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ArribaAbajoCapítulo V

Del sabio consejo que en perjuicio de sus enemigos dió Juan Sago al arzobispo de Santiago.


Poco tardó el prelado compostelano en saber lo que en Zamora habia pasado con el ermitaño. Pero si su alegría era grande por ver de un modo tan imprevisto libre de la muerte á uno de sus mayores amigos, el ignorar en dónde se encontraba despues que se escapó de las garras de Villayzan, le tenia lleno de intranquilidad y zozobra. Despachó para conseguirlo emisarios en todas direcciones, y á los dos meses de haberlo hecho, Ramiro, que no escaseaba medio para complacerle, volvió á Burgos diciéndole que Juan Sago habitaba en una ermita situada en las orillas del Adaja.

-Y tú le has visto? has hablado con él? le preguntó el arzobispo como dudando de una nueva tan feliz.

-Sí, señor, contestó el esposo de Abigail; puedo aseguraros que él es, y que tan pronto como se lo permitan sus quebrantos, se trasladará á esta ciudad para aconsejaros lo que en circunstancias tan críticas nos conviene hacer.

-Y tambien para librarse de sacrílegos como Villayzan, repuso don Juan Manrique.

-Sin embargo, replico el infanzon, mucho me temo que quiera permanecer entre nosotros á causa del grande amor que tiene á la soledad.

-Yo le permitiré de buena gana que se retire á ella, respondió el arzobispo; pero ha de ser despues que se haya serenado la tempestad que brama en nuestro rededor. Mas dejemos esto, y atendamos tan solo á lo que nos tiene cuenta por ahora. Ramiro, continuó el prelado, soy de parecer que te dirijas nuevamente á la celda de mi amigo, y que sin pérdida de tiempo le conduzcas á esta ciudad. Conviene hacerlo así por dos razones: una es porque si Villayzan llega á descubrir su paradero, no titubeará en cometer un crímen que nos llene de consternacion; y la otra, no menos poderosa, porque quiero consultar con él un asunto de la mayor importancia para el Estado. Anda, vé, hijo mio; no te detengas, ni dejes tampoco de encarecerle la necesidad de este viaje. Dile para moverle que se lo manda uno de los regentes mas desinteresados de Castilla, y que su amigo el arzobispo de Santiago se lo suplica.

-Voy á complaceros al instante, señor, respondió el infanzon; y Dios quiera que en esta embajada sea mas feliz que en la de Bribiestre.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria volvió á montar á caballo; atravesó una gran parte de Castilla, y despues de pasar por el pueblo de Portillo y el de la Pedraja, llegó á la ermita en que vivia encerrado el hermano Juan Sago. Hízole presente el motivo de su viaje, y aunque al principio se resistia á abandonar la solitaria mansion que acababa de elegir para prepararse á la muerte, concluyó, en cuanto supo que era voluntad de don Juan Manrique que lo hiciese, por seguir á Ramiro. Ningun contratiempo sufrieron en el camino, y al cabo de cuatro dias de viaje se apearon en la posada del arzobispo de Santiago.

-He deseado con vivas ansias estrecharos entre mis brazos, dijo este prelado abrazando al ermitaño; reputábaos ya por muerto en el castillo de Zamora, y ahora que consigo el inesplicable placer de veros vivo, se me figura que acabais de salir del sepulcro.

-Poco es lo que os equivocais, respondió el solitario; al fin diéronme por muerto, y preparábanse ya para sepultarme.

-Lo sé todo, respondió el arzobispo, y por lo mismo no me canso de dar gracias á Dios por haberos librado de las manos de vuestros enemigos.

-Decid mas bien, replicó Juan Sago, de los enemigos del rey.

-Y qué! no lo son tambien vuestros? preguntó don Juan Manrique.

-Casi me atrevo á aseguraros que no, respondió el habitante de la ribera del Adaja; porque si ellos me persiguen, es en odio al augusto hijo de don Juan. De otro modo, qué motivo ni interés tendrian para desear la muerte á quien no está ya distante de ella? Ademas, híceles yo algun daño? Bien sé que vais á responderme que tampoco se lo hizo don Enrique, y que sin embargo no cesan de maquinar contra él; pero aparte de que piensan medrar con las revueltas que trae consigo una larga regencia, propónense vengar en el hijo algunos actos que ellos reputan como ofensas que les hizo su padre.

-Y lo peor de todo, respondió el prelado, es que su odio no acaba de estinguirse, ni su ambicion de satisfacerse.

-Es verdad todo eso, dijo el solitario; pero aunque la llaga es profunda, no desconfio de su pronta curacion.

-Tambien á mí me anima esa misma esperanza, repuso el regente; pero al fin y al cabo no veo indicios de que se realice; antes por el contrario, don Fadrique y sus parciales, si no adquieren mas preponderancia, cada dia se muestran mas pertinaces.

-Y eso qué importa? preguntó Juan Sago con notable serenidad. Si quereis muy pronto pondreis término á todas sus maquinaciones é intrigas, y los vereis abatidos y humillados ante el soberano implorando su perdon.

-Cómo?...

-Escuchad, respondió el ermitaño, que se habia atrevido á interrumpir al arzobispo: pasad inmediatamente á Madrid, y aconsejad al rey que se traslade á esta ciudad para ser coronado segun antigua costumbre, y que libre de las influencias que allí le detienen, se encargue de la gobernacion del reino. Este es el único medio de mantener á raya á todos los revoltosos, el único de destruir las mezquinas pretensiones de los grandes, y el que nos restituirá la paz y bonanza de que tanto necesitamos. No lo dudeis; poned por obra este consejo que os da el hombre mas celoso del esplendor del trono, y al instante vereis sus buenos resultados.

Don Juan Manrique estuvo algunos momentos meditando sobre estas palabras, y en seguida contestó:

-No es tan grande mi confianza en él como la vuestra; porque prescindiendo de que el rey aun no llegó á la edad que nuestras leyes marcan para que se encargue del gobierno, mucho me temo que las enfermedades que padece no le alejen cada vez mas de los negocios del reino, y se vea en la necesidad de valerse de corrompidos favoritos que aumenten los males que nos rodean.

-No creais eso jamás, replicó el solitario: don Enrique, aunque enfermo, está dotado de una alma grande y esforzada, de una fuerza de voluntad superior á sus pocos años y casi igual á la de los héroes de primer orden. Sabrá con mas acierto dirigir desde su gabinete los graves negocios del Estado, que otros príncipes que cuentan largos dias de práctica en el trono. Estoy seguro que ninguna enfermedad será capaz de aniquilar el vigor de su espíritu, ni de amortiguar el amor que desde muy temprano ha manifestado á sus vasallos. Haced, pues, la prueba; ensayad este medio de restituir á los trabajados pueblos el reposo que necesitan; y si el resultado no correspondiese á lo que os anuncio, os faculto entonces para que me tengais por un impostor digno de todos los castigos.

Era demasiado ventajoso el concepto que el arzobispo habia formado de las virtudes de Juan Sago, para que sus palabras no le inspiraran al cabo la mayor confianza. Prometióle por lo mismo empezar desde aquel dia á trabajar para conseguir lo que le proponia; y el solitario, que debia de estar muy á mal con el bullicio de las ciudades, pidió permiso para retirarse á su nueva morada. Concedióselo por no desagradarle don Juan Manrique, bajo la condicion de que habia de dejar su soledad cuando necesitase de sus consejos.




ArribaAbajoCapítulo VI

Como se cumplieron los deseos de los buenos vasallos de don Enrique.


Así al mismo tiempo que el ermitaño Juan Sago salia de Burgos para su retiro, el arzobispo de Santiago emprendia el camino para Madrid. Diversos eran los pensamientos que ocupaban la mente de estos dos personages; mientras el primero se afanaba por vivir ignorado y acabar sus dias al pié de las plácidas corrientes del Adaja, el segundo iba á presentarse de nuevo en la corte, en aquel proceloso mar de intrigas en que naufragaban los hombres mas poderosos y esperimentados de aquella agitada época.

Empero don Juan Manrique contaba para hacerse superior á tantos obstáculos, con el ascendiente que le daban sus palabras y su elevada dignidad de príncipe de la iglesia y regente del reino: era ademas rico y liberal, distribuyendo con mano pródiga las cuantiosas rentas que como prelado de una de las primeras iglesias de la monarquía estaban á su disposicion; y si á esto añadimos su figura simpática y la finura de su trato, bien podemos asegurar que el éxito de su mision debia de corresponder á sus esperanzas. Sus enemigos, pues, sufrieron una completa derrota tan pronto como él tuvo la primera entrevista con el jóven rey; y á la segunda ya quedó acordado que desentendiéndose de lo que las leyes disponian, á fin de cortar de raiz la ambicion de unos y las monstruosas dilapidaciones de otros, se encargaria inmediatamente de la gobernacion del reino.

Pero, cosa admirable! los mismos que antes á semejante medida mas se oponian, eran los primeros á encomiar su conveniencia; y aquellos que mas odiaban al arzobispo y que con sus manejos habian logrado alejarle de la corte, se convirtieron repentinamente en sus mas entusiastas apologizadores. Cualquiera diria que la sola presencia del prelado habia disipado los errores de su corazon, si los cortesanos no acostumbrasen á ocultar sus pensamientos adulando á aquellos que ven favorecidos por los reyes.

Cuando ya se fijó el dia en que la corte debia trasladarse á la real ciudad de Burgos, todos aquellos que por razon de su estado ó encumbrado nacimiento tenian que acompañar al rey, se dispusieron para hacerlo con la magnificencia que requeria la calidad del augusto viajero. Nada escasearon, y por desgracia algunos grandes llegaron á oscurecer con el brillo de su pompa los resplandores de la púrpura.

No obstante, el aparato que presentaba el templo de Santa María la Real de las Huelgas, en la que iba á verificarse la coronacion del jóven soberano, era asaz sorprendente y magnífico. Despues de la riqueza de sus colgaduras, de los castillos y leones que con graciosa simetría adornaban la cornisa, elevábase en el presbiterio un trono de oro dispuesto para don Enrique, el cual, acompañado de un crecido número de grandes y prelados, dejóse ver en el santuario al concluirse la hora de sesta y cuando empezaba ya la de nona. Su vista sola despertó en cuantos allí estaban presentes las mas vivas simpatías, y si la santidad del lugar en que se encontraban no se lo estorbase, todos sin distincion huhieran aclamado al augusto huérfano que aquel dia iba en toda propiedad á recoger la herencia desgraciada de su padre.

Don Juan Manrique, que tanto habia deseado que llegase este momento, acercóse entonces al altar revestido con todas las insignias de su elevadísima dignidad. Seguíanle un crecido número de venerables sacerdotes cubiertos de seda y oro, á quienes ocultaban las nubes de aromático incienso que sin cesar se quemaba en bruñidos incensarios. Y cuando el prelado hubo acabado de celebrar el tremendo sacrificio, despues de pronunciar las preces y oraciones que la iglesia tiene designadas para estos casos, colocó sobre las regias sienes de don Enrique la augusta diadema de Recaredo. Entrególe tambien el cetro que tantos ilustres reyes empuñáran; y volviéndose al altar con el mismo acompañamiento que llevára hasta las gradas del trono, postróse en presencia de Aquel por quien reinan los reyes y dominan los señores, y con sonora voz entonó un solemnísimo Te Deum, que siguió el coro alternando con las religiosas que entonces componian aquella nobilísima comunidad. Todos se postraron para dar gracias al Omnipotente por merced tan señalada; y al mismo tiempo que los suaves acordes del órgano llenaban las espaciosas naves del santuario, el corazon de los circunstantes elevábase hasta las regiones del empíreo.

Concluido el himno ambrosiano volvió el arzobispo á la presencia del rey; y cuando todos creían que iba á pronunciar algun discurso en que dejase mal parados á sus enemigos, sucedió todo lo contrario. Pronunció si uno, pero fué para ocultar los delitos de muchos y manifestar los servicios de otros. Hé aquí sus principales palabras:

»Llegó al fin, señor, el dia por nosotros tan deseado. Nuestra alegría es completa, y el gozo con que voy á hablaros tan puro, que solo puedo compararlo al que mi alma sintió cuando poco há dije misa en ese sagrado altar por vuestra prosperidad y vida. Hemos llegado al tercer año en que por el testamento de vuestro buen padre fuimos nombrados vuestros tutores, y gobernadores del reino. Nuestros servicios y cuanto con esto hayamos aprovechado, no me toca á mí referirlo: bástame saber que nadie ignora nuestros sacrificios para que yo insista en semejante empeño. Sin embargo, permitido me será, siquiera para que con motivo de esta solemnidad quede aquí consignado, reseñar cuanto hicimos por el bien de vuestra augusta persona y acrecentamiento de vuestros reinos. Hoy os los entregamos en la misma paz y quietud conque los hemos recibido, porque sabiendo cuánto esto interesaba para el bienestar de vuestros pueblos, nos abstuvimos de la guerra. Tampoco entre nosotros estallaron esas escisiones que suelen ensangrentar otras regencias; y al mismo tiempo que con los moros hicimos nueva confederacion y aplacamos los ánimos feroces de los portugueses, nos granjeamos las voluntades de algunos opulentos señores, que de otro modo nos hubieran hecho la guerra. Tambien conservamos la amistad de los ingleses, aragoneses y franceses, naciones poderosas que, en las borrascas porque acabamos de pasar, hubiera sido muy temible el tenerlas por enemigas. Yo bien sé, señor, que no faltará quien de nosotros diga que con nuestras imposiciones hemos arruinado á los pueblos. Mas, cómo puede ser esto, cuando para aliviarlos redujimos el alcabala á la mitad de lo que antes pagaban, es á saber, á razon de uno por veinte? De esta manera hemos conseguido que muchos que por la crueldad de los alcabaleros se habian desterrado de sus tierras y abandonado sus haciendas, se hallen al presente en sus casas. Dirá otro que los tesoros y rentas reales estan consumidas y acabadas, y por desgracia no lo podemos negar. Pero sino hubiéramos echado mano de ellas, con qué habiamos de pagar las muchas deudas y obligaciones que quedaron pendientes? Con qué fondos tambien podiamos contar para apaciguar las alteraciones de la nobleza y del pueblo, siempre prontos á sumirnos en nuevos y considerables males? Ningun pueblo hasta la menor aldea hallareis enagenada: todo está tan entero como antes; de suerte que ninguna cosa falta para vuestra felicidad y para nuestra alegría, sino lo que hoy se hace, que concluida tan larga navegacion, ya que llegamos al puerto despues de haber corrido tan procelosos mares, caladas las velas y echadas anclas descansemos en vuestra prudencia y benignidad, seguros de que si en tanta diversidad de cosas algo se hubiese errado, sin que sea menester intercesor ni tercero, vos mismo lo perdonareis.»

A estas razones respondió el jóven príncipe en pocas palabras:

-«De vuestros servicios, dijo, de vuestra lealtad y prudencia todo el mundo da bastante testimonio. Yo mientras viviere no me olvidaré de lo mucho que os debo, y así como hasta aquí he gobernado mi persona por vuestros consejos, en lo de adelante pienso ayudarme de ellos para gobernar los reinos que Dios me ha dado.

Concluido este solemnísimo acto retiróse el rey y su comitiva á su buena ciudad de Burgos. El pueblo, que llenaba todas las calles y avenidas por donde pasaba el príncipe, no cesaba de victorearle, y cuando hubo llegado al alcázar, despues de repetir las aclamaciones y vivas, voló á la posada del arzobispo de Santiago para manifestarle su gratitud por cuanto habia practicado en beneficio de todos, y muy en particular por el augusto hijo de don Juan.

El prelado compostelano conoció entonces que habia llegado al apogeo de su mayor ventura, y como diestro piloto, antes que se levantase una tormenta que aniquilase la nave de su fortuna, pidió permiso al rey para retirarse á su diócesis. Preguntóle entonces el jóven príncipe qué recompensa queria por tan eminentes servicios como á su causa habia prestado; y habiéndole respondido que le bastaba el testimonio de su propia conciencia, pues no habla hecho mas que lo que esta le dictára, salió para Santiago, dejando á Ramiro de alcaide del castillo de Burgos, el cual acababa de reunirse con Abigail para no separarse mas de ella.




ArribaAbajoCapítulo VII

En que el ermitaño Juan Sago empieza á referir su peregrina historia.


A la caida de una tarde sumamente fria del año de mil trescientos noventa y tres, una jóven hermosa y agraciada, que caminaba á pié llevando alguna ropa envuelta en un pañuelo, llegó á la celda en que se albergaba el solitario de la ribera del Adaja, demandando su hospitalidad en la noche que estaba cerca.

-Mal haria en negaros lo que me pedís, la respondió el ermitaño; entrad en mi pobre habitacion, y aunque en ella no encontreis un hospedage cómodo, al menos no os faltará lumbre, algunas frutas secas, y sobre todo una buena voluntad.

Agradeció la recién llegada como debia estos favores, y habiéndola el anciano dado el ejemplo, entró en el interior de la habitacion, y se sentó al amor de una grande hoguera que ardia en una pieza separada de la principal.

Mientras tanto ninguno de estos dos personages hablaba una palabra; pero en cambio la jóven, que no apartaba sus hermosos ojos de la lumbre, suspiraba profundamente. Observábala el ermitaño, y si en su edad avanzada tuviesen cabida los incentivos de la carne, mucho tendria que mortificarse para no ser víctima de su curiosidad. Pero Juan Sago, que á fuerza de maceraciones y asperísimas penitencias habia logrado un grande imperio sobre sus pasiones, solo miraba á la jóven con aquel interés que presta la desgracia á toda alma compasiva.

-Parecéme, señora, la dijo con este motivo, que algun grave dolor, de esos que de cuando en citando acibáran nuestra existencia, debe de atormentaros: si él es de tal naturaleza que no se resiste á los consuelos de la religion, y á los conocimientos que trae consigo la edad mas madura, yo os ofrezco mis oraciones y consejos. Hablad, pues, no temais manifestar vuestras cuitas, aunque en ellas aparezca alguna debilidad tan propia de nuestra naturaleza, á quien conoce demasiado de cuánto es capaz el humano corazon cuando se deja arrastrar de algun afecto pernicioso. Vos sois jóven y hermosa; y qué tendria de estraño que hubiéseis sido con estas circunstancias seducida por algun perverso de esos que solo atienden á satisfacer sus innobles apetitos?

-Ah padre mio! respondió la huéspeda; vos me confundís sin duda con alguna de esas infelices víctimas de la seduccion que por desgracia abunda tanto en nuestros dias, y yo debo apresurarme á destruir vuestro error. Sabed, pues, que aunque desgraciada, no soy culpable; y que habiendo amado ciegamente á un hombre que ya no existe entre nosotros, cerre para siempre mis oidos á la lisonja, y mi corazon al amor.

-Sin embargo, señora, repuso el ermitaño, habiéndome vos dicho que sois desgraciada, vuelvo á ofreceros mis oraciones y servicios. Rehusareis admitirlos?

-De ningun modo, respondió la recién llegada; antes os digo que jamás pudísteis ofrecérmelos en mejor ocasion.

-Pues á vos os toca, señora, contestó él anciano, indicarme en qué podré serviros.

-Vos tal vez, repuso la jóven, tendreis noticia por estas asperezas de algun lugar ignorado, y de alguna persona que mediante la labor de manos en que puedo ocuparme para su utilidad, se comprometa á llevarme á él cada quince ó veinte dias algunos víveres conque pueda sustentarme: si lo uno y lo otro me proporcionais, estad seguro que habreis hecho una obra muy meritoria, porque me habeis librado de la persecucion de que por desgracia soy objeto en ese mundo perverso y corruptor.

-Señora, repuso Juan Sago al oir estas palabras, segun parece vos quereis emprender un género de vida parecido al mio; y creo que al intentar una cosa semejante no habeis meditado sobre los trabajos y contínuos disgustos que aun en el fondo del desierto os aguardan. La vida penitente y solitaria, á que quereis entregaros, no os librará primero de las murmuraciones del vulgo, y un poco mas tarde de las persecuciones y perfidias de vuestros actuales enemigos. Sereis tenida por una muger viciosa que encubre sus debilidades con el tosco sayal de la abnegacion y la penitencia; reputaráse vuestra virtud por hipocresía, vuestras vigilias y ayunos por otros tantos medios que empleais para satisfacer vuestra gula; y por último, todos los actos en que os ejerciteis serán reputados por los enemigos de vuestro estado, por delitos dignos de castigarse del modo mas severo. Desistid, pues, de una idea que necesariamente os acarreará la muerte acompañada de los mayores disgustos; y si por un momento habeis estado fascinada por la quietud y deseando de que suponeis acompañada á la vida solitaria, acordaos que son muy pocos los que la abrazan, y menos aun los que tienen ánimo para permanecer en ella.

-Conque también es preciso renunciar á este consuelo! esclamó la huéspeda. Adónde iré, continuó un poco despues, para evitar la desgracia de que estoy amenazada? Si en todas partes me persigue su osadia y maldad, recurriré á la muerte para librarme de esa serie de infortunios que como los eslabones de una larga cadena se vienen sucediendo unos á otros desde el fatal momento en que nací? Justo cielo! habré incurrido en vuestra indignacion por haber amado á Bermudo con tanta vehemencia, y odiado tanto á su pérfido asesino? Si es así, Dios mio, descargad sobre mí todas vuestras iras, pero libradme de un hombre tan indigno de mi amor como el alcaide de Zamora...

