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ArribaAbajoLa ebriedad

 

ASOTO, TRICONGIO, ABSTEMIO y GLAUCIAS.

 

ASOTO. -  ¿Qué dices, Tricongio? ¡Con cuánta esplendidez nos obsequió ayer aquel brabanzón!

TRICONGIO. -  ¡Malhaya él, que no pude reposar en toda la noche! Di vueltas en la cama de un lado a otro; vomité - perdonadme los que me oís - pareciéndome que había de arrojar hasta el garguero y las tripas, y ahora es tanto lo que me duele la cabeza, que ni veo ni oigo. Parece que tengo sobre la cabeza y los ojos pesadísima lámina de plomo.

ABSTEMIO. -  Cíñete la frente y las sienes con una faja bien apretada y hasta parecerás rey.

TRICONGIO. -  O pareceré Baco, de quien aprendieron los reyes a ceñirse coronas.

ASOTO. -  Retírate a tu casa y duerme allí la ebriedad.

TRICONGIO. -  ¿A casa? Si algo huyo y si algo aborrezco hoy son mi casa por mi mujer, que todo lo mete a voces, y si me viera predicaría homilías tan largas como las de San Juan Crisóstomo.

ABSTEMIO. -  ¿Y a esto llamas haberos tratado con esplendidez?

GLAUCIAS. -  Y así es, porque nos lavaron bien el gaznate y las fauces.

ABSTEMIO. -  ¿También las manos?

GLAUCIAS. -  Esas no.

ASOTO. -  Sí, y muchas veces; con vino y con leche, cuando las metíamos en los vasos de los demás.

GLAUCIAS. -  ¿Puede haber mayor curiosidad? Y con los dedos chorreando pringue de las carnes y las salsas.

ABSTEMIO. -  ¡Calla, por Dios! ¿Quién puede oír tales suciedades sin sentir náuseas? ¿Ni quién podría ver y gustar de semejante vino y leche?

ASOTO. -  ¡Jesús y qué delicado eres, Abstemio, que ni aun oír puedes estas cosas! ¿Cómo habrías de engullirlas cual nosotros? Pero, Tricongio, dulce companero de jarro, enviemos a algún muchacho a que nos traiga vino, que no hay triaca más cierta para este venero.

TRICONGIO. -  ¿Es cosa probada?

ASOTO. -  ¿No ha de serlo? Recuerda los versos que canta Cólax:


Mordiome anoche un perro; sanaré de la herida
si en ella pongo pelos de ese mismo animal.

GLAUCIAS.- Cuenta lo ocurrido.

ABSTEMIO. -  No lo cuentes, si no quieres que se remueva cuanto tengo en el vientre y aun en las entrañas mismas.

GLAUCIAS. -  Pues aléjate de aquí un momento.

ASOTO. -  Lo narraré de modo que no sea necesario decir a cada paso: «Con perdón de los que escuchan.»

GLAUCIAS. -  Comienza, y oye atento, Abstemio.

ASOTO. -  Amigo Glaucias, en verdad te digo que no hay calidad de hombres comparable con el anfitrión jovial y pródigo. Unos ostentan erudición en asuntos varios de ningún provecho; jáctanse otros de su prudencia y experiencia, y ¿en qué cosas? Hay también ricos miserables que no quieren gastar, ¿y de qué les sirve guardar su riqueza? El hombre liberal que convida a banquetes es tan agradable que sólo de verle se alegra el triste, desterrando sus penas con el recuerdo del banquete pasado o con la esperanza o confianza del venidero. Todas las demás cosas que llaman bienes espirituales son vanas y de ningún provecho.

ABSTEMIO. -  Ruégote, Asoto, que me digas quién es el autor de tan buenas sentencias.

ASOTO. -  Yo y otros como yo, esto es, muchos de los que habitamos en el territorio comprendido entre el río Sena y el río Rin. Sólo difieren entre nosotros ciertos hombrecillos avaros y mezquinos que envidian a Abstemio el nombre, porque quieren gozar la opinión de prudentes y templados, aunque nos reímos de la mayor parte de estos hombres.

ABSTEMIO. -  ¿Qué dices?

GLAUCIAS. -  Aunque borracho, Asoto dio en el hito, porque en parte alguna se estima menos la erudición que en Flandes, donde se piensa que no hay diferencia entre un hombre docto y un tejedor o un zapatero.

ABSTEMIO. -  Mas aquí hay muchos que estudian y con provecho.

GLAUCIAS. -  Los padres envían a sus hijos de niños a la escuela como a un obrador, donde aprenderán a ganarse la vida. Y es indecible cuán poco estiman los discípulos a sus maestros, cuán menos los veneran y qué salarios tan cortos les dan, de tal modo que doctores insignes apenas pueden sustentarse.

ABSTEMIO. -  No hacen al caso estas cosas. Volvamos al convite.

GLAUCIAS. -  Tienes razón; dejemos estas cosas sin provecho a los estudiosos. No sé cómo vosotros los italianos sentís tanto la erudición; a mí me parece cosa no ya inútil, sino dañosa.

ABSTEMIO. -  Como tú pensarán el buey y el puerco, y hasta nosotros, si no tuviésemos más entendimiento que tú.

ASOTO. -  Dejemos eso, que no acabaríamos jamás, y escuchadme. Sentémonos severos y tristes; bendíjose la mesa en quietud y silencio; sacó cada cual el cuchillo, y más que convidados parecíamos forzados, tanta era la flema y la flojedad. Aún no había el vino calentado los cascos. Uno colgó al hombro la servilleta, otro se la puso al pecho, éste tendió parte del mantel sobre sus rodillas, aquél tomó el pan, lo miró, le dio vueltas y le limpió de carbones y cenizas. Algunos comenzaron la cena por la ensalada y otros tomaron un poco de carne de vaca salada para despertar el gusto y la sed al paladar dormido. El primer vaso fue de cerveza, cimiento fresco para el ardor del vino. Sacaron al cabo el sagrado licor, primero en vasos pequeños, que antes movían la sed que aplacarla. El dueño de la casa, hombre de buen humor, que en todo el país no reconoce superior ni aun parigual - dicho sea sin agravio para nadie -, mandó traer vasos grandes y comenzamos a beber a usanza de los antiguos griegos, según nos dijo un convidado que estudió en Lovaina los rudimentos de esta lengua. Entonces comenzamos a charlar, después nos calentamos, y ya todo era alegría y risa descompasada. ¡Oh noches y cenas dichosas! Brindamos los unos a la salud de los otros, correspondiéndonos, porque no era ocasión aquélla de defraudar al compañero.

ABSTEMIO. -  Así debe de ser, pero no cuando se trata del vino, sino de cosas del entendimiento y de asuntos de los hombres. Mas para que sigamos el coloquio de negocio tan alegre y risueño, has de decirme antes si estás borracho.

