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El centenario de Ariel, una lectura para el tercer milenio

Cuando en 1900 José Enrique Rodó, un joven estudioso autodidacta de apenas veintinueve años, publica Ariel en una modesta editorial de Montevideo, nada permite suponer que este breve ensayo de apenas 100 páginas se convertiría al cabo de un par de años en el libro emblemático de América Latina. El joven Rodó -nacido el 15 de julio de 1871 en el hogar compuesto por un próspero comerciante de origen catalán y una madre criolla de familia tradicional- se transformaría en el «Maestro de la juventud de América», en el «artista educador», titular de una «empresa sagrada» y conductor de una «milicia sacramental». Ariel pasó a ser el «Evangelio americano» que predicaba un idealismo -el arielismo- como modelo latino frente al agresivo y expansionista modelo estadounidense. En 1910 ya contaba con ocho ediciones.

Las interpretaciones de las razones del éxito singular de la obra de Rodó coincidirían desde el principio en que «las palabras de Ariel se dijeron en el momento oportuno» (Pedro Henríquez Ureña), porque tuvieron la «virtud profética de lanzar, en su hora, la palabra necesaria y decisiva», (Alberto Zum Felde), ya que el autor de Ariel «simbolizó las más bellas y más hermosas aspiraciones de nuestra América» (Max Henríquez Ureña). Sin embargo, al mismo tiempo que esa palabra «oportuna» y «necesaria» era reconocida internacionalmente, se iniciaba una polémica sobre la verdadera dimensión de su obra. Enfrentados los entusiastas panegiristas del «arielismo» a quienes sospechaban que el «idealismo rodosiano» era «un grueso contrabando de vacilaciones y oportunismos», críticos y estudiosos de Ariel inauguraron una discusión no resuelta hasta nuestros días.

Por un lado, estaban quienes consideraban -como José de Riva Agüero- la «sangrienta burla» y el «sarcasmo acerbo y mortal» de un Rodó que «propone la Grecia antigua como modelo para una raza contaminada con el híbrido mestizaje con indios y negros»61. En el otro extremo, quienes lo saludan como el «profeta del nuevo siglo para estos pueblos que esperaban ansiosos la palabra de fe en sus propios destinos» (Max Henríquez Ureña). Entre ambos extremos se abrió un amplio y contradictorio espectro de opiniones que el paso del tiempo apenas ha atenuado. A ello contribuiría en la década de los sesenta el debate sobre si lo auténticamente americano está representado por Calibán más que por Ariel según propusiera a modo de provocador desafío Roberto Fernández Retamar en Calibán: Apuntes sobre la —68→ cultura en nuestra América (1971), apuesta sobre la que ha ido reflexionando en años sucesivos en Calibán revisitado (1986), Calibán en nuestra hora de América (1991) y en Calibán quinientos años más tarde (1992), textos reunidos recientemente en Todo Calibán (2000) con un apéndice Calibán ante la Antropofagia62. Sobre esta polémica ha terciado Antonio Melis preguntándose si, finalmente, «entre Ariel y Calibán no habría que apostar por Próspero»63.

De todas maneras, es posible preguntarse si el propio Rodó no alimentó esa «figura estatutaria, firme, serena en demasía» de quien fuera «enmascarado persistente» en vida como «sigue siéndolo después de ido a la tiniebla», como metafóricamente se preguntara Emilio Oribe64. Al practicar una prosa de vocación ejemplificadora, con un estilo emblemático y voluntad moralizante, Rodó no habría hecho más que asumir a plena conciencia un tono magisterial y una retórica que algunos consideraban inadecuada para el lector joven a la que estaba destinada. Porque, en realidad, Rodó ya era dueño desde los veinticinco años de esa «mocedad grave», con que lo retrató Alberto Zum Felde, resultado, tal vez, de esas crisis y depresiones, sobrellevadas con pudor y estoicismo desde que quedara huérfano de padre a los catorce años y debió enfrentar dificultades económicas que lo condujeron a abandonar sus estudios universitarios. Se refugiaría desde entonces detrás del gesto impostado e impenetrable con el que se lo identificó el resto de su vida.

Aun antes de publicar Ariel, cuando Rodó era el precoz y activo colaborador de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales ya aparecía como una «persona reconcentrada y solitaria, tímida y desgarbada», de figura de «tipo linfático en grado extremo», dueño de un «cuerpo grande pero laxo», de «grosura fofa» y de «andar flojo», con «los brazos caídos, las manos siempre frías y blandas, como muertas, que al darlas parecían escurrirse», carente de «toda energía corporal», donde «sus mismos ojos, miopes y velados tras los lentes, no tenían expresión»65. Claro es que el mismo Zum Felde descubriría a un verdadero escritor más allá de aquel «hombre pesado y gris», con la «máscara inexpresiva de su rostro» y con esa «cara pálida» que se iría abotagando con los años, escudado en «el respeto que dondequiera lo rodeaba». Un escritor que, más allá de la melancolía a la que sucumbiría prematuramente, interesaba por su «carácter viviente, renovado, creciendo a expensas de una inmanencia de energías infinitas» y por esa condición de artista y «suscitador», como lo prefirió definir Emilio Oribe.

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Esta contradicción entre el carácter y el mensaje, entre la personalidad y la obra de Rodó se explica -a nuestro juicio- por la explícita «voluntad programática» con que encara la misión del escritor cuya misión, por principio, «debe ser» optimista. El autor de Ariel dice «hay que reaccionar», porque el momento lo impone y lo hace más por un deber intelectual asumido éticamente que por espontáneo impulso de su naturaleza. Ello explicaría esa contradicción entre el contenido entusiasta de su obra y la apariencia flemática y solemne de su persona, esa dificultad en poder identificar lo que dice con el cómo lo escribe, en poder asociar al personaje con su prédica. Es lo que hemos llamado en otro trabajo consagrado a su obra la «trastienda del optimismo»66, donde se revela el progresivo desfallecimiento que lo embargó hasta su solitaria muerte prematura en un hotel de Palermo, en 1917, cuando apenas contaba con cuarenta y seis años de edad. Con otras palabras, Jorge Arbeleche sugiere que Rodó fue un «agónico, pero nunca un claudicante»67.

