenguaje, la profundidad del sentimiento en él reflejado, la hora, el estado de mi ánimo, o todo esto junto, o una veleidad de mi naturaleza, en ocasiones mal avenida con el rígido aislamiento a que la tengo sometida diez años ha, inclináronme a responder afirmativamente. Mandé ensillar un caballo y púseme en seguimiento del hombre que me había traído la carta... ¡y cuidado que la noche estaba poco seductora! Llovía a mares, y comenzaba a tronar. Cuando llegarnos a la hoz, ¡qué espectáculo, Fernando! Aquello parecía el fin del mundo. Hora y media tardamos en atravesarla. Por fin, llegamos a Valdecines...

-¿A Valdecines?

-A Valdecines. Cierta señora, de apellido Rubárcena, estaba agonizando.

-¿Doña Marta?

-Ese era su nombre. Moríase, por de pronto, de una pleuroneumonía agudísima; y digo «por de pronto», porque sospecho que también la mató la asistencia de cierto romancista que pretende curarlo todo con zaragatona.

-Es decir, ¿que se ha muerto esa señora? -exclamó Fernando.

-A las dos de la madrugada.

-¿Y quien a ti te llamó para asistirla fue su hija?

-Ya te lo he dicho... Por cierto que es una rubia preciosa.

-¡Trascendental suceso! -murmuró Fernando, como si respondiera a sus propios pensamientos.

-¿Y qué sabes tú de eso? -le preguntó su padre con acento de extrañeza-. Pero ahora noto que te llega muy a lo vivo el cuento... ¿Por qué?

-Porque conocía y trataba a esa señora.

-¡Hombre, si dicen que era una beata de todos los demonios!

-¿Y eso qué?

-Que no cabían alianzas entre sus ideas y las tuyas.

-No obstante, la traté mucho, y tuve ocasión de apreciar su buen talento, muy de continuo turbado por hondas cavilaciones.

-¿Y dónde la conociste y la trataste?

-En Santander, adonde la llevó la necesidad de los baños de mar, como a mí.

-¿Y también a su hija?

-Su hija la acompañaba: cosa muy natural.

-¡Demonio! ¿Si irán por ahí las corrientes que yo busco?

-¿Otra vez la manía? -dijo Fernando ocultando mal la preocupación en que había caído-. ¿Acabamos de firmar la paz, y ya quieres romper los tratados?

-Tienes razón -respondió su padre, nada resignado.

-Pues mira -añadió aquél levantándose-, para que no vuelvas a caer en semejante tentación, voy a dejarte solo por un rato. ¿Lo permites?... Considera, implacable doctor, que necesito también descansar un poco de las fatigas del viaje que acabo de hacer.

-Es muy justo. Pero antes de marcharte, y sin que esto trascienda siquiera a intento de revisión de tratados, declárame que en lo de marras no he sido un visionario.

-¿Y eso te satisface, viejo fisgón?

-Por ahora.

-Pues declarado... y lo afirmo con otro abrazo, con el cual serán...

-Cinco, si no erré la cuenta -concluyó el doctor abrazando otra vez al gallardo mozo.

-¿Hasta luego, padre tirano? -díjole éste por despedida, desde la puerta, volviendo el rostro bañado en una sonrisa.

-¡Hasta siempre, hijo mío! -respondió el padre contemplándole embelesado.




ArribaAbajo

- VI -

Don Sotero


De las pocas casas que en Valdecines tenían balcón, una era la de don Sotero; pero entre las de esta categoría, era la más vieja y sucia y destartalada. A un lado se le arrimaba una huertecilla mal cercada y al opuesto una casuca baja, a la cual se adhería otra por el estilo y más baja aún; tanto, que las primeras ramas de un breval que la amparaba por el costado descubierto, cuando se zarandeaban sobre las tejas al menor soplo del viento, no las tocaban. Las tres casas tenían una misma corralada, abierta.

En las dos pequeñas todo era ruido, luz y movimiento, como que en ellas hacían vida común los hombres y las bestias; hasta el punto de que por el mismo sarzo pasaban, para salir por entre las tejas, a falta de mejor chimenea, el humo de la cocina y el tufillo del establo, el mugido de las vacas y las voces de la familia. Las puertas sólo se entornaban, y eso, a las horas de dormir. Abiertas de par en par durante el día, cuanto en los pobres hogares se encerraba, lo ponía de manifiesto el primer rayo de sol que llegaba al pueblo. ¡Tan sencillo y tan escaso era, y tan a la vista estaba! Lo propio sucedía con los pensamientos de las honradas gentes que allí moraban: siempre andaban a gritos en el portal, a merced del primer oído que quisiera apoderarse de ellos.

En la casa de don Sotero todo era silencio, oscuridad y misterio. Su puerta no se abría sino para dar paso, muy rara vez en el día, a alguna persona; y en cuanto a las ventanas, de higos a brevas, dejaban un resquicio entre las dos hojas para que entrara el aire o saliera el polvo de la escoba, si es que allí se barría alguna vez. Cito este contraste como disculpa de que la pública curiosidad no apartase nunca los ojos ni el pensamiento de aquella casa.

Habíala comprado don Sotero, ya muy desvencijada, a la testamentaría de un mayorazgo pobre, y nunca quiso gastar un ochavo en repararla. ¡Así estaba ella! Una cuadra, a la sazón destinada a leñera, tres cuartos sin luz ni ventilación, el estragal y un gallinero debajo de la escalera, componían la planta baja, con suelo de tierra, húmedo y desigual. Una sala con dos alcobas, piezas a las que correspondían la puerta y las ventanas abiertas, en la fachada principal, sobre el balcón que la ocupaba de extremo a extremo, se zampaban los dos tercios del piso. El resto se le repartían una mala cocina y dos o tres alcobas oscuras. Las puertas eran macizas y acuarteronadas, con bisagras de perno, desclavadas y herrumbrosas; los tillos, de castaño apolillado y con enormes rendijas; las paredes dobles, mugrientas y jibosas.

Don Sotero ocupaba una de las alcobas de la sala; y sólo había en ella una cama miserable; una mesita de pino con tapete de bayeta descolorida por el tiempo; sobre el tapete un tintero de estaño con plumas de ave; una Semanilla en pasta resobada y pringosa; un Código penal forrado en papel de planas; un cartapacio hecho de periódicos viejos, y un cabo de vela en palmatoria de hoja de lata. Contra la pared, un armario cerrado; y detrás de la cama, un arcón viejísimo con esquineros y cerradura de hierro oxidado; una silla de paja arrimada a la mesa, y a la cabecera de la cama una pililla de agua bendita entre las cuentas de un rosario, colgado en el mismo clavo que ella.

En esta habitación, y como dos horas después de lo que se refiere en el capítulo tercero, vuelvo a presentárselo al lector, que apenas le ha visto la cara todavía. Sentado estaba en la única silla que había allí, exprimiendo con la pluma los cendales del tintero, dispuesto a hacer números con ella en el sobre de una carta, en el que se leía en letra fina, pero como de mano insegura y trémula: Al señor don Plácido Quincevillas.-Treshigares. Cuando oyó fuertes pisadas hacia la escalera, guardó precipitadamente la carta en el pecho; y como perro que olfatea un peligro, alzó la cabeza; dirigió la vista dura y ponzoñosa hacia la sala, y así se quedó, con los anteojos en la frente descansando sobre el fruncido entrecejo. Esta fue una de las pocas ocasiones de su vida en que don Sotero dio la cara. Natural es que la aproveche yo para copiarla.

Aunque grande, muy grande, parecía que estaba llena de narices y de labios; tan inflada, verrugosa y prominente era la una; tan gruesos, separados y corridos eran los otros. Los ojos y la frente, por pequeños y angosta, ocupaban poquísimo terreno allí; y en cuanto a los dientes, si bien eran largos, muy largos, también eran negros, muy negros, y pocos y mal distribuidos; por lo cual se desvanecían en la oscuridad del antro a cuyos bordes asomaban como las piedras mohosas en las cuevas del zorro. La piel, áspera y verdosa; nada más en su lugar; terreno seco, agrietado e infecundo, entre peñas y bardales.

Entre este hombre, tal cual ahora le contemplamos, y el que hemos visto en casa de los Rubárcenas, no cabe comparación, si es cierto que en la cara y en las actitudes del cuerpo se revelan las condiciones del alma. ¿Cuál era la suya, no pudiendo tener dos? Don Lesmes, eco del vulgo de Valdecines, nos ha dicho que la más mala; el interesado trataba de probar lo contrario con su conducta ostensible. Desde que residía en Valdecines no había atravesado otros umbrales ajenos que los de la casa de Dios y los de la otra en que le conocimos. En la calle no saludaba a nadie. No podía darse hombre más indiferente a cuanto le rodeaba. Decíase, sin embargo, que no se movía una mosca en el pueblo sin que lo supiera él. Cuando entraba en el templo, caía de rodillas junto al presbiterio; y allí, doblado el espinazo y humillada la cabeza, turbaba el silencio de los fieles con el plañidero murmurio de sus rezos y el estampido frecuente de los puñetazos que se pegaba sobre el esternón. Solemnidad religiosa sin que él comulgase coram populo, no se concebía. En ausencias o enfermedad del párroco, él rezaba el rosario en la iglesia, y dirigía el Calvario que andaban las mujerucas, y cantaba las vigilias y las misas de encargo, y ayudaba a otras, y pedía para las Ánimas, cepillo en mano, al salir la gente de la iglesia. Pues a pesar de todo esto y de mucho más, la voz pública le ponía de hipócrita y de bribón, que no había por dónde cogerle. La misma fama aseguraba que no había rastro en el pueblo de un acto de caridad de don Sotero. Éste mostraba una pobreza extremada en los menores detalles de su vida; lo que, según las murmuraciones, se compadecía muy mal con la vida regalona y descuidada que llevaba su sobrino, el cual «sobrino» decía, a cada paso, que gastaba de lo suyo, heredado de su madre. Según las gentes, don Sotero era muy rico y tenía el dinero enterrado en la huerta, o en la cuadra, o quizá escondido entre las latas del tejado. Cómo había adquirido tanto caudal un pobre procurador de aldea, nunca pudo averiguarse en Valdecines; y a ese punto oscuro se enderezaban las historias tremebundas que relataban las gentes, siempre dispuestas a ver detrás de personajes como don Sotero, huérfanas esquilmadas, testamentos falsificados, depósitos desconocidos, y hasta poderdantes emparedados.

Yo, por ahora, lector, ni entro ni salgo. Más adelante, veremos.

Entre tanto, vuelvo a tomar el asunto donde quedó pendiente, y digo que los pasos aquellos se fueron acercando a la sala; y que, por último, apareció Bastián a la puerta de la alcoba, no tan retozón ni estrepitoso como cuando se acercó a Macabeo. Verdad que don Sotero estaba terrible en la actitud en que le hemos visto. Detúvose Bastián a respetuosa distancia, y aún continuó aquél un breve rato con la mirada punzante, fija en los desmayados ojos del muchachón.

Cansábase éste de dar vueltas al hongo entre sus manos y de atusarse el pelo, cuando el otro, soltando la pluma, después de limpiarla sobre la haldilla de su chaquetón, le dijo con voz preñada de iras y menosprecio:

-Tan bruto eres, que una sola cosa medio acertada que has hecho en tu vida la has hecho por casualidad.

Asombrado quedó el gaznápiro al ver el poco ruido en que paraba nublado tan imponente. Llenósele de júbilo la caraza y dijo, mientras avanzaba hacia la mesa enseñando todos los dientes:

-¡Tenga usté buenos días, señor tío muy amado!

-¿Oyes lo que te he dicho? -añadió don Sotero, parando a su sobrino con el lanzón de su mirada.

-¡Dios!... ¡ni aunque fuera sordo! -respondió Bastián volviendo a manosear el chambergo. Luego preguntó-: ¿Y se puede saber cuál es la cosa buena que yo he hecho por casualidad?

-Precisamente la que más miedo te daba al ponerte enfrente de mí: el haber venido a Valdecines sin mi permiso.

-Verdad es, tío muy amado, que el venir sin su licencia de usté, dábame acá dentro muchos resquemores; pero de su buen corazón esperaba que tan aina como yo estipulara los motivos...

-Los motivos esos los barrunto y no los trago, por falsos; y en cuanto a los verdaderos, te han de costar a ti disgustos muy gordos, o yo no he de ser quien soy. Digo que sin querer has acertado viniéndote a Valdecines, porque cabalmente estaba pensando yo en mandarte venir.

-Y ¿por qué, tío muy amado?

-¡Menos jarabe, animal, que no cae bien en tu boca! -dijo don Sotero echando por la suya las palabras como latigazos-. Me consta lo que me amas, y mejor te está callarlo, si tienes chispa de vergüenza... Digo que pensaba mandarte venir, porque me convenzo de que es echar margaritas a puercos gastar un ochavo en pulirte esa naturaleza brutal... A ver, date dos pasos por la sala... Párate ahora. Figúrate que pasa a tu lado una persona decente y le haces un saludo... Es una señorita, y te sonríes al mismo tiempo... ¡Cierra esa boca, pedazo de bestia!

Bastián iba ejecutando como un recluta las órdenes de su tío; tan desatinadamente, que éste se tapó los ojos por no verle al decir las últimas palabras que hemos transcrito.

-¡Basta, basta! -añadió.

Su sobrino, encogiéndose de hombros y con las manos en el bolsillo del pantalón y el sombrero encasquetado, volvió a la puerta de la alcoba y allí se plantó.

-No sirves, Bastián..., ¡no sirves! -exclamó don Sotero cuando se descubrió los ojos y volvió a mirar a su sobrino.

Éste, asombrado del dicho, replicó en el acto:

-¿Qué no sirvo? ¡Dios! Y ¿para qué no sirvo, si se puede saber?

-Para tu felicidad, para la mía..., para realizar los propósitos que me han costado tantos desvelos y tanto dinero... ¡y tanta comedia!

-En lo de la comedia y los desvelos usté se entenderá, si a mano viene; respective al dinero, de lo mío gasto.

-¡De lo tuyo..., de lo tuyo, zanguango! -dijo don Sotero con la misma cara que pondría si le sacaran una tira del pellejo-. ¡De lo tuyo! ¿Dónde lo ganaste? ¿De dónde te vino?

-De la herencia. ¿No me lo ha dicho usté cien veces?

-Para que lo divulgues, animal; no para que me lo cuentes a mí. Tú no tienes un ochavo, sábelo bien; ni yo tampoco lo tendré si no te corto las alas que en mal hora te di.

-¿Y por qué me las dio usté?

-Porque esperaba que sabrías volar con ellas; porque pensé que la garlopa de la educación llegaría a pulimentar tu madera, por ingrata y dura que fuese. Por eso te envié dos años hace a la ciudad; por eso te tuve allí hecho un paseante en corte, recibiendo al mismo tiempo enseñanzas que no te han cabido en la cabeza.

-¿Y para qué se empeñaba usté en esos imposibles?

-Ya te lo he dicho, bárbaro; para hacer de ti un hombre capaz de llevar a cabo mis proyectos.

-Pues si se han de lograr dándome a mí tormento en la ciudad, téngalos por finiquitos.

-¡Nunca!

-¿Quiere decir que he de volver allá?

-¡Jamás!

-Pues no lo entiendo.

-Ni lo necesitas. Lo que has de saber es que desde anoche acá, las cosas han cambiado, y que, tal como eres, haces aquí mucha falta... Por eso acertaste en venir hoy, aunque, viniendo, creyeras que obrabas mal... ¿Dónde has estado desde que llegaste?.... porque tú llegaste hace dos horas.

Atarugóse aquí Bastián, y respondió balbuciente:

-Esperando a que usté saliera de casa de la difunta.

-¿En dónde?

-Por ahí.

-¡Mentira!

-¡Dios!

-¡Es preciso que renuncies para siempre a esa inclinación maldita, o te ha de quedar memoria de mí! Desde hoy no darás un paso en el pueblo sin que yo te lo aconseje.

-¡Pues me voy a divertir!

-Es que no trato yo de que tú te diviertas, sino de sacar el jugo, a todo trance, al caudal que me cuestan estas cosas.

-¡Estas cosas!... Siempre está usté con «estas cosas» al retortero; y el demonio que le entienda. ¡Dios! Hable claro de una vez aunque reviente, y medraremos.

Miró don Sotero de alto a bajo a Bastián con un gesto que se resiste a toda pintura, por lo mezclado que anduvo en él lo feo con lo duro, lo irónico, lo amenazador y lo depresivo, y díjole al fin:

-No olvides lo que te he encargado: ¡desde este momento ni un paso tuyo en Valdecines sin que yo le conozca y le autorice! Hay que aprovechar ¡hasta los minutos! Esto es todo lo que te importa saber. Y ahora pedazo de bruto, lárgate de ahí a mudarte esa ropa.

Bastián se dio media vuelta, atravesó la sala de dos zancadas, y entró en la alcoba frontera a la de don Sotero, exclamando al cerrar con ira la desvencijada puerta:

-¡Dios!..., ¡qué hombre!

El tal, cuando se vio solo, sacó del bolsillo la carta que había guardado al acercarse Bastián; tornó a humedecer la pluma en los cendales del tintero; hizo algunos números en la parte no escrita del sobre; luego se entretuvo en despegar el sello, que guardó cuidadosamente entre otros que tenía envueltos en un papel dentro del armario y, por último, rompió la carta en pedacitos muy pequeños, que aún subdividió en otros casi microscópicos.

-¡Que aguarde la respuesta! -murmuró sonriéndose.

Volvió a sentarse, y del cajón de la mesa sacó un libro que, según rezaba el tejuelo de la tapa era de cuentas de su «Administración de las rentas y aparcerías de doña Marta Rubárcena de Quincevillas»; y antes de abrirle, llamó muy recio desde la puerta de la alcoba:

-¡Celsa!

Y al punto apareció en la sala, arrastrando las chancletas, una mujer, ya de años, con no pocos remedos, si es que no era fiel trasunto de aquella piadosísima Pipota, consejera y buscona del archicélebre Monipodio. Y díjola don Sotero en cuanto la vio:

-Avísame cuando oigas tocar a misa, que hoy no es día de perderla.

Con lo cual, la vieja se volvió a su escondrijo, y el hombre a sus papeles.