ASOTO. -  No, y fácilmente lo conocerás por el concierto con que hablo. ¿Piensas que si lo estuviera habría podido narrar las cosas con tanto artificio?

ABSTEMIO. -  Bien; de otra suerte, y según el verso, «litigaría con un ausente». Dime, ¿por qué no levantáis en este país un templo a Baco, inventor del celestial licor?

ASOTO. -  ¿Acaso no tenéis vosotros en Roma un templo de Sergio y de Baco? A nosotros nos basta con sacrificarle muchas veces todos los días. Quizá le erigiésemos un templo si fuese verdad averiguada que él inventó el vino; pero oí decir a algunos estudiosos que hay dudas, porque bastantes aseguran que fue Noé quien primero bebió vino y se embriagó.

ABSTEMIO. -  Dejemos esto. ¿De qué vino bebíais?

ASOTO. -  ¿Qué nos importa cómo es el vino ni de dónde? Conque se llame así y tenga color de vino, nos basta. Busquen las delicias de la calidad los franceses y los italianos.

ABSTEMIO. -  ¿Y qué placer hallarás si no gustas lo que echas en tu cuerpo?

TRICONGIO. -  Muchos lo saborean al principio, cuando aún tienen el gusto en el punto debido; mas le pierden en cuanto le vicia la abundancia.

ABSTEMIO. -  Es que apagada la sed no puede quedar gusto alguno cuando se satisfacen apetitos naturales, del mismo modo que es tormento comer sin hambre y beber sin sed.

TRICONGIO. -  ¿Acaso piensas que bebemos por el placer y alegría de beber?

ABSTEMIO. -  Pues aun sois peores que las bestias llevadas del apetito natural. A vosotros la razón no os inclina y la naturaleza os lo prohíbe.

TRICONGIO. -  Quien nos lleva es la compañía y poco a poco nos embriagamos.

ABSTEMIO. -  ¿Cuántas veces os embriagasteis? ¿Cuántas visteis a otros ebrios?

TRICONGIO. -  Muchas al día.

ABSTEMIO. -  ¿Y no os basta eso para no caer en cosa tan fea? Con sólo una vez escarmentaría una bestia.

GLAUCIAS. -  ¿Tú sabes cuánta es la estimación que unos a otros se profesan estos compañeros por los cuales los hombres se tornan bestias? Mientras beben se darían hasta las entrañas; saliendo de allí ni se conocen, y el uno no daría dos cuartos por la vida y el ánima del otro.

ABSTEMIO. -  ¿En qué vaso bebíais y cómo?

ASOTO. -  Primero los sacaron de vidrio, a poco los quitaron por temor de que los rompiésemos, y trajeron otros de plata. Al principio echamos en el vino ciertas hierbas para hacerle más grato, después echábamos en él salsa, caldo, leche y hasta manteca.

ABSTEMIO. -  ¡Oh suciedad, que ni aun los animales sufrirían!

TRICONGIO. -  Más trágicamente reprenderás cuando sepas que unos metían sus manos sucias en los vasos de los otros y que echaban en ellos cáscaras de nueces y de huevos, mondaduras de manzanas, y huesos de aceitunas y ciruelas.

ABSTEMIO. -  Corta el relato si no quieres que me retire a las selvas o a un desierto.

TRICONGIO. -  Pues escucha al oído, Glaucias. También bebimos en esos frascos de cuerno para la caza que muchos llevan cuando van de camino con pólvora, y otras porquerías.

GLAUCIAS. -  ¿Qué bebisteis?

TRICONGIO. -  ¿Qué habíamos de beber? Vino.

GLAUCIAS. -  Más bien bebisteis vuestro propio entendimiento.

TRICONGIO. -  Verdad es. Y después que nos hubimos bebido el entendimiento, en cuenta de vaso tomanos los orinales de los escaños de las camas, y en ellos bebimos.

ABSTEMIO. -  ¿Y cómo acabó ese fabuloso convite?

ASOTO. -  El suelo estaba encharcado de vino. Todos estábamos ebrios, aun el huésped, hombre bizarro, después que hubo derribado a dos o tres bajo la mesa, quedando victorioso.

ABSTEMIO. -  ¡Victoria preclara y en negocio pulquérrimo y ejemplar! Mas el vino os vencería a todos.

ASOTO. -  ¡A todos!

ABSTEMIO. -  ¡Desdichado! ¿Qué piensas que es embriagarse?

ASOTO. -  Darse buena vida; satisfacer a nuestro genio.

ABSTEMIO. -  ¿ Cuál genio; el bueno o el malo?

GLAUCIAS. -  Si lo consideras bien, hallarás que la embriaguez no satisface gusto alguno, como las cosas propias de otros vicios e inclinaciones. Embriagarse es perder el uso de la razón, del juicio, del albedrío y aun de los sentidos; es convertirse de hombre en bestia; en piedra, que es menos. Lo que de esto se sigue es fácil de colegir - aunque nunca vi borrachos -: hablar sin saber lo que se habla; descubrir el secreto que te pidieron callases; revelar negocios hasta poniendo en riesgo a tu persona, a los tuyos y aun a la patria; no hacer diferencia del amigo ni del enemigo, ni siquiera de la mujer y de la madre. Riñas, disputas, enemistades, contiendas, golpes, heridas y hasta muertes.

TRICONGIO. -  Y aun sin hierro ni sangre, que muchos mueren de la borrachera.

GLAUCIAS. -  ¿ Quién no querrá encerrarse en su morada con un perro o un gato antes que con un ebrio? Más entendimiento que éste tienen aquellos animales.

ABSTEMIO. -  Y a la embriaguez siguen la pesadez de cabeza y de todo el cuerpo, y el embotamiento de los sentidos, y también la debilidad de los nervios, la perlesía y la gota. Se entorpece el entendimiento, se nubla la inteligencia y desaparecen la cordura y discreción.

ASOTO. -  Comienzo a entender que la embriaguez es dañosísima, así que de hoy en adelante pondré cuidado en beber sólo hasta alegrarme, no hasta embriagarme.

GLAUCIAS. -  Es la alegría puerta de la embriaguez; nadie bebe con intento de embriagarse, pero a la alegría sigue la embriaguez porque es imposible detenerse en los términos de aquélla. Son invisibles las lindes que separan la una de la otra.

ABSTEMIO. -  Mientras el vino esté en el vaso harás de él lo que quieras; cuando lo tienes en el cuerpo él hace de ti lo que quiere, porque antes le tienes tú y después te tiene él. Cuando bebes tratas al vino a tu antojo; cuando lo has bebido, él te trata a ti a su antojo.

ASOTO. -  ¿Pero es que no se ha de beber nunca?