El culturalismo libresco y artificioso, ese esteticismo aristocratizante que, sin embargo, no fue nunca desdeñoso, pareció servir al deliberado propósito de construir «un estilo para un sermón pedagógico cargado de razones y vertebrado por un pensamiento argumentativo y doctrinal, superando la funcionalidad denotativa del mensaje», como sostiene Belén Castro68. Rompiendo la «coraza retórica de su propio lenguaje, bajo el aspecto marmóreo del Maestro y del Prócer, cubierto por el bronce severo de la estatua que muchos de sus críticos han esculpido», Belén Castro rescata al «artista finisecular sensible ante la confusión de su tiempo» y el optimismo heroico de quien fuera «un desterrado en su propio país».

Fines de siglo, fines de milenio

A los cien años de su publicación Ariel sigue siendo la obra más citada y editada de Rodó. Texto obligatorio en la enseñanza de Uruguay, referencia en numerosos países de América Latina, ediciones críticas en España y estudios consagrados a su pensamiento en el contexto de la historia de las ideas de América Latina, pautan ese interés. Una reciente edición italiana añade una nueva área lingüística a esa misma preocupación69.

Sin embargo, más allá del renovado interés académico por Ariel, es posible interrogarse sobre la vigencia en este nuevo milenio de una obra escrita hace cien años. Esta interrogante invita a algunas comparaciones. En efecto, la tentación es grande y es difícil no sucumbir a la facilidad de comparar lo que ha sido el final de este siglo —70→ con el fin del siglo XIX. Sin caer en simplificaciones y más allá de su especificidad, una serie de similitudes pueden ser trazadas entre ambas fechas, especialmente en el área hispánica70.

«El despertar del siglo fue en la historia de las ideas una aurora, y su ocaso en el tiempo es, también, un ocaso en la realidad»71, escribía Rodó en 1897 sobre el siglo XIX que terminaba. Este tono crepuscular de un fin de siglo donde todo «palidece y se esfuma» y cuya vida literaria «amenaza extinguirse», impregna las primeras páginas de El que vendrá (1897), momento signado por la incorporación del mundo hispanoamericano a la modernidad y por la reflexión sobre el reajuste de la «inteligencia americana», período que Alfonso Reyes definió como «sin esperanzas de cambio definitivo ni fe en la redención». Entonces, como sucede ahora, se tenía la sensación de que «algo funcionaba deficientemente en el organismo vivo de aquellas sociedades en crecimiento»72.

Bueno es recordar que entre 1899 y 1920, en ese ambiente entre pesimista y resignado, proliferan los diagnósticos sobre la condición «patológica» y «enferma» de Hispanoamérica. Varios de los títulos de las obras publicadas resaltan el carácter de «continente enfermo», como hace César Zumeta en su breve ensayo, Continente enfermo (1899); Agustín Álvarez en Manual de patología política (1899); Manuel Ugarte en Enfermedades sociales (1905); José Ingenieros en Psicología genética (1911), diagnóstico que se prolonga en Pueblo enfermo (1920) de Alcides Arguedas y que está igualmente presente detrás del título más optimista de Nuestra América (1903) de Carlos Octavio Bunge.

Una similar inestable desazón y sentimiento de crisis y «decadencia» se repitió ahora a fines del siglo XX, al proyectarse los presagios agoreros de los apocalípticos aupados sobre la resignación de los integrados. Basta enumerar los rasgos más notorios de nuestra mal asumida contemporaneidad de fin de milenio: crisis de valores y pregonado fin de las ideologías, ausencia de nuevos repertorios axiológicos en que reconocerse, «era del vacío» y culto de lo fragmentario con lo que se asocia la posmodernidad, derrumbe del mundo bipolar, desorientación y pesimismo tan difuso como generalizado, angustiado vértigo ante el futuro y rechazo del presente, denuncia del deterioro de normas de convivencia y solidaridad social, temores suscitados por la globalización económica y la masificación cultural uniformadora que desdibuja la diversidad creadora.

La vigencia de Ariel no se detiene en el espíritu de fin de siglo que se vivió entonces y que se repite ahora. Hay otros puntos en los cuales inscribir una lectura actualizada de sus páginas. En efecto, entonces —71→ como ahora, el mundo hispanoamericano estuvo sometido a la gravitación del solitario y poderoso «gendarme» mundial, los Estados Unidos. Esos Estados Unidos que Rodó asimila a «representantes del espíritu utilitario y de la democracia mal entendida»73, que en 1900, tras haber derrotado a España y haber impuesto humillantes «enmiendas» a Cuba y Puerto Rico, intervenía con impunidad en América Central y el Caribe.

Sin embargo, en aquel momento Rodó comprendió que no bastaba con lamentarse y que había que dar una respuesta regeneradora a la crisis que reflejaba el pesimismo y el decadentismo reinante y el abierto conflicto entre espiritualidad y modernidad de la nueva sociedad latinoamericana emergente. Ello se tradujo en la combativa actitud de un escritor frente a la resignada aceptación con que se sobrellevaba la fatalidad de pertenecer al orbe latino y, dentro de éste, al mundo hispánico donde América, a su vez, mantenía reservas frente a España y donde ésta percibía la lengua de Hispanoamérica como «dialecto, derivación, cosa secundaria, sucursal otra vez: lo hispanoamericano, nombre que se ata con guioncito como con cadena», según resumió Alfonso Reyes con cierta ironía74.

Se percibió también entonces, como sucedió en 1992, en ocasión de la celebración del V Centenario del «encuentro de dos mundos», la necesidad de restaurar un diálogo constructivo con España. Rodó había seguido desde su primera juventud los enfrentamientos que se produjeron en 1892 en el marco de las celebraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América, donde se habían puesto en evidencia -pese a desfiles, exposiciones y congresos en los que participaron escritores hispanoamericanos y españoles, entre otros el uruguayo Juan Zorrilla de San Martín- recelos todavía no superados en los países independizados del continente y agravados por la lucha de las últimas colonias antillanas.

