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ArribaAbajoCapítulo V

Como el jóven rey de Castilla empezó á ver el cumplimiento de las promesas hechas á su padre.


Nuevo motivo de gozo tuvieron por este tiempo los vizcainos: la presencia de don Enrique en las costas de Cantabria fué seguida de un acontecimiento, que era como el preludio del gran poderío que mas adelante habia de alcanzar en remotos mares la corona de Castilla; porque los navegantes del señorío, que siempre han sido los mas á propósito para emprendere arriesgadas espediciones, aportaron por primera vez á las islas Canarias, y tomaron de ellas posesion en nombre del augusto hijo de don Juan.

Cuál haya sido la alegría que esto produjo en todos los ánimos, no hay para qué ponderarlo; y tan solo con acordarse del espíritu de conquista de que entonces estaban animados la mayor parte de los españoles, se vendrá en conocimiento de las esperanzas que con semejante motivo se concibieron.

Pero nada hay que pueda compararse al efecto que tanto en los que acompañaban al rey, como en el rey mismo, produjo la llegada á Bilbao de la armada que acababa de agregar á la corona de Castilla nuevos estados. El jóven príncipe, que habia pasado á aquella villa para presenciar las fiestas conque sus naturales celebraban la honra que en visitarlos acaba de dispensarles, quedó agradablemente sorprendido cuando vió en el puerto á los conquistadores y á una parte de los conquistados.

Estos, que eran hasta el número de ciento setenta, entre los cuales aparecia el rey de Lanzarote y su muger cargados de cadenas, llamaban la atencion por sus trages salvages, que consistian en plumas de diversos colores admirablemente entretejidas y combinadas.

Don Enrique, como no podia menos de suceder así, quiso enterarse de sus leyes, usos, religion y cultura; y aunque los vizcainos que los habian cautivado no se habian demasiado fijado en esto, respondiéronle que despues de tomada la isla, y cuando ya habian terminado las hostilidades, habíanlos visto practicar las mas abominables supersticiones, hasta el punto de sacrificar humanas víctimas á las mentidas deidades que adorában. Añadieron tambien, que en las inmediaciones del palacio de aquellos reyes que traían cautivos, habia establecida una carnicería en que se vendia la carne humana, á la cual daban la preferencia sobre la de cabras que tanto abundaba en la isla, y que no pudiendo tolerar tan horribles costumbres y un culto que no podia menos de ser dictado por el abismo, habian destruido todos los templos y ensangrentados altares en que al demonio se rendia tan pestilencial incienso. Acerca del idioma nada pudieron decir, porque aun cuando para ser entendidos de aquellas bárbaras gentes les hablaron en dos ó tres lenguas de las mas usadas, no consiguieron lo que pretendian. Tambien quiso el rey saber si los isleños habian hecho gran resistencia á los españoles, y el que entre estos llevaba la voz, respondió que habia sido fiera y obstinada, mayormente cuando intentaron apoderarse del palacio de sus reyes.

-Las flechas y unas varas largas y puntiagudas, añadió, que nos traspasaban como si fuesen lanzas, llovieron entonces sobre nosotros: muchos de los nuestros perdieron la vida de una manera tan desusada coma nueva; pero aun habia entre aquellos paganos otros guerreros que nos causaban mayor temor, por ser mas grande el destrozo que en nosotros hacian. Habíanse muchos de ellos apostado en parage conveniente, y con unas grandes hondas que manejaban de un modo admirable, descargaban sobre los soldados de V. A. tal granizada de piedras, que por mucho tiempo dudamos de conseguir la victoria. Al cabo, cuando ya estábamos á punto de ceder, vino esta á coronar nuestros esfuerzos. Permitidme, señor, que brevemente os refiera lo que entonces pasó. Un jóven llamado Acorda habia observado durante lo mas recio de la pelea, que ínterin los mas de los salvages se batian hasta con desesperacion, un peloton de ellos permanecia retirado del cuerpo de la batalla, agrupados al rededor de un objeto que la distancia le impidió distinguir. Esto le dió mucho en que pensar, y para salir de sus dudas, como tambien para tentar la suerte de las armas, arrojóse sobre el peloton seguido de otros tan bravos como él, y aunque la resistencia fué mayor de la que esperaban, lograron al cabo apoderarse, con muerte de muchos de aquellos infieles, de un mono blanco, á quien en su ceguedad atribuían una cosa divina. Desde este momento cesó la lucha por todas partes, porque á la manera que desaparece una antorcha cuando la sumergen en un caldero de agua, desaparecieron los que nos hacian frente, y pudimos apoderarnos sin otra resistencia del palacio, en donde encontramos á Tazlot su rey y á Taizlabe su muger, que hoy tenemos la satisfaccion de presentaros cautivos. Á poco de haber ocurrido nuestro triunfo, presentáronsenos algunos sacerdotes de los gentiles, esplicándosenos por señas para que les restituyésemos el inono blanco que les habíamos quitado. Nuestra respuesta fué, como no podia menos, negativa, y ellos, que ya sin duda la esperaban, presentáronnos para vencer nuestra resistencia unos grandes pedazos de oro que traían preparados. Á vista de semejante ofrecimiento, dieron algunos de los que me acompañaban muestras de acceder á peticion tan ridícula como supersticiosa, y conociéndolo yo, despues de afearles su ambicion, maté en su misma presencia al asqueroso animal que en su ceguedad adoraban aquellas bárbaras gentes. No sé si os diga que la desesperacion ó la rabia se apoderó entonces de aquellos infelices; porque un gran número de ellos, como si les hubiese acontecido alguna desgracia, despedazaban su carne con los dientes, mientras otros corrian á sepultarse en el mar profundo. Nosotros evitamos la muerte de todos aquellos que pudimos haber, y despues de plantar el estandarte de la cruz en aquellas remotas regiones, y de proclamar el nombre y poder de V. A., levamos anclas y con viento fresco nos dirigimos á estas costas. Hoy, señor, os presentamos estos cautivos príncipes, hoy os ofrecemos lo que por derecho de conquista nos pertenece, y hoy tambien os pedimos la venia para proseguir nuestros descubrimientos y viajes.

No se descuidó el rey en concedérsela, ni mucho menos en premiar cual debia sus importantes servicios, y los de todos aquellos que le habian acompañado en su arriesgada espedicion. Quiso tambien conocer al jóven Acorda, y en cuanto se lo hubieron presentado, mandó señalarle una pension decorosa que debia durarle tanto como la vida. Ordenó ademas, que los reyes de Lanzarote se trasladasen á Lara de los Infantes, cuyo castillo, ínterin no se imponian en los misterios de nuestra Santa Fé, les señaló por residencia; y hechas todas estas cosas regresó á Burgos, con la mayor parte de los prisioneros que te presentaron los intrépidos vizcainos.




ArribaAbajoCapítulo VI

En el que se da cuenta del asesino de don Favila.


Gozoso por un lado y triste por el otro, seguia el antiguo Teniplario su camino por las fragosas montañas de Galicia. Hay motivos para creer, porque así lo hemos visto indicado en unos pergaminos del antiquísimo monasterio de Sobrado, que de cuando en cuando se paraba y volvia la vista para ver la ciudad en la cual dejaba para siempre á la incomparable Jimena. Nosotros, en lugar del exactísimo cronista de cuyos trabajos nos hemos valido para formar esta verdadera historia, sin faltar á la brevedad y exactitud que en aquellos hemos notado, añadiríamos que Juan Sago lloró muchas veces al restituirse á Castilla. Y en verdad, señores, que esto si bien se considera nada tiene de estraño: no era padre de aquella jóven por tantos títulos interesante? no habia estado largos tiempos separado de ella, y cuando la suponia muerta por el furor del esposo de doña Sol, como si fuese una celeste aparicion, dejóse ver en su celda de la ribera del Adaja, para separarse algun tiempo despues, y no volverla á ver en los dias de la vida? Ademas de esto, el encontrarse al borde del sepulcro con una edad tan avanzada como la suya, el verse pobre y desamparado en la tierra, el tener enemigos tan temibles como Nuño Martinez de Villayzan, paréceles á nuestros lectores que no son estos sobrados motivos para llorar? Nosotros á fuer de sensibles somos capaces de asegurar, que si nos hubiéramos encontrado en el trance en que se encontró este ermitaño de quien tanto nos ocupamos, no solo hubiéramos llorado amargamente, sino que nos hubiéramos vuelto del camino, para tener siquiera el consuelo de contemplar las paredes en que la viuda de Bermudo estaba encerrada.

Pero volvamos de esta digresion lacrimosa, y sigamos uno por uno los pasos á nuestro anciano viajero, el cual llegó, ya bastante entrada la noche, á una venta situada en un camino de herradura que conducia á Castilla. Los pergaminos de quienes nos hemos valido para trasmitir á nuestros lectores todas estas noticias, decian que á Juan Sago ninguna cosa particular le aconteció en la venta hasta despues de acostarse; pero que al poco tiempo, estando todo en silencio, las luces apagadas, y su alma atormentada por los vivos recuerdos de sus desgracias, empezó á oir unos quejidos y lastimeros ayes que bien á las claras manifestaban la honda pena que afligia á la persona que se quejaba de aquella manera. Aplicó una y muchas veces el oido como temiendo ser engañado, y como siguiesen los lamentos, llegó á persuadirse que por desgracia habia sobra de realidad en lo que á él empezaba á inquietarle.

Mas el caso era que los lamentos no sonaban en la venta, y que no habiendo poblacion alguna en las inmediaciones, discurria él que la persona que de aquel modo se quejaba, estaria cuando menos atada á un árbol y espuesta á la ferocidad de las fieras.

