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ArribaAbajoCapítulo XX

Como la fortaleza de Gijon cayó por segunda vez en poder de los soldados del rey de Castilla.


Acababa Amós de regresar de su espedicion á Lisboa, y de dar parte á su mal aconsejado amo de lo bien que habia sido recibida su embajada por el nuevo rey de Portugal, cuando el hijo de don Enrique, encontrándose ya sin enemigos esteriores que combatir, dispuso poner término á la escandalosa rebelion de su hermano. Sus tropas, mandadas por Diego Sarmiento, que habia sucedido á su hermano en la dignidad de mariscal, acercábanse á la villa de Gijon; y una armada compuesta de doce naves, recorria tambien los mares de las Asturias.

De esta vez era seguro el esterminio del Conde; porque prescindiendo del valor y disciplina de sus contrarios, estaban todos animados de una justa indignacion hácia un hombre que toda su vida no habia hecho otra cosa que causar disgustos á su hermano, y aumentar los males que por entonces padecia nuestra patria. Es cierto que él confiaba mucho en la entrada de los portugueses, y en la reciente invasion de los ingleses capitaneados por el duque de Alencastre; pero sus esperanzas acababan de desaparecer con la vergonzosa retirada de los primeros, y con la derrota del segundo. Érale, pues, preciso huir si habia de librarse del inminente peligro en que se encontraba; y tal vez lo hubiera hecho abandonando de nuevo la capital de sus estados, si las tropas y la armada de Castilla no le hubiesen cerrado el paso un poco despues que recibió aquellas desagradables noticias. Ya no habia por esto otro remedio para él, mas que el de buscar en las espadas y lanzas de sus enemigos una muerte que, aunque cruel, la preferia siempre á la humillacion de comparecer ante el airado rostro de don Juan.

Dispusóse, pues, para la defensa; y segun el odio y la desesperacion de que se encontraba animado, prometia ser aun mas encarnizada y tenaz que lo fuera aquella en que se vió obligado á entregar su espada á uno de sus mayores enemigos.

Por este tiempo Ramiro, convertido hacia algunos meses, gracias á su antiguo amigo del pueblo de las Dueñas, en un verdadero infanzon, presentóse en el campamento de Castilla. En él deslumbró á cuantos le componian con la riqueza y hermosura de su trage; y como la mayor parte creían que era algun señor de los que en aquella época poseían vasallos y castillos, apresuróse á sacarlos de su error. Díjoles bien pronto que todo lo debia á la amistad; y para que esta confesion fuese mas franca, no se olvidó de referirles la espantosa miseria en que habia estado sumido. Empezaron por esto todos los que le trataban á manifestarle un grande afecto; y el mismo Ferrando, que con su hermano se encontraba en el cerco, olvidándose de que por él habla sido vencido en el palenque de Burgos, se declaró por su mayor amigo.

Mientras tanto, Diego Sarmiento procuraba dar el golpe que meditaba con toda seguridad. Aunque no se habia encontrado en el primer cerco, conocia el carácter del conde; y aleccionado por la esperiencia que habia adquirido en otras campañas, guardábase mucho de sacrificar inútilmente la gente que comandaba. Es cierto que entre sus filas se encontraba el valor, pero tambien lo es que la desesperacion se albergaba en el pecho de los partidarios del conde. El medio, pues, que eligió para evitar una derrota y domar el orgullo del bastardo, fué el mismo á que apeló el primer mariscal de Castilla, esto es, un bloqueo en toda forma.

Este sistema era demasiado perjudicial para los intereses de don Alfonso, cuya situacion empeoraba cada dia. Él hubiera querido que los contrarios asaltasen el castillo para ensangrentarse en ellos desde sus torres y almenas; y cuando vió consumida su gente por la espantosa hambre que en lugar de víveres habia entrado en la villa, se decidió á acometer á los sitiadores en su mismo campo. La operacion era demasiado arriesgada; pero como él se propuso morir antes que rendirse, no retrocedió ante los peligros que ofrecia. Para salir de alguna manera con lo que deseaba, eligió una noche de las mas oscuras que durante el cerco habian sobrevenido; y dando con tal rabia sobre los contrarios, sembró por el momento la alarma y confusion en sus filas. Vióse entonces á Ramiro dar las mayores pruebas de serenidad y valor; y auxiliado por la bravura de los dos hijos de Pero Lopez de Ayala, que no quisieron abandonarle ni un instante, restablecer el orden en los tercios y escuadrones, que ya empezaban á ciar.

Sin embargo, como el choque fué tan violento é imprevisto, causó sensibles pérdidas entre los sitiadores; mas despues que estos volvieron de la sorpresa que les habia causado, llevaron en pocos instantes la derrota y esterminio al seno de los cercados. El mismo don Alfonso salió herido en esta sangrienta refriega; y cuando vió que no podia permanecer mas tiempo en el campamento de sus enemigos sin esponerse á caer en su poder, huyó á encerrarse nuevamente en el vetusto alcázar en que se guarecia.

Desde entonces púdose dar por concluida la lucha; al menos todos esperaban que diese oidos á las proposiciones que para entregarse le fueron hechas de parte de Diego Ruiz Sarmiento al amanecer del siguiente dia; pero una noticia que se divulgo al poco tiempo vino á desmentir la opinion general. Empezóse, pues, á decir con cierta reserva por algunos que pasaban por amigos y favorecidos del bastardo, que este personage se encontraba peligrosamente herido desde el combate de la víspera, y que habiendo conferido á su despensero todos sus poderes, no entregaria este el alcázar hasta tanto que Dios dispusiese del conde.

Algunos que conocian bien el carácter de Amós, empezaron á sospechar si traeria alguna diablura entre manos para librar á su amo de los riesgos que corria; pero bien pronto mudaron de modo de pensar, cuando al poco tiempo de esta ocurrencia, las campanas de Gijon anunciaron á sus consternados habitantes que ya no existia su conde.

Corrieron entonces los mas desconfiados al alcázar, y la vista del féretro en que se encontraba el que por tanto tiempo habia alterado el reposo de Castilla, los acabó de desengañar. La alegría entonces fué completa, porque con la muerte del turbulento señor, iban á mitigarse los trabajos que padecian sus oprimidos vasallos. Pero Amós, que tenia á su disposicion la escasa fuerza que guarnecia el castillo, reprimió el gozo de los que se habian adelantado á celebrar aquel acontecimiento. Conminó ademas con severísimas penas á los que hablasen de rendirse; y despues de haber tomado otras disposiciones que daban á entender su propósito de prolongar su resistencia, remitió al gefe de las tropas sitiadoras un espreso concebido en los siguientes términos:

«El conde don Alfonso no existe ya entre nosotros: herido mortalmente en la salida que hizo al frente de esta guarnicion, solo tuvo tiempo para otorgar su testamento y encomendar su alma á Dios. Deja todos sus estados á su augusto hermano el rey de Castilla; ordena que su cuerpo sea sepultado en la capilla mayor de la catedral de Lisboa, y que despues que allá sea conducido en una de sus naves, yo, que soy su despensero y encargado de todas estas disposiciones, os entregue á vos, que mandais las fuerzas sitiadoras, este suntuoso alcázar. Por mi parte todo está dispuesto para que se cumpla la voluntad del que fué mi señor: comunicad vos vuestras órdenes al almirante que manda la armada para que deje salir el bajel que lleva á Lisboa los mortales restos del finado, y al momento mandaré abrir las puertas del castillo para que de él tomeis posesion en nombre de vuestro augusto amo.»

Al leer Diego Ruiz Sarmiento esta comunicacion, solo replicó por medio de otra al que se la dirigia, que no habia necesidad de esperar á que sacasen el cadáver para que entrasen sus tropas en la villa. Pero habiéndole contestado Amós que el conde, al disponer que su cuerpo fuese trasladado á otra parte antes que se posesionasen sus enemigos del alcázar, habia sido para evitar cualquier insulto por parte de la soldadesca, y que ademas era necesario cumplir en un todo sus últimas disposiciones, facilmente accedió á lo que se solicitaba.

En cumplimiento, pues, de las órdenes que para esto comunicó el mariscal, formóse la armada que bloqueaba el puerto en dos filas, y por entre ellas pasó al poco tiempo un bajel, llevando sobre cubierta, para que todos lo viesen, el féretro en que iba el bastardo don Alfonso, último conde de Gijon.

Al mismo tiempo que esto pasaba, formábase el ejército sitiador para trasladarse á la villa, y ocupar de este modo la capital de los estados del conde. Ruiz Sarmiento esperaba por momentos que el testamentario que tanto aparentaba respetar las disposiciones de su amo, mandase abrir las puertas que su obstinacion tenia cerradas; pero se convenció bien pronto de su mala fé y de que habia sido burlado, cuando vió coronadas las almenas del alcázar por sus defensores, como si esperasen ser atacados. Recordó entonces al pérfido judío por medio de un heraldo el cumplimento de lo que habian acordado; pero el haberse negado á contestar categóricamente como él deseaba, acabó de demostrarle la maldad de su corazon. Su respuesta evasiva le hizo montar en cólera, y olvidándose del plan que se habia propuesto seguir en esta campaña, dispuso sus huestes para un asalto general. La indignacion de que estaba poseido se comunicó instantáneamente á sus soldados; y aquellos mismos caballeros é hidalgos infanzones que hasta entonces habian aprobado su plan, eran los primeros en preparar las escalas que habian de arrimar á los muros. El dia iba declinando, y la impaciencia de aquellos guerreros era tan grande, que á pesar de estorbárselo el mariscal, quisieron probar á sus contrarios que no se infringian impunemente los artículos de una capitulacion. Acércanse, pues, á la vetusta fortaleza los mas animosos cubiertos con sus escudos; siguen inmediatamente otros su ejemplo, y en un instante el antiguo alcázar en que por tanto tiempo se guareciera el orgullo y soberbia del bastardo, se vió rodeado de aguerridos soldados que pugnaban por subir á su altura. Nada hay que pueda compararse al valor que en esta ocasion manifestaron las tropas de Castilla; pero tampoco encontramos términos para describir la debilidad conque los contrarios se defendian. La injusta causa que habian abrazado tenia enervados su valor y energía; y el haber pasado al dominio de un hombre tan pérfido como Amós, habia estinguido la última chispa de su entusiasmo. Solo el hebreo bramaba de indignacion y corage; solo él, corriendo de un lado á otro y multiplicándose en todas partes, rechazaba los soldados del mariscal; pero sus esfuerzos eran demasiado escasos para contener la intrepidez de aquel enjambre de valientes que se habian propuesto aposentarse aquella misma tarde en el alcázar. Pero una idea terrible que se le ocurre en lo mas ensangrentado del combate, vino á paralizar por algun tiempo los progresos de los espugnadores: vuela precipitadamente al interior del castillo; arranca de la torre en que se encuentra encerrada á la hija de Joseph Pico, y la coloca en la parte mas atacada de los muros para que en ella se claven los muchos dardos que los sitiadores arrojan. La vista de esta hermosa jóven, semejante al iris que aparece despues de la tempestad, ó á la aurora que risueña aparece para estinguir las tinieblas de una oscura noche, llenó de admiracion á cuantos se encontraban asediando el alcázar. Hubo algunos que quisieron desistir del combate; pero otros, que todo lo anteponian al empeño de aniquilar á sus enemigos, empezaron á decir á grandes voces: adelante, adelante.

En vano Ramiro, cuyo dolor al ver tan espuesta á la amada de su corazon no conoció límites, gritaba con todas las fuerzas que presta el amor y la desesperacion: salvadla, salvadla; porque el ataque, despues de una corta suspension, seguia con el mismo encarnizamiento que habia empezado. Ya los soldados del mariscal estaban á punto de introducirse por un ángulo que parecia el mas desamparado; ya las flechas y dardos que otros arrojaban atravesaban el pecho de los que encerrados seguian defendiéndose, cuando Amós, que tan próximo veía su fin, quiere arrastrar á la eternidad que le espera á la candorosa Abigail. Acércase, pues, á ella; rompe las ligaduras conque á una almena la tenia asegurada, y trata de precipitarla á la profundidad de los fosos. Resístese la jóven á morir por un sentimiento tan natural á la criatura; pero sus débiles fuerzas no alcanzan á librarla de la muerte que la prepara su asesino.

Qué lance tan cruel para el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que atónito presenciaba aquella desigual lucha! Ver ya en la agonía á una muger tan digna de su amor; verla como la sencilla paloma en las garras del milano; verla perecer desgarrada por su fiereza y no poder socorrerla: oh! esto es demasiado cruel, y la pluma se resiste á describir un cuadro tan desconsolador. Pero en el momento mismo en que Abigail iba á ser precipitada, cuando tal vez no faltaba mas que sus blanquísimas manos se desprendiesen de una esquinada y negruzca piedra de la almena, aparece por detrás del pérfido hebreo un generoso jóven armado con una hacha de las que usaban ciertos militares de aquella época, y Ramiro, que sus deseos le hacen penetrar su intencion, vuelve á gritar con mas fuerza que nunca: salvadla, salvadla.

El desconocido guerrero enarbola su mortífera arma, descárgala en segnida con toda su fuerza sobre la cabeza del infame asesino, y un instante despues, el cadáver del despensero, semejante á una roca que se desprende de lo alto de una montaña, vino rodando hasta sepultarse en la profundidad de los fosos que circuían la fortaleza.

Entonces cesó la lucha: los soldados que defendian el alcázar, viéndose sin gefes á quien obedecer, abrieron las puertas á los espugnadores, concluyendo así la rebelion que tantos cuidados diera al augusto señor de Castilla.

No se descuidó Ramiro en buscar á su Abigail; y lo que pasó entre ellos así que se vieron despues de una ausencia tan larga como crítica y azarosa, nuestros lectores nos dispensarán de contárselo.

Faltaba aun una augusta señora á quien libertar del largo cautiverio en que se encontraba. Esta era la desventurada condesa de Gijon, cuyo matrimonio con el conde don Alfonso no fué mas que una larga serie de trabajos. El hijo de Men Rodriguez de Sanabria quiso ir en persona guiado por la hija de Joseph Pico á romper las cadenas que la aprisionaban; y á los pocos dias, cuando la princesa estaba disponiendo su viaje para marchar á vivir en compañía de la reina de Castilla, deseosa de dar á los dos amantes una prueba de su gratitud y amistad, fué madrina en sus bodas, despues de haberlo sido en el bautismo de Abigail.

Solo falta que digamos dos palabras del soldado que libró de una muerte cierta á la hija del tesorero. El odio que profesaba al favorito del conde por el mal trato que de él en diversas ocasiones habia recibido, fué el principal móvil de su buena accion. Sin embargo, Ramiro le buscó, y no contento con haber repartido con él los ducados que aun llevaba en su bolsa de cuero, le nombró su escudero, asociándole así á todas sus empresas.




ArribaAbajoCapítulo XXI

En que se refiere la historia de una muger, y en qué vino á parar toda la ambicion del antiguo maestre de Avis.


Por este tiempo llamaba la atencion de todos los cortesanos de Lisboa una bella estrangera, que se habia aposentado en las inmediaciones de la morada real. El lector deseará conocerla, y nosotros, que, deseamos complacerle, le diremos que es Jimena, aquella denodada muger que en el cerco de la antigua capital de Portugal cogió en sus manos la ensangrentada cabeza de Bermudo, que acababa de ser arrojada por medio de una máquina desde la plaza, y despues de presentársela al rey, desapareció con ella. Pero antes de manifestar las causas que la obligaron á vivir entre los crueles asesinos de su amante, séanos permitido referir su historia brevemente.

Jimena procedia de una noble y antigua familia de la Coruña. En sus primeros años tuvo la desgracia de perder á su madre; y siendo la mayor de cuatro hermanos que tenia, quedó en una edad muy temprana encargada del gobierno interior de la casa. No puede darse en una persona de su sexo mayor talento y prudencia que la suya: era el árbol á cuya sombra se cobijaban sus menores hermanos; y su padre, que se llamaba García, estaba tan satisfecho de su buen porte y gobierno, que resolvió á los pocos años de haber quedado viudo continuar su profesion de navegante, á que desde mucho antes estaba dedicado.