En el trasfondo del IV Centenario, como sucedería cien años después con el V, hubo una voluntad de España por romper su aislamiento y recuperar una renovada dimensión en América. Es la «savia nueva para construir una Nueva España» e iniciar «el punto de partida de una nueva era de triunfos» y así consolidar los lazos económicos y culturales con el Nuevo Mundo. Se trataba, entre brindis, discursos y poemas, de recuperar una fraternidad perdida en los jirones independizados del antiguo imperio. Es interesante recordar el papel que cumplieron en aquel momento escritores como Rubén Darío, Ricardo Palma, Zorrilla de San Martín, Acosta de Samper, Ernesto Restrepo Tirado fomentando relaciones culturales en el marco de los festejos. Algunos, como Restrepo, llegaron a —72→ ensalzar la conquista española, destacando el papel civilizador del genocidio, ya que las tribus indígenas estaban «entregadas a tales vicios que no parecía lejano el momento de su desaparición y exterminio de las unas por las otras». Otros, por el contrario, consideraron que el IV Centenario debía impulsar estudios sobre las civilizaciones prehispánicas destruidas por la conquista, situándose en una actitud más científica y positiva, acorde a la filosofía de la época. Ya se sabe que estos planteos de los que recogió sus ecos en Montevideo el joven José Enrique Rodó, se reactualizaron en las celebraciones del 500 aniversario del «encuentro» de América en 1992 y en las declaraciones voluntaristas de las Cumbres Iberoamericanas reunidas anualmente desde entonces.

Otros paralelos pueden establecerse entre el fin del siglo XIX que viviera con alarmada preocupación Rodó y el del siglo XX. Los temores del autor de Ariel ante «la invasión de las cumbres por la multitud» y las «hordas de la vulgaridad», no suenan muy diferentes a los preocupados llamados y alertas contra la homogeneización cultural y los perniciosos efectos de la sociedad de consumo contemporánea que se escuchan ahora. Tampoco es ajeno el rechazo de «la democracia igualitaria que ha hecho del imperio del número y la mediocridad su objetivo, negando todo elemento ideal y espiritual en su concepción política»75, lo que Rodó llamaba «lo innoble del rasero nivelador», entre un sector de la intelectualidad contemporánea. Si a Rodó se le atribuyó, no sin razón, propiciar un elitismo frente a la cultura de masas emergente, similares alarmadas señales se han lanzado en este fin de siglo contra el poder de los medios de comunicación, especialmente la televisión, frente a los cuales se reivindican los méritos de la «excepción cultural».

Del mismo modo, puede percibirse la reminiscencia del modelo helénico y la reivindicación del «ocio clásico», al que se refiere el Maestro Próspero en Ariel, en la reactualizada valoración del pensamiento clásico grecorromano, cuyos méritos se han redescubierto de un modo más simbólico que histórico en la desorientada posmodernidad de este último decenio.

Más allá de comparaciones y de coincidencias a las que invitan dos fines de siglo hermanados por la crisis y la búsqueda de la serenidad en un pasado idealizado, proponemos en las páginas siguientes cuatro puntos clave del pensamiento desarrollado por Rodó en Ariel que nos parecen de indudable vigencia y que invitan -como se decía en su tiempo- a «liberar el alma del lector».

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El espíritu crítico y de renovación como modelo

Interesa de Rodó en este fin del siglo XX, donde tantos radicalismos ideológicos y fundamentalismos religiosos han asolado el planeta, recuperar el énfasis que ponía en el sentido de la relatividad. «La vigilancia e insistencia del espíritu crítico» -que propició en Rumbos nuevos- y «la desconfianza para las afirmaciones absolutas», las resumió en su modesta propuesta de que «el tomar las ideas demasiado en serio puede ser un motivo que coarte la originalidad». Todo jacobinismo que amenazara la libertad de pensamiento estaba excluido.

Rodó subraya de modo cartesiano la importancia de la «duda» metódica, aunque en su caso sea una duda asimilada a «un ansioso esperar» y a esa «vaga inquietud» que no es más que una «ansia de creer», lo que ya es «casi una creencia» (El que vendrá) que embarga una obra que rezuma cierta impaciencia, aunque respete las condiciones de tiempo y de lugar; esa «cuidadosa adaptación de los medios a los fines» (Rumbos nuevos).

Lejos de todo dogmatismo principista, Rodó infunde una dinámica espiritual y una perspectiva humanística a un quehacer americano que entonces apenas se iniciaba y que hoy sigue inconcluso. Para no caer en el inmediatismo programático, propició cambios en una perspectiva vasta y duradera, inscrita en el tiempo, la que no debería limitarse al cumplimiento de un programa o una plataforma. En tanto que permanente «removedor de ideas» y «tematizador de inquietudes», prefirió los «ideales de vida» a las «ideas», como sugiriera Carlos Real de Azúa. «No tengo ideas; tengo una dirección personal, una tendencia...», nos dice el autor de Ariel. «Lo que importa es lo vivo de la obra, no las ideas abstractas», reitera en 1912, para precisar: «no son las ideas, son los sentimientos los que gobiernan al mundo».

En ese aferrarse a principios y en su desconfianza por las plataformas concretas, Rodó mantiene una indudable actualidad. Un sentido dinámico y no definitivo de la historia que plasma en esa «necesidad de que cada generación entre a la vida activa con un programa propio», propuesta que anota de su propia mano en el ejemplar de Ariel que obsequia a Daniel Martínez Vigil. En realidad, la evolución creadora bergsoniana tiene en Rodó una lectura espiritualizada planteada como auténtico ideal de vida. Así preconiza que «renovarse es vivir» y que las transformaciones personales son en buena medida una «ley constante e infalible en el tiempo», dado que «el tiempo es el sumo innovador».

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La búsqueda de un auténtico «mesianismo laico», esa especie de «transposición americana de un Zaratrusta más benigno» -al decir de Ventura García Calderón- se evidencia en las páginas de El que vendrá, donde Rodó prefiere aconsejar en vez de asegurar, invitar a pensar por sí mismo en vez de dictar fórmulas y principios. La suya es, pues, una especulativa y teórica apertura a nuevas ideas, donde no propone «tareas inmediatas» a sus contemporáneos, sino para iniciar «un movimiento de resonancia y trayectoria permanente»76.