Como quiera que sea, él no durmió; y al otro dia, aun antes de que el sol se dejase ver por los balcones de Oriente, despues de pagar al ventero, á quien nada quiso preguntar por ser uno de estos hombres que espantan á los pobres con la vista y se arrastran como viles aduladores en presencia de los ricos, enderezó sus pasos á Castilla, cuyos aires empezaban ya á darle en el rostro.

Grandes eran los ánimos con que al principio caminaba cualquiera al verle marchar creeria que aquel viajero contaba una mitad menos de años; pero al poco tiempo, y cuando apenas se habia alejado de la venta un cuarto de legua, rompiósele una correa de una sandalia, y tuvo que pararse para componerla.

Esta operacion quiso hacerla, como era justo, con sosiego, y como allí nadie habia que se lo estorbase, sentóse en una peña que estaba un poco separada del camino. No bien habia empezado su trabajo, cuando clara y distintamente oyó la misma voz que tan alterado lo tuviera por la noche, y fijando la atencion, entendió estas palabras: infeliz y desgraciada Dorotea! quién te trajo aquí?

Juan Sago alzó entonces su vista, derramóla un instante despues por la campaña, y como esta estaba desnuda de árboles, solo descubrió una casa en forma de sombría cárcel, que edificada sobre una colina cubierta de blanquísimas peñas se registraba no muy lejos de aquel sitio. Sus paredes eran altas y denegridas, sus puertas angostas y robustas, y sus ventanas, que eran muy escasas, resguardadas con una doble reja de hierro.

A nuestro viajero ninguna duda le quedó que en aquel sombrío edificio gemia la persona que tan amargamente se quejaba; y solo le faltaba saber quién era para satisfacer su curiosidad, cuando leyendo en su breviario acertó á pasar por allí un sacerdote que debia de ser el párroco de un pueblo que se veía á una distancia bastante larga. Con un simple movimiento de cabeza correspondió el eclesiástico secular á un saludo que el ermitaño le hizo, mas un poco despues, habiendo cerrado el libro por el cual iba rezando las horas canónicas, se dirigió al sitio en que estaba el viajero, y sentándose en frente de él:

-Dios os guarde, le dijo; parece que vais de camino.

-Sí señor, contestó el padre de Jimena, y aquí estaba componiendo esta sandalia, cuando me llamaron la atencion unas voces muy tristes que llegaron á mis oídos.

-Ah! Esas voces son de una señora que aunque culpable, no es menos desgraciada.

-Vos la conoceis?

-Y quién es el que no conoce, ó al menos tiene noticia por toda esta tierra, de las desgracias de doña Dorotea de Guzman?

-Muchas deben de ser, repuso el viajero no atreviéndose á preguntar mas, cuando tanto se queja.

-Para muger hermosa, son demasiadas la pérdida de su honor y libertad.

-Lo comprendo bien, pero otro tanto sucede á cualquier hombre.

-Sin embargo, concurren en esta señora de que hablamos tales circunstancias, que parece que sus penas deben de ser las mayores que se padecen; al menos yo así lo creo.

-Será alguna madre que habrá visto despedazado en su propio regazo á un hermoso niño á quien en su seno diera alimento y vida? O tal vez una hija que...

-No señor, le interrumpió el sacerdote; nada de eso.

-Pues entonces?...

-Oid su historia, que por cierto es tan breve como triste: hará poco mas de un año que vivia en la ciudad de Santiago un caballero de edad bastante avanzada, al cual habíale dado Dios en una esposa que ya no existía, una hija de rara hermosura. Dorotea, que así se llamaba, al mismo tiempo, que era el báculo y orgullo de su padre, robaba con su sola vista el corazon de los jóvenes de la ciudad. Presentáronse entre estos dos de aventajadas prendas; dos rivales, que con iguales circunstancias solicitaban la mano de la hija de don Fadrique, que este era el nombre del padre de la dama. La eleccion estaba ya muy de antemano hecha, mas por desgracia la de Dorotea no era la de don Fadrique; es decir, que mientras aquella amaba ciegamente á uno, este se habia decidido por el otro.

-Hija mía, dijo el padre en cierta ocasion á Dorotea, voy á poner en tu conocimiento una resolucion, que no dudo que sabrás acatar con sumo respeto. Sabe, pues, que he determinado casarte con un caballero que por su nobleza y los pingües bienes que posee, es el único que puede reemplazarme cuando por la muerte te veas privada de mi amparo.

Don Fadrique de Guzman, que, al dirigir estas palabras á su hija, habia en ella fijado su vista para ver el efecto que la causaban, oyó estas otras.

-Bien sabeis, padre y señor, el cariño que os profeso. Mi deber ademas es el de acatar y obedecer vuestras órdenes; pero por cuanto hay de mas santo, os suplico que no trateis de contrariar las inclinaciones de mi corazon. Antes que vuestros labios pronuncien el nombre del esposo que pretendeis darme con el fin de que vuestra hija no se ponga en abierta oposicion con vuestros proyectos, procurad indagar si esa union que me proponeis será parte para que algun dia llegue á maldeciros la que ahora tratais de hacer feliz.

-Cómo? preguntó el anciano reprirmendo la ira que semejante respuesta le habia causado; os atreveríais á desobedecerme?

Mucho lo sentiría, respondió la jóven con bastante serenidad; pero...

-Qué significa ese modo de hablar? la interrumpió don Fadrique rompiendo los diques de su furor: es decir, que, rehusaríais recibir por esposo al que tu padre te diese? Pues créeme, que valiéndome de la autoridad paternal, á trueque de no verte casada mas que con aquel en cuyo favor te hablo, no dudaria en...

-Sí, padre y señor, le interrumpió Dorotea echándose á sus piés, sacrificadme; pero no me caseis con Ruy Gomez de Silva.

-Pues con él tendreis que hacerlo, repuso el anciano, ó sino disponeos para acabar vuestros dias encerrada en una oscura prision, y agoviada ademas con el peso de mis maldiciones.

-Señor, esclamó la jóven tendiendo hácia él sus brazos en ademan suplicativo; tened presente los deberes de padre, así como me recordais los de hija.

-Nada, nada, respondió don Fadrique, mi resolucion es irrevocable; y para acabar pronto voy á dar orden que se activen los preparativos de tu casamiento.

Retiróse el anciano; y aunque Dorotea amaba á un caballero de los mas nobles de la ciudad llamado don Favila, empezó á temer los castigos de su padre, formando por esto el proyecto de hacerlo desistir del suyo por medio de sus lágrimas y súplicas. Empero, cuánto se equivocaba al suponerlo así! Aquella misma noche desaparecieron todas sus Ilusiones; porque don Fadrique, deseando aprovechar la turbacion en que habia dejado á su hija, volvió á su presencia acompañado de Ruy Gomez de Silva, y de un sacerdote para que los casase. La infeliz jóven no tuvo aliento para rechazar la mano del esposo que su padre la daba, y un que al parecer legitimaba esta union, completó su sacrificio. Al poco tiempo de verificado, como obsérvase Ruy Gomez en su esposa cierta tristeza que muchas veces degeneraba en desden, llegó á sospechar si quebrantaba la fidelidad conyugal. Por desgracia no eran vanas sus sospechas; porque Dorotea, repuesta de la impresion que le causó lo actuado por su padre, rindióse á los galanteos de don Favila, á quien juró amar, así como aborrecerá su esposo. Desde entonces, hasta la esperanza de conseguir la felicidad desapareció de los contrayentes; y mientras que Ruy Gomez de Silva se sentia devorado por los celos, trataba don Favila de huir con Dorotea. Este caso llegó: una tarde en que el marido de la hija le don Fabrique habia salido á visitar una de sus quintas, desaparecieron los dos amantes con ánimo de alejarse de una ciudad en la cual no podian vivir unidos. Por su desgracia pasaron aquella noche ocultos en uno de los barrios mas escéntricos de Santiago; y á la mañana siguiente, cuando ya el marido sabia la fuga de su muger, en un ligero caballo en que montaron los dos, siguieron la ruta de Castilla. En las primeras leguas, y cuando ya la dulce brisa del amor reemplazando al temor y á la zozobra empezaba á embriagar sus corazones, nada notable les ocurrió; mas despues, habiendo Ruy Gomez determinado vengar su ultrajada honra, y salido para conseguirlo en un ligerísimo corcel, fueron por él alcanzados. Cuál sería entonces su temor y turbacion al verse perseguidos por un hombre que ademas de su valor contaba en su apoyo con la justicia? Don Favila quiso hacer alto para defenderse, pero cediendo á los ruegos de la adúltera, confió el alegato de su causa á los piés de su caballo. Desgraciadamente era mas veloz el de Ruy Gomez, y habiéndolos alcanzado á las voces de: Tente, ladron, infame, restitúyeme lo que me llevas, le atravesó con su espada. Su cadáver, desprendiéndose de los brazos de Dorotea, vino al suelo; y esta infeliz señora, que se vió en aquel momento en presencia de su irritado marido, no pudiendo soportar sus crueles miradas y la vista de su ensangrentado amante, perdió por largo tiempo el uso de sus sentidos. Mientras tanto llegaron dos criados de Ruy Gomez de Silva que le seguian, á los cuales mandó que entrasen el cuerpo del adúltero en una caverna que no muy lejos de allí estaba, y que la culpable señora que desmayada allí tenian, la trasladasen á esa casa triste y solitaria que veis sobre ese collado. Hízose así como él lo habia ordenado, y al mismo tiempo que regresaba á Santiago muy satisfecho de su venganza, Dorotea, que acababa de volver en sí, se encontró encerrada en esa morada tétrica, que aunque pertenecia á su marido, no tenia de ella ninguna noticia. Quién me trajo aquí? preguntó entonces con su trastornada razon; y como nadie la respondiese, y ademas se encontrase entre negras y húmedas paredes, volvió á preguntar: Quién me trajo aquí? Infeliz y desgraciada Dorotea! en dónde estás? Palabras que á todas horas del dia y de la noche en forma de sentidos lamentos pronuncia; y como nadie se presenta á responderla ni mucho menos á consolarla, porque su marido mandó á uno de sus mas desapiadados criados que jamás la dijese una palabra ni se dejase ver de ella en el tiempo que sirviese de carcelero, que será tan largo como su vida, cae la infeliz en una especie de desesperacion. Ahí gime dia y noche su desventura, y nosotros, que nos compadecemos de sus desgracias, hemos empezado á llamar á la casa en que está encerrada, la cárcel de la adúltera.