Si Jimena reunía en sí estas cualidades, las mas á propósito para mitigar el dolor que causa la pérdida de una muger que comprende sus domésticas obligaciones, estaba ademas enriquecida con otras que la prodigára naturaleza. Era alta y airosa; blanca como la espuma del mar; su larga cabellera parecíase á una madeja de finísimo oro; sus labios de carmin, á que asomaba de ordinario una ligera sonrisa, asemejábanse á dos tempranas flores que despues del invierno anuncian la primavera; sus ojos, aunque azules, eran espresivos, y reflejaba en ellos la grandeza de una alma estraordinaria; pero lo que sobre todo contribuía á que esta jóven fuese admirada de cuantos la conocian, era cierta magestad con que sabia revestir sus mas insignificantes acciones. Nadie que no la conociese la hubiera reputado por hija de un marino; y cualquiera que ignorase su orígen, facilmente la confundiria con las princesas de su siglo. Ademas de esto Jimena poseía muchas virtudes. Siempre pronta á llevar el consuelo á los que carecían de él, era una madre que amparaba á cuantos menesterosos llegaban á sus puertas. Odiaba la murmuracion y la frivolidad, tan comunes en las personas de su sexo; pero al lado de tan bellas cualidades, nos atrevemos á decir que habia un gran defecto: la hija de García era escesivamente aficionada á viajar. Decia muy á menudo que si hubiera nacido hombre, hubiera seguido la carrera de su padre; y que aun no perdia la esperanza de ver satisfecha en gran parte su natural inclinacion, pues cuando viese criados á sus hermanos, pensaba emprender espediciones lejanas. Esta pasion en ella dominante la hizo cerrar su corazon al amor en unos términos, que rechazó hasta con orgullo las magnificas proposiciones que por poseerla la hicieron muchos jóvenes de su tiempo. Llegó tambien al estremo, arrastrada siempre por ella, de dedicarse á la natacion, y en pocos meses salir tan consumada en el arte, que sus contemporáneos la llamaban la muger pez.

Pero no se crea que la hija de García faltaba de este modo á lo que prescribe el pudor. Las altas horas de una estrellada noche, ó las rocas de una playa desierta, servian para ejercitarse sin ser vista de lascivos ojos en el arte á que era tan aficionada.

Empero Jimena, que hasta entonces se habia mostrado tan esquiva, estaba en vísperas de amar con esceso; y aquel mismo ejercicio que tal vez eligiera para sustraerse de la dominacion que tanto aborrecia, fué la causa que su empedernido corazon se hiciese accesible á los halagos del amor. Ya hemos dicho que la noche y las rocas ocultaban á esta hermosa nereida cuando se arrojaba á un elemento siempre temible; pues ahora réstanos decir lo que le aconteció una tarde que salió á pasearse por una solitaria playa que distaba bastante de la ciudad en que vivia. El mar estaba bonancible; pocas veces los habitantes de la Coruña habian visto la costa menos combatida de sus furores; y la hija de García se deleitaba con tan bello espectáculo, antes de sumergirse segun su costumbre. Dominada, pues, con esta idea, llega á un punto en que cree no ser vista por nadie, se desnuda, y en breve tiempo se precipita en el mar. Pero esta incauta doncella no estaba tan sola como se figuraba. Acechábanla desde unas rocas que habia no muy lejos de aquel sitio dos desconocidos caballeros, á quienes una innoble pasion condujera hasta aquel retirado lugar; y tan pronto como la vieron volver á tierra despues de haberse recreado muy á su sabor en el elemento á que era tan aficionada, corrieron hácia ella para satisfacer sus brutales apetitos. Al principio el temor y la sorpresa hubieron de dar facilmente el triunfo á aquellos perversos; mas despues que Jimena se repuso, empezó con ellos una verdadera lucha. De cuantas armas puede disponer una vigorosa jóven cuando se encuentra en un lance tan crítico, de todas hizo uso aquella nereida gallega; mas por desgracia sus fuerzas no eran iguales á su gran corazon. Ella hubiera sucumbido en tan desigual combate, si á sus gritos no se hubiera presentado un apuesto mancebo, el cual, desnudando su espada, ahuyentó bien presto á los lascivos perseguidores de aquella nueva Susana.

Desde este momento puede decirse que el corazon de Jimena quedó enteramente transformado. Es cierto que esta joven siempre se habia negado á corresponder al amor de muchos caballeros que la habian pedido por esposa; pero tambien lo es que era agradecida, y que solo con su mano podia premiar un favor como el que acababa de recibir. El que la habia librado habia sido uno de sus muchos pretendientes; y si la hija de García se mostraba ahora indiferente con él, á buen seguro que podia decirse que era de peor condicion que las fieras. Jimena, pues, no pudo menos de mirar á su libertador con muy diferentes ojos que hasta allí, y tan pronto como se vió vestida, para lo cual se habia retirado algo el caballero, procuró darle las gracias.

-Os agradezco, generoso Bermudo, le dijo, el gran servicio que acabais de prestarme, y la memoria de merced tan señalada quedará indeleblemente grabada en mi corazon.

-Hermosa Jimena, respondió el enamorado mancebo, tambien en mí será eterna la memoria de este dia, porque salvándoos á vos, he salvado á la criatura mas digna de mi amor...

La hija de García, que entendió perfectamente el significado de estas palabras, procuró no contestar directamente á ellas, y solo se limitó á hablar del inminente riesgo en que acababa de verse.

-Desde ahora, dijo, han concluido para mí los paseos por estas playas solitarias. En ellas se albergan algunos malhechores, y una infeliz muger á quien conceptúan sola y abandonada como yo, debe de precaverse de su maldad.

-Pues groseramente se engañan, respondió de pronto el mancebo: yo estaré á vuestro lado y os defenderé siempre que se atrevan á ofenderos. No os priveis por eso de vuestra pasion por nadar, porque mi espada les hará entender el respeto que se debe á una doncella como vos.

Mientras estas palabras fueron pronunciadas con aquel fuego que solo es capaz de inspirar una violenta pasion, Bermudo presentó su brazo á la graciosa Jimena, y dentro de algunos instantes, embelesados con dulces coloquios, pusiéronse en camino para la poblacion. Á ella llegaron al anochecer; y el libertador de la hija de García, que solo por serlo se conceptuaba digno de su amor, no se separó de ella hasta que obtuvo la formal promesa de que al dia siguiente habia de ser recibido en su casa.

Si la jóven accedió á sus deseos, debe advertirse que fué tan solo para seguir con él unas relaciones que nada tenian de ilícitas: antes al contrario, Jimena esperaba el regreso de su padre para con su bendicion y consejo enlazarse con Bermudo; pero la infeliz que tales miras tenia, no preveía los insuperables obstáculos que se oponian á su completa felicidad.

Por de pronto, el mayor enemigo de su dicha era el padre de su amante, porque deseoso de aumentar en su familia los cuantiosos bienes que ya poseía, habia dispuesto que su hijo se casase con una jóven perteneciente á una de las primeras familias del pais.

Mas no se crea que fué solo este golpe el que la adversidad descargó sobre la hija del marino: al poco tiempo perdió uno tras otro á sus cuatro hermanos.

Víose entonces de cuánto era capaz el espíritu de esta heroina: aunque estraordinariamente afectada por las desgracias que acababa de esperimentar, no se dejó dominar ni un instante por el dolor que desgarraba su corazon. Siempre firme como una roca; permaneció al lado de sus moribundos hermanos; y despues que dejaron de vivir, ella sola dispuso todo lo necesario para que fuesen sepultados.

Ya hacia mas de un año que tales desgracias habia sufrido, cuando se avistó á larga distancia el buque que comandaba García. De esta vez iban á enjugarse todas sus lágrimas; porque aun cuando tenia que comunicar al autor de sus dias nuevas escesivamente tristes, como volvia de un viaje de los que entonces dejaban tanta utilidad, se prometia vencer de este modo la oposicion que encontraba en el padre de su amante.

Pero tambien en esto fué demasiado desgraciada: al poco tiempo ensoberbecióse el mar; crugieron espantosamente los vientos del aquilon; oscurecióse el cielo, y las nubes empezaron entre el estruendo del mil pavorosos truenos, á arrojar torrentes de agua sobre la tierra. La nave que conducia todas las esperanzas y porvenir de Jimena, no pudiendo resistir á un desorden tan completo de la naturaleza, zozobró al cabo; y aquella estraordinaria muger, que sentada al pié de la famosa torre de Hércules habia presenciado tan espantosa catástrofe, estuvo esperando á que la marejada arrojase los fragmentos de la embarcacion que acababa de naufragar.

Esta vez no esperó en vano: á la caida de la tarde de aquel mismo dia, cubrióse la playa con la mayor parte de los efectos que conducia la nave. Veíanse tambien, los cadáveres de los infelices náufragos; y Jimena, que deseaba tributar al de su padre los honores de la sepultura, fué la primera que bajó á reconocerlos. Al fin encontró el de García; y despues de haber guardado un cofrecito lleno de piedras de gran valor que junto á sí tenia, le estuvo, contemplando con una aparente insensibilidad. Pero querrán creer nuestros lectores lo que vamos a decirles? Jimena sufria interiormente lo que es indecible: su corazon encontrábase desgarrado por el dolor mas acervo, aunque en sus ojos no habia una lágrima que atestiguase su estremada sensibilidad. Lejos de parecerse á aquellas mugeres que con sus lamentos pretenden hacer partícipes de sus penas á cuantos las oyen, se esforzaba, aun á riesgo de pasar por cruel é insensible, en ocultar su afliccion.

De este modo sacó el cadáver de su padre de entre la arena; y despues que ordenó que se le diese conveniente sepultura, se retiró á su casa sin tener ya nada que esperar.

Empero Bermudo, que no desesperaba de poseerla, voló á su casa para consolarla en su nueva desgracia; y al verla cubierta de negro luto, y tan triste como la campana de media noche, no pudo contener sus lágrimas.

La huérfana entonces trató de consolarle á él; y apenas emprendió esta tarea, cuando su amante se convenció que era imposible encontrar una muger del temple de su amada.

Habíanse pasado ya algunos meses despues que estos sucesos tuvieron lugar, cuando Bermudo, no pudiendo vencer la ostinacion de su padre, determinó huir con la amada de su corazon. Al principio esta interesante jóven opuso alguna resistencia; mas despues, arrastrada por la amorosa pasion que la dominaba, prometió seguirle hasta los confines de la tierra.

La evasion se verificó de noche: el atrevido mancebo habíase provisto de un buen caballo; y la bella doncella, que no se habia olvidado de sus joyas, montaba una blanca y ligera hacanea.

De este modo entraron en Portugal; y el afortunado amante, que trataba de acreditarse de fiel y valiente en la guerra que entonces empezaba, se presentó inmediatamente á ofrecer sus servicios al rey de Castilla.

Recibióle, este monarca con aquella afabilidad que tanto le distinguia; y despues de haberle confiado puestos muy importantes en su ejército, premióle liberalmente los servicios que de él habia recibido.

Jimena seguia los reales; y era tanto su valor y ardimiento, que muchas veces estuvo á punto de disfrazarse, montar en seguida á caballo, y marchar á compartir con los valientes compañeros de Bermudo los peligros de la guerra.

Cuando, pues, se encontraba mas entusiasmada por la causa que se proponia defender y por el amor que la inspiraba su amante, la maldad de los portugueses encerrados en Lisboa, vino á privarla de la única persona que la amparaba en la tierra.

Desde aquel instante la heroina gallega corrió á avecindarse en la antigua capital que opuso tan gran resistencia á nuestras tropas: redujo sus alhajas á dinero; alquiló una casa en el mejor barrio de la ciudad: amueblóla con gusto y ostentacion; y habiendo tomado un page y una criada para que la sirviese, se vistió con tanta riqueza y elegancia, que se confundia con las grandes señoras de aquella época.

Presto corrió de boca en boca la noticia de su arribo: las cien trompetas de la fama publicaron al instante su hermosura, y los principales señores de Lisboa corrieron presurosos á ofrecer sus inciensos á esta deidad estrangera. Hasta el mismo rey, despues de verse libre de los cuidados que le inspirara la guerra con Castilla, solicitó su amor; empero la huérfana, que siempre habia de aparecer superior en todo á las personas de su sexo, despreció los galanteos del señor, así como en nada habia tenido los de sus vasallos. Qué muger es esta, se preguntaban admirados los lisbonenses, que siendo jóven y hermosa, se complace en tiranizar á todos los corazones, mientras el suyo empedernido no se rinde á ninguno?

Efectivamente, parecia que la hija de García no habia ido á la capital de Portugal mas que para tormento de sus habitantes. Tan hermosa, tan encantadora como era, paseábase por todas aquellas partes en donde tenia seguridad de que habia de ser vista y notada. Por las inmediaciones del regio alcázar, por la ribera del caudaloso Tajo, por las calles y plazas mas concurridas, en una palabra, por donde sabia que habia mas gente, por allí dirigia sus pasos acompañada unas veces de su page, y otras de su criada.

Todo esto aumentaba la curiosidad por sabor quién era, y los incentivos que su sola vista despertaba. El rey no pudo contenerse mas tiempo: escribióla manifestándola en sus cartas el amoroso fuego que ardia en su enamorado pecho, y no obtuvo contestacion que le satisfaciese. Suplicóla nuevamente, por conducto del conde de Barcelos, que correspondiese á su amor, y solo pudo obtener su consentimiento para que con ella tuviese una entrevista reservada.

Sin embargo, mucho era esto para quien se proponia conseguir lo demas por el atractivo de su persona y el brillo del trono que conquistára. El nuevo rey creyó tener la mayor dificultad vencida cuando el conde de Barcelos le notició la resolucion de la estrangera. Presentóse, pues, en su casa favorecido por la oscuridad de la noche, que no tardó en sobrevenir; y con muy corteses y estudiadas palabras, trató de probar el grande amor de que estaba poseido.

Pero la dama, que no estaba dispuesta á corresponder á él, sin faltar al respeto que le debia como á príncipe, hízole notar la inmensa distancia que mediaba entre una viuda que por circunstancias particulares habia buscado un asilo en su corte, y un gran rey á quien obedecian muchos pueblos y vasallos.

Como es de suponer esta respuesta desagradó al monarca; el cual para conseguir lo que deseaba:

-Bella Jimena, replicó, he conquistado un trono y aniquilado á tantos enemigos como á ello se oponian; y será posible que no conquiste un corazon como el tuyo?

-Tal vez, respondió tristemente la estrangera.

-Y por qué tanto rigor, preguntó el gran maestre, con quien tan de veras os ama? Si vuestra intencion era la de desahuciarme de ese modo, por qué me mandais venir á vuestra presencia? no bastaba que me dijeses que me odiabas, sin hacerm e pasar por la humillacion de decirme á mí mismo que tal vez no conquistaré nunca vuestro corazon?...

Entonces la jóven, tomando la actitud de una persona que está muy satisfecha de su poder é importancia, contestó:

-Yo creo que un rey de Portugal no debe ofenderse de que se le hable del modo que yo lo hice; porque es mas fácil para él dar muchas batallas y ganarlas, que conquistar el corazon de una estrangera, que se ha propuesto no concedérselo á nadie que no sea su esposo...

-Yo lo seré vuestro, repuso fementidamente el nuevo rey; yo compartiré con vos el trono de Portugal; y despues que haya venido la dispensa que hasta aquí me ha impedido casarme, os presentaré con ongullo á los cortesanos de Lisboa. Porque vos, Jimena, sois mas digna de reinar conmigo, que todas las princesas que hay en la tierra.

-Solo á ese precio, respondió con dignidad la hija del marino, os concedo mi amor.

-Hermosa Jimena, dijo el príncipe abrasándose en impuro fuego y besando al mismo tiempo una de sus blanquísimas manos, tampoco mi ánimo ha sido otro mas que el de ser vuestro esposo; creías otra cosa en quien tan sinceramente te ama?

-Nada esperaba en contrario, respondió la jóven, de vuestro gran corazon.

-Es decir, repuso el gran maestre, que mi dicha será completa?...

-Mañana á media noche os espero á cenar, dijo entonces la hija de García: procurad venir solo, y que nadie os vea entrar en esta casa, porque os amo ya demasiado para dar lugar á que de vos se hable sin respeto en vuestros estados.