El «temperamento de Simbad literario» -tal como Rodó se define a sí mismo- lo conduce a metaforizar:

«Somos la estela de la nave, cuya entidad material no permanece la misma en dos momentos sucesivos, porque sin cesar muere y renace de entre las ondas; la estela, que es, no una persistente realidad, sino una forma andante, una sucesión de impulsos rítmicos que obran sobre un objeto constantemente renovador»77.

La actitud abierta y curiosa de Rodó, su desconfianza ante todo programa que pudiera fijar un sistema de ideas que debe ser tan vivo como evolutivo, se complementa con el carácter ecléctico y proteico de su pensamiento. Es este el segundo aspecto fundamental de la vigencia y contemporaneidad de Ariel.

Carácter ecléctico y proteico del pensamiento

Rodó cultivó siempre el carácter ecuánime y ecléctico de un pensamiento que aspiraba conciliar tradición histórica e innovación social, libertad romántica y mesura clásica, originalidad americana y savia europea, logros del pensamiento científico e imaginación creadora. Un relativismo en el que ahora se reconoce una parte del pensamiento contemporáneo, pero que hasta no hace mucho se percibía con desconfiada suspicacia.

En nombre de la ecuanimidad, Rodó -que había amalgamado en más de una ocasión modernismo y decadentismo como expresión de un solo movimiento estético- intenta salvar el primero del «decadentismo estrafalario» de algunas de sus expresiones más estridentes, para insertarlo en «la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento» en las postrimerías del siglo.

Así, mientras por un lado habla del «liviano diletantismo moral» y del «alegre escepticismo de los dilettanti que convierten en traje de máscara la capa del filósofo» y de quienes «liban hasta las heces lo extravagante y lo raro» (El que vendrá), por otro reconoce en La novela nueva la profunda renovación modernista y sospecha que, a través de ella, se expresa «una manifestación de anhelos, necesidades y —75→ oportunidades de nuestro tiempo, muy superiores a la diversión candorosa de los que se satisfacen con los logogrifos del decadentismo. Mientras Rodó cultiva una secreta fascinación por una cultura decadentista que pudo ser el excelso caldo de cultivo para creaciones literarias como las de Baudelaire, denuncia al mismo tiempo los riesgos de que el modernismo no sea más que el disfraz con que se recubre «una abominable escuela de pueril trivialidad y frivolidad literaria». Así exalta «nuestro anárquico idealismo contemporáneo», mientras mantiene una tensa relación crítica con la naciente glorificación del «Rubén de América, con la que se endiosa a Rubén Darío. Más allá del aspaviento que rodea el modernismo, Rodó es consciente de que el movimiento no es únicamente una cuestión de formas, sino «ante todo, de una cuestión de ideas», como el propio Darío lo define en el prólogo a El canto errante78. En realidad, Rodó se propone -como le confiesa a Leopoldo Alas- «encauzar al modernismo americano dentro de tendencias ajenas a las perversas del decadentismo Azul», ya que este movimiento está en el centro de las relaciones de América Latina con el mundo y significa la culminación de dos procesos concomitantes: el fin del imperio colonial de España en América y el principio de la expansión de los Estados Unidos hacia el sur del continente79. Esta tesis se confirmará con el tiempo en el progresivo enraizamiento americano del modernismo y en la eclosión del americanismo literario de los años veinte.

El difícil equilibrio y voluntad de ecléctica apertura que caracteriza buena parte de la obra de Rodó, todo fervor y entusiasmo por lo que de renovador ofrece el modernismo, se matiza además con el respeto por la tradición clásica española y por ese principio de «restauración nacionalista» que recoge de la tradición de Ricardo Rojas y aplica al Idola Fori de Carlos Arturo Torres. Incluso la confrontación entre imaginación y empirismo que surge de las páginas de Ariel está atenuada por el esfuerzo por conciliar modernidad científica, más allá de su declarado utilitarismo, con espiritualismo de raíz religiosa, aunque encarnado en ese «sermón laico» que practicó con eficacia.

El regeneracionismo que preconiza se inscribe así en una voluntad explícita de modernización que no abjura de un pasado clásico, obligado referente del «racionalismo armónico» que pretende instaurar como canon de ponderado eclecticismo. Este eclecticismo y la síntesis de extremos conjugados en una armonía de la cual ha evacuado los conflictos, se sostiene, sin embargo, en un «constante juego dialéctico de conciliación y síntesis de antinomias», como lo —76→ llama Zum Felde80, que apuesta con generosidad a la riqueza y a la variedad del mundo.

De este modo, las polarizadas antinomias americanas que caracterizaron el siglo XIX, se reconcilian merced al espíritu ecléctico y conciliador en el que Rodó las proyecta. Así:

-La antinomia ciudad-campo que opone en El camino de Paros (publicado póstumamente en 1918), donde se enfrenta «la sociedad europea de Montevideo» a «la sociedad semi bárbara de sus campañas», se resuelve en la necesidad de que se den «recíprocamente complemento» y que sean «mitades por igual necesarias, en la unidad de la patria» que se transmitirá al porvenir. Rodó no disimula la ambigua atracción que siente por «nuestra americana Cosmópolis» y por «nuestro neoyorquino porteño», al mismo tiempo que recoge y repite las temidas advertencias sobre «la época cartaginesa» vaticinada por Domingo Faustino Sarmiento, en las antinomias Atenas-Cartago, Weimar-Nínive o Florencia-Babilonia. Se trata de trascender «mercantilismos» y «menguadas pasiones» de los «universales dominios de Cartago» y de denunciar el peligro de que «nuestra reciente prosperidad pudiera llevarnos a un futuro fenicio»81, aunque las modernas «Babel» tengan sus innegables atractivos.

-La antinomia más representativa del ideario rodosiano opone el Norte al Sur. En ella se encarnan dos sistemas culturales antagónicos: el norte agresivo, pragmático y utilitario; el sur, idealista, humanista, heredero de los valores de la latinidad. En realidad, más que atacar a los Estados Unidos, Rodó critica el «espíritu del americanismo», al que define como «la concepción utilitaria como destino y la igualdad de lo mediocre como norma de la proporción social», aunque se «incline» ante «la escuela de voluntad y de trabajo que ha instituido ese sistema».