ArribaAbajo

- VII -

Águeda


Si la superficie de un dormido lago se transformara súbitamente en pradera verde y lozana, y a un extremo de ella brotaran un bardal espeso aquí; un grupo de castaños allá; dos higueras enfrente; un robledal más lejos; una fila de cerezos delante de un barullo de manzanos y cerojales; una mimbrera junto a una charca festoneada de juncos, menta de perro y uvas de culebra, un alisal hacia el monte... y otros cien adornos semejantes, que el buen gusto del lector puede ir imaginando sin temor de alejarse de la verdad; y luego colocáramos una casita, agazapada debajo de su ancho alero, como tortuga en su concha, al socaire del bardal; otras dos parecidas, a la sombra de las higueras; cuatro o cinco, no mayores, detrás de los castaños; algunas con balcón de madera, aquí y allí compartiendo amistosamente con las más humildes el amparo del robledal o los sabrosos dones de los frutales; otras muchas, y cada una de por sí, arrimadas a la setura, de un solar, o a la pared de un huerto; y en el centro de este ordenado y pintoresco desorden, una iglesia modestísima alzando su aguda espadaña como pastor vigilante la cabeza para cuidar de su disperso rebaño; y, por último, subiéramos al monte frontero, y en una de sus cañadas tomáramos la linfa de un manantial, y la dejáramos descender a su libertad, y arrastrarse a las puertas de este caserío, y murmurar entre las lindes de dos huertos de la mala acogida que se le hiciera en las abiertas corraladas, hasta que después de refrescar las raíces de los álamos cercanos a la iglesia y hacer a ésta una humildísima reverencia que le costara un nuevo rodeo en su camino, se largara mies abajo, entre berros y espadañas, tendríamos, lector discreto, pintiparado a Valdecines. Así está tendido al comienzo de un angosto y no muy largo valle, llano como la palma de la mano; así están distribuidos como en un dibujo de hábil artista, sus caseríos, sus huertos, sus arboledas y sus aguas. Montes de poca altura, pero bien vestidos, y la sierra que conocemos, amparan el valle por todas partes: y se une a otro más extenso por el angosto boquete que da salida al riachuelo que, paso a paso y con la ayuda de otros vagabundos como él, va tomando humos de río.

La casa en que han ocurrido los sucesos de que dimos noticia al lector en el capítulo II es de las más próximas a la sierra. Como la mayor parte de las solariegas de la Montaña, sólo en dos fachadas tiene balcones: al oriente y al mediodía. La corralada, de que también hemos hablado, está delante de esta fachada; la del oriente cae sobre un jardín separado de la vía pública por un enverjado que arranca de la pared del corral y se une por el otro extremo a un muro que, después de describir una curva extensísima, va a soldarse con el otro costado de la portalada, dejando encerrado un vasto parque en que abunda, con inteligente distribución, lo útil y lo agradable.

Dentro de esta casa no se busque el muelle lujo de la ciudad. Holgura, comodidad, abundancia, buen gusto y primores de limpieza, eso sí. Durante el feliz matrimonio de la última de los Rubárcenas con el señor de Quincevillas se hicieron en ella notables reformas, procurándose hermanar en lo posible las reliquias de antaño y las exigencias de las necesidades modernas. Son muy venerables los techos de madera, las camas de alto testero y los bancos de encina con tallado espaldar; pero son mucho más cómodos los cielos rasos, las camas metálicas, con jergón de muelles y los sillones tapizados, siempre que se trata de dormir y de sentarse. Cuando se fundó aquella casa, todo el lujo de clase consistía, después de los indispensables blasones esculpidos en piedra sobre el centro de la solana, en una portalada de sillería con adornos y remates de escultura, costoso marco en que encajaban dos portones macizos atestados de clavos de altísima cabeza, para dar ingreso a un corral, obstruido ordinariamente por el acopio de leña para largos meses, un carro de labranza, un horno de pan, el brocal de un pozo con su correspondiente pila, y a menudo un montón de estiércol, amén del perro y las gallinas, cuando no los conejos. Esto al mediodía, en lugar preferente. El huerto, pequeño y sombrado por elevadas tapias, como cosa indigna de verse, estaba relegado a la fachada del norte, es decir, al frío y a la oscuridad. Sin embargo, era otro detalle de clase; por lo cual se cargaba el despilfarro y la fachenda en las tapias que se veían, importando dos cominos que la fruta y las legumbres fueran pocas y malas.

Así estaba aún la casa de los Rubárcenas cuando unió sus blasones a los de los Quincevillas. El avisado matrimonio comprendió que se podía mejorar aquello sin ofensa de la tradición; y fue su primer acuerdo dejar la portalada como la hallaron, por lo que tenía de vieja y, sobre todo, de monumental: pero quitaron el horno y trasladaron los demás estorbos del corral a una casita de labranza, construida a este propósito en terreno que abundaba al otro lado de la casa solariega. El tal terreno fue creciendo en extensión en virtud de compras y cambios hechos por don Dámaso, muy aficionado a estas cosas, que son la salsa de la vida campestre. Redondeada la finca, comenzaron las roturaciones, los plantíos y las siembras y, por último, se cercó a cal y canto, en la cual tarea, como nos dijo don Lesmes, sorprendió la muerte al señor de Quincevillas. El jardín fue proyecto de su mujer, y en su ejecución no intervino poco el buen gusto de Águeda, aunque era a la sazón una niña.

Así andaba en aquella casa, por fuera y por dentro, mezclada la tradición venerable con los estilos del día, como anda en todas las solariegas de la Montaña, que no han acabado en punta, o no se han visto abandonadas por sus señores, más acomodados al bullicio de la ciudad que al silencioso apartamiento de la aldea.

Cuentan los viejos de Valdecines que por aquel entonces la señora de Quincevillas tenía que ver. A creerlos, reinas la vestían y emperatrices la peinaban, no por el lujo, que nunca fue tentada de él, sino por el modo; el sol y la luna llevaba pintados en sus ojos negros; y no parecía sino que los mismos ángeles le plegaban los labios cuando sonreía. Su pelo era más fino y más negro que la seda; el cutis, como nieve entre rosas, y torneros de la gloria debieron de hacer aquel cuerpo gallardo que, al andar, se mecía como el dorado mimbre al blando soplo del terral de la aurora.

Y no digo lo que se refiere de su caridad sin límites, de su amor a los pobres y de su despego de las pompas mundanas, porque sería el cuento de nunca acabar; y callo lo que se ensalza la especie de veneración que sentía por su marido, tan digno de semejante mujer, por sus altas prendas y señaladísimas virtudes; y lo que se pondera su piedad edificante, sin extremos ni gazmoñería; y, por último, lo que se regocijaba su alma en la contemplación de la hija con que Dios había querido estrechar más los lazos de aquel venturoso matrimonio, porque lo uno se adivina fácilmente, y de lo otro voy a hablar yo por mi propia cuenta.

Cierto, certísimo, que la última de los Rubárcenas tenía mucho talento, y evidente y comprobado que no le mostró jamás elevándose a las cumbres de la filosofía, ni a otras alturas en que las mujeres se hacen ridículas, y se marcan muy a menudo los hombres, sino bajándose a los prosaicos pormenores de la vida doméstica. Tengo para mí que es más difícil dirigir una familia sin que ninguno de sus miembros se extravíe, o la discordia arroje de vez en cuando en medio del grupo su manzana, que gobernar un Estado. La señora de Quincevillas fue un modelo admirable en aquel empeño. Ayudáronla en él su fe cristiana, ante todo; es decir, la luz y la fuerza para conocer y cumplir sin desmayo los altísimos deberes de su cargo, como esposa y como madre; y, en segundo término, el rico caudal de conocimientos, a cual más útil en los ordinarios sucesos de la vida íntima, adquirido en germen durante su estancia en el colegio y profusamente desarrollado más tarde por la virtud de su rara inteligencia.

La educación de Águeda, la formación de aquel hermoso carácter de que ya hemos oído hablar, fue la grande obra de su vida, tarea en que, de ordinario, tantos desvelos se malograron por falta de tacto. Cera es la infancia, que así se deshace con el calor excesivo, como se endurece con el frío extremado. Conservarla en el grado preciso para que pueda tomar la forma deseada, sin que se quiebre o se deshaga entre las manos, es el misterio del arte de la educación. Con este tino consiguió la discreta señora dirigir a su gusto el corazón y la inteligencia de su hija hasta formarla por completo a su semejanza. Verdad que se prestaba a ello la dócil masa de la despierta niña; pero en esa misma docilidad estaba el riesgo cabalmente.

Que esta educación se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios, sin salvedades acomodaticias ni comentarios sutiles, se deduce de lo que sabemos de la maestra, aunque está de más afirmarlo tratándose de una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como las más humildes, regidas por la misma ley inalterada e inalterable. En lo que se distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fue en su empeño resuelto de explicar a su hija la razón de las cosas para acostumbrarla, en lo de tejas arriba, a considerar las prácticas, no como deberes penosos y maquinales, sino como lazos de unión entre Dios y sus criaturas; a tomarlas como una grata necesidad del espíritu, no siempre y a todas horas como una mortificación de la carne rebelde. De este modo, es decir, con la fuerza del convencimiento racional, arraigó sus creencias en el corazón. Así es la fe de los mártires; heroica, invencible, pero risueña y atractiva; ciega, en cuanto a sus misterios, no en cuanto a la razón de que éstos sean impenetrables y creíbles. Es de gran monta esta distinción que no quiere profundizar la malicia heterodoxa, y de que tampoco sabe darse clara cuenta la ortodoxia a puño cerrado.

Por un procedimiento análogo, es decir, estimulando la natural curiosidad de los niños, consiguió doña Marta inclinar la de su hija, en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado conveniente a sus propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma facilidad desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo de la cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al sentimiento y a la percepción, único propósito de su madre, pues no quería ésta a su hija erudita, sino discreta; no espigaba la mies, preparaba el terreno y le ponía en condiciones de producir copiosos frutos, sanos y nutritivos, depositando en él buena semilla.

Algunos viajes hechos por Águeda, oportunamente dispuestos por su madre, la permitieron comparar, a su modo, la idea que tenía formada del mundo con la realidad de él; y como ya para entonces la previsora maestra la había enseñado a leer en las extensas páginas del hermoso suelo patrio, convencióse la perspicaz educanda de que dice mucho menos la ciudad con sus estruendos, que la agreste naturaleza con su meditabunda tranquilidad. No exageraba su madre cuando la aseguraba, con un famoso novelista, que en todo paisaje hay ideas. ¡Cuántas encontraba Águeda entre los horizontes de su lindo valle!

Y he aquí de qué manera consiguió doña Marta arraigar en su hija el amor al suelo nativo, otro de sus intentos más meditados, por juzgar el caso de suma trascendencia.

Concluida la educación de Águeda, comenzó su madre la de su otra hija, venida al mundo diez años después que aquélla, y en los tanteos andaba, no más, de la candorosa y rudimentaria inteligencia de la niña, cuando la muerte asaltó la risueña morada de aquel venturoso grupo, hiriendo a la figura que más descollaba en él y mayor espacio ocupaba en el hogar.

Todo parecía haberlo previsto la noble dama, menos este insuperable infortunio. Como decreto de Dios, le aceptó con la frente humillada; pero la Naturaleza reclamó su tributo de lágrimas y dolores, y la viuda se lo pagó al cabo con exceso. Tantos años de no interrumpida felicidad, dejan fuertes raíces en el corazón y en la memoria; hiéreles el mismo golpe que detiene el curso del tiempo venturoso, que no ha de volver jamás; y en la amarga sima que abre, el alma de mejor temple cae y se contrista. Así cayó abatido el espíritu de mujer tan animosa.

Águeda sepultó en su pecho el dolor propio para mitigar, en lo posible, el que, de hora en hora, se imponía con creciente fuerza a la virtud de su madre. Remplazóla en las más indispensables atenciones domésticas, por de pronto. Animóse con el ensayo; en otra tentativa echó sobre sí el peso de mayores cuidados; y cuando se cargó con todos ellos, la atribulada madre, como si hubiera estado esperando aquel resultado de una prueba intentada, se abandonó por completo a sus meditaciones y tristezas. Pronto se reflejaron en su cuerpo los dolores de su alma; y de aquella matrona gentil y apuesta, en que todo era escultural y hermoso, fueron desapareciendo la tersura y la redondez de las formas, como si el luto que vestía fuera una cruz de hierro con espinas; comenzaron a encanecer sus cabellos, y estampó en su rostro todas sus huellas tristes la negra melancolía. Acrecentóse en ella el fervor religioso, y se entregó a la vida mística y de mortificaciones.

Águeda contaba entonces dieciocho años, y puede decirse que se hallaba ya en la plenitud de su desarrollo y de su hermosura. Tenía de su madre, en los buenos tiempos de ésta, los contornos artísticos y graciosos, la corrección de facciones y la arrogancia del conjunto; pero era rubia con ojos azules muy oscuros, con larguísimas pestañas, casi negras, detalle que daba a su mirada dulce una extraordinaria intensidad.

De su natural gracejo y de las penas sentidas por el estado de su madre, se había formado un carácter entre abierto y reflexivo, que era su mayor encanto; mezcla peregrina de candor y de madurez, ostentaba todo el brillo de la mujer discreta, sin la insufrible impertinencia de la joven resabida. Naturaleza exuberante y poderosa, había resistido el influjo de las tristezas del hogar en una época de la vida en que ésta es el reflejo de cuanto la rodea: y consiguió tal victoria buscando fuerzas en la misma necesidad, que la obligaba a trabajar sin descanso como madre afanosa, sin dejar de ser niña. Esta práctica admirable fue la mejor piedra de toque de las enseñanzas de su madre. Creo que ha dicho alguien (y si no lo ha dicho, lo digo yo ahora) que la experiencia del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre que se ha reflexionado, y Águeda había reflexionado mucho; primero, por obra de los acontecimientos. En esto estribaba el secreto de aquel juicio precoz, que tanto asombraba a don Lesmes.

Acostumbraba a pensar y a sentir por todos en el hogar; su entendimiento y su corazón habían formado una alianza admirable; nada aceptaba el uno sin la aquiescencia del otro; allí no cabían pasiones irreflexivas y tumultuosas; pero, en cambio, lo que una vez entraba, era para no salir jamás.

A pesar de la abdicación que parecía haber hecho de todas las facultades, doña Marta, en los pocos asuntos que pudiéramos llamar de pura diplomacia, en los cuales, por su posición y conexiones, se veía precisada a entender, era siempre la mujer de talento superior y de amenísimo trato. El dolor que la producían estas violencias del espíritu, sólo ella podía pintarle.

Tan insufrible debía parecerle, que habiéndosele prescrito los baños de mar como de necesidad inexcusable, al volver con su hija de tomarlos por segunda vez:

-¡No más! -dijo al entrar en su casa-. ¡La muerte antes que esta violencia!

Y la violencia consistía en tener que frecuentar el trato de amigos y parientes durante su permanencia en la ciudad, y corresponder a las molestas atenciones que siempre se consagran en el mundo a las madres ricas de las hijas solteras, aunque no sean tan hermosas y atractivas como Águeda.

Sepultóse, al fin, en Valdecines, llena de pesadumbres y de achaques, y un año después acabáronse las unas y los otros, de la triste manera que ha visto el lector algunos capítulos atrás.

Ofensa muy grave hiciera yo al piadoso corazón de ese caballero si me entretuviera, después de todo lo dicho, en pintarle los grados del dolor sentido por la hermosa doncella al ver morir a su madre; pero ha de saber que, para aumentar este dolor, que tan fácilmente se concibe, hubo un manojito de espinas con que no contaba la huérfana. Pensó la desventurada que después de amortajar a su madre, cerrarle los ojos, poner entre sus manos yertas la bula y la cruz del rosario, y estampar un beso de despedida sobre su frente marmórea, podría desahogar el acongojado pecho rompiendo el dique a las lágrimas. Pues no, señor. De aquellos lances se daban pocos en Valdecines, y Águeda era el jefe de la casa. Tuvo, por consiguiente, que proveer a un sinnúmero de necesidades del momento, y responder a otras tantas preguntas crueles sobre el pormenor de los funerales, el número de curas, la calidad y la cantidad de los invitados forasteros..., ¡hasta sobre el forro y las tachuelas del ataúd! Y pasó aquello, y vino el día del entierro y cuando el corazón se le partía en el pecho al ver que se llevaban a su madre entre cuatro tablas para dar pasto a los gusanos con aquellos míseros restos de la vida, comenzaron los saludos estúpidos, las caras grotescamente tristes, las falsas protestas de sentimiento..., y como los visitantes eran forasteros y habían asistido al funeral, que se acabó al mediodía, hubo que servirles copioso agasajo, y hasta que presidir la mesa, ¡ella, que no se alimentaba sino de lágrimas!

Yo no sé cuándo la sociedad ha de convencerse de que esas atenciones que consagra a los que lloran en casos tales son impertinencias que producen el efecto contrario; y es un dolor que ya que la sociedad sea incorregible en ese pecado, no se resuelva el afligido a decirla, atravesando la puerta de su hogar.

-¡Vaya usted muy enhoramala! ¡No puedo con lo que tengo encima, y viene usted ahora a echarme todo el peso de sus sandeces!

-Pero ¿quieren ustedes apostar una cosa buena a que si la sociedad llegara a dar, en esos trances, una prueba de buen sentido, habían de poner los dolientes el grito en el cielo? «¿Adónde vamos a parar? ¿Qué es esto? ¿Dónde están esos amigos de ayer que no vienen a consolarme hoy?».

Somos así. No obstante, por lo que a Águeda respecta, me atrevo a asegurar que no hubiera exhalado quejas tales al verse aislada en trance tan amargo.

Pero al fin, pasaron los días de prueba..., porque (eso es lo bueno que tiene este pícaro mundo) todo pasa en él como por la posta; y logró quedarse sola con su dolor y sus recuerdos. Lloró muchas, ¡muchas lágrimas! Después, como tenía que pensar en todo, secas ya las fuentes de sus ojos, quiso orientarse en la apurada situación en que la voluntad de Dios la había colocado, quiso saber qué le quedaba en el mundo como abrigo y amparo; qué debía temer, qué debía esperar. Y miró en su derredor, y se vio sola y cargada de deberes, cuyo peso le parecía superior a sus fuerzas. Atrevióse a mirar al fondo de su corazón, y apartó de él la vista con espanto. Allí había algo como una espina, que la punzaba, y no podía arrancarlo por más esfuerzos que hacía; trataba de mitigar el dolor amparándose con el recuerdo de su madre, y más le exacerbaba así. Las dos imágenes no cabían en paz en su corazón, ¡y la desventurada no podía pensar en la una sin consagrar la mitad del pensamiento a la otra! Volvió a verter mares de lágrimas, y llorando seguía cuando una voz infantil dijo a su lado:

-¡Águeda!

