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Diplomacia femenina

Concepción Gimeno de Flaquer






I

Como si la mujer quisiera dar un mentís a cuantos niegan todavía su inteligencia, no solo quiere demostrarla en las artes y las letras sino que, remontándose a las altas esferas de la política, ostenta la diplomacia de un Talleyrand y un Cavour, atreviéndose nada menos que a luchar con un Bismarck.

No ha mucho tiempo, la reina de Rumania y la reina de Servia, esas encantadoras soberanas, coronadas una con laurel apolino y otra con nimbo de melancólica poesía, la poesía del dolor, presentaron sus homenajes a la emperatriz de Austria, pensando que harían más en pro de sus naciones que los más expertos estadistas, y salieron triunfantes en la empresa que perseguían.

Puesto el sentimiento al servicio de la política, lo cual rara vez sucede, llegaron las soberanas a un perfecto acuerdo, armonizando los intereses de Austria, Rumania y Servia, con lo cual evitose el conflicto que amenazaba surgir entre aquellas potencias.

María Feodorowna, emperatriz de Rusia, la emperatriz Augusta de Alemania y la reina de Bélgica, influyen benéficamente en sus reinos oponiendo la clemencia al rigor de los gobernantes y aconsejando a estos con tal prudencia, que han merecido el nombre de Egerias. Estas tres damas, tan semejantes entre sí por la misión de amor que se han impuesto, merecen ser retratadas, siquiera sea en ligero perfil, por ser hoy de las soberanas que más figuran entre las que manejan con notable acierto la diplomacia europea.

No es la zarina una princesa dotada de sorprendente belleza, de gran virilidad o de talento extraordinario; posee un mérito más valioso que todos estos para una soberana y para una mujer; el mérito de saber hacerse amar. La emperatriz de los rusos es dulce, afable, caritativa, ingenua, sencilla y buena. Sus súbditos la adoran con frenesí: si algún nihilista llega a gozar del trato encantador de tan simpática soberana, instantáneamente se hace partidario suyo.

La emperatriz moscovita cultiva las artes con éxito: sus acuarelas se cotizarían a muy alto precio, aunque las enviase anónimamente al mercado artístico. También descuella en la música y habla varios idiomas. Cuando la digna soberana quiere ejercitar su órgano vocal, no busca público: improvisa un concierto y canta con sus hijos.

María Feodorowna está poniendo en moda una hermosa virtud que desgraciadamente se iba haciendo cursi en algunos círculos aristocráticos: el amor al marido. El emperador corresponde a su ternura y la familia imperial hace vida de hogar, dando con ello un espectáculo de moralidad a su pueblo. Las costumbres honradas brillan en la egregia familia, de modo que el buen ejemplo les viene a los rusos de donde debiera venir siempre, de arriba. La zarina es tan piadosa que, al ver a su ilustre esposo obligado a firmar una sentencia de muerte, le dice vertiendo abundante llanto: Piensa que tendrá hijos y esposa ese desgraciado; y el emperador, vencido por la mujer a quien tanto ama, se deja quitar la pluma de la mano.

Hablando de esta princesa, dice un personaje ruso:

La zarina ha inspirado al zar y a sus ministros la moderación de carácter y ese horror a la guerra tan en abierta oposición con las tiranteces diplomáticas y con las exigencias de un honor nacional mal entendido.

Esta soberana ejerce una verdadera fascinación sobre su pueblo; su nombre es bendecido en los hielos del Norte, en las rocas del Cáucaso y en las estepas del Asia.

En el conflicto anglo-ruso, tanto la emperatriz como su hermana la princesa de Gales, estuvieron a una altura inconcebible, conjurando dicho conflicto con esa diplomacia del corazón que solo conocen las mujeres tiernas, y que suele dar mejor resultado que las estrategias de la guerra y las sutilezas del talento.

Estas dos interesantes princesas han hecho la paz entre Rusia e Inglaterra, como la hicieron en 1529, a nombre de Francisco I de Francia y Carlos I de España, Luisa de Saboya, duquesa de Angulema, y Margarita de Austria, llamándose por tal razón el tratado de Cambray Paz de las damas.

El zar enseña a su hijo a ser grande, la emperatriz le enseña a ser bueno. Con tal educación, el heredero de la corona de Rusia tiene que ser un soberano modelo.

Cuando la emperatriz desea oponer su benévola influencia en contra de alguna resolución que no le parece buena, no contradice abiertamente en los primeros momentos la idea vertida: espera una ocasión y la aprovecha; sin dejar conocer a los que la rodean que ha triunfado: la Emperatriz sabe esperar.

Saber esperar es una gran ciencia que resume la política de las mujeres. ¿No os parece que la discreción de la emperatriz de los rusos es más útil a su patria que uno de esos brillantes talentos que se evaporan en frases y que solo sirven para producir momentánea admiración?

La prudencia debe ser el gran arte de la mujer, sentenciada siempre a la pasividad.