El nuevo rey, despues de prometérselo así y despedirse de ella, salió mas enamorado de su casa que cuando habia entrado. Su alegría no conocia límites: envanecíase de haber conseguido engañar con falsas promesas á la encantadora estrangera que habia cerrado sus oidos á las lisonjas y galanteos de los principales señores de la corte; y cuando llegó á su palacio, lo primero que hizo fué participar toda su dicha al condestable Nuño Álvarez Pereira.

Al fin, despues de un dia que le pareció interminable, llegó el momento tan ansiado por el nuevo rey de Portugal, de salir de su palacio para la casa de su dama. Púsose para esto uno de los mas preciosos trages que tenia. No se olvidó de todas las insignias propias de su elevada gerarquía, ni de ceñirse una espada, cuyo puño estaba guarnecido de brillantes.

La noche estaba oscurísima; mas como el príncipe llevaba una linterna sorda debajo de una gran capa que le cubria, fuéle bastante fácil encontrar la casa adonde se dirigia.

Al entrar en el aposento en que la estrangera estaba, sorprendióle el aire de tristeza de que su rostro se encontraba bañado; pero lo que mas le llamó la atencion, fué el verla vestida de riguroso luto.

-Qué es esto, Jimena? la pregunta, qué significa ese negro trage y esa tristeza que se manifiesta en tu semblante, cuando ayer te dejé tan satisfecha y risueña? Por ventura, has perdido recientemente algun individuo de tu familia, ó?...

-Familia, le interrumpio tristemente la hija del marino, no tengo ninguna.

-Pues entonces?... volvió á preguntar el rey.

-Espero, respondió la dama, á un caballero que viene á cenar conmigo esta noche...

-Oh! Jimena, repuso el príncipe prontamente, eso no puede ser. Habéisme dicho que yo solo cenaré con vos; y no consentiré que otro se siente á la mesa.

-Sin embargo, replicó la estrangera, no podreis estorbarlo.

-Por qué? preguntó el gran maestre algo alterado.

-Os hablo de mi esposo, respondió la hija de García.

-Pues cómo, señora, preguntó el nuevo rey dando dos pasos hácia atrás, vos sois casada?

-Viuda, respondió la jóven sin poder contener una lágrima que rodó por sus megillas.

-Y esperais á vuestro marido, volvió á preguntar el príncipe, que venga á cenar con vos?

-Háme prometido que vendrá, respondió la heroina, y estoy segura que no faltará á su palabra...

-Vamos, tranquilízate, hermosa mia, la dijo entonces don Juan. No creais lo que no puede ser: si vuestro marido ha muerto, no os acordeis de él, pues yo estoy seguro que él no se acuerda ahora de vos.

-Ya está ahí, lo interrumpió la joven; ya oigo su voz que nos llama... Entremos, que ya nos está esperando en el comedor.

El rey, aunque creía que la dama padecia alguna enagenacion mental en aquellos momentos, siguióla con algun recelo á una pieza que estaba contigua, y su temor degeneró bien pronto en una completa turbación. Vió las paredes cubiertas de negros crespones, y una mesa en la cual habia tres cubiertos y otros tantos asientos; pero nada le desconcertó tanto como ver en el borde de la misma mesa y colocada en una fuente, que estaba muy ensangrentada, una humana cabeza. Su cabellera era larga y negra; tenia los labios abiertos y amoratados; sus dientes estremadamente blancos, y sus ojos cubiertos con largas pestañas, carecian ya de hermosura y brillantez.

La heroina conoce que es llegado el momento de descargar el golpe que tanto tiempo meditára; y al observar el desconcierto en que se encontraba la razon del antiguo maestre de Avis:

-Ahí tienes, le dice señalándole con el dedo, ahí tienes á Bermudo, á aquel desventurado embajador del virtuoso rey de Castilla, y á quien tú bárbaramente mandastes decapitar, arrojando como de vil precio su cabeza al campo de sus compañeros. Ahí le tienes, que viene á vengarse de tu estremada crueldad, y á anunciarte que muy presto serás triste despojo de la muerte, descendiendo rápidamente del trono que usurpastes, para precipitarte en el sepulcro... Compara, o rey de Portugal, sus facciones horriblemente contraidas por el frio de la muerte con su antigua gallardía, y vendrás en conocimiento de la inicua obra de tus manos. Prepárate á morir y á recibir el castigo que merece el crimen que perpetrastes; y mientras tu hora no llega, arrepiéntete tambien de haber solicitado el amor de la infeliz esposa de tu víctima...

La estrangera se proponia seguir apostrofando al lascivo príncipe; pero este, cuya imaginacion exhaltada en tan supremo momento le hizo ver no solo la cabeza de Bermudo, sino tambien un horrible espectro que airado le miraba, cayó sin sentido á los pies de la que solicitára por su dama.

Entonces esta estraordinaria muger se acerca á él, y arroja á su frente una porcion de sangre de la que se encontraba junto á la cabeza de Bermudo.

El rey vuelve en sí al poco tiempo; pasea su espantada vista por aquella lúgubre habitacion; llama á Jimena; pídele su auxilio á grandes voces; y como nadie le responde ni vuela á su socorro, cree que se encuentra en la tenebrosa region de los muertos. Hace no obstante un esfuerzo; consigue salir de aquella casa en que entrára con tanta alegría, y despues de bastante tiempo y trabajo, logra llegar á su alcázar.

Sus cortesanos al verle entrar pálido, desencajado y lleno de sangre, creen que está peligrosamente herido. Todos por esto se alarman, y cuando ve que corren hácia él preguntándole quien le ha herido, responde tristemente que Bermudo, el embajador del rey de Castilla.

Desde esta terrible noche pocos momentos logró de sosiego el antiguo maestre de Avis: á cada instante creía ver la ensangrentada cabeza de Bermudo; y herida cada vez mas su imaginacion con la memoria de la lúgubre escena que dejamos trazada, representábasele tambien la irritada sombra del conde de Uren.

De este modo fueron tristes y amargos los dias que ocupó el trono; é ínterin que se acercaba al sepulcro por instantes, la heroina gallega, llevando consigo la cabeza de su idolatrado amante y los dos criados de quienes se habia servido en Lisboa, entró en Castilla para anunciar á su rey que ya quedaba vengado.




ArribaAbajoCapítulo XXII

De un estraño personage que despues de todas estas cosas, apareció en Castilla.


A todos aquellos que menos encono habian mostrado contra las empresas del turbulento conde de Gijon habian encomendado á Dios su alma, cuando empezó á decirse de una manera vaga que se habia aparecido á algunos de sus mas acérrimos partidarios. Esta noticia, trasmitida por los que en otra época fueron sus vasallos, llenó de espanto á las tímidas gentes de Castilla. Decíase por estas, que don Alfonso solo se aparecia de noche ó á la caida de la tarde; añadíase que recorria los pueblos dando tristes alaridos, y exhortando á cuantos habian seguido sus banderas á que se arrepintiesen de su crimen, pues él por no haberlo hecho, estaba condenado á errar de esta manera por una larga serie de siglos. En fin, cada uno aumentaba á medida de su temor y deseo; pero como todos los dias llegaban noticias que confirmaban cuanto se habia dicho de aquel célebre personage, los mas descreidos, ó como si dijéramos los espíritus fuertes de aquel tiempo, temian á cada paso encontrarse con él.

Sus temores no eran en verdad infundados; porque el bastardo, despues de haber recorrido las Asturias, habíase presentado en algunos pueblos de la provincia de Burgos. Su aspecto era el de un miserable á quien los hombres rechazan de sí con dureza: llevaba su rostro sucio y desaliñado, y ademas rasgadas sus vestiduras en unos términos, que apenas podian cubrir las desnudeces de su cuerpo exánime y enflaquecido.

Cuando se atrevia, obligado por el hambre, á salir de los bosques en que habitaba por el dia, los consternados vecinos de los pueblos en que entraba creían que era llegado el momento en que Dios sin piedad iba á juzgarlos. Una tarde, entre otras, entró en el pueblo de Quintanar: encontrábanse entonces sus vecinos entregados unos á las labores propias de su profesion, mientras otros descansaban de las fatigas de un largo y penoso trabajo, á las puertas de sus casas. Viéronle, pues, pasar por una calle, y en cuanto se apercibieron de que era él, al instante se encerraron en sus casas. Y don Alfonso, que solo la necesidad le obligára á dejar su guarida, se quedó tan solo como si estuviese enmedio de un hórrido desierto.

De Quintanar dirigió bien presto sus pasos á lo mas enmarañado de los bosques que le rodean; y habiendo visto á larga distancia una hoguera, fuése acercando á ella, temeroso siempre de que si por allí habia gente, huyese á su aproximacion.

No fueron vanos sus temores: aunque suplicando á unos pastores que estaban sentados al rededor de ella que no le temiesen, puesto que él ningun daño les hacia, echaron á correr en cuanto le conocieron.

Afortunadamente para él, dejaronse unos pedazos de pan y carne que estaban comiendo, y con ellos pudo el orgulloso bastardo satisfacer su estremada necesidad.

A la tarde del siguiente dia, atrevióse á emprender un nuevo viaje. Esta vez no fué el pueblo de Quintanar adonde se dirigió, sino á una ermita situada entonces en la falda de un elevadísimo monte que dominaba á una aldea llamada Bribiestre. Estaba seguro que el mundo á quien tanto habia amado y servido no le queria en su seno, y trataba de buscar en la religion los consuelos que aquel le negaba.

El ermitaño, aunque tan separado del trato y comercio con los hombres, no dejaba de tener algun conocimiento de lo que en el mundo pasaba. Los que atraidos por la fama de sus virtudes llegaban á su estrechísima celda solicitando sus oraciones, manifestábanle de paso las revueltas y guerras que entonces traían agitados los ánimos. Por ellos habia sabido las desgracias de nuestros ejércitos en Portugal, y la defeccion del conde don Alfonso, á quien como todos suponia muerto. Tampoco ignoraba sus recientes apariciones; y como todos los habitantes de aquella tierra, estaba temiendo ser visitado por tan estraño personage.

Dirigióse, pues, este desgraciado príncipe á la ermita: entró en ella al mismo tiempo que el solitario se entretenia en cavar en un huerto que caía á espaldas de su celda; y mientras tanto el conde devoró en breves instantes las escasas provisiones del anacoreta.

Llegó en esto el momento en que el asceta, dejando su trabajo, se restituyó á su celdilla; y al encontrar en ella á un hombre, cuyas señas convenian con las que le habian dado del bastardo, le preguntó lleno de temor:

-Quién sois vos?

-Escuchad, respondió aquel personage, desterrad todo temor, y oidme sin prevencion. Soy el conde don Alfonso.

-Jesus! El conde don Alfonso!... esclamó el solitario poseido de un verdadero pánico.

Y sin esperar otras razones, con una agilidad que no era de esperar en una edad tan avanzada como la suya, echó á correr por entre los árboles y malezas que abundaban por aquella tierra.

El desventurado príncipe estuvo entonces decidido á poner término á una existencia tan desesperada como la suya; mas despues que lo pensó un poco, se decidió por seguir al ermitaño. «Es viejo, se decia á sí mismo, y por mucho que corra, bien podré alcanzarle.

Apenas concibió este pensamiento, cuando empezó á seguir al que tanto le temia.

Aunque al principio el acelerado paso del ermitaño hacia creer que andaria en poco tiempo muchas millas, bien pronto su estremada vejez le obligó, bien á su pesar, á detenerse para tomar aliento y descansar. Esto dió la victoria al que le seguia, el cual, como mas jóven y repuesto ademas con el alimento de los pastores y lo que encontrara en la celda, le alcanzó; y para que el anciano no se le escapase, le sujetó abrazándose á él fuertemente.

Jesus mil veces! decia este. Asístame Dios en este peligro, y líbreme del poder de mis enemigos...

-Escuchad, vuelvo á deciros, decia mientras tanto el conde. Yo no soy del número de vuestros enemigos, ni por aquí vengo á haceros daño...

-Pues qué quereis? le preguntó el viejo algo mas tranquilo.

-Contaros mis cuitas, respondió don Alfonso, y pediros vuestros consejos.

-Está bien todo eso, volvió á decir el asceta; pero vos para qué los necesitais, si los muertos jamás se los han pedido á los vivos?

-Ahí está vuestro error, respondió el bastardo; yo no he muerto, y por lo mismo os los pido.

-Cómo? preguntó admirado el anacoreta y respirando como si le hubiesen aliviado de un peso enorme que llevase sobre sus hombros.

-Lo que oís, padre mio, dijo el desventurado príncipe procurando infundirle confianza. Yo no he muerto, vuelvo á deciros; y para convenceros de esta verdad, oid el orígen de ese error, tan lamentable para mí, en que todos estan.

-Pues soltadme, repuso entonces el solitario, porque yo os doy palabra de serviros en cuanto me mandeis.

Hízolo así don Alfonso, y en seguida habló de esta manera:

-Creo que ya teneis noticia del último cerco que sufrió mi villa de Gijon. Á la verdad estrecháronme tanto los soldados de mi hermano, que fué preciso tratar de abandonarla por no caer en poder de mis enemigos. Este fué mi parecer desde el primer dia, porque no ignoraba que el término de la lucha habia de ser favorable á los sitiadores; pero mi despensero Amós, por cuyos consejos me guiaba, quiso defenderse confiado en ciertas promesas del rey de Portugal, que no pudo, ó no quiso cumplir. Cuando yo, pues, conocí que la rendicion de mi alcázar era inevitable, aprovechándome de la circunstancia de haber caido herido, hice esparcir la noticia de que habia muerto al poco tiempo, y de que en mi testamento ordenaba que me sepultasen en la capilla mayor de la catedral de Lisboa. No hubo uno solo de mis vasallos, á escepcion de Amós, que fué el autor de este ardid, que no creyese mi muerte. El mismo Diego Sarmiento celebró un acontecimiento que le libraba del mayor de sus enemigos; y despues de algunas contestaciones habidas entre él y mi despensero, ordenó al almirante del mar que dejase pasar libremente á mi supuesto cadáver. Yo iba colocado en un ataud en que respiraba con bastante dificultad; mas despues que me encontró en alta mar salí de él, y entramos en Lisboa. Lo primero que hice, fué presentarme al nuevo rey y darte cuenta del triste estado de mis negocios para que tratase de mejorarlos; y aunque me prometió hacerlo así, no llegó á cumplir su palabra. Canséme al fin de esperar en vano; y viendo que se me acababan los recursos para subsistir con la decencia que requeria mi clase, abandoné aquella capital y me vine á España. Á mi entrada en este reino conocí que mi vista causaba espanto y turbacion; traté por lo mismo de desvanecer el temor que infundia, y solo conseguí aumentarlo, porque cuanto mas me acercaba á las gentes, mas huían estas delante de mí. Vos sois el único á quien he podido hablar en tanto tiempo como ha que vago por estas asperezas, y vos debeis de ser el que destruya el error en que con respecto á mí estan la mayor parte de los pueblos de Castilla.

-Está bien, conde don Alfonso, dijo el ermitaño despues de oir esta relacion, yo os prometo hacerlo así, y reconciliaros ademas con vuestro augusto hermano. Mañana mismo partiré para Valladolid, adonde dicen que ha venido el rey: me presentaré á él, y no dudeis que os alcanzaré su perdon. De este modo recuperareis vuestros estados, y volvereis á ser tan feliz y respetado como lo fuísteis antes de vuestra rebeldía. Pero atended á estas palabras que voy á deciros: no penseis mas en la corona de Castilla; porque si su posesion acarrea tan grandes disgustos, á cuántos peligros no espondrá su ambicion?

-Sé muy bien cuanto me decís, replicó el bastardo, pero yo no podré vivir un solo momento sin pensar en el trono que ocupó mi padre...

-Conque es decir que aun pensais en conspirar? preguntó admirado el cenobita.

-Con sola esa idea salí de Portugal, respondió el conde de Gijon.

-Pues entonces, disimulad lo que voy á deciros: yo no me comprometo á impetrar del rey ninguna gracia en favor de quien piensa ofenderle nuevamente.