Ésta levantó la cabeza que hundía entre sus manos y vio a su hermanita que, de pie enfrente de ella, le contemplaba con el hermoso rostro contristado. También era rubia y blanca, y profusas madejas de rizos envolvían su cuello y descansaban trémulos y brillantes sobre los hombros cubiertos con las negras y ásperas lanas del luto riguroso que vestía.

-¡Pobrecilla! -murmuró Águeda, atrayéndose a la niña y dándola un beso-. Me olvidaba de ti.

-También te olvidas de lo que me prometiste -dijo Pilar, enredando con las puntas del ceñidor de la negra bata de su hermana.

-Pues ¿qué te he prometido, ángel de Dios?

-No llorar más... ¡y siempre estás llorando!

-Es verdad... Pero no volveré a hacerlo para no afligirte.

-Eso dices siempre..., y con todo, lloras... También me prometiste otra cosa.

-¿Qué cosa, hija mía?

-Despachar a don Sotero... ¡Ay, Águeda! ¡Qué miedo me da ese hombre! Desde que se murió mamá parece que tiene los ojos más verdes, y la voz más agria, y la boca más honda, y los dientes más afilados. ¡Algunas veces me manda las cosas con un aire!... Antes no hacía eso...¡Échale, Águeda!

-Pero niña, ¿cómo quieres que yo despida de repente a un hombre que en vida de nuestra madre ocupó tan señalado lugar en esta casa? Parecería eso muy mal. Ya te he dicho que cuando venga nuestro tío Plácido, que no puede tardar, iremos poco a poco separándole del cargo que ahora tiene...

-¡Mira que es muy malo, Águeda!

-Aprensiones tuyas, hija mía.

-Y tuyas también, ¡ea! Que por la cara que le pones, y alguna palabra suelta, conozco yo que no le puedes ver.

-Las niñas discretas no deben meterse con sus juicios en tales honduras.

-Eso es, ¡ríñeme ahora!

-No te riño, hija mía, sino que deseo que dejes a mi cargo ese asunto, que me interesa mucho más que a ti.

-¿Y si me trata mal ese hombre?

-¡Se guardará muy bien de hacerlo!

-¿Y si no se guarda?

-Si no se guarda, no esperaremos a que venga nuestro tío para hacer lo que debamos... Y ahora vete a correr por el jardín, y entiende que desde mañana vas a comenzar tus lecciones interrumpidas.

-¡Tan pronto!

-Más de dos semanas has tenido de vacaciones.

-¡Y bien tristes!

-Por lo mismo nos conviene a las dos volver cuanto antes a esas tareas. Así nos distraeremos.

-Adiós -dijo Pilar, besando a su hermana en la tersa mejilla.

-Adiós, hija mía -contestó Águeda, estrechando a la niña contra su pecho y dándola un beso en los rizos de la frente.




ArribaAbajo

- VIII -

La espina de Águeda


Mientras esto pasaba arriba, abajo, cerca de la portalada, se apeaba un personaje, no desconocido para el lector, y entregaba el caballo a Macabeo, que le había visto llegar y tenido el estribo.

Y decía Macabeo:

-Ya extrañaba yo que, hallándose usted en la tierruca, no se diera una vuelta por acá a rendir su homenaje correspondiente a la pobre señorita... Porque, hablando en punto de verdad, ¡qué caráspitis!, si en vida de la señora, que en paz descanse, hubo entre ustedes sus dares y tomares, nunca mejor ocasión que ésta para echar pelillos a la mar; y nada tiene que ver el que las gentes no congenien, con venir a limpiar las lágrimas de los que lloran por los muertos: la caridad de Dios lo manda y el mesmo corazón lo pide. ¿No es verdad, don Fernando?

Y respondía Fernando, no muy entonado ni seguro de voz, algo receloso de mirada y bastante desconcertado de ademanes, como quien va a cometer una empresa muy arriesgada:

-¿Y qué motivos tienes tú, buen Macabeo, para asegurar que entre esta familia y yo hubo alguna vez esos dares y tomares de que hablas?

-Motivos, por decir motivos, señor don Fernando, no los tengo mayormente; pero ya sabe usted lo que es la gente: cuando ve que uno menudea el trato con otro, y luego se entera de que el trato no sigue, se vuelve tarumba buscando el porqué de la cosa; y muy a menudo da lo que presume por lo que no encuentra. Bien pudiera suceder en lo presente algo de esto; y si sucede, que no valga lo dicho, y salud nos dé Dios. Díjelo al auto de ensalzar el caso de la bienvenida que, por lo demás, yo no entro ni salgo... Y a lo que voy, creo que no miento, caráspitis, si le aseguro a usted que no ha quedado señor de copete en el redondel de la provincia, sin venir a dar su sombrerada a la señorita... ¡Ay, qué días, señor don Fernando; qué laberintos y trajines!... ¡Ya se ve: de los pudientes, todos resultan amigos y parientes!... No juraré yo que muchos de ellos no hayan venido por bambolla, y tal cual por lo que se pesca en el regodeo del bizcocho remojado, cuando no el ollón del mediodía; que de unos y otros hubo. A todo se hace en la vida, créalo usted; y Dios me perdone si en el supuesto levanto algún falso testimonio... Por eso no llamo a nadie por su nombre, aunque bien pudiera. ¡Y qué decirle a usted del entierro de la señora, que en gloria esté a la presente! ¡Caráspitis! Bien que algo ya sabrá usted, porque en él hubo mucha gente de Perojales. Aquello, señor don Fernando, no se ve más que una vez en la vida; y en esa, cuente que los ojos de la cara no alcanzan a ver la mitad. Aquí fue día de fiesta, por lo tocante a no trabajar nadie; la iglesia se llenó con unos y con otros a lo mejor del caso, y en la brañuca de afuera no cabía un mosquito. ¡Pero adentro!... ¡Uf! El señorío más pudiente de la provincia en cuatro ringleras, de arriba abajo; más de cincuenta curas cantando las vigilias en el coro. ¡Qué voces! Cuando el de Piongo echó el Desila (dies illa), la gente lloraba. ¡Cuento parece que con los años que tiene entone de aquella manera!... Después, la misa. ¡Caráspitis! ¡Qué jumera se armó con aquellos incensarios! ¡Qué ruido con aquellos cánticos tan tristes! ¡Qué melanconías daban aquellas casullas tan negras y aquellas luces tan altas al reguedor del tomulto, que se perdía de vista allá arriba! ¡Y todavía había cirios encima de él, y cirios en el suelo, y cirios en todas partes!... ¡Aquello ardía, señor don Fernando, y partía el alma! ¡Y más la partió el rodear después todos los curas el tomulto; y responso va y jisopada viene, incensada por acá, requiem por allí, amén por el otro lado! ¡Corazón de peña había de tener para no llorar con el incienso, techo arriba, hasta el mismo cielo!... ¡Vaya si subirían! Así subiera yo el día de mi muerte... Pues ¿y de limosnas?... Los pobres se aviaron para mucho tiempo... ¡No digamos cosa del sustipendio a los señores curas! Un ochentín a cada forastero... ¡Un ochentín! Onde más se da por lo mesmo, no llega a treinta reales. Dicen que a don Sotero se le iba el corazón detrás de cada moneda que daba, aunque lo hacía por cuenta ajena; pero al que lo tiene de suyo, a la cara le sale, aunque se rasque el vecino.

Como a Fernando le devoraba la inquietud, cortó aquí la narración de Macabeo.

-Muy bien está -le dijo- todo eso que me refieres; pero advierte que deseo saludar cuanto antes a la señora, y dime si podré hacerlo.

-¡Eso no se pregunta, señor don Fernando!... Digo, paréceme a mí, salvo tropiezo que no barrunto a la presente...

-Pues recoge mi caballo... y hasta luego.

Hízolo así Macabeo; y mientras le llevaba de las riendas a la cuadra, Fernando abrió la portalada y entró en el corral.

Águeda se hallaba sola. Anunciáronle una visita; y sin dársele tiempo para preguntar de quién era, ya apareció Fernando en la estancia, pálido y torpe, como colegial delante de su maestro. Águeda, al verle, se puso no pálida, sino lívida.

-¡Virgen santa! -murmuró apartando los ojos de Fernando.

A esta escena siguieron frases descosidas y actitudes violentas que se dejan adivinar fácilmente. ¡Donoso estaba a la sazón el impávido adalid de la nueva ciencia! ¡Temblar delante de una señorita de aldea, él que, erguido sobre la tribuna, ponía en efervescencia a la muchedumbre con el vigor de su palabra!

Precisamente a estos recuerdos se agarró Fernando para adquirir la serenidad que le faltaba en aquel trance, que no dejaba de ser espinoso para él, como se verá por lo que sigue.

Encauzada, al fin, la conversación, gracias al esfuerzo de voluntad del joven, llegó a decir Águeda:

-Veía la muerte junto al lecho de mi madre; juzgué que el doctor Peñarrubia era el único recurso humano que podía salvarla y le busqué.

-Eso es decirme, Águeda -replicó Fernando-, que yo he creído que en la carta escrita a mi padre iba la llave para que yo abriera estas puertas que se habían cerrado.

-Esto es dar a un hecho la única explicación que tiene.

-Y por ventura, ¿le he dado yo otra distinta?

-Expongo la razón de mi conducta.

-¿A quién? ¿A mí? ¡Ay, Águeda! ¡Desgraciadamente, no puedo invocar ese derecho!

-Pero yo le reconozco en quien acaso me escucha en este instante; su memoria es mi juez y ha de serlo.

-No olvido que ese juez me cerró estas puertas.

Águeda calló.

-Ni que tú echaste la llave -añadió Fernando-. Ya ves que es ocioso recordármelo.

-Entonces, ¿por qué has venido?

-Porque no pensé que en estas horas supremas en que la costumbre obliga a ser paciente con tantas protestas falsas de cariño, fueras desdeñosa con el único corazón que mide y siente la magnitud de tu pena.

Águeda oyó el eco de estas palabras en lo más hondo de su pecho, y se abandonó al dulce sentimiento que las inspiró.

-¡Si vieras, Fernando -dijo, con los hermosos ojos arrasados en lágrimas-, qué triste es la soledad en que me hallo! ¡Si vieras qué grande, qué oscura y qué fría me parece esta casa desde que se fue para siempre quien la llenaba toda!

-¡Te crees sola, Águeda -repuso el joven reanimado con esta sencilla denuncia de un afecto aún palpitante-; te crees sola, y te complaces en alejar de tu lado a los que te aman!

Como si estas palabras hubieran vuelto a Águeda la línea de un deber olvidado, preguntó con firme entonación, mirando con valentía a Fernando:

-¿Hubieras venido hoy a esta casa hallándose mi madre viva en ella?

-¡Te juro que sin ese propósito no hubiera vuelto a la Montaña!... ¿Y cómo renunciar a él? Se desecha un antojo pueril; se arroja a los vientos del olvido la ilusión de un día; pero no se arranca del pecho jamás lo que ha arraigado allí con la fuerza y la voluntad del destino. Esto lo sabes tú muy bien, Águeda, o no me decías la verdad cuando el abismo no se había abierto aún entre nosotros. Pues bien, los abismos, o se llenan o se salvan, según sea su profundidad. Yo no conozco todavía la del nuestro; para conocerla hubiera vuelto aquí.

-Te dije que este abismo no es de los que se salvan con puentes, y que es muy profundo para colmado.

-Ese dictamen tuyo pudiera no ser el mío. Lo cierto es que me hablaste del conflicto, que indicaste algo sobre su naturaleza; pero nadie accedió entonces a mis deseos de examinarle con serenidad. Una voluntad de hierro se opuso siempre...

-Pues esa voluntad, Fernando, es la que sigue mandando en esta casa, y entiende que, sin ella, la mía hubiera bastado para cerrarte estas puertas.

-¿Y piensas, Águeda, que eso es obrar con justicia?

-Sé que obro con la ley de Dios, y esto me basta.

-¿Y es ley de Dios negar la luz al que perece en la oscuridad, arrojar en la sima de todos los tormentos al que camina por una senda despejada en busca del bien que ya tocan sus manos?

Águeda miró a Fernando con fijeza y le dijo:

-Cuanto más grande es el bien que se busca, más heroica es la resignación que se necesita para renunciar a él.

-Y si el bien es lícito, ¿por qué no hemos de alcanzarle?

-Recuerda, Fernando, en el caso presente, el abismo de que hablabas. No es necesario que yo te diga su profundidad; tú la conoces. Llénale si puedes, o retrocede. Salvándole a la carrera, no esperes hallarme a la otra parte... Y mira ahora lo que me rodea; ve la ocasión en que me arguyes, vuelve los ojos atrás... ¡y ten compasión de mí!

El llanto ahogó la voz de Águeda. Fernando sintió en su corazón un dolor agudo, como si aquellas lágrimas se le abrasaran, y replicó conmovido:

-Perdona, mi bien, las penas que te causan estos quejidos en que rebosa mi pecho. No vine hoy a tu casa a hacerte llorar, sino a llorar contigo; estábanme cerradas sus puertas y he tenido que asaltarlas para entrar; podías creerte ofendida, podías despedirme sin oír la razón de mi venida, y este temor de un suceso que habría de causarme tantas, tan diversas y tan hondas heridas a la vez, privóme de la serenidad para hablarte como un amigo que deplora tus penas. Lo demás, Águeda, ha venido ello solo; porque de la abundancia del corazón habla la boca. Díceseme que vuelva atrás la vista... Un año ha que no sé mirar a otra parte porque vivo de los recuerdos desde que se cerró el camino de mis esperanzas... ¡Déjame evocarlos, Águeda!

-¡Apartarlos de tu memoria fuera mejor para entrambos! -dijo Águeda con angustia.

-¡Tanto valiera -repuso Fernando con vehemencia- quitar la luz de mis ojos! No tengo fuerzas, Águeda, para arrancarte de mi pensamiento, ni al precio de ese sacrificio quiero la vida.

-Esa vida no es tuya, y has de aceptarla por triste que sea.

-No es mía, es verdad, pues te la consagré al conocerte.

-¡Tu vida es de Dios, Fernando, no lo olvides!

-Yo no sé más sino que es muy amarga sin ti, y que no puedo con ella.

-Arrástrala como una cruz, que calvario es el mundo.

-¡Ayúdame al menos a llevarla!

-Y ¿a quién encomendaré la mía, Fernando? ¡Si vieras lo que pesa!

-¡No lo parece, Águeda!

-¿Porque no me quejo como tú? ¿Porque no me rebelo?

-Porque si esa cruz que arrastras es como la mía, en tu voluntad está librarte pronto de ella... abreviando el camino.

-El que yo sigo no tiene atajos: con cruz o sin ella he de seguirle hasta el fin. Tocóme la cruz y la llevo. Ese es mi deber.

-¡Dichosa tú si a tanto te atreves! Yo no tengo esa virtud.

-Porque falta la fe.

-En ti puse la mía, y en ti la tengo.

-Ponla en cosa más alta, si no quieres perderla.

-No podemos entendernos así, Águeda; yo mido un hecho con el criterio humano, y tú le contemplas desde los ideales de tu fantasía religiosa. Desciende por un instante al mundo de la realidad, y júzgame entre los hombres y con la razón de los hombres. El destino quiso que tú y yo nos halláramos, porque nos había arrojado a la vida para eso. No recuerdo cómo te lo dije, o si te lo dije con palabras; pero sé que cuando sentí que te amaba, ya lo sabías tú, como yo supe que era dueño de tu corazón sin que me lo confesaras. Desde entonces, nuestros pensamientos fueron limpio cristal para los ojos del alma; y mientras la tuya se recreaba en contemplar la pureza de los míos, comprendí que había en el mundo algo más grande y más hermoso que el amor a los aplausos y a la gloria; y era la gloria de ser amado por ti. Ni inquietudes, ni dudas, ni recelos, ni vacilaciones nos atormentaron jamás; como si fuéramos los únicos moradores de la tierra, el afecto que nos unió no podía tener otros partícipes que nosotros mismos. No fueron muchas ni largas nuestras entrevistas, ni el misterio ni el vano alarde las acompañaron; brotaba el amor de nuestros pechos sin esfuerzo ni violencia; una palabra sola bastaba para traer a los labios todo el corazón, como del grano depositado en la tierra brota la flor fragante al dulce calor de la primavera. Al alejarme de ti por largo tiempo, parecíame que no nos separábamos, pues si perdía de vista al sol, acompañábame su luz iluminando todos los horizontes de mi vida... ¿Cabe amor más puro ni más intenso, Águeda?

Ésta, invencible y severa, no dijo una palabra. El otro continuó:

-Hasta aquí lo llano y placentero; las auras perfumadas y el ritmo sublime de todos los cánticos de la naturaleza. Desde aquí, las sombras de la noche, el frío y la soledad. Un día, por virtud de extrañas sugestiones, o por los recelos que produce en el país el nombre que llevo, o porque el destino así lo decretó, tus creencias ortodoxas quisieron registrar el fondo de mi conciencia. Obras son del convencimiento y de la reflexión las ideas que tengo y profeso acerca de ese punto de eterna controversia; y como no sé mentir, no os oculté que había grandes y radicales discordancias entre tu modo y mi modo de ver esas cosas.

-¡Y se abrió el abismo entre nosotros! -dijo Águeda.

-¡Le abristeis! -replicó Fernando-. Tu madre creyó ver en el suceso una providencial advertencia, y discretamente nos trazó el camino que en adelante debíamos seguir. Sin embargo, no fue su boca, sino la tuya, la que me hizo conocer su acuerdo inclemente.

-Si con esa advertencia quieres ponderar mi dureza contigo, recuerda lo que ya te dije otra vez, y verás que no me remuerde la conciencia; yo sola hubiera tomado esa misma determinación, a no tomarla mi madre.

-¡Tan grave te parece aún mi delito!

-¡Enorme, Fernando!

-Y no obstante, jamás quisiste someterme a un juicio desapasionado y sereno.

-En delitos de esa naturaleza no hay grados. O se delinque, o no se delinque. El más o el menos importa muy poco. Desconociendo mi fe, lo mismo nos separa un punto que la inmensidad.

-Eso me dijiste también entonces con harto asombro mío. ¡Qué mal se compadecía, Águeda, el rigor de esas palabras que me mataban, con la dulzura de tantas otras con que me diste la vida!

-No está la muerte en la sentencia, sino en el reo que la merece.

-¿Y por ventura sé yo todavía lo que soy en este proceso extraño? Reo me llamas, y sin oírme me condenas; busco en mi corazón y en mi conciencia el delito de que me acusas, y no hallo sino amor y adoración por ti; y tú, en pago, me matas.

-¡Yo!