-Bajo la advocación del lema «renovarse es vivir», Rodó lleva en Rumbos nuevos su dialéctica conciliadora al grado máximo, al proponer una síntesis a la antinomia que opone el fanático al escéptico. Al definir los puntos extremos entre los que oscila con «inseguro rumbo la razón humana» -el fanático y el escéptico- cree descubrir las virtudes de cada uno de ellos: el entusiasmo, el heroísmo y la creatividad del fanático, la benevolencia, la amplitud de espíritu, la cultura renovada y movible del escéptico. Postula así sintetizar los rasgos de un carácter superior donde se conciliarían el ideal creativo, el entusiasmo dotado de tolerancia y la curiosidad por los ideales ajenos.

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El carácter proteico resultante, esa «paideia de estirpe genuina»82 que fuera también signo del modernismo, no es difícil reconocerla hoy, tras las décadas de intransigente dogmatismo que han caracterizado el siglo XX, en la prédica en favor de la tolerancia y el reconocimiento de lo pluri, multi e intercultural con que se cierra este fin de milenio. Aquí también Ariel sigue vigente.

La confluencia de ética y estética

Para Rodó la ética en su sentido superior forma parte de la estética. Al preconizar que todo «actuar» debe ser expresión de vida en armonía con el todo, un modo de integrarse a la belleza, asume el principio de que sin estilo no hay obra literaria y que, por lo tanto, no hay posibilidad de transmitir adecuadamente las ideas. Estilo e ideas van así juntos, siendo el primero vehículo indispensable de difusión de las segundas. La forma es, por lo tanto, la «fisonomía espiritual de la manera». En realidad -como señala Washington Lockhardt83- «la estética en Rodó, no conducía, sino que 'era' su ética, expresión de una coincidencia armoniosa del hombre con lo que lo rodea y lo rebasa».

Si estilo e ideas van juntos es porque Rodó está convencido de la «importancia del sentimiento de lo bello para la educación del espíritu» y -como anota en el ejemplar de Ariel que obsequia a Martínez Vigil- de la «importancia de la cultura estética en el carácter de los pueblos y como medio de propagar las ideas». Es evidente que Rodó siguió:

Con cierta misión socrática de despertador de almas, el movimiento idealista que se intensificó en los poetas de fines de siglo, juntamente con la filosofía, en que la creación literaria se consubstancia en las teorías y en el símbolo; formó parte de una generación que veneró la religión del arte y renovó la eficacia expresiva del idioma84.


Es sabido que esta visión estetizante, al no estar matizada con una preocupación económica, social y política clara, dio lugar a las más severas críticas de sus contemporáneos y de quienes en las décadas siguientes cobraron clara conciencia de la verdadera dimensión del drama americano. Sobre este punto, Rodó recibe duras críticas. Luis Alberto Sánchez, uno de sus más severos detractores, exclama:

¿De dónde íbamos a resultar helenos nosotros, zambitopos vocingleros, cholitos hirsutos? ¿Cómo volvernos puramente idealistas, si estaban nuestras arcas exhaustas, en peligro nuestros sistemas financieros, dudosas nuestras fronteras, segados nuestros caminos?85


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Por su parte, Francisco García Calderón en La creación de un continente, publicada en 1912, se escandaliza:

Rodó aconseja el ocio clásico en repúblicas amenazadas por una abundante burocracia, el reposo consagrado a la alta cultura cuando la tierra solicita todos los esfuerzos, y de la conquista de la riqueza nace un brillante materialismo86.


Décadas después, el ecuánime y moderado José Luis Romero, está convencido de que cuando Rodó se refería a «las hordas inevitables de la vulgaridad» hablaba en realidad de las poblaciones indias y mestizas. En 1968, Jorge Abelardo Ramos insiste en Historia de la nación latinoamericana sobre el hecho de que Rodó propone «un retorno a Grecia, aunque omite indicar los caminos para que los indios, mestizos peones y pongos de América Latina mediten en sus yerbales, fundos o cañaverales sobre una cultura superior».

Sin embargo, el «clasicista» Rodó percibe la ética formada empíricamente a partir de un conjunto de reglas extraídas de la experiencia del hombre en la sociedad. Al modo de Stuart Mill cree que son las costumbres normativizadas las que han ido fijando los límites de lo que es el «deber» y las que rigen la conducta humana en su armonizada integración con el bien social, donde ética y estética son disciplinas complementarias y recíprocamente moderadoras.

En realidad, el énfasis se pone más en las virtudes de una búsqueda de perfección estética que en la «espontaneidad voluntariosa e inconsulta». Es más, Rodó no cree en la «inspiración que desciende, a modo de relámpago», ya que los versos no se cazan con «reclamo» paseando por los prados y los bosques. El autor de Ariel no aspira a la «originalidad exótica otorgada por la impronta de la naturaleza» y la vida de los campos americanos, sino como resultado de «una belleza cincelada laboriosamente». Su posición no ha sido, por lo tanto, dogmática ya que desde uno de sus primeros ensayos, Notas sobre crítica, publicado en 1896, postulaba que «sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria».

El ideario que Rodó lega en Ariel y cuyos caracteres de abierto y renovado espíritu crítico, de pregonado eclecticismo y voluntad de pensamiento proteico, se reconcilian en la confluencia de ética y estética, se completa en su visión americanista. Es este, tal vez, el carácter por el cual más se lo recuerda y donde su mensaje se mantiene con mayor vigencia.

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Americanismo y Patria Grande

En realidad, no parece exagerado afirmar que el verdadero americanismo de Rodó empieza después de la publicación de Ariel en 1900. En sus páginas, como se ha sugerido sin ironía, el texto «habla para siempre y no para la contingencia de su tiempo». Es sólo gracias al éxito continental de Ariel que culmina en la fe americanista de su discurso del 17 de septiembre de 1910 ante el Congreso de Chile, que Rodó se siente obligado a ir insertando en el «altivo siempre» la contingencia histórica. Es en los ensayos que consagra a Bolívar, Montalvo y, sobre todo, a Juan María Gutiérrez, recogidos en El mirador de Próspero (1913), donde profundiza en la historicidad de lo que había sido hasta ese momento mera vocación idealista.