A estas palabras, que el anacoreta pronunció con toda aquella gravedad á que tanto se presta la ancianidad y la virtud, nada por el pronto respondió el bastardo; mas despues de meditar algun tiempo sobre lo que habia de decir:

-Sea así, dijo; yo respeto los motivos que os obligan á espresaros de ese modo; pero si en vos hay nobleza para no ocultarme lo que os inspira vuestra conciencia, en mí hay orgullo para rechazar toda idea de reconciliacion con el rey. Por lo mismo suspended vuestro viaje; y si por mí quereis dejar vuestro retiro, sea tan solo para convencer á los engañados pueblos de que existo no como espectro ó fantasma, sino como un desgraciado á quien el poder de su hermano despojó de sus heredamientos y lugares.

-Yo no podré decir mas que la verdad, respondió el anacoreta.

-Esta me basta, repuso el conde.

Y fijando sus ojos por última vez en su interlocutor, desapareció por lo mas enmarañado de aquellas asperezas.

Como se deja conocer por lo que antecede, don Alfonso no habia renunciado á sus ensueños de vanidad y grandeza. Parecido á aquellos pecadores que cuanto mas se acercan al sepulcro mas se obstinan en vivir en su incontinencia, preferia el errar por las selvas á humillarse y reconocer los derechos con que don Juan se sentaba en el trono. No le bastaban tan grandes reveses y desengaños para arrepentirse: de todo prescindia; y si alguna vez habia sentido en su corazon el tropel de sus remordimientos, á fuerza de reincidir habiase encallecido su conciencia. Él buscaba á todos aquellos que estaban descontentos del príncipe que entonces ocupaba el trono. Su objeto era ponerse á su frente; reunir las reliquias de todos los partidos en que por tanto tiempo Castilla estuviera dividida; y aparecer nuevamente como una maligna constelacion que amenaza abrasar á la tierra. Su calidad de príncipe, el haberse sentado poco antes en el trono de Castilla un bastardo arrojando de él á un rey legítimo, y sobre todo su turbulento carácter, le animaban para llevar á cabo esta tan descabellada empresa.

Volvió, pues, á recorrer los pinares y asperezas de la sierra de Burgos; introdújose nuevamente en sus pueblos; pero el recibimiento que en ellos encontraba, siempre era igual al que habia tenido anteriormente. Es decir, que sus habitantes, creyéndole muerto en Gijon, le suponian aparecido en espíritu para purgar entre ellos los grandes crímenes que habia perpetrado. Parecia que la infinita misericordia de Dios descargaba sobre él todos estos golpes para que reconociéndose de sus pasados estravíos, implorase el perdon de su hermano; mas como su corazon se habia obstinado en seguir hasta el fin la senda que su ambicion le trazára, todo era inútil para hacerle retroceder al buen camino.

Pero esta vida errante y salvage, necesariamente habia de acabar pronto con él; y al paso que su naturaleza se debilitaba por momentos, su razon se disminuía tambien. A fuerza de tan largas como penosas vigilias, siempre meditando en su pasada grandeza y en los medios de recuperarla, llegó á perder el juicio; y lo que siempre habia mirado con desprecio, esto es, la quiromancia y la astrología judiciaria, fue un objeto muy digno de su veneracion. Deseando saber en dónde encontraria uno de esos adivinos que en aquella época abundaban mas que en la nuestra, preguntó en la aldea do Bribiestre por él; y como en este lugar, gracias al ermitaño, no le tenian ya por fantasma, sino por hombre de carne y hueso, dijéronle que en las inmediaciones del pueblo de Carazo habia una vieja que conocia por las rayas de las manos el porvenir de las gentes. Allá se dirigió; y como las señas que le habian dado eran demasiado seguras, presto encontró á la que buscaba. Esta infernal Sibila no estaba sentada en el trípode como la cumena; pero en cambio encontróla el bastardo arrellanada sobre un hogar en que abundaba mucho mas la ceniza que la lumbre.

-Vengo, la dijo don Alfonso así que entró en su miserable cocina, á que me digais cuál es el porvenir que me depara la fortuna.

-Y puedo saber quién sois? preguntó la vieja.

-Nada, nada; no hay necesidad de eso, respondió el antiguo conde: yo vengo á preguntaros lo que seré mañana, y no á deciros lo que soy.

Esta respuesta desconcertó á la adivina, porque no la esperaba: ella creía que aquel desconocido la referiria los principales acontecimientos de su vida para formar por ellos sus falsas profecías, que es lo que de ordinario acontece con semejante familia; y para salir del compromiso en que se encontraba:

-Pues traed vuestra mano, dijo con bastante serenidad.

-Aquí teneis las dos, respondió el bastardo presentándoselas.

Entonces la vieja empezó á reconocer con mucho detenimiento todas las arrugas y rayas de aquellas manos que en otro tiempo debieron ser hermosas; y despues de haber arqueado estraordinariamente las cejas, y hecho otros gestos no menos ridículos, dijo:

-Puedo aseguraros, señor, que estais en vísperas de ser completamente feliz: los males que os cercan desaparecerán bien pronto, y por medio del fuego os purificareis de todos ellos.

Halagado don Alfonso con este vaticinio, que tan bien cuadraba con sus deseos, salióse inmediatamente de casa de la adivina, y se dirigió nuevamente al pueblo de Bribiestre.

Por su desgracia habíase prendido fuego aquel dia al monte que domina á esta aldea, y creyendo demasiado á la vieja de Carazo, formó al instante el proyecto de arrojarse á las llamas.

«Ella me dijo, se decia á sí mismo, que por medio del fuego me purificaré de todos los males que me rodean... Arde la cúspide del monte, y precisamente cuando acabo de oir estas palabras... Quién dudará, pues, en vista de esta notable coincidencia, que ese fuego se ha encendido para mí?... Sí; yo entraré en él proscrito y cubierto de harapos, y cuando salga seré el señor mas temible que se encuentre en los estados de Castilla...»

Estas palabras, pronunciadas con toda la vehemencia que su desordenada razon le dictaba, le hicieron subir con denuedo á la eminencia en que ardian hacinados una gran multitud de pinos en que abunda toda aquella comarca. No obstante, notábase en el semblante de don Alfonso un no sé qué de terrible y sombrío; y cuando el calor y resplandor de las llamas llegó á darle en el rostro, detúvose algun tiempo como atemorizado ante el suplicio que le esperaba. Animóse mientras tanto al gran sacrificio que su ambicion exigia de él; y despues de haber contemplado aquella horrorosa pira, abre sus brazos y arrójase en aquel océano de fuego, que en pocos momentos le redujo á cenizas.

Pocos tuvieron noticia del trágico fin del conde de Gijon; y aunque ninguno derramó una lágrima que atestiguase su dolor, sintiólo á par de muerte su virtuoso hermano el rey don Juan de Castilla.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Del imprevisto fin del héroe principal de esta verídica historia.


Al concluirse el verano del año de mil trescientos noventa empezáronse á difundir por todas las provincias que componian los dos reinos de Leon y Castilla, los mas siniestros rumores: decíase, pues, con la mayor reserva, que el rey don Juan habia muerto en Alcalá precipitado por un caballo. No faltaba quien asegurase que habia sido envenenado por los grandes en venganza de haberse negado en las cortes de Guadalajara á confirmarles todos los privilegios que los otorgára su augusto padre; y tambien habia quien, llevado de su buen deseo, se esforzaba en probar que al rey ningun mal habia sucedido, fundándose en que á su inmediato sucesor, ni se le habia reconocido ni mucho menos proclamado en ningun pueblo de la monarquía.

A la verdad, este último modo de discurrir estaba conforme con lo que otras veces habia sucedido, y era muy bastante para consolar por el momento á los que mas afligidos se encontraban con las nuevas que corrian; mas por desgracia, los rumores de que hablamos arriba, lejos de estinguirse, continuaban embargando todos los ánimos. Es cierto que nadie se atrevia á asegurar la muerte del rey; pero tambien lo es que el silencio que observaban los que en semejantes casos tienen obligacion de tranquilizar al pueblo, autorizaba la infausta nueva que tenia consternados á los habitantes de Castilla.

Al fin díjose, por quien podia saberlo, que aunque don Juan no habla muerto, estaba peligrosamente enfermo en las inmediaciones de Alcalá.

Esta segunda noticia fué para algunos la confirmacion de la primera, mientras que para otros sirvió de alivio, por la esperanza que tenian de ver repuesto al monarca de la enfermedad de que le suponian agravado.

Si tan grande interés inspiraba á los vasallos la vida de su augusto señor, era mucho mayor el que manifestaban los príncipes y la reina doña Beatriz. Esta ilustre señora, que se encontraba en Talavera, adonde era ida despues de haber pasado el verano en Segovia, emprendió, ansiosa de aclarar la verdad, el camino para Alcalá.

Era ya imposible ocultar por mas tiempo cuanto habia en el caso; y conociéndolo así el arzobispo don Pedro, salió á recibir á la reina hasta cerca de Torrejon, con ánimo de manifestarla cuanto habla sucedido. La entrevista entre estos dos personages tuvo lugar no muy lejos del pueblo que acabamos de nombrar. Don Pedro Tenorio, en cuanto avistó á la regia comitiva, echó inmediatamente pié á tierra. Otro tanto hicieron los que le acompañaban; y adelantándose el prelado, él por sí mismo detuvo las riendas del caballo que montaba doña Beatriz.

-Señora, dijo al mismo tiempo á esta princesa, tengo que hablar á V. A., y la calidad de las noticias que tengo que poner en su conocimiento exige que lo haga sin testigos.

-El rey, arzobispo, en dónde está? preguntó la hija de doña Leonor sin poder contenerse.

-El rey... venid, señora, que yo os daré noticias de él, repuso el prelado prontamente.

Entonces hizo la princesa una señal, y acercándose uno de sus escuderos la ayudó á bajar del caballo. Don Pedro se retiró un poco con ella del sitio en que estaba la comitiva, y en seguida la dijo:

-En las grandes adversidades, señora, es cuando deben los príncipes mostrar aquella grandeza de alma que heredaron de sus ilustres progenitores. De otro modo, qué les aprovecha el trono y la magestad que les rodea, si han de manifestar esa debilidad tan propia de las almas comunes? El dolor no debe de tener entrada en el corazon de los reyes; y si por desgracia llegase á aposentarse en él, deben de esforzarse á espeler un huésped que tan mal cuadra con la altísima dignidad conque estan revestidos. Vos, señora, debeis darnos hoy mismo una prueba de que sois digna de que se os tenga por superior á todas las personas de vuestro sexo, y de que aun en el nuestro no encuentra vuestro valor muchas copias...

El prelado iba á continuar en su arenga sin saber cómo habla de comunicar á la reina la noticia que á él, por mas que se esforzaba en ponderar el valor y serenidad que deben de mostrar los príncipes, tanto le preocupaba y afligia; pero aquella princesa que no aprobaba en este punto sus doctrinas, y que ademas deseaba saber toda su desgracia:

-Padre mio, dijo, qué es lo que quereis significarme con esas palabras? Por ventura ha muerto el rey? Si es así, decídmelo cuanto antes: no me omitais ninguna circunstancia de las que hayan contribuido á privarme de un esposo tan digno de mi cariño.

Don Pedro creyó llegado el momento de comunicar á la ilustre princesa la infausta nueva que iba á desgarrar de dolor sus entrañas; y despues de haberla dirigido algunas palabras exhortándola á la conformidad con las disposiciones del cielo:

-Señora, la dijo, el rey don Juan ha sido Dios servido de llevarle para sí...

Al oir estas tristes palabras la hija de los reyes de Portugal, lanzó un grito y cayó desmayada en los brazos del ilustre prelado. Acudieron entonces los cortesanos que desde una corta distancia presenciaron su deliquio; y habiéndose recobrado un poco despues, y oido algunas otras palabras, que para consolarla la dirigió nuevamente el arzobispo, entró en una litera que para este caso allí estaba preparada, y en seguida echaron á andar hácia Alcalá.

La comitiva caminaba triste y silenciosa: notábase en el rostro de cuantos la componian el profundo dolor de que estaban poseidos; y así que llegaron á una gran tienda de campaña, poco distante de la villa, detuvóse el arzobispo, que caminaba delante, y despues de haberse apeado, fué á recibir á la augusta viuda, que en aquel momento se bajaba de la litera.

Doña Beatriz no pudo entonces contener los ímpetus de su amor: entró precipitadamente en la tienda, y habiendo derramado su vista en derredor de sí, presto se encontró con el féretro en que yacía el augusto señor de Castilla. Arrojóse dando lastimeros ayes sobre aquel frio cadáver, y la acerbidad de sus penas, aumentó las que padecian cuantos estaban presentes.

Luego que el llanto reemplazó á los multiplicados sollozos de aquellos fieles señores y vasallos, habiendo conseguido antes que la augusta viuda se separase del féretro y tomase asiento como convenia á su dignidad, el arzobispo don Pedro habló á todos de esta manera:

«Bien sabeis, ilustres señores, lo que aconteció el dia nueve del actual mes, en que el rey fué por nuestra desgracia arrojado á bastante distancia de su caballo. Pero lo que sin duda ignorais fueron los motivos que yo tuve para ocultaros la triste noticia de su muerte, y no manifestárosla hasta este mismo momento en presencia de esta desconsolada princesa, que hoy viene á compartir con nosotros su amargura y dolor. Hallábase el rey con salud y en edad vigorosa; acababa de restituir la paz á sus pueblos, concluyendo un tratado de paz con los ingleses, y ajustando unas treguas con los portugueses que debian durar seis años; habia dictado en las cortes de Guadalajara las providencias mas á propósito para hacer la felicidad de sus reinos; y últimamente dirigíase á las provincias del mediodia para hacer revivir en ellas la paz y la justicia, cuando el Omnipotente, en cuya presencia son nada todas las potestades de la tierra, puso fin de un modo tan imprevisto á un reinado que ofrecia ser próspero y duradero. Ahora bien, qué sería de Castilla, de esta herencia desgraciada que acaba de perder á su augusto señor, si yo no hubiese tenido la prudencia de ocultar tan lamentable pérdida hasta asegurarme de la lealtad de las tropas que guarnecen nuestros alcázares? Yo estoy seguro, señores, que las parcialidades mal reprimidas de los grandes, en cuanto se apercibiesen que ya no estaba la virtud en el trono se apresurarian á declararnos la guerra atrincherados en sus almenas y elevados castillos: tambien lo estoy de que el portugués, aprovechándose de nuestras discordias, invadiria nuestras provincias, y señalaria con sangrienta huella su paso por todas ellas. Y entonces, señores, quién sería capaz de oponerse á la ambicion de los grandes, á los escesos de los pecheros y á las conquistas de los estraños? Por ventura recurririamos al príncipe don Enrique, cuya temprana edad aun necesita de todos nuestros cuidados? apelariamos sino á esta ilustre princesa, cuando está amargamente llorando su viudez y horfandad? Y si nuestros males eran tan grandes que los príncipes no podian remediarlos, á quién nos volveriamos para que nos consolase en tan gran cuita? Yo creo que á solo Dios, porque los hombres carecerian de fuerza y voluntad para hacerlo. Por lo mismo, yo que preveí el aluvion de desdichas de que estábamos amenazados, oculté la muerte del rey, y mandé en su nombre cuanto creí oportuno para disipar la deshecha tormenta que iba á estallar sobre nuestra hermosa patria. Todo lo preveí y ordené con acierto para salvar la herencia desgraciada de don Juan, y trasmitírsela incólume á su inmediato sucesor, á quien hoy mismo proclaman en Madrid por rey de Leon y Castilla. De este modo volverá á estar la virtud en el trono, y mientras nos dedicamos á servir al nuevo rey, imitemos las virtudes del que de una manera tan impensada acaba de bajar al sepulcro. Acordémonos sobre todo del modo que tenia de vengarse de sus enemigos, el cual, como es notorio, consistia en perdonarles todas sus ofensas. Aun hay entre vosotros quien puede por sí mismo atestiguar esta verdad; y si el desventurado conde de Gijon no hubiera perecido, tambien él nos podria esplicar en qué consistia la venganza del rey de Castilla.»

En medio del dolor que embargaba el ánimo de los circunstantes pronunció el arzobispo el precedente discurso, y llegó á preocuparlos en unos términos la honda pena que desgarraba su corazon, que no se cuidaron de informarse de las circunstancias que acarrearon la muerte del príncipe, cuya pérdida lamentaban.

Nosotros respetamos esta omision, hija de su acendrada lealtad hácia un monarca tan digno de ser amado; pero el lector, que ha tenido la bondad de seguirnos hasta aquí, encontrará en la historia del próximo reinado de don Enrique, que nos proponemos escribir mediante el auxilio de Dios, los pormenores de tan gran desgracia.