-¡Sí Águeda, tú! Mi vida, desde que nos hallamos, está en el ansia de llegar a ti, para no separarnos jamás. En la senda me encontraba ya. Tú me cerraste el paso.

-Sé más justo; te señalé el obstáculo que te le cerraba.

-Abismo le llamaste.

-Y lo es por lo que nos separa. También te dije: «Cólmale y pasa, si quieres acercarte a mí». ¿Lo has intentado siquiera, Fernando? ¿Qué esfuerzos puedes invocar que abonen la razón con que me llamas cruel e injusta?

-¿Y qué esfuerzos cabían en mí? ¿Por ventura se cambian cada día las convicciones? ¿Podía yo dejar de pensar como pienso por el solo hecho de saber que no pensaba como tú?

-Podías, cuando menos, no haber ahondado la sima.

-¿Luego la he ahondado?

-¡Cosa extraña! Antes de surgir el conflicto, la misma prudencia era tu boca en asunto tan grave; desde que la fatal discordancia nos separó, tus actos públicos han sido una incesante batalla contra los dogmas augustos de la fe. ¿Qué juicio debo formar de tus propósitos?

-Ninguno que no me favorezca, Águeda; la casualidad ordena a menudo las cosas de ese modo.

-Y la casualidad no fue, sino la Providencia, la que puso en mis manos los impresos relatos de esas tus proezas.

-Lejos de ti, nimio y pueril consideré el motivo de nuestra desavenencia, e indigno le juzgué de someterle al temple de mis arraigadas convicciones; escrúpulo me pareció de los que se desvanecen con el soplo de la reflexión, y dejele intacto en espera de las que pensaba hacerte.

En esto, arrastráronme las circunstancias a una de las batallas que tú lamentas, y entré a pelear con todas mis armas, sin pensar que pudiera herirte con ellas; antes bien, como los paladines legendarios, invoqué tu nombre en demanda de valor y de fuerzas; y cuando los aplausos (perdona esta candorosa declaración) me anunciaron la victoria, sentí no tenerte a mi lado para depositar los ganados laureles a tus pies. En cuanto a mi tesis doctoral, otra de las nefandas batallas, a lo que presumo, con decirte que la escribí antes del fatal suceso, quito toda la maldad a tu sospecha. ¡Ahí tienes lo que queda de mis supuestos propósitos de hostilidad y rebeldía!

-No te creí movido de los de tal índole, pues para admirar tu talento no he necesitado verle brillar entre los aplausos del mundo. Tú me has dicho que de la abundancia del corazón habla la boca. De la abundancia del tuyo brotaron aquellas herejías cuando yo te soñaba meditando sobre las que me declaraste aquí. Esa abundancia, y la ocasión en que la conocí, son lo que deploro; con ello ensanchaste la sima que nos separaba.

-Águeda -dijo aquí Fernando con acento conmovido, después de meditar un rato con la frente entre las manos-, me persuado de que nuestros criterios son incompatibles para juzgar de este conflicto; sin embargo, el trance es para mí, entiéndelo bien, de vida o muerte. No te pido que, en virtud de estas declaraciones, me abras las puertas de tu casa y vuelvan las cosas al estado en que se hallaban hace un año: pero te suplico, de rodillas si es necesario, por el amor que inunda mi alma, por el que aún late en tu pecho, que me oigas una vez siquiera con oídos humanos, que me juzgues con la razón fría y desapasionada. ¿Quién sabe, Águeda, si la mujer que supo hacer vibrar en mi pecho desconocidas cuerdas, logrará con la luz de su talento y de su fe iluminar eso que tú crees antros de podredumbre y de maldad?... Ya ves si quiero transigir... Además, a mí nunca se me dijo que esas diferencias pudieran ser obstáculo a ninguno de los fines honrados de la vida... Con la buena fe de esta ignorancia te conocí y te amé. Acéptala en descargo de mi culpa, y óyeme... no ahora, sino cuando pasen algunos días, y con ellos lo más amargo del dolor que te aqueja... En suma, Águeda, ¡que no sea ésta la última vez que yo hable contigo con el derecho de decirte que te adoro!

Águeda oyó estas súplicas con el alma acongojada, pero con heroica resolución. El trance en que se hallaba la infeliz era por todo extremo complicado.

-La extensión de tus errores -respondió- me deja sin la menor esperanza de que algún día se acorten las distancias que nos separan. ¿A qué tu empeño en estrechar esos vínculos, que al fin han de romperse? Y cuenta que temo por ti Fernando porque te veo sin armas para luchar contra los obstáculos; sin fuerzas para resistir el peso de tu desdicha. No obstante, si tan extrema es la necesidad que sientes de que te oiga una vez más; si complaciéndote en ese deseo te pongo en ocasión de que tus ideas puedan tomar otro rumbo, satisfáganse tus ansias. Pero entiende que no se quebranta mi fe con argumentos sutiles. Guárdate de hacerlos, y no olvides que sólo con la ley de Dios, no en los labios, sino en el corazón, has de reinar en el mío.

Fernando, educado en la lucha de las ideas, tenía tal confianza en el poder de las suyas, que se atrevió a considerar como señal de victoria la concesión que Águeda le hacía. Despidióse de ella todo lo animoso que podía estar en aquel paréntesis de desesperación, y salió. Cuando el rumor de sus pasos dejó de oírse, Águeda cayó de rodillas ante un hermoso crucifijo que había en la estancia, y exclamó desde lo más hondo de su pecho:

-¡Señor y Redentor mío, inspírale! ¡Envía a su corazón una chispa de tu gracia! ¡Que crea y se salve, aunque yo le pierda; y si el peso de sus errores ha de vencerle, que no me falten fuerzas par llevar con resignación la cruz de mi desventura!




ArribaAbajo

- IX -

Los trapillos de Macabeo


Al mismo tiempo que Fernando abría el postigo de la portalada para salir del corral, iba a entrar en él don Sotero. Halláronse, pues, frente a frente y a media vara de distancia, los dos personajes. Fernando retrocedió como si hubiera pisado una culebra. Don Sotero, con la cabeza gacha, según su costumbre, después de detenerse un rato, como para ceder el paso al joven, díjole, mirándole al mismo tiempo por debajo de la espesura de sus cejas:

-No me pesa verle a usted bueno, caballerito.

-Me explico sin esfuerzo esa satisfacción -respondió Fernando apretando los puños.

-¡Es tan natural! -replicó don Sotero, dando a lo que se veía de su cara toda la expresión de bondad que cabía en ello.

-¡Como todo lo que usted hace y cavila! -dijo el otro, mirándole iracundo y no disimulando la impaciencia que le consumía.

-¿Parece que andamos muy de prisa?

-¡Mucho!

-Pues no se detenga por mi culpa, señor de Peñarrubia... Verdad que hubiera tenido grandísimo placer en hablar un ratito con usted...

-¡Conmigo! -exclamó Fernando entre azorado y desdeñoso-. ¿Aún tiene usted algo que exigirme?

-¡Exigir, señor don Fernando! -repuso don Sotero con asombro-. Pues ¿acaso he exigido yo a usted cosa alguna en todos los días de mi vida?... No, caballerito, no; harto más desinteresadas y piadosas son mis intenciones, como usted tendrá ocasión de verlo..., porque supongo que usted ha de menudear sus visitas a esta casa...

-¡Todo cuanto me sea posible! -respondió Fernando en un arrebato de ira.

-Perfectamente -añadió don Sotero imperturbable-. Pues en una de esas ocasiones, verbigracia, en la primera, se llega usted en dos saltitos a mi casa, que siempre está a su disposición, y allí... o en esta misma, si usted lo prefiere, echamos un párrafo como dos buenos amigos... Conque, señor don Fernando, tengo muchísimo que hacer dentro..., y hasta la vista, si Dios quiere.

Con estas palabras, un gesto muy risueño y un saludito con la mano, se despidió don Sotero y dejó la puerta libre, por la que salió Fernando sin mirarle, pero royéndose los labios de ira.

Al poner los pies en la calle, se le acercó Macabeo con el caballo embridado.

-A tiempo llego, por lo que se ve -dijo el hombre sin poder corregirse de aquella locuacidad que le consumía-. ¡Pus dígote que la visita no ha sido floja, caráspitis!... Me alegraré que sea para bien, señor don Fernando.

-Gracias -respondió éste maquinalmente, mientras ponía el pie en el estribo.

-No hay por qué darlas -añadió Macabeo tirando del otro hacia abajo con todas las fuerzas de su mano izquierda y sujetando con la derecha el caballo por el freno- Si el dinero abundara en mí como los deseos..., ¡madre de Dios! ¡Buenas piernas le llevan, señor don Fernando!... A pique estuvieron de cansar a las mías aquella noche... ¡Caráspitis! Más valiera no acordarme de ella... Quiero decir que conozco el animal como si le hubiera parido. Conque vea usted en qué otra cosa puedo servirle, y buen viaje.

-Gracias, buen Macabeo..., y hasta la vista -dijo Fernando, dejando caer una moneda de plata en el sombrero que aquél tenía entre las manos. Luego arrimó las espuelas al caballo y partió.

-¡Que se deja usté aquí esto! -gritó Macabeo alzando la moneda.

-¡Guárdatela! -respondió sin volver la cara el que se iba.

-¡No la he ganado! -volvió a gritar Macabeo.

-¡Bébela a mi salud! -le respondieron.

-¡Si no lo cato, hombre de Dios! -gritó más recio el otro.

-Pues échala al pozo -se oyó decir confusamente a Fernando al doblar el ángulo de la calleja que conducía al camino de la sierra.

-¡Caráspitis! ¡Eso sí que no! -murmuró Macabeo, guardando la moneda en el bolsillo después de darle unas vueltas en la mano.

Luego se quedó pensativo, mirando en la dirección que había llevado el joven.

-¡Y es galán de veras, y vistoso como una romería! La entraña no puede ser mejor... El ojo, noble como el de un rey... Lo que le pierde es la casta... Relative a la casta..., la casta es mala, ¡mala si las hay! ¡Caráspitis! ¡Vaya una pareja que haría con la señorita!... ¡Ni pintados en un papel!... ¿A que no han dado en ello las almas de Dios?...

En esto cruzó delante de él una moza, bien metida en carnes, no muy fresca de cutis, abierta y desengañada de fisonomía. Iba en mangas de camisa, con refajo corto y en pernetas, y llevaba un sombrero de paja en la cabeza y una azada al hombro. Al cruzarse con Macabeo cantó con toda la fuerza de sus pulmones:


Todas las gentes me dicen:
¿Cómo no te casas, Juan?
Las que me dan no las quiero,
las que quiero no me dan.

Escuchó Macabeo el cantar y dijo a la cantadora:

-¡Algunos conozco yo, Tasia, que si se visten la seguerilla les asienta como el pellejo!

-No la eché yo porque arrimara al tuyo -respondió Tasia.

-Ni yo te dije porque me resquemara.

-Pues, hijo, lo parecía por lo súpito que la agarrastes.

-Al que más y al que menos, pudo sucederle otro tanto, que limpio no anda naide de esa calentura... y bien lo sabes tú.

-No lo dirás por los memoriales que te he echado.

-¡Ay, Tasia! ¡Con el primero te sobraba!... Dígolo porque no me come la fantasía... ¡Más me comen otros resquemores!

-La que te parió que te entienda, Macabeo.

-Me parece que bien claro lo pongo, caráspitis... ¿Vas al resallo, Tasia?

-No, que iré a rozar!

-Sin sallar tengo yo la heredá del Regato entoavía, y alguna más que no digo!

-¡Y luego saltarás si te ponen el ramo, como antaño!

-Enquina fue, y no otra cosa, Tasia; y maldá sería en el presente si tal pasara. Soledá y desavíos me atrasaron la labor entonces, y penas y laberintos de esta clase me traen ahora como estorneja días y semanas. ¿Y qué hacer? El pan comido tira siempre hacia quien lo dio; y, por otra parte, aquí están los míos, aunque ellos estén altos y yo en el estragal... ¡Ay, Tasia qué solo me veo!

-En llorar esa pena se te va pasando la vida. No hubo moza soltera en Valdecines, de veinte años acá, que no te haya oído la mesma sinjundia.

-¿Y qué?

-Que ni el Señor pasó de la cruz ni tú de ese jito.

-¿Y qué, Tasia?

-Que eres un baldragas, Macabeo.

-¡Caráspitis!

-Que te sobra lengua y te falta arrojo.

-Téngolo como el que más, Tasia.

-Nunca dijiste a una moza: «Por ahí te pudras», y te bailan los ojos hasta delante de la más fea. ¿Qué quieres, hijo? ¿Que ellas te ronden? ¡Pues Luca bien te quiso!

-¡Y se pregonó de la noche a la mañana con Chiscón el de la Rispiona!

-Cansóse, la infeliz, de esperar a que la pidieras. A Toña pudiste arrimarte, que ley te tuvo.

-Pues bien claro se lo dije, Tasia, y me cerró la puerta.

-Porque hablaste cuando ya Selmo estaba adentro.

-Qué quieres, Tasia, no sé llegar a punto y sazón.

-¡Y así te has de morir, meleno! ¡Bien te lo dijo Nisca!

-¡Otra que tal! Buscábame la poca hacienda que tengo.

-¡Y se arrimó a un venturado sin camisa!

-Es que cuando no hay lomo, piltrafas como.

-¿Hiciste tú más que suspirar de ella?

-Al buen entendedor...

-Di que tantas veo, tantas quiero.... y ná en junto.

-¡Eso sí que no, Tasia!... A fiel no me gana un perro.

-Si no lo das a ver, trabajo perdido... ¡Y luego te quejas!

-Porque se ríen de mí, ¡caráspitis!

-Y han de reírse hasta los cantos, y bien harán... Pues ¿cómo lo quieres, rapacín de la casa? ¿Dulce y con jisopo? ¡Ángel de Dios!... Cuando ya los colmillos se te caen de viejos... ¡baldragonas!

-¡Tasia, no me provoques!... ¡Y mire usté cuándo!

-¿Cuando qué?

-Cuando tengo el corazón lo mesmo que una zambomba, reventando por cantar.

-¿No lo dije yo? ¡otra tenemos! Pues canta, serrano.

-¡Pues canto, caráspitis, aunque las hieles mismas me salgan por la boca! Tasia, bien sabes tú que en la vida no más que una vez se quiere... aunque otra cosa se diga... ¡A mí me llegó la hora!

-¡Ajá! Pues ya tardaba, Macabeo. A bien que no has dejado de entretener la espera.

-Tasia, con agua pasada no muele el molino; y por otra parte, aquellos quibiscuobis de que hablabas, nunca tuvieron arte ni concierto. Cosas de los años. Pero a fuerza de ellos maduran los pensamientos; y están los míos a la presente, que se caen del árbol. Auto al consonante, has de saber, Tasia, que es mucho lo que pudiera cantar al respective. Ternezas me desvelan y melancolías me consumen de un tiempo acá. ¿Digo algo?

-Allá veremos, Macabeo. A la presente, no va mal el son.

-Ella me dio cara, o no hay ojos en la mía. Maja es la suya... delante paece que la tengo, ¡y qué personal de cuerpo, Tasia!...

-No te pares, hombre... ¡Vaya, que a lo mejor te falta el resuello!

-¡Pues ha de sobrarme o aquí finiquito! Como te decía, Tasia, la moza, un poco tentada de la cubicia y de la fanfarria, abrió la puerta a un trampantojo con media levita y muchas esperanzas; y cátate a Macabeo boca abajo. Pero fuese el fantasmón por esos mundos, porque en su casa le querían para una principesa; aunque a un pesebre arrimaría mejor, por lo animal, y cátate a Macabeo boca arriba; que así andan las cosas en el mundo: según corren los vientos, allá van los pensares. No soy rencoroso, Tasia; caras buenas se me dieron y de pascuas fue la mía. Mucho zapato rompí paseando la calleja; enronquecí cantándola de noche; y lo que no asomó en paseos y cantares, teníalo ya a la punta de la lengua para salir de una vez de pesadumbres, y ¡recaráspitis!, volvió la nube a Valdecines de la noche a la mañana.

-¿Y qué?

-Que en aquel punto se acabaron las caras de gloria para Macabeo, y empezaron a roerle las entrañas penas y resquemores. ¡Ya se ve! Macabeo pobre, Macabeo solo, Macabeo venturado, Macabeo a sobras y desechos toda la vida...

-¿Y qué más?

-Y el sujeto, pudiente y cabezudo... Ella con barruntos de señorío, porque a nadie le amarga un dulce...

-¡Acaba el cantar, hombre!

-¡Caráspitis! ¡Pues bien claro está! Macabeo muerto. Pero has de saber, Tasia, que como Dios castiga sin palo y sin piedra, al fantasmón ese le echó el alto quien podía echársele... y puede que sepas ya lo demás, que harto se ha corrido por el pueblo. Según lenguas, está abocado a ser el perro del hortelano: privóme de la fruta, pero él no ha de catarla.

-Y dime, baldragazas, chismosón y cizañero, ¿a qué me echas a mí ese cantar? ¿Soy yo la cubiciosa, por si acaso?

-¡Vaya, que el demonio te entienda! Táchasme de collón y de encogido; dícesme que cante mis sentires, porque el hombre ha de ser claro; sóilo, y te embocicas. ¿Cómo me quieres, Tasia?

-¡Ni en pintura!

-¿Pues qué mal te hice? ¿Qué teja te rompí?

-¡La de la buena fama, lenguatón! ¡Yo con fanfarria! ¡Yo cambiando las caras! ¿Cuándo te puse otra que la que tengo? ¿Qué papel firmamos nunca ni tú ni yo al respective? ¿A quién hago yo la rosca por su levita? Si me quiere pobre quien tiene mucho, ¿he de cerrarle yo la puerta?

-¡Tasia, caráspitis! ¡Sin lengua me vea si con el aquel de ofenderte la moví! Yo no he mentado siquiera el santo de tu nombre. ¿Por qué te picastes?

-¿Conque me pones el ajo entre los dientes y quieres que no me pique?

-Pues mira, Tasia, ya que le cataste, allá te dijo; pero ¿por qué te quejas de su picor y no me agradeces la melecina?

-¿Onde está ella?

-En los pesares que te canté. ¿Por quién los tengo? ¿Por quién sospiro?... ¡Y mira tú si me arrojo cuando el caso llega! Otra que tú no me oyó otro tanto.

-¡Vaya una renta la que me ofreces!

-Harto da, Tasia, quien desnudo se queda...

-Para poca salú, morirse es mejor, Macabeo.

-¡Y luego te quejas, caráspitis, si te llamo cubiciosa!... Pues con el otro no cuentes.

-¡Porque a ti se te antoje!