El ermitaño, que no habia conocido á Bermudo ni sabia quién fuese su asesino, nada se proponia decir sobre ellos; pero en cuanto oyó nombrar al alcaide de Zamora, preguntó prontamente:

-Cómo, señora, Nuño Martinez de Villayzan es tambien vuestro enemigo?

-Por desgracia, contestó la jóven, háse enamorado de mí, y pretende á cualquier precio que yo le corresponda.

-Pues entonces es preciso, repuso Juan Sago, que mañana mismo abandone yo nuevamente esta morada, porque un hombre como ese no descansará hasta haber descubierto vuestro paradero.

-Conque vos tambien me abandonais? preguntó tristemente la huéspeda.

-Hija, yo no te abandono, contestó el anciano; desde aquí te dirigiré al arzobispo de Santiago, el cual estoy firmemente persuadido que se declarará vuestro protector. Su grande poder, especialmente en Galicia, puede proporcionaros un lugar que, sin ser el desierto, os ponga á cubierto de todas las asechanzas de vuestros enemigos.

-Ah! en Galicia, dijo suspirando la jóven, en mi dulce patria; esa sería demasiada felicidad para mí.

-Pues qué, señora, vos sois gallega?

-Y por qué he de negároslo?

-Ciertamente; pero decidme, en qué pueblo habeis nacido?

-En la Coruña.

-Ah! en la Coruña! Tambien vi yo en ella por primera vez la luz.

-Luego somos paisanos, contestó la huéspeda con una especie de satisfaccion en ella desconocida.

-Y quién lo duda? pero decidme mas, si en ello no encontrais inconveniente, á qué familia pertenecéis?

-A ninguna, porque ya no existe, respondió tristemente la jóven.

-Pero el nombre de vuestro padre, cuál era?

-Llamábase García, contestó poseida de la mayor tristeza.

-Cielo santo! esclamó el ermitaño sin poder contenerse: García!...

-Cómo, señor, vos le habeis conocido?

-Sí... un poco, respondió el solitario, fijando cada vez mas la vista en la jóven.

-Sin embargo, os habeis inmutado tanto al oir nombrarle, que creí que hubiéseis tenido con él amistad mas íntima.

-Ah! no: todo fué un movimiento involuntario producido por los recuerdos de la juventud. Y vos habeis tenido alguna otra hermana?

-No señor; fuí la única de tres hijos que tuvo mi malogrado padre.

Al llegar aquí, el corazon del anciano, que desde el principio de este diálogo le estaba anunciando que tenia delante de si á un pedazo de sus entrañas, esclama con los ojos arrasados en ardientes lágrimas:

-Ven, Jimena, hija mia, á abrazar á tu padre; no dudes estrechar en tu juvenil seno al mismo que te ha dado el ser, y que por una combinacion de fatales circunstancias se ha visto privado de tu dulce compañía.

La jóven, que ni remotamente habia pensado en un encuentro semejante, pues se tenia por hija del navegante García, permaneció algun tiempo inmóvil; pero al ver las lágrimas del anciano que corrian abundantemente por sus arrugadas megillas, y que alargaba sus ya decrépitos brazos para estrecharla contra su corazon, que entonces solo palpitaba por ella, corrió hácia él con los brazos abiertos, y un instante despues, no pudiendo resistir á la fuerza de la sangre, que le decia que aquel anacoreta era el autor de sus dias, le abrazaba estrechísimamente, al mismo tiempo que mezclaba sus ardientes lágrimas con las suyas.

-Cesará, hija tilia, tu estupor y sorpresa, la dijo el solitario al desprenderse de sus brazos y volviendo á sentarse á la lumbre, cuando sepas mi historia, en la cual va envuelta tambien la de tu nacimiento. Has de saber, pues, que me encontré huérfano cuando apenas contaba diez y ocho años de edad. Mis padres, sino me dejaron grandes bienes de fortuna, legáronme al menos los conocimientos que adquirí al lado de un hermano de mi madre que, encerrado en el claustro desde la edad mas temprana, era uno de los hombres mas sabios de su siglo. Por desgracia víme solo en el mundo cuando mas necesitaba del freno y saludables consejos de aquellos á quienes debia la existencia: mi tio habíalos precedido en la tumba, así como habia sido el primero en nacer; y como las pasiones de mi jóven y tierno corazon eran tan vehementes, presto me dejé arrebatar por ellas. Ay, infeliz de mí, y con cuánto dolor recuerdo aquel borrascoso período de mi vida! Cuánto temo que las maceraciones del hermano Juan Sago no sean bastantes á borrar las debilidades de Jaime Rodriguez de Acevedo! Pero, en fin, dejemos esto, y confiemos siempre en la piedad del Padre de las misericordias y Dios de toda consolacion. Fácil es por lo tanto venir en conocimiento de cuál sería mi fama en una poblacion á la que continuamente escandalizaba con mis escesos. Todos aquellos jóvenes que apreciaban en algo su reputacion, huían de mi conipañía como de la de una serpiente venenosa; pero en cambio no me faltaba la de algunos que habian contribuido á la corrupcion de mis costumbres, y á los cuales trataba con el mas reprensible cinismo de aventajarme en la carrera del mal. Para nosotros no habia derecho que no conculcásemos ni ley que no mirásemos con el mayor desprecio. Todo aquello que halagaba nuestras pasiones y lisonjeaba nuestro amor propio, por mas que nos pareciese contrario á lo que la sana razon dicta, lo practicábamos, sin curarnos por esto de la grave ofensa que obrando así hacíamos á la sana moral. Habia veces que interiormente sentíamos en nuestro corazon el gusano roedor de la conciencia, pero bien pronto la perpetracion de nuevos crímenes ahogaban la voz de la verdad, que de este modo trataba de recuperar sus derechos. En este tiempo tuve la desgracia de agradar á una joven perteneciente á una de las primeras familias del pais. Doña Sol, que así se llamaba, habia sido criada con recato; pero seducida por mis galanteos, á que ayudaba con sus astucias una antigua dueña, y cuya fidelidad yo habia logrado corromper, presto me juró un amor eterno. Mas cómo habian sus padres de acceder á nuestro himeneo, si mi conducta era la mas depravada que en aquella época se conocia? Negáronla, pues, su consentimiento; pero no pudieron apagar el concupiscible fuego que ardia en su corazon. Aquella víctima de mi perversidad siguió amándome á despecho de sus padres; y aunque estos arrojaron á la calle al instrumento de mi seduccion, doña Sol halló medio de verme y comunicar conmigo á menudo. Esta inesperta jóven accedió á todos mis deseos; y cuando empezaba á dar señales de su maternidad futura, trató su padre de casarla con uno de los mercaderes mas ricos de los que se empleaban en la contratacion de Levante. Como es de suponer resistióse mi amada todo cuanto pudo, pero al fin tuvo que obedecer á su padre, que de todo punto ignoraba el estado en que se encontraba su hija. Á los pocos dias de verificado el matrimonio de doña Sol, su marido, que se llamaba don Duarte, salió en direccion de la India en una nave portuguesa para proveerse en aquellos remotos climas de las especerías que allá tanto abundan, y que en Europa son tan estimadas. Esta circunstancia favoreció estraordinariamente nuestras culpables relaciones. La recien casada, que deseaba que su marido no regresase jamás de su lejana espedicion, manifestóme entonces toda su alegría; y como su corazon casi estaba tan corrompido como el mio, hacia gala de amar á un hombre á quien todos aborrecian. Eran inútiles para ella las reprensiones de su padre; y algunas veces le respondia con tanto descaro, que el buen anciano llegaba al estremo de maldecir el momento en que la habia dado el ser. Llegó tambien á cortar toda clase de relaciones con ella, y solo su madre, que no podia prescindir de aquel amor que hasta ahora nadie ha sabido definir, iba á su casa todos los dias. En este tiempo doña Sol dió á luz una niña, y como yo tenia tantos motivos de conceptuarme su padre, quise al instante encargarme de su educacion. Mandé que en el sagrado bautismo se la llamase Jimena, y...

-Jimena decís? interrumpió la huéspeda del ermitaño.

-Sí, hija mia, respondió este; Jimena he dicho, porque tú eres aquella niña.

-No acabo de comprender...

-Déjame continuar, repuso el solitario, y vendrás al instante en conocimiento de tu equivocacion.

Entonces, volviendo á tomar el aire de narrador, continuó diciendo:

«Bautizada la hija de la muger de don Duarte, busqué al punto una nodriza que merecia toda mi confianza, y la entregué la niña para que la criase, con el encargo especial de que á nadie manifestase el interés que yo me tomaba por ella. Sin embargo, tu nacimiento, hija mia, dijo dirigiéndose á la recien llegada, dió márgen á mil hablillas, que todas redundaron en perjuicio de tu pobre madre; y lo mas sensible para su familia era que no se podian ocultar sus escandalosos devaneos conmigo. Por desgracia habia parido antes del tiempo ordinario, y esta circunstancia tan temible para sus parientes, teníalos llenos de desconsuelo. Mas si esto era entonces, qué sería cuando regresase don Duarte, de quien habia noticias de que iba á verificarlo muy pronto? La vista de un marido irritado es el mayor martirio para una esposa adúltera; y Sol, que lo conocia, trató de huir secretamente conmigo. Pero ¡ay! y cuán en vano nos oponíamos á los justos designios de la Providencia! Casi al mismo tiempo que ibamos á ejecutarlo, presentóse repentinamente el esposo de doña Sol; y su aparicion impensada, pues venia por tierra desde Lisboa, en donde habia desembarcado, destruyó por entonces todos nuestros planes. Don Duarte era uno de esos hombres prudentes y reservados, que antes de dar un golpe lo meditan muy despacio. Añadia á estas circunstancias la de ser muy celoso de su honra y escesivamente vengativo; y como á los pocos dias de su llegada no faltó quien le noticiase nuestro criminal trato, quiso antes de nada examinar á doña Sol.»

-Hánme dicho, dijo á su esposa con este objeto, que durante mi ausencia, que por desgracia fué bien larga, habíais parido una niña, y en verdad, señora, que, despues de estrañar vuestro silencio, no encuentro motivo para que se crie distante de nuestra vista este primer fruto de nuestro himeneo...

-Sí, es verdad, respondió doña Sol toda sobrecogida de temor; pero como es una niña que ha nacido antes de tiempo, es tan fea que me da horror el mirarla.

-Pero al cabo, señora, es vuestra hija...

-Eso sí...

-Pues bien, esa niña, fea ó bonita, tal cual sea, es preciso que hoy mismo venga á esta casa. Sereis tan cruel que trateis de privarme del dulce consuelo de imprimir un ósculo en las tiernas megillas de ese ángel á quien hemos dado el ser?

«Habia un no sé qué en don Duarte cuando dijo estas palabras, que por mas que trataba de ocultarlo, manifestaba el odio que en su corazon abrigaba contra su desventurada esposa; pero esta incauta y seducida muger, por una de aquellas aberraciones que por lo general son tan comunes en nosotros, creyó que si su marido trataba de vengarse, sería solo de la inocente Jimena. Esta creencia la indujo á perpetrar un nuevo crímen: salió precipitadamente de su casa despues de decir á su esposo que iba á complacerle, y dirigiéndose á una de las mugeres mas pobres de la poblacion que estaba criando una niña, pudo á fuerza de dádivas y promesas conseguir de ella que la siguiese á su casa, y que dijese siempre que fuese preguntada que aquella niña era Jimena. Don Duarte cayó en la red que le tendió su esposa; y esta desdichada, que deseaba librarse cuanto antes de su dominio, me escribió una esquela al otro dia, cuyo tenor era el siguiente:

«No puedo soportar por mas tiempo la vista de un hombre tan odioso como el que mis padres me han dado por esposo. Si os apresurais á sacarme de su poder, pronto la desesperacion que empieza á dominarme, me habrá precipitado en el sepulcro. Acordaos que me amásteis, y que aun debeis amarme. No olvideis con cuánta fé y ardor he correspondido á vuestro afecto; y si conservais aun en vuestro corazon una chispa de aquel fuego que en otra época inflamó el mio, librad cuanto antes de la esclavitud en que gime á la sin ventura doña Sol.»

»No quise contestar á este billete hasta poder hacerlo de una manera satisfactoria para mi dama: pasé por lo mismo la mayor parte del dia arbitrando mil medios para escaparme con ella; y cuando habia encontrado uno y me disponia á ponerlo en su conocimiento, entró en mi casa el mismo don Duarte en persona.»

-Vengo, me dijo, á arreglar con vos cierto negocio que hace bastantes dias me trae desasosegado. Vos no ignorais la grave ofensa que se hace á un marido honrado cuando se le usurpa el cariño de su esposa. Tambien os supongo sabedor de las consecuencias que esto acarrea á todos los que tienen la desgracia de pertenecer de alguna manera á los contrayentes: pues bien, ahorremos tiempo y palabras; dadme vos la vuestra de que á media noche estareis fuera de los muros de la poblacion por la parte que mira á la torre de Hércules, y os librareis de que ahora mismo os asesine.

-Por Dios, don Duarte, le contesté, qué es lo que decís? Vos debísteis de perder el juicio. Qué tengo yo que ver con vuestra esposa? Llamais usurpacion de cariño el cultivar una amistad tan antigua como lícita? Vaya que sois en estremo celoso; enfermedad de la cual no curareis hasta que hayais dejado de trataros con los portugueses... Volved, pues, en vos mismo y no culpeis á doña Sol, que se encuentra mas inocente que vos.

-Pérfido, esclamó irritado el mercader, aun añadís el insulto á la ofensa!...

-No; perdonad, le dije, porque hasta ahora nadie me llamó pérfido sino vos.

-Pues yo os lo llamo, porque lo sois.

-En este caso, contesté yo con admirable sangre fria, en esta noche...

-Sí, en esta noche, me interrumpió cada vez mas irritado, nos veremos.

-Corriente, corriente, respondí prontamente.

«Marchóse el marido de doña Sol, dejándome con bastante inquietud acerca de la suerte que me esperaba; porque á la verdad, aunque yo entonces nada temia, sin embargo, un duelo á media noche, y con un hombre á quien suponía devorado por la terrible pasion de los celos, era mas á propósito para tenerme en zozobra que para inspirarme confianza. Por mi desgracia no me fué posible noticiar á mi Helena cuanto acababa de pasar, porque aquel irritado Menelao, temeroso de que otro Páris se la robase, tomó tan bien sus medidas, que ningun ser viviente pudo acercarse á ella en todo lo que restó de aquel memorable dia. Poco á poco fuése acercando la noche. Densas tinieblas cubrian ya toda la superficie de la tierra, cuando entre el temor que me infundiera la provocacion del mercader, me dirigí al lugar de la cita. Llegué á ella y no encontré á nadie: púseme á pasear esperando á mi adversario, y mi impaciencia era tan grande que empecé á sospechar si habria renunciado al combate temeroso de perder la vida á manos del que le quitára el honor. Á pesar de tales sospechas, que ya iban degenerando en creencias, decidíme á esperar hasta que fuese de dia. La luna entonces, levantándose magestuosamente por encima de las cúspides de los montes, vino á hacer menos triste mi situacion. Con su claridad distinguia perfectamente la villa, cuyos habitantes dormian profundamente. Tenia á mis piés las aguas del Océano, que suavemente venian á estrellarse contra las peñas de la orilla, y á mis espaldas unas rocas tan elevadas, que algunas veces sus sombras se me figuraban gigantes tendidos en la arena. Así estuve largo tiempo esperando á don Duarte, y en una de aquellas veces que tendia la vista por todas partes á ver si le veía venir, distinguí un papel blanco que sin llegar al suelo andaba revoloteando sin acabar de caer. No dudando que la brisa se lo estorbase, fuíle siguiendo con la vista, y cuando al fin le vi caer, volé á ver lo que contenia. Por un lado estaba enteramente blanco; mas por el otro leí á la claridad de la luna estas palabras, que enteramente me desconcertaron: «don Duarte ya está vengado.» Al instante me anunció mi corazon lo que podia ser: perfido1 esclamé, habrás asesinado á tu desventurada esposa? Pero aun no habia acabado de decir estas palabras y formado la resolucion de correr á casa de mi adversario para vengar á mi vez á doña Sol, en el caso en que hubiese perecido, cuando aparece semejante á un espectro por encima de las rocas un hombre, y me dice al mismo tiempo que arroja á mis piés una criatura desde aquella elevacion tan estraordinaria: «Jaime Rodriguez de Acevedo, ahí tienes á tu hija.» Un quejido tan solo que aquel ángel exhaló al tiempo de dejar sus tiernecitos miembros por las afiladas puntas de las peñas, me hizo entender que Jimena acababa de ser despedazada. Considerad cuál quedaria yo entonces creyendo asesinadas á las dos únicas personas á quienes yo mas amaba en el mundo. Dí un grito de horror, y un instante despues, dejando la desierta playa en que me encontraba, me dirigí á casa de don Duarte. Al llegar me sorprendió el encontrar la puerta abierta. Llamé, y como nadie me respondiese, me decidí á entrar con la espada desnuda. Atravesé un corredor que estaba á oscuras: entré en una sala que encontré al paso, y me dirigí á un aposento en el cual divisaba luz. Pero, de qué voces me valdré para describiros el terror que de mí se apoderó ante el sangriento espectáculo que entonces se ofreció á mi vista? Doña Sol, aquella muger á quien yo tanto habia amado, y á la que por desgracia habia seducido, ya no existia... Su ensangrentado cadáver yacía tendido sobre el mismo lecho en que poco antes se recostára, y en el que acababa de ser asesinada por el desapiadado don Duarte. Acerquéme mas á los inanimados restos de aquella muger tan hermosa: contemplé las profundas heridas que en su blanquísimo pecho abriera el afilado puñal del asesino; y por última vez fijé mis ojos en aquel rostro que antes era mi alegría. Mas cuando ocupado en esto me encontraba, mi imaginacion, herida con cuanto habia presenciado en aquella terrible y funestísima noche, representóme una escena aun si se quiere mas terrible é imponente que las anteriores. Parecióme, pues, que doña Sol se incorporaba, y que volvia á la vida por algunos instantes. La hermosura habia desaparecido de su rostro, pero en cambio estaba cubierto ya con la fealdad de la muerte y con las hediondeces del sepulcro. Sus manos lívidas y descarnadas, trataban de restañar la sangre que aun fluía de sus heridas, y sus ojos, en otro tiempo tan hermosos, fijábanse en mi para reprender mi corrupcion y libertinage. Entonces se figuró oir la voz de mi adorada, que con un acento de ira, me decía: «Por tí está mi cuerpo en esta cama, por tí mi alma en los infiernos. Oh! hombre infame y corruptor! Tú has pervertido mis costumbres y acibarado con falsos deleites mi corta vida... No trates por lo tanto de vengar mi muerte, porque don Duarte no ha sido mas que un instrumento de que la Providencia irritada se ha valido para castigar mis crímenes.» Confieso francamente que no tuve ánimo para permanecer mas tiempo en aquella casa; fuí corriendo á la mia, y pasé el resto de la noche entregado á las ideas mas tristes y desconsoladoras. Á la mañana siguiente habiase divulgado por el pueblo la terrible catástrofe que os acabo de referir; y entre los comentarios á que daba lugar la desaparicion del mercader, de quien jamás volvió á decirse una palabra, daba á entender á todos que él solo habia sido el autor. En medio de tantas amarguras tuve un dulce consuelo: Jimena no habia sido despeñada, porque don Duarte, ignorando el ardid de que se habia valido doña Sol para librar a su hija, se ensañó en la tierna criatura que habia llevado á su casa.

«Desde este momento propúseme mudar de vida; y aunque mis remordimientos eran cada dia mayores, no por eso me abandoné á la desesperacion. La mayor dificultad que encontraba para dejar una poblacion que habia presenciado todos mis escesos eras tú, hija mia; pero habiendo confiado todos mis proyectos á un amigo, que es el mismo á quien hasta aquí has tenido por padre, me animó para que los llevase á cabo, diciéndome que él se encargaba de darte educacion como á uno de sus hijos. Fiado en su palabra, salimos en el mismo buque que él comandaba del puerto de la Coruña; y á los tres dias de navegacion aportamos á una isla en que estaba edificada una suntuosa casa de la célebre orden de los Caballeros Templarios. Entéreme muy despacio del género de vida que practicaban los que la habitaban, y conociendo que era la mas á propósito para borrar mis iniquidades anteriores, pedí al superior la gracia de ser agregado á tan esclarecida milicia. Despedíme entonces de García; dí un triste á Dios á todas las cosas de la tierra, y no pensé mas que en las del cielo. Al poco tiempo de estar en la religion, llegaron á Europa nuevas muy tristes de nuestros hermanos de Ultramar. Decíase como cosa muy segura que habian perecido la mayor parte defendiendo la Tierra Santa contra el furor de los infieles, que por desgracia cada dia adquirian mayor preponderancia; pero lo que parecia indudable era, que la orden habia esperimentado inmensas pérdidas, pues el gran maestre mandaba que sin dilacion se embarcasen para Oriente todos los caballeros capaces de llevar las armas. Yo me alegré en el alma de ser elegido para esta lejana y arriesgada espedicion, porque estaba deseosísimo de verter mi sangre por la fé, en justa espiacion de mis delitos.» Pero antes que os refiera cuanto me ha pasado en la Siria, permíteme que descanse algun tiempo para continuar despues con nueva fuerza. Mientras tanto tú, hija mia, podrás cenar conmigo, pues esta noche, en atencion al inesperado consuelo que he tenido en verte cuando ya habia renunciado á tanta dicha, pienso escederme de lo que me prescribe la regla que desde que vivo en el desierto yo á mí mismo me he dado.