Estremecióse Juan Sago al oir referir esta historia, porque nadie mejor que él podia decir adónde llegaba el furor de un marido ofendido; y despues que hubo dicho algunas palabras para disimular su turbacion, despedídose del párroco, y compuesto su sandalia, echó á andar nuevamente.




ArribaAbajoCapítulo VII

En que el autor refiere una historia, que por sabida debia omitirla.


A Burgos, sin novedad que merezca referirse, llegó al cabo de muchos dias nuestro viajero, y su primer cuidado fué ir á visitar al augusto hijo de don Juan. Por Dios, que el que no estuviese enterado de todos los resortes de la política de aquellos tiempos, no dejaria de admirarse de ver á un rey encerrado en su gabinete, y conversando de mano á mano con un ermitaño que muchos calificarian de asqueroso! Semejante personage, dirian, mas es á propósito para trastornar la cabeza de un príncipe que se gobierne por sus consejos, que para ilustrarle; y si aquí ha venido sin ser llamado, débese de castigar severamente su osadía.

Decimos que esto podrian decir aquellos que supieron la entrada del ermitaño en el regio alcázar de Burgos, y que abrigasen prevenciones contra los que en aquella época profesaban la vida cenobítica; y ahora debemos añadir que la nueva de su arribo sino consternó, al menos puso en grave cuidado á muchos personages de la corte, que daban al diablo la torpeza de Villayzan en no haberle cortado la cabeza, cuando en Zamora el verdugo le aseguró que le habia encontrado muerto en su calabozo.

Nada de esto ignoraba el padre de Jimena, el cual, á pesar de ser tan anciano, tenia demasiado apego á la vida; y como no le faltaban motivos para temer á los mismos que en otra ocasion le tratáran con tanta dureza, es de suponer que aprovecharia la circunstancia de encontrarse en la presencia del rey para manifestarle sus temores.

Desgraciadamente el autor ignora las primeras palabras que con este objeto le dirigió, y solo puede transcribir las que encontró en los pergaminos de donde ha estractado esta historia. Decian, pues, aquellos antiguos manuscritos, que al tiempo que el anacoreta entregó al jóven príncipe una carta de don Juan Manrique, le dijo:

-Sí señor; esos hombres, que de suyo son tan turbulentos y ambiciosos, tratarán de vengarse en todos aquellos que se oponen á sus miras, ya que en vuestra alteza es el mayor de los crímenes el imaginarlo. Enriquecidos con sus dilapidaciones, deseando al mismo tiempo aumentar sus pingües rentas y temiendo perder lo que tan mal han adquirido, nada tendrá de estraño que conmigo aumenten el número de sus sacrilegios...

-Cómo! vos temeis? le preguntó don Enrique disponiéndose para leer la carta.

-Ah, señor! y por qué no?

-Es muy estraño!...

Si el asceta no temiese faltar al respeto que debia á la dignidad real, estamos seguros que hubiera, respondido que su temor era muy justo, porque él no tenia un ejército que le custodiase; mas como era entusiasta por aquella institucion salvadora, solo se limitó á decir:

-Cuando yo era jóven, señor, cuando vivia olvidado de mis deberes, no temia á la muerte, y despreciaba insensato todos los peligros; pero ahora que piso ya los umbrales de la eternidad, ahora que se aproxima el dia de la cuenta, me horroriza su memoria; y aunque por largos años traté de borrar en el yermo las faltas de mi juventud, cada vez es mas grande el horror que aquellas me inspiran.

-Me habeis entendido perfectamente, repuso el príncipe admirado de su penetracion, porque mi estrañeza procedia de los grandes encomios que de vuestro valor me hizo don Juan Manrique. Por él sé toda vuestra historia, y tan solo con haberme dicho que habíais formado parte de la ínclita milicia del Temple, formé un gran concepto de vuestro arrojo y serenidad; mas ahora ya veo que el temor que me manifestais tiene un orígen mas elevado que el de la vida.

-Esa es la verdad, señor; y vuestra alteza puede impedir que la pierda en Burgos.

-Indicadme vos un medio, y estad seguro que le seguiré.

-Pende tan solo de vuestro permiso para retirarme á la soledad.

-Veamos antes, respondió don Enrique abriendo el pergamino, lo que me dice el arzobispo de Santiago en esta carta.

Pasó el rey detenidamente su vista por ella, y despues que se hubo enterado de lo que contenia:

-No puede ser, dijo, al menos por ahora: don Juan Manrique me propone un plan atrevido, y en él me dice que para llevarle á cabo, me valga de vuestros consejos. Si temeis, quedaos en mi alcázar, que en él no se atreverán á incomodaros vuestros enemigos.

-Señor, que eso seria darles una voz de alerta!

-Pues entonces?...

-No queda otro medio, interrumpió el anciano á su rey, mas que me oculte por algunos dias en un pueblo de las inmediaciones de esta ciudad.

-En ese caso, me parece oportuno que os retireis á la Cartuja de Miraflores, adonde yo iré á consultar con vos lo que necesite.

-Y allí?...

-Allí, le replicó con su natural viveza el augusto hijo de don Juan, permanecereis confundido con los monges de aquella santa casa. Aguardad, voy á escribir al prior para que os admita, y no ponga reparo en daros el hábito, para que logremos mejor lo que pretendemos.

Retiróse el rey á un gabinete, y al poco tiempo salió con un papel en la mano, y entregándoselo á su consejero, que así le podemos ya llamar:

-Tomad, le dijo, y esta noche cuando nadie os vea salid de este alcázar, marchad al monasterio. No necesito advertiros que es necesaria la mayor prudencia.

-Y tambien la reserva.

-En aquella se comprende esta, repuso el rey con dignidad.

Entonces Juan Sago hizo una inclinacion á su augusto interlocutor, y se retiró para que en bien del reino que le estaba encomendado, emplease el resto del dia. Cuando llegó la noche, y cuando ya nadie transitaba por las calles de Burgos, salió de la regia morada, y se dirigió á la de los venerables solitarios de Miraflores.

Si en aquella época se conociesen relojes en la antigua capital de Castilla, podriamos decir cuánto tardó Juan Sago en andar la legua que echan desde la ciudad al monasterio; pero no habiendo llegado allí por entonces la invencion de Pacífico, obispo de Verona, tenemos que limitarnos á decir que ya iban los monges á levantarse para empezar el rezo que les prescribia su regla. Esto nos hace creer que el solitario empleó la mayor parte de la noche en andar una jornada que en otra época hubiera tomado por un paseo.

El prior de la Cartuja, á quien se presentó á su llegada el anciano consejero del rey, era un hombre tan reservado como prudente, y en cuanto vió la firma de este augusto señor, antes que de nada se apercibiesen los monges que moraban en aquella solitaria mansion, dispuso que el ermitaño vistiese el hábito de los hijos de San Bruno. De esta manera halló medio de ocultar la persona y mision del padre de Jimena, pasando este personage por un monge de la orden que, procedente de un monasterio de los mas distantes, se dirigia á fundar en Portugal.

A los pocos dias de haberse verificado en Miraflores esta transformacion, el jóven rey de Castilla salió acompañado de dos criados de los que mas confianza le inspiraban á cazar en los bosques de las inmediaciones de la ciudad de Burgos. Tan pobre acompañamiento para un príncipe, cuya brillante diadema era la misma que descansára sobre las regias sienes de los Recaredos, Alfonsos y Fernandos, podíase comparar al estado de abatimiento y postracion en que el reino se encontraba de resultas de las guerras anteriores, y sobre todo de la turbulenta minoría porque acababa de pasar. Don Enrique entretúvose una gran parte de aquel dia en el ejercicio que tan bien cuadra, por ser una imágen de la guerra, en las personas de su elevado nacimiento; y cuando ya cansado se vió en la necesidad de retirarse á su alcázar, pidió de comer, y aun se sorprendió de no encontrar la mesa dispuesta.

Era entonces despensero de S. A. el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala, cuyo destino le habia confiado don Juan Manrique en el tiempo en que su influencia no conocia rival en el palacio de los reyes de Castilla; y si se atiende á los méritos del padre y á los servicios que el hijo, llevado tan solo de su acendrada lealtad hácia el trono, habia prestado en el reinado anterior, preciso es confesar que la eleccion del prelado compostelano, mas bien que de gracia, habia sido de justicia.

-Ferrando, le dijo el rey al entrar en los suntuosos salones de su alcázar, cómo te has descuidado tanto? La mesa no está cubierta, y la necesidad de comer es apremiante.