-¡Ay, Tasia, aunque yo no te ganara, más te valiera perderle! ¡Mira que es muy bruto!

-Tú no le has de desasnar.

-¡Mira que lo de rico está en veremos!

-¡Si la envidia fuera tiña!

-¡Mira que si le llaman a firmar, ha de verse en apuro con el apellido!

-Falsos testimonios que el malquerer levanta.

-¡Mira que el que vino al mundo por mal camino, en jamás de los jamases andará derecho!

-Torcidos andan muchos que nacieron como Dios manda.

-Tasia: dos novillas uncideras tengo; veintidós carros labrantíos en la Llosa; buena pradera en el Hondón...

-¿De tu mesmo peculio?

-Como la lengua con que te lo digo. La casa sin un clavo de empeño, y el carro en el portal; que en echándole una trenca y dos armones, cátate nuevo...

-Se corrió que también eso era ya de los señores, Macabeo.

-¡Malos quereres de la envidia, Tasia! A renta llevo, además, tres fincas de lo mejor del valle; y por último, a buenos amos sirvo; ni fumo ni bebo, y ya sabes lo que te estimo...

Cuando llegó aquí Macabeo, Tasia, con la mano libre, atusaba los pliegues del refajo, escarbaba el suelo con el blanco pie desnudo, y parecía que contaba las chinas con los ojos.

Levantólos después, poco a poco, hasta los de Macabeo, y díjole muy risueña:

-¿Y al auto de qué me lo cuentas?

-Pues caráspitis -respondió Macabeo hecho unas mieles y asombrado de su propio atrevimiento-, al auto de que lo rumies y luego escojas entre esta pobreza que te pongo en la mano y la otra fachenda que anda volando. Las cosas, claras.

-De manera es, Macabeo, que en jamás así las pusistes.

-Nunca es tarde si la dicha es buena. ¿Seríalo la mía?

-De menos nos hizo Dios.

-Poco ofreces, Tasia.

-¡No tenías tanto enantes, y con ello pasabas!

-Con apuros, hija, y por salir de ellos me arriesgué.

-¡Cubicioso!

-¿Me la güelves ahora? ¡Al río o a la puente, Tasia! En el burro me puse, ¡vengan ya los palos!

-Pero ¿qué quieres, bobo?

-El sí o el no... Clarito el juego.

-¡Pues no, que es turbio!... ¡Y me está viendo las cartas!

-Los ojos se engañan las más de las veces. El sí o el no con la boca, Tasia.

-¡Vaya que es ahogo! Déjame rumiarlo, que bien vale la pena, y harto llevas de presente, que no llevas el no que merecías.

-¡Por vida del caráspitis!... ¿Y así te marchas, Tasia?

-¡No que se juega!

-Pero ¿me das cara?

-¡Toda la que tengo, eso sí!

Tasia se alejaba haciendo muecas a Macabeo.

-¿Y me abrirás la puerta? -gritóle éste.

-¡Esa es de mi padre! -respondió la moza.

Macabeo se hinchó como un odre, para desinflarse en seguida con este grito:

-¿Y echarás al otro cuando yo entre?

Tasia no se veía ya; pero se oyó su voz, que cantaba esta copla:


Porque me rondan muchos
dice mi madre:
«Al sol que más caliente
has de arrimarte».

Rascóse Macabeo la cabeza, y dijo andando hacia la portalada:

-¡De todas suertes no me pesa el desfogue, porque, así como así, no podía ya con la congoja!




ArribaAbajo

- X -

Las uñas del raposo


Oyéronse a la puerta del gabinete en que Águeda se hallaba unos golpecitos muy acompasados y una voz afectadamente tímida, que preguntaba:

-¿Hay permiso?

Águeda se estremeció, como quien despierta de un largo sueño con el graznido de la corneja, y respondió de muy mala gana:

-Adelante.

Y entró don Sotero, en su actitud habitual en aquella casa; encorvada la cerviz, el paso lento y las manos cruzadas sobre el vientre. Saludó a su modo; preguntó a la joven por la salud, por el apetito, por el sueño, por el dolor de cabeza y por veinte cosas más; oyó lo menos que podía respondérsele, y dijo restregándose muy suavemente las manos, después de avanzar dos pasos hacia Águeda, quedándose a pie firme delante de ella:

-Presupuesto, señora mía, que el bálsamo de la religión, juntamente con el buen sentido con que el Señor, en su divina munificencia, quiso dotarla a usted, habrán amortiguado lo más acerbo de sus dolores morales, en cumplimiento de un sacratísimo deber me tomo la libertad de pedir a usted unos minutos de audiencia para enterarla...

-Si quiere usted hablarme -interrumpió Águeda con desabrimiento- de asuntos en que ha entendido en esta casa, hágame el favor de aplazarlo por unos días.

-Lo haría con todo mi corazón, señorita -replicó don Sotero, cada vez más compungido y meloso-, si los asuntos a que me refiero no fueran otros que esos en que yo he entendido en esta casa; pero los hay mucho más delicados y apremiantes, de los cuales necesito enterarla a usted, aunque al hacerlo se renueven ciertas heridas que a todos nos alcanzan en la debida proporción.

-Razón de más -dijo Águeda con aire imperativo- para que se aplace la entrevista.

-Es que -insistió el otro hecho unas mieles- necesitamos ponernos de acuerdo usted y este humilde servidor sobre ciertos preliminares, sin lo cual tengo atadas las manos para dar comienzo, con el auxilio de Dios, a la delicada empresa que se me encomendó en hora y ocasión bien solemnes.

Más que pueril curiosidad sintió Águeda al oír estas palabras: sonáronle a cosa muy grave por el recuerdo que evocaban, por la persona que las decía, y hasta por el acento con que las pronunciaba. No trató de disimular su alarma, y preguntó en seguida:

-¿A qué empresa se refiere usted?

Carraspeó don Sotero y respondió así:

-Cuando el Señor, en sus inescrutables designios, dispuso que la nunca bastante llorada doña Marta, su santa madre de usted (que en gloria se halle), cayese enferma de algún cuidado, recordará usted que ella misma pidió los sacramentos.

-No es, en efecto, para olvidado por mí -respondió la joven, indignada de que tan sagradas memorias anduvieran en semejantes labios-. Pero ¿y qué?

Don Sotero, imperturbable, continuó:

-Recordará usted, asimismo, que después de orillados de ese modo edificante los asuntos de la vida perdurable, pensó en los de esta otra terrenal y perecedera... y mandó llamar a un escribano...

-Recuerdo también esa otra circunstancia -interrumpió Águeda, aguijoneando al otro con su inquietud-. No hay necesidad de desmenuzarla tanto para llegar pronto adonde yo deseo.

-Vino el escribano -siguió don Sotero haciendo una referencia- y testó la señora.

-También lo sé.

-¿Y sabe usted en qué términos?

-En los más acertados.

-¿Lo sabe usted o lo presume?

-En este caso es igual presumirlo que saberlo.

-¡Y no se equivoca usted! El culto, los pobres, sus hijas... para todos y para todo hay allí algo, y cada cosa en su punto y lugar. En fin, como que se trata de una superior inteligencia y de una santa de Dios.

Acabábase la paciencia de Águeda, y la indignación le arrancó estas palabras:

-¿Y por qué sabe usted esas cosas que yo ignoro todavía?

Don Sotero, como si le mecieran brisas de mayo, respondió sonriente y melifluo:

-Ahí enlaza precisamente el objeto de la audiencia que he tenido el honor de pedir a usted, señorita. Es, pues, el caso, que tuve la honra de ser llamado, en tan solemne ocasión, por su señora madre (que de Dios goce), y la más alta aún de ser consultado sobre determinadas cláusulas.

-Naturalmente -dijo Águeda, deseando explicarse la odiosa intrusión del modo menos irritante.

-Me congratulo de que así juzgue usted del caso.

-Paréceme que, siendo usted su administrador, no estaba de más a su lado en aquel instante.

-Eso pensé yo también cuando se me llamó; pero su señora madre, cuyas bondades nunca serán bastante alabadas, tuvo a bien distinguirme con la investidura de un cargo más elevado.

-¡A usted! -exclamó Águeda con asombro.

-A mí -recalcó don Sotero, humillando la cabeza-. En vano protesté; en vano expuse mi incapacidad y lo espinoso del cometido... No hubo modo de renunciarle.

-¿Y qué cargo es ese?

-El cargo, señorita, de albacea testamentario, con «item» más de curador de las dos huérfanas y tutor de la más joven; por supuesto, con revelación de fianza...

-¡No puede ser eso! -dijo Águeda con indignación, levantándose de su asiento y mirando con ojos de espanto a don Sotero.

Éste, sin inmutarse. llevó su diestra al bolsillo interior de su anguarina, y sacó un protocolo en papel sellado.

-Aquí está la copia del testamento -dijo mostrándola humildemente. Mandé sacarla... por lo que pudiera suceder.

Águeda rechazó los papeles y se dejó caer en el sillón, abrumada por el peso de muy contrarios sentimientos. Tan contrarios eran, tanto se repelían entre sí, por hermosos los unos, por repugnantes los otros, que no quiso detener la consideración sobre ellos. Desprendióse de los últimos, apartando la vista, como quien se sacude de los opresores anillos de una serpiente, y replicó al hombre negro:

-¡Pero no será usted el único tutor nombrado!

-Iba a hablar a usted acerca de ese punto -expuso don Sotero con voz temblona y entrecortada-, cuando fui interrumpido con una expresión cuya dureza..., ¡creálo usted, por la salvación de mi alma!, no corresponde al desinterés ni a la profundidad de mi cariño...

Hizo aquí unos pucheros; se pasó por los ojos un pañuelo de yerbas, y continuó:

-Nómbrase también a su señor tío de usted, don Plácido Quincevillas.

Respiró Águeda.

-¡También mi tío don Plácido! -exclamó-. Por supuesto, con las mismas atribuciones.

-Por supuesto, señorita... Sólo que, si bien hemos de ejercer los cargos de mancomún, podemos también, y debemos desempeñarlos in solidum, es decir, cualquiera de los dos en enfermedad, etc., del otro.

-Bien está; pero como hasta ahora no se ha dado el caso de enfermedad...

-Pero sí el de ausencia; y, además, ha de saber usted que es voluntad expresa y terminante de la testadora, de santa memoria, que desde el instante de su fallecimiento se encargue de la tutela y curatela, y en adelante ejerza preferentemente, aquel de nosotros que se halle más cerca de las huérfanas; porque es también su propósito manifiesto, y aquí consta, que jamás se vean ustedes sin una sombra protectora.

-¿Y usted viene a ofrecerme la suya en este momento?

-Yo vengo, señorita, a notificar a usted humildemente estas disposiciones, para proceder, con su permiso y acuerdo, a hacer el inventario de los caudales. Ha de ser largo y penoso, y el tiempo legal no es mucho. Vea usted la razón única de la entrevista que he tenido el honor de pedirla...

-Y ¿por qué no ha venido mi tío? -pregunto Águeda secamente.

-Eso me pregunto yo a cada instante -respondió don Sotero con la mayor naturalidad-; ¿por qué no viene el señor don Plácido?

-¡Es muy raro que ni siquiera conteste a la carta que le dirigí el día de la desgracia!

-Con esta misma fecha se la notifiqué yo, añadiéndole lo referente a los cargos que le estaban encomendados por la voluntad de la difunta... Le he repetido la carta... y el mismo silencio.

-¡Es raro eso también! -replicó Águeda mirando al hombre con gesto medio burlón y medio iracundo.

-No es tanto, señorita -dijo don Sotero con su habitual sencillez-, si se considera que su señor tío de usted vive, como quien dice, en el último rincón del mundo... Las cartas, por las exigencias del servicio del correo, tardan cinco días desde aquí a Treshigares, cuando menos. Pueden haber tardado más; pueden haberse extraviado... y hasta pueden estar intactas sobre la mesa del señor don Plácido... porque ya usted sabe hasta qué punto le distraen sus especiales ocupaciones y la originalidad de su carácter.

Águeda, que sin duda sospechaba alguna indignidad en aquel hombre, le medía con la vista de arriba abajo, y se empeñaba inútilmente en buscarle los ojos con lo que pudiéramos llamar punta de su mirada. El santo varón no apartaba la suya del suelo que le sostenía. Duró esta muda escena breve tiempo, y dijo Águeda con un desabrimiento inconcebible en su dulzura habitual:

-Y en suma, ¿qué es lo que usted quiere de mí en este instante?

-Ya he tenido el honor de decirlo, señorita; que hay que hacer el inventario de los bienes de la testamentaria, y que necesitamos ponernos de acuerdo, para que yo, con el auxilio de Dios y mi buen deseo, comience desde luego...

-No debe darse paso alguno sin la presencia de mi tío.

-Me permito repetir a usted que el tiempo legal es corto en comparación con la tarea. Además, su señor tío de usted se alegrará mucho si al llegar se encuentra hecha una buena parte de este mecánico y engorroso trabajo.

-En buena hora: puede usted comenzarle cuando quiera.

Don Sotero saludó con una cabezada; pero no movió sus anchos pies del sitio que ocupaban.

-¿Tiene usted más que decirme? -le preguntó la joven.

-Muy poca cosa, señorita -respondió el hombre negro, manoseando el rollo de papel sellado que no había vuelto a guardar-; muy poca cosa; y eso, por lo que respecta a la parte de responsabilidad que me alcanza en la cláusula testamentaria referente al celo con que debo vigilar las inclinaciones, digámoslo así, afectuosas de ustedes...

-¡También eso!

-Aquí está escrito... cláusula catorce, si no me equivoco... Efectivamente; cláusula catorce... Pero esto, señorita, no quiero ni debo hablar con personas de tan firmes y puros sentimientos religiosos. Mi conciencia queda tranquila, por ahora, con advertir a usted la existencia de la cláusula a la cual debo...

-¡Basta! -exclamó Águeda, casi trémula de indignación-. Deme usted esos papeles, y hemos concluido.

Entregóselos don Sotero con una humildísima reverencia y se retiró dulce, suave y mansamente.

En cuanto se quedó sola buscó Águeda, revolviendo las hojas de papel con mano trémula y ansiosa, la cláusula mencionada. Pronto dio con ella. Decía así:

«Recomiendo a mis hijas muy amadas que, si Dios no las llama por otro camino aún más santo y ejemplar, en el momento de la elección de esposo pongan su consideración en las ideas religiosas que han de adornar al hombre que prefieran; que no olviden jamás que fuera de la Santa Iglesia Católica, en la cual he vivido y he de morir, con la gracia divina, no hay salvación para el alma; y encargo a dichos mis albaceas que si, lo que Dios no permita, ni yo espero, las vieren inclinadas a transigir o vacilar en tan gravísimo asunto, las adviertan y amonesten, y se valgan de todos los medios lícitos para enderezarlas, a mejor fin. Las amo con todo mi corazón, y quiero el bien de sus almas».

-Todo esto -se dijo Águeda, arrojando los papeles sobre un velador- es muy santo y muy bueno, y está muy en su lugar... Sí, señor; pero por lo mismo que es tan santo y es tan bueno, ¿por qué puso mi madre en semejantes manos armas tan peligrosas? ¿Por qué dejó hasta los más delicados sentimientos de mi alma sujetos y amarrados al capricho de un hombre grosero y repugnante?... ¿Por qué, Dios mío, la que fue tan sabia y previsora en todos los asuntos de la vida, fue tan ciega y desacertada en sus juicios acerca de ese... bribón... ¡Bribón, sí, bribón! Porque don Sotero lo es, o no los hay en el mundo... ¡Y yo estoy bajo la odiosa tiranía de sus maldades! ¿Y cuando, Señor, cuando me veo oprimida entre los hierros de este grillete afrentoso? ¡Cuando las pocas fuerzas que me quedan las necesito para luchar contra el enemigo que llevo dentro del corazón! Desde que este hombre ha hablado conmigo, todas mis penas toman un tinte más negro; envuélveme el ánimo una nube densa y sofocante, y no hay desdicha que yo no tema. Es preciso que don Plácido sepa todo esto inmediatamente... ¡si es que no entra también en los designios de Dios que hasta ese apoyo me falte! ¡Hágase siempre su voluntad!

Después se puso a escribir una carta.




ArribaAbajo

- XI -

Pasacalle


En cuanto la tuvo escrita y cerrada, mandó llamar a Macabeo. Presentóse éste con la puntualidad que se le impuso en lo apremiante del recado, y le dijo Águeda:

-¡Necesito que inmediatamente me hagas el más grande favor que puedes hacerme en tu vida, por larga que sea!

Macabeo respondió sin titubear:

-La carne soy; usté el cuchillo: corte por donde quiera!

-¿Sabes tú ir a Treshigares?

-Jamás allá estuve; pero quien lengua lleva...

-Pues en Treshigares vive mi tío don Plácido Quincevillas. Es preciso que de tu misma mano reciba esta carta.

-La recibirá.

-Y si por cualquier evento se te perdiera, dile que vas de mi parte a prevenirle que me veo sola y amenazada de grandes peligros...; que me veo sola, porque Dios quiso llevarse del mundo a mi madre... Asómbrate, Macabeo, ¡todavía no lo sabe!

Asombróse el hombre, en efecto, y hasta respondió haciéndose cruces:

-¡Pero si yo mismo llevé a la estafeta la carta en que usté se lo contaba!... Y no me dejará mentir el señor don Sotero, que me la cogió de la mano, al llegar a la puerta, para echarla en el cajón con otras que él sacó del bolsillo.

-¡Conque fue don Sotero quien recogió la carta de tus manos! -exclamó Águeda-. Algo por el estilo tenía que ser. ¡Me lo daba el corazón! El caso es, Macabeo, que mi tío no llega; que urge muchísimo su venida, y que es preciso que con esta carta o con tu recado venga sin perder un instante.

-¡Vendrá, caráspitis! -dijo Macabeo contagiado de la ansiedad en que se hallaba la joven-. Vendrá conmigo aunque tenga que traerle a cuestas. No sé qué males son los que la amenazan a usté; pero sé que hay males que la amenazan, porque usté me lo asegura; y esto me basta.

-No digas a nadie en el pueblo adónde vas, ni preguntes por el mejor camino hasta que salgas del valle... Andando sin detenerte más que lo preciso para descansar, podéis estar aquí los dos en cinco días... Seis faltan todavía para San Juan.

-¡Aunque fuera mañana, caráspitis!... Los hombres son para las ocasiones.

-Lo sé, Macabeo; pero también sé que te costaría una pesadumbre el hallarte ese día fuera de Valdecines... A Dios gracias, todo se puede conciliar esta vez.