ArribaAbajoCapítulo VIII

En el cual concluye la historia del ermitaño.


Dichas las anteriores palabras, puso el anacoreta sobre una mesilla toscamente labrada unos mendrugos de pan, un queso, algunas nueces y un jarro de agua. Jimena reparó sus fuerzas con una cena tan frugal; y despues que su padre hubo hecho lo mismo, continuó hablando de esta manera:

«A mi llegada á las costas de la Siria, encontré los negocios de los cristianos en el peor estado, al mismo tiempo que el sultan Kelaoun se preparaba con todas sus fuerzas para caer sobre las colonias de los francos. Por todas partes no se hablaba mas que de la guerra; y desde las riberas del Nilo hasta las del Eufrates no se veían mas que sarracenos que marchaban á engrosar el ejército del poderoso sultan de Egipto. Un ejército compuesto de veinte y ocho mil caballos y de mas de ciento veinte mil infantes mandados por siete de los principales emires, se aproximó entonces á la bellísima ciudad de Tolemaida. Todas las casas de campo, jardines y viñas que cubrian las inmediaciones de esta metrópoli de la Siria, fueron asoladas. Las llamas, que subian á grande altura, y los infelices habitantes de la campiña, que huían despavoridos á vista de los sectarios de Mahoma, instruyeron á los defensores de la plaza de la suerte que les estaba reservada. Empero el fiero golpe que iban á descargar sobre los consternados cristianos, detuvóse por algunos dias. Kelaoun, que se habia quedado enfermo en Egipto, sucumbió al cabo; pero antes hizo jurar á su hijo y sucesor Chalil, que no dejaria las armas, ni á su cadáver disperisaria los honores de la sepultura, hasta tanto que no hubiese anonadado á los discípulos de Jesucristo. El nuevo sultan, que se titulaba de antemano vencedor de los francos y pacificador de la religion mulsumana, no tardó en presentarse delante de San Juan de Acre ó Tolemaida con un numerosísimo ejército, que ocupaba toda la llanura desde las orillas del mar hasta el pié de las montañas. Aquel enjambre de bárbaros sacados de las riberas del Eufrates y del Nilo, de las costas del mar Rojo, y de todas las provincias de la Siria y de la Arabia, pusiéronse á trabajar sin descanso para aniquilar una plaza que apenas contaba con veinte mil defensores. Los cedros del Líbano y las encinas de las montañas de Naplusa, cortadas por la infiel segur, fueron bien pronto transportadas al campamento de los infieles. Mas de trescientas máquinas estuvieron en pocos dias en disposicion de batir los muros de la ciudad sitiada, y entre ellas habia una de un peso tan disforme, que cien carros apenas bastaban para transportarla. Mientras tanto la consternacion se difundia por todos los ángulos de una ciudad, que ningun socorro podia esperar de la Europa cristiana. Y en tan críticos momentos el gran maestre del Temple, que se proponia apurar todos los arbitrios que su celo le sugeria para salvar aquel baluarte de los latinos, pasó al campamento de los infieles. Yo fuí uno de los pocos caballeros de la orden que le acompañaron, y con este motivo aun recuerdo las palabras que con el objeto de arredrar á los infieles de su empresa, dirigió al hijo de Kelaoun.»

«Poderoso sultan, le dijo, no estrañes que un discípulo de Jesucristo venga á advertirte de los peligros que te rodean si persistes en la idea de apoderarte de Tolemaida; porque nuestra religion nos enseña que todos los hombres, aun aquellos que desconocen al Dios que adoramos, son nuestros hermanos. Sabe, pues, que los defensores de la plaza que tu ejércíto sitia, ademas de ser muy numerosos, estan dispuestos á sepultarse bajo los robustos muros que rodean la ciudad, antes que permitir que uno solo de tus soldados se acerque á sus murallas. Tenemos tambien toda clase de víveres y pertrechos para resistir un largo sitio: dentro de muy pocos meses esperamos á dos de los mas grandes y poderosos reyes de Europa, que con sus ejércitos se apresurarán á restablecer nuestros negocios en estas comarcas. El medio que os queda de salvacion, antes que os veais atacado en vuestros mismos estados, es muy sencillo. Redúcese á que concluyais con nosotros una tregua, en la seguridad que será respetada por nuestros auxiliares, y os retireis inmediatamente con vuestras huéstes al otro lado del Nilo.»

»Este discurso causó todo el efecto que se propuso el gran maestre; porque Chalil, intimidado con los socorros que le dijo iban á llegar de Europa, consintió en una tregua, bajo la condicion que cada habitante le habia de pagar un dinero de Venecia. Alegre el gefe de los Templarios con este resultado, reunió en la iglesia de la Santa Cruz una asamblea del pueblo, y le manifestó las condiciones que el sultan proponia para la conclusion de las treguas. Su parecer, añadió, era el de someterse á ellas, pues no quedaba otro medio de salvar la ciudad; pero apenas habia acabado de decir estas palabras, cuando en toda la asamblea resonaron las de traicion, traicion. El gran maestre del Temple vió entonces muy espuesta su vida, y desde aquel momento, este generoso guerrero solo trató de morir con las armas en la mano por un pueblo ingrato y frívolo, incapaz de rechazar la guerra con la guerra, y que no queria su salvacion por medio de la paz. El sultan, que se creyó burlado por uno de los principales gefes de los francos, mandó estrechar rigurosamente el sitio, y al dia siguiente las trescientas máquinas de guerra empezaron con un estrépito y furor espantoso á batir las murallas de Tolemaida. Piedras de un peso enorme, maderos de un tamaño estraordinario, dardos, venablos, frascos de fuego y balas de plomo caían sin cesar sobre los palacios, las torres y las casas. En los primeros ataques, los cristianos dieron la muerte a una gran multitud de musulmanes que se habian aproximado á las murallas, y mientras tanto otros, despreciando la muerte y todo cuanto se oponia á su paso, penetraron hasta las mismas tiendas de los infieles. Al fin, fueron rechazados con gran pérdida, pero fué despues que á sus contrarios dieron de este modo una prueba de su inaudito valor. Pero qué importaban todos estos actos de heroismo para un enemigo numeroso y obstinado que tenia á mano tantos medios de reparar sus pérdidas? Los defensores de Tolemaida, cuyo escaso número despues de las primeras batallas apenas llegaba á doce mil vieron decaer su espíritu al observar que los habitantes de la ciudad se embarcaban todos los dias llevándose consigo sus riquezas. Á esta desgracia se agregó bien pronto otra, si se quiere, todavía mayor: la división empezó á cundir entre los gefes, desaprobando unos lo que otros hacian para rechazar al comun enemigo. Ya habia mas de un mes que duraba el sitio, cuando el sultan del Cairo ordenó un asalto general, haciendo reunir en la llanura trescientos camellos con un tambor cada uno, lo que hacia resonar á lo lejos un espantoso ruido. Los soldados musulmanes, cuyo número se aproximaba á cuatrocientos mil, salieron de su campo formados en batalla. Quién podrá describir el cuadro imponente que tantos infieles reunidos causaban? Quién será capaz de dar una idea del espanto que la vista de estos enemigos de nuestra sacrosanta religion causó en los escasos defensores de, la ciudad sitiada? Sin embargo, fuerza es decirlo, a pesar que todos presentian la pérdida de aquella metrópoli de la Siria, de aquel noble emporio del comercio y de las artes, no hubo uno solo siquiera que manifestase en aquel acto el temor que dominaba en su corazon. Todos hicieron su deber como buenos, todos se presentaron al hierro enemigo, y cuando el fuego griego reducia á cenizas los torreones y almenas que defendian, preferian ser abrasados antes que abandonar el puesto en que cada uno se encontraba. Guerreros de todos los tiempos! haced justicia al denodado valor de los defensores de San Juan de Acre: confesad conmigo que jamás se vió heroismo semejante al suyo; y que el espectáculo de cuatrocientos mil combatientes dispuestos para descargar el postrer golpe sobre un baluarte defendido por doce mil hombres sin union y sin esperanzas, es mas que suficiente para desanimar á los primeros héroes de la tierra. El formidable ejército de Chalil avanzaba en buen orden; y á medida que se aproximaba á las murallas de la ciudad, el sol resplandecia sobre los broqueles de oro, y todo el pais parecia que reflejaba sus resplandores. El hierro de las bruñidas espadas se asemejaba á las estrellas que brillan en el cielo en una noche de verano, y cuando las tropas se estendian por la llanura con las lanzas levantadas, se creía ver una selva que se movia de uno á otro lado. Desde el amanecer las máquinas, de que antes os he hablado, no cesaban de batir los muros; y mientras los infieles llamaban falsamente la atencion por otras partes, el peso de todas sus fuerzas caía sobre la puerta de San Antonio, defendida por los soldados del rey de Chipre. Los musulmanes llegaron á arrimar sus escalas á las murallas, mas la tenacidad y valor de que dieron tantas pruebas los cruzados, unido á la oscuridad de la noche, que sobrevino á lo mejor de la funcion, obligaron á los infieles á retirarse á su campo. El Chipriota, mas cuidadoso entonces de su seguridad que de su gloria, no pensó mas que en salir de una ciudad á la cual ya no podia salvar; y despues de entregar el puesto que defendia á los caballeros teutónicos diciéndoles que se retiraba para descansar, pero que volveria al amanecer, se embarcó durante la noche para su reino con una tropa de tres mil soldados. La sorpresa y la indignacion se apoderó entonces de todos nosotros: caballero hubo que, al saber tan culpable como cobarde abandono, esclamó entre el dolor y la desesperacion: «pluguiese al cielo que un violento huracan hubiese aniquilado las naves que á esos cobardes conducian, y que sus cuerpos, como si fuesen de plomo, quedasen sepultados en el profundo del mar.» Como era de esperar volvieron los sarracenos al asalto al amanecer del siguiente dia. Sus máquinas de guerra trabajaban sin descanso para destruir los muros, y cuando los que las dirigian observaron que la puerta de San Antonio, situada á oriente de la ciudad, se encontraba sin defensores, á ella asestaron sus principales tiros. Lograron al fin abrir en aquella parte una ancha brecha; y entonces el ejército musulman, que tanto habla deseado esta circunstancia, precipítase por ella para llegar al interior de la ciudad. Entonces tuvo lugar uno de los combates mas sangrientos de que hay memoria en aquellas remotas regiones. Los guerreros cristianos volaron á detener los progresos del enemigo, y aunque los habitantes de Tolemaida presenciaron con una indiferencia demasiado culpable su abnegacion y heroismo, no abandonaron el campo hasta que el cansancio y la fatiga les impidió de todo punto manejar la maza y la lanza. Pero en tan críticos instantes preséntanse los caballeros del Templo y del Hospital; reaniman con su presencia á los que aun combatian, y vuelve con mas furor que nunca á encarnizarse el combate. Yo mismo presencié el imponderable valor de Guillermo de Clemont, gran maestre de los hospitalarios. Este guerrero, despues de reanimar una tropa de cristianos que se retiraban despavoridos ante la muchedumbre de infieles que por todas partes los acuchillaban y perseguian, lánzase entre las huéstes vencedoras, y su cortante espada derriba á una multitud de africanos. Apodérase entonces de los soldados de Chalil un pánico estraordinario, y sus aguerridos escuadrones huían á nuestra vista como ovejas delante del lobo. La noche, que sobrevino muy pronto sirviónos para recoger los heridos y atender á su curacion, para reparar las murallas y prepararnos para los ataques que aun esperábamos. El dia siguiente antes de salir el sol se convocó una asamblea general en la casa de los hospitalarios: la tristeza se veía pintada en todos los semblantes, pues el dia anterior se habian perdido dos mil guerreros cristianos, y ya no quedaban mas que siete mil para defender las torres y los muros, y no estando sostenidos por la esperanza de recibir socorros de ninguna parte, solo presentian peligros y calimidades. Luego que la asamblea estuvo reunida, el venerable Patriarca de Jerusalen se dirigió á todos los que la componian con las siguientes palabras: «No vengo aquí á increpar la conducta de aquellos que nos han abandonado: sé que no á todos les fué dado un corazon tan esforzado como á vosotros, y esto me hasta para no manifestar sus nombres. Tampoco vengo á hablaros de los peligros de la patria, porque por desgracia para la mayor parte de vosotros, la patria no está en Tolemaida. Esto supuesto, vengo tan solo á recordaros el solemne juramento que al salir de Europa habeis prestado de sacrificaros por la causa de Jesucristo, hoy tan mal parada por nuestros pecados. Tampoco quiero pasar en silencio la suerte que á esta ciudad la está reservada, sino correspondeis hasta la muerte á la fama que de valientes habeis adquirido en mil ensangrentados combates. Acordaos que la cristiandad entera por medio del Padre universal la encomendó á vuestro cuidado; y sobre todo no olvideis lo que será de esta precíosísima joya si la abandonais al furor de los musulmanes. Su saña é inaudito furor, despues de abatir las murallas, incendiará los palacios y soberbios edificios que la ennoblecen; arrancará de los pechos de las madres á sus tiernos pequeñuelos, y con bárbara crueldad los degollará en su presencia; los hombres que antes no hayan perecido, despues de haber presenciado la violacion de sus esposas é hijas, serán conducidos á las lóbregas mazmorras del Cairo, en donde perecerán entre los tormentos que el islamismo tiene preparados á los que no profesan su bárbara ley. Y qué diré, hijos mios, qué diré de las horribles profanaciones que esperan al santuario? Vosotros, guerreros de la Europa cristiana, habeis abandonado vuestros hogares para que el nefando discípulo de Mahoma convierta vuestros templos en lugares de abominacion? Permitireis que el bárbaro africano y el infiel escita manchen con su inmunda planta la morada de Dios, y en que habitan con el mas profundo respeto los ángeles del cielo? Si tantas calamidades nos aguardan, cuál será el medio que debemos de emplear para evitarlas? Voy á indicaros uno tan solo que os dará la victoria, y si por nuestras culpas no la mereciésemos, al menos nadie podrá impedir que vuestra muerte sea gloriosa. Poned vuestra confianza en Dios y en vuestras espadas; preparaos al combate con la penitencia; amaos y socorreos unos á otros; batíos con el valor de los Macabeos, y la victoria al fin coronará vuestros esfuerzos. De este modo vuestra vida y vuestra muerte será tan gloriosa para vosotros mismos, como útil para la cristiandad.»