ABSTEMIO. -  Cuando los necios huyen de un extremo dan en el contrario. Se debe beber, mas no desordenadamente. Sólo la naturaleza enseña a los brutos, y la misma naturaleza, ayudada de la razón, no enseña al hombre. Come cuando tengas hambre y bebe cuando tengas sed, y el hambre y la sed te dirán cuánto y hasta dónde.

ASOTO. -  ¿Y si siempre tengo sed y no puedo mitigarla sin embriagarme?

ABSTEMIO. -  Bebe lo que no pueda embriagarte.

ASOTO. -  Eso no puede sufrirlo la complexión de mi cuerpo.

ABSTEMIO. -  ¿Y si tuvieras tal hambre que nada la saciase, ¿comerías hasta reventar?

ASOTO. -  Eso no sería hambre, sino enfermedad.

ABSTEMIO. -  Entonces más necesitarías de medicinas que de comida, ¿no es cierto?

ASOTO. -  ¿Quién lo duda?

ABSTEMIO. -  Pues del mismo modo necesitarías del médico y no del tabernero; de bebida de botica y no de taberna, porque la tuya no sería sed, sino enfermedad, y perniciosa.



ArribaAbajoEl palacio real

 

AGRIO, SOFRONIO y HOLOCÓLAX.

 

AGRIO. -  ¿Por qué acompañan al rey tantos, con tal variedad de vestidos?

SOFRONIO. -  ¿Y por qué no miras los aspectos con mayor atención que los vestidos? Porque más diversos que éstos son los rostros.

AGRIO. -  ¿Cuál es la causa de lo que tú llamas diversidad de aspectos?

SOFRONIO. -  Visten según las conveniencias, según la dignidad, según la ambición y según la vanidad. Muchos usan de los vestidos como de anzuelo para captar la gracia del rey y de los grandes y aun para que se incline a ellos la voluntad de las damas. Pero los rostros muestran los estados de los ánimos; el aspecto dice la pasión interior.

AGRIO. -  ¿Y cómo se juntan aquí tantos?

HOLOCÓLAX. -  ¿Acaso no ha de haber muchos allí donde está la cabeza y gobierno de tantas provincias?

SOFRONIO. -  Cierto, pero muchos no tanto atienden al bien común como al suyo, y siguen a quien tiene el manejo de las conveniencias más que el de la patria.

HOLOCÓLAX. -  ¿Y qué han de hacer si todo se vende por dinero?

SOFRONIO. -  Así juzgan los que tienen en nada el alma y el entendimiento, y en poco hasta la salud del cuerpo.

AGRIO. -  ¿Y por qué se ha de discurrir tan a lo filosófico en este bullicio? Yo quiero que me digáis quienes son estos de tan grande número y de trajes y aspectos tan varios.

HOLOCÓLAX. -  Yo te los señalaré por orden, porque, a lo que entiendo, Sofronio no está muy versado en las cosas de palacio. Yo he ido en los séquitos reales, penetrando, mirando y escudriñando, y estoy bienquisto de todos.

SOFRONIO. -  Por eso te llaman Holocólax.

HOLOCÓLAX. -  Tienes razón. Pero tú, Agrio, escucha. Aquel a quien todos atienden con todos sus sentidos es el rey, cabeza de la república.

SOFRONIO. -  Cierto que es su cabeza, y su bien cuando es sabio y probo, y su ruina cuando es malo e insensato.

HOLOCÓLAX. -  Aquel mancebo que va detrás es su hijo heredero, que los griegos llamaban dispoian - o sea señor -, que en España llaman Príncipe y en Francia Delfín. Aquellos de las cadenas de oro, vestidos de seda bordada en oro, son los grandes, de insignes títulos militares, príncipes, duques, gobernadores de las fronteras, marqueses, condes y varones -que en lengua bárbara dicen barones - y todos son caballeros. Al primero de ellos le llaman condestable, que en griego llamaban conestabulo, como almirante, el general de los mares. Hay otro general, que es capitán de las guardias del rey, que asiste a palacio y manda a los arqueros, los mismos que en tiempo de Rómulo llamaban céleres.

AGRIO. -  ¿Quiénes son ésos vestidos de largos ropajes que tanta serenidad muestran en los rostros?

HOLOCÓLAX. -  Los consejeros del rey.

SOFRONIO. -  Conviene que ellos sean prudentes, de grande experiencia en los negocios y en las deliberaciones, graves, templados y hombres de gobierno.

AGRIO. -  ¿Por qué?

SOFRONIO. -  Porque son los ojos y los oídos del rey y, por tanto, del reino, mayormente si el rey es ciego y sordo porque la ignorancia o los deleites le privaron de estos sentidos.

AGRIO. -  ¿Y son también ojos y oídos del rey aquel tuerto y aquel que parece algo sordo?

SOFRONIO. -  Peores son la ceguera y la sordera del corazón.

HOLOCÓLAX. -  Los secretarios van después de los consejeros, y también son muchos y de diferentes órdenes. Después los tesoreros, receptores, pagadores mayores, fiscal, procurador fiscal y abogado fiscal.

AGRIO. -  ¿Y esos jóvenes afeitados, alegres y donosos que siguen al rey, le asisten en pie, sonriéndole unos, abierta la boca como absortos, otros?

HOLOCÓLAX. -  Es la tropa de sus íntimos amigos, los que distraen al rey.

AGRIO. -  ¿Por qué siguen tantos y tan serios a aquellos dos que entran?

HOLOCÓLAX. -  Porque el rey fía mucho en ellos. El uno es el primer secretario; el otro posee los secretos de la mayor importancia, es un como compendio del reino, y los dos son monitores del monarca. Por esto les salen al encuentro tantos cada día para renovar la memoria de sus pretensiones, supuesto que ellos son la memoria del rey. Aquellos que están tristes son pleiteantes que no logran ver concluídos sus negocios. Esos dos que pasean por el patio, el uno es camarero y el otro caballerizo, y ambos mandan en muchos camareros y caballerizos. Mas entremos en la sala donde come el rey.

AGRIO. -  ¡Ah qué gran concurso, y cuánto y cuán cuidado aparato!

SOFRONIO. -  Más te admiraría si supieres que todo ello lo motiva cosa tan leve como tomar el rey con hastío un huevo y un sorbo de vino.

HOLOCÓLAX. -  Aquel de la caña de Indias es el que sirve al rey en la mesa esta semana; el copero es aquel mancebo, y el maestresala aún no entró.

AGRIO. -  ¿Quién come con el rey?

HOLOCÓLAX. -  ¿Y quién habrá tan dichoso que pueda comer con los reyes?

SOFRONIO. -  Pues en lo antiguo los reyes sentaban a sus mesas, unas veces a capitanes valerosos, otras a nobles, otras a hombres expertos en el gobierno, en el manejo de los negocios o doctos, con cuya conversación el rey mejoraba y acrecentaba su sabiduría. Pero la soberbia de los godos y otros bárbaros introdujo esta costumbre de ahora.