-Pues yo digo que no hay que hablar del asunto, sino mover los pisantes... y muy a prisa. Conque venga la carta, que voy de un salto a ponerme las atrevidas y a dejar en orden la poca hacienda.

-Yo me encargo de que te la cuiden bien en tu ausencia.

-Dase por hecho, aunque no se merece, señorita.

-Toma la carta...

Recibióla Macabeo, y un momento después un puñado de monedas que Águeda sacó de un cajón de su escritorio.

-¡Pero si hay aquí para una casa! -dijo Macabeo contemplando el dinero con asombro.

-Pues a la vuelta -repuso Águeda sonriéndose- he de darte para el huerto.

-¡Caráspitis! -dijo el otro-. Siento la oferta porque no se tome a cubicia el reventón que pienso darme!

Y con esto y una reverencia, salió Macabeo de la estancia, y luego del corral.

Por listo y afanoso que anduvo, mientras arregló la ceba de las novillas para cuando se las recogieran por la noche, y se puso la ropa nueva, y se calzó las alpargatas, y guardó las escasas provisiones de boca en el arcón de la harina, y metió a subio la leña que tenía en el corral, y volvió a dejar la llave de la casa en la de su señora, ya era por filo más de media tarde.

Al tomar, por delante de la iglesia, el camino del valle, se encontró con Tasia que pasaba de la heredad que acababa de resallar, a otra que tenía en la Llosa del Cotero. Reanudóse la interrumpida conversación, y púsose Macabeo hecho un jarabe; pero no hubo modo de que dijera adónde se encaminaba, y eso que la moza lo intentó con gran empeño.

-De lo mío -dijo él en conclusión- puedes disponer como de cosa propia. Pero en este viaje mandado soy y a lejanas tierras me llevan, sin lengua en la boca, cuidados ajenos... ¡Quítame tú el mayor de los que tengo encima, y verásme volver en el aire!... ¿Te pido, Tasia?

-¿Ese es el cuidado que te mata, probetón?

-¡Ese mesmo es el que la entraña me consume!

Tasia se royó un poquitín la uña del índice que tenía entre los dientes, y respondió, sacudiéndose toda, como quien torna una pronta y decisiva resolución:

-¡Pídeme a la vuelta, Macabeo!

Éste, fuera de sí, echó el sombrero al aire, y exclamó:

-Pues pide tú ahora por esa boca de bendiciones... ¡y vengan leguas por delante, y sálgame el Ojáncano en el monte; que lo mismo será para mí que si llovieran pajucas!... ¡Tasia, aticuenta que no salgo de Valdecines, y que ya estoy de vuelta!

Pero Tasia la había dado con el cuerpo hacia la Llosa, y se alejaba de Macabeo.

Éste enderezó sus pasos al valle, y al entrar en él, los ojos de su alegría se le pintaron anegados en agua de limón y chocolate: las dos ambiciones insaciables de su deseo, en lo tocante a regalos del paladar y del estómago. Tuvo un relincho en el gaznate y un cantar entre los labios; pero se acordó de que era triste el motivo de su viaje, y de que se había encargado la mayor reserva al emprenderlo, y se contentó con hacer dos zapatetas y restregarse las manos, mientras descendía volteando el garrote que lanzó al espacio.

Aquella misma noche fue Bastián, dando zancadas y recatándose hasta de su sombra, a casa de Tasia. Esperó en el portal a que ésta, según costumbre, saliera a la fuente, que estaba muy cerca, y la dijo, queriendo enfadarse más de lo que podía:

-¡Buen verde te has dado esta tarde!... ¡Dios!

-¿Enónde, animal?

-Yendo a la Llosa, Tasia... ¡A rejalgar me supo a mí! ¡Cómo se arrimaba él!... ¡Ah, perro!... ¡Cómo manoteaba!... ¡Dios!... ¡Si llego a bajar y le echo mano!... Di que me celaban, ¡que si no!...

-¡Vaya un miedo que tiene el obispo a los curas!...

-¿De cuándo acá te ronda ese pelón, Tasia? ¿Conque era verdad lo que se me dijo y yo negaba? ¡Así él me zamarreó con tanto rejo cuando me vio llegar de súpito a Valdecines!... ¡Dios!

-Pero, ¿de quién hablas, borrico?

-¡De Macabeo, Tasia!... ¡De ese pelifustrán malenconido!

-¡Pues dígote, con la sartén que injuria al cazo!... No te quieras hepir tanto, Bastián, que de sandifesio a sandifesio, no va un palmo.

-Saca la cara por él, ¡Dios! ¡Y luego dime que le estimas!

-¿Y a ti qué te importa, al fin y a la postre? ¿Por qué me he de guardar para ti cuando en tu casa me tienen en poco? ¿Piensas que no sé que desde que viniste te tienen a llave y cadena para que no se te manche la casaca en el banco de la mi cocina? Pues el que en él se asiente ha de tenerlo a mucha honra; que la mía está más limpia que los mismos soles.

-Quiérate yo, Tasia, y lo demás es chanfaina.

-Es que yo no puedo querer a quien se recata para quererme; que han de decírmelo a la luz del mediodía, y no por las bardas y a medianoche... Y como a fiel no me ganas tú, sábete ahora que si hablé con Macabeo fue porque se despedía de mí.

-¿De veras, Tasia?... Pues ¿tan lejos iba?

-Muy lejos, Bastián, y no por su culpa.

-Pero volverá.

-En su día, es claro, si allá no fenece.

-¡Dios! ¡Mira que si me engañas!...

-¡Dame a mí el cantazo y ponte tú la venda!...

-¡Tasia... suelto o a pesebre, tuyo he de ser!

Aquí llegaba Bastián, cuando un estacazo que cayo sobre él, como llovido del cielo, le cuarteó de la derecha y casi le dejó sin aliento.

-¡Diossssss!... ¡Qué barbaridáaaa! -exclamó entre quejidos, llevándose ambas manos a los lomos.

Tasia huyó hacia la fuente, y se perdió en la oscuridad de la calleja.

-¡Anda, zopenco! -rugió uno voz detrás de Bastián, mientras un nuevo estacazo le torcía hacia la izquierda-. ¡Yo te daré el remosco entre las nalgas!

La voz y la estaca y los estacazos eran del piadosísimo don Sotero, que salía de la iglesia de rezar el cuarto de oración. Tío y sobrino, éste delante y rengueando, y el otro aguijoneándole con la voz y midiéndole a trechos las costillas con la estaca, tomaron el rumbo del viejo caserón, y llegaron a la corralada sin otra novedad que digna de mencionarse sea en este imparcial y verídico relato.




ArribaAbajo

- XII -

Más notas para un retrato


Trasponía en aquel instante la luna, oronda y mofletuda, las cumbres más lejanas, y derramaba su luz pálida y confusa por todos los ámbitos de Valdecines. Alcanzábale su gratuita ración correspondiente a la casa de don Sotero que, a tener que pagarla, sin ella se pasara tan guapamente; y he aquí que, de pronto, se detienen tío y sobrino, viendo que en el portal había un caballo amarrado al poste, y una persona que entretenía la impaciencia paseando de un lado a otro, entre el caballo y la pared del fondo.

Como en los ojos de don Sotero había algo de la virtud de los del tigre, no tardó en conocer al paseante.

-Sube -dijo a Bastián muy callandito- y di que encienda la vela de mi cuarto.

Llegó Bastián al portal; saludó de mala gana con una sombrerada y un gruñido al caballero, y entró en la casa.

En tanto, acercóse don Sotero a éste, y díjole muy afable:

-¡Usted a estas horas por aquí, don Fernando!

-Yo por aquí a estas horas -respondió secamente nuestro conocido personaje.

-Pues ¿cómo no me hizo la visita esta mañana, y se hubiera ahorrado un viaje molesto?

-Porque a cada cosa hay que darle la luz que conviene. El sol radiante para los ángeles; las tinieblas...

-Para el demonio -concluyó don Sotero con una risotada-. ¿No iba usted a decir esto, señor don Fernando?

-O una cosa muy parecida.

-Alabo la franqueza, y le aconsejo que nunca prescinda de ella cuando hable conmigo... Yo soy así, don Fernando: nada me asusta ni me sorprende. Espinas, bofetadas y cruz sufrió el Señor por nosotros; ¿qué mucho que un pecador como yo padezca injusticias de los hombres?... Por lo demás, repito que me extraña la hora de su visita.

-No fueron a mejor luz las otras dos que le he hecho en toda mi vida. Nada tiene, pues, de raro el presente caso.

-Sea como usted quiera, amiguito; y, si le parece, subamos y honrará mi casa.

-Subamos -dijo Fernando-, que aquí no estamos bien.

Echó por delante don Sotero, y desde el estragal llamó a Celsa, que no tardó en asomar en lo alto de la escalera, con un candil en la mano. A su luz mortecina y pestilente, atravesaron el desnivelado corredor, y luego la desmantelada sala, y entraron en la alcoba que ya conocemos, sobre cuya mesa ardía media vela de sebo en la ya inventariada palmatoria de hoja de lata.

No quiso Fernando sentarse en la única silla que había allí, por más que le instó don Sotero, después de cerrar la puerta de la sala y la de la alcoba.

-Estoy de prisa -dijo mirando con repugnancia cuanto le rodeaba-, y mi visita ha de ser breve. El motivo de ella demostrará a usted que aun sin su advertencia de esta mañana, se la hubiera hecho.

-¿Quiere decir que viene usted ahora a mi casa motu proprio, no porque se lo exigiera?

-Cabalmente.

-Sea en buena hora; que yo no he de pararme en cosas de tan poco momento.

-Ante todo -prosiguió Fernando-, quiero saber qué tiene usted que decirme.

-Poca cosa, caballerito -respondió don Sotero, rascándose la punta de la nariz-; poca cosa... y eso poco, por lo que afecta a la tranquilidad de mi conciencia, pues de otro modo, me guardaría yo muy bien de inmiscuirme en negocio semejante. ¡Harto le desvelan a uno los propios, para que desee enderezar graciosamente los ajenos!

Diciendo así, acercándose más el pío varón a Fernando; y después de tomar la actitud humilde y resobona que le era peculiar en los trances graves, prosiguió:

-No ignoro, señor de Peñarrubia, que en vida de la señora doña Marta Rubárcena de Quincevillas (que en santa gloria esté) hubo entre usted y ella algunas discordancias, que dieron por resultado el quebrantamiento de la amistad que hasta entonces había hallado usted en aquella honrada y opulenta casa.

Fernando frunció las cejas y miró con gesto de ira y despecho a don Sotero. Éste continuó imperturbable:

-El motivo de las discordancias... ya usted lo sabe; los principales móviles que arrastraban a usted a aquella casa, ¿a qué puntualizarlos aquí?... En cuanto a lo cuerdo y trascendental de la medida tomada por la previsora, sabia y santa madre, ¿qué he de decir yo que usted no sepa?

Fernando estuvo a pique de arrancar del gaznate lengua que así profanaba lo que él ponía sobre su corazón, como sagrada reliquia. Tampoco pareció notarlo don Sotero, y siguió hablando así:

-Mantener en todo su vigor el acuerdo tomado fue su pensamiento hasta el último instante de su vida; y para que, más allá del sepulcro, la humana debilidad no hiciera inútiles sus previsiones, dejó el encargo de que la secundaran en sus santos propósitos, a dos personas que la merecieron en vida completa y omnímoda confianza. Yo, aunque indigno, soy una de esas personas; y en este momento, por ausencia de la otra, el único encargado en la Tierra de hacer que se cumpla la última voluntad de aquella santa mujer.

La noticia dejó yerto a Fernando. ¿Qué iba a ser de Águeda en manos tales? Conste, en honra del enamorado joven, que no pensó en otra cosa en aquel instante. Y a lo dicho, añadió don Sotero todavía:

-No me negará usted amiguito, que las prescripciones de la difunta doña Marta, en lo relativo al asunto de que voy hablando, han sido quebrantadas por ustedes mucho antes de lo que yo esperaba, aun teniendo en cuenta los naturales ímpetus de la juventud; y no extrañará, por consiguiente, que le amoneste y excite, a fin de que retroceda en el camino que parece haberse trazado; ni que le prevenga que estoy resuelto a hacer que prevalezcan vigentes los acuerdos tomados con usted en vida de la susodicha y precitada señora, por todos los medios que estén a mi alcance. Es caso, como usted ve, de conciencia; y yo con la conciencia soy muy rígido.

Qué tumultos de ira, de asco, de indignación, de lástima, y de todo cuanto punza, oprime y subleva el alma, sintió Fernando en aquel instante, imagíneselo el lector.

-Renunciando -dijo, dominándose cuanto pudo- al intento de buscar los verdaderos móviles de esas advertencias, porque los fondos cenagosos e infectos no son para todos los estómagos, he de advertirle que si, en lo tocante a los medios de que piensa valerse, confunde los de su cargo con algún otro que ha puesto en sus manos... el oficio, no ha de lograr muy fácilmente el intento que le guía. De todo me creo capaz, menos de pactar con usted, en bien ni en mal, cosa que a ese asunto se refiera.

-Sea todo por el amor de Dios -dijo don Sotero hecho una malva-. Pero conste que está usted advertido... por lo que pueda suceder... Y ahora -continuó, restregándose las manos-, dígame a qué debo la honra de su visita, puesto que no ha sido causa de ella mi indicación de esta mañana.

Fernando, por toda respuesta, arrojó sobre la mesa un cartuchito de monedas, y dijo al mismo tiempo con seca voz y muy mal gesto:

-Cuente usted.

Volvióse lentamente don Sotero; cogió el cartucho, le abrió, examinó las monedas, que eran de oro, en la palma de la mano, y las contó una a una.

-Cuarenta centenes -murmuró-. Poca cosa. Cuatro mil reales justos.

-Esas son -dijo Fernando- mis economías de todo el año; las guardé como un tesoro para aliviar, con el propósito que representan donde ahora están, parte del peso de una deuda que me oprime el alma, como la mayor de las ignominias.

-Hombre -dijo aquí don Sotero con burlona sonrisa-, ¡tiene usted una moral muy chusca!... Porque supongo que esa andanada de palabrotas y actitudes terribles no la ha soltado usted contra sí propio, sino contra mí, que le saqué del apuro.

-Anote usted esa cantidad en mi recibo -repuso imperiosa y secamente el joven, poco dispuesto, por las trazas, a entrar con don Sotero en disputas sobre moral.

Sacó éste, con mucha flema, un legajo del arcón, y del legajo un papel; y después de leerle entre dientes del modo que Fernando le entendiera, sentóse, humedeció la pluma en los no muy empapados cendales del tintero, y escribió, cerca de la firma que en el papel había, lo que el joven deseaba.

-Está usted servido, caballerito.

Se acercó Fernando a la mesa, y leyó lo escrito en el papel, que el otro no soltó de las manos.

-Y ahora -añadió don Sotero, mientras volvía a meter el papel en el legajo, y el legajo y las monedas en el arcón-, hágame usted el obsequio de oírme unas cuantas palabras muy al caso; que también a mí me gusta dar a cada cosa la luz que le corresponde.

Cargóse Fernando, siempre ceñudo y avinagrado, sobre una pierna, mientras se daba golpecitos en la otra con su látigo de montar; y acercándosele don Sotero, le habló así, guardando al mismo tiempo los anteojos en un estuche de hoja de lata, forrado por dentro de bayeta verde:

-No hace todavía un año, se me presentó usted en este mismo sitio, pálido y desconcertado. Jamás había cruzado yo una palabra con usted; pero le conocía de verle entrar, muy pocas veces, por cierto, en casa de la nunca bastante llorada doña Marta de Rubárcena de Quincevillas (que santa paz disfrute). Díjome usted, sobre poco más o menos: «Abusando de mi inexperiencia en las intrigas del mundo, logró un malvado la garantía de mis reiteradas e inexistentes recomendaciones para cometer una estafa en un centro donde el nombre de mi padre goza de grande y merecido prestigio. Acabo de saberlo, y quiero pagar el valor de lo estafado, sin pérdida de un solo momento, antes de que la idea de mi complicidad en tan infame delito pueda cruzar por la mente de la víctima, o de que mi nombre corra el riesgo de figurar junto al del ladrón en un proceso. ¿Puede usted y quiere librarme de estas horribles contingencias, y del bochorno de hacérselas conocer a mi padre para obtener su auxilio, que no me faltaría, proporcionándome la cantidad que necesito, con las condiciones que usted quiera?...». La cantidad, señor don Fernando, ascendía a la friolera de dos mil duros redondos. Púselos a su disposición; y aun, de mutuo acuerdo, yo mismo se los situé en Madrid, sin pérdida de correo. Y pregunto yo ahora: ¿Haría un padre por su hijo más de lo que yo hice por usted?

Fernando miró al prestamista con gesto de amarga ironía, y le preguntó muy sosegadamente:

-¿De qué suma aparezco yo deudor en el recibo que le dejé en prenda?

-De la que procede por ley inexorable de la aritmética: de seis mil duros justos.

-Ya es algo eso, aunque no todo... ¿Y qué le parece a usted de la garantía... que usted se tomó?

-Que es la única que usted tenía y debía ofrecerme. Pagarme, cuando usted herede, con lo primero y más seguro que aparezca en el cuerpo de bienes hereditarios, si antes, o por otros conceptos, o después, a falta de aquéllos, no adquiere usted...

-¡Pues esa es la infamia! -dijo Fernando exaltándose-: ¡hacerme a mí capaz de ofrecer la muerte de mi padre por garantía de un préstamo!

-¿Y por qué lo firmó usted?

-Porque explotando usted maravillosamente la ansiedad en que yo me hallaba entonces, se guardó muy bien de leerme lo que escribió a su gusto en el documento. Cabía en mí la sospecha de que el favor me saliera caro en dinero, aunque no tanto como me ha salido; pero lo inicuo de este contrato no se lo imagina fácilmente quien no es capaz de cometer tal iniquidad. Cuando pasó el peligro que temía, y con él la fiebre que me devoraba, me acerqué a usted para tener exacto conocimiento del compromiso que había contraído. Entonces fue cuando supe que por huir de dar un pasajero disgusto a mi padre, me había puesto en peligro de matarle con la pena de saber que tiene un hijo capaz de firmar lo que yo he firmado.