 
 
Fin del libro segundo
 
 



ArribaAbajoLibro III


ArribaAbajoCapítulo I

De la conversacion y combate que tuvo lugar en la venta de la Estrella.


A una gran nevada que cayó á fines del año de mil trescientos noventa, sucedió un claro y hermoso dia de los pocos que suelen verse durante el invierno en la áspera y fria sierra de Burgos.

Con semejante motivo, una gran parte de los habitantes de aquellas asperezas dirigíanse por diversas sendas á una feria que entonces se celebraba en el pueblo de Salas de los Infantes.

Como es de suponer, cuantas ventas se encontraban al paso, veíanse llenas de marchantes que iban á proveerse de lo que mas necesitaban para el gobierno de sus casas. Solo en la venta de la Estrella, situada en los altos de Bribiestre, era en donde no hacia alto ninguno de los que se dirigian á Salas, circunstancia que, unida á lo agrio y desapacible del sitio, tenia de muy mal talante al ventero, que en union de su cara mitad allí moraba. Al fin este dia pudo consolarse, porque cuando ya á nadie esperaba apeáronse á la puerta de la venta dos hidalgos del pequeño pueblo de Castrillo de la Reina, que regresaban á sus hogares despues de haber estado detenidos bastante tiempo en Almazan por la nieve que habia caido.

El ventero, que tan honrados huéspedes vió entrar en su casa, corrió á ofrecerles cuanto en ella tenia; y aunque traían un robusto espolista, que se las podia apostar á la mula mas andadora, quiso ayudar á este á meter las cabalgaduras en la cuadra.

Pero como la atencion principal se la llevaba el cuidado de los caballeros, en cuyo obsequio, digámoslo así, habia atendido antes que á nada á las caballerías, presto voló á su presencia.

-Vengo, les dijo, á recibir vuestras órdenes: mandadme cuanto gusteis, que al instante sereis obedecidos.

-Sepamos antes, contestó uno de ellos, qué es lo que teneis que darnos á comer.

-En este momento, respondió el dueño de la venta, no hay mas que pan y vino.

-Eso no es bastante, replicó el mismo huésped, para quien trae hoy andadas mas de ocho leguas pisando siempre nieve, y sin haber catado cosa caliente en todo el dia. Pardiez que teneis vuestra venta bien provista! Parecéme que lo mejor, añadió dirigiéndose á su compañero, será que montemos otra vez, porque para pan y vino no necesitamos detenernos aquí.

-Y el vino, para completar la fiesta, preguntó aquel á quien las últimas palabras fueron dirigidas, será de la ribera de Aranda, eh?

-No señor, no, contestó el ventero prontamente que temia perder la ganancia con que muy anticipadamente habia contado, es de lo mejor que se coje en Aragon. Vamos, quédense sus mercedes, que yo les prometo en poco tiempo ponerles una comida que ni el rey la tendrá hoy como ella.

-Y qué pensais darnos? volvió á preguntar el hidalgo que al parecer no estaba por el vino de la ribera de Aranda.

-Todo lo que hay, que no es poco, respondió nuevamente el dueño de la venta.

-Qué diablos, replicó el mismo huésped, vos os burlais! Pues no acabais de decir que no teneis mas que darnos que pan y vino?

-Eso sí es verdad, respondió el ventero; pero añadí que en este momento.

-Dice bien, repuso el otro hidalgo; yo recuerdo esas palabras; y con tal que nuestro patron cumpla la última que acaba de darnos, bien podemos detenernos hasta la hora de nona; porque al fin y al cabo, hemos madrugado mucho, los caballos han andado bastantes leguas en poco tiempo, y lo que es mas que todo, el mozo debe de encontrarse rendido. Despues que hayamos descansado, estoy seguro que sin apretar mucho nos sobrará dia para llegar á la Aldea.

-Sea así, contestó á estas razones su compañero.

-Señores hidalgos, dijo entonces el dueño de la venta con la mayor alegría, hay pollos y un carnero muy gordo: elijan sus mercedes lo que mejor les cuadre, y su gusto será una sentencia de muerte para los animales que se crian en el corral de mi casa.

-Yo al carnero me atengo, respondió uno de los huéspedes.

-Pues yo, dijo el otro, soy del mismo parecer; pero cuidado, añadió dirigiéndose al patron, que yo ya sé lo que pasa en estas casas; y si el diablo os tienta á darnos oveja por el cornudo animal de que nos hablais, puede ser que os quitemos la cabeza.

-No señor, no, contestó el ventero sonriéndose; esté su merced seguro, que no comerá mas que carnero.

Despues de concluido este diálogo, marchó el patron á degollar una de las reses que conservaba para aquellas ocasiones en que su venta se veía mas favorecida, y mientras tanto los huéspedes pusiéronse á hablar de los asuntos que habian motivado su viaje. Pero al poco tiempo se vieron obligados á interrumpir su conversacion por la llegada de un infanzon á quien acompañaba su correspondiente escudero.

El lector ya conoce á este nuevo personage, pues es aquel Ramiro que tan buenos servicios prestó en el último cerco de Gijon; y debe de suponer, que cuando en aquellas circunstancias se alejaba tanto del sitio en que se encontraba la corte, algun negocio de la mayor importancia le obligaba á hacerlo.

Reservado como lo habia sido siempre que se trataba de cumplir con alguna mision de las muchas que durante su vida le confiáran personas muy elevadas, solo se propuso en cuanto vió á los hidalgos, hablar de objetos indiferentes; pero esta vez le salió errado su cálculo, porque los huéspedes, que habian estado mucho tiempo en uno de los pueblos mas apartados de Castilla, deseaban saber lo que pasaba en una época en la que todos pronosticaban muy grandes é inmediatas revueltas.

-Señor infanzon, le dijo por esto uno de los hidalgos, á lo que parece su merced viene ahora de la ciudad de Burgos, ó de algun otro pueblo de su comarca; y en verdad que si es así, trabajo le habrá costado el haber andado las doce leguas que desde aquí echan á aquella ciudad.

-Sí por cierto, amigo, repuso Ramiro, son doce leguas mortales; y lo que es peor, no se puede dar un paso sin esponerse uno á perecer.

-Ya se ve, como ha caido tanta nieve, dijo el otro hidalgo de Castrillo, nada tiene de particular.

-Lo peor será cuando se derrita, añadió su compañero, porque entonces saldrán los rios de madre, y muchos pueblos se encontrarán enteramente incomunicados.

Oh! si eso sucediese, reptiso el otro hidalgo, cuando las parcialidades de los grandes empezasen á hacerse la guerra! entonces veríamonos libres de su encono; y como no tendrian medios para subsistir, fácilmente se concluiria la matanza, robos y demas escesos de que estamos amenazados.

-Sí, es verdad todo eso, replicó el otro; pero como las avenidas de los rios no podian durar tanto como su ambicion, volveríamos á ser el juguete de sus caprichos.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria á todo esto callaba: conocia que aquellos dos hidalgos no pertenecian á ninguno de los dos partidos que entonces se disputaban el mando, cosa que á la verdad no le desagradaba, porque él solo era partidario del rey; si supiese que ellos lo eran tambien, ya no tendria tanto motivo para mostrarse con ellos tan reservado.

-Si la nieve, dijo para esplorar el ánimo de sus interlocutores, sirviese para ahogar en su orígen las maquinaciones de aquellos que pretenden anular el testamento que el último rey hizo al frente de la plaza de Cillorico, desde ahora daba por bien empleados los trabajos y privaciones que me ocasionó la última nevada. Pero mucho me temo que ni la nieve ni el agua sean capaces de contener las desordenadas pasiones de algunos grandes, que aprovechándose de la corta edad del nuevo rey, pretenden aumentar sus estados á espensas de la corona. Pasma su avaricia, admira el modo como solicitan el aumento de sus cuantiosas rentas, y el número de sus vasallos. Unos quieren ser condestables, otros tutores del hijo del malogrado don Juan, aquellos piden sin rebozo ser incluidos en el número de los regentes y gobernadores del reino, estos gritan y amenazan si no les señalan sendos ducados de renta al año; y por último, todos se conceptuan con derecho á arrancar uno por uno los ricos florones de la corona de Castilla. Sus espadas estan por la mayor parte vírgenes: todavía ninguno ha teñido la suya en agarena sangre; y si por casualidad la ha desenvainado, ha sido tan solo para defender sus mezquinos intereses. Y mientras tanto, cuál es el estado en que se encuentran nuestros comunes enemigos, esos hombres que vomitó el desierto para desolacion y ruina de nuestra hermosa patria? Ah! Ellos á la sombra de nuestras discordias prosperan, ellos se afirman en un país que solo pisan para nuestra ignominia; é ínterin que los mas orgullosos señores de nuestra época se preparan para mutuamente destruirse, acuchillan sin piedad los escuadrones que en mal hora condujo á las fronteras de Granada el desventurado maestre de Alcántara don Martin Yañez de la Barbuda.

Al concluir Ramiro de pronunciar estas palabras, fijó en sus interlocutores los ojos: vió la alegría retratada en su semblante; y desde este momento conoció que aquellos hidalgos eran acérrimos partidarios del rey. Ellos por su parte no dejaron tampoco de manifestar con palabras parecidas á las del infanzon, sus simpatías por el augusto menor, y despues de suplicarle que les acompañase á comer, se sentaron en cuanto él lo hubo hecho á una mesa de pino toscamente labrada, pero cubierta con un mantel muy limpio. Entonces uno de los hidalgos, que ya mucho se le habla aficionado, y que por lo mismo gustaba de su conversacion, le dijo nuevamente.

-Nosotros ignoramos la mayor parte de cuanto ocurre en Castilla; venimos de uno de sus pueblos mas apartados, nos dirigimos ahora al de la Aldea del Pinar, adonde vamos á recoger la herencia que nos ha dejado un tio que murió hace muy pocos dias, y luego tenemos por precision que pasar á la ciudad de Burgos. Vos, señor infanzon, podreis decirnos si podremos hacer este viaje sin riesgo de que suframos algun menoscabo en nuestras personas y haciendas; porque hablando francamente, nunca hemos sido gente de guerra, y no quisieramos por lo tanto encontrarnos en parage en que la hubiese.

-No encuentro inconveniente en que allá vayan sus mercedes, respondió el hijo de Men Rodriguez de Sanabria. En Burgos todo está tranquilo; y la única novedad que algun tanto ha traido alterados los ánimos en estos dias, ha sido la muerte que el pueblo indignado hizo dar á una vieja que en el pueblo de Carazo pasaba por una célebre adivina.

-Cómo es eso? preguntaron casi á un mismo tiempo los dos hidalgos de Castrillo.

-Sí, respondió el infanzon, pagó en un solo dia todas sus supercherías y enredos. Mas como será necesario, segun veo por la curiosidad que me manifestais, que yo os refiera su trágico fin, permitidme antes que os dé cuenta de las razones que tuvo el justicia mayor para acceder á los deseos de muchos que pedian su muerte.

-Con que hubo todo eso? volvieron á preguntar aquellos hombres que cada vez se iban aficionando mas á la conversacion.

-Sí, hubo, respondió Ramiro de Sanabria; oidme: no le valieron al desgraciado don Martin Yañez de la Barbuda, que antes os he nombrado, sus grandes riquezas, su inmenso poderío é influencia para ser supersticioso. No se le puede negar que poseyó un corazon en el cual jamás pavor tuvo entrada, y una alma dotada de toda aquella actividad y energía que tan necesarias son en la guerra; pero al lado de tan escelentes cualidades, habia el gran vicio de que antes os hice mencion. Púsosele en la cabeza que él solo habia nacido para aniquilar á los musulmanes que aun tienen esclavizada una buena parte de nuestra España: tachaba de inoportunas, y muchas veces de traidoras, aquellas disposiciones que por no poder mas tendian á ajustar algunas treguas con nuestros crueles enemigos; pronosticaba á sus caballeros casi siempre triunfos muy señalados; y por último, aseguraba con mucha seriedad, que por revelacion sabia la inmarcesible gloria que estaba reservada á sus armas. Pero no fué él solo el autor de este dislate: tambien en él tuvo parte esa maldita vieja que tenia engañados á los vecinos de Carazo y á otros pueblos de la comarca. El maestre creía cuanto de ella aseguraban gentes ignorantes y sencillas; y si se le queria ver irritado no habia mas que contradecirle en este punto. Todavía me acuerdo de una disputa que tuvo con el obispo de Burgos sobre la supuesta virtud de la adivina. Defendia este prelado que á muy pocas personas revelaba Dios lo que está por venir, y que eran de una virtud tan estraordinaria aquellas á quienes favorecia de este modo, que su sola vida era el mejor garante del cumplimiento de los sucesos que vaticinaban. De aquí deducia que la muger de Carazo era una impostora de las muchas que abundan en el mundo; porque ademas de los muchos vicios que la dominaban, recurria al exámen y combinacion de las rayas de las manos para vaticinar á cada uno su suerte futura. El maestre de Alcántara alegaba en favor de su Sibila, el que se habian verificado todos sus pronósticos, sin que se pudiese mencionar uno tan solo que saliese equivocado. Fuése por esto acalorando la disputa; y cuando el obispo dijo que de buena gana hubiera ya mandado prender á la vieja sino se lo hubieran estorvado sus muchos negocios, montó en cólera el maestre, y sin respeto á la altísima dignidad del prelado, díjole que á él era á quién se debia castigar ejemplarmente, para que en lo sucesivo respetase á una muger á quien Dios tan visiblemente favorecia. No contento con esto hizo un nuevo viaje a Carazo; y esta vez la adivina hablóle tan á su gusto, que en cuanto regresó á Burgos no pensó mas que en reunir sus caballeros y en marchar al combate. Estos intrépidos guerreros no obedecian mas que á la voz del deber y no se cuidaban de las imposturas de la supuesta Sibila; pero don Martin Yañez de la Barbuda, que á todos queria comunicar los errores de su corazon, reunió hasta cinco mil peones de toda broza, gente allegadiza é indisciplinada, que mas prestaban para roturar eriales que para la guerra, y con ellos marchó á las fronteras de Granada. Al llegar retó á aquel rey por medio de sus embajadores á que hiciese campo con él, y en el caso en que el reto no se aceptase, les previno que propusiesen al moro que entrasen en la liza, veinte, treinta ó cien cristianos con tal de que el número de los contrarios fuese doblado. Mas prudentes los moros que quien así los incomodaba, no hicieron ningun caso de la embajada mas que para maltratar de diversos modos á los embajadores, Semejante proceder indignó sobremanera á don Martin; y confiando demasiado en las palabras de la vieja y en la justicia de la causa que defendia, se dispuso á romper por las tierras de los infieles. Todavía no faltó quien en tan críticos dias tratase de disuadirle de tan temeraria empresa. El rey mismo, á pesar de ser tan niño y estar en poder de tutores, trató de apartarle de su mal propósito; y los hermanos Alonso y Diego Fernandez de Córdova, saliéndole al camino, y confiando en su autoridad y palabras, le dieron las siguientes con igual objeto: «Adónde vais, maestre, á despeñaros? Por qué llevais esta gente al matadero? Vuestros pecados os ciegan y os acarrean vuestra perdicion. Si despreciais tanto vuestra vida, por qué no os condoleis de estos pobrecillos á quienes guiais al matadero? Volved por Dios en vos mismo, desistid de vuestro intento, y refrenad los ímpetus de vuestro ardoroso corazon. Atended á los consejos que os damos los que interesados estamos en vuestra suerte y en la de nuestra patria; y antes que llegue el daño, de que os vemos amenazado, volved de vuestro mal camino, y esperad mejores dias.» Ningun caso hizo don Martin de semejantes razones: habíase infatuado hasta el punto de creer que estos consejos eran obra de la envidia; y dando la orden de atacar inmediatamente á los musulmanes, se puso con sus indisciplinadas tropas sobre la torre de Ejéa situada en la misma frontera. Pero, ¡ay! y cuán pronto conoció, aunque demasiado tarde, su funesto error. El rey moro se presentó repentinamente con un ejército de cinco mil de á caballo y ciento veinte mil de á pie; y despues de separar á los peones de los caballeros, empezó en todos ellos una horrible carnicería. Los primeros fácilmente fueron vencidos por ser como antes os he dicho gente de toda broza, y que no prestaba para la guerra; pero los segundos, arremolinados en una pieza á pesar del número escesivo de sus contrarios, cayeron como buenos demostrando al morir que eran dignos de contarse entre los primeros héroes de la tierra. Pero si esto puede decirse de la ínclita milicia de Alcántara, sacrificada tan inútilmente en aquel desgraciado dia, qué voces habrá bastantes para describir el valor con que se batió el gran maestre? Efectivamente, no es fácil encontrar arrojo que se parezca al suyo, serenidad que se le iguale, y generosidad en dejarse acuchillar antes de entregar su espada al enjambre de enemigos que le cercaban. Al fin sucumbió pero fué despues de haber probado á la morisca la diferencia que hay entre un caballero cristiano y un sectario de Mahoma. Su cuerpo es cierto que quedó cubierto de horrorosas heridas sobre aquel campo enrojecido con su sangre; pero tambien lo es que por ellas salió su alma á ceñirse los inmarcesibles laureles destinados en la eternidad para los héroes cristianos. Luego que por los pueblos de Castilla se esparció la voz de tan gran desastre, todos culparon la temeridad de don Martin Yañez de la Barbuda, y la maldad de la falsa Sibila que con sus supercherías la habia ocasionado. Las madres lloraban á sus hijos, las esposas á sus maridos; y como el gran maestre, á quien acababan de dar en Alcántara honorifica sepultura, ya no podia responder, acordaron de vengarse en la que tan funesta espedicion habia aconsejado. Volaron, pues, á Carazo, apoderáronse de la adivina y maniatada para que no se les escapase, la sepultaron en uno de los mas lóbregos calabozos del castillo de Burgos. Pronto se le sustanció la causa: los jueces no encontraban en ella los crímenes de que la acusaba la multitud: únicamente aparecía como una de esas impostoras que viven seduciendo á los incautos; pero el justicia mayor, cediendo al torrente que pedia su muerte, la condenó á ser quemada viva. El espectáculo que en el dia de la ejecucion presentaba la plaza de Burgos, era en demasía aterrador para que deje de describirlo. Figuraos un gran tablado al cual se subia por unas veinte gradas, y enmedio un madero espetado de mas de cinco pies de altura; añadid á esto los combustibles que en gran cantidad hacinados debajo habia; los verdugos que esperaban la llegada del fatal momento para ejercer su funesto encargo, y las gentes que, mas bien atraidas por la novedad, que por la compasion, llenaban la plaza, y os habreis formado una idea algo imperfecta del imponente cuadro que en semejante dia presenció el vecindario de Burgos. Pero si estos preparativos eran por sí solos capaces de imponer al corazon mas esforzado, cuál sería el efecto que causaba en todos aquellos que abrigaban en su pecho sentimientos de compasion, al ver á la desdichada adivina caminar al suplicio? Por mas que se diga, nunca los escesos de un criminal son tan grandes como la compasion que inspira, cuando se ve en el tremendo caso de satisfacer por todos ellos entre los tormentos de un afrentoso patíbulo. Y de ser esto así, dieron una prueba cuantos asistieron á la ejecucion de la desventurada anciana de Carazo: ni uno solo de cuantos allí se encontraban dejó de lamentarse por su triste fin; y cuando la vieron subir los escalones del cadalso todos sin distincion la compadecieron. Al poco tiempo un grito general de dolor anunció la muerte de la adivina; porque el fuego que el verdugo, despues de haberla atado al palo, acababa de prender á los combustibles, subia ya á una inconmensurable altura. Presto dejó de existir aquella desdichada: sus lamentos confundiéronse en vano con los de la multitud; y sus cenizas, como si fuesen indignas de reposar al lado de las de los demas mortales, fueron llevadas por el viento á una distancia larga. Este fin tuvo la que con sus embustes y enredos contribuyó á la última de nuestras derrotas; y si bien es cierto que los males que nos acarreó con ella son muy dignos de llorarse, tambien lo es, que habiendo pagado su merecido, dejó ya de ser para nosotros un objeto de aversion.