HOLOCÓLAX. -  Los grandes tienen sus pajes de armas, criados, lacayos, mozos de espuelas. Entre ellos hay ricos tan liberales que dan a muchos mesa franca, y otros, a quien esto parece enfadoso, envían la ración a los amigos. Esto es de mayor utilidad para los amigos pobres, pero comer en mesa franca es más noble,

AGRIO. -  Paréceme ver personas del otro sexo en aquella estancia.

HOLOCÓLAX. -  Es el lugar donde están las mujeres. Ahí habita la reina con sus camareras, damas y doncellas. Mira cómo entran y salen cual abejas mancebos enamorados, esclavos de Cupido.

SOFRONIO. -  Y también viejos, dos veces niños.

HOLOCÓLAX. -  Es cosa de gusto oír los discursos, las poesías, las canciones y las músicas con que obsequian a las damas; ver las danzas y paseos y la variedad de colores, modas y formas de los vestidos. Tienen criados muy despiertos que entran y salen, saludan y vuelven a saludar, y hacen los recados. ¡Cuánta molestia, industria y diligencia, cuánta cortesía - ¡oh Dios! ¡desnuda la cabeza y a veces de rodillas! Cada día se ha de decir alguna cosa nueva, impensada, aguda y sutilmente discurrida, y dicha con ánimo, destreza y libertad.

SOFRONIO. -  O con disolución.

HOLOCÓLAX. -  ¿Hay felicidad mayor? ¿Dónde encontrar tanto placer?

SOFRONIO. -  Cólax, Cólax, también tú, sin estar enamorado, estás loco, y borracho sin haber bebido. ¿Puede haber locura mayor que la dicha por ti?

HOLOCÓLAX. -  No sé por qué causa dejan muchos la escuela, y habiendo entrado en palacio en él envejecen.

SOFRONIO. -  Son como los que bebieron en el vaso de Circe que, perdido el juicio y trocados en bestias, ni querían salir de allí ni volver al estado de hombres.

AGRIO. -  Y éstos, cuando se retiran a sus casas, ¿qué hacen?, ¿en qué se ocupan, al menos para entretener el tiempo?

SOFRONIO. -  Los más no se ocupan en otra cosa seria que en esta que ves, y por esto la ociosidad es para ellos padre y madre de los vicios. Algunos juegan a los dados, a los naipes, al ajedrez; otros, con maña, pasan la tarde murmurando y hablando mal de los demás. Esto en sus casas. Los hay que gustan mucho de truhanes y vagabundos, con los que son pródigos, siendo para las demás cosas tacaños y míseros. Pero el mayor mal de palacio es la adulación de cada uno para con los demás, y, lo que es peor, para consigo mismo. Esta es la causa de que jamás ninguno escuche la verdad ni de sí mismo ni de sus compañeros, si no es cuando riñen, que entonces se dicen las verdades como afrentas.

HOLOCÓLAX. -  Pero tú, aunque digas la verdad, perecerás de hambre, y yo, complaciendo, lisonjeando, aprobando y alabándolo todo, enriquecí.

AGRIO. -  ¿Y no podrán los reyes corregir estos males?

SOFRONIO. -  Fácilmente y sólo con querer. Pero unos gustan de estas costumbres porque son semejantes a las suyas; otros buscan estas ocupaciones, con lo que no pueden pensar cosa justa o buena. Ni faltan los descuidados ni los disolutos, que piensan que no pertenecen a sus cuidados y desvelos las costumbres del palacio y de la familia, cuando no les importan menos que a cada uno de nosotros las de su casa.



ArribaAbajoEl príncipe niño

 

MORÓBULO, FELIPE y SOFÓBULO.

 

MORÓBULO. -  ¿Qué hace vuestra alteza, Felipe?

FELIPE. -  Leo y estudio, como veis.

MORÓBULO. -  Lo veo y, en verdad, lo siento porque fatigáis y extenuáis vuestro gracioso cuerpo.

FELIPE. -  ¿Qué había de hacer?

MORÓBULO. -  Pues lo que hacen muchos príncipes, grandes, nobles y ricos. Montar a caballo, conversar con las damas de la emperatriz vuestra madre, danzar, jugar a los naipes o la pelota, saltar, correr. Si aquellos que no son dignos ni aun de que los admitáis en vuestra presencia gozan de esos deleites, ¿qué deberéís hacer vos, hijo y heredero de un tan gran príncipe?

FELIPE. -  ¿Es que para nada aprovecha el estudio?

MORÓBULO. -  Aprovecha para aquellos que se han de ordenar in sacris o para los que han de comer de lo que aprenden, como los zapateros, los tejedores y los de otras artes no liberales comen del trabajo de sus manos. Levantaos, señor, dejad los libros y vamos a pasear para que, al menos, respiréis un poco.

FELIPE. -  No me lo permiten ni Zúñiga ni Silíceo.

MORÓBULO. -  ¿Y quiénes son estos Zúñiga y Silíceo? ¿Acaso no son vasallos vuestros sobre los que tenéis dominio, y no ellos sobre vos?

FELIPE. -  Zúñiga es mi ayo y Silíceo mi maestro. No puedo negar que son vasallos míos, o de mi padre, mejor dicho; pero éste, a quien yo obedezco, los hizo mis superiores y a mí súbdito suyo.

MORÓBULO. -  ¿Cómo, vuestro padre os hizo esclavo de esos hombres?

FELIPE. -  No lo sé.

MORÓBULO. -  ¡Oh, qué cosa tan mal hecha!

SOFÓBULO. -  No está mal hecha, hijo mío. Vuestro padre más bien los hizo esclavos vuestros porque quiso que estuviesen siempre a vuestro lado, atendiéndoos con todos sus sentidos y potencias, y por esto, abandonando sus negocios propios, sólo miran por vos, no para fatigaros como tiranos, sino, sabios y buenos, para disponer vuestras incultas costumbres al honor y a la virtud; no para haceros esclavo, sino verdaderamente libre y príncipe. Y si no los obedecierais, entonces si que seríais un esclavo vil y peor aún que aquellos que viven entre nosotros comprados en Etiopía o África.

FELIPE. -  ¿De quién sería esclavo si no obedeciese a mis maestros?

SOFÓBULO. -  Lo seríais, no de los hombres, sino de los vicios, que son señores más tiránicos e insufribles que el hombre más perverso.

FELIPE. -  No entendí bien lo que dijisteis.

SOFÓBULO. -  Pero sí habéis entendido lo que dijo Moróbulo.

FELIPE. -  Con mucha claridad.