-Vamos a cuentas -repuso don Sotero muy sosegadamente-, y a cuentas muy claras; y veremos al fin de ellas qué queda de justicia en los cargos que usted me hace. Empecemos por el precio que he puesto, y que tan alto le parece, al préstamo que le hice. El veinte por ciento sobre cuarenta mil reales, importa ocho mil cada un año. Suponiendo que le queden diez de vida (Dios se la dé muy larga y colmada de bienes) al doctor Peñarrubia, se habrían acumulado ochenta mil reales de intereses. Ochenta, y cuarenta mil de préstamo, hacen justamente ciento veinte mil... ¡y todavía renuncio al interés correspondiente a la acumulación! Verdad que puede usted decirme: ¿y por qué me cobras un crédito tan crecido?... Por los riesgos, señor don Fernando, por los riesgos..., que no son pocos. Puede su padre de usted vivir muchos años todavía; puede comerse en vida todo lo que tiene, puede usted morir antes de heredar... ¡Qué sé yo cuánto puede ocurrir en tan largo plazo! Y todas estas contingencias se tienen en cuenta en los usos ordinarios del comercio. En cuanto a las garantías que usted me ofrece en el recibo, ¿tiene usted otra mejor, por ventura? ¿Tanto abundan en el mundo los pródigos que prestan dinero bajo la fe de la palabra o con la hipoteca sola del entendimiento, o de la gallardía de la persona?

-¿Y por qué no dijo usted eso mismo antes de hacerme el préstamo?

-Hablemos claro, señor don Fernando: lo que a usted le inquieta es el temor de que yo pueda esgrimir contra usted esa arma que ha puesto en mis manos una casualidad.

-¿Y por qué no he de temerlo?

-En ese caso, habrá motivos, en opinión de usted, que lo justifiquen.

-Que lo justifiquen, no; que lo hagan posible, sí; ¡de todo creo capaz a quien de tal modo sorprendió mi buena fe!

-Muchas gracias, caballerito, por el juicio que le merezco -respondió don Sotero, risueño y dulce como nunca-. No obstante, y en testimonio de lo acertado que anda en él, quiero declararle que, según sea la conducta de usted en lo referente al asunto que tanto se roza con el cargo que pesa sobre mi conciencia, y del cual hablé a usted antes, así será el uso que yo haga de este documento.

-Pues claridad por claridad -replicó Fernando-: no firmo pactos con usted ni acepto condiciones en nada que se relacione con el asunto a que alude; y ni aun por hallarse investido del cargo a que se ampara, consentiré que se me atraviese usted en el camino. ¡Juzgue, por esto que digo, de lo que seré capaz de hacer si sus inclinaciones, o sus conveniencias, le arrastran a cometer una nueva felonía conmigo!

Con esto abandonó el joven la estancia, bajó a tientas la escalera, desató el caballo, montó en él y salió del pueblo hacia la sierra por caminos desusados, pues no quería ser visto en aquella ocasión, y la luna alumbraba con exceso las callejas frecuentadas.

Don Sotero no se enderezó hasta que oyó sus pasos en el portal; entonces dijo, con sonrisa burlona, hasta enseñar todos los dientes:

-¡Mentecato! ¡Pues no se ha figurado que al herirlo con esa arma voy a descubrir el cuerpo!

Después llamó a Celsa, y la mandó preparar la cena.




ArribaAbajo

- XIII -

Lo que se decía


Ya que en Valdecines estamos, y de noche y con luna, hemos de dar un vistazo a la botica. Porque en Valdecines había, a la sazón, y habrá hoy probablemente, su poco de botica, de la cual se surtían, en los trances muy apurados de la vida, hasta siete pueblos de tres leguas en contorno. «Su poco de botica», dije, porque, en rigor de verdad, la de Valdecines no era botica por entero. Por de pronto, el boticario, hombre que ya pasaba de los sesenta, así manejaba la espátula en su laboratorio, como el zarcillo en la huerta, o el hacha en el monte cuando le pedían muy caro por bajarle un carro de leña, pues como él decía al tachársele estas inconveniencias profesionales, los tiempos corrían apurados, el arte no lucía, y la familia, femenina, sin una sola excepción, abundante y, desacomodada, a eso y a mucho más le obligaba..., por ejemplo, a ser industrial con matrícula, sin dejar de ser científico con real diploma; razón por la que, en el no muy holgado local de la botica, lo mismo se despachaban píldoras y vomitivos, que sogas de esparto, clavos de ripia y jabón de Málaga; de donde resultaba, a creer a los marchantes, que las medicinas de aquella botica supiesen a especies y bacalao, y a cerato y a valeriana los comestibles de aquella tienda. Y como entre la mesa de la oficina y el mostrador no había solución de continuidad, en ausencia del boticario despachaba las recetas aquella de sus hijas que estaba de turno en el mostrador; y por el contrario, en ausencia de la hija, servía el farmacéutico a los parroquianos de la tienda.

No faltaba quien, en el pueblo y fuera del pueblo, murmurase de estas informalidades en el trascendentalísimo manipuleo de los jaropes; pero a esas murmuraciones respondía el farmacéutico, con muchísima razón, que la culpa estaba en los mismos murmuradores que se resistían a pagar, por todo un año de asalareo, más de dos celemines de maíz, o veinte reales en dinero. ¡Vaya usted por todo ese tiempo y esa cuota a surtir de medicamentos a una familia entera, y oblíguese, con las ganancias, a tener mancebo que le supla en ausencias y enfermedades! ¡Gracias si de sus preparados contra lombrices y jaldía, en los cuales achaques era el tal farmacéutico un especialista de cierta fama, sacaba un adarme de jugo para endulzar los amargores de su penuria! Y gracias también a que, con el sistema de don Lesmes, apenas despachaba en el pueblo más que recetas de zaragatona. Lo cual no le impedía acribillar al pobre cirujano con zumbas y dicterios muy a menudo.

Solía ayudarle en la empresa, aunque recargando el auxilio con durezas y groserías jamás merecidas de un hombre tan inofensivo en su conversación como don Lesmes, la tercera capacidad del pueblo, ya que no le fuera por el entendimiento, por la profesión que en él ejercía, aunque también a medias, como el boticario la suya. Refiérome al maestro de escuela, hombre de tanta edad como el cirujano y el farmacéutico, y lo mismo que ellos, forrado en antiguallas y rutinas, con un geniazo bestial, apegado a la pauta y al puntero y, sobre todo, a la palmeta, sin que leyes ni métodos, ni tratados, lograran hacerle cambiar de sistema, ni tampoco obligarle a dejar la plaza en beneficio de profesor más apto y competente, según rezaba y lo exigía la ley imperante. Pero sin duda alguna, las cosas de Valdecines se imponían por su propia virtud al Estado mismo; o, al contrario, tan poco realce tenía el pueblo en el mapa general, que nadie se acordaba de él sino para sacarle las contribuciones y los quintos; por lo que, en punto a médico, botica y escuela, atrasaba dos siglos muy cumplidos en el reloj de los tiempos.

Volviendo al maestro, digo que cobraba mal los cincuenta celemines de maíz que le pagaba el pueblo, amén de veinte ducados para camisa y hogar; y que parecía empeñado en indemnizarse de estos daños y perjuicios con el pellejo de los muchachos, a quienes desollaba vivos cuatro veces a la semana, que eran los días, mal contados, que en ella daba escuela.

Por lo demás, alardeaba de docto y de consagrar lo mejor de su vida al perfeccionamiento de la enseñanza elemental, y aun de la misma lengua patria, contra cuyos perfiles y sutilezas bramaba como una bestia. Déjase comprender por esto que también era hombre de sistema. No había leído a Fray Gerundio de Campazas y, sin embargo, en punto a ortografía y otros requilorios gramaticales, se parecía al Cojo de Villaornate como un barbarismo a otro barbarismo. No he de exponer yo aquí sus luminosas teorías, porque sobre no venir a caso, nos ocuparía mucho terreno.

Esperaba que la Academia, aplaudiéndolas, se las recomendaría al Gobierno para la procedente recompensa; y en eso andaba desde años atrás, faltándole siempre la última mano a la Memoria razonada que tenía escrita.

Estos proyectos y el mucho pan que le comían, sin ganarle para un par de zapatos, los cinco hijos que sumaba, entre hembras y varones, le absorbían la mejor parte del poco entendimiento que le cupo en suerte. El resto lo consagraba a hacer almadreñas y colodras, que se vendían, aquéllas en invierno y éstas en todas las estaciones del año, en la tienda del boticario.

Pues digo ahora que estos tres sujetos, el cirujano, el boticario y el maestro, cada vez que se hallaban juntos reñían indefectiblemente; siendo de advertir que se juntaban todas las noches en la botica y, asimismo, que desde su consulta con el doctor Peñarrubia, el bendito don Lesmes estaba inaguantable de vano y satisfecho, lo cual exasperaba al pedagogo y sacaba de quicio al farmacéutico. De modo que, desde aquella fecha memorable, la discordia aparecía entre las tres susodichas capacidades de Valdecines, anticipándose a los trámites acostumbrados.

En la ocasión en que se las he presentado al lector, el boticario hacía píldoras sobre la mesa, y sus dos amigos departían con él desde la pared de enfrente, acomodados en sendos taburetes de pino, aunque muy separados entre sí.

Apenas comenzaba la sesión, ya chisporroteaba; y eso que don Lesmes, con su comedimiento habitual, había expuesto técnicamente a sus contertulios el estado de cada uno de los enfermos existentes en el pueblo, cosa que hacía todas las noches, y no había citado más que tres veces a su «íntimo amigo» el doctor Peñarrubia; pero cabalmente había visto el maestro a Fernando salir de la casa y con el último sahumerio al padre, asaltó al pedagogo este recuerdo del hijo. Habló del caso con su habitual aspereza, y concluyó diciendo:

-¡Se necesita tener muy poca vergüenza para hacer lo que ha hecho hoy ese mequetrefe!

-Pues ¿qué ha hecho? -preguntó don Lesmes en tono de negar importancia al suceso.

-¡Saltar, como quien dice, sobre el cadáver de quien le echó de casa, para volver a entrar en ella!

-Creo yo- repuso el cirujano-, que para hablar de ese modo de una persona se necesita conocer muy a fondo los motivos.

-¡Pamplinas llamo yo a esos reparos! -dijo el maestro dando un garrotazo en el suelo y echando lumbre por los ojos.

-Pues yo le digo a usted -respondió el cirujano contoneándose en su taburete- que estoy muy al tanto de lo que pasa en la familia de mi querido amigo y compañero el doctor, y que conozco los secretos más íntimos de esas señoras (como que entro y he entrado en su casa con la misma franqueza que en la mía); y puedo asegurar que en la ocasión presente se equivoca usted en cuanto asegura.

Bufó el maestro entre burlón y furioso, y replicó a estas palabras de don Lesmes:

-¡Chanfaina, y rechanfaina, y requetechanfaina! «¡Mi amigo el doctor!...», ¡pua!... «¡Mi compañero el doctor!...» ¡buf!... ¿De cuándo acá, zurriascas, le vienen a usted esas herencias? Ayer era para usted, como para toda la comarca, Pateta el herejote. Habló con él una vez, y eso para matar entre los dos a la señora, y ya es un santo, y un caballero, y un amigo íntimo suyo. ¡Zurriascas! ¡Yo llamo al pan pan, y al vino vino, y no cato hogaño lo que antaño me amargó!

Don Lesmes sufrió impávido esta descarga, y respondió a ella con muy acentuada solemnidad:

-En la vida profesional ocurren a menudo estos lances. En una persona aborrecida por antojo se halla a lo mejor un caballero perfecto y un amado condiscípulo, como a mí me ha sucedido esta vez con el doctor Peñarrubia.

-¡Zurriascas!... ¿Lo oye usted, don Casiano?

Don Casiano era el farmacéutico, que a la sazón tenía los brazos levantados y se ocupaba en redondear una píldora con cada mano, entre el pulgar y los dos primeros dedos. En esta postura siguió, con cara de pesadumbre, los primeros lances de la porfía; pero al llegar el cirujano a decir las últimas palabras, cargó el ceño de tempestades. Así es que a la pregunta del maestro respondió aplastando las píldoras entre las antes suavísimas yemas de sus dedos:

-¿De manera que andará usted a dos palmos de salir de angustias? Amigo y condiscípulo de doctor tan resonado y pudiente, cátate la zaragatona en triunfo; porque el tal leerá la disertación, la mandará arriba... y se declarará de texto en San Carlos: Miserimini mundanorum!

-Pues hombre -replicó don Lesmes con mucha calma-, de menos nos hizo Dios. Por de pronto, sépase usted que se enteró de mi sistema, y le tuvo en mucho; que quedó en enterarse más a fondo de él; que me ofreció todo su valimiento para hacerle triunfar, y que si a la presente no está la memoria en Madrid aprobada a claustro pleno, la culpa mía es por no haberme llegado un día a Perojales... ¡Y a fe que buen empeño tuvo en ello!

-¡Zurriascas! -dijo a esto el intemperante pedagogo-. ¡Si eso fuera verdad, diría yo que era Pateta tan simple como usted!

Tampoco esta vez se descompuso el cirujano; antes bien, echó a broma los dicterios y respondió al pedagogo con estas palabras solas, aunque envueltas en una sonrisilla irónica:

-¡Qué más apeteciera a usted que un padrino así para sacar a flote sus luminosos reparos a la gramática castellana! ¿Quiere usted que le hable del caso?... Porque la obra lo merece, o yo no entiendo jota de esos achaques.

-Como de los que salen del pulso: ni más ni menos -dijo el maestro, apoyando las dos manazas sobre el garrote y mirando, rojo de ira y enseñando los dientes al cirujano-. ¡Y ahora, entienda usted, y entienda ese fantasmón del otro mundo, que de los dejados de la mano de Dios no quiero yo ni el aire para respirar!... ¡Zurriascas!

-¡Bien dicho! -exclamó al oír esto don Casiano, arrojando las dos píldoras que tenía entre los dos dedos sobre un montoncillo de polvos de regaliz...

-Bien dicho estará -replicó don Lesmes, comenzando a enardecerse con la exclamación del farmacéutico, que le dejaba solo en la contienda-; pero ni con ello ni con los específicos de usted contra lombrices y jaldía se me prueba a mí que el señor tenía razón cuando dijo lo que dijo de mi joven e ilustrado compañero, el hijo de mi muy querido amigo y condiscípulo, el egregio doctor Peñarrubia.

-¡Echa lustre... zurriascas! -gritó aquí el maestro-. ¡Date vientos, farolete!

-Miserimini mundanorum -refunfuñó don Casiano, volviendo a su postura, digámoslo así, chinesca.

-Similis congregantur..., latinajos corrompidos -dijo don Lesmes, en tono de zumba-. Lo que aquí hace falta es probar en romance corriente lo que el señor asegura.

-No hay que probar -replicó el aludido- lo que todo el mundo sabe; y todo el mundo sabe que ese mequetrefe fue arrojado de la casa por la hoy difunta señora, por sus ideas diabólicas, por sus herejías escandalosas y por hijo de su padre..., ¡ese amigote y condiscípulo tan querido de usted..., zurriascas! Esta es la fija; y por ello da en cara a todo Valdecines la sinvergüencería con que ahora vuelve a llamar a las mismas puertas, y la no sé qué diga, de la... qué sé yo qué, que se las abre.

-Pues yo, que estoy al tanto de los secretos de esa ilustre casa, donde entro con igual franqueza que en la mía -exclamó don Lesmes, no poco exaltado-, digo que todo eso que se cuenta son supuestos de gentes envidiosas..., cuando no sea obra de algún pícaro a quien, por más señas, hace usted mucho la rosca.

-¡Zurriascas!... ¡Yo no hago la rosca a nadie; que eso se queda para usted y otros matasanos como usted! Y si lo dice por quien yo barrunto, sépase que él me buscó a mí, porque me necesitaba.

-¡Por cierto que supo usted responder al consonante de los propósitos de ese fariseo! ¡Vaya una cría que le sacó usted, lucida y despierta!

-Si el discípulo es alcornoque de por sí, ¿cómo ha de hacerle el maestro madera fina y de lustre?... ¡Pero zurriascas!, cuando menos, lo que cae por mi banda, no lo mato como usted.

-¡Dígalo Polduco, mi chico menor! Si no se lo quito a usted de entre las uñas, en ellas queda, como gorrión entre las del milano.

-¡Polduco es una cabra montuna, zurriascas! Me hizo muchas de las suyas, y al cabo le casqué las liendres; que de mí no se ríe ni la perra que ha de volver a parirle.

-¡Si usted supiera darse a respetar!...

-¡Si ustedes pagaran como deben!... ¡Zurriascas!

-No cobro yo tanto, y trabajo más... y me conformo.

-¡Ya! ¡Pero como que usted tiene el amparo de su amigo y condiscípulo el señor doctor!... ¡Puáaa!

-Y usted la mina de sus colodras y almadreñas. ¡Digo! ¡Vaya un par de copas para un invierno crudo! -expuso a esto don Casiano, comenzando a redondear otras dos píldoras-. ¡Como don Lesmes no saque a la zaragatona más jugo que al doctor!...

-De modo -replicó el cirujano- que como no está al alcance de todos la virtud de matar las lombrices con polvos de salvadera...

-Eso va con usted, don Casiano! -gritó el feroz pedagogo-. ¡Y que la cosa no lleva malicia, zurriascas!

-¿Por qué no le ha vuelto usted antes al cuerpo lo de las colodras, que no iba conmigo? -díjole el farmacéutico muy picado.

-Porque las verdades no ofenden; y es verdad, y a mucha honra, que para ganarme el pan hago colodras y almadreñas.

-Y yo, con el mismo honrado fin, remedios contra lombrices.

-Pero dice este licenciado zaragata que son de polvos de salvadera.

-Miserimini mundanorum, digo yo a eso, y que cada cual mire por su honra, que la mía bien guardada está.

-¡La mía está más alta que la chimenea!...

-Pues la mía levanta un codo sobre el campanario, ¡zurriascas!

-Todos son honrados y la capa no parece...

-A ver, a ver, zurriascas, ¿qué capa es ésa por lo tocante a mí?

-¡Lo mismo digo por lo que me alcanza en la alusión!

-El que se pica, ajo come.

-¡Me pico porque debo!

-¡Mucho que sí, zurriascas!

-¡Pues mucho que no!...

Yo no sé adónde hubiera ido a parar la disputa, sin la repentina aparición de una muchacha que preguntaba ansiosa por don Lesmes.

-¿Qué hay? -dijo éste, mirándola con mal gesto.

-Que vengo a visitar a mi padre.

-¿Quién es tu padre?

-Tío Luco Burciles.

-¿Perrenques?

-Así le llaman por mote.

-¿Qué tiene?

-A modo de un lubieso junto a la nuez, en salva la parte, que no le deja resollar.

-¿Qué le habéis puesto?

-Ajo rustrío le puso mi madre, con unto de lumiaco y ujanas fritas.

-¡Qué barbaridad!