Las últimas palabras de Ramiro fueron tambien escuchadas por un caballero que acababa de apearse á la puerta de la venta; el cual, á pesar de ser uno de los principales criados del duque de Benavente, carecia de la educacion y finas maneras que tan bien dicen en las personas de su clase. Pero si estaba destituido de estas cualidades que tanto ennoblecen al que las posee, en cambio imponia respeto con su aspecto feroz y su modo de hablar brusco y grosero. Era ademas determinado: contábanse de él mil fechorías; y el hijo de Rodriguez de Sanabria, que le conocia, comprendió al instante que algun encargo, contrario á los intereses que él defendia, le conducia por aquellas asperezas.

-Grandemente, dijo al entrar, habeis ponderado á estos hidalgos la quema de esa pobre muger de Carazo! Yo supongo, señor infanzon, que acabais de contar una historia; y como al hacerlo habreis omitido de intento muchas verdades, me permitireis que yo refiera otra.

-Y la vuestra, le preguntó Ramiro reprimiendo su ira cuanto pudo, será mas verídica?

-Oh! de eso no dudeis, respondió el criado del duque con una sonrisa demasiado insultante, porque yo jamás he mentido.

-Es decir que yo?...

-Sí, vos mentís, le interrumpió prontamente el recien llegado.

-Vive Dios! repuso el hijo de Men Rodriguez rompiendo los diques que contenian su furor, que mi espada tomará venganza de la ofensa que acabais de hacerme.

-Guardad vuestras iras para mejor ocasion, repuso con calma infernal el deslenguado interlocutor; echad una rápida ojeada sobre vuestra vida, y os convencereis, sino lo estais, de que sois un traidor y un despreciable perjuro. Qué se hizo sino de aquel juramento que de fidelidad prestásteis al rey don Pedro y á sus hijos? En dónde está aquella palabra que dísteis á vuestro padre de que haríais guerra sin tregua ni descanso á la dinastía de los Trastamaras? Y finalmente, vuestras promesas á la duquesa de Alencastre y al desventurado conde de Gijon, en qué han venido á parar? Ah! Pudieron mas en vuestro corazon las dádivas y favores de don Juan, y de enemigo suyo que érais, os convertísteis en uno de sus mas fieles servidores. Y para esto fué para lo que alborotásteis á Castilla? Merecia la pena vuestra apostasía para que por ella hubiérais sacrificado á tantos infelices como os seguian en aquel sangriento encuentro de Rodilana? Callad, pues, y no digais que decís verdad delante de quien sabe toda la historia de vuestra vida, de quien está muy al corriente de todas las causas que jurásteis defender y despues abandonásteis con la mayor perfidia.

Podíase comparar el pecho de Ramiro cuando su fiero antagonista le decia estas palabras, al embravecido mar cuando interiormente se encuentra agitado por el destructor vendaval. Jamás habia creido encontrarse con quien le dijese verdades tan amargas, ni quien tan inconsideradamente le tratase delante de dos desconocidos. Él, que siempre habia sido esclavo de sus convicciones y compromisos, oirse llamar apóstata y traidor! Él, que blasonaba, y con justa razon, de leal, ser reputado en aquel momento por un pérfido, que habia contribuido á la pérdida de las causas que habia abrazado!... Mas por desgracia habia en las palabras de su interlocutor algo de verdad, y él no podia contradecirlas. Sin embargo, cree tener derecho á que su enemigo refiera las causas de su aparente infidelidad, y reprimiendo aun su ira:

-Vos, Nuño Martinez de Villayzan, le dice, vos que estais tan enterado de todas las particularidades de mi vida, debeis de apresuraros á referirla tal como es en justo desagravio de la verdad y de mi reputacion. De lo contrario, la lengua conque habeis pronunciado tan escandalosas injurias, por mi mano os será cortada.

-Pues ni será esto, ni aquello, respondió el recien llegado con la misma frialdad: apenas yo dé una voz, llenaráse esta venta de soldados, y maniatado como debeis estarlo, os conducirán en compañía del ermitaño Juan Sago á los estados del duque mi señor.

-Cómo! Qué decís? esclama Ramiro como si hubiese recibido la mas triste nueva. Os habeis apoderado del ermitaño?

-Sí, del ermitaño, respondió Nuño Martinez; de ese impostor que acabais de nombrar, para que en un público patíbulo pague todas sus falsedades. De esta vez acabáronse para siempre sus maquinaciones é intrigas. Ya no será el agente secreto del arzobispo de Santiago, ni vos vendreis á consultar con él lo que debeis hacer para aniquilar el partido del duque de Benavente. Tambien debo decir á estos hidalgos, á quienes referísteis la muerte de la adivina, que no es á ella á quien deben atribuirse las recientes desgracias de la milicia de Alcántara en la frontera de Granada. Juan Sago fué el que indujo al gran maestre á emprender operacion tan arriesgada como temeraria; y vuestros compañeros, para encubrir este crimen, no titubearon en cometer otro atribuyendo la culpa á la desventurada anciana que acabais de quemar en la plaza de Burgos.

Bien hubiera querido el antiguo partidario del desgraciado don Pedro tomar por sí mismo enmienda de tantos insultos como en poco tiempo le prodigára el insolente Villayzan; pero eran de tal naturaleza las últimas palabras que acababa de dirigirle, que no se atrevió á desenvainar su espada. Cruzóse, pues, de brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho, y empezó á meditar sobre los medios de salvar la causa que con tanto entusiasmo como conviccion abrazára en el regio alcázar de Zamora.

De su estupor y abatimiento vino á sacarle su fiero contendor con estas palabras:

-Vos, Ramiro de Sanabria, que tanto tiempo há que unísteis vuestra suerte á la del ermitaño Juan Sago, seguidme, para que tambien en una misma prision permanezcais hasta que otra cosa disponga el duque mi señor.

-Cómo así? pregunta el infanzon; tambien quereis apoderaros de mí? Oh! lo que es esto os costará mas trabajo de lo que os parece!...

-Toda resistencia es inútil, repuso Martinez de Villayzan; la venta está rodeada de soldados, y os será imposible escapar.

-Ya veo, contestó el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que habeis tomado muy bien vuestras medidas, y que por lo mismo no hay mas remedio que sujetarse á la dura ley de la necesidad. Marchemos, pues, cuando gusteis: pero antes dejadme sacar el caballo.

El antiguo amante de Abigail entró entonces en la cuadra, y mientras que el criado del duque de Benavente montaba en el suyo, él, acompañado de su escudero, que era un mozo de animo resuelto, desnudas las espadas, atravesó á la carrera el patio de la venta, y empezó á la puerta un sangriento combate con los soldados de Villayzan, que le estorbaban el paso. En vano le rodeaban para conseguirlo; en vano tambien trataban de herirle sin piedad, descargando fieros golpes sobre su acerada armadura; porque Ramiro, semejante á Hércules cuando con su clava aniquilaba á sus enemigos, inutilizó todos sus esfuerzos, librándose tambien de caer en su poder. Al poco tiempo, para que su victoria fuese completa, cuando iba huyendo por la enriscada sierra de Burgos, volvió la cabeza atrás y descubrió á su escudero, que con igual suerte que la suya, habia salido ileso de un peligro tan inminente.




ArribaAbajoCapítulo II

En el cual concluye el autor cierto asunto que dejó pendiente en los anteriores.


Fácil es de presumir la sorpresa y temor que se apoderaria de los hidalgos de Castrillo y de los dueños de la venta al presenciar á sus mismas puertas el combate de que acabamos de hacer mérito. Los primeros ni sabian qué significaba aquello, porque eran hombres que no se habian afiliado á ningun partido de los que entonces se disputaban el mando, ni á quién habian de dar la razon. Es cierto que la presencia del infanzon, su porte y palabras les habian interesado al principio; mas despues que le vieron cortado sin poder responder á tantas como le dirigiera Villayzan, casi estuvieron por modificar la ventajosa opinion que de él habian formado. Pero cuando recordaban la insolencia conque aquel personage se conducia, volvian á suspender su juicio, hasta tanto que tuviesen motivos para juzgar con mas fundamento.

En esto el ventero, que debia de ser hombre que no reparase en tanto escrúpulos, saliendo del lugar en que durante la refriega se habia escondido como prudente, acercóse á los dos únicos huéspedes que le habian quedado, y despues de informarse por sí mismo que ya no le oía Villayzan ni los suyos:

-Han visto sus mercedes, les dijo, hombre semejante!... Que malvado, atreverse á maltratar á ese caballero que tan bueno me parecia, cuando estaba hablando con sus mercedes!... No puede ser bueno ni él, ni su amo. Sí señor, es un pícaro, un canalla que se lo diria ahora mismo en sus bigotes si aquí estuviese. Pésame ya en el alma no haber salido en auxilio del señor Infanzon y de su escudero: tal vez si lo hubiese hecho, hubiéramos conseguido enviarle al otro mundo.

-Calla, hombre, interpuso la ventera, que tambien se presentó a tomar parte en la conversacion: cómo querias tú ponerte con un hombre tan feo y tan valiente?

-Muger, respondió el ventero; no me repliques: yo sé lo que me digo; y si él es feo y valiente, yo que no soy hermoso, se las apuesto á que cuando quiera venga á batirse conmigo. Y eso, añadió un poco despues, que ya no está uno para chanzas; que si fuese allá en mis mocedades... ah! lo que es entonces, acabo con todos ellos. Todavía me acuerdo de un valenton vizcaino que servia conmigo al rey don Pedro, á quien sobre cierta prudencia firmé con mi tizona el pasaporte para el otro mundo.

-Riéronse interiormente los huéspedes de tales fanfarronadas, que mas acreditaban su cobardia que su valor, y en seguida le preguntaron:

-Cómo está el carnero?

-Asado, respondió por su marido la ventera: cuando sus mercedes dispongan, podrán ya comer.

-Ahora mismo, contestaron casi á un mismo tiempo los dos; porque nos hace falta el tiempo.

-Retiróse al oir estas palabras la patrona, y volvió á los pocos instantes con una sopa que devoraron en poco tiempo los hidalgos de Castrillo. Luego les sirvió una pierna bien asada de carnero; y mientras que la comian, el ventero, á fuer de comedido, no se separó de allí por si algo se les ofrecia.

-Vamos, le preguntó con este motivo uno de los dos; conoceis á ese ermitaño de quien habló el criado del duque de Benavente?

-Mucho, señor, contestó el dueño de la venta; es un bendito; y estraño mucho que su merced me pregunte por él, cuando en toda esta tierra no se habla mas que de su penitente vida.

-Sí, repuso el mismo que habia hecho la pregunta: la fama de sus virtudes ha llegado tambien á nuestro pueblo; pero como vive mas cerca del vuestro, vos debeis de conocerlas mejor.

Pues estad seguro, respondió el panegirista de Juan Sago, que si os han dicho que es un santo, no os han engañado.

Al concluir de decir estas palabras el ventero, se inmutó al oir un ruido como de caballerías á la puerta de la venta, y volviendo la cabeza atrás:

-Apuesto, dijo, á que está ahí otra vez ese diablo de Villayzan.

-Ya se disponia para esconderse, porque á pesar de los deseos que antes manifestára de batirse con él no estaba de semejante parecer, cuando un mozo que parecia espolista, se presentó preguntando en voz alta:

-Hay que comer alga en esta venta para el señor licenciado Gutierrez?

-Todo cuanto su señoría apetezca, respondió el patron, mudado el temor en alegría.

Entonces los hidalgos, que ya estaban acabando de comer, levantáronse para saludar á un eclesiástico que todavía estaba en buena edad, y acababa de entrar en la pieza en donde se encontraban.

-Dios guarde á sus mercedes, dijo con gravedad al acercarse.

-Sea bien venido el señor licenciado, respondieron los otros huéspedes.

-Cuánto he suspirado por llegar á esta venta, prosiguió despues de tomar asiento en uno de los bancos que habia alrededor de la mesa! Perdíme en el camino, y creí no poder encontrarla. Tal vez así hubiera sucedido, sino acierto á encontrar unos soldados que me parecieron de la mesnada del duque de Benavente, á los cuales les estoy muy agradecido por haberme guiado. Ojalá pudiera decir otro tanto por el pobre ermitaño que sin consideracion á sus canas y al hábito que vestía, conducian atado como si fuese un malhechor!