SOFÓBULO. -  ¡Cuán dichosos serían los hombres si luego que tienen conocimiento de las cosas livianas y malas lo tuvieran también de las importantes y buenas! Pero sucede lo contrario; en esa edad vuestra se entienden fácilmente las cosas frívolas, y, vanas, por no decir las locuras, a que os incitó Moróbulo, y lo que yo os dijese de virtud y dignidad así lo entenderíais como si os hablase en la lengua arábiga o gótica,

FELIPE. -  ¿Qué me aconsejáis que haga?

SOFÓBULO. -  Seguir este dictamen, a saber: que ni deis asenso a las persuasiones de Moróbulo ni a las mías hasta que podáis juzgar las de ambos.

FELIPE. -  ¿Quién me dará el juicio necesario?

SOFÓBULO. -  Los años, la educación y la experiencia.

MORÓBULO. -  ¡Oh qué espera tan larga!

SOFÓBULO. -  Dice bien Moróbulo; tirad los libros y vamos a jugar. Jugaremos a un juego en que se nombra un rey que manda y los demás obedecen, según las leyes del juego. El rey lo seréis vos.

FELIPE. -  ¿Y cómo? Porque si yo no entiendo el juego no podré ser rey.

SOFÓBULO. -  ¿Qué decís, Felipe amado, delicia de las Españas? ¿En juego de cosas leves, cuyos yerros a nadie dañan, no os atrevéis a entrar por no saber jugar, y queréis acometer de veras el gobierno de tantos y tan dilatados reinos sin conocer las condiciones de los pueblos, ni las leyes, despojado de toda sabiduría e instruido sólo en aquellas necedades ridículas de que hablaba Moróbulo? Muchacho, di al caballerizo mayor que traiga aquí el caballo napolitano, el bravo y falso, para que Felipe lo monte.

FELIPE. -  No le quiero, en verdad, sino otro que sea manso, porque no tengo ni fuerza ni experiencia para regir a un animal tan duro de boca.

SOFÓBULO. -  Y decid, Felipe: ¿pensáis que puede haber algún león tan fiero o algún caballo tan bravo y menos sufridor del freno que el pueblo, que la multitud de los hombres, donde se juntan todos los vicios, maldades delitos e inquietudes ardientes y atizadas? ¡No os atrevéis a tocar el caballo, y pedís el gobierno del pueblo que es más fácil de regir que el peor caballo! Pero dejemos esto. ¿Veis en el río aquella barquilla? Es gran recreo navegar entre los prados y bajo los sauces; entremos en la barquilla; vos tomaréis el gobernalle, y seréis el piloto.

FELIPE. -  ¡Sí, para que zozobremos y caigamos en el río, como le ocurrió ha poco a Pimentillo!

SOFÓBULO. -  ¿Ni aun a regir una barquilla en río tan pequeño y sereno os atrevéis, porque carecéis de destreza, y queréis, ignorante y sin experiencia, meteros en el mar, en las aguas revueltas, en las olas, en la borrasca de los pueblos? Os sucede lo que a Faetón, que no sabiendo usar de las riendas, con juvenil vehemencia pidió a su padre el carro para regirle, y ya sabéis la fábula. Con razón decía Sócrates que había dos cosas muy grandes en la vida humana, que son el principado y el sacerdocio, las que, no obstante su grandeza, todos apetecían como merecedores de ellas, sin que ninguno se juzgara incapaz de ejercerlas con prudencia.

FELIPE. -  Entiendo que nada hay tan necesario a mi calidad y a mi persona como el arte y la ciencia de gobernar el reino.

SOFÓBULO. -  Muy bien.

FELIPE. -  ¿ Cómo lo lograré?

SOFÓBULO. -  Sacasteis el arte y la ciencia del vientre de vuestra madre.

FELIPE. -  En modo alguno.

SOFÓBULO. -  Entonces, ¿cómo se atreve Moróbulo a persuadiros que dejéis los estudios con que se adquieren la ciencia, el arte y el conocimiento de cosas grandes y bellas?

FELIPE. -  ¿De quién he de aprender estas cosas?

SOFÓBULO. -  De los que con grande ingenio las advirtieron y observaron. De éstos, unos murieron y otros viven.

FELIPE. -  ¿Cómo enseñan los muertos; acaso se puede hablar con ellos?

SOFÓBULO. -  ¿Nunca oísteis en alguna conversación nombrar a Platón, Aristóteles, Séneca, Livio, Plutarco?

FELIPE. -  Muchas veces oí tales nombres, y siempre dichos con admiración y alabanza.

SOFÓBULO. -  Pues estos mismos, y otros que murieron también, hablarán con vos siempre que queráis.

FELIPE. -  ¿Cómo?

SOFÓBULO. -  Por los libros que dejaron escritos para enseñar a la posteridad.

FELIPE. -  ¿Por qué no me los dais ya?

SOFÓBULO. -  Os los daremos así que hayáis aprendido el lenguaje en que se entiende lo que dicen. Tened paciencia algún tiempo, sufrid la breve fatiga que lleva en sí aprender los principios, que después seguirán increíbles placeres. No es maravilla que huyan de ellos los que no los gustaron; mas antes apartarán de la vida que de los libros a quienes los disfrutaran.

FELIPE. -  Ahora dime quiénes son los vivos de los que se ha de aprender esta ciencia y buena inteligencia.

SOFÓBULO. -  Si hubiéseis de emprender un viaje, ¿a quién preguntaríais para saber el camino? ¿Acaso al que jamás lo hubiera andado, o al que lo anduvo muchas veces?

FELIPE. -  A éste, ciertamente.

SOFÓBULO. -  ¿Y no es nuestra vida como viaje o peregrinación continuos?

FELIPE. -  Eso creo.

SOFÓBULO. -  Luego, ¿quiénes anduvieron más camino, los jóvenes o los viejos?

FELIPE. -  Los viejos.

SOFÓBULO. -  Entonces se debe escuchar a éstos.

FELIPE. -  ¿A todos lo mismo?

SOFÓBULO. -  Discreta es la pregunta, y, en efecto, se debe hacer diferencias. Discurramos de la vía como de la vida. ¿Quién sabrá mejor el camino, aquel que lo anduvo sin reparar en nada, con el ánimo ausente, o quien, con diligencia, lo observó todo, encomendándolo, a la memoria?

FELIPE. -  Claro es que al segundo.

SOFÓBULO. -  Por esto, cuando se tome consejo del modo de vivir no se le ha de pedir a los jóvenes que aún no comenzaron a andar el camino de la vida, y menos a los mancebos, y menos aún a los niños, lo que sería necio y hasta indigno. Ni tampoco a los ancianos imprudentes, que son peores que niños, aquellos de quien la Sagrada Escritura dice que son muchachos de cien años. Sólo se debe escuchar a los ancianos de juicio, experiencia y prudencia.