-¡Zurriascas! -dijo aquí el maestro-. ¡Vaya usted a ver a ese pobre hombre, y sabrá lo que pasa... y cumplirá con su deber!

Don Lesmes, que ya se había levantado para seguir a la muchacha, se volvió un instante para decir al pedagogo por despedida:

-Los deberes de un profesor como yo están muy altos para que los conozca un remendón de gramática y un desbastador de colodras como usted.

-¡Miserimini mundanorum! -exclamó con expresión de burla el boticario, envolviendo hasta dos docenas de píldoras en un cucurucho de papel, mientras el maestro se revolvía en su taburete, echando llamas por los ojos, y ternos secos por la boca, contra el mísero cirujano.

Y por fas o por nefas, así cada noche, y todas las del año.




ArribaAbajo

- XIV -

El fondo del abismo


Ya he dicho que Fernando fiaba mucho en la fuerza de sus convicciones filosóficas para desvanecer los reparos de Águeda. Que le dejaran hablar, discutirlos, y el triunfo era infalible. Porque, en su concepto, las ideas religiosas de aquélla no tenían base ni arraigo; eran, más bien, reflejo de las ideas de su madre, que quizá tampoco las tuvo propias acerca de ese punto. Faltaba ya la madre y, por consiguiente, no existía el doble influjo de su autoridad y de su talento; y Águeda le tenía extraordinario, y además le amaba como nunca; porque el mismo obstáculo que entorpece los proyectos, hace que se acrecienten los deseos... De todas maneras, no podía resignarse a perderla, y no la perdería.

«¡Si parece -pensaba- que el mundo está lleno de ella! ¡La siento, la veo en el aire que respiro, en el agua que corre, en la hoja que se mueve, en la nube que cruza el espacio, en el viento que la empuja, en la luz que ilumina y fecunda la Tierra, en mi pensamiento, en mi voluntad y en todas las aspiraciones de mi alma! Unidos están nuestros corazones, acordes nuestros deseos, una misma fuerza nos da vida... ¡Sólo nos separa una palabra, expresión confusa de una idea más vaga todavía!... ¿Cómo es posible que este grano de arena obstruya tan ancho camino?».

Y, a pesar de lo pequeño que a sus ojos era el obstáculo, cuando la serenidad le enfriaba un poco el entusiasmo, dudaba y temía y el pan le amargaba, y el sueño le encarecía con exceso sus halagos.

Águeda, por su parte, también meditaba y discurría, de día y de noche, despierta y soñando; y la quintaesencia de sus meditaciones y discursos podía reducirse a estos sencillos términos:

«¡Por qué diversos modos y caminos vienen aparejadas las grandes desventuras de la vida!... La sed ardiente, el agua junto a los labios, y luego el conocimiento de que en sus transparentes cristales hay ponzoña que mata. ¡La muerte bebiendo; la muerte resistiendo la sed! En la edad de los sueños floridos; cuando nacen las esperanzas, y los horizontes del deseo no tienen límites, y la imaginación es cuadro maravilloso en que se pinta el mundo poblado de armonías y fragancia, para mí sólo hubo penas y tristezas. Dios quiso que en medio de ellas brotara en mi pecho el amor, que es fuente de consuelo y de fortaleza. Dios quiso también que aquello mismo que yo había recibido como prenda segura de mi felicidad se trocara súbitamente en instrumento de martirio... ¡Y qué martirio!... Las deslealtades se olvidan, las tibiezas se perdonan, porque el amor lo suple y lo engrandece todo; pero la causa de esta tribulación, ni admite indulgencia por su índole, ni por su arraigo deja esperar que algún día se desvanezca. Le pierdo y se pierde. ¡Con estos dos filos hiere el puñal de mi pena, dándome con un solo golpe dos muertes!».

Hacíansele a Fernando siglos las horas que pasaban sin realizarse la acordada entrevista, porque todo lo esperaba de ella; al revés que Águeda; alas veía ésta en el tiempo, porque todo lo temía de la misma ocasión. Llegó al cabo, mucho antes de lo que la infeliz quisiera, y mucho después de lo que convenía a las impaciencias del otro.

Lanzó Fernando a la conversación el punto dificultoso. Pero ¡con qué remilgos, miramientos, tanteos y perífrasis! Como el hambriento que adquiere inesperado manjar y, con el temor de que se le concluya pronto, más bien le aspira que le muerde, economizaba el enamorado joven la materia de la porfía para conseguir dos fines a la vez: prolongar todo lo posible la entrevista, y no agravar las dificultades con locas intemperancias. Así es que a la historia detalladísima del mutuo amor, que salió de nuevo a relucir, siguió un discurso melancólico sobre las contrariedades en general; a éste, un razonamiento, dividiéndolas en especies y clasificándolas por trascendencias; al razonamiento, una disertación sobre cada una de las clases establecidas; a la disertación, una memoria bastante minuciosa sobre la diversidad de cultos y creencias del género humano..., hasta que no hubo más remedio que pisar el dedo malo de la cuestión. Pero allí esperaba Águeda abroquelada con su fe inconmovible. Ni saltos ni ardides ni sorpresas lograron hacerla retroceder un paso. La punta de su espada aparecía junto a los labios de su enemigo cada vez que éste se disponía a herir con sutilezas y comentarios lo que para ella era sagrado e indiscutible como la palabra de Dios. En lo demás, dejaba a Fernando despacharse a su gusto, y rara vez le contradecía. Al cabo, perdió éste la serenidad, porque iban faltándole las esperanzas de la victoria.

-Y después de todo -exclamó enardecido, al intentar el asedio por otro flanco, único recurso que le quedaba-, y aun concediéndote que la religión que profesas sea la mejor de todas las conocidas, la verdadera y única, como tú dices, ¿qué tiene que ver el amor con eso?

-¿A qué llamas «eso»?

-A tu religión, con su carácter divino y sus dogmas indiscutibles.

-¡Qué tiene que ver el amor con esa religión! ¿Y qué es un hombre sin ella? ¿Qué es un hogar sin esa luz y sin ese calor? ¡Cielo santo! Yo me imagino una familia que jamás invoca el nombre de Dios. ¡Qué cárcel!..., ¡qué lobreguez! Aquellos dolores sin consuelo; aquellas contrariedades sin la resignación cristiana; aquellos hijos creciendo sin mirar jamás hacia arriba; aquellos niños sin el culto a la Virgen; aquellos labios de rosa mudos para la oración al Ángel de la Guarda..., ¿en qué se emplean? Porque, ¿qué puede enseñar una madre a sus hijos en esa edad, si no les enseña a rezar?

-Todo eso es muy bello, Águeda; pero como cosa de niños, al fin no pasa de una bella puerilidad.

-¡Puerilidad! Y mañana esos niños crecen; y como en su corazón no había semilla alguna, nada fructifica en ellos; y vienen las pasiones y las luchas; y la razón sola no alcanza a sobreponerse a los conflictos. Después llega el desaliento, y el temor a los respetos humanos, que cada uno entiende a su manera y, por último, la desesperación. ¿Te parece el cuadro más serio así?... Pues con amores sin religión se forman las familias de esa especie.

-No extrememos el asunto, Águeda. Al decirte que le juzgo sin conexión alguna con la religión no pretendo que arrojes la tuya de casa al entrar yo en ella, sino que des culto a tus creencias sin reparar en las mías. Déjame como soy, y sé tú como eres; yo no me meteré en tu conciencia; respeta en cambio la mía.

-Aunque eso fuera posible, que no lo es, pues creo que con una obcecación como la tuya no hay salvación para el alma fuera de la fe que profeso, y con esta creencia no cabe acuerdo, en negocio tan grave, con hombres de tus ideas, ¿qué sería mañana... de tus hijos?

-Como yo no me opondría a que su madre los educara a su modo...

-¿Y el ejemplo de su padre? Entre mis enseñanzas y tus impiedades, ¿qué pensarían cuando la razón se sazonara en ellos?

-Elegirían lo que mejor les pareciese.

-Y yo tendría que decirles, para que no se fueran contigo: «Vuestro padre es aquí piedra de escándalo: huid de su ejemplo». ¡Hermoso cuadro de familia!

-¿Por qué habías de decirles eso?

-Porque así cumpliría con un deber de conciencia y con un mandato de mi corazón; porque creo que con mis enseñanzas estarían dentro de la ley de Dios, y que con las tuyas se perderían irremisiblemente. Ya ves cómo es imposible toda avenencia entre nosotros en ese punto.

-No hay imposibles, Águeda, cuando hay amor; el amor es la ley suprema en el mundo; todo lo allana y lo purifica. Eso que tú llamas imposible, es el fanatismo que te ciega.

-Hacíaseme que tardaba en llegar esa palabra, y ya que vino, veamos quién de los dos la merece más. ¿Robarías tú por transigir con quien no viera en el robo cosa censurable?

-No es el caso enteramente igual.

-No lo es, en efecto; en tu ley, todo es convencional y mudable, porque es humano; y no hay razón para que el robo no llegue, con el tiempo, a ser, para alguna secta, o para todas ellas, una virtud. En mi fe todo es permanente y eterno. Esta es la gran diferencia que hay entre ambos casos. Sin embargo, no hay que pensar en que tú puedas transigir robando; y pretendes que yo, faltando en ello a un precepto divino, viva en perfecta tranquilidad con un hombre... rebelde a la ley de Dios. ¿Quién de nosotros es el verdadero fanático?

-Tú, Águeda, aunque creas lo contrario, fascinada por el brillo de un sofisma corriente; causa inverosímil de que aún subsista en todo su vigor el conflicto en que tú y yo nos vemos ahora, conflicto que es el oprobio de la sociedad que le respeta.

-También es del oficio esa palabra, Fernando, y tampoco resuelve la dificultad. Ese conflicto no es más ni menos inevitable que otros muchos que existen, han existido y existirán mientras exista el género humano. Lo absurdo, lo insensato, está en el empeño de pedirle cuenta de él a la sociedad que, en todo caso, dispondría de su propia conciencia, pero no de la mía.

-No hay otro que se le parezca.

-Todos son menos respetables que él. Un hombre, ayer rico y poderoso, en los azares de la guerra padece hambre, frío y desnudez, y hasta la muerte, por ser fiel a su bandera. Este es un conflicto, y no raro. ¿Es, en tu concepto, imputable como una afrenta a la sociedad que no le evita y le consiente y hasta le aplaude so pretexto de que es una virtud sacrificarse al honor y al patriotismo?

-No hay paridad, Águeda, entre ese caso y el nuestro.

-Puedo citarte mil. Si en tus propósitos entrara el de asociarte a otra persona para llevar a cabo una empresa de gran importancia para ti, y cuando más te halagaran las esperanzas del lucro, averiguaras que aquella persona no era honrada, ¿qué harías en tal conflicto? ¿Retroceder inmediatamente, renunciando sin vacilar al lucro prometido antes de exponerte a manchar tu honra en semejante compañía, o volverte airado a la sociedad que te lo aconsejara, para reprenderla porque no enseña a los hombres a transigir en tales pequeñeces? No necesitas decirme cuál de los dos partidos adoptarías; pero yo te pregunto ahora: en la necesidad de que haya conflictos, porque es imposible que los negocios del mundo vengan ordenados a los humanos deseos, ¿por qué han de ser dignos de respeto los que proceden de los azares comunes de la vida, y no los que son hijos de un mandato de Dios?

-Fatigas en vano tu hermosa inteligencia, Águeda... Tus razonamientos son lógicos y concluyentes; pero son castillos en el aire, puesto que proceden de un principio falso a mis ojos. ¿Dónde está escrito y comprobado ese mandato de Dios? ¿Cómo se creen esas cosas que tú tienes por verdades indiscutibles?

-Con la razón natural.

-Con ella me he hecho incrédulo buscando la verdad.

-¿Dónde la has buscado?

-En el único sitio donde puede hallarse: en el examen.

-La has buscado entre los hombres que no creen, y en los libros que empiezan por negarla, no en los que enseñan a creer: has mirado al cielo para estudiar la ley por que se rigen sus maravillas, no para conocer al Legislador.

-No te he dicho jamás que yo le desconozca.

-Ni quiero que me lo digas: harto sé con saber que no crees en un Dios justiciero y misericordioso, que tomó carne humana para morir por los hombres en un madero afrentoso.

-Distingos sutiles que a nada conducen.

-Esos distingos lo son todo, sin embargo: empezando por desdeñarlos, se acaba por negar a Dios... Y dejemos aquí ese punto que yo, pobre mujer, no debo ni puedo dilucidar... ni a ti te conviene tampoco que se dilucide.

-¿Por qué?

-Porque a cada paso que damos en él, descubro mayores profundidades en la sima de tus errores, y no quiero, al perderte para siempre, perder conmigo la esperanza de tu salvación.

-¿Luego te resignas a perderme?... -preguntó aquí Fernando, con la angustia pintada en sus ojos.

-¿Y qué otro recurso me queda? -respondió Águeda en el mayor desconsuelo-. Si al verte tan apartado de la verdad, hasta dudo de la honradez de tus propósitos.

-¡Águeda!

-Yo creyente y tú descreído, empezarías engañándome al unir tu mano a la mía.

-¡Engañarte yo!...

-Sí, Fernando: y si no, dime, ¿crees en la necesidad del Sacramento para formalizar el matrimonio?

-No.

-Luego ¿qué papel sería el tuyo delante del sacerdote que uniera nuestras manos? ¿Qué pensar del sí que pronunciaras, invocando a la fuerza un Dios a quien desconoces? Y el que en tan solemnes momentos es desleal a su conciencia, ¿por qué no ha de serlo a sus deberes en el curso de la vida?

-¡Si me amaras como te amo, Águeda, no clavarías en mi alma el puñal de esa sospecha!

-¿Y qué amor es el tuyo, al fin y al cabo, si le falta la abnegación, que es la virtud que le engrandece?

-Tú, que crees poseer esa virtud, dime qué debo pensar de quien con ella me quita a una pasión generosa el más bello de sus ideales. ¡A menudo, Águeda, se confunde la obcecación con el deber!

-En ti se está viendo ahora palpablemente. Hallas un obstáculo en tu camino, parécete mucho trabajo destruirle, y te empeñas en saltar sobre él a todo trance, para que tus propósitos no se malogren ni se detengan un momento. Nada te supone que ese proceder sea incompatible con mis deseos. Con tal de que los tuyos se cumplan, ¿qué importa el sacrificio de mi conciencia?

-En situaciones como la nuestra en este instante, las reflexiones de una dialéctica fría como la tuya, sólo sirven para acrecentar el martirio. ¡No te complazcas, Águeda, en escarbar la herida que me mata, y dime, si puedes, qué amor es el tuyo que así razona y escrupuliza, cuando el mío es incendio que me devora!

-No lo sé... Pero sé que daría mi vida porque creyeras.

-Entonces, ¿qué fuerza misteriosa es esa que te da alientos para sacrificarle por aquello mismo que, hallado por mí, haría inútil el sacrificio?

-¡Cómo has de verla, ciego!... Tu alma está a oscuras... ¡Cree!

-¡No puedo, Águeda: mi razón se resiste a ello!

-La razón va por donde se la conduce.

Y si el destino quiere que yo no llegue a creer, aunque lo intente, ¿por qué me ha de costar, eso que tú llamas desventura, la más irremediable de perderte?

-Porque así debe ser.

-¿Y mi corazón, Águeda?... ¿Y este amor que me enloquece?

-¡Tu corazón!... ¡Si pudieras ver el mío!...

-¡Esta pasión es mi vida; ahogarla es matarme!...

-He ahí la mejor prueba de lo que vale esa razón que es tu orgullo. Atrévese altanera con el mismo Dios, y la abate, y la humilla, y la vence una simple contrariedad.

-¡A este conflicto llamas simple contrariedad!

-Sí, Fernando; porque no la hay tan grande en la vida humana, que no pueda ser vencida por la reflexión, cuando ésta se inspira en la fe que te falta.

-¡Otra vez la fe!...

-¡Otra vez, y siempre! Un mismo sol alumbra todos los rincones del mundo. ¿Adónde irás con los ojos abiertos sin que los hiriera su luz?

-Resueltamente, Águeda, no cabe inteligencia entre nosotros, si no desciendes de esas alturas ideales.

-O si tú no subes a ellas.

-Yo no hago imposibles.

-Pero los exiges.

-¿Es imposible lo que te propongo?

-¿Aún no te convences de ello?

-¡No, y mil veces no!

-Hemos llegado al fin que yo temía. Caminamos ya en un círculo de hierro, y nos fatigamos ociosamente.

-¡Dogal es que oprime mi garganta!

-Te dije que sería inútil esta entrevista. ¡Mira cómo no me equivoqué! No sueñes siquiera en otra: hablamos por última vez.

-¡Por última vez, Águeda! ¡Y eso te dicta la caridad! ¿Por qué, puesto que conoces mi mal, no intentas su curación antes de abandonarme inclemente? ¿O temes el contagio?

-No lo temo; pero sé que mis fuerzas no bastan para tan grande empresa, y que cuanto más avanza la gangrena, más poderosa es la operación de cortar por lo sano. Eso es lo que vamos a hacer, por mutua conveniencia, ahora mismo, dando por terminada esta ociosa contienda que me mata.

-Con mi despedida. ¿No es eso lo que quieres?

-Eso mismo.

-¡Puede ser eterna, Águeda!

-¡Quién sabe!... -dijo ésta sonriendo amargamente.

-¡Pero es muy cruel -exclamó Fernando exaltado- esa conformidad con que me condenas a no verte más!

-Ya sabes cuál es el camino por donde se llega hasta mí, y no ignores con qué llave se abren estas puertas.

-¡Si no la poseo, Águeda!

-¡Intenta siquiera buscarla, obcecado; y eso tendré que agradecerte!

Fernando, febril, pálido y desalentado, no quiso insistir en su lucha contra aquella roca inconmovible. Levantóse trémulo, y dijo, acercándose más a la joven.

-Estoy al borde del abismo que nos separa; te opones a que pase sobre él, y no puedo retroceder, porque no quiero ni sé volver a lo que fui. Tengo que hundir en el negro fondo mis ojos y mi pensamiento... Si el vértigo me arrastra, no olvides que tú dictaste la sentencia.

Después salió como debe salir de la capilla el reo que ha perdido la última esperanza de perdón.

Águeda no podía más. Había gastado todas las fuerzas de su espíritu en la terrible lucha sostenida entre su corazón y su conciencia. Lloró y oró mucho. Para saber qué súplicas elevó al cielo, sería preciso conocer la magnitud de la tribulación en que estaba sumida aquella alma pura, recta... y enamorada.



Arriba
Indice Siguiente