«Este discurso, que el venerable prelado pronunció en medio de aquella noble asamblea de guerreros, fué escuchado con el mas religioso silencio. Todos cuantos la componian sintiéronse animados de un ardor y entusiasmo desconocidos; y despues de animarse á morir unos á otros con la mas grande abnegacion, juraron imitar el ejemplo de los que en aquella ensangrentada lucha habian sucumbido. Los gefes y los soldados marcharon despues á ocupar los puestos confiados á su valor, y los que no se empleaban en la defensa de las torres y de los muros, se disponian á combatir en las calles con el enemigo si por desgracia llegase á penetrar en la ciudad. Se construyeron parapetos, se amontonaron piedras á las puertas de las casas, se ataron cadenas para detener á la caballería musulmana; y en una palabra, cuanto puede inventar el arte dificil de la guerra, de todo se hizo uso para salvar a la ciudad de Tolemaida. Apenas se acabaron estos preparativos, el aire resonó con el sonido de los atambores y trompetas, y un poco mas tarde oyóse un ruido espantoso producido por los bárbaros que desde la llanura se acercaban á las murallas. Reprodujéronse entonces con mas encarnizamiento los ataques de los dias interiores. El fiero ariete vuelve á descargar sus golpes sobre la muralla destruida en la batalla de la víspera: cargan sobre aquella parte casi todas las fuerzas de Chalil; y los estúpidos adoradores de Mahoma se sorprenden de encontrar una resistencia que no esperaban. Los guerreros cristianos cumplen con su juramento sobre aquella ensangrentada brecha; y mientras unos reciben la corona de la inmortalidad sucumbiendo bajo el alfange agareno, otros rechazan con gran pérdida á los escuadrones musulmanes. Mas qué podia esperarse de un número tan reducido de cruzados contra un ejército tan numeroso y aguerrido? Soldados hubo que de cansancio y fatiga al concluirse el dia ya no podian manejar la espada y la lanza; y en tan crítico como supremo instante, el Patriarca siempre presente en el lugar del peligro, al ver á las huestes africanas que se precipitaban sobre la destruida puerta de San Antonio, esclama con acento lastimoso: «O Dios, rodéanos de un muro que los hombres no puedan destruir, y cúbrenos con la egida de tu omnipotencia!» Al oir esta voz los soldados pareció que se reanimaban, é hicieron el último esfuerzo; así es que se les vió precipitarse delante del enemigo pronunciando el nombre de Jesucristo. Mientras que así se peleaba sobre los muros, la ciudad esperaba con el mayor temor el éxito del combate. La agitacion de los ánimos engendraba mil encontrados rumores, en los cuales nada habia de cierto mas que las nuevas infaustas. En breve se difunde la voz de que los africanos han penetrado en la poblacion; pues los guerreros que defendian la puerta de San Antonio, no habiendo podido resistir el choque del enemigo, corrian por las calles implorando el socorro de sus hermanos. Entonces se acuerdan estos de las exhortaciones del Patriarca, y de todos los cuarteles de la ciudad acuden refuerzos. El valeroso Guillermo, seguido de su esforzada é ínclita milicia de San Juan, aparece de nuevo: vése tambien á la siempre heróica caballería del Temple, en la cual yo iba, presentarse nuevamente en el lugar del combate, y con estos auxiliares cambiar en breve la suerte de tan sangrienta jornada. Lanzámonos, Pues, como fieras entre los soldados de Chalil; damos la muerte á un crecido número de infieles, introducimos la confusion en sus filas, y al ponerse el sol vemos retirarse en desorden los escuadrones africanos. Al ver por una parte la inevitable ruina de una ciudad abandonada por las potencias cristianas con el mas reprensible egoismo, al presenciar los inauditos esfuerzos de un escaso número de defensores, animados por la conciencia tranquilizada por la religion, quién hay que no muestre admiracion y pesar? Despues de tan repetidos asaltos en que los sectarios del falso Profeta de la Meca tuvieron ocasion de notar la diferencia que hay del que se bate por la Cruz al que lo hace por la media luna, llegó el funestísimo dia en que la ciudad iba á caer en poder del implacable hijo de Kelaoun. El ejército musulman, formado desde el amanecer en la llanura, embistió á la plaza con un furor invencible. El sultan animaba con su presencia á sus numerosas huestes, y los caballeros cristianos se defendian con igual valor que en los combates anteriores. Por cada cruzado que moria puede suponerse que quedaban siete africanos tendidos: mas que importaba esto, si los primeros no recibian socorros de parte alguna, y los segundos tenian cuanto necesitaban? Los sarracenos dirigieron nuevamente sus ataques á la puerta y torre de San Antonio, y ya estaban sobre la brecha, cuando el gran maestre del Temple tomó la atrevida resolucion de salir de la ciudad y atacarlos en su mismo campo. Comunicó con nosotros tan arriesgado proyecto, y de cuantos formábamos tan esclarecida milicia, no hubo uno solo que lo desaprobase. Todos pedimos ser conducidos al lugar del mayor peligro, y despues de habernos abrazado y despedido para la eternidad, salimos de la plaza con el estandarte de la orden, que, desde mi llegada á aquellos climas, confiáran á mi valor. Por nuestra desgracia encontramos á los infieles demasiado prevenidos, y aunque el estrago y mortandad que en ellos causamos fué terrible, mucho mayor ha sido el que respectivamente causaron en nosotros. El gran maestre, cuyo valor era incomparable, cayó entre nosotros atravesado de una flecha, y un poco despues, como si yo envidiára su suerte, caí junto á su cadáver herido de un golpe de maza en la cabeza, que me privó del uso de mis sentidos. Los pocos caballeros que restaban, encontrándose oprimidos por la muchedumbre, y ademas sin gefe y sin estandarte, se retiraron á la plaza. Mientras tanto no eran mas felices los que en ella peleaban: habiendo el gran maestre de San Juan recibido una herida que le puso fuera de combate, se perdió toda esperanza, y la derrota se hizo general. Los mil guerreros que aun defendian la brecha contra todo el ejército de Chalil, viéndose acuchillados y perseguidos por todas partes, se dirigieron hácia nuestra casa del Temple, situada á las orillas del mar; y entonces fué cuando el velo de la muerte se estendió por toda la ciudad de Tolemaida. Los sarracenos, poseidos de aquel odio que su secta les inspiraba, avanzaban con bárbaro furor; y cada calle, cada fuerte y cada plaza, costaba un nuevo combate. No se veían mas que cadáveres ensangrentados, y segun he oído decir á un caballero de San Juan, que se libró de la muerte por una especie de milagro, se andaba por encima de los muertos como sobre un puente. Parecia que el cielo, enfurecido contra los habitantes de una ciudad que tanto le habia ofendido con sus ilícitos placeres, iba á retirarla toda su proteccion, pues en aquel mismo instante estalló sobre la culpable Tolemaida un violento huracan. La lluvia, mezclada con el granizo, caía á torrentes, el horizonte se cubrió de una oscuridad tan grande, que apenas se podian distinguir las banderas de los combatientes, ni ver qué estandarte ondeaba sobre las torres de Tolemaida; y como si todavía esto no fuese bastante, el incendio se manifestó en algunos cuarteles, sin que nadie se ocupase en apagarlo, pues los vencedores solo pensaban en destruir cuanto encontraban, y los vencidos en huir. Una multitud de pueblo corria sin direccion y sin saber en dónde podría encontrar un asilo: familias enteras se refugiaban en las iglesias, en donde morian ahogadas por el fuego, ó degolladas al pié de los altares: religiosas y tímidas vírgenes todas se mezclaban con la muchedumbre, buscando en vano un albergue en que guarecerse de la crueldad de un enemigo que todo lo profanaba y destruía. El espectáculo que ofrecia el puerto no era menos triste y aterrador: una porcion de familias, que para librarse del alfange agareno trataban de huir por la mar, se apiñaban para embarcarse en los pocos bajeles que habia disponibles, y como el soberbio elemento que se proponian pisar estaba tan alborotado, muchas se sumergian y desaparecian para siempre de aquel teatro de horror. En esto, el venerable Patriarca de Jerusalen, que lloraba amargamente el verse separado de su rebaño, llegó tambien al muelle conducido por algunos que velaban por su vida, y habiéndole obligado á embarcarse, como recibia en su nave á cuantos se presentaban, el bajel oprimido con el peso se fué á pique, y el fiel pastor murió víctima de su caridad apostólica. Al poco tiempo la caballería musulmana llegó al punto; nadie pudo ya desde entonces enabarcarse; y los infelices cristianos encontraron la muerte, que sin piedad les dieron sus bárbaros y crueles enemigos. Despues de tomados casi todos los baluartes de Tolemaida, restaba aun la fortaleza del Templo, defendida por los pocos caballeros que habian logrado escapar del combate á ella se dirigieron innumerables sarracenos; y el sultan del Cairo, viendo su denuedo, les concedió una capitulacion, para la cual envió al fuerte trescientos de los suyos; pero apenas habian estos entrado en una de las principales torres, es decir, en la del gran maestre, cuando ya habian ultrajado á las mugeres que se habian refugiado en ella. Esta violacion del derecho de gentes irritó, como no podia menos, á los Caballeros Templarios, los cuales, arrojándose sobre sus enemigos, los sacrificaron á una venganza demasiado justa. Furioso entonces el sultan, mandó que sitiasen á los cristianos en su último asilo, y que no se perdonase medio ni fatiga hasta acuchillarlos sin piedad alguna. Mas no se crea que el ánimo de aquellos generosos campeones haya decaido por esto: ansiosos de seguir á sus compañeros que en la muerte les habian precedido, se defendieron con el mayor valor. Su denuedo llegó al punto de sostenerse aun por algunos dias; y cuando al fin los infieles minaron la torre del gran maestre, viendo tan próxima la muerte, se sonreían porque morian matando á sus mas implacables enemigos. Sus deseos acabaron de cumplirse: la torre se hundió con estrépito en el mismo momento en que los musulmanes subian á ella por asalto; y vencedores y vencidos, todos quedaron sepultados en sus ruinas. Todas las iglesias habian sido profanadas, saqueadas y entregadas á las llamas: igual suerte cupo á los principales edificios, y para que nada restase al odio de los mamelucos, el sultan ordenó que las torres y los muros fuesen demolidos. Tal fué el fin de la opulenta ciudad que Saladino no habia podido estorbar que cayese en poder de las armas cristianas. Tolemaida, aquella corte del lujo y de la disolucion, la metrópoli de la Siria, la que por tantos años fué la capital del reino de Jerusalen, y en cuyas plazas se paseaban los reyes y grandes señores de Oriente bajo de toldos de seda, no existen ya de ella mas que un monton de ruinas. Réstame tan solo, hija mia, que te refiera lo que me pasó desde el momento en que quede como muerto entre mis compañeros los Templarios. El golpe que me derribó en tierra no fué mortal, pero bastó para privarme por largo tiempo del uso de mis sentidos. Cuando al fin los recobré ya habia anochecido; y con el temor siempre creciente de ser visto por mis enemigos, incorporéme con ánimo de abandonar aquel triste lugar. Paseo mi espantada vista por aquel campo cubierto con las sombras de la noche, y cuantos objetos llego á descubrir, todos me anuncian la gran catástrofe que nuestras armas acababan de esperimentar. Los mutilados cadáveres de mis hermanos me rodeaban, y junto á mi tenia el de aquel generoso campeon que se sacrificó por la causa de una ciudad frívola é ingrata. Á mas larga distancia descubro la ciudad ardiendo como el cráter de un espantoso volcan. Las llamas, que subian á grande altura, iluminaban los reales del enemigo, y dejaban al mismo tiempo entrever los cadáveres de los musulmanes hacinados con profusion por todas partes. Pero si este espectáculo me estremeció, nada hay comparable al efecto que en mí produjeron los lamentos y tristes quejidos que exhalaban las infelices víctimas cristianas al ser sacrificadas por el alfange agareno. Confieso francamente que al oirlos á tan larga distancia hube de perder la vida, y que lo que acabó de desconcertarme fue la algazara con que los vencedores celebraban su triunfo. Conociendo á pesar de todo que era necesario hacer un esfuerzo superior á mis débiles fuerzas, me decidí por huir. Arranco entonces del mástil el estandarte de la orden que, aunque ensangrentado, conservaba á mi lado, y gozoso por no haber perdido aquella noble enseña que tantas veces nos condujera al combate, despues de volver los ojos á una y otra parte para cerciorarme de que por ningun infiel era observado, abandoné aquel fúnebre teatro, y me interné en el Carmelo. Aunque con sumo trabajo llegué á su cúspide poco despues de media noche, y á la caridad de los religiosos carmelitas que allí moraban, debí los auxilios que requeria mi triste situacion. Con ellos me hubiera detenido mas tiempo, pero el haber descubierto á la mañana siguiente una embarcacion ligera arrimada á la costa, me hizo descender del monte á ver si conseguia por este medio embarcarme para Europa. No me engañé en mis cálculos: aquel buque estaba tripulado por chipriotas, los cuales con ánimo de recoger á los infelices fugitivos de Tolemaida, no se separaron en mucho tiempo de esta desventurada ciudad. Yo iba vestido con el trage de guerra de la orden, y en cuanto los marineros me descubrieron en la arena gritaron: un Templario, un Templario! Al instante arrimaron la nave á la orilla, y habiéndome en ella embarcado, despues de haber permanecido todo el dia en aquellas aguas, nos hicimos á la vela para la isla de Chipre. Yo fijé por última vez mis tristes ojos en la capital de la Siria, y al considerar en aquel momento todas sus desgracias, el llanto inundó mi rostro, y mi corazon se oprimió de dolor. Como el gran maestre acababa de perecer tan honrosamente como antes os he dicho, presentéme en Chipre al gran prior, que era la segunda dignidad de la orden.; y como este caballero ya preveía la nueva tempestad que iba á descargarse sobre nosotros, me ordenó que regresase á mi casa de San Simon. Por desgracia no eran vanos sus temores, porque al poco tiempo de estar en ella, fuimos acusados de los crímenes mas inatiditos y horribles. Pasma verdaderamente que haya habido hombres capaces de inventar semejantes calumnias; pero lo que mas llama la atencion es que, despues de no habernos probado nada, nos hayan condenado. En vano el Papa reconoció nuestra inocencia, en vano tambien un concilio congregado en Salamanca declaró que no habia encontrado mas que virtudes y actos heróicos que imitar en los acusados; porque prescindiendo nuestros enemigos de todo, mientras que unos eran deportados, otros fueron entregados á las llamas. Dícese que algunos grandes dignatarios de la orden confesaron en el tormento los crímenes de que á todos se nos acusaba; pero qué crímenes hay que no se puedan probar de esta manera? Yo aseguraré siempre, que si colocan en el tormento el hombre mas virtuoso del mundo, como no esté asistido de una gracia especial, aparecerá como culpable. Si la orden hubiese desaparecido á impulsos de los golpes de los mahometanos, nada tendriamos que esponer; pero decir que los mismos que se titulan discípulos de Jesucristo fueron los que se declararon sus mayores enemigos, no se concibe, y mucho menos se esplica. Tal vez la ambicion y la sed de riquezas los indujo á apoderarse de las que nosotros poseíamos; y para esto habia necesidad de perseguirnos como á idólatras? Nosotros que en Oriente prodigamos por la fé de Cristo nuestra sangre y nuestros tesoros, podiamos ser enemigos de esta misma fé que siempre hemos acatado y defendido? Aun hay mas: muy pocos años antes de ser estinguida la orden, trescientos Templarios, que defendian una fortaleza, se dejaron antes acuchillar que apostatar de la religion cristiana. Una sola palabra les hubiera dado la vida, los honores y las riquezas; pero aquellos generosos confesores de la fé prefirieron á todo esto una muerte cruel que recibieron de sus enemigos. Seria interminable si tratase de hacer aquí nuestra defensa: tú, hija mia, estarás persuadida de nuestra inocencia, y yo lo estoy tambien de que algun dia la posteridad nos hará justicia, condenando como debe á nuestros viles detractores. Yo fuí uno de los pocos caballeros que se libraron de los nuevos enemigos de la orden, y por evitar su encono atravesé una parte de Galicia, y me refugié en una ermita situada á orillas de un caudalolo rio que hay en Portugal. Era un sitio muy devoto y poco frecuentado; solo de tarde en tarde venian algunos aldeanos á encomendarse á Dios, y á pedir la proteccion de su siervo San Efren, á quien estaba dedicado el santuario. El obispo de Évora, á quien pedí la gracia de que me dejase vivir en aquel desierto, facilmente accedió á mis ruegos; y como si con esto tuviese satisfechos todos mis deseos, volví á separarme del bullicio de las ciudades, y á renunciar cuanto aun podia ofrecerme el mundo. Cuando ingresé en la estinguida orden del Temple dejé todo cuanto poseía, y cuando me retiré al desierto de San Efren, dejé lo único que aun conservaba. Llamábame, en el siglo Jaime Rodriguez de Acevedo, y aquí quise llamarme Juan Sago, que es el nombre con que al presente soy conocido. Llevaba ya algunos años ejercitándome en la vida penitente y solitaria de anacoreta, cuando estalló la última guerra entre Portugal y Castilla. No estaba en mí el amor de las cosas terrenas tan amortiguado, que no sintiese á par de muerte la desgracia que perseguia á nuestras armas en una causa demasiado justa; y así, cuando á mi noticia llegaba alguno de sus desastres, de buena gana sacrificaria la poca sangre que aun me restaba, porque se salvase la gloria y reputacion de mi patria. Habia por otra parte formado un ventajoso concepto del príncipe que poco antes se sentára en el trono; y esta circunstancia, unida á la primera, estuvieron á punto de dar al traste con mi vocacion. Al fin pude contenerme de presentarme en los reales de Castilla; mas no se crea por esto que me olvidaba de pedir al Dios de Sabaot la victoria para nuestros ejércitos. Estaba en esto ocupado, cuando por algunos fugitivos que acertaron á pasar por el desierto de San Efren, tuve noticia del gran desastre de Aljubarrota, y aunque al pronto me llené de afliccion, no sé qué habia en mí que me anunciaba un porvenir lleno de prosperidad y grandeza para el trono de San Fernando. Antes de que pasase la noche que siguió al dia en que se dió la batalla, salíme de mi celda, segun antigua costumbre, para bendecir sobre la cúspide de una colina al Eterno por sus maravillas. Y cuando, despues de concluida mi ferviente oracion, regresé á mi ermita, encontré en ella recostado á un jóven caballero, en quien por las insignias de su elevada dignidad, reconocí á don Juan I de Castilla. Su vista, puede decirse, aumentó en mí el deseo de que triunfase su causa; y encontrándole dormido, me atreví á dirigirle un corto apóstrofe sobre el porvenir que á sus sucesores reservaba el Altísimo. Yo no sé si el rey me oyó; lo que puedo asegurar es que, ínterin yo hablaba, él abrió un momento los ojos, aunque luego volvió á quedarse profundamente dormido. Volvíme á subir á la colina, y al poco tiempo de estar en ella vi al príncipe montado á caballo como dudando del camino que debia seguir. Estendí entonces mi brazo, y le dije cuál era el de Santaren. Esta circunstancia, unida á la de haber sido huésped del regio fugitivo, suscitaron contra mí una furiosa persecucion, porque el maestre de Avis, deseoso de castigar lo que él calificaba de horrendo delito, envió algunos soldados para que me condujesen atado á la ciudad de Lisboa. Afortunadamente no faltó quien me participase la desgracia de que estaba amenazado, y aprovechándome de un aviso tan oportuno, abandoné el santuario en que moraba, y me interné en Castilla. Presentéme así que llegué á Burgos al que entonces era su obispo; y habiéndole manifestado mis deseos de vivir ignorado, él mismo me facultó para que pasase al desierto de San Sabas, llamado así de una ermita que dedicada á este santo, hay no muy lejos del pequeño pueblo de Bribiestre. Lo que me pasó despues no quiero contártelo, hija mia, porque temo afligirte demasiado. Solo para que formes una ligera idea de cuanto he padecido en poco tiempo, debo decirte que fuí reputado por un impostor, y como si fuese el autor de la derrota de las tropas que comandaba don Martin Yañez de la Barbuda, condenado á muerte, como si la mereciese por ser acaso el mas leal de los españoles. Empero la Providencia, que tantos medios tiene de burlarse de los proyectos de los hombres, libróme de su saña valiéndose de uno tan nuevo como impensado. Desde entonces habito en esta otra ermita de San Antonio, en la cual, mediante el favor de Dios, pienso concluir mis dias.»

Jimena, que no habia perdido ni una sola palabra de tantas como dijera su padre, llena al mismo tiempo de sorpresa y alegría por haber encontrado al que por tantos años reputára por muerto, le refirió tambien su historia tal como la conoce el lector; y al llegar al motivo por qué habia poco antes llegado á aquel retiro, se esplicó de esta manera:

-Cuando regresé de Lisboa para participar al augusto hijo de don Enrique que ya quedaba vengado, ocurrió la desgracia que, desde Alcalá, llenó de duelo y tristeza á todo el reino. Víme entonces en la necesidad de regresar á mi pais, pero mientras no podia hacerlo, porque aun necesitaha vender alaunas de mis joyas para con su producto emprender el camino, á permanecer en Zamora. En este tiempo Villayzan enamoróse ciegamente de mí, y como si la que despreció os galanteos de mi rey fuese capaz de rendirse á sus exigencias, propúsome el que sería mi amante si queria acceder á que fuese su dama. Tan infame modo de pensar me irritó sobremanera: llegué al estremo de amenazarle que sino desistia de sus innobles pretensiones, la primera vez que viniese á mi casa me quitaria la vida en su misma presencia; mas por desgracia, la misma noche en que á toda prisa pensaba abandonar una ciudad en que tan principal mando tenia, trató de apoderarse de mí y encerrarme en el castillo. Sin embargo, tambien entonces pude burlar sus intentos: un soldado de la guarnicion, á quien yo tenia pagado para que con anticipacion me participase los proyectos del alcaide, vino á mi casa, y me dijo:

-Huid, señora, huid cuanto antes, porque Villayzan acaba de salir del castillo para conduciros á él.

Al oir estas palabras, deposité por via de recompensa en las manos de aquel fiel confidente casi todo el dinero que tenia; y en seguida, sola y á pié, para no ser sentida, emprendí un camino enteramente distinto del que habia pensado seguir al principio. Esta determinacion me salvó, porque el alcaide de Zamora. creyendo que yo me dirigia á Galicia, envió tropas en mi pérsecucion, cuando ya tal vez pisaba las orillas del Adaja.

-Alégrome, hija mia, dijo el ermitaño, que de ese modo te hayas librado de un hombre tan perverso como ese, y para no esponernos á que descubra nuestro paradero, mañana mismo nos marcharemos á Galicia.

-Conque vos quereis acompañarme? le interrumpió la joven con marcada satisfaccion.

-Es conveniente, hija mia, porque así atenderá mucho mejor á tu colocacion mi ilustre amigo el arzobispo de Santiago. Ah! estoy firmemente persuadido de que participará de mi alegría cuando sepa el encuentro que he tenido esta tarde. Y mediante á que la noche ya ha avanzado demasiado, y á que tenemos que madrugar, bueno será que tratemos de descansar hasta que venga el dia.

Entonces el solitarlo invitó á su huéspeda á que se recostase sobre un monton de heno, y habiendo él hecho lo mismo en una pieza inmediata, presto se apoderó de los dos un sueño plácido y profundo.




 
 
Fin del libro tercero
 
 



ArribaAbajoLibro IV


ArribaAbajoCapítulo I

En que se manifiestan las consecuencias de un privilegio, refiriendo las de un desafio.


Son tan peregrinos y estraordinaríos los sucesos de la época en que reinó don Enrique el Enfermo, que la pobre imaginacion del autor se pierde al tener que tratar de cada uno de por sí, sin que la confusion y desorden de ideas sea el fruto de su trabajo. Por todas partes surgen personages célebres, de quienes es preciso hablar; por todas aparecen actos que mas ó menos ennoblecen al jóven príncipe, á quien el lector ha visto últimamente coronado en el grande y antiquísimo monasterio de Santa María la Real de las Huelgas; y si de todo hemos de dar aunque no sea mas que una ligera noticia, forzoso nos será detenernos mucho mas de lo que en un principio habiamos pensado.

Pero si esto es así, dirá alguno, por qué te metes á insertar esos largos episodios que distraen y no ilustran á la mayor parte de tus lectores? El autor debe de responder á este cargo, para que su conciencia quede tranquila, dos cosas. Primera: los episodios hermosean una historia, así como los intermedios una comedia. Segunda: hombres como Juan Sago, que hospedan en su pobre morada á reyes tan ilustres como don Juan primero de Castilla, y que al mismo tiempo son consejeros de prelados tan eminentes como el arzobispo de Santiago, bien merecen la pena de que su historia se escriba, para que por ella se venga en conocimiento de los desgraciados efectos del vicio.

Esto supuesto, porque no se nos tache de impertinentes, anudemos ya nuestra interrumpida relacion, refiriendo lo mas clara y sucintamente que nos sea posible cuanto ocurrió al jóven rey de Castilla desde el momento en que fué coronado por las sagradas manos de don Juan Manrique.

Encontrábanse en Burgos, cuando aquella augusta coromonia tuvo lugar, algunos diputados por el muy noble señorío de Vizcaya: su mision era la de inclinar el real ánimo de don Enrique á que visitase sus fidelísimas montañas; y como esta peticion, atendidas las circunstancias de la época, era muy justa, determinó acceder á ella.

El rey salió, pues, de Burgos para Vizcaya, y despues de presenciar el júbilo á que sus habitantes, como en prueba de su lealtad, se entregaron, les concedió, por contemporizar con lo que aquel siglo exigia, un dañoso privilegio. La bárbara costumbre de remitir á la prueba de las armas las querellas entre particulares, fué entonces introducida como ley; y los vizcainos, que tanto lo solicitáran, no tardaron en tener sobrados motivos para rechazar tan inmoral privilegio.

Entre los escándalos que con semejante motivo se siguieron, merece el que por lo nuevo y desastroso nos ocupemos del que vamos á narrar. Don Juan Manuel de Ibarranguelua, perteneciente á una de las familias mas nobles y distinguidas del pais, habiase enamorado de doña Guiomar de Garnica; jóven á quien, despues de las gracias y hermosura conque naturaleza la habia enriquecido, distinguia un noble y antiguo orígen. Los padres de esta doncella, que habian desestimado las pretensiones de muchos caballeros que solicitáran el casarse con su hija, no vieron mas en la de Ibarraguelua que sus propios deseos; porque prescindiendo de sus buenas costumbres, tambien en su casa habia blasones y riquezas. Mientras tanto acrecia el amor que estos dos amantes se profesaban, porque las prendas que ennoblecian á don Juan eran, si cabe decirlo, iguales cuando menos á las de su futura esposa. Parecia por lo mismo que la suerte les deparaba un porvenir lleno de felicidad y exento de toda desdicha; y cuando faltaban muy pocos dias para que aquella fuese completa, un mal intencionado, uno de esos hombres que solo son caballeros en el nombre, revelando á cada paso un corazon en que se alberga la maldad, empezó á decir que mil veces habia tenido el honor de doña Guiomar á su disposicion. Tan infames calumnias produjeron en el vulgo el efecto que se proponia don Íñigo de Miravalles, que así se llamaba el calumniador; y don Juan Manuel, que deseaba aclarar la verdad en un asunto de tanta importancia para él, supo que el adversario de doña Guioniar procedia tan injustamente en venganza de haber por ella sido desatendido en cierta ocasion en que solicitára su mano.