FELIPE. -  ¿Por cuál señal los conoceré?

SOFÓBULO. -  En vuestra edad, hijo, por ninguna. Pero cuando tengáis mayor y más sólido juicio los conoceréis por sus palabras y por sus obras. Mientras no tengáis esa capacidad, fiad en vuestro padre y entregaos a él y a los que os señaló por maestros y ayos, directores de vuestra débil edad, guías del camino que no anduvisteis, porque vuestro padre, que os ama más que vos a vos mismo, que cuida más de vos que vos mismo, no sólo los eligió por su propio consejo, sino atendiendo al de los hombres sabios.

MORÓBULO. -  Rato ha que no hablé palabra.

SOFÓBULO. -  Cosa nueva en ti, y ello me maravillaba.

MORÓBULO. -  ¿Por ventura, Felipe, vuestro padre, el rey de Francia y otros reyes y príncipes no gobiernan sus Estados y los mantienen bajo su obediencia sin haber estudiado ni sufrido ese pesado trabajo que, sin piedad, cargan sobre vuestros débiles hombros?

SOFÓBULO. -  No hay cosa por fácil que sea que no la haga difícil la mala gana. Nada tienen de pesados los estudios para quien los acomete y sobrelleva de buen talante, mas para la mala gana, hasta el jugar y el pasear en lugares amenos es cosa pesada e insoportable. Para ti, Moróbulo, amigo de chanzas y asuetos y acostumbrado a ellos, es mortal oír o hacer cosas serias; por el contrario, otros hallarían mortal tu modo de vida. ¡Cuántos hay, especialmente en los palacios, para los que nada es tan dulce como el ocio torpe y relajado, que para éstos es tormento poner mano en cualquiera trabajo útil! ¡Y cuántos hay que más querrían morir que pasar los días sin trabajo, que antes se cansan de estar ociosos que ocupados! Mas para responder a lo que me argüiste del emperador y el rey de Francia, te dirá que, en general, son ancianos aquellos que anduvieron el camino de esta vida. Si todos cuantos anduvieron por el mismo camino, a una vez dijeran que encontraron en él un paso malo y peligroso, del que salieron maltratados, y habiendo de recorrer el mismo camino no se guardaran del peligro, ¿qué concepto formaríais de ellos? ¿No sería acción de hombre loco olvidar el peligro y no esquivarle cuando se emprendiera la misma vía?

FELIPE. -  No comprendo lo que queréis decir.

SOFÓBULO. -  Más claro lo dirá un ejemplo: Haced cuenta que sobre este río y en lugar de puente hay unatabla angosta. Nos refiere que cuantos quisieron pasar a caballo sobre la tabla cayeron en el río, viendo en peligro sus vidas, porque los sacaron del agua con dificultad y medio muertos. ¿Entendéis esto?

FELIPE. -  Muy bien.

SOFÓBULO. -  Veamos ahora cómo juzgáis. ¿No os parecería que vos mismo estabais loco si habiendo de cruzar la tabla no os apeaseis antes del caballo, evitando así el peligro en que oísteis referir que otros estuvieron?

FELIPE. -  Sin duda lo haría así.

SOFÓBULO. -  Y con razón. Preguntad a los ancianos cuál es el mayor yerro de su vida, de qué emisión se arrepienten y les pesa, y os responderán, los que estudiaron algo, de no haber estudiado más, y los que nada estudiaron, de no haber estudiado algo. Y entrando en estas quejas, no acaban de contar que habiéndolos enviado a las escuelas y a los maestros de las artes sus padres o los que de ellos cuidaban, atraídos de los deleites, de los juegos, de la caza, de los amoríos y de otras vanidades, perdieron las buenas ocasiones de aprender, y lloran su desgracia, se quejan de su suerte, se culpan y condenan, y hasta se maldicen a sí mismos. Vemos, pues, que en el camino de la vida se encuentra este mal paso de la pereza y la ignorancia, que todos debemos esquivar, puesto que oímos las quejas de los que en él cayeron. Se ha de dar mano, por tanto, a la ociosidad y a las burlas, aplicándose con diligencia al estudio y cultivo del espíritu. Pero informaos de vuestro padre, aunque todavía tiene pocos años; y tú, Moróbulo, del tuyo, que es anciano. De ellos entenderéis cuán cierto es lo que os digo.



ArribaAbajoEl juego de naipes

 

VALDAURA, TAMAYO, LUPIANO, MANRIQUE y CASTILLO.

 

VALDAURA. -  ¡Qué tiempo tan áspero e insufrible! Qué cielo tan nublado! ¡Qué suelo tan cenagoso!

TAMAYO. -  ¿Qué nos aconsejan que hagamos estos aspectos del cielo y del suelo?

VALDAURA. -  Que no salgamos de casa.

TAMAYO. -  ¿Qué haremos en casa?

VALDAURA. -  Estudiar junto al fuego, pensar y considerar las cosas que aprovechan al alma y a las buenas costumbres.

CASTILLO. -  Cierto que eso es lo primero que debe hacerse y lo que más ha de estimar el hombre. Pero cuando nos cansemos de este trabajo, ¿dónde, con este tiempo, iremos a recrearnos?

VALDAURA. -  Cada uno tiene su recreo; a mí, en verdad, me agrada el juego de naipes.

TAMAY. -  Y el tiempo nos convida a retirarnos a un aposento bien guardado del aire y del frío, con buena lumbre y una mesa prevenida de cartas.

VALDAURA. -  ¡Ay, no quiero cartas!

TAMAYO. -  Hablo de las de jugar, de los naipes.

VALDAURA. -  Esas sí me agradan.

TAMAYO. -  Aprontemos dinero y tantos para jugar.

VALDAURA. -  No serán menester los últimos, si hay moneda menuda.

TAMAYO. -  Yo no tengo moneda menuda, sino gruesa, de oro y plata.

VALDAURA. -  Cambia monedas de plata por menudas. Muchacho, toma estas monedas sencillas, dobles y triples, y que por ellas te dé el cambiador monedas menudas, sencillas y dobles, pero no mayores.

TAMAYO. -  ¡Qué limpios están estos dineros!

VALDAURA. -  Son nuevos, recién acuñados.

TAMAYO. -  ¿Vamos a la casa de juego, donde todo, está prevenido?

CASTILLO. -  No conviene, porque allí hay muchos mirones; lo mismo sería jugar en medio de la calle. Lo mejor será que nos retiremos a tu aposento y que llamemos a algunos compañeros nuestros de buen humor.

TAMAYO. -  Más para el caso es tu aposento; en el mío nos estorbarían muchas veces las criadas de mi madre, que siempre buscan cosas en los cofrecillos de los afeites.

VALDAURA. -  En el comedor entonces.

TAMAYO. -  Sea; vamos. Muchacho, haz que vengan Francisco, Lupiano, Rodrigo, Manrique y Zoilastro.