-Señor, respondió el fiel despensero, casi me ruborizo de tener que decir á V. A. que hoy no hay nada, absolutamente nada que comer en su palacio.

-Cómo así? preguntó admirado don Enrique.

-Por desgracia, señor, es demasiado cierto cuanto os digo.

-Pero yo no comprendo cómo esto puede ser.

-Muy fácil es, señor: vuestro tesoro está agotado enteramente; en él no se encuentra ni un miserable cornado, y lo que es mas, fáltanos...

-Qué nos falta? acaba, le interrumpió el príncipe al observar que no acababa de esplicarse.

-En mala hora me obliga V. A., respondió Ferrando, áque se lo diga, porque sé que sin querer voy á afligir su real ánimo.

-Hazlo cuanto antes; yo te lo mando repuso el rey con marcada resolucion.

-Lo que nos falta, señor, es el crédito, porque si lo tuviéramos ya os hubiéramos preparado la comida.

-Conque hasta ese hemos perdido? preguntó don Enrique con acento que denotaba su dolor.

-Señor, es lo cierto que ya en la ciudad no encontramos quien nos preste dinero ni vituallas. En vano prometemos pagar pronto, y á un interés escesivo; en vano tambien invocamos el augusto nombre de V. A., porque los judíos y mercaderes á quien recurrimos, crúzanse de brazos, y cierran los oidos á nuestras súplicas.

Don Enrique tenia un corazon no solo superior á su corta edad, sino también, puede decirse, al de los príncipes de su tiempo. Lejos de abatirse por lo que acababa de oir á su despensero, repuesto de la impresion que al principio le causára, le contestó con una sonrisa precursora de alguna determinacion ruidosa:

-Está bien, Ferrando; conozco que no es á tí á quien tengo que echar la culpa de las escaseces, mejor diré pobreza, que padezco; pero sin comer no podemos pasar. Si no hay conque hacerlo en este palacio, iremos á San Francisco, que al menos allí no nos negarán la sopa que con tanta liberalidad reparten los religiosos entre los pobres que concurren diariamente á las puertas del convento. Pero antes de dar este paso, que siempre debe ser el último en cualquier hombre, para cuanto mas en un rey, sobre mi gaban comprad una pierna de carnero, y con tres codornices que he cazado, aderezad la comida para todos. Así pasaremos hoy, y mañana... mañana Dios proveerá...

Ferrando hizo una inclinacion á su señor y desapareció; y cuando ya iba declinando el dia volvió á su presencia para anunciarle que ya estaba dispuesta la comida.

-Vamos allá, dijo don Enrique, comeremos y cenaremos al mismo tiempo.

Sentóse el rey á la mesa sin decir mas palabra: el despensero guardaba el mismo silencio que observaba en su amo; y es de suponer que el corazon de ambos estuviese cubierto de tristeza, aunque los pensamientos eran diferentes. Revolvia uno en su imaginacion los medios de evitar la repeticion de aquella escena tan nueva, mientras el otro se lamentaba de que hubiese sucedido.

-Señor, dijo al fin este, que ya se habrá conocido que era el hijo de Pero Lopez de Ayala, quién habia de decir que un rey tan poderoso como el de Castilla, habia de verse en la necesidad tan estrema de empeñar una parte de sus reales vestiduras para comer? Esto quiebra el alma si bien se considera, porque en esta vida los padecimientos siempre guardan proporcion con la clase de quien los padece. Vasallos tendrá V. A. que tambien para alimentarse empeñarán su ropa, pero estos que nacieron pobres, padecerán tanto como el que nació rico y opulento? Yo creo, señor, que no; y en prueba de que no me equivoco, apostaria á que los mismos mendigos que se mantienen con la sopa de San Francisco, estarán ahora disfrutando de una satisfaccion que en este momento está V. A. muy distante de conocer.

-Así es la verdad, Ferrando, respondió don Enrique interiormente conmovido; pero hay que conformarse con lo que Dios dispone.

-Sí, pero...

-Qué quieres decir?

-Muchas cosas si V. A. me lo permitiese.

-Habla.

-Pues entonces dado me será que como fiel vasallo y leal criado de V. A., le diga cosas que tal vez ignore. Una de ellas es que, mientras en este real alcázar se esperimentan tantas privaciones, en las casas de algunos grandes, que por desgracia no son pocos, todo abunda. Acaso lo que en ellas sobra y se desperdicia, bastaba para que todos los que tenemos la honra de ser sus criados, nos mantuviésemos con la decencia tan propia de los que sirven á los reyes; y la otra es que esta misma noche el arzobispo de Toledo da un convite en su posada al duque de Benavente, al conde de Trastamara, al de Medinaceli, á Juan de Velasco, á Alonso de Guzman, y á otros señores y ricos hombres.

- Sí; pero un convite, repuso el rey con artificio, no significa nada: otra cosa sería si mucho se repitiese.

-Pues ahí está el caso, respondió de pronto el dispensero, que no es solo de esta noche el banquete de que os hablo. Reprodúcense, ya en una casa, ya en otra, todos los dias; y como hoy toca el turno al de Toledo, allá van los demas á solazarse.

No es preciso describir el efecto que estas palabras causaron en el real ánimo de don Enrique; mas como trataba de tomar enmienda de aquel desorden, ocultó al mismo que se lo denunciaba su pensamiento. Á la verdad no esperaba Ferrando tanta reserva en un rey jóven y enfermo, porque para que con él se franquease, quitóse la capa, y en lugar de los pages, aunque esta no era su obligacion, le sirvió á la mesa. De esta manera lo habló sin testigos, creyendo que así obligaba al rey á que al menos le indicase lo que pensaba hacer. Pero conoció que se habia equivocado cuando el príncipe se contentó con preguntarle:

-Y estás cierto de que eso es tal como me lo refieres?

-Puedo asegurar á V. A. de que no he dicho mas que la verdad.

Siguiéronse algunos momentos de silencio, que interrumpió el rey para decir al hijo de Pero Lopez de Ayala que se retirase, pues tenia necesidad de dormir.

Si el augusto hijo de don Juan era reservado, tambien hay motivos para creer que era algo suspicaz, porque despues que se vió solo, disfrazóse completamente, y marchóse á la posada de don Pedro Tenorio para informarse por sí mismo de lo que acababa de denunciarle su despensero. Este no hay duda que era un medio que ofrecia alguna esposicion, pero tambien era el mas seguro para conocer la verdad, y evitar en lo sucesivo la repeticion de tales escándalos. Qué agenos estarian los convidados del arzobispo del ilustre testigo que sin ser visto de nadie iba á presenciar aquella noche los escesos de su gula! Á saber una determinacion que tanto honraba al que la habia tomado, por escaso que fuese el respeto que á tan elevados señores inspiraba entonces el trono, bien puede asegurarse que seria sobrado motivo para que cada uno de ellos empezase á temer por sí, y abandonase con precipitacion la corte.

Don Enrique conoció bien la importancia de este paso; sabia que si por alguno de aquellos opulentos señores llegaba á descubrirse, presto lo sabrian sus compañeros, y entonces los males que afligian á la mayor parte de España, aumentaríanse en grado sumo.

Semejante consideracion debió de atormentarle en todo el tiempo que tardaron en reunirse los amigos de don Pedro. Al fin viólos sentados á la mesa, y presenció los platos esquisitos con que se saciaban, así como los variados vinos que les servian en doradas copas. Oyó tambien de su misma boca el número considerable de riquezas que poseían. Cada cual trataba de aventajarse á su compañero en la numeracion de sus grandes heredamientos, pueblos y lugares. Quién habia que ponderaba sus muchos castillos; no faltaba tambien quien incluyese en sus riquezas á sus numerosos vasallos, y quien refiriese los sendos ducados que tiraba del erario real.

De suponer es que tales relaciones indignarian al jóven principe, que oculto las escuchaba, porque sin esperar á que concluyese aquella cena, que era un insulto á la pobreza que afligia al trono y al reino, se salió sin que ninguno de ellos lo notase. Desde entonces empezó á trabajar para abatir el orgullo de tan soberbios señores, y restítuir el debido esplendor á su regia diadema. Pero los medios que para conseguirlo empleó, los manifestaremos en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo VIII

En el cual se prosigue el mismo asunto.


Oscura, húmeda y fria estaba la noche en que pasaron todas estas cosas: por entre sus sombras, y acompañados de sus criados, que bien lo necesitaban, porque los manjares y el vino empezaban á causar sus efectos, dirigíanse los convidados á sus casas, al mismo tiempo que don Enrique, embozado en ancha y negra capa, emprendia el camino de la Cartuja. Solo, ó mejor dicho acompañado de su gran corazon, llegó al monasterio poco despues de media noche, y su primer cuidado fué llamar á la puerta, que encontró cerrada.

A la verdad este era un gran contratiempo, porque si habia de penetrar á una hora tan intempestiva en aquella solitaria mansion, necesariamente tenian que saberlo los que en ella vivian, y esto podia desbaratar sus planes. Mas si él pudiese hablar con el portero, el cual por razon de su oficio debia dormir cerca de la entrada principal del monasterio, tendria mucho adelantado para conseguir lo que pretendia. Empezó, pues, á llamar á la puerta esterior, primero con la mano, y despues, observando que nadie le respondia, con el puño de su espada.

El rey daba al diablo el sueño de los monges, y en su impaciencia maldecia su falta de prevision en no haber avisado á Juan Sago que aquella noche le esperase. Mas conociendo que con esto no adelantaba nada, decidió esperar á que se levantasen los moradores de la Cartuja. Al fin si no conseguia ver en aquella noche al ermitaño, no por esto se desgraciaria la empresa que atrevidamente pensaba llevar á cabo.