Rusia ha tenido soberanas muy notables: Catalina I dominó con su talento a Pedro el Grande y se hizo amar de él hasta el punto de obligarle a testar llamándola a la sucesión del trono. Nada se resistió a la energía y serenidad de esta mujer extraordinaria. Era tan asombroso su valor que, para conmemorar el que mostrara en la batalla de Pruth contra los turcos, instituyó el zar en 1714 la orden de Santa Catalina de Rusia.

Catalina II, aunque no fue modelo de esposas, fue gran patricia: jamás, en medio de sus debilidades, entregó la patria a sus favoritos; por lo contrario, Catalina, antes que mujer, era emperatriz; no libertaba a nadie del yugo de su poder. Houssaye dice que era tan gran rey como Luis XIV, otro de sus biógrafos afirma que tenía la talla de Napoleón. Cultivó la literatura, sostuvo brillante correspondencia epistolar con Voltaire y tradujo a varios autores. Grimm ha recopilado una colección de cuentos suyos. Voltaire, la denominó Catalina el Grande. Catalina II poseyó un talento extraordinario: era filósofo con Diderot, matemático con Euler, literato con Voltaire, soldado con Sowarof, cortesano con los magnates, diplomático con los embajadores, y con todos rey, sobre todo rey.

Aunque solo duró diez años el imperio de la zarina Ana Iwanowna, fue uno de lo más gloriosos.

Prolijo sería enumerar todas las emperatrices que ha tenido Rusia, célebres por distintos méritos; pero María Feodorowna brilla sobre todas ellas con los hermosos resplandores de la virtud. Esta emperatriz, que es hija del rey de Dinamarca, nació en 1847 y casó en 1864 con Alejandro III. La ilustre hermana del rey de Grecia y de la princesa de Gales es tan tierna hija como amante esposa. Todos los veranos deja su corte para visitar a su muy querido padre Christian IX en el famoso castillo de Fredensborg, tan rico en preciosidades históricas y artísticas.

Cuando María Feodorowna salió de él para casarse escribió en el cristal de una de sus ventanas con un diamante esta frase: ¡Adiós, mi Fredensborg amado!

El rey de Dinamarca ha conservado el cuarto de su hija como ella lo dejó, guardando hasta las muñecas que tanto la deleitaron.

La emperatriz de Rusia, modelo de hijas y de esposas, es un ángel de caridad.

¡Bendita sea María Feodorowna! exclaman los rusos constantemente.

¡Bendita sea la mujer que sabe convertir el hogar en paraíso!




II

La esposa del emperador Guillermo desciende de Catalina la Grande de Rusia; es una mujer de la cual puede decirse que ha nacido con vocación de soberana; jamás olvida su regio papel, y en la vida íntima tiene más relieve su personalidad que la de su marido.

Su espíritu es completamente francés: no aprueba ninguna innovación si no ha sido sancionada en Francia. La emperatriz Augusta no se distingue por la belleza, distinguese por la firmeza de su carácter; con su alta estatura, sus facciones abultadas y la energía de sus movimientos, parecería varonil a no poseer una voz dulce que ella ha educado esmeradamente, voz tan quejumbrosa como acariciadora. Su elegante atavío de frescura juvenil, en el cual sobresale siempre lo blanco, préstale una gracia que, unida a su majestuoso aspecto, le da una apariencia sumamente simpática.

Sus ojos garzos, de mirada profunda, amedrentan; pero sabe sonreír a tiempo para dulcificar la dureza de la mirada; y, aunque su sonrisa parece fingida, recíbese siempre como una distinción halagadora.

La emperatriz es protestante, pero se encanta con la doctrina católica: viose con asombro, al celebrarse el cuarto centenario de Lutero, que se retrajo de asistir a las fiestas, parapetándose tras su habitual enfermedad.

Enemigo su carácter independiente de soportar la tutela de la política, y dotada de más iniciativa que el emperador, ingiérese en los asuntos de Estado, con una discreción y una habilidad dignas de la Princesa de Éboli y la Princesa de los Ursinos.

Los alemanes reconocen su alta superioridad: la estiman, pero no la quieren. Muchas veces ha estado en pugna con el Canciller de hierro, y le ha vencido.

Su frase en las reuniones íntimas es cáustica, complaciéndose en buscar los retruécanos franceses más agresivos.

La emperatriz Augusta lee mucho, y siempre en francés, siendo constante suscriptora de la Revista de Ambos Mundos. No es apasionada de Wagner, lo cual disgusta a los alemanes, que la ven preferir la música italiana: según ella, la irritabilidad de su sistema nervioso necesita mucha melodía.

La soberana se presenta rara ver en público, imitando a los dioses aztecas, que no podían ser vistos por los profanos.

Considérase superior a los que la rodean y sufre el fastidio de los que se sienten solos cuando están más rodeados de gente.

En la vida íntima no es seductora: para admirarla es preciso seguirla en las esferas de la política, derrotando a diplomáticos de gran celebridad.