Semejante conducta irritó, como no podia menos, á Ibarranguelua, y arrastrado por el deseo de vengar á su prometida, y al mismo tiempo llevado de la vana é injusta ley de los desafios, retó al calumniador á que en pública plaza sostuviese con las armas sus falsas aseveraciones. Por desgracia suya daba con un hombre sumamente diestro en manejar la lanza y la espada; el cual, careciendo ademas de aquel saludable temor que hace precavidos á la mayor parte de los hombres, propuso por su parte en que el duelo se llevase á cabo hasta tanto que en él pereciese uno de los combatientes.

Habiendo accedido su contrario á esta demanda, señalóse dia y lugar; y como los dos pertenecian al pequeño pueblo de Arrigorriaga, parecióles que ninguno mas á propósito que la plaza para que en él se ventilase la grave cuestion que los traia alterados. Faltaba solo elegir el dia, y por ser casi todos los de la semana de los comprendidos en la tregua de Dios, esperaron al jueves, que era de los escluidos.

Mientras tanto cundió la noticia por todas las anteiglesias de la comarca, y llegado el momento de la cruel lucha, al mismo tiempo que la plaza se llenaba de gente de todas clases, que desde muy lejos habia venido á presenciar el sangriento espectáculo que se preparaba, lbarranguelua se presentó á la ofendida dama, y la dijo entre el temor y la esperanza en que fluctuaba su corazon:

-Voy, señora, á vengaros. Hoy presenciará el pueblo de Arrigorriaga y cuantos á él han concurrido, no solo mi serenidad y valor, sino también las pruebas mas convincentes de vuestra inocencia. Dentro de pocos instantes, el perverso que con su inmunda lengua se atrevió á amancillar vuestra honra, habrá sucumbido bajo los cortantes filos de mi acero, y vos, señora, que aunque inocente os veis calumniada, levantareis con orgullo vuestra frente, y nadie jamás se atreverá á ofenderos.

Doña Guiomar, que entre lágrimas y suspiros habia oido estas palabras, teniendo un cruel presentimiento de lo que en aquel dia iba á acontecer á su alucinado amante, contestó:

- Pluguiese al cielo, don Juan Manuel, que yo nunca os hubiera conocido, y que en la edad mas temprana, cuando empezaba á ser mirada por los lascivos ojos de Miravalles, me hubiese retirado á un claustro. Mi hermosura, tan decantada por algunos, va á ser hoy la causa de que la sangre de dos caballeros cristianos corra á torrentes en esa plaza; y como si esto todavía no fuese bastante para acrecentar mis penas, presumo, ó mi querido amante, que vais á quedar vencido en esa lucha que vuestro escesivo amor ha provocado. Por el grande que yo os tengo, atrévome en este momento á pediros un favor: huid, don Juan Manuel, huid de la saña de ese perverso; huid, que yo os seguiré adonde dispongais, porque estoy firmemente persuadida que solo con huir podreis libraros de la muerte que en este dia os espera en las manos de vuestro vil enemigo.

-Tranquilizaos, señora, respondió el amante, y nada temais. Vuestros temores me traspasan, y para que no padeciéseis tanto, quisiera comunicaros una parte de mi valor y ardimiento por vengar vuestra fama vulnerada. Acordaos, ya que otra cosa no puedo hacer para conseguir lo que deseo, que Dios no puede dejar sin castigo las calumnias de don Íñigo, y que indudablemente habrá escogido mi brazo para castigar su estremada arrogancia y maldad.

-Mi corazon, replicó doña Guiomar sollozando, me dice todo lo contrario.

-Vuestro corazon, senora, en el cual tiene asiento la virtud, es mas á propósito para inspirarme afectos de ternura, que el valor que necesito para vengaros. Dejadme, y vuelvo á deciros que nada temais.

-Sí; pero vos, repuso la dama cada vez mas llorosa, vais á morir.

-No creo que tal desgracia nos suceda; pero si así fuese, no vale mas morir que vivir sin honor?

-Reflexionad en lo que decís, y en el trance en que os encontrais. Puede la muerte de vuestro adversario restituirme el honor que suponeis me quitó con su desacreditada lengua? Esperais que la suerte se declare en favor del inocente, castigando al mismo tiempo al culpable?... Volved por Dios en vos mismo, y no espereis aquí un milagro, porque vos ya sabeis que es temeridad el buscar el peligro, por el grande que hay en perecer en él.

Estas razones ninguna fuerza hicieron en el ánimo acalorado de don Juan Manuel, antes conociendo por ellas que no era fácil convencer á doña Guiomar de la utilidad de aquel desafio, salió de su presencia despues de haberla asegurado que dentro de poco tiempo volveria á ella completamente victorioso.

Cuando el amante de la señora calumniada entró en la plaza, ya en ella le estaba esperando su fiero adversario; y habiendo los jueces, despues de las formalidades de estilo, dado la señal del combate, empezó entre ellos uno cruel y mortífero. Luchaban de una parte la lealtad y el valor, y de la otra, la perfidia y cuantas precauciones son imaginables en un caso semejante. Al primero animaba el deseo de vengar la inocencia vilmente calumniada, y al segundo, el temor de perecer aquel dia á manos de un enemigo justamente irritado. No se conocia por lo tanto ventaja por ninguna de las partes, hasta que la certera mano de Ibarranguelua acertó á su enemigo una estocada en el pecho, que debió de dejarle instantáneamente muerto. Mas cuando así lo esperaba, su espada tropezó con un cuerpo duro que no pudo traspasar, y conociendo que Miravalles iba interiormente forrado de hierro, detúvose un momento para denunciar á cuantos presenciaban el combate esta circunstancia, tan ilícita como perjudicial para él. Entonces don Íñigo lánzase por sorpresa sobre don Juan Manuel, y sin darle tiempo á la defensa, le atravesó con su acero, dejándole yerto á sus piés.

Un grito de horror resonó en el acto por toda la plaza, y aprovechándose el asesino de la confusion que esto causára, huyó sin que nadie se atreviese á oponerse á su paso.

Cuando tan triste noticia llegó á oidos de doña Guiomar cubrióse de luto y tristeza, y despues de haber llorado amargamente la pérdida de su amante, fué á concluir sus dias á la soledad de un claustro.

A los pocos años de haber sucedido esta catástrofe. presentóse en Arrigorriaga con aire de triunfo el asesino de Ibarranguelua, cuya circunstancia, unida á la de que ya habian desaparecido la mayor parte de los parientes de la víctima, aumentó la arrogancia, que llegó á ser estremada, de Miravalles.

Mas como sea cierto que jamás haya dejado Dios sin castigo crímenes tan horribles como el que acabamos de narrar, permitió que un hermano de don Juan Manuel, llamado don Álvaro, tuviese noticia en la India, en donde se encontraba, de lo que habia sucedido en Europa, y que despues de haber arreglado en aquellos remotos climas sus muchos negocios, regresase á Vizcaya con el esclusivo objeto de vengar á su hermano.

Era don Álvaro un mozo apuesto y rico; no estaba destituido de algunas virtudes que le recomendaban; pero al lado de ellas, habia por desgracia un gran vicio, el cual consistia en no perdonar jamás una ofensa, y estar siempre dispuesto para la venganza. Cuantos le conocian estaban persuadidos que desde su llegada la vida de Miravalles estaba en inminente peligro; y como no faltó quien á este último avisase de los graves riesgos que corria, andaba con cuidado recelándose de alguna celada de su contrario. Érale ademas incómoda la existencia de un hombre á quien suponia ocupado en maquinar contra la suya, y de este modo se encontraban en el pequeño pueblo de Arrigorriaga dos hombres, los cuales en su corazon fraguaban los mas horribles planes para perderse mutuamente.

Don Íñigo escribió con semejante motivo un cartel de desafio á su adversario; mas este, astuto y precavido, contestóle diciendo que no admitia el reto, porque en su corazon no tenia cabida la venganza, y que la memoria de su hermano, muerto legalmente á sus manos, ya se habia en él estinguido. Tales razones no satisfacian al matador de Ibarranguelua, porque ademas de ser demasiado fútiles, sabia muy bien que no desistia de llevar á cabo su primer y criminal plan.

En esto el tiempo pasaba, y don Álvaro, cuyo odio hácia su antagonista era cada vez mayor, veía descubiertas, ó cuando menos sin resultado, todas sus maquinaciones y tramas, hasta que de repente ocurriósele un medio que prometia dejarle mas airoso que los anteriores: esparció la noticia de que se volvia á la India; despidióse de todos sus amigos; y fletando por su cuenta una embarcacion en el vecino puerto de Bilbao, se embarcó á presencia del mismo Miravalles, que solo así quiso creer lo que habia oido decir del repentino viaje de su enemigo.

Empero todo aquello era fingido: don Álvaro, así que llegó el navío á Portugalete, puesto de acuerdo con el capitan que lo comandaba, saltó en tierra, y mientras la nave seguia un rumbo muy distinto, él daba secretamente la vuelta para Arrigorriaga, ocultándose en una anteiglesia de las cercanías.

Ufano el matador de don Juan Manuel por verse, segun él creía, libre de un hombre tan temible como el supuesto navegante, se entregó á sus antiguos placeres, es decir, que volvió á frecuentar á deshora la casa de una jóven del próximo pueblo de Arrancudiaga, con la cual mantenia desde muy atrás relaciones que nada tenian de lícitas.

Esta circunstancia favoreció estraordinariamente los planes de don Álvaro, porque apostándose una noche en un parage que estaba á la mitad del camino, esperó en él con calma y alegría horrible á su adversario. Cerca, pues, del amanecer, le sintió venir, y ocultándose detras de un roble secular que estaba á la orilla de un sendero, al cual rodeaban profundos precipicios, al mismo tiempo que le vió pasar por junto á sí, lánzase sobre él, y despues de haberle clavado en su pecho un afilado puñal, le arrojó, para que en ellas concluyese su vida, por aquellas asperezas. El asesino sintió entonces en su corazon un rayo de pasagera alegría, y con el fin de recuperarla, bajóse al punto adonde estaba el cadáver de su víctima y púsose allí á contemplar la obra de sus manos.

Pero quién creerá entonces lo que aconteció á este hombre, que por tan largo tiempo habia meditado su terrible venganza? don Íñigo aun respiraba, porque su culpable alma aun no se habia desprendido de sus carnes, y al ver delante de sí á su cruel enemigo, hace un esfuerzo para levantarse, y entre las bascas y agonías del duro trance en que se encontraba, abrázase á su asesino, y despues de mancharle con la mucha sangre que á borbollones le salia de la herida, esclama:

-Pérfido! vilmente me has ase...si...

El frio de la muerte selló sus labios para siempre, y el hermano de don Juan Manuel tuvo el triste y poco envidiable consuelo de ver muerto en sus brazos al objeto de su mayor odio.

Cualquiera diria que el corazon de don Álvaro se dilataria con la escena de que acabamos de hacer mérito, pero sucedió justamente todo lo contrario. Lejos de adquirir aquella espansion que esperimenta el que practica algun bien, empezó á sentir desde aquel mismo momento el tormentoso tropel de sus remordimientos. En vano dejó con presteza el cadáver y se alejó de aquel lugar de horror; en vano tambien trataba de persuadirse á sí mismo, que lo que acababa de hacer era muy justo, porque la memoria de don Íñigo estaba tan impresa en la suya, que ácada paso creía verle junto á sí. Recordaba sin cesar aquellas palabras de su víctima: «Pérfido! me has asesinado,» y su imaginacion, estraordinariamente herida, hacia que continuamente estuviesen sonando en sus oidos. Llegó á persuadirse que la ensangrentada sombra de Miravalles le seguia á todas partes, y para librarse de un compañero tan incómodo, corria por los bosques sin designio ni idea fija. Cuando fatigado se encontraba, dejábase caer sobre la desnuda tierra, y, para librarse de la horrible vista de su víctima, tapábase con ambas manos la suya; pero infeliz! como aquella estraña vision mas se encontraba en su trastornada cabeza que en sus débiles sentidos, estaba condenado á un suplicio tan duradero como su vida.

Tal era la suya, que no tardó en alterarse notablemente su salud. Enfermó, pues, y los médicos mas afamados de la comarca desesperaron de librarle de la muerte que por momentos se aproximaba. Si en los dias que precedieran á su enfermedad, despues de la perpetracion de su crímen, se le habia visto correr espantado de una en otra selva, luego que la debilidad le postró en su cama, no cesaba de dar grandes gritos, como si quisiera con ellos ahuyentar la ensangrentada sombra de don Íñigo. Si alguna vez los que le rodeaban le decian que se tranquilizase, que ellos estaban allí y que nada veían, respondia con el mismo temor que lo dominaba; vosotros nada temeis, porque á vos no se manifiesta el irritado enemigo que continuamente me está amenazando. No oís siquiera su voz, que en este instante me atormenta echándome en cara mi cruel alevosía? Ahí está, proseguia despues de una breve pausa; ahora mismo viene á abrazarme y á mancharme el rostro con la sangre que brota de sus heridas. Y poseido en aquel instante de tan aterradora idea, tapábase la cabeza con la ropa de la cama, hasta el estremo de temer sus criados que llegase á ahogarse.

En esto llegó el dia en que la parca iba á cortar el hilo de su vida. Los que estaban al cuidado de la suya descuidáronse por algunos momentos, y el desventurado don Álvaro, aprovechándose de ellos, no pudiendo soportar una existencia tan desesperada, salta de su lecho aterrado y despavorido, y dirigiéndose á lo mas alto de una roca, que estaba cerca de su casa, sube á su mayor altura, y despues de dar una gran voz como aquel rústico que vaticinó la destruccion de Jerusalen, arrójase de ella con el valor que presta la desesperacion, encontrando al poco tiempo la muerte, y librándose de este modo de la estraña vision que le atormentaba.




ArribaAbajoCapítulo II

En el que se da cuenta del buen recibimiento que hicieron en su patria al ermitaño, y de una historia que oyó referir.


El autor tiene muchos motivos para creer que el ermitaño Juan Sago omitió algunos puntos de su interesante historia; pero los que haya tenido para hacerlo, es cosa que en conciencia no puede asegurar, á no ser que le sea lícito por medio de, algunas razonables conjeturas venir á parar en el objeto de una omision que nos privó de sabor algunos episodios de su peregrina vida. Sea, pues, lo que se quiera, lo que es demasiado efectivo es que él no mencionó los servicios que á don Enrique prestára cuando se encontraba en guerra con su hermano, ni tampoco el susto que recibió cuando fué visitado por don Alfonso, á quien creía, como todos los habitantes de Castilla, muerto en su alcázar de Gijon. Tal vez el temor de alargar una historia referida á una persona que mas necesitaba descansar que oir contar cosas pasadas, cuando tanto le llamaban la atencion las presentes, fué la causa de su brevedad; pero lo que nosotros creemos es, que el tener que madrugar fué lo que hizo á Juan Sago tan conciso. De otro modo no dejaria de dar cumplida cuenta á su hija de toda su historia.

Dicho, pues, esto que antecede, porque no se nos diga que no tratamos de disculpar á un personage tan principal como el consejero de don Juan Manrique, séanos permitido referir lo que á aquel aconteció á su entrada en el antiguo reino de Galicia. Por supuesto que antes es preciso saber que al dia siguiente en que Jimena llegó á orillas del Adaja, salió muy temprano acompañada de su padre para Santiago, y que careciendo de las comodidades que aquel siglo ofrecia para viajar, tuvieron que hacerlo á pié, temiendo á cada paso encontrar á los soldados de Villayzan.

Sin embargo, aunque con bastante trabajo, por ser el uno anciano, y la otra jóven que á la sazon se encontraba delicada, llegaron con toda felicidad á pisar el suelo que á los dos los vió nacer; y como en esto, digámoslo así, estribaba toda su felicidad, Juan Sago, al entrar en un meson que habia mas abajo de la feligresía de Nogales, dijo á su hija:

-Paréceme que aquí ya podemos descansar libres de todo cuidado, porque nuestros enemigos ya no se atreverán á perseguirnos en una tierra adonde alcanza el saludable influjo del prelado, cuya proteccion de tan lejanas tierras venimos buscando.

-Vos decís la verdad, padre mío, repuso la jóven, estamos ya en un pais hospitalario, y aquí, mejor que en ninguna otra parte, debemos de detenernos algunos dias para que podais descansar de vuestras fatigas.

Al decir estas palabras entraron en la pieza principal del meson, y los que en ella se encontraban, que por cierto eran muchos y divertidos, llamóles la atencion el ver á un anciano con el tosco sayal de la abnegacion y la penitencia, acompañar á una jóven de estremada belleza. Estamos firmemente persuadidos que si esto hubiese ocurrido en otro pais en donde el principio religioso no estuviese tan profundamente arraigado, la sola vista de nuestros viajeros hubiera provocado insultantes sonrisas é indecentes hablillas. El ermitaño solo vió rostros que al pasar le saludaron con respeto, y su hija señales de que acababa en tan poco tiempo de conquistar muchos corazones.

Entre los que allí se encontraban habia ni un hidalgo que apenas contaba veinte años de edad, y á fuer de comedido y algun tanto enamorado, creyendo que los obsequios que rindiese al anciano serian parte para captarse, el amor de su linda compañera, apresuróse á ofrecerle el cuarto que para sí tenia reservado, añadiéndole que todos los de la posada estaban ya tomados por la gran concurrencia que aquel dia habia de forasteros.

-Os lo agradezco mucho, lo respondió el antiguo Templario; pero permitidme que no me aproveche de él.

-Cómo, señor? replicó el hidalgo; pues en dónde vais á pasar la noche?

-Si no puedo aquí, andando.

-En vuestra edad!

-Es muy avanzada; pero aun cuando la carne se encuentra agoviada con el gran número de años, el espíritu es siempre el mismo que me animó en regiones menos felices que esta en que nos encontramos.

-Lo creo muy bien, repuso el hidalgo, pero eso sería cuando la necesidad á ello os obligase; mas ahora que teneis en donde alojaros con bastante comodidad, temeridad sería esponeros al frio de la noche y á los peligros que ofrece el camino.

-Todo eso es verdad, replicó Juan Sago, pero yo no puedo resolverme á aceptar un favor que considero contrario á vuestra comodidad.

-Y por eso os deteneis? yo soy jóven y robusto, y ademas puedo dormir con uno de mis compañeros, ínterin que vos y esta señora os acomodais en el aposento que para mi estaba reservado.

-A favor tan grande, solo me es lícito corresponder con la mas profunda gratitud, y al aceptarlo os aseguro que la buena obra que solo impulsado por nuestro noble corazon me haceis, no quedará sin recompensa.

En esto llegáronse al hidalgo sus coinpañeros, y col, la misma alegría de que estaban poseidos:

-Vamos, Gutierre, vamos, le dijeron, que ya va á empezar la fiesta.

-Me veo en la necesidad de dejaros por algun tiempo, dijo entonces el jóven que acababan de nombrar: tenemos que encontrarnos al anochecer en el castillo de Santi-Spiritus, que apenas dista de aquí dos millas: cuando volvamos, que tal vez ya será cerca del alba, os contaré, si estais para oirla, una muy gustosa historia.

Todo quedó en el mayor silencio, porque aquella reunion de hombres, que al parecer desconocian el dolor y las penas que de ordinario cercan al mísero descendiente de Adan, se trasladó á un ameno y deliciosísimo sitio, en que aquella noche se celebraban las bodas de dos amantes, que aunque felices entonces, el uno habia sido muy desgraciado.

Jimena y su padre repararon sus fuerzas con una cena que, aunque no tan frugal como la de la celda del Adaja, nada tenia de espléndida; y despues de haber dado gracias al sumo Dador de todos los bienes por los peligros de que acababa de librarlos, se retiraron á descansar, la jóven, al aposento de Gutierre, y el anciano, acomodándose lo mejor que pudo sobre un haz de paja á la puerta del mismo cuarto en que dormia su hija, durmió lo bastante para poder decir que habia descansado.

A la mañana siguiente volvieron los huéspedes al meson, sino tan alegres como fueran, al menos mas rendidos, y el que tan obsequioso se mostrára con los caminantes, llegóse á ellos, pues ya se habian levantado, y les dijo:

-Buena ha estado la fiesta: nada ha faltado para que se la tenga por la mejor que de muchos años á esta parte se ha verificado en todos estos contornos, y el nuevo conde de Santi-Spiritus, puede estar persuadido que sus bodas han igualado en magnificencia á las de los mayores reyes de la tierra. Mas como sé que á vosotros, señores mios, mas ha de agradar la historia de sus desgracias que la descripcion de cuanto acabamos de presenciar, permitidme que os refiera la primera, y con vuestro permiso omita la segunda.

-Señor Gutierre, dijo á esta sazon el solitario, para mí será muy gustosa de cualquier modo que la refirais; pero antes, creo de mi deber haceros notar que mas estareis ahora para dormir, que para hablar. Entrad, pues, en vuestro cuarto, y echaos en vuestra cama, que encontrareis como la habeis dejado.

-Pues cómo? esta señora no quiso acostarse en ella?

-Esta señora, respondió el padre de Jimena en el mismo tono, está acostumbrada á toda clase de privaciones, y por lo mismo ha dormido tan bien en el suelo como en vuestro mullido lecho. Pero no creais que por eso deja de agradecer vuestros favores; os está como yo muy reconocida, y os besa por ellos las manos.