Formada esta resolucion, púsose á pasear por las inmediaciones del monasterio; pero el haber empezado á llover copiosamente, hízole bien pronto volver á su primer propósito de llamar con todas sus fuerzas á la puerta de la clausura.

Esta vez fué mas afortunado, porque habiendo encontrado la cuerda con que se pulsaba una campana colocada en la portería, se decidió, á pesar de su primer propósito, á hacer de ella el uso que todos hacian cuando á deshora llegaban á aquella santa casa. El sagrado metal resonó en toda la clausura, y á su eco asomóse por una ventana que caía encima de la puerta un monge, y preguntó:

-Quién llama?

-Abrid, no os detengais, porque me mojo, respondió don Enrique.

-Y quién sois vos? volvió á preguntar el cartujo.

-Un huérfano que busca el amparo de su tutor, respondió prontamente el rey como quien llevaba estudiada la respuesta.

-Mas vuestro tutor está aquí?

-Sí; decid al monge que hace pocos dias que llegó a este monasterio, respondió algo incomodado el príncipe, porque no le gustaban tantas preguntas, que desea hablarle un amigo suyo.

-Aguardad; voy á serviros, dijo el cenobita.

El tiempo que empleó el portero en bajar la escalera, fué el que tardó en abrirla puerta para que entrase el que á ella llamaba.

-Qué diablos de noche! esclamó este al entrar.

-Sí; está muy mala, contestó el cartujo al mismo tiempo que volvia á echar la llave.

-No os detengais en dar el recado que os encargué, dijo el príncipe, aunque mejor será que me conduzcais á su celda.

-Perdonad, amigo, repuso el asceta, que esto no puede ser hasta tanto que otra cosa no disponga nuestro prelado.

-En este caso...

-Sí; le interrumpió el portero, tendreis que presentaros al padre prior.

-Pues vamos al instante.

-Tampoco ahora os puedo complacer.

-Por qué? preguntó el rey lleno de impaciencia.

-Nuestros usos son muy distintos de los del mundo, respondió el cenobita admirado del tono imperioso del desconocido: observamos perpetuo silencio, que no quebrantamos sino con licencia de nuestro superior: yo, aunque hablo con vos por razon de mi destino, no puedo hacerlo con ninguno de mis hermanos; y como ahora vamos á cantar las divinas alabanzas, no podreis hablar al padre prior hasta tanto que salgamos del coro.

-Y vais á emplear en esto mucho tiempo?

-Hasta el amanecer.

-Yo no puedo esperar tanto.

-Es preciso, señor, repuso el portero cada vez mas admirado, porque tampoco nosotros podemos quebrantar lo que nos prescribe nuestra santa regla.

-Es muy urgente el negocio que aquí me conduce, replicó don Enrique reprimiéndose cuanto pudo: id por lo mismo, y decídelo así á su paternidad, asegurándole de paso que solo deseo su venia para ver á... ese padre que segun dicen va á fundar una casa de la orden en las inmediaciones de Ébora.

-Pues aguardad un momento, que voy á complaceros.

Marchóse el portero, y al poco tiempo volvió acompañado del prior, el cual, adelantándose á saludar al recien llegado, como conociese ser él el augusto rey de Castilla:

-Cómo, señor, le dice, en este trage, solo y á una hora tan intempestiva? Hermano Alberto, añadió, dirigiéndose al portero, reunid por medio de la campana á la comunidad. Pronto, al instante, que tenemos al rey entre nosotros.

Silencio! Interpuso el príncipe; nada de demostraciones y y que ningun monge sepa lo que aqui pasa.

-Señor... repuso con humildad el superior del monasterio.

-Sí, replicó interrumpiéndole don Enrique; vengo solo y con trage que no es el de mi dignidad, y esto debe bastaros para que conozcais los motivos que me obligan á no admitir ninguna clase de obsequio.

-Solo deseamos conocer vuestra voluntad los que aquí vivimos reunidos, dijo el prelado, para cumplirla: hable V. A., al instante lo obedeceremos.

-Juan Sago, repuso el rey en voz baja.

-Venid, señor, respondió el prior, que le entendió perfectamente, yo os acompañaré á su celda.

Hízolo así, quedando mientras tanto el hermano Alberto muy pesaroso de haber tratado, segun él creía, con tanta llaneza al distinguido huésped á quien abriera la puerta; y aun hay motivos para creer, que sino fuera por el temor de importunarle, le pediria, mediante la venia de su prelado, perdon de haberlo hecho.

Don Enrique manifestó al amigo del arzobispo de Santiago, y en presencia del prior, de cuyas luces quiso tambien valerse, lo que acababa de pasar en su palacio, y en la posada de don Pedro Tenorio. Los pareceres de sus dos consejeros fueron encontrados al principio; mas despues, habiendo el ermitaño propuesto un nuevo medio para llevar á cabo el pensamiento del rey, y habiéndolo aceptado este, mereció tambien la aprobacion de aquel.

Mientras esto pasaba reuniéronse los monges en el coro, y empezaron á cantar con gran uncion y reverencia las alabanzas divinas; y aprovechándose el ilustre hijo de don Juan de esta circunstancia, salió del monasterio para restituirse á su palacio, al cual llegó un poco antes de amanecer. Su primer cuidado en cuanto se vió en él, fué esparcir la voz por medio de sus criados, del mal estado de su salud; pues aunque jamás la habia disfrutado buena, añadió que se habia agravado esta vez, y que pensaba por lo mismo otorgar su testamento. Citó asímismo á los grandes para que al dia siguiente compareciesen en su alcázar, porque era justo, antes de dar un paso tan delicado, oir su parecer y consejos. No se olvidó tampoco de Ramiro de Sanabria, que seguia de alcaide del castillo; y despues de advertirle el papel que le tocaba representar, esperó tranquilo á que llegase el momento de la ejecucion de su gran proyecto.

Mientras tanto oprimíanse de dolor los corazones de los fieles vasallos de don Enrique, que eran todos aquellos que no pensaban medrar con las revueltas que podia traer consigo una variacion de reinado. No faltaba quien asegurase que el rey prometia vivir mucho mas tiempo; y si habia alguno que trataba de contradecirle con las malas nuevas que de su salud corrian, añadia al instante que aquellas eran inventadas por los que rodeaban al príncipe para mejor conseguir sus fines.

Como se deja conocer, los grandes que estaban citados nada de esto creían, y deseosos de tener una parte en la herencia desgraciada de don Enrique, estaban impacientes porque se otorgase su testamento.

Al fin, despues de una noche que á estos señores pareció interminable, llegó un dia alegre para ellos, aunque triste en demasía para los fieles habitantes de la real ciudad de Burgos. Era cosa de ver el contraste que formaba su gozo, aunque disimulado, con la tristeza de que estaban cubiertos todos los semblantes de los que de buena fé creían en la enfermedad del príncipe, y el aparato conque aquellos se dirigieron á la morada real.

A poco de estar reunidos en uno de los mas ricos y suntuosos salones del regio alcázar, presentóse el rey vestido acostumbraba á hacerlo en las grandes solemnidades; y despues de tomar asiento en el trono que le estaba preparado, con un aspecto que denotaba su indignacion, preguntó al arzobispo de Toledo:

-Cuántos reyes habeis conocido en Castilla?

-Señor, contestó el prelado intimidado con semejante pregunta, cuando yo nací reinaba el señor Alfonso el XI; luego le sucedió don Pedro, á quien apellidamos el Cruel; á este siguió don Enrique, justamente aclamado el de las Mercedes. y á quien tuve la honra de servir; un poco mas tarde subió al trono el bondadoso don Juan, cuya temprana muerte aun deploramos; y ahora vemos para nuestra felicidad, que reina V. A. De suerte, que entre todos estos augustos príncipes que yo he visto coronados, son cinco.

-Y vos, don Fadrique, preguntó al duque de Benavente, cuántos habeis conocido?

-Tres, respondió con menos respeto que el que debia: á don Enrique II, á don Juan I, y á V. A.

Despues que el rey hizo la misma pregunta á todos los que estaban presentes, dijo:

-Cómo puede ser esto? pues yo con ser tan jóven he conocido nada menos que veinte reyes...

Maravilláronse los grandes de oir estas palabras, que calificaron algunos de despropósitos, mientras otros creían que el que las decia estaba con la cabeza trastornada; mas el augusto hijo de don Juan, que adivinó sin duda sus pensamientos:

-Vosotros, dijo, sois los reyes que yo he conocido en grave daño del reino; vosotros los que reís y disfrutais cuando la mayor parte de mis buenos vasallos lloran y perecen, y los que con vuestro boato y esplendor eclipsais el brillo de este trono. Mas no creais que continúen vuestros escesos, no, porque determinado estoy de castigarlos como ellos merecen. Solos os encontrais en mi castillo; los que á él os acompañaron, han perdido la fuerza y la libertad para socorreros, y si quereis libraros del hacha del verdugo pronta á descargarse sobre vuestras culpables cabezas, restituid al punto cuanto habeis usurpado á mi tesoro.