-Señor licenciado, dijo entonces el ventero, ese ermitaño es el hermano Juan Sago, que moraba no muy lejos de aquí. Mucho me temo que ahora que nos le han llevado tal vez para que no le volvamos á ver, Dios, irritado por tan mala accion, no trate de vengarla con una gran calamidad.

-Es muy posible, respondió á estas palabras el nuevo huésped; aunque demasiada calamidad es para nosotros la temprana muerte del rey don Juan de Castilla. Ah! Quién habia de decir que hallándose en una edad la mas á propósito para regir con acierto los pueblos á él encomendados, habia de faltar tan pronto de entre nosotros!... Y de qué modo tan imprevisto!... Vos no lo sabreis sin duda, añadió con el mismo acento de dolor, y por eso voy á contároslo. Encontrábase el rey en Alcalá, de paso para el Andalucía: habian llegado á aquella villa cincuenta soldados ginetes llamados farfanes, cristianos de profesion, pero que habian estado al servicio del emperador de Marruecos. Distinguíanse por su agilidad y destreza en volver y revolver los caballos, en saltar en ellos, en correr, en apearse y en jugar de las lanzas. Quiso el rey un domingo despues de misa ver lo que hacian tan ejercitados ginetes. Salió al campo para presenciar la maniobra acompañado de sus grandes y cortesanos, montando en un hermoso y lozano caballo. Antojósele de dar una carrera por un barbecho y labrada; mas por nuestra desdicha el caballo tropezó en un sulco, y arrojando al príncipe á una gran distancia, espiró en breve en los brazos de don Pedro Tenorio, que tambien presenció una desgracia tan lamentable. El prelado mandó levantar en el acto una gran tienda de campaña, y fingiendo unas veces recados del rey, y diciendo otras que ya estaba mejor, nos estuvo así engañando mientras disponia lo necesario para que en Madrid fuese proclamado el hijo del difunto monarca con el nombre de Enrique III de Castilla. Los deseos del arzobispo como de hombre tan poderoso y previsor cumpliéronse como no podia menos; mas de qué nos aprovecha todo esto, si en lugar de un príncipe robusto y esperimentado, tenemos un niño enfermo, incapaz, al menos por ahora, de tener á raya la desmesurada ambicion de los grandes, que pretenden tener parte en la herencia desgraciada de don Juan? Todos se afanan por su propio interés; ninguno hay que mire por los del augusto menor; y al mismo tiempo que ni unos y otros se entienden, los moros campean por las Andalucías; y los portugueses, ensoberbocidos con nuestras desgracias, nos amenazan seriamente. Por todas partes reina la confusion y el desorden; por todas se percibe el caos; y yo que siento á par de muerte las desgracias que afligen á mi patria, despues de haber asistido al enterramiento y honras, que con verdadera pompa se hicieron en la catedral de Toledo al augusto padre de nuestro rey, emprendí el camino para Soria, en donde permaneceré hasta tanto que Dios no disipe la deshecha tormenta en que nos encontramos.

-Hace su merced muy bien, dijo á todo esto uno de los hidalgos; nosotros nos proponemos obrar del mismo modo, porque solo así esperamos salir mejor librados del laberinto en que por nuestros pecados estamos metidos.

-No aconseja otra cosa la prudencia, volvió á decir el licenciado, á todo hombre que no se deja dominar de la ambicion.

Entonces se presentó el ventero preguntando al último huésped, si quería comer; y habiéndole este respondido que sí, puso pronto sobre la mesa las mismas viandas que habia dispuesto para el infanzon.

Los hidalgos de Castrillo montaron al poco tiempo en sus cabalgaduras, despidiéndose antes del canónigo; y habiendo este personage hecho lo mismo despues de media tarde, volvió á reinar en la venta de la Estrella su monótono y habitual silencio.




ArribaAbajoCapítulo III

De como Ramiro trató con dos arzobispos, y se aficionó mas al uno que al otro.


Por desgracia eran demasiado reales y positivos los males que afligian al hermoso reino de Castilla, durante la menor edad del augusto hijo de don Juan. La pintura triste que de ellos hiciera Ramiro de Sanabria en los altos de Bribiestre, nada tenia de exagerada, y sino se hubiese visto acometido tan bruscamente por el osado Villayzan, tal vez hubiera acabado de manifestar á los honrados hidalgos de Castrillo las hediondeces de la gangrenosa úlcera que corroía las entrañas de la sociedad en que vivia.

A pesar de todo, por mas fieles y adictos que le pareciesen aquellos hombres que la casualidad le habia deparado, nosotros podernos asegurar que, á fuer de fiel emisario, se hubiera abstenido de confiarles el secreto que le conducia por lo mas áspero de la belicosa sierra de Burgos.

Mas como será preciso instruir al lector en los pasages mas célebres de aquella memorable época, nos permitirá para mayor claridad que se lo digamos. Ramiro de Sanabria, pues, habia abrazado de todo corazon en el alcázar de Zamora la cansa del rey don Juan. Fiel desde aquel momento al monarca á quien antes tanto odiára, juró perseguir sin tregua ni descanso á todos sus enemigos, y cuando en las inmediaciones de Alcalá ocurrió tan inopinadamente la muerte de aquel príncipe, derramó á su memoria las lágrimas que solo los beneficios de un rey arrancan á un fiel y agradecido vasallo. Su adhesion y dolor no se limitó á solo esto: desde Zamora, de cuyo gobierno estaba encargado, voló á Toledo á visitar el sarcófago en que acababa de ser encerrado el cadáver de don Juan; y despues que hubo cumplido con este deber que le imponia su gratitud, pasó á Madrid á ofrecer sus respetos y servicios al príncipe, que en medio del dolor y tristeza que embargaba todos los ánimos, acababa de ser aclamado por rey de Leon y Castilla.

Por su desgracia iba á rendir párias á quien no mandaba en su casa: don Enrique era demasiado niño: hallábase bajo la tutela de algunos grandes que su padre habia en su testamento designado, para que gobernasen el reino durante la menor edad de su augusto heredero: el arzobispo de Toledo, que tenia el principal brazo en el gobierno, pretendia ademas para saciar la codicia de muchos que lo pretendian, aumentar el número de los gobernadores: oponíase á esto el de Santiago como persona que era de gran saber y prestigio en aquel tiempo; y el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que deseaba cuanto antes abandonar una corte en que abundaban tanto las intrigas, dió la vuelta para Zamora, decidido á conservar aquella plaza por don Enrique, aunque para ello tuviese que oponerse á todas las banderías y bastardas pretensiones que en Castilla dominaban.

Pero mientras así discurria, estaba muy ageno de saber que otros en provecho propio utilizaban mucho mejor el tiempo que él empleaba en viajar; porque al llegar á Zamora, encontróse con que Nuño Martinez de Villayzan acababa de ser nombrado alcaide de aquella fortaleza.

Esta determinacion, que él calificaba de despojo, no abatió su ánimo: antes al contrario, poniendo en parage seguro á su amada Abigail, de quien cada vez estaba mas enamorado, volvió prontamente á Madrid, para saber las razones por que se le habia despojado de su alcaldía.

-Vengo á preguntaros, dijo al mismo don Pedro Tenorio, si hay motivo suficiente para que á un fiel vasallo que debió á la benevolencia de su rey el gobierno de una plaza tan importante como la de Zamora, se le sustituya con un traidor y asesino cual es Villayzan.

-Traidor y asesino llamais á Villayzan! repuso el prelado.

-Y por qué no he de llamárselo, replicó con arrogancia el desposeido, cuando sus crímenes estan probados? Ignorais acaso, prosiguió, que él por servir á don Fadrique, asesinó vil y cobardemente al desventurado Diego de Rojas?...

-No formeis juicios tan temerarios de nadie, le interrumpió el arzobispo, para cuanto mas de un hombre que se encuentra apoyado por el duque de Benavente.

-Ah!... esclamó Ramiro, pues entonces ya comprendo la causa de su elevacion... Es decir que el duque pidió para remunerar los servicios de su favorito el gobierno de Zamora, y el arzobispo de Toledo por no descontentar á un señor tan poderoso, accedió facilmente á sus deseos. No es así?

El prelado conoció que trataba con un hombre á quien era imposible ocultar la verdad; y despues de haber admirado su penetracion:

-Los tiempos que corren, dijo, son muy turbios; y los que hemos recibido el encargo de conservar la herencia desgraciada de don Juan para transmitírsela íntegra á su inmediato sucesor, tenemos que contemporizar con aquellos que, siendo tan poderosos como el rey, pueden cuando quieran sumirnos en un piélago insondable de desdichas.

-No seré yo el que me oponga á ese modo de gobernar, repuso Ramiro; pero dar el gobierno de un castillo á un hombre como Villayzan, es lo mismo que entregárselo á don Fadrique. Y si se necesitan pruebas de esta verdad, hay mas que recurrir á los antecedentes del agraciado? Un hombre que por vengar el resentimiento de otro se coloca á media noche en una encrucijada, y cuando va á pasar la víctima designada por su protector, descarga sobre ella el fatal golpe que la conduce á la eternidad, os parece que no será capaz de entregarle la plaza que gobierne cuando se la pida?

-Vuelvo á decir, replicó don Pedro, que calumniais a don Fadrique, porque aun cuando el nuevo alcaide tenga todos los vicios que le imputais, no se me alcanza el por qué haya ordenado la muerte de un hombre tan oscuro como Diego de Rojas.

-En eso consiste vuestra equivocacion, repuso el hijo de Men Rodriguez: ni Rojas era tan oscuro como le suponeis, ni el duque tan generoso que le perdonase la ofensa que á su entender le hizo cuando no terció favorablemente para que doña Sancha, llamada por otro nombre la rica hembra, lo prefiriese entre tantos que solicitaban su mano... Pero dejemos eso, añadió Ramiro con ánimo resuelto: sea ó deje de ser el uno asesino, y el otro instigador, no os librareis por eso de haber contribuido, aunque involuntariamente, á la pérdida de Zamora. Y no creais que al hablaros así me mueve otro interés que el que me inspira la causa del rey, no: soy demasiado amante de la justicia para que trate de desacreditar á nadie; pero esto no es ni debe ser un obstáculo para que os diga la verdad.

-Es decir, dijo á todo esto don Pedro, que estais persuadido de que accediendo á los deseos de un señor tan poderoso como don Fadrique, he obrado mal?

-Desde luego, respondió sin titubear el antiguo amante de Abigail.

-Y si ahora os repusiese á vos, volvió á preguntar el arzobispo, en vuestro antiguo gobierno, obraria mejor?

-Y quién lo duda? preguntó á su vez Ramiro de Sanabria.

-Sin embargo, respondió el arzobispo, estais muy desacreditado: la amistad que tuvísteis en vuestros primeros años con el rey don Pedro, os perjudica mucho: nadie se fia de vos; todos os reputan como un traidor y un apóstata; y aunque yo estoy muy lejos de creerlo así, véome en la precision de ceder á la opinion general. En vano me direis que desde que abrazásteis el partido de don Juan le fuísteis siempre leal; porque hay una prevencion contra vos que no se destruye por mas servicios que á la causa de aquel soberano hayais prestado. Tambien sé que esta prevencion es infundada, porque habiendo vos sido ciego partidario de los hijos de don Pedro, ahora que la nieta de este infortunado monarca, en la cual han recaido todos los derechos que su madre podia tener al trono de Castilla, está contratada para casarse con el rey don Enrique, se cortan de raiz todas las disputas y eventualidades de otra guerra. Pero, qué quereis que os diga? hay manchas que no se lavan con todas las aguas del Jordan...

Ramiro era hombre, á pesar de ser tan valiente y esforzado, que sabia reprimirse y respetar á aquellos á quienes trataba. Las últimas palabras del prelado sentáronle muy mal; mas como procuraba con actos verdaderamente heróicos desmentir cuanto de él decian sus enemigos, se contentó con preguntarle:

-Pero esas manchas de que me hablais, pueden borrarse con sangre?

-Eso preguntádselo, respondió don Pedro, á los que tan mala opinion tienen formada de vos, pues para conmigo estais sincerado.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria conoció que no adelantaba nada con un hombre tan sagaz como el arzobispo de Toledo; y despidiéndose sin quedar satisfecho de él, montó en su caballo y se dirigió á Burgos, en donde se encontraba don Juan Manrique, que lo era de Santiago.

Era este prelado de distinto carácter de don Pedro Tenorio. Su profunda ciencia y gracia en el decir, unidas á la afabilidad con que trataba á cuantos se le acercaban, le habian concedido tal ascendiente sobre todos los corazones, que no habia uno que no le estuviese subordinado. Era ademas celosísimo del esplendor del trono; y por esta cualidad, que tanto le ennoblecia, llegó á ser uno de los regentes que el rey difunto designó en su testamento.

Pero habia la desgracia que sus ideas sobre el gobierno del Estado eran diametralmente opuestas á las de don Pedro. Ínterin que este estaba porque se aumentase con algunos ilustres proscriptos el número de los gobernadores, don Juan Manrique queria tan solo que se gobernase con los que habian sido nombrados por el último rey. En una palabra, estaba por la observancia fiel y exacta del testamento que el malogrado don Juan otorgó cuando con su ejército sitiaba la plaza de Cillorico. Esto le dió un grande ascendiente sobre su competidor, el cual, al paso que notaba la disminucion y ruina de su partido, veía el acrecimiento del contrario.

Tenia ademas Ramiro en su favor, que era bastante conocido en la ciudad adonde se dirigia, y que el mismo arzobispo á quien iba á presentarse, habia oido varias veces hablar de él con encomio nada menos que al anterior rey de Castilla.

Nada de esto ignoraba el hijo de Men Rodriguez de Sanabria; y con la esperanza que le habian hecho concebir las noticias que le habian dado del prelado, corrió á la casa en que se encontraba aposentado, tan pronto como se apeó en una de las posadas que entonces eran en Burgos mas frecuentadas por las personas de su clase.

-Aquí teneis, señor, dijo á don Juan, al antiguo amigo de dos reyes: he servido á don Pedro y al hijo de don Enrique. Abracé con entusiasmo la causa del primero, y por conviccion, aunque confieso que demasiado tarde, la del segundo. Yo no vengo á ofreceros ahora vasallos ni heredamientos, porque siendo un simple infanzon, nada de esto poseo. Sin embargo, mi espada, siempre dispuesta á castigar las demasias de aquellos ambiciosos vasallos que se proponen medrar con las revueltas, es la que hoy pongo á vuestra disposicion. Mandadme, pues, lo que querais en servicio de la causa que sosteneis con tanto desinterés como acierto, y al instante sereis obedecido.

-Acepto con muy buena voluntad vuestros servicios, respondió el prelado. Conozco vuestra honradez, y cuánto de vos puede esperar el nuevo rey, al cual hacen falta, en una edad tan tierna como la suya, no solo nuestros consejos, sino tambien los esfuerzos de jóvenes tan valientes y esforzados como vos. Por lo mismo, continuó el arzobispo, es necesario que regreseis á vuestro gobierno de Zamora, si hemos de impedir que esta importante plaza caiga en poder del duque de Benavente, de quien se susurra que está unido á los portugueses. Marchad, pues, cuanto antes: conservadla por el rey, y no dudeis ni un instante que este príncipe, cuando se vea libre de tutores, remunere, á imitacion de su padre, los sacrificios que de vos exige en los tristes dias que atravesamos.

-Conque ignorais que Zamora, repuso el antiguo amigo del don Pedro á estas palabras, está gobernada por uno de los mas ardientes partidarios de don Fadrique, y por consiguiente en vísperas de caer en su poder?

-Cómo? preguntó don Juan Manrique.

-Sí, respondió el infanzon; despojáronme á tuerto de ella para entregársela á Nuño Martinez de Villayzan.

-No es fiel servidor del rey don Enrique, dijo el prelado despues de haber permanecido algunos momentos en silencio, el que dictó semejante providencia.

-Pues sabed, repuso el esposo de Abigail, que fué dictada nada menos que por don Pedro Tenorio...