Sin embargo, aunque ello parezca evidente, pueden rastrearse algunos significativos antecedentes de su americanismo en ensayos anteriores a Ariel. Por lo pronto, en el segundo opúsculo de La vida nueva, dedicado a Rubén Darío, donde Rodó escribe sobre la necesidad de buscar un arte americano que fuera en «verdad libre y autónomo». Allí precisa que no se trata de ser originales («mezquina originalidad») al precio de la «intolerancia y la incomunicación», ni tampoco de vivir «intelectualmente de prestado» con la «opulencia» de la producción de ultramar, sino de articular los fueros de la intelligentsia americana y redefinir el papel del intelectual en un continente que busca su propia identidad en los albores del siglo inaugurado bajo tan pesimistas previsiones.

Hay incluso indicios anteriores de esta preocupación. Wilfredo Penco reproduce una carta que en 1896 Rodó dirige a Manuel Ugarte, donde resalta la importancia de «lograr que acabe el actual desconocimiento de América por América misma, merced a la concentración de las manifestaciones, hoy dispersas, de su intelectualidad, en un órgano de propagación autorizado»87. En ese momento, Rodó, que tiene apenas veintiséis años, denuncia la «incuria culpable» que impide que lazos de confraternidad se hayan establecido entre los países.

La fraternidad americana a la que invita Rodó no se instrumenta jurídicamente, ni se detalla en forma programática. Se presenta -al decir de Alfonso Reyes- como «una realidad espiritual, entendida e impulsada de pocos, y comunicada de ahí a las gentes como una descarga de viento: como un alma». En ese sentido se inscribe en la línea de pensadores como Andrés Bello, Echeverría, Sarmiento, Bilbao, Montalvo y Martí, quienes, sin ignorar el ámbito de una cultura universal de clara connotación occidental y, más concretamente —80→ latina, fundaron la idea de una especificidad americana capaz de superar los restrictivos nacionalismos con un sentido proyectivo de una América unida como «magna patria indivisible». Por ello, no es extraño que Unamuno haya percibido a Rodó como un escritor que no es de un país determinado, sino «ciudadano de la intelectualidad americana».

Al mismo tiempo -como ha sugerido el citado Alfonso Reyes- Rodó contribuye a desterrar el «concepto estático de la patria». Su patria es «dinámica», una patria grande y única que define en Motivos de Proteo como auténtica metáfora espiritual:

Yo creí siempre que en la América nuestra no era posible hablar de muchas patrias, sino de una patria grande y única (...) Cabe levantar, sobre la patria nacional, la patria americana, y acelerar el día en que los niños de hoy, los hombres del futuro, preguntados cuál es el nombre de su patria, no contesten con el nombre de Brasil, ni con el nombre de Chile, ni con el nombre de México, porque contesten con el nombre de América88.


En ese aferrarse a los valores hispánicos y de la tradición grecolatina, impregnados por el primer cristianismo, en esa suerte de humanismo clasicista que se recupera con entusiasmo y en ese estar siempre alerta ante las derivaciones del utilitarismo y de la sociedad de masas, si bien hay un deliberado voluntarismo que no disimula su condición utópica y ahistórica, Rodó exalta la personalidad como reducto final del individuo, fe en el ideal y en el porvenir.

En Ariel, como en otros textos, Rodó inauguró temas y preocupaciones. Al enfatizar el componente «latino» en lo americano, para oponerlo a la América sajona, actualizó el ideal bolivariano de la unidad latinoamericana.

Desde esta perspectiva, Ariel es un auténtico programa para equilibrar antinomias, aunque lo haga a partir de un pensamiento libre y crítico, al margen de exclusivismos doctrinarios y de sistemas cerrados. A través de sus páginas, Rodó debe leerse -como ya lo sugirió Rafael Barrett- más allá de «la algarabía de vulgares elogios que suelen levantarse alrededor del nombre del insigne escritor», como a un verdadero maestro, a un libertador.

Añadiríamos nosotros: un precursor sin parangón contemporáneo, ya que en este nuevo milenio en que nos instalamos, ¿puede vislumbrarse una obra que pueda tener en el año 2000 un impacto y una influencia como la que tuvo Ariel en 1900? ¿Existe en América Latina una propuesta para fundar los cimientos de un edificio cuyo diseño y contenido de esperanzado optimismo para el nuevo milenio —81→ que pudiera compararse con la que nos propuso Rodó para el siglo XX? Sospechamos que no. En todo caso, nada lo indica por ahora. Mientras tanto sigamos leyendo las «arengas» de Rodó, aunque suenen «nobles y candorosas», con ese algo de prédica impregnada de ese «optimismo paradójico» que le adjudicara Carlos Reyles en su ensayo sobre el modernismo, La muerte del cisne. Repitamos, como hizo Rodó en El que vendrá, tres años antes de publicar Ariel, que «esperamos: no sabemos a quién. Nos llaman, no sabemos de qué mansión remota y oscura»89. Preguntémonos compartiendo -una vez más- su saludable inquietud: «¿Adónde está la ruta nueva?» o «¿Quién ha de pronunciar la palabra de porvenir?», ratificando así su propósito de intervenir en «el gran drama de la inquietud contemporánea» que sigue siendo tan imperioso en el 2000 como lo fuera en 1900.

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La perspectiva americana de Rodó desde el Capitolio de Roma

A fines de diciembre de 1916, en vísperas del que sería el año de su muerte, José Enrique Rodó está en Roma. Paseando entre las ruinas del Capitolio, cuyas piedras doran el sol de un suave atardecer invernal y dueño, tal vez, de un vago presentimiento, el pensador uruguayo medita sobre esa «cuna y altar de la estirpe latina» y hace un balance del destino americano que recapitula a la distancia. Bajo el significativo título de «Al concluir el año» sintetiza esas reflexiones en la crónica que publicará en la revista argentina Caras y caretas de la que es corresponsal en Europa.