Al acabar de decir el jóven soberano estas palabras, á una señal convenida presentóse Ramiro al frente de seiscientos soldados, que de secreto tenia prevenidos, y del verdugo con los instrumentos de las sangrientas ejecuciones. Su vista, y la indignacion del príncipe, turbaron á los grandes; y como entre ellos don Pedro Tenorio era el de mas autoridad y corazon, postróse en las gradas del trono, y en seguida dijo:

-Propio es de los reyes el perdonar las faltas de sus vasallos, porque así imitan mejor al que es Rey inmortal de los siglos. Por lo mismo, señor, atrévome en este dia á implorar el perdon para mí y para cuantos han entrado conmigo, en nombre de los cuales os prometo completa satisfaccion, por lo que os hayamos faltado en el tiempo que fuimos regentes de Castilla.

Estas palabras, con corta diferencia, repitieron los compañeros del arzobispo, y aunque el rey les prometió el perdon, no quiso soltarlos hasta tanto que no le entregaron todos los castillos que tenian á su cargo, y le devolvieron la considerable suma que resultaba como alcance contra ellos por lo que habian en otro tiempo cobrado de las rentas reales. Dos meses se gastaron en concluir y asentar todas estas cosas, y otros tantos permanecieron en el castillo, cuyo mando tenia el hijo de Men Rodriguez de Sanabria.

Así abatió don Enrique el orgullo de sus grandes, enseñando al gran Cisneros el modo de hacer de una grandeza turbulenta y ambiciosa, una de las mas robustas columnas del trono; así restituyó á los trabajados pueblos el reposo y confianza que necesitaban; así tambien aumentó prestigio y esplendor á su corona, y halló el secreto de enriquecer el erario, tan exhausto por las discordias anteriores, sin recurrir á las alcabalas, ordinario recurso para salir de apuros.




ArribaAbajoCapítulo IX

De lo que sucedió por este tiempo en el castillo de Lara de los Infantes.


Acaso no se acordará el lector de una deuda que contragimos tácitamente con él al final del capítulo quinto, y como somos amigos de cumplir todos nuestros compromisos, vamos á pagársela. Somos tambien historiadores, y por esto estamos en la obligacion de dar cuenta á nuestros lectores de las acciones mas principales de aquellos personages, que ó bien por su virtud, ó por su rango, sobresalen en esta verídica historia.

Los reyes de Lanzarote, á quien mandó don Enrique encerrar en el castillo de Lara de los Infantes, creemos asegurar que son de esta cuenta, porque prescindiendo de su nacimiento y riquezas, sus desgracias los hacen acreedores al corto obsequio que en referirlas les hacemos.

No se crea tampoco que esta es una pesada digresion: procuraremos ser breves, y así aparecerá como una fuente de cristalina agua, que el fatigado caminante encuentra al paso en una tarde de estío.

Mediante todas estas circunstancias, anudemos ya el hilo de la interrumpida relacion de aquellos regios isleños; y dando por supuesta su entrada en el castillo que antes hemos nombrado, dediquemos algunos momentos para referir los esfuerzos de un religioso á quien el rey de Castilla confiára el espinoso cargo de reducir aquellos infieles al gremio de la Santa Iglesia. El P. Ubaldo, monge de Santo Domingo de Silos, aunque ignoraba el idioma de los reyes prisioneros, en cuanto recibió la orden de don Enrique abandonó la clausura y se trasladó al lado de sus futuros neófitos.

En las primeras visitas que les hizo se convenció sino de lo imposible, al menos de lo dificil de su empresa. Los prisioneros estaban demasiado aferrados á sus bárbaras costumbres y falsa religion: despreciaban con horribles gestos, porque aun no se esplicaban en lengua castellana, la fé de Cristo; Y como con el trono y el estado que poseyeran habian perdido la libertad, estaban llenos de ira. En vano el virtuoso asceta trataba de calmar sus furores, porque ademas de no ser entendido, reputábanlo como un verdugo que sus enemigos habian puesto á su lado para atormentarles. Toda su dulzura que en efecto era muy grande, estrellábase contra la pertinacia de los cautivos, que le escupian y mofaban cuando se acercaba á hablarles del cielo. Momentos hubo que, al presenciar los circunstantes estos desacatos, quisieron vengarlos dando la muerte á aquellos infieles; pero el Padre Ubaldo, que se regocijaba de sufrirlos, se oponia á una determinacion tan contraria al espíritu de caridad, que tanto nos recomienda el divino Autor de nuestra religion. Otro en su caso tal vez hubiera retrocedido; mas como su esperanza y su fé nada tenian de terrenas, determinó insistir por todo el tiempo que Dios de vida le concediese.

En parte, tan laudables esfuerzos no quedaron sin recompensa: Tazlot, á fuerza de muchos meses, llegó á entender á su venerable catequista, y convencido de las eternas verdades de la religion cristiana, recibió el bautismo.

Esta nueva llegó bien pronto á noticia de don Enrique, y cuando con verdadero júbilo la celebraba, otra mucho mas interesante vino á henchir su corazon de alegría, llevando la esperanza al pecho de sus buenos vasallos. La reina doña Catalina, en el monasterio de San Francisco de la ciudad de Toro, dió á luz un infante, á quien el rey mandó poner el nombre de Juan en memoria de su ilustre abuelo. Entonces todas fueron fiestas y regocijos en los dos reinos de Leon y Castilla: en todas partes se daban incesantes gracias al cielo por la sucesion directa que concediera á don Enrique; y este príncipe, que trataba de mostrarse agradecido á tan gran merced, concedió su perdon á don Pedro de Castilla, nieto del desgraciado monarca que sucumbió en Montiel, y primo de la reina su esposa. No se limitó á solo esto su gratitud: despues de conceder innumerables gracias á sus pueblos, mandó poner en libertad al rey de Lanzarote, concediéndole una gruesa pension sobre las rentas de la corona. Mas como Tazlot al mudar de religion habia tambien variado de afectos, pidió no ser separado del P. Ubaldo, á quien ayudaba con sus persuasiones para que Taizlabe abandonase el culto de sus ídolos.

Por desgracia todos sus esfuerzos estrellábanse contra la tenacidad de la reina gentil, á quien no movian ni las razones del catequista, ni el ejemplo y las lágrimas de su marido.

Un dia en que el P. Ubaldo creía tener mucho adelantado en su conversion, porque ya habia bastantes que le escuchaba con menos repugnancia, entró en su gabinete para proseguir su tarea, y quedó desconcertado ante el espectáculo que se ofreció á su vista. La infiel Taizlabe estaba de rodillas ante un ídolo de horrible figura; y habiéndola preguntado el P. que á quién adoraba, respondió en muy mal castellano:

-Adoro á un Dios á quien el tuyo arrojó del cielo; pero andando el tiempo, el mio castigará al tuyo, desposeyéndole del reino que ahora ocupa.

Esta respuesta hizo conocer al catequista que los idólatras de Lanzarote tenian alguna idea, aunque confusa, de la rebeldía de Luzbel; y despues de afear á la reina con su acostumbrada dulzura un culto tan diabólico, comunicó al rey lo que acababa de pasar.

Tazlot se sorprendió con su relato, porque segun él decia, los castellanos que los habian aprisionado en la isla, no les dejaron traer á España sus ídolos, siendo en su presencia entregados al fuego todos los que pudieron haber á las manos. Quién, pues, habia entregado á su muger aquella deidad mentida?

Desde este momento el recien convertido perdió su tranquilidad, y sin tener de quien recelarse, empezó á ser devorado por la rabiosa pasion de los celos.

-Ah padre mio, dijo al poco tiempo de esta ocurrencia al ilustre cenobita, y qué triste es mi situacion!...

-Consolaos, hijo mio, le respondió el sacerdote; no os abandoneis al dolor por la pérdida de un reino que de todas maneras teníais que dejar con la vida. En vuestra mano está el alcanzar otro que jamás tenga fin.

-Me habeis entendido mal, interpuso el isleño con el mismo acento de tristeza: yo no me lamento por la pérdida de mi isla; antes al contrario, si he de deciros la verdad, jamás esperimenté los consuelos que desde que recibí el bautismo; pero de algunos dias á esta parte hay aquí una pena superior á cuantas me han afligido, porque...

-Dejadlo á Dios, hijo, le interrumpió el asceta; si ella se resiste á seguir vuestro ejemplo, será para que los milagros de la gracia sean mas portentosos. Nuestro buen Dios tiene en su mano los medios de convertir las piedras en verdaderos hijos de Abraham; por qué hemos de desconfiar que haga lo mismo con vuestra esposa?

-Ah, señor, esclamó Tazlot arrojándose en los brazos del sacerdote, ella me es infiel!...

Las lágrimas y sollozos que el dolor esprimia de su corazon le impidieron continuar, y despues que se hubo desahogado algun tanto:

-Acabo, dijo, de sorprenderla preparando un activo veneno de los que se usan en la isla, y este veneno no siendo para ella, solo para mí puede ser.

Sí; pero atended, le replicó el P. Ubaldo con ánimo de calmar su zozobra, aun cuando sea para vos, no teneis motivo para creer que ella os falte á la fé conyugal, segun vuestras leyes; porque estando tan ciega por sus ídolos, os odiará por haberlos abandonado. Esto siempre es un gran crímen, pero no de la calidad que vos creeis.

-Ojalá, padre mio, repuso el isleño, que yo me engañase!

-Pero teneis algun otro motivo para creer lo contrario?

-Mi corazon, respondió tristemente Tazlot, que me asegura que ella me es traidora.

-Puede engañaros.

-Y ese infernal ídolo ante quien vos la encontrásteis, quién se lo habrá dado mas que mi rival?

Paróse aquí su interlocutor sin saber qué contestarle por el pronto; mas despues le dijo:

-Debemos de creer que alguno de vuestros antiguos cortesanos, de los mismos que condujeron á España las naves de Castilla, halló medio de hacer ese obsequio á su reina; pero no pasemos de aquí... No obstante, yo os prometo redoblar mis esfuerzos para reducir á vuestra esposa al cristianismo, y mientras tanto recordad cuanto para conseguirlo os dije á vos tambien.