VALDAURA. -  ¡Tente! No avises a Zoilastro, que es hombre iracundo, pendenciero, calumniador, amigo de gritar y que de nada hace una torre.

CASTILLO. -  Dices bien, porque si tal mancebo entrase en nuestro juego, el juego no sería diversión, sino riña. Llama a Rimósulo en puesto de él.

VALDAURA. -  Tampoco avises a éste, si no queremos que antes de que el sol se ponga sepa toda la ciudad cuanto aquí haya acaecido.

CASTILLO. -  ¿Tan buen pregonero es?

VALDAURA. -  Lo es de cuantas cosas no deben ser sabidas, porque para las buenas es tan callado como si se tratara de los misterios eleusinos.

TAMAYO. -  Pues que vengan no más que Lupiano y Manrique.

CASTILLO. -  Ambos son buenos compañeros.

TAMAYO. -  Y diles que traigan dineros y también donaire, sal y gracejo, dejándose en casa, y encomendada a Filopono el tétrico, toda seriedad y gravedad.

LUPIANO. -  Dios os guarde, dulces amigos.

VALDAURA. -  ¿Qué ceño y entrecejo son ésos? Limpia tu semblante de tristeza y severidad. ¿Acaso no te dijeron que dejases en la escuela los cuidados literarios?

LUPIANO. -  Tan sin letras son nuestros pensamientos de las letras que ni aun las mesas de la escuela hacen caso de ellos.

MANRIQUE. -  Dios os guarde.

VALDAURA. -  Peligra vuestra vida, porque se os llamó para pelear donde hay hasta reyes.

TAMAYO. -  No os desaniméis, que las cuchilladas se tiran a las bolsas y no a las gargantas.

LUPIANO. -  Para muchos la bolsa es garganta y el dinero sangre y vida, como para las gentes de Caria, de cuyo menosprecio a la vida hacían los reyes instrumento de sus iras.

MANRIQUE. -  Más quiero en esta fábula ser espectador que autor.

TAMAYO. -  ¿Cómo así?

MANRIQUE. -  Porque soy tan desgraciado que siempre que juego pierdo y quedo sin blanca.

TAMAYO. -  ¿Sabes el proverbio de los jugadores? Que se ha de buscar la capa allí donde se perdió.

MANRIQUE. -  Verdad; pero se corre el riesgo de que al buscar la capa perdida se pierdan igualmente el sayo y hasta la camisa.

TAMAYO. -  Sucede esto muchas veces, pero quien no se aventura no ha ventura.

MANRIQUE. -  Eso dicen los alquimistas.

TAMAYO. -  Más bien lo dicen los mercaderes de Amberes.

VALDAURA. -  Bueno está. No podemos jugar más que cuatro y somos cinco. La suerte dirá quién es el que ha de ver cómo juegan los demás.

MANRIQUE. -  No hay que echar suertes; yo miraré.

VALDAURA. -  Eso no, que a nadie se ha de hacer injuria. Lo dirá la suerte. A quien le tocare un rey ése rnirará sentado el juego, y será juez en las disputas.

LUPIANO. -  Aquí tenéis dos barajas, una española y otra francesa.

VALDAURA. -  La española no parece que está cabal

LUPIANO. -  ¿Cómo?

VALDAURA. -  Porque faltan los dieces.

LUPIANO. -  No suelen tenerlos como las francesas. En los naipes franceses, como en los españoles, hay cuatro géneros o familias. Los españoles tienen oros, copas, espadas y bastos, y los franceses corazones, cuadrángulos, trifolios y picas. En cada familia hay rey, reina, caballero, uno (o as), dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve. Los franceses tienen dieces. En los españoles los números más bajos de los oros y las copas valen más, y menos los de las espadas y bastos. En los franceses los números más altos valen siempre más.

CASTILLO. -  ¿A qué jugaremos?

VALDAURA. -  Al triunfo de España, y el que dé los naipes retendrá la muestra aunque sea as o figura humana.

MANRIQUE. -  Veamos quién es el que no ha de jugar.

TAMAYO. -  Dices bien; vengan los naipes. Para ti, Valdaura; para ti, Castillo; para ti, Lupiano. ¡Tú eres el juez!

VALDAURA. -  Mejor quiero que seas árbitro que no mi contrario en el juego.

LUPIANO. -  Habla bien; ¿por qué lo dices?

VALDURA. -  Porque en el juego eres astuto y caviloso, y aun dicen que hábil en componer los naipes de modo que salgan los que tú quisieres.

LUPIANO. -  Yo juego sin trampa alguna, pero mi saber le parece engaño a tu ignorancia, cual ocurre siempre y en todo. ¿Y qué dices de Castillo, que no bien gana cuatro blancas deja de jugar?

TAMAYO. -  Que eso verdaderamente más es engañar y burlar que jugar.

VALDAURA. -  Menor mal es ése; que si pierde queda en el juego como sujeto con grandes clavos.

TAMAYO. -  Pero hemos de jugar dos contra dos; ¿cómo lo haremos para señalar los compañeros?

VALDAURA. -  Yo, que no entiendo este juego, seré compañero de Castillo, que lo entiende bien.

TAMAYO. -  Di también que es muy astuto.

CASTILLO. -  No se ha de elegir sino sortear; los que hicieren más puntos jugaran contra los que hagan menos.

VALDAURA. -  Sea; vengan los naipes.

MANRIQUE. -  Sucedió según mi deseo. Castillo y yo somos compañeros, y Valdaura y Tamayo nuestros contrarios.

VALDAURA. -  Sentémonos encontrados. Dame la silla de respaldo para perder con mayor comodidad.

TAMAYO. -  Poned escaños; sentémonos. Sorteemos a ver quien sera mano.

VALDAURA. -  Yo soy mano; Castillo, da tú los naipes.

CASTILLO. -  ¿Cómo, de izquierda a derecha cual los flamencos, o de derecha a izquierda cual los españoles?

VALDAURA. -  De la última manera, supuesto que jugamos a la española. ¿Quitaste los dieces?

CASTILLO. -  Sí. ¿Cuántos naipes he de dar?

VALDAURA. -  Nueve. ¿Que apostamos?

MANRIQUE. -  Tres dineros cada uno, con repetición de puestas.

CASTILLO. -  Poco a poco, Manrique, que te apresuras con exceso. Aventurando tanto dinero, el juego no sería tal, sino locura, y con el temor de perder mucho no te divertirías. Baste con un dinero, pudiéndose revidar sólo la mitad hasta cinco ases.

VALDAURA. -  Dices bien; así no jugaremos de balde, que es cosa insípida; ni nada que nos pese, que es cosa amarga.

CASTILLO. -  ¿Tiene cada uno sus nueve naipes? Son triunfo los corazones y mía es la reina.