III

María Enriqueta Ana, archiduquesa de Austria, esposa de Leopoldo II, es tan amada de los belgas, como lo es del pueblo español su augusta sobrina María Cristina de Hapsburgo Lorena, otra interesante archiduquesa de Austria. La Reina de Bélgica se distingue por su elevado criterio, por sus tiernos sentimientos y por sus altas dotes de madre. Ella ha dirigido la educación de sus hijos, entre los que se cuentan el Príncipe heredero y la encantadora Princesa Estefanía, viuda del Príncipe Rodolfo de Austria.

El carácter de María Enriqueta, antes jovial y expansivo, es hoy concentrado y melancólico: una nube de tristeza vela constantemente sus ojos llenos de inteligencia, en los que centellean átomos de luz, como pálidos rayos de sol entre vapores de lluvia primaveral. El poético tinte de tristeza que embellece su semblante, sus abstracciones y su retraimiento tienen por origen las perpetuas saudades que guarda su alma del ausente que no ha de volver. Desde que en 1869 experimentó el mayor dolor que puede sentir una madre, la pérdida de un hijo, el carácter de María Enriqueta ha sufrido gran transformación.

El pueblo belga no la ha visto desde entonces asociarse a sus fiestas, pues solo toma parte en las ceremonias oficiales que debe presidir en unión del Rey. La vida de María Enriqueta divídese actualmente entre los discretos cuidados que exige la educación del Príncipe, adolescente todavía, las obras piadosas y el cultivo de la música, consuelo de las almas sentimentales.

La reina de Bélgica siente por el divino arte el más vehemente entusiasmo: esto la hace ser muy asidua al teatro de la Ópera, a pesar de su proverbial alejamiento de las fiestas sociales.

Su bondad de corazón la ha convertido en el ángel protector de la desgraciada viuda de Maximiliano, cuyos sufrimientos sabe mitigar cual nadie; unida a la infeliz Carlota por los lazos del parentesco, tiene para con ella abnegación fraternal: y, además de consagrarse a tan nobles fines, no es indiferente a la evolución que se está operando en el sexo femenino, para la cual fomenta en su reino los institutos de enseñanza.

Por datos que tengo a la vista puedo afirmar que una ley del año 1881 ha dispuesto la creación de 50 escuelas para la enseñanza media o secundaria de las jóvenes, a la vez que ha confirmado la relativa a las escuelas normales, en las que se forman maestras, regentes e institutrices. El Estado se había limitado antes, y solo desde 1870, a consignar en el presupuesto un crédito de 50.000 pesetas, aplicado a subvencionar las escuelas de aquel grado, o las primarias superiores o de programa extenso.

Lo que preferentemente ha preocupado a los poderes de Bélgica es la enseñanza popular. Hay casi tantas institutrices como instructores en las escuelas primarias oficiales; el programa de estudios y de exámenes es casi el mismo para los dos sexos, excepto los trabajos manuales, que son enseñados en las escuelas de niñas. Las escuelas Jardines de la infancia, según el método de Froebel, que son hoy numerosas, están siempre dirigidas por institutrices. Hay escuelas medias para mujeres y para hombres en les grandes distritos donde la enseñanza es muy extensa, y se da por instructores e institutrices nombrados, previo examen, por el Ministro de Instrucción pública. Las Escuelas de párvulos, que son 821, a las que asisten 6.386 alumnos, están dirigidas por institutrices, llamadas preferentemente a prestar este servicio.

Concurren las mujeres desde 1830 a las Universidades de Bruselas, de Lieja y de Gante, aumentando cada año el número de las que en ellas se presentan y sufriendo exámenes muy rigurosos.

¿Cómo podía ser ajena al movimiento general de progreso iniciado actualmente en el sexo hermoso la inteligente reina de Bélgica?

Hoy podemos proclamar muy alto la reivindicación de la mujer; las añejas preocupaciones se vencieron; las malévolas sátiras de los impugnadores de la mujer han sido destruidas desde que un público ilustrado ha oído con respeto y complacencia las elegantes disertaciones literarias de Isabel de Rumania, la elocuente palabra de algunas mujeres en el Ateneo de Madrid y las notables conferencias históricas de Rosa Cleveland en Nueva York.

La erudita hermana del Presidente de la República norteamericana, al convertirse en cantora de Fulton y Washington y en apologista de Franklin, Hamilton, Lincoln y Garfield, ha hecho algo más que lucir su fácil palabra, ha llevado guirnaldas de laurel al altar de las glorias americanas.

La reina de Bélgica protege a las artistas, cultiva la música, impulsa el progreso femenino y es hábil diplomática.

Su mayor mérito es haber sabido inspirar tan gran veneración al pueblo belga, a pesar de ser extranjera.

La historia guardará los nombres de las tres diplomáticas, cuyas siluetas he bosquejado, entre los muy eminentes de las Duquesas de Chevreuse, Longueville, Montpensier, Rohan y Maine.





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