-Mas podré saber, preguntó el hidalgo, si os marchais tan pronto que yo no tenga tiempo de cumplir mi palabra?

-Retiraos y dormid sin cuidado, respondió Juan Sago, que yo no seré parte para que falteis á ella.

-Pues con vuestra licencia.

Si este hidalgo estaba ó no enamorado de la jóven viajera, puede colegirse que sí, no solo por el cuidado que ponia en obsequiarla, juntamente que á su padre, sino tambien por el poco tiempo que durmió, y el menos que tardó en buscar á los fugitivos de Castilla, á los cuales, despues de sentarse junto á ellos, ínterin que los demas huéspedes dormian, dijo:

-Parecéme que ya me estan esperando sus mercedes, y antes de que me echen mala fama, voy á contarles la historia que ayer les prometí.

-La oiremos con mucho gusto, respondió el anciano.

-Pues han de saber sus mercedes como á corta distancia de este sitio en que estamos, hay un antiguo castillo edificado sobre una colina, desde la cual se domina un hermosísimo valle circuido de altas y seculares encinas, cubiertas la mayor parte del año de un verdor que las presenta á la vista sumamente agradables. Esta muralla, digámoslo así, tan hermosa, rodea como he dicho antes un valle, en que las flores que lo esmaltan, las frutas tan esquisitas como regaladas que en grande abundancia en él se encuentran, y los arroyuelos que entre el verdor de los prados serpentean, formando con su dulce murmurio cierta embelesadora consonancia con los pajarillos que con alas de mil colores pintadas revolotean por todas partes, hacen de esta mansion envidiable un verdadero lugar de delicias, y el mas á propósito para desterrar cualquier pena, con tal que no sea la ocasionada por amores, ó por la pérdida de una persona amada. En él vivia hace algunos años un caballero, el cual tomaba el título de conde de Santi-Spiritus, que es el mismo que lleva el castillo, y como se encontraba solo, determinó de unir su suerte á la de una muy principal señora, que en nada á él desmerecia en el número de estados y riquezas. Por desgracia de estos contrayentes, no tuvieron en bastantes años que estuvieron casados sucesor á quien dejar su pingüe patrimonio; pero don Fernan de Castro, que asi se llamaba el conde, túvola y muy pronto de una combleza, á quien de secreto visitaba. Un niño, pues, muy robusto, vino a alegrar los dias de su padre; mas para que su alegría no fuese completa, murió la madre de sobreparto, y él, por no dar un disgusto á su muger, ordenó como debia que el recien nacido se criase en una feligresía bastante distante del castillo. Allá lo llevaba bastante á menudo el amor paternal, pero con tanto recato, que jamás la condesa llegó á saber que su marido habia faltado á la fidelidad que se deben los casados. Ya habian transcurrido unos trece años, cuando la condesa de Santi-Spiritus pasó á mejor vida, y así que el conde su marido le hubo hecho las exequias que requeria su clase, ordenó que el hijo adulterino que tenia, el cual por temor y respeto de la señora finada continuaba educándose en el pueblo en que lo criáran, se trasladase al castillo. Con él vinieron tambien dos maestros á propósito para enseñarle cuinto debia saber un caballero tan ilustre; y don Fernan, que nada deseaba tanto como tener en aquel mancebo un digno heredero de su nombre, ayudaba con sus amonestaciones los esfuerzos de los pedagogos. Pero infeliz, cuánto se equivocaba en sus planes se equivocaba en sus planes! Aquel hijo de pecado era en estremo desaplicado, y manifestaba tener las mas reprensibles inclinaciones. Demas de esto, sino horrible, era cuando menos feo: las facciones de su padre no se encontraban aunque en él se buscasen, y mucho menos la hermosura de su madre. Á pesar de todo, queríale el conde como á hijo, y para que correspondiese á sus esperanzas, creyendo que los escasos conocimientos de Pelayo, que así se llamaba el muchacho, mas consistian en el sistema de sus maestros que en su inaplicacion, despidiólos y tomó en su lugar un charlatan que prometió mucho, y no hizo mas que acabar de corromper á su discípulo. Ya estaba este demasiado crecido, cuando el bueno de don Fernan conoció la inutilidad de sus esfuerzos y la víbora que se criaba en su casa. Entonces despidió al último maestro que tan mal correspondiera á su confianza, y empezó nuevamente, pero sin resultado, sus paternales amonestaciones. Crecia don Pelayo, aumentábase su edad, y sus escesos se multiplicaban al mismo tiempo en tal manera, que el anciano conde de Santi-Spiritus ya habia perdido toda esperanza de reducir al buen camino á aquel pedazo de sus entrañas. Lamentábase de haberle dado el ser, maldecia una y mil veces el cuidado que por él se tomára y el amor tan mal empleado que le tenia, cuando hé aquí que en cierto dia llega á su casa un santo religioso de San Francisco, y despues de pedirle su venia para revelarle cosas muy importantes, le dice:

-Estareis, señor, muy ageno del objeto que hoy á vuestra casa me conduce: lo que tengo que comunicaros os llenará de asombro, si el odio no viene antes á apoderarse de vuestro corazon. Y para no teneros mas tiempo suspenso, sabed que don Pelayo no es hijo vuestro...

-Cómo! preguntó el conde entre turbado y confuso; que es lo que dice vuestra paternidad?

-Una verdad, repuso el P. Antonio, que así se llamaba el religioso, que ya os dije que os habia de llenar de asombro.

-Sin embargo, replicó el conde con marcada desconfianza, es preciso probarla, porque si fuese calumnia, ó vuestra venida á este castillo resultado de alguna odiosa combinacion para alterar mi reposo...

-No creais tal cosa, interrumpió su interlocutor: yo, ni ninguno de mis compañeros, seríamos capaces de abusar tan torpemente del sagrado carácter conque estamos revestidos; y como por otra parte, me es bastante fácil probaros la verdad que tanto se os resiste, estoy tranquilo, á pesar de cualquier peligro que mi mision me ocasionase.

-Nadie por ahora atenta contra vuestra vida, y no sé por qué me decís eso.

-Dígooslo para preveniros; pero no perdamos tiempo en un asunto de tanto interés.

-Como que en él me va la honra, le interrumpió el conde, y tal vez la vida.

-Una y otra es preciso que trateis de conservar.

-Dad, pues, principio á las pruebas de que me hablais, dijo don Fernan con impaciencia, porque hasta ahora no me habeis dicho otra cosa mas que don Pelayo no era mi hijo, y esto ya veis que... es preciso...

-Nada, nada, replicó el P. Antonio, voy á referiros todo lo que sé. Vos recordareis que al nacer el que hasta aquí reputábais por vuestro heredero, le dísteis á criar á una aldeana de quien os hicieron mil elogios.

-Mucho, padre mio, como que me la recomendó un amigo á quien criára un hijo que estaba en el mismo caso que el mio.

-Pues esa muger, nada temerosa de la justicia de Dios, y bastante olvidada de la de la tierra, tenia un niño de la misma edad, con corta diferencia, del vuestro; y deseando hacer la felicidad del suyo, hizo un cambio sumamente criminal, apartando de sí al que la habíais entregado, y criando con el mayor cuidado al que ella habla parido. Á este cambio de personas, acompañó tambien el de nombres; y probablemente nada se hubiera descubierto, sin el suceso que os voy á contar. Habia nuestro prelado ordenado que, en virtud de nuestro santo instituto, salieran algunos individuos de la comunidad, á misionar á los pueblos comarcanos. Tocóme á mi ir al mismo en que tuvo lugar el crímen de que acabo de hablaros; y una noche que siguió á un largo y penoso dia, en que habia confesado á muchos penitentes por la mañana, é instruido á un numeroso pueblo por la tarde, fuí avisado para administrar los últimos Sacramentos á una infeliz que, por estar á las puertas de la muerte, los pedia de todas veras. Llegué, pues, á su casa; y la enferma, que no lo estaba tanto que no pudiese hablar con bastante libertad, erripezó á llorar amargamente, yo no sé si de dolor de sus pecados, ó por ver tan cerca de sí la horrible faz de la muerte. Pero sea lo que quiera, yo traté de consolarla; y despues de haberla oido en penitencia, arrepentida, como debia estarlo, de su grave falta, deseando de alguna manera remediar los males que ha causado á vuestro hijo, me mandó que viniese á manifestaros su crímen, y á pediros el perdon que por medio de mis labios implora de vos. Solo así es como este nuevo caso pudo haber llegado á vuestra noticia; porque á no habérmelo ella mandado, cómo me atrevería á quebrantar el sagrado sigilo de la confesion? oh! de ninguna manera, aunque para esto se empleasen todos los tormentos que han inventado los tiranos. Esta prueba, ella por sí sola bastaba, pero aun hay otra quizá para vos mas poderosa: conoceis á la señora Marcela, que es la misma muger de quien os hablo?

-Pues no la he de conocer, padre mio, respondió el conde cada vez mas turbado, si apenas pasaba una semana que no viniese á ver, segun ella decia, á su hijo?

-Pues esta muger desgraciada vive, y vive tan arrepentida, que á pesar de haber recobrado la salud, está pronta á confesar el secreto que el miedo de la muerte arrancó de su corazon.

-Siendo eso así, padre, respondió el conde con el suyo comprimido, ningun lugar hay aquí á la duda. Pero en dónde está mi hijo, mi verdadero hijo?

-Ojalá, señor, que pudiera daros noticia de él: hace bastantes años que desapareció del pueblo en que Marcela le tenia al cuidado de algunas reses suyas, y desde entonces nada, absolutamente nada ha vuelto á saberse de su paradero: ignórase hasta el camino que ha seguido; y solo puede suponerse, que si por la miseria y trabajos no murió agobiado, debe de permanecer en alguna gran ciudad confundido con la muchedumbre, é ignorando él mismo su distinguido orígen.

Calló el religioso, y el conde de Santi-Spiritus, de cuyos ojos se desprendian gruesas lágrimas, interrumpió su silencio diciendo:

-Infeliz padre, y desgraciado hijo! En dónde estás, báculo de mi vejez, luz de mis ojos y alegría de mi casa? Por qué te he mandado á criar fuera de ella? Por qué he sido tan desapiadado que oculté como un gran crímen tu nacimiento? Ven á mis brazos cuanto antes; deja el lugar en que habitas, y ven á tomar posesion de todos mis estados. Yo para tí los conservo; y en este mismo instante declaro ante Dios omnipotente, que me ha de juzgar, y de este su ministro que aquí está presente, que no tengo ni quiero tener otro heredero.

-Silencio, señor, le dijo el religioso; es necesario obrar con mucha prudencia, porque si os oye el fingido don Pelayo...

-No le temais, respondió prontamente el conde; hoy está de caza.

-Sin embargo, sus criados...

-Decís bien.

-Pues entonces dad alguna traza para proseguir lo comenzado por Marcela.

-Y qué traza quereis que dé? mi cabeza no está para nada; y en los primeros momentos, no es fácil atinar con la eleccion mejor: vos, que no estais tan afligido como yo, podreis ilustrarme con vuestros consejos.

-Oh! permitidme que nada os diga, porque por mi parte, ya he cumplido mi mision. Sin embargo, soy de parecer, que por ahora nada manifesteis á vuestro supuesto hijo.

El P. Antonio hizo entonces una inclinacion al conde, y se retiró al pueblo de donde habia salido. No tardó en presentarse en él don Fernan de Castro: llevado en alas de su deseo, habló largamente con la infiel nodriza; y sin afearla su conducta, puesto que la encontraba muy arrepentida, solo exigió de ella el mayor silencio, amenazándola con la muerte si esta vez le faltaba. Despues la preguntó cuál era el verdadero nombre del que pasaba por su hijo, y habiéndole dicho que Diego, fué con la misma diligencia al pueblo en que se habia criado el verdadero don Pelayo. Por su desgracia, nada lo dijeron en él que pudiera consolarle, y pretestando deseos de viajar, empezó desde entonces á visitar todos los pueblos de consideracion de Galicia, y aun algunos de Castilla. Mas infeliz! qué le aprovechaban todas estas diligencias, si para buscar á su hijo no tenia otras señas mas que las de su nombre, y los pueblos por donde pasaba estaban llenos de jóvenes que se llamaban como él? Si al menos llevase consigo á la traidora Marcela, bien podia prometerse que esta le conociese si por acaso le encontraba; pero habia la desgracia que esta desdichada sucumbió de una enfermedad que la acometió cuando aun estaba convaleciente de la anterior. En tal estado, triste por no haber encontrado al que su corazon amaba, se retiró á su castillo de Santi-Spiritus, adonde llamó para que le consolase al P. Antonio.

-Dios castiga mis pecados, le dijo cuando ya fué visitado por este personage, privándome al fin de mi vida de la vista de mi hijo. He recorrido para encontrarle toda la Galicia y las Asturias; visité el reino de Leon, y una gran parte del de Castilla; y despues de las mas esquisitas diligencias, ni un vislumbre de esperanza vino á alegrar mi contristado espíritu.

-No os queda otro recurso mas que resignaros con vuestra suerte.

-Sin embargo, aunque sea temeridad, no puedo resolverme á dejar mi pingüe patrimonio á quien no es ni puede ser mi hijo: Diego queda por lo tanto desheredado, y en este testamento que os entrego, nombro por mi universal heredero al desventurado don Pelayo, el cual, despojado hasta de su nombre, andará tal vez mendigando de puerta en puerta el pan que en su casa se arroja á los perros. Lo que debeis de hacer, si su dicha fuese tanta que algun dia, despues que á mí se me acabaren los de la vida, se presentase á reclamar lo que le pertenece, es entregarle ese documento, para que apoyado en él pueda hacer valer sus derechos.

-Bien está todo eso; mas advertid, señor, que si Diego continúa en este castillo, posesionado de él luego que hayais fallecido, será muy dificil el que don Pelayo lo recobre, porque carecerá de los recursos necesarios para conseguirlo.

-Por desgracia, aunque he previsto ese inconveniente, no está en mi mano el evitarlo.

-Tampoco el separar de vuestro lado al hijo de Marcela?

-Ese es el mayor, padre mio: aquí ya no predomina mas que su voluntad, y se desprecia la mia; mis criados estan todos seducidos por él, y mis vasallos le temen. Quién, pues, con estos antecedentes, se atreverá á arrojarle del castillo? Por mi parte confieso francamente que no, porque temo que conmigo aumente el número de sus crímenes...

-Cómo? sería posible?...

-Me veo en la necesidad de callar, porque si él nos oye, lo cual es muy fácil... Retiraos, P. Antonio, retiraos, y cumplid con exactitud mi encargo.

-Tanto le temeis!...

-Mucho, y ademas hay en mi corazon un cruel presentimiento que me anuncia una gran desgracia.

Poco tardó esta en verificarse: á los pocos dias en que la anterior conversacion tuvo lugar, ya despues que el P. Antonio se habia restituido á su convento, el anciano conde de Santi-Spiritus, no pudiendo resistir al dolor de verse privado de la vista de su verdadero hijo, y temiendo siempre al que por tantos años le usurpára su paternal cariño, pasó de esta vida, animado con la esperanza de que en la otra sería mas afortunado. Su muerte solo fué sentida de sus colonos y vasallos, á los cuales, llevado de su natural bondad, habia en diversas ocasiones socorrido con mano pródiga; y su cadáver, aun antes del tiempo acostumbrado, fué por orden de don Diego sepultado en la capilla del castillo. Engreido el hijo de Marcela con el pomposo título de conde, halagada su vanidad con verse señor de tantos heredamientos y pueblos como formaban su pingüe patrimonio, creyendo que todo esto le habia sido dado para satisfacer sus bastardas pasiones, se hizo en pocos dias aborrecible á cuantos de alguna manera dependian de él. Entonces volvieron á derramarse nuevas lágrimas por el bondadoso don Fernan de Castro, y sus alucinados criados, á maldecir la dominacion de un hombre, á la cual tanto habian contribuido.

Al llegar aquí hizo el bueno de don Gutierre una breve pausa, y despues dirigiéndose nuevamente á los huéspedes, con especialidad á la hermosa Jimena, de quien el autor tiene motivos para creer que estaba enamorado, dijo:

-No quisiera molestaros refiriendo tan larga historia como la que con vuestro beneplácito he comenzado; y así, supuesto que no os marchais tan pronto, dadme vuestra licencia y me retiraré: cuando hayamos comido, cumpliré, como debo, mi palabra.

-Señor hidalgo, dijo á esta sazon Juan Sago, para nosotros será muy honroso el que lo hagais así; y creednos de todas veras, que la historia que habeis empezado á referir, lejos de parecernos larga, nos parece demasiado breve; y sino fuera porque sé que no habeis descansado bastante, atreveríame á suplicaros que la continuáseis ahora. Mas como mi deseo ha de quedar satisfecho antes de que termine el dia, lo que os ruego es, que trateis de descansar antes que nos llamen á comer.




ArribaAbajoCapítulo III

En el cual se prosigue la materia del precedente.


De mala gana obedeció don Gutierre á su anciano interlocutor: él habia tratado tan solo de no molestar á los dos únicos oyentes que tenia, pero privarse de la compañía de Jimena, era cosa que ni habia solicitado, ni menos pasádole por el magin. Sin embargo, para desquitarse de esta falta que, aunque involuntaria, contra sí cometiera, propuso en su corazon no dar lugar para tener otra vez que separarse de una muger que ya amaba demasiado. En vez de dormir, púsose á esperar con impaciencia la hora de comer; y como si estuviese hambriento, fué el primero en sentarse á la mesa, á la cual fueron llegando uno en pos de otro todos los que se encontraban en el meson. Los últimos que llegaron fueron nuestros viajeros, á los cuales, habiéndoles hecho plato el enamorado hidalgo, porque á la cuenta ya el comer en mesa redonda se acostumbraba entonces, invitaron sus compañeros á que aquella tarde pasasen con ellos al castillo de Santi-Spiritus á presenciar las funciones que aun seguian aquel dia.

La respuesta del ermitaño fué como era de esperar: escusóse con sus muchos años, y sobre todo con su estado; y como esto mismo era lo que deseaba don Gutierre, apoyó sus razones de una manera, que los que con él estaban sentados llegaron á sospechar si habria algo de adulacion, ó cuando menos de interés, en sus palabras.

Fuera de este pequeño incidente, que hemos creido de nuestro deber hacer mérito para empezar este capítulo, nada digno de contarse ocurrió entre tan alegre como honrada compañía; y como por otra parte no era gente que tenia sus delicias en la mesa, levantáronse presto, para trasladarse al castillo que antes nombráran. El consabido hidalgo no quiso acompañarlos, y aunque esto dió lugar á que sus compañeros sospechasen cada vez mas el mal de que ya estaba atacado, él, quedándose de sobremesa con los fugitivos de Castilla, anudó el hilo de la interrumpida historia, esplicándose de esta manera:

-Mientras en el castillo y estados del verdadero conde de Santi-Spiritus se hacia tan odiosa como insoportable la dominacion del hijo de Marcela, un jóven, á quien todos alababan por sus prendas personales, gemia sepultado en uno de los calabozos mas oscuros de la cárcel de Santiago. No era esto lo peor, sino que segun de público se aseguraba, el verdugo no tardaria en cortarle en pública plaza la cabeza, en castigo de un gran crímen que se decia por él cometido. Por su desgracia no tenia pruebas para acreditar su inocencia, y aquellos que de alguna manera se interesaban por su suerte, teníalos sobresaltados el fallo del tribunal, que esperaban muy pronto. Por este tiempo llegó de morador al convento de San Francisco el grande de aquella ciudad el P. Antonio; y como aun no habia perdido la esperanza de encontrar al hijo de don Fernan de Castro, pidió y obtuvo permiso para hablar al jóven encarcelado. Esta entrevista, al principio fria y desanimada, convenció bien pronto al religioso de que el reo era, cuando menos, una persona muy distinta de lo que manifestaba su trage. Figuraos antes de nada un calabozo cuyas paredes húmedas y denegridas aumentaban la lobreguez que no era bastante á estinguir una ventanita alta que caia al campo; un monton de húmeda y casi trillada paja que servia de cama al desventurado preso; un cántaro de agua de la del rio de los sapos; un pedazo de pan tan negro como las bóvedas de aquella triste mansion; una piedra que servia de ancha base á una columna que sostenia una gran parte del edificio, y os habreis formado una idea del magnifico aposento que la desgracia habia preparado á un joven muy digno de mejor suerte.

-Vengo, hijo mío, á visitaros, le dijo el religioso en cuanto el carcelero cerró la puerta por la parte de afuera; vengo á dirigiros palabras de consuelo, porque tal vez en vuestros oidos no habrán sonado hace mucho tiempo mas que las execrables blasfemias que suelen pronunciar los que así os maltratan.

-Mucho, padre mio, contestó el jóven, mucho me prometeis. Consolarme! empresa árdua y que escede los límites de mi esperanza: ignoro de qué consuelos me hablais; pero si venís á decirme que la justicia de la tierra me ha condenado, no hay duda que es un consuelo para mí, porque espero encontrar mas piedad en la del cielo.

-No, no vengo á eso; me habeis entendido mal: por ahora solo pretendo exhortaros á la conformidad con los designios del Altísimo: pero antes decidme cómo os llamais.

-Diego...