VALDAURA. -  Buena señal, si es cierto el dicho vulgar de «que los corazones de las mujeres dominan».

CASTILLO. -  Deja las filosofías y responde a esto: vuelvo a envidar las apuestas.

VALDAURA. -  Tengo un juego desbaratado y desigual, así que me doy por vencido.

TAMAYO. -  También yo; tú das los naipes, Manrique

VALDAURA. -  ¿Qué haces, no vuelves la muestra o pinta?

MANRIQUE. -  Quiero contar antes mis naipes, no sea que tenga alguno más o alguno menos.

VALDAURA. -  Tienes uno más de los debidos.

MANRIQUE. -  Lo dejaré.

VALDAURA. -  No es ésa la ley del juego. Ahora debe dar naipes quien te sigue y no tú. A mí me toca darlos.

MANRIQUE. -  No lo permitiré, puesto que no volví la muestra.

VALDAURA. -  Juro que no será así.

CASTILLO. -  ¿En qué piensas, Valdaura amigo? ¿Juras por cosas livianas cuando apenas si por las muy graves se debe jurar?

MANRIQUE. -  Tú, juez, ¿qué dices?

LUPIANO. -  En verdad no sé cómo resolver este caso.

MANRIQUE. -  ¡Qué juez sin juicio tenemos; qué guía ciego!

VALDAURA. -  ¿Y qué haremos?

MANRIQUE. -  Pues enviar a Lutecia para que de allí nos traigan alguna ley.

CASTILLO. -  Baraja los naipes y da otra vez.

TAMAYO. -  ¡Lindo juego me quitas de las manos; no cogeré hoy otro semejante!

CASTILLO. -  Mezcla bien los naipes y dalos a cada uno con cuidado.

VALDAURA. -  Revido las apuestas.

TAMAYO. -  ¿No dije que en todo el día vendría a mis manos juego parecido al anterior? Soy muy desgraciado, y ni sé cómo cojo los naipes.

CASTILLO. -  ¿Es jugar y divertirse el inquietarse y afligirse de ese modo? El juego debe de ser juego y no pesadumbre.

MANRIQUE. -  Espera y no vuelvas los naipes, porque acaso éste pretende infundirnos temor.

VALDAURA. -  Responde si quieres o no.

MANRIQUE. -  Quiero y revido las apuestas.

VALDAURA. -  ¿Piensas que temo tus arrogancias? No me entrego.

MANRIQUE. -  Di con claridad si quieres.

VALDAURA. -  Quiero, en verdad, con gusto, y el corazón me dice que revide mayores apuestas con mi juego, pero entre amigos basta con lo envidado.

MANRIQUE. -  ¿Y crees que yo estoy muerto, porque no te acuerdas de mí?

CASTILLO. -  ¿Qué dices tú a esto, hombre de paja?

TAMAYO. -  Por mi parte aumento la apuesta.

MANRIQUE. -  Habla tú, Castillo.

CASTILLO. -  ¿Cuando por tu culpa llegó la apuesla a una suma considerable me pides consejo? Con este juego mío no me atrevo a mantenerla.

VALDAURA. -  Di que sí con entera certidumbre.

CASTILLO. -  No he de responder así, sino con perplejidad, desconfianza, despacio y mucho temor y duda. ¿No hablo con bastante claridad?

MANRIQUE. -  ¡Dios mío y cuánta copia de términos! No caía ha poco tan espeso el granizo. Mas, probemos.

CASTILLO. -  Sea, puesto que lo quieres; pero no fíes en que yo pueda ayudarte.

MANRIQUE. -  Me ayudarás en lo que puedas.

CASTILLO. -  Ociosa es la prevención.

MANRIQUE. -  Pues hemos perdido.

TAMAYO. -  Hemos ganado cuatro denarios. Mezcla los naipes.

VALDAUR. -  Revido cinco ases.

CASTILLO. -  No sé si querer, porque tengo por cierto que perdemos.

TAMAYO. -  Envido otros cinco.

CASTILLO. -  ¿Qué contestas a este envite?

MANRIQUE. -  ¿Qué he de decir? Que no quiero.

CASTILLO. -  Ya que por ti perdimos el otro juego deja que por mí perdamos éste. Presumo que nos ganen, mas he de defenderme mientras pueda.

VALDAURA. -  ¿Qué dices; no contestas?

CASTILLO. -  Que quiero, que remato y envido resto.

TAMAYO. -  Valdaura, tú no conoces a Castillo; mejor juego tiene que el suyo, pero tiende la red para coger en ella a los que envidan con algún calor. ¡Guarda, no te arriesgues sin mirarlo bien; no quedes enredado!

VALDAURA. -  ¡Válgame Dios y cómo pudiste adivinar que yo tenía un naipe de tanto valor como éste!.

CASTILLO. -  Yo no conozco todos los naipes.

VALDAURA. -  Eso no es creíble.

CASTILLO. -  Si los conozco es por la muestra.

VALDAURA. -  O por el reverso.

CASTILLO. -  Malicioso eres.

VALDAURA. -  Tú haces que lo sea; permíteme que te lo diga.

TAMAYO. -  Pues veamos si hay naipes manchados por el reverso de modo que se los pueda conocer.

VALDAURA. -  Si os parece, dejemos el juego, que ya me enoja.

CASTILLO. -  Cuando quieras, pero la falta no está en el juego, sino en tu ignorancia, en que careces de sagacidad y por esto no ganas; en que echas los naipes como los coges, sin pensar cuál se debe echar el primero y cuál el último y cuándo y cómo.

TAMAYO. -  Es asimismo que todo cansa en la vida, hasta los deleites y los placeres. Yo también me canso de estar sentado. Levantémonos un rato.

LUPIANO. -  Toma la vihuela y cántanos algo.

TAMAYO. -  ¿Qué queréis que cante?

LUPIANO. -  Algo relativo al juego.

TAMAYO. -  ¿Versos de Virgilio?

LUPIANO. -  Sí, o de nuestro Vives; unos que ha poco cantaba él paseando en la ronda de Brujas.

VALDAURA. -  ¿Con voz de ansarón?

LUPIANO. -  Cántalos tú con voz de cisne.

TAMAYO. -  No lo quiera Dios, que el cisne no canta sino cuando va a morir.


Juegan el niño, el mozo y el anciano;
juego son la prudencia, el seso y el ingenio.
Aparte la virtud. ¿qué es nuestra vida
más que juego fugaz y una apariencia?

VALDAURA.-  En verdad os digo que el poema es seco como esponja exprimida.

LUPIANO. -  ¿Con tanta dificultad compone poesías?

VALDAURA. -  Con mucha, ya porque las compone raras veces, o porque no siente afición, o porque su ingenio se inclina naturalmente a otras cosas.