En un texto que hoy puede leerse como un testamento, Rodó resume en un par de cuartillas su esperanzada visión del futuro y ratifica en su confrontación con el omnipresente pasado histórico romano, la tonificante energía del Nuevo mundo. Lo hace mitigada, pero firmemente, ya que, pese a los errores fruto de la inexperiencia, a los devaneos y la turbulencia juvenil de los países del hemisferio y a lo que no duda en calificar de «natural inferioridad de nuestra infancia», el autor de Ariel percibe una energía y una «conciencia social» que sólo necesitará del paso del tiempo para dar resultado. En lugar de abrumarlo, la civilización europea y sus logros en artes, ciencia e ideas sociales, de cuyo rastro recoge a cada palmo ecos en la Roma milenaria, estimulan su visión. Todo lo ya construido en la breve historia independiente de las jóvenes naciones hispanoamericanas respalda el entusiasmo con que imagina el tiempo a venir, en el cual la unidad continental debería ser una realidad.

Para Rodó resulta claro que la construcción del porvenir se basa en una empresa fundamentalmente educativa y de reinterpretación de la historia. A esta tarea -aconseja- hay que abocarse con el sentimiento de que los hispanoamericanos «somos esencialmente unos; de que lo somos a pesar de las diferencias más abultadas que profundas». Una unidad espiritual creciente que rebasa las fronteras nacionales y que debe prevalecer en política. Contrariarla sería un error y «germen de males» -asegura- y por ello insiste en la necesidad de arraigar en la conciencia de los pueblos del continente la idea de una América «nuestra», de una fuerza común, un alma indivisible y una «patria única».

En el forzado optimismo que su «balance de fin» de año transmite desde Roma, nada refleja que Rodó está agotado y enfermo y que morirá el l.º de mayo siguiente, solitario y abandonado de sí mismo, en —83→ un hotel de la ciudad de Palermo. La lúcida arenga con que «concluye» el año 1916 cuesta asociarla con el progresivo deterioro físico que lo embarga, la dejadez indumentaria de su descolorido chaqué raído de forro descosido, sus botines llenos de tierra y su aire melancólico y ausente, desaseado y prematuramente envejecido. Su prosa tersa y trabajada, donde la armonía no cede al entusiasmo, parece más la expresión de un pensador de pasiones contenidas y aspecto hierático que la de un ser atenazado por contradictorios conflictos interiores, agobiado por un desgarramiento físico y existencial progresivo.

Una vocación americanista

El mensaje, escrito no lejos del Monte Sacro, donde Simón Bolívar pronunciara el 15 de agosto de 1815 su juramento de «no dar reposo a su alma ni descanso a su brazo» hasta que no hubiera liberado al mundo hispanoamericano del dominio español, no es improvisado. En realidad, culmina la vocación americanista que ha marcado la vida de Rodó. Porque ya en 1899, con apenas veintisiete años de edad, Rodó había denunciado en el segundo opúsculo de La vida nueva que consagró a Rubén Darío, la «incuria culpable» que impedía que lazos de confraternidad se hubieran establecido entre los países y resaltaba la importancia de «lograr que acabe el actual desconocimiento de América por América misma, merced a la concentración de las manifestaciones, hoy dispersas, de su intelectualidad, en un órgano de propagación autorizado». Dotado del sentido ecuánime y ecléctico que caracterizaría su pensamiento, precisaba en ese texto juvenil que se proponía conciliar tradición histórica e innovación social, libertad romántica y mesura clásica, originalidad americana y savia europea, logros del pensamiento científico e imaginación creadora.

Estas reflexiones no son gratuitas. Rodó ha dejado Montevideo y ha emprendido el que será su primer y postrer viaje a Europa en circunstancias existenciales difíciles. Aunque había recomendado en Motivos de Proteo «los viajes como instrumento de renovación» y sentenciado que «reformarse es vivir. Viajar es reformarse», porque «el juicio literario y depura, como la mente del viajero, con la experiencia de la inagotable variedad de las cosas», Rodó se va, en realidad, empujado por un progresivo desencanto personal y por las tensiones políticas de Uruguay donde se siente personalmente derrotado.

Contemplando el océano por el que navega el Amazon, Rodó puede decirse que, pese a todo, lleva así su prédica a la práctica y que viaja para reformarse. Se había visto a sí mismo, según confesara en una carta escrita años antes (septiembre de 1904) como «una personificación —84→ del movimiento continuo, alma volátil, que un día despertará al sol de los climas dulces y otro día amanecerá en las regiones del frío Septentrión». Ahora se quiere proyectar como «un alma andariega» guiada por las voces que le indican que «vegetar no es para hombres que se estimen» y se repite a modo de justificación que «no quiero permanecer en este ambiente enervador».

El «ambiente enervador» es el Montevideo enfrascado en debates políticos y constitucionales, que descubre, no sin sorpresa, que Rodó, abandonando su carrera de hombre público y de Maestro de América, se va a Europa como corresponsal de una revista argentina. Los intentos por retenerlo en el país no surten efecto. Es demasiado tarde. Tras la «figura estatutaria, firme, serena en demasía» (Emilio Oribe), escudado en «el respeto que dondequiera lo rodeaba» (Alberto Zum Felde), estaba el escritor sensible que ha ido reduciendo su espacio vital y existencial en un país en el que se siente progresivamente marginado. Por ello decide emprender un largo viaje a la civilización de cuyas lecturas se ha nutrido hasta entonces. Rodó proyecta visitar Portugal, España, pasar un cierto tiempo en Italia, atravesar Suiza e instalarse en París y «consagrarse allí, de lleno, a su labor literaria». En ningún momento planea ir a Grecia. El camino de Paros, aunque servirá para titular la recopilación póstuma de sus crónicas, no está previsto en su itinerario.

Un «camino» en la cultura europea

Tras las primeras reflexiones ante el océano que cruza en lenta travesía, la natural discreción de Rodó no refleja el estado de ánimo que lo embarga en las crónicas que envía posteriormente desde Europa. En Portugal se entrevista con el presidente Bernardino Machado y confiesa su admiración por «el caballero que gobierna», resalta la tradicional alianza de ese país con Inglaterra y el hecho de que con España, pese a ser pueblos linderos, se ha vivido «hasta ahora vueltos de espaldas».