-Dios Santo! esclamó el religioso acercándose al reo. Diego!...

-Pues qué, señor, qué encontrais en mi nombre que os admira?

-Nada... así se llamaba un jóven muy desgraciado parecido bastante á vos. Y vuestro padre?

-Mi padre, contestó el preso ruborizándose para decirlo, no lo sé.

-Es cosa bien estraña...

-Debo advertiros, para que cese vuestra admiracion, que no le conocí.

-Y vuestra madre?

-A esa mucho: llámase Marcela.

Al oir esto el P. Antonio, ya no fué señor de sí mismo, puesto que sin poder reprimirse:

-Vos sois el conde de Santi-Spiritus, le dijo, y vuestra vida está en inminente riesgo: hoy he sabido que mañana sereis sentenciado á la última pena, y que para ahorrar á este vecindario el triste espectáculo de presenciar vuestra muerte, el verdugo penetrará en este calabozo para castigar en vos crímenes que tal vez no habreis cometido. Por lo mismo, jóven desventurado, preparaos y haced un esfuerzo grande, no para morir, sino para alejaros de esta tenebrosa mansion. Huid cuanto antes, huid, que Dios así lo quiere, y si desperdiciais estos momentos que su Providencia nos envía, temed á la muerte que se apresta para asaltaros.

Nada de esto entendió el encarcelado, el cual, al oir espresarse de esta manera al religioso, no pudo menos de creer que estaba loco; y como continuaba diciéndole que era preciso huir:

-Y por dónde? le pregunta.

-No veis esa ventana? le respondió el P. Antonio señalándosela con el dedo; pues por ella es por donde debeis de recobrar vuestra libertad.

-Ay, padre, eso es imposible! no veis cuán alta está?

-No importa, contestó con resolucion: poneos encima de mis hombros, y vereis como llegais á ella.

Hízolo así el jóven, y de un brinco, á pesar de lo angosta que era la claraboya, se coló por ella y salió al campo. Cuando apenas acababa de verificarse este inesperado suceso en aquella oscura prision, entró el carcelero descorriendo cerrojos y sonando llaves, y al encontrarse tan solo con el religioso, pregunta azorado:

-Y el reo, padre, el reo, en dónde está?

Mas como el P. Antonio era un hombre muy sereno, y al mismo tiempo tenia una imaginacion de grandes recursos, contestó:

-El jóven que aquí teníais encarcelado era un siervo de Dios, un justo que padecia inocentemente por delitos que jamás habia pensado cometer. La Providencia, que le habia librado de grandes peligros, quiso librarle ahora tambien de la muerte á que estaba abocado, y por ministerio de un ángel que le cubrió con un ropage blanquísimo y un ceñidor de oro, le llevó á otra region mas digna de sus virtudes que esta en que tanto habia gemido.

La admiracion del alcaide fué completa cuando oyó espresarse así al sagaz libertador; y repuesto algun tanto de su asombro:

-Bien me lo parecia, dijo, que este hombre era un santo: siempre que le venia á ver, en vez de prorumpir en blasfemias como los otros presos, lo mas que hacia era quejarse de su ingrata fortuna. Ahora me pesa no haber sido mas comedido con él, porque al fin y al cabo, tambien soy hombre que me dejo cautivar de la virtud.

Atento estuvo él P. Antonio á estas sencillas palabras, y mientras el carcelero iba por todas partes pregonando el prodigio que se habia verificado en la cárcel, él se presentaba á los jueces para manifestarles la verdad de cuanto habia sucedido. Tan noble modo de proceder interesó mas y mas á los que le conocian, y los jueces, que temian oponerse al furor del pueblo, sobre el cual él tenia un grande ascendiente que solo debia á sus virtudes, le dejaron que á su convento se restituyese libremente. Cuando ya en él se encontraba, fué visitado á las pocas noches por el fugitivo reo, el cual, despues de entrar en su modesta celda y de preguntar si podia hablar con la confianza que exigia su situacion, dijo:

-Vengo, antes de nada, padre mio, á daros las gracias porque me habeis librado de la muerte y restituido la libertad, y á pediros perdon por el mal concepto que de vos he formado cuando os vi por primera vez en mi prision. Eran á la verdad tan grandes los males que padecia, y de tal calidad los bienes que me prometíais, que mirando tan solo á la magnitud de aquellos, reputaba á estos por una cosa imposible. Por esto os tuve por loco, y conociendo despues cuán insensato era al juzgaros así, formé el proyecto de venir á visitaros antes de alejarme de esta ciudad, en la cual sin graves riesgos no puedo permanecer mas tiempo.

-Nada temais, le dice entonces su libertador; os encontrais en un asilo en que vuestros enemigos no se atreverian á penetrar, aun cuando llegasen á descubrir vuestro paradero; y para que vuestra confianza se aumente, habeis de saber que nada de cuanto acabais de decirme me sorprende. Yo, si me encontrase en igual posicion á la vuestra, aun formaria peor juicio de un hombre que, sin conocerme, me llamaba conde y me ofrecia la libertad y la vida cuando estaba encarcelado y esperando al verdugo para que me decapitase.

-Todo eso está bien, padre mio, repuso el jóven: conozco que mi falta es por ese lado disimulable; pero lo que yo no podré agradeceros bastante, es el interés que os habeis tomado por el mas desventurado de cuantos gemian en aquella prision. Quién os dijo que yo en ella me encontraba? quién os movió á ejercitar mas en mí que en ningun otro vuestra ardiente caridad?

-Vuestro padre...

-Y quién es mi padre?

-Ahora, hijo mio, ya no teneis otro mas que á Dios, que lo es de todos.

-Es decir que vos conocísteis á...

-Sí, yo conocí, le interrumpió el religioso, al conde de Santi-Spiritus, de quien sois hijo y heredero. Aguardad un momento, y os convencereis por vos mismo de esta verdad.

Abrió entonces el P. Antonio una papelera en que tenia muchos y curiosos documentos, y entregó al jóven unos pergaminos.

-Tomad, le dijo; este es el testamento de don Fernan de Castro, vuestro padre.

Algunas lágrimas corrieron entonces por las megillas del que siempre habia pasado por hijo de Marcela, y creyendo su interlocutor que eran de gozo por verse tan repentinamente transformado:

-Ea, leed, le dice, y ahí encontrareis la verdad de cuanto acabo de deciros.

-Ay, padre mio, contestó derramando lágrimas en mayor abundancia, que me mandais una cosa imposible! Mi descuidada educacion es la causa de que no sepa lo que contienen estas líneas.

-Pues yo os las leeré en cuanto os hayais serenado. Conviene mucho que no os dejeis impresionar con la felicidad que os anuncio, porque hasta ahora, hijo mio, no sois mas que conde en el nombre.

-Cómo, señor! los estados de mi padre, quién los posee?

-El hijo de la traidora Marcela.

-Pues qué! esa que nombrais, no es mi madre?

-Lejos de serlo, es la autora de todas vuestras desgracias.

Entonces el P. Antonio, conociendo que su interlocutor se encontraba cada vez mas confuso, refirióle muy circunstanciadamente la misma historia que yo á vos os he contado, y cuando llegó á su conclusion, le dijo con un acento que manifestaba todo su afecto y esperanza:

-Si, hijo mio, vos os llamais don Pelayo de Castro, sois el conde de Santi-Spiritus, y aunque ahora nada poseeis, la Providencia, que por designios tan admirables os ha librado de la muerte que tan cercana teníais, os restituirá los bienes que os pertenecen, así como acaba de manifestaros vuestro distinguido orígen. Referidme, puesto que es ocasion oportuna, vuestra historia, dijo un poco despues el padre; tengo deseos de saber sus principales pasages, no tanto por curiosidad, cuanto que es muy conveniente que la sepa para empezar desde mañana á trabajar con ardor en favor de vuestra causa.

-Es muy corta, aunque lastimosa, respondió don Pelayo; pero tal cual ella sea, no podré negarme á cuanto acabais de pedirme. La traidora Marcela, segun vos con tanta propiedad la llamais, empleaba el estipendio que recibia de don Fernan, mi verdadero padre, en reses que criaba en los verdes y amenos prados que circuían el pueblo, al cual, para tenerme ausente del suyo, me habia enviado. En él me mandaba que las cuidase, y como yo estaba muy ageno de saber quién era, obedecíala con el respeto mas reverente. De esta suerte, el que procedia de una larga serie de opulentos señores, vióse convertido en un zagal que no salia de entre los animales inmundos de la que falsamente pasaba por su madre. Y esto, cuándo, Dios mio! cuando ese Diego que me ha usurpado por los criminales manejos de Marcela el pingüe patrimonio de mis ascendientes, me usurpaba tambien el cariño de mi padre. Sin embargo, como yo lo ignoraba todo, no tenia la ira entrada en mi corazon, á pesar que en él sentia inclinaciones muy distintas de las de los jóvenes de mi condicion y edad. No podia por lo mismo acostumbrarme á la rústica vida de zagal, y cuando por las amenas praderas en que me encontraba veía pasar algunos señores de los que suelen abandonar sus castillos para entretenerse en la caza, sentia en mí un vehemente deseo de seguirlos, revelándome la sangre de este modo mi ilustre nacimiento. Así pasaba el tiempo maldiciendo mi escasa fortuna, hasta que cierto dia, deseando poner término á un estado que me parecia demasiado violento, determiné dejar la aldea en que me encontraba, sin participar á nadie mi atrevida empresa. Una mañana que habia madrugado aun

mas de lo que acostumbraba, cogí un pedazo de negro y endurecido pan, y armado de un palo con punta de hierro para defenderme de los lobos, me dirigí á esta ciudad. Aquel dia anduve muy pocas leguas; canséme pronto, y aunque hice esfuerzos para llegar á un pueblo de alguna consideracion que se encontraba en el camino, no pude por desgracia conseguirlo. Cogióme, pues, la noche en un desierto árido y espantaso, y despues de tender mi vista por todas partes, solo descubrí á alguna distancia una caverna situada al pié de una colina. á ella enderecé mis pasos, y aunque mi temor era grande, allí hice ánimo de guarecerme del frio que con intensidad me afligia. Al entrar encontré una hoguera medio apagada, y esta circunstancia, unida á lo agrio y desapacible del sitio, hízome entender que me encontraba en alguna cueva de ladrones. Estuve entonces decidido á salirme por no encontrarme con gente tan criminal; pero arrastrado por el deseo, y si se quiere tambien por la necesidad, quise detenerme algun tiempo. Sin embargo, fuerza es que os lo confiese, mis sospechas y temores se aumentaban, y aunque no sentia ruido que los confirmase, no podia resolverme á quedarme dormido. Pasé, pues, la noche sentado á la lumbre, y cuando con la aparicion de la aurora empezó el miedo á disiparse, me hice á mí mismo las siguientes reflexiones: «Si esta caverna fuese lo que yo tanto me temia, necesariamente habia en tan largo tiempo como hace que estoy en ella de encontrar indicios que me lo confirmasen. Es cierto que esta lumbre demuestra que este lugar es frecuentado por alguna persona; mas quién sabe si algun desgraciado como yo la habrá encendido? Por otra parte, qué concepto podré yo formar de mí mismo, si antes de marcharme no me entero de lo que pueda haber en este subterráneo? Quédese por lo tanto el temor para espíritus apocados que en nada tienen su dignidad, y marche yo á practicar un reconocimiento.» Formada por mal de mis pecados la interior resolucion, cogí en mi mano derecha una tea que alumbraba suficientemente, y en la izquierda mi palo herrado, y me introduje por aquellas sinuosidades. Nada vi al principio que me llamase la atencion; mas despues que ya segun mi juicio lo habia todo registrado, y cuando ya iba á salirme para continuar mi camino, tropiezo con un cadáver. Yo dí un grito que arrancó de mi corazon el temor de encontrarme con semejante espectáculo; mas volviendo sobre mí al poco tiempo, empecé á reconocerle. Su estatura era procerosa; su edad aparecia como de treinta años; sus facciones, á pesar de la alteracion de la muerte, aun eran hermosas; tenia ademas el cabello rubio y ensortijado, y sus vestiduras, que eran muy ricas, empapadas en sangre. Lo que mas me llamó la atencion, fué el verle su espada ceñida, lo que unido á que en las angosturas de la caverna no podia verificarse desafio, hízome creer que aquel caballero habia sido asesinado con alevosía. En esta sospecha no tardé en confirmarme, porque continuando mi exámen, encontréle una ancha y profunda herida que tenia en la espalda. Ahora, padre mio, parece que os estoy oyendo reprenderme porque no abandoné inmediatamente aquel lugar; y en verdad que si lo hubiera hecho, no hubiera pasado tan grandes y justos temores. Habeis de saber, pues, que en vez de hacerlo, enamoréme de la espada, cuya empuñadura estaba guarnecida de brillantes; y como estos no solo alegraban mi vista, sino que tambien podian remediar la necesidad en que me encontraba, determiné separar el puño de la hoja, y llevármele guardado en el zurron. Á poco que forcejé conseguí lo que pretendia, y muy alegre con mi nueva fortuna, y dándome interiormente mil parabienes por tanto valor como en aquella noche manifestára, salí del subterráneo y llegue aquel mismo dia á Santiago. Al entrar en esta ciudad sorprendióme su magnífica iglesia catedral, digna por mil títulos de equipararse á las primeras del orbe cristiano. No fué menor en mí la admiracion que produjo la vista de tantos suntuosos monumentos como encierra; llamóme tambien la atencion el gran número de caballeros que cruzaban por sus calles y espaciosísimas plazas; mas á pesar de todo, debo deciros que nada hay que pueda compararse al efecto que en mí causó la gran concurrencia de peregrinos que, procedentes de los ángulos mas apartados de la tierra, entraban en la soberbia basílica á prosternarse ante el sepulcro sagrado del hijo del trueno. Luego que lo hube todo admirado, me dirigí á la casa de un lapidario, á quien pregunté si me compraba la empuñadura de la espada. Su respuesta fué afirmativa; pero en cuanto hubo reparado en dos iniciales que esmaltadas tenia, al mismo tiempo que me miró con ojos escudriñadores, me dijo:

-Esta alhaja es de mucho precio, y en mi casa no hay dinero bastante con que pagarla; mas como vos no desistireis por esto de venderla, venid conmigo adonde os satisfarán cumplidamente.

No me desagradaron estas razones; antes por el contrario, creyendo que habia encontrado en el que acababa de pronunciarlas un hombre que solo se guiaba por su buena conciencia, seguíle con gusto. Pero, cuál no sería mi dolorosa sorpresa al encontrarme de buenas á primeras con el gobernador de la ciudad? Mi conductor, taimado como él solo, díjome al subir la escalera, que en aquella casa vivia un caballero tan pródigo y liberal, que á trueque de que le vendiese mi alhaja seria capaz de atender á mi futura colocacion, en el caso de que lo necesitase. Con estas y otras parecidas palabras fuéme entreteniendo hasta que llegamos á presencia del caballero pródigo y liberal, al cual dijo mi interlocutor:

-Este jóven, señor, acaba de preguntarme si le quiero comprar esta prenda, que perteneció al desgraciado don Favila, como lo atestiguan estas iniciales que yo mismo esmalté en ella por su orden.

-Par diez, maese Tomé, respondió con marcada satisfaccion el gobernador, que me presentais un indicio que yo no esperaba!...

-Tan cierto es lo que dice vuesa merced, repuso el lapidario, que no habrá nadie que se atreva á contradecirlo; porque, ó este mancebo es el asesino que buscamos, ó cuando menos está en relaciones con él.

-Justo es lo que decís, como tambien lo que yo voy á hacer ahora.

Y al mismo tiempo que esto dijo, fuí conducido maniatado á la oscura prision de donde vos me librásteis. En ella me interrogaron varias veces; y como no confesaba el crímen que me imputaban, persuadiéronse que solo el tormento abriria mis labios, que mi obstinacion, segun mis acusadores decian, tenia cerrados. Resisti á esta prueba terrible por dos veces distintas; mas al cabo, padre mio, cedí á la vehemencia del dolor.

-No fuísteis vos solo, repuso el P. Antonio al observar que don Pelayo pronunciára estas últimas palabras con cierto acento de tristeza, el que se portó de la misma manera: no hay calumnia que no se pueda probar por medio del tormento; y aunque en algunos casos no dejó de ser conveniente su uso, en los mas ha sido contrario á lo que prescribe la mas recta justicia. Pero dejemos esto, y tratemos tan solo de lo que por ahora mas nos conviene. Vos acabais de recobrar la libertad, sois hijo del conde de Santi-Spiritus, teneis ya en vuestro poder el testamento en que vuestro padre os nombra su universal heredero; pero al mismo tiempo, sino es con un nombre ilustre, os encontrais el mas pobre de todos los hombres. Á pesar de todo, sino hay motivos para alegrararse, tampoco creo que los hay para entristecerse; porque mañana, obtenida la venia de nuestro prelado, iré con vos á hacer valer vuestros derechos. Los medios que para conseguirlo pienso emplear, no me los pregunteis ahora; vos vereis su resultado, y tal cual él sea, no debeis de atender mas que al espíritu que me anima.

Al dia siguiente de esta conversacion, pusiéronse, segun habian convenido, en marcha; y á la tercera jornada llegaron al castillo de Montefaro, situado en una eminencia de muy dificil subida. Lo que aquí pasó sorprendió estraordinariamente al hijo de don Fernan, porque aparte del brillante recibimiento que le hicieron tratándole ya como si estuviese en plena posesion de sus estados, su compañero, en presencia del castellano, que era un caballero de admirables prendas, le dijo:

-Estais ya muy cerca de vuestro enemigo; pero no debeis temerle, porque os encontrais en la casa y estados de mi hermano, el cual está tan interesado como yo en el triunfo de vuestra causa:

-Sí, de todo corazon, respondió el caballero que acababa de nombrarse; y en prueba de esto mismo, mañana marcharán mis vasallos á destruir el poder del hijo de Marcela.

-No, replicó el P. Antonio, antes es preciso tentar otros medios.

-Son inútiles, repuso el castellano, ese hombre no dejará sino á la fuerza el castillo que posee contra toda razon.

-A pesar de todo, volvió á decir el religioso, me parece tan duro que sin preceder declaracion alguna te presentes con tu mesnada como pudieras hacerlo ante el mas cruel y encarnizado enemigo, que soy capaz de asegurar por este solo hecho, que la empresa no corresponderá á nuestras esperanzas.

Y por qué no? preguntó el hermano del religioso; antes yo creo que si se trata de persuadirle á que deje lo que de ningun modo le pertenece, se preparará para la defensa, y entonces...

-Entonces nuestros ataques serán justos, le interrumpió el P. Antonio.

-Pero sin resultado favorable.

-Tanto desconfiais de la justicia de nuestro protegido!

-Desconfio de mis fuerzas, que como ya sabes, no pueden igualarse á las de don Diego.

-En este caso...

-Sí, en este caso, interrumpió el castellano, conviene que cuanto antes marchemos á Santi-Spiritus.

-No podremos hacerlo hasta mañana.

-Es la mas que podemos esperar; y mientras tanto permitidme que me retire, para comunicar mis órdenes á mis mesnaderos.

Hízolo así el castellano de Montefaro; y el P. Antonio, que deseaba poner término á la admiracion del hijo de don Fernan de Castro, le habló de esta manera:

-Antes de que arribásemos á este castillo tuve por conveniente avisar á mi hermano, por persona que me inspiraba la mayor confianza, de la calidad del huésped que en su casa debia recibir. Tambien le dije que se preparase para atacar los estados de un vecino poderoso, en el caso que este se negase á reconocer la justicia que os asiste, y como acabais de ver, él desaprueba esta parte de mi plan. Yo me habia propuesto avistarme primero con el hijo de Marcela, mas como el señor de Montefaro, á quien debo de obedecer por mil razones que no es oportuno esplicar ahora, se obstina en que nada participemos á vuestro enemigo, solo nos toca encomendar á Dios este negocio, y esperar en su justicia.