El catequista se dirigió al gabinete de la reina, á la cual encontró muy ocupada en la preparacion del mortal tósigo de que habia hablado Tazlot.

-Señora, qué haceis? la preguntó el P. Ubaldo.

-Una preparacion, respondió ella, para pintarme la cara á la usanza de mi tierra.

El monge afectó creerlo, y acercándose un poco mas se aprovechó de un pequeño descuido de Taizlabe, y arrojó por una ventana que estaba cerca el brebaje y las drogas conque lo habia confeccionado.

Al ejecutar esta accion, hija de su celo, observó que la ira de la muger era superior á toda ira; porque fué tan grande la que se apoderó de la infiel, que en poco estuvo en no precipitarse á los fosos que circuían el castillo. Los esfuerzos del asceta impidieron la perpetracion de este segundo crímen; pero no fueron capaces de impedir el que la reina meditase siempre en los medios de llevar á cabo el primero.

A los pocos dias de esta ocurrencia sobrevino una noche clara y apacible; y deseando el antiguo rey de Lanzarote suspirar á sus solas en medio del silencio que en todas partes produce la ausencia del sol, determinó de salir á pasear por la parte mas alta y descubierta de la fortaleza en que residia. Desde ella contemplaba esos admirables globos que con tanta magestad giran sobre nuestras cabezas; admirábale la claridad de la luna y su color plateado; veía con los ojos de la fé la mano omnipotente que dirigia tan admirable máquina; y cuando mas abstraido estaba en la contemplacion de los atributos del supremo Artífice, el ruido que causó una persona al abrir una celosía del castillo le hizo fijar en ella su atencion. Al pronto nada vió; mas un poco despues, como continuase registrando con la vista los alrededores de la fortaleza, descubrió á un hombre que, valiéndose de una escalera de cuero, entraba en la habitacion de Taizlabe.

Cuál haya sido la indignacion que en aquel momento se apoderó del isleño, no hay para que ponderarlo. Baste solo decir, que creyéndose herido en lo mas delicado de su honor, corrió precipitadamente á tomar por sí mismo enmienda de aquel crímen.

-Abre, esposa infiel, decia en su lengua golpeando la puerta del aposento de Taizlabe; abre, pérfida, que en esta noche van á concluir con tu vida todas tus desenvolturas.

Al acabar de decir estas palabras, aplica su oido á ver si alguna persona de las que suponia dentro venia á abrirle; mas como continuase reinando el mas profundo silencio, volvia á gritar para que le abriesen.

A sus voces habíanse despertado los que vivian en el alcázar: el mismo catequista acababa de llegar alarmado preguntándole la causa de su desasosiego; y en cuanto se la hubo indicado, suplicó á algunos soldados de los que se encontrahan de guarnicion en la fortaleza, y que tambien allí se presentáran llevados de la novedad, que descerrajasen la puerta, pues se resistia á todos los esfuerzos que Tazlot empleaba para conseguirlo.

Algunos guerreros trataron al punto de complacer al asceta; y aunque la puerta era muy robusta, cedió al cabo de algun tiempo, siendo el primero que penetró en la habitacion, el ofendido esposo de Taizlabe. Pero cuál sería su sorpresa, cuando buscándola no la encuentra, y llamándola no le responde? La furiosa pasion de los celos cede entonces por un momento á su ternura, y arrojándose en los brazos de su virtuoso amigo, de aquel que conocia todos los secretos de su corazon:

-Taizlabe ha huido, dijo, Taizlabe me ha abandonado en tierra estraña!...

-Templad vuestro dolor, le contestó el monge, porque vuestras penas os abrirán el camino del cielo. Si vuestra esposa os ha dejado por seguir alguno que la haya seducido, teneis de vuestra parte á Dios, y con Él nada debeis de temer aunque sea en los confines del mundo. El justo, el verdadero discípulo de Jesucristo, se conceptúa peregrino mientras dura su vida mortal; y tanto en el solio mas poderoso, como en la cabaña mas mísera, desterrado. Por lo mismo, señor, vos que ya os llamais católico, vos que ya creeis en las grandes verdades del cristianismo, adorad en todo los inescrutables designios de la Providencia, y esperad tranquilo en su misericordia.

-Taizlabe, Taizlabe! esclamaba no obstante el afligido príncipe estrechando en su seno las manos del catequista, Talzlabe ha consumado su traicion...

-Compadeceos de ella, y resignaos con vuestra suerte. La de esa desdichada es infinitamente peor que la vuestra.

-Morirá, padre mio?

-Dios se compadezca de su fragilidad y olvide sus liviandades...

-Es decir que Él me vengará? preguntó el estrangero como si la pasion de venganza hubiese vencido á la de ternura.

-No hay medio entre el arrepentimiento y el castigo. La misericordia de nuestro buen Dios es infinita, pero tambien su justicia ha de quedar satisfecha. Á nosotros, míseros mortales, no nos es lícito mas que suplicarle perdone á nuestros hermanos cuando siguen el camino de su eterna perdicion; mas desear su castigo, es incurrir en las iras del Eterno. Por lo mismo, Taizlabe, que faltando á sus deberes os ha abandonado en esta noche, solo debe de ocupar nuestra memoria para pedir al Señor que olvide sus faltas.

-Es posible? preguntó admirado el neófito á vista de los preceptos de una religion que destruía hasta el pensamiento de venganza que empezaba á renacer en él.

-Es necesario, repuso el P. Ubaldo con dignidad.

-No solo perdonarla, repuso el antiguo rey despues de algunos momentos de silencio, sino tambien rogar por ella, se me resiste.

-Y esto por qué? Porque no dais oidos sino á la ira que se ha aposentado en vuestro corazon.

Este diálogo fué interrumpido por el alcaide del castillo, el cual presentándose de repente:

-Acabo de enviar, dijo, algunos de mis soldados en persecucion de la fugitiva, y segun lo ágiles y conocedores que son del terreno, hado será que se nos escape.

-La alcanzarán? preguntó Tazlot desprendiéndose de los brazos de su amigo.

-Perdon desde ahora, respondió este, perdon para esa infeliz muger.

-Perdon! repuso el rey haciendo un esfuerzo para sofocar la ira que le dominaba.

-La perdonais de todas veras? preguntó el cenobita admirado de una resolucion tan generosa.

-Sí, para que Dios me perdone.

Enajenado de gozo el padre Ubaldo, abrazó estrechísimamente á su neófito, y empezó en seguida á ponderarle el mérito que acaba de contraer. Sus palabras dulces y persuasivas acabaron de estinguir el odio que se disputara el dominio de su alma, y un poco despues, condolido de la suerte que esperaba á la antigua reina de Lanzarote, derramó algunas lágrimas por ella.

Tan escelentes sentimientos edificaron al asceta; el cual, para disponer el corazon del regio neófito para recibir cualquier noticia aciaga, pasó á su lado el resto de la noche.




ArribaAbajoCapítulo X

De la triste nueva que comunicaron al régio prisionero de D. Enrique.


A pesar de las razones tan cristianas con que procuraba el padre Ubaldo consolar á su neófito, habia en el corazon de este príncipe desgraciado arraigada una cruel pena que se resistia á los consuelos de la religion y á los esfuerzos de la amistad. Tazlot amaba á Taizlabe ciegamente, y su infidelidad y su fuga eran para él un cruel é interminable suplicio. La noche en que la antigua reina de Lanzarote sin saber cómo y por dónde habia desaparecido, pasó para dar lugar á un dia, que aunque claro y sereno, fue para el ofendido esposo el mas triste de toda su vida. Poco despues que amaneció, cuando el sol bañaba ya las cúspides de los montes de la umbrosa, sierra de Búrgos, el infeliz isleño, que cada vez se encontraba mas afligido, recibió una noticia que acabó de atormentar su corazon. Los soldados que enviara el alcaide del castillo en persecucion de la fugitiva, acababan de regresar; y el que entre ellos llevaba la voz, habló asi en presencia del catequista y de su neófito.

-Debeis de alegraros porque Taizlabe ya está castigada....

-Cómo? qué decís? preguntó temblando el recien convertido.

-La verdad, respondió el guerrero, que debe de agradar á todo el que se huelga del castigo del culpable: oid...

-Qué es lo que vais á referir? volvió á preguntar estraordinariamente conmovido el antiguo rey.

-La muerte de Taizlabe.

-Pobre esposa mía! repuso entre lágrimas y sollozos el neófito; desventurada Taizlabe, que fuera de la patria y tal vez á manos de los mismos soldados que yo ví partir de este castillo, has perdido la vida, asi como por los esfuerzos de otros perdieras la libertad!...

-No digais eso, replicó el guerrero: nosotros no somos asesinos. Á vuestra esposa quitóle la vida Dios que quiso castigarla, y en nuestra mano no estuvo el impedirlo.

-Pues entonces? preguntó suspirando el recien convertido.

-Sino me hubierais interrumpido antes, respondió el soldado interrumpiéndole á su vez, ya os hubiera dicho cómo ocurrió la desgracia de que os lamentais tanto; porque á la verdad, con pocas palabras tengo bastante.

-A vos, señor, interpuso el padre Ubaldo dirigiéndose al isleño, os he recomendado esta noche la conformidad con los inescrutables designios de la Providencia, como si mi corazon me anunciase de antemano esta nueva terrible: ahora, que ha llegado el momento de que os mostreis superior á todas las penas, nuevamente os aconsejo que os resigneis con lo que Dios se ha servido disponer de la antigua reina de Lanzarote.