-No puedo creer, repuso el arzobispo de Santiago, que mi hermano el de Toledo, haya tenido formal intencion de perjudicar los intereses que tan loablemente defiende. Mejor le supongo capaz de errar por falta de entendimiento, que por sobra de voluntad. Debo, pues, apresurarme á rectificar lo que acabo de decir. Si fuese otro, desconfiaria de él; pero del regente que acabais de nombrar, estan demasiado recientes los importantes servicios que ha prestado al trono, para que de su lealtad se pueda concebir la mas insignificante sospecha. Pienso escribirle ahora mismo, añadió en seguida, para que sin pérdida de momento remedie el daño que involuntariamente nos ha causado. Vos llevareis la carta; y os encargo que despues de pedirle la respuesta me la trasmitais sin demora.

Ramiro se retiró por algun tiempo para dar lugar á don Juan que escribiese la epístola; comió mientras tanto y previno al escudero que tuviese los caballos preparados, pues habia que emprender un nuevo viaje. Cuando volvió á la posada del arzobispo, ya este, á pesar que no se habia detenido mucho, le estaba esperando.

Despidióse entonces de él; y al cabo de algunos dias llegó á Madrid, y presentó á don Pedro Tenorio la carta que le escribia don Juan Manrique.

-Huélgome mucho, le dijo aquel personage, de que seais confidente del prelado compostelano.

-No, permitid, repuso Rodriguez de Sanabria, que tenia muchos motivos para estar poco satisfecho de quien tales palabras le dirigia; un cartero no es un confidente.

-Sin embargo, repuso el arzobispo, mirándole á la cara, y al mismo tiempo que desdoblaba el pergamino. Voy á contestarle en seguida, añadió en cuanto lo hubo leido.

-Os lo agradecere infinito, respondió el antiguo alcaide de Zamora.

-Tanta prisa teneis? preguntó don Pedro.

-No me falta, contestó el infanzon.

-Ya se ve, un cartero, dijo entonces el prelado echando á andar á un gabinete en donde tenia su escritorio, necesita el tiempo para repartir las cartas. Traeis alguna para el rey?

-Puedo aseguraros que no, respondió Ramiro. Qué diferencia entre este prelado y el de Santiago! añadió en voz baja.

Don Pedro Tenorio no debió escribir tanto como su hermano el compostelano, pues salió al poco tiempo y entregó su misiva al infanzon, el cual emprendió inmediatamente el camino para Burgos; y cuando entregó la contestacion de don Juan Manrique, dijole este despues de haberla leido:

-Amigo, no hemos hecho nada: el arzobispo de Toledo se niega á restituiros la alcaidía de Zamora, porque teme al escesivo poder del duque de Benavente. Esto marcha cada vez peor, añadió con acento bien triste: al paso que vamos no sé cuál será la suerte que Dios depara á esta herencia desgraciada. Faltónos el rey cuando mas necesario nos era, y en su lugar tenemos tantos reyes cuantos son los gobernadores que nos ha dejado. Y cuenta, que como si todavía fuesen pocos, ahí estan el marqués de Villena, el conde de Trastamara, el turbulento don Fadrique y los diez procuradores de las cortes. Es necesario hacer un grande esfuerzo si hemos de salvar el trono hoy combatido por tantos elementos encontrados... Ramiro, dijo al infanzon poniéndole la mano sobre el hombro, porque tengo en tí una confianza sin límites, te elijo como á uno de los principales instrumentos de mis planes. Te negarás á secundarlos?

-De ninguna manera, respondió el desposeido alcaide.

-Pues escucha, continuó el arzobispo, hay en los montes que circundan al pequeño pueblo de Bribiestre, un ermitaño llamado Juan Sago. Es uno de esos hombres que, despues de haber viajado mucho y aprendido todo lo que el mundo enseña al que tiene deseos de saber, se sepultó en las soledades de Bribiestre, en donde vive mas como ángel que como hombre. Sus talentos y adhesion han salvado muchas veces á don Enrique, de quien fué consejero: tambien contribuyó al sosten y engrandecimiento de don Juan; y yo me daria por muy contento si quisiera abandonar el yermo en que habita para inspirarme lo que en circunstancias tan dificiles debemos hacer para que la nave del Estado no perezca entre los escollos que la rodean.

-Si su adhesion al trono, respondió á todo este razonamiento el infanzon, es tan grande como me decís, no dudo ni un momento que trate de complaceros.

-Mi seguridad, replicó el prelado, no es tan grande como la tuya: Juan Sago ha sufrido infinitos desengaños: la ingratitud fué la recompensa de sus muchos servicios; y ahora mismo acaba de ser atrozmente calumniado, imputándole sus enemigos el crímen de haber aconsejado al maestre de Alcántara que marchase á la guerra de Granada. Es cierto que la adivina de Carazo manifestó lo que contra ella habian depuesto testigos muy respetables; pero quién sabe si el ermitaño se negará por esto á comparecer en una ciudad que estuvo prevenida contra él?

-No es de esperar, respondió el hijo de Men Rodriguez; y finalmente, nada podemos asegurar hasta tanto que no sepamos lo que nos responde.

-Dices bien en eso, repuso don Juan Manrique; y por lo mismo soy de parecer que marches sin dilacion en su busca. Dile si se niega á seguirte que el arzobispo de Santiago irá á visitarle á su celda, porque la importancia de los asuntos que tiene que comunicarle, exigen que tenga con él una larga y secreta entrevista.

Ahora ya sabe el lector, que cuando el confidente del prelado compostelano llegó á la venta de la Estrella para adquirir noticias de la ermita en que moraba Juan Sago, fué interrumpido por Nuño Martinez de Villayzan, el cual habiendo recibido encargo del duque de Benavente de apoderarse de aquel personage, cuyos talentos temia, se le anticipó por desgracia.




ArribaAbajoCapítulo IV

Del suceso estraordinario que por entonces tuvo lugar en Zamora.


Con gran crueldad fué tratado Juan Sago por Nuño Martinez de Villayzan. Olvidóse durante el viaje de que conducia á un anciano casi decrépito; prescindió de las consideraciones que como á monge anacoreta le eran debidas; desestimó la veneracion y respeto que le tributaban en las montañas de Burgos, y por último, despreciando las censuras en que habia incurrido apoderándose á viva fuerza de una persona que estaba puesta bajo la proteccion eclesiástica, le sepultó sin miramiento alguno en uno de los calabozos mas sucios y hediondos del castillo de Zamora.

Pero en donde manifestó toda la dureza de su corazon, fué en el trato que mandó á sus carceleros que diesen al infeliz preso. Lejos de permitir que se le socorriese del mismo modo que á los demas encarcelados, ordenó que solo un pedazo de negro y desabrido pan y un cántaro de agua sirviese diariamente para su alimento. Tampoco quiso que aquel desventurado durmiese en cama, y solo permitió que reclinase su desfallecido cuerpo sobre una escasa cantidad de paja.

Trato tan cruel y desusado debia necesariamente acabar en pocos dias con el anciano; pero Villayzan, que queria á costa de la vida de este desgraciado captarse todo el aprecio de don Fadrique, ordenó que fuese decapitado.

Necesitábase para esto cumplir con ciertas fórmulas, y el feroz alcaide, que en materia de crímenes nada escaseaba, mandó que el preso fuese interrogado antes por un notario.

Presentóse, pues, en la prision este personage acompañado de un escribiente que debia de tomar nota de las palabras del supuesto reo, y de dos soldados de los que guarnecian el castillo. Colocóse antes en el calabozo una mesa y dos taburetes con todo lo necesario para escribir, y cuando estuvo todo esto preparado, entró el notario y empezó su oficio de esta manera:

-Cómo os llamais?

-El hermano Juan Sago.

-Cuál es vuestra patria?

-El mundo que habitamos, respondió con notable serenidad el preso.

-Os burlais de mi autoridad?

-Sería la primera vez que lo hiciese en toda mi vida.

-Pues entonces, por qué no respondeis segun se os pregunta?

-Os he dicho que el mundo era mi patria, replicó el solitario con dignidad, y ahora debo añadir que los hombres, inclusos los que así me maltratan, son mis hermanos.

-Poned ahí, dijo el escribano á su amanuense, que rehusa decir cuál es el pueblo de su naturaleza.

Y en seguida, dirigiéndose nuevamente al reo:

-Os negareis tambien, le dijo, á confesar cuál es vuestro estado?

-No, perdonad, repuso Juan Sago, yo nada negué: dije solo una verdad que nadie se atreverá á desmentir. Por otra parte, como el haber nacido en este ó en el otro pueblo no constituye un crímen, os hablé en términos generales. Ahora es otra cosa lo que deseais saber, y para satisfaceros debo decir que soy un anacoreta que poco há moraba en la sierra de Burgos; y como preveo lo que vais á preguntarme en seguida, me anticipo á vuestros deseos. Sabed, pues, que en la soledad en que me encontraba me ocupaba dia y noche en alabar á Aquel que algun dia os ha de juzgar, y en pedirle que derramase sus bienes y misericordias sobre los que cuidaban de mi frugal alimento.

-Sin embargo, repuso el notario, se os acusa de un hecho grave: aquí os han traido para castigar el gran crímen que habeis cometido haciendo creer al infortunado don Martin Yañez de la Barbuda que el cielo os habia revelado que conseguiria muy importantes victorias sobre los sarracenos, si con ellos salia á medir sus fuerzas.

-Por ese mismo crímen, y sentenciada por aquellos jueces, replicó el asceta, fué quemada en Burgos una infeliz muger. Ahora decidme, cuántos contribuyeron á él?

-Uno solo, respondió el escribano.

-Luego yo estoy inocente?

-No, no, culpable, culpable, respondieron cuantos estaban allí.

-Pues entonces habeis de confesar, repuso el solitario, que los jueces de Burgos son mas injustos que los de Zamora.

-Obraron así, contestó su interlocutor, por complacer al arzobispo de Santiago.

-Y vos, replicó Juan Sago, me imputais un crímen que jamás he cometido, por complacer y servir al sacrílego Villayzan.

-Conque negais, volvió el notario á preguntar encendido en cólera, que fuísteis el instigador de la desgraciada espedicion que dejó á tantas madres sin hijos y á tantas esposas sin maridos?

-Juro solemnemente, dijo entonces el acusado con toda la dignidad tan propia de su edad y estado, que ninguna parte me ha cabido en esa sangrienta funcion.

-Es perder el tiempo lastimosamente, repuso al oir esto el interrogador, el que empleamos en haceros confesar la verdad: el tormento será mas feliz que nosotros...

Juan Sago se estremeció de piés á cabeza al oir estas palabras; pero esforzándose cuanto pudo por hacerse superior á su suerte, esperó resignado y tranquilo las disposiciones de sus acusadores.

Al momento mandaron estos que fuese trasladado á una pieza mucho mas clara que su calabozo, y en donde la claridad que en ella se notaba no servia mas que para descubrir los terribles instrumentos que allí se ofrecian á la vista del infeliz reo.

El asceta no pudo disimular su turbacion; conociéronlo sus enemigos, y Villayzan, que estaba presente:

-Confesad, le dijo, antes de ser entregado al verdugo; porque de lo contrario, mucho me temo que no espireis en el tormento.

-Debo á la verdad, repuso el solitario haciendo un esfuerzo, algo mas que unos dolores bien pasageros.

Estas palabras fueron como una sentencia de muerte: el verdugo y su auxiliar apoderáronse del anciano; atáronle de piés y manos, y despues de tendido en la infernal máquina, empezaron su cruel y funesto oficio. Juan Sago pudo resistir la primera y segunda vuelta, pero á la tercera, cuando tal vez no faltaba mas que otra para que espirase, empezó á decir con debilísimos acentos:

-Dejadme por Dios, hombres crueles é inhumanos... dejadme, que yo os diré...

-Quiere confesar la verdad, dijo el notario volviéndose á Villayzan; y en seguida, acercándose al reo y levantando mucho mas la voz:

-No es cierto, le preguntó, que vos fuísteis el que con vuestras supercherías indujo al maestre de Alcántara á que declarase la guerra á los moros?

-Oh! sí, sí, respondió el reo con voz casi imperceptible; sacadme de este maldito potro y restituidme á mi amada soledad.

-No se necesita mas, dijo el notario á Villayzan.

-Sí, esto nos basta, contestó el alcaide.

Entonces los verdugos desataron al anacoreta, y colocándole en un taburete, porque ya era imposible hacerle dar un paso en el deplorable estado á que habia quedado reducido, le volvieron á su calabozo. Pronto reinó en este pavoroso lugar el triste silencio de los cementerios; porque Juan Sago, que acaso por primera vez desde que era cenobita acababa de mentir, fué acometido de un accidente que le acabó de privar completamente del uso de sus sentidos. No respiraba tampoco, y sentado como estaba con la cabeza caida sobre el pecho, parecia que dormia con plácido y profundo sueño.

Al poco tiempo entró el verdugo, que acababa de recibir la orden para que lo decapitase, y encontrándole en aquella postura:

-Ea, buen hombre, le dijo, disponeos para dejar este mundo, en el cual habeis vivido demasiado: yo soy el que vengo á despenaros... Qué! dormís? preguntó en seguida. Pues es necesario que os desperteis, porque estas cosas no pueden hacerse dormidos.

Sin embargo, el terrible ejecutor se vió en la necesidad de mudar de tono, porque acercándose algo mas al reo y observando que no respiraba, le reputó por muerto.

-Qué diantres, esclamó entonces, me habeis ahorrado el trabajo!... Para esto no merecia la pena el traer la gente de este castillo tan alborotada...

Y volviendo repetidamente la espalda, fué á comunicar á los jueces lo que pasaba.

En el camino encontró á Villayzan, el cual le preguntó:

-Has hecho tu deber?

-Sí, señor, le respondió; pero la cabeza no se la he cortado.

-Pues cómo? le preguntó Nuño sorprendido con una respuesta que de ningun modo esperaba.

-Murióse á la cuenta de miedo, contestó el ejecutor, y no me pareció oportuno lucir con un muerto mis habilidades.

-Y el cadáver, en dónde está?

-En el calabozo esperando á que le enterreis.

-Oh! Antes es preciso...

-Sí, sí, le interrumpió el verdugo, que creyó adivinar lo que iba á decir; haced cuantas pruebas querais, que está tan muerto como mi padre.

El alcaide pasó inmediatamente al calabozo, y despues de convencerse por sí mismo de la verdad que le habia asegurado el verdugo, mandó que el cadáver de Juan Sago fuese depositado en la capilla del alcázar.

Era ya costumbre entonces velar á los cadáveres, y el mortal que se habla quedado en guarda del ermitaño, aunque lo tenia por oficio, todavía no estaba tan familiarizado con ellos, que no los mirase con cierto respeto que en realidad era verdadero miedo. Sin embargo, en atencion á lo que habia oido decir á algunos de las virtudes del finado, colocó su féretro sobre un gran paño negro que casi cubria todo el pavimento, y cuidó de que la lámpara, única luz que alumbraba el santuario, tuviese suficiente aceite. Á poco sobrevino la noche, y con ella el silencio, que aumentaba el temor del guarda; el cual, por mas que hacia, no podia desechar de su imaginacion las funestas ideas que le atormentaban. Parecíanle espectros todas las sombras que descubria en la capilla, y el mas ligero ruido que percibia, figurábasele que lo ocasionaba el cadáver que velaba.

Así pasó una gran parte de la noche, y cuando faltaba muy poco para amanecer, ve incorporarse en el ataud á Juan Sago, levantarse un poco despues, pasear su espantada vista por aquel sagrado recinto, y esclamar con voz penetrante y dolorida:

-Qué es esto, Dios mio! Quién me trajo aquí?

El guarda no se detuvo mas ni quiso responder: luego que se persuadió que no era ilusion de sus sentidos lo que presenciaba, salió corriendo de la capilla, y á grandes voces iba publicando por todo el castillo que el reo habla resucitado.

Entonces todo fué confusion y desorden entre los que componian la guarnicion del alcázar: el mismo Villayzan, que al principio creyó tener á un ejército enemigo asaltando por sorpresa á la plaza, llenóse de pavor al oir que el ermitaño se habia levantado de su tumba. Nadie se determinaba á penetrar en la capilla, ni á dar un paso sin ir acompañado. Para ellos la resurreccion de Juan Sago era indudable; bastábase que lo dijese el guarda para que todos lo creyesen como una verdad inconcusa; y cuando la luz del dia empezó á disipar las tinieblas de la noche y el miedo de su corazon, conocieron que no habian sido engañados, porque del ermitaño ni aun el rastro encontraron.