En estas y otras pláticas parecidas pasaron el resto de aquel dia, y habiendo llegado el siguiente, despues de una noche en que con el mayor sigilo se reunieron los vasallos del hermano del P. Antonio, emprendieron la marcha para el castillo de Santi-Spiritus. No creais que eran muy numerosas estas fuerzas que impensadamente iban á caer sobre el usurpador don Diego: aparte del valor del señor de Montefaro, que no conocia rival, y de la prudencia de su hermano, estaban reducidas á unos treinta peones y otros tantos caballos. Mas la empresa que al parecer tantos riesgos ofrecia, vino á demostrar con sus resultados que era demasiado fácil. Hé aquí el modo como fué desposeido don Diego: encontrábase este orgulloso é inesperto jóven entretenido en la caza de que abundaban sus bosques, cuando el escuadron que comandaba el señor de Montefaro llegó al castillo adonde se dirigia, en el cual, por haber cogido de sorpresa á los pocos ballesteros que le custodiaban, no hubo ataque ni defensa. Don Pelayo entró acompañado de sus amigos en la suntuosa habitacion en que su padre otorgára el testamento, y en presencia de ellos y de algunos criados que habian servido á don Fernan, se proclamó conde de Santi-Spiritus. Despues despidió á todos los criados de don Diego, en los cuales no podia tener confianza, y se rodeó de aquellos que se la habian inspirado á su padre. Mandó tambien que se prohibiese la entrada en el alcázar al hijo de Marcela, y que sobre sus rentas se le asegurase una dotacion decorosa, pareciéndole duro sumir en la miseria á quien siempre habia estado nadando en la abundancia. Hechas todas estas cosas, vistióse tan magníficamente como lo requeria su clase, y suplico al P. Antonio que no lo abandonase hasta que con sus consejos hubiese ordenado todo lo concerniente á sus vastos estados. De esta manera se cumplió el testamento del último conde de Santi-Spiritus; mas oid ahora lo que pasó al que por tanto tiempo pasó por su legítimo heredero: al regresar de su cacería encontróse con que los peones y caballos que en diferentes parages tenia apostados el señor de Montefaro, le comunicaron la orden del nuevo conde para que se alejase sin demora, so pena de ser castigado severamente. La sorpresa al principio y la indignacion despues vinieron á apoderarse del desdichado mozo, que en tan breve tiempo habia visto disipada su gran fortuna; pero como nada adelantaba con quien tenia la razon y la fuerza, retiróse jurando que de aquel inicuo y violento despojo, segun él decia, habia de tomar una ruidosa venganza. Mientras tanto el P. Antonio no se descuidaba en asegurar la causa de su protegido: reunió para esto á todos sus pecheros y colonos, y despues de exhortarlos á que obedeciesen á su nuevo señor, y de prometerles en nombre de este que se disminuirian los tributos conque estaban gravados, les manifestó la traicion de Marcela y la justicia de don Pelayo. Con esto no fué necesario mas para que los ánimos de los vasallos se aficionasen al nuevo conde; y conociendo los dos hermanos que ya estaba afianzada su posesion, se retiraron adonde los llamaba el cumplimiento de sus deberes. Nada se habia vuelto á saber de don Diego: ignorábase hasta su paradero; y como los maliciosos abundan en todas partes, aseguraban que habia sido asesinado secretamente por el hijo de don Fernan de Castro. Empero tan grosera calumnia quedó desmentida con el hecho que os voy á referir: habia algunos meses que tan repentina transformacion se habia verificado, cuando el hijo de Marcela se acercó una noche de las mas ardientes del estío al castillo de Santi-Spiritus. Su objeto era asesinar vil y traidoramente á don Pelayo, y para conseguir el objeto tan criminal, esperó á que estuviesen los que hablaban en el que fuera su alcázar, profundamente dormidos. Cuando ya le pareció que este caso habia llegado, halló medio, auxiliado por la traicion de un centinela, de introducirse en el interior del castillo; mas como desde aquí á la habitacion del conde lo era muy dificil pasar, estuvo por desistir de su atrevida empresa. Cuando ya iba á verificarlo, reparó, merced á la claridad de la luna que brillaba en toda su plenitud, que las ventanas de la torre en que dormia su antagonista estaban abiertas, sin duda para que las habitaciones se refrescasen con el ambiente de la noche. Esta circunstancia debia de proporcionarle el logro de su deseo, porque haciendo uso de una escalera de cuero de que iba provisto, subió, no sin grave riesgo, á una de las ventanas del aposento de don Pelayo. Cuando en él estaba entrando, despiértase el conde al oir pasos tan cerca de sí; salta del lecho despavorido, y un instante despues, habiendo cogido su espada, emprende un sangriento combate con su enemigo. Todas las ventajas estaban de parte de aquel, porque prescindiendo de su indisputable valor, el hijo de Marcela acababa de ver frustrado su plan. Así fué que su defensa tuvo mucha de débil; y ó bien fuese porque á su adversario temiese mas de lo que debia, ó porque su falta de serenidad á ello le impulsase, trató de huir. Mas infeliz! la espada del conde le perseguía sin tregua ni descanso; y cuando ya no pudo alcanzarle, cortó la escalera de cuero porque se descolgaba. Entonces el desdichado hijo de Marcela vino al suelo desde una inconmensurable altura, acabando así su ambicion y sus temores. Al ruido que su trágico fin produjo, despertáronse los criados del conde, y despues de haberse enterado de la inocencia de su amo, trataron de dar sepultura al cadáver del infortunado don Diego. Ya nada faltaba para que la felicidad de don Pelayo fuese completa, mas que su casamiento; y como en su corta permanencia en el castillo de Montefaro se enamorase, aunque sin descubrir á nadie su pasion, de una hija del castellano, movido tambien por gratitud, determinó pedirla por esposa. Su solicitud salió bien despachada, y ayer mismo verificóse esta union, que promete ser feliz y duradera. Todos cuantos hemos tenido noticia de las desgracias del hijo de don Fernan, nos hemos alegrado de su ventura; y para darle un público testimonio de nuestras simpatías, hemos querido asistir á las funciones que tienen lugar con motivo de sus bodas. Mis compañeros, como habreis observado, se han trasladado hoy por segunda vez al castillo de Santi-Spiritus; y aunque yo no lo hice, no es menor en mí la alegría que me causa el triunfo de don Pelayo. Os he referido brevemente su historia: ignoro si con ella os habré complacido; pero lo que os puedo asegurar es, que mis deseos han sido tan buenos como vuestra paciencia en escucharme.

-Señor hidalgo, respondió el ermitaño al oir estas últimas palabras, debeis de persuadiros que me habeis deleitado con vuestra relacion, porque aunque tan anciano y penitente como manifiesta mi arrugado rostro, aun gusto de oir esas historias en que abundan los placeres y trabajos de algunos hermanos nuestros. Os doy gracias tambien porque así habeis hecho que el tiempo que me veo obligado á pasar en este meson, se me haga menos pesado, y como tengo pensado dejarle mañana, podeis ir disponiendo lo que se os ofrezca para Compostela, adonde nos dirigimos.

-Mañana os marchais! dijo tristemente don Gutierre.

-Sí, mañana, mañana, respondió prontamente Juan Sago; y os aseguro que ya debí de hacerlo hoy.

-Tan pronto!

-A mí me parece demasiado tarde, repuso con algun sobresalto el padre de Jimena.

-Y no temeis esponeros á las contingencias del camino?

-Dios velará por mí, y por esta jóven que me acompaña.

-Sin embargo...

-Oh! no os esforceis en persuadírme lo contrario, replicó el ermitaño cada vez mas alarmado con el empeño que manifestaba don Gutierre; mi resolucion está ya formada, y creo que nadie me separará de ella.

-Si no me interesára por vuestra suerte, se atrevió á replicar el hidalgo, nada os diria; pero como os considero espuesto á tantos peligros desde aquí á Santiago, quisiera que al menos difiriéseis este viaje hasta pasado mañana.

-Ignoro el objeto por qué he de suspenderle, respondió el antiguo Templario con bastante socarronería, y mucho mas los peligros de que me hablais.

-Voy á satisfaceros, dijo ruborizándose don Gutierre: mañana concluyen las fiestas de Santi-Spiritus, y pasado, libre ya del compromiso que contraje con el conde, podia acompañaros. Los peligros, no creo que exagero si os digo que son innumerables en un camino poblado de fieras y malhechores.

-Lo creo muy bien, repuso Juan Sago, que adivinó perfectamente el objeto de su interlocutor; pero teniendo á Dios de mi parte, á quién puedo temer?

-Esa confianza es muy santa, pero no creo que sea muy segura.

-Cómo?

-No os escandaliceis: Dios nos manda precavernos, y que no nos espongamos temerariamente á los peligros que nos cercan. Quién sabe si aquel don Favila, que en la caverna encontró don Pelayo, tendria la misma confianza que vos?

Sonrióse el ermitaño con una razon tan especiosa, y en seguida contestó:

-Está bien todo eso, señor Hidalgo; pero yo no puedo decidirme á permanecer aquí mas tiempo, ni tampoco á admitir vuestra compañia...

-Tanto la odiais!

-No es por eso, se apresuró á decir el padre de Jimena: si yo fuera solo, no titubearia en recibiros en ella, pero yendo acompañado de esta jóven...

-Por lo mismo, señor, por lo mismo, le interrumpió el hidalgo.

-Vamos, replicó el ermitaño, os parece justo en Dios y en conciencia, que un viejo como yo camine escoltado con un jóven tan apuesto como vos? Dejadme seguir mi propósito; no os opongais por mas tiempo á él; y tened entendido, que muchos y mas inminentes peligros que esos que tanto me ponderais me han cercado, y sin embargo, Dios ha sido servido de dejarme contar noventa años que como una sombra han pasado por delante de mí.

El hidalgo desistió de su pretension al oir espresarse de esta manera al anciano; y aunque mústio y pensativo por no haber conseguido lo que pretendia, se despidió cortesmente de los dos huéspedes.




ArribaAbajoCapítulo IV

De como don Gutierre manifestó su pasion á Jimena, y del fin que todo esto tuvo.


Antes que la sonrosada aurora recorriese el camino que muy en breve debia seguir el ardiente Febo en su dorado carro, salieron nuestros caminantes del meson, y se dirigieron con pasos que desmentian la ancianidad del uno y la delicadeza del otro, á la antigua ciudad de Compostela. Juan Sago, á trueque de verse libre de la compañía del hidalgo, no quiso despedirse de él ni de sus compañeros; y aunque muy bien sabia que semejante porte era impropio de una persona bien criada, preferia el ver á su hija sin amantes que la siguiesen. Mas como don Gutierre estaba ya demasiado enamorado, en cuanto supo que los huéspedes se habian puesto en marcha, él, sin despedirse tampoco de sus amigos, ni tomar determinacion alguna que le disculpase con el conde de Santi-Spiritus, montó prontamente á caballo, y siguió el camino que llevaba la que involuntariamente le habia robado el alma. Al poco tiempo alcanzólos, como no podia menos de suceder; y aunque su vista puso de muy mal humor al anacoreta, esforzóse por no manifestarle el disgusto que lo causaba su aparicion.

A todo esto don Gutierre no sabia cómo disculpar su atrevimiento, que otro nombre no merece su determinacion, y solo echando mano de su manoseada cantinela de los peligros que ofrecia el camino, fué como salió del atolladero en que su amor y sus pocos años le metieran.

-No he podido resolverme á dejaros partir con tanta esposicion, dijo, ni á que esta señora tan delicada por su edad, y tan digna por su hermosura de habitar bajo las doradas bóvedas de suntuosos palacios, camine destrozándose sus blanquísimos piés por entre esos cortantes pedernales.

Por supuesto que las anteriores palabras las acompañó con la acción de apearse, y con la de presentar en seguida el caballo para que en él subiese la interesante Jimena.

-No; permitid, repuso gravemente el anciano: nosotros estamos acostumbrados á mayores trabajos, y no admitiremos un obsequio que es en perjuicio vuestro.

-Y creeis que lo sea, cuando porque lo admita esta hermosa jóven he renunciado á las fiestas del castillo, y á las comodidades del meson que acabo de dejar?

-Os ruego que os retireis á él, respondió Juan Sago.

-Por mas que me desagrade desobedecer á una persona tan respetable como vos, replicó el hidalgo, he de acompañaros á Santiago.

-Empeño singular! esclamó Jimena, que como habrá observado el discreto lector, aun no habia hablado una palabra delante de aquel hombre.

-Conozco, señora, dijo dirigiéndose á ella don Gutierre, que os sobra razon para calificarlo así, y aun si se quiere, de importuno y atrevido; mas como sea cierto que la virtud unida á la hermosura cautiva el alma del hombre mas vicioso, soy digno de disculpa. Dejadme, pues, que os siga, bella Jimena. Vos vais á Santiago; por qué razon quereis privarme del gusto de ir á mí también?

-Ay, hijo, interpuso el ermitaño compadeciendo al jóven por la violenta pasion que se levantaba en su pecho, que tu desengaño va á ser terrible!

-Tal vez, padre mio, respondió el hidalgo suspirando: basta que vos me lo asegureis así, para que desde ahora empiece á temer por el porvenir que me espera; pero sea este próspero ó adverso, qué os mueve á despreciar los servicios que con la mejor voluntad os ofrezco?

El anacoreta estuvo un rato suspenso, y en seguida contestó:

-Para daros una prueba de que estoy muy lejos de despreciarlos, los admito desde este momento.

Y cogiendo el caballo por la brida, mandó á su hija que subiese en él; lo cual hecho, continuaron la marcha que para hablar con don Gutierre habian suspendido.

Al oscurecer de aquel mismo dia llegaron á Santiago, y habiéndose hospedado en un meson que estaba á la entrada, fué al siguiente el antiguo Jaime Rodriguez de Acevedo acompañado de su hija, á visitar á don Juan Manrique.

El prelado compostelano holgó mucho de ver á su amigo, y despues de habérselo así dado á entender, prometió toda su proteccion á la viuda de Bermudo. Jimena vió con esto cumplidos todos sus deseos, porque si los desengaños de un mundo en el cual habia vivido participando á veces de sus falsos placeres, la habian hecho envidiar la apacible vida del claustro; si las persecuciones, que otro nombre no merecia el amor que la manifestaba Villayzan, la habian obligado á formar una resolucion tan estraña como era la de sepultarse en una caverna, ahora que un personage tan respetable como virtuoso la facilitaba la entrada en uno de esos asilos en que solo se respira la virtud, cuál no sería su alegría? Enagenada por lo tanto de puro gozo, dió las gracias al ilustre amigo de su padre; y cuando supo que de allí á dos dias habia de verificarse la tierna ceremonia de su ingreso en uno de los monasterios de la ciudad, solo pensó en prepararse para un acto tan imponente.

Este supremo momento llegó: Jimena tuvo la dicha de ser incorporada á un coro de cándidas vírgenes; y cuando el arzobispo cubrió su blanquísima frente con el negro velo de la abnegacion y la penitencia, vió junto así á dos ilustres señoras que ayudaban al prelado. La condesa de Gijon, tan interesante por su elevado origen, y mucho mas por sus desgracias, habíase retirado al gran monasterio de San Pelayo despues de la desaparicion de don Alfonso; y la reina doña Beatriz, que tanto sintiera el rudo golpe que la adversidad descargára sobre su regia cabeza, encerróse tambien en aquel sagrado asilo. En él enjugó sus lágrimas, y animada con los ejemplos de sólida piedad de la princesa doña Isabel, solo pensó en el negocio de su salvacion. Las dos fueron comparables á aquellas avecillas que presintiendo el huracan se guarecen con tiempo de sus furores; y si la hija de Juan Sago no llevó al claustro una alma tan inocente como la suya, su arrepentimiento oportuno pudo proporcionarle mayor gloria.

De intento hemos dejado á don Gutierre, porque al ocuparnos de él no nos sirviese de estorbo en la imponente ceremonia que acabamos de indicar. Y en verdad que si bien se mira, sóbranos razon para hacerlo; porque esto de ocuparnos de amantes que solo piensan en imposibles, es cosa que se nos resiste demasiado. Bastábale al hidalgo haber oido de los autorizados labios de Juan Sago que su desengaño habia de ser terrible para que desistiese de su pretension; pero él, que suponia que Jimena abrazaba la vida cenobítica arrastrada por algun interés mundanal, no titubeó en manifestarla, aprovechándose para esto de una corta ausencia del anciano, la violenta pasion que le devoraba. La respuesta fué cual pueden figurarse nuestros lectores; mas de que importó esto para quien estaba cada vez mas aferrado á sus insensatas ideas? Pondremos aquí algunas palabras de las muchas que se cruzaron en la plática á que nos referimos.

-Si sois hombre de razon, decia con notable serenidad la heroina, debeis de renunciar para siempre á ese amor de que me hablais. Muchas son las razones que á una determinacion tan honrosa os obligan; pero entre ellas os espondré tan solamente algunas con el fin de separaros de vuestro mal propósito. Sabed primeramente que soy una muger tan sin ventura que mi vida costó la de aquella que me trajo en su seno: ¡ah! su voz no sonó en mis oidos; y antes que yo pudiese disfrutar de sus caricias, el puñal de un desalmado la arrojó á la eternidad. Tened entendido que solo amé á un hombre, á quien conceptuaba digno de mi amor; y que si circunstancias que no son del caso referir, me hicieron mantener con él un comercio siempre reprensible, luego que nuestra union se legitimó y tuve la desgracia de perderle, juré solemnemente no amar jamás á ningun otro. Pretendereis ahora que por vos quebrante este juramento? Acordaos tambien de vuestra edad y de la mia: vos sois un jóven que ahora puede decirse que empieza á vivir, mientras yo cuento ya treinta y seis años... No es verdad, continuó con amable sonrisa, que harla un admirable papel una muger que ya puede llamarse vieja, al lado de un hombre que está ahora en los albores de su juventud? Vaya que tendria que ver vuestra esposa con edad sobrada para ser vuestra madre!... Pero no creais que os haya espuesto aun la razon mas principal: hay otra, á cuyo peso no podreis menos de rendiros. Sabeis de cual os hablo? Me parece que no: estoy ya desposada, y pretendereis que con vos lo haga tambien?

-Cómo, señora, la interrumpió don Gutierre.

-Escuchad, respondió la viuda de Bermudo cada vez mas serena; vos sois un caballero cristiano, y por lo mismo no os hareis violencia para creer lo que voy á deciros: Jesucristo, á quien tanto he ofendido durante el corto período de mi juventud, es el esposo que he elegido hace ya bastante tiempo. Á él he ofrecido mi corazon en secreto, y pronto un juramento tan público como solemne me hará del número de sus cándidas esposas. Ved ahora, pues, si me sobran motivos para mandaros que desistais de vuestro empeño, y para aconsejaros que os restituyais á vuestras montañas, en las cuales, olvidando á la que por ningun concepto fué digna de vuestro amor, podreis ser verdaderamente feliz.

-Hermosa Jimena, replicó el hidalgo arrojándose á sus pies, por mas esfuerzos que hagas para apagar la voraz llama que tu sola vista encendió en mi corazon, no lo conseguís, porque todos ellos son, por mi desgracia, demasiado inútiles. Yo quisiera olvidaros, y cada vez os tengo mas impresa en mi alma; quisiera, perdonadme, bella criatura, lo que voy á deciros, odiaros de todas veras, y lejos de conseguirlo, os amo con vehemencia mayor. Cada palabra vuestra me inflama, y si cabe decirlo, aumenta el amor que os profeso. En vano os valeis de todos esos artificios para que yo desista de amaros; en vano tambien tratais de ocultaros de todas las miradas; porque aun cuando no os alcance con las mias, moriré por vos. Sí; tu resolucion acarreará mi temprana muerte; y entonces, señora, vuestras lágrimas y remordimientos serán mi venganza....

Esforzábase mientras tanto la hija del solitario por huir de un hombre tan importuno; pero él, que lo presintió, teníala fuertemente asida por una de sus blanquísimas manos, que besaba y al mismo tiempo regaba con sus lágrimas. En esta postura lo sorprendió el anciano, el cual reprendió su atrevimiento; mas como la violenta pasion de que se dejára arrastrar no se prestaba á consejos ni á amonestaciones, determinó con un crímen poner fin á su existencia. Desnuda su espada, y cual otro Saul desesperado, arrójase sobre ella. Afortunadamente Juan Sago y su hija pudieron evitar su fin, pues la que debia de ser mortal herida, redújose á que se traspasase el brazo izquierdo. No obstante, la sangre del violento mozo corria en abundancía, y mientras un cirujano, que á las voces del anacoreta habia acudido, se la contenia, Jimena huía de la vista de un hombre á quien, segun el decia, inflamaba con la suya.

Este incidente favoreció la entrada de la viuda de Bermudo en el monasterio, porque de otro modo, tal estaba don Gutierre, que no se hubiera podido verificar sin escándalo.

Ínterin él gemia en una cama su desventura, el antiguo Jaime Rodriguez de Acevedo, despues de consultarlo despacio con don Juan Manrique, que le dió un encargo para el rey, habiéndose despedido para siempre de su hija, se puso en marcha para Burgos.

El autor no sabe, por mas que ha tratado de indagarlo, cuál fué la suerte futura de don Gutierre. Supone, por haber leido un antiguo pergamino que así lo decia, que en el tiempo en que vivia en San Pelayo una religiosa de rara hermosura, á quien suponian viuda de un embajador que inhumanamente sacrificáran los portugueses encerrados en Lisboa, un jóven de corta edad se paseaba de ordinario por los alrededores de aquel monasterio, sin jamás apartar de él sus ojos, que casi siempre tenia arrasados en lágrimas. Añadia tambien aquel escrito, que algunas veces se le veía entrar en la iglesia, particularmente cuando la comunidad se reunia en el coro para cantar las divinas alabanzas; y que si una voz en estremo melodiosa se elevaba sobre las demas, lloraba sin consuelo como si oyese alguna que saliese del sepulcro.

Hasta aquí la relacion citada, á la cual no podemos menos de dar un entero crédito; pero lo que viene á arrojar nueva luz sobre nuestras dudas, y casi nos atrevemos á decir que á estinguirlas, es un epitafio que en un sepulcro antiguo encontramos caminando de Santiago á Padron, y en el cual, por ser aficionados á vejeces, hemos leido:

«Aquí yace don Gutierre de la Oliva, en cuyo corazon abrió ancha puerta el amor, y por ella entro la muerte en edad temprana.»

A nosotros ninguna duda nos queda que bajo la losa en que esto hemos leido, reposaban las frias cenizas del hidalgo que tan cortés se mostró con el ermitaño y su hija.