Tazlot lanzó un profundo suspiro; y fijando sus ojos en el cielo, esclamó con una conformidad que edificó á los circunstantes:

-Cúmplase tu voluntad!

Al verle el catequista tan bien dispuesto, dijo al guerrero que al parecer deseaba referir la muerte de la fujitiva:

-Podeis esplicaros cuando querais.

-Voy á hacerlo con brevedad, respondió; escuchadme: Cuando salimos de este alcázar observamos, favorecidos por la claridad de la luna un caballo, que lijeramente cruzaba los sembrados y malezas de estas inmediaciones. Al principio fuénos imposible distinguir quién era el caballero que en él iba montado; mas un poco despues que se iba ya cansando en su precipitada carrera, no una, sino dos personas divisamos sobre el fogoso bruto. Esto dió lugar para que cuantos me acompañaban imajinasen que robada se llevaban á la reina de Lanzarote; y esta creencia que tambien era la mia, hízonos acelerar nuestro paso. Desgraciadamente no pudimos dar alcance á los que al parecer de nosotros huian: la delantera que nos llevaban, unida á que todos nosotros íbamos á pie, fue causa de que llegásemos á perderlos de vista. Empero, como nuestro empeño era superior á cuantos obstáculos se nos oponian, seguimos una escabrosa senda en que estaban marcadas las herraduras del corcel que tanto de nosotros se alejaba. Sin saber qué direccion habiamos de tomar, llegamos á un páramo, y con la misma incertidumbre nos propusimos atravesarle, encontrándonos cerca del amanecer encima de unas montañas, por cuya falda corria el caudaloso Arlanza. Un sentimiento que no sé si le llame instintivo, nos hizo descender de la altura; y cuando llegamos cerca del rio, avistamos nuevamente á los que huian de nosotros. Esta vez fuimos mas felices que la primera, porque clara y distintamente conocimos á Taizlabe, que puesta á la grupa del caballo, huia abrazada á un caballero á quien no pudimos conocer. En vano para detener sus pasos empezamos á gritarles que nada temiesen de nosotros, porque Taizlabe y su amante, que creo no fuese otro el que la acompañaba, herian de mil maneras al bruto sobre que iban caballeros. Su ceguedad impulsólos á vadear el rio; y esta determinacion causó su muerte. El corcel llegó á perder tierra; las aguas cercáronle en breve espacio; y los amantes que ni el tino ni el otro sabían nadar, quedaron bien pronto sepultados en el seno del Arlanza.

-Santos cielos! esclamó el afligido Tazlot al escuchar estas últimas palabras: por qué me habeis reservado la vida si sobre mí habiais de descargar golpe tan terrible? No era bastante, Señor, haber perdido un trono, la patria y la libertad, sino tambien una esposa á quien tanto amé, y la que al parecer estaba destinada para compartir conmigo las amarguras del destierro? Desventurada Taizlabe! pobre esposa mia, y cuán pronto has desaparecido de mi lado!.. Yo te perdono tu crímen; porque mas desdichada en cometerle, has satisfecho cumplidamente en el mundo. Plegue á Dios que en el otro!...

-Adoremos los inescrutables designios de la Providencia, le dijo el catequista para templar su dolor; y acordaos de las palabras que no há mucho pronunciasteis. Cúmplase tu voluntad, digisteis hablando con Dios; y si ahora no os resignais, vuestra fe no es perfecta. Para cuándo reservais el espíritu de que debe de estar animado todo cristiano?

-Ah padre mio! respondió Tazlot, soy muy débil.

-El sentimiento, repuso el asceta, es muy propio de vuestro gran corazon; mas el rendirse á él, desdice de vuestra antigua dignidad. Por lo mismo, yo no me opongo á que lloreis la muerte y desvarios de vuestra esposa; pero reprenderé siempre esas infundadas quejas que dirigís al cielo.

-A él debo de pedir perdon, respondió el isleño.

-Sí; perdon, repuso el padre Ubaldo; porque el hombre ciego y miserable, insulta en su ignorancia las disposiciones del Altísimo. Es por ventura el mundo el término de nuestra peregrinacion? Si á él hemos venido desterrados, podemos quejarnos si las desgracias nos persiguen? Si la ventura y bienandanza nos cercasen, qué felicidad podiamos esperar en la otra vida?

Estas y otras parecidas palabras que dijo el asceta, y que nosotros omitimos en gracia de la brevedad, templaron el dolor del neófito. Ellas fueron como un bálsamo consolador derramado sobre su lacerado corazon. Tazlot supo entonces apreciar los consuelos de la religion; y si hubiera pertenecido á la escuela enciclopédica hubiera aprendido que su filosofia es demasiado árida para mitigar los rigores de un grande infortunio.

A pesar de todo, el padre Ubaldo dió las gracias al soldado que acababa de referir el triste fin de Taizlabe, por la prontitud con que salió en su busca, aunque no pudo estorbar que pereciese en las aguas del Arlanza.

Cuando en Valladolid supo D. Enrique este triste suceso, hizo saber al antiguo rey de Lanzarote la parte de sentimiento que le cabia en él; aumentó la pension que el isleño tiraba del erario real; y aun llegó á proponerle la soberanía de su isla con reversion á la corona de Castilla.

Empero Tazlot, que en la adversidad habia conocido lo deleznable de las grandezas humanas, solo se aprovechó de la libertad que le concedia el rey de Castilla para sepultarse en el monasterio de Santo Domingo de Silos. En este sagrado recinto enjugó sus lágrimas, y ofreció de continuo á sus piadosos moradores un ejemplo de verdadera abnegacion y penitencia. Fue uno de los muchos reyes que depusieron á los pies de San Benito la régia diadema, y que cambiaron los resplandores de la púrpura por las mortificaciones de la cogulla. En el trono llamóse Tazlot, con cuyo nombre le hemos conocido hasta aqui: hecho cristiano, recibió el de Jaime en honor del ínclito patron de las Españas; y en su profesion religiosa, la impusieron el de Rodulfo. Ayudado de las luces de su catequista, llegó á ser una de las principales lumbreras de la órden, á la cual ilustró con sus luminosos escritos, al mismo tiempo que con su austeridad edificó á todos sus hermanos.




ArribaAbajoCapítulo XI

En que se refiere el castigo del adúltero.


Ardiendo en deseos el ermitaño Juan Sago de restituirse á su amada soledad del Adaja, abandonó la cartuja de Miraflores despues que vió al rey don Enrique triunfante de todos aquellos que de alguna manera menoscababan su supremo poder. Dió antes parte de esta determinacion á su grande amigo el arzobispo de Santiago; escribió á Jimena despidiéndose de ella hasta la eternidad, pues segun él decia en la carta que con semejante intento la remitió, la muerte ya no podia tardar mucho en llamar á las puertas de su vida; y visitó en Valladolid de paso para su retiro, al jóven príncipe que se habia gobernado por sus consejos.

Grande fué la alegria que su llegada produjo en todos los pueblos situados á derecha é izquierda del Adaja, dentro del radio de algunas leguas. Los habitantes de Portillo, la Pedraja, Mojados, Olmedo, San Miguel, Valdestillas, Huecillo y otros que es dificil nombrar, corrieron á porfia á su celda para darle la bienvenida, y alcanzar por sus oraciones lo que cada uno de por sí necesitaba. La fama de sus virtudes, cual olor suavísimo que embalsama los campos, esparcíase por aquellos contornos, bendiciendo sus moradores á la Providencia por haber encontrado en Juan Sago un vecino que era para todos un padre y un consejero, al cual hacian, árbitro de todas las disensiones que entre ellos estallaban. Raro era el dia que no se veia llegar á su celda un padre para pedirle su consejo acerca del mejor modo de distribuir entre sus hijos su hacienda; muy contado el que no penetraba en su soledad algun joven que trataba de acertar con el estado mas conveniente á su disposicion y carácter; y demasiado frecuentes aquellos en que en su misma presencia dos antiguos litigantes se avenian, y quedaban mas satisfechos que si por los tribunales de aquella época alcanzasen lo que al principio disputaban. El antiguo Jaime Rodriguez de Acebedo, despues de haber sido el amigo y consejero de un prelado tan eminente como el arzobispo de Santiago, y el personage sabio, aunque humilde, que dictó al ilustre hijo de D. Juan una de las providencias que mas han inmortalizado su reinado, renunciando á todos los dones con que el rey quiso premiar su mérito, volvió á abrazar de nuevo la vida eremitica por ser mas útil á sus semejantes. Quién habia de decir que este hombre, al parecer grosero, habia de derramar desde un lugar áspero y sombrío, los beneficios de una ilustracion superior á la tan cacareada de nuestra época? Es cierto que en sus discursos, cuando trataba de acallar las injustas pretensiones del poderoso, asi como amparar al desvalido, no habia frases pomposas ni promesas que desmentia el tiempo; pero en cambio habia sobra de aquella elocuencia que se apoya en la verdad, y que es sin disputa la mas convincente. El ascendiente que tenia sobre los pueblos debíalo solo á sus virtudes, que en vano trataron sus enemigos de poner en duda. Su heroismo, su abnegacion y su penitencia, fueron tan grandes como los escesos de su juventud; y si alguna vez se vió perseguido, atribuyó á sus faltas los males que padecia, disculpando asi á los que los causaban.

De intento nos hemos detenido en bosquejar las admirables prendas que ennoblecian al eremita de quien nos