En Barcelona, «la ilustre y hacendosa ciudad, raíz de mi sangre», descubre su «apellido en la muestra de una casa de comercio» y recoge la curiosa reflexión -no exenta de actualidad- de un joven estudiante ante el monumento a Colón, cuyo emplazamiento en la ciudad condal cuestiona. En efecto, si bien el descubrimiento de América trajo «gloria y grandeza» a España, significó para Cataluña el inicio de su decadencia, de pobreza y despoblamiento, ya que habiendo sido árbitros del Mediterráneo y centro de la comunicación universal compartida con Venecia y Génova, Cataluña quedó relegada —85→ cuando todo pasó al eje del Atlántico. Rebatiendo la afirmación de Unamuno de que Barcelona es una ciudad «fachadosa», Rodó percibe tras las fachadas «sólidos hogares, copiosas bibliotecas» y la raíz de todas las grandezas: la energía. El carácter positivo, calculador, utilitario y el «aliento de trabajo» del catalán, no son óbice para los ideales de «refinada y caballeresca poesía». Ante la Catedral recuerda una frase de Rodin: «El arte gótico cuyo incomunicable secreto consiste en saber modular la luz y la sombra».

Con indudable perspicacia, Rodó anota en sus artículos sobre «El nacionalismo catalán» como en Barcelona más que de regionalismo se habla de nacionalidad y la idea de que Cataluña es la patria, «la patria verdadera y gloriosa, una fuerza que -anticipa en forma premonitoria- «no es probable que acabe en el vacío». Su espíritu siempre ecuánime recomienda a los «hombres de Cataluña» que equilibren el entusiasmo con «reflexiva abnegación», amando la «patria chica», dentro de la «grande». Recomienda que «no hay que «alucinarse» con el destino de los estados pequeños, ni con el recuerdo de las repúblicas de Grecia e Italia, ya que «no en vano han pasado los siglos». En su balance final sobre la escala española, Rodó se dice: «cuán cierto es que cada hora trae una enseñanza. Andando, andando, proveo mi cesta de observador».

El resto de las crónicas las envía desde Italia.

En las «etapas canónicas» de su viaje90, Italia le ofrece a través de una unidad nacional tan original como enérgica, un paralelo necesario a su preocupación por el destino americano. Al descubrir asombrado que la flamante república ofrece la más interesante, «personalizada» y copiosa variedad de «ciudades con alma» que pueden imaginarse, no puede dejar de pensar en la diversidad del Nuevo Mundo. Las ciudades italianas con valor espiritual, fisonomía colectiva, carácter persistente y creador, «foco irradiador de toda patria» que cristalizan en un espíritu de sentido unívoco, son un modelo. Por ello Rodó se pregunta cómo la unificación política y jurídica de Italia ha preservado armónicamente la variedad de sus personalidades sociales. Esa interrogante la traslada a América donde se necesita «formar la magna patria que a todos debe reunir frente al mundo».

En otros casos, como en los «Recuerdos de Pisa», Rodó elabora una fina tesis sobre el «matiz de tristeza que cree percibir en los pueblos que un día fueron poderosos y grandes y que han perdido la actualidad de la gloria, pero no la dignidad de los hábitos ni la idea de sus tradiciones. Prefigurado en Portugal a través del sentimiento de la saudade por glorias pasadas que impregna el carácter de las gentes, Rodó lo ratifica en Pisa, donde la ciudad «añeja y triste» respira —86→ armoniosamente su aire renacentista al borde del río Arno que la atraviesa con ritmo «lento y opaco». En esta visión, hasta la inclinación de la torre de Pisa le parece «expresión de abatimiento y de laxitud meditabunda», sobre la cual flotan las sombras de Dante y de Lord Byron. Para esa Pisa que mira en forma melancólica hacia su pasado, Rodó propone «la modernización violenta de la ciudad pasatista» que reclama en ese mismo momento el futurismo de Marinetti.

Las crónicas italianas de Rodó son variadas. Tanto proyecta ideas trascendentes de belleza encarnada en los «arquetipos de mármol» al desgranar pensamientos sobre las «formas divinas» en la Galería de los Oficios de Florencia o al imaginar un «diálogo de bronce y mármol» entre el David de Miguel Ángel y el Perseo de Benvenuto Cellini en la Plaza de la Signoría, como elabora originales reflexiones sobre «los gatos en la columna Trajana» o sobre la «melancolía de las ruinas» recorriendo los jardines de Tívoli. De ahí -como sugiere Teresa Cirillo- el subtítulo de Meditaciones y andanzas que explican las «desviaciones y mutaciones de género» y las frecuentes intervenciones comparativas y proféticas insertas en El camino de Paros que solicitan «la complicidad emotiva del lector»91.

En la inevitable nostalgia que procuran las fiestas de Navidad y de fin de año, Rodó escucha en un tren que lo lleva a Turín la despedida de una mujer de cabellos blancos a una niña vestida de luto: «Ve, hija mía, que esta Nochebuena nos traerá la Paz».

Estas palabras lo impactan.

Europa está en guerra de la que todavía no se avizora una paz posible y, sin embargo, nadie se resigna a perder la esperanza aunque estén sumergidos en una «ciénaga de sangre». Como una enredadera de tenue raíz, la esperanza y las infinitas formas de la fe persisten -se dice Rodó, aunque por «incrédulo» se confiese eximido de toda fe y repita «la paz no vendrá esta Nochebuena, sino cualquier día, tras el cual vendrán otras guerras. Las Noches Buenas serán indiferentes a las eternas disputas de los hombres». Sin embargo, una vez más, la imagen marina le permitirá proyectar su madura visión existencial: «Cada generación que se va, deja, como la espuma en la playa, la confesión de su desengaño, a cada generación que viene contenta, con terquedad impenitente y sublime, entonando el himno de la alegría y de la acción. Así es el sortilegio del mundo».

Así fue también la obra de José Enrique Rodó.

El que fuera -al decir de Emilio Oribe- «enmascarado persistente» en vida como «sigue siéndolo después de ido a la tiniebla», nos ha dejado con El camino de Paros un legado de melancólico escepticismo vital y de poderoso pensamiento libre y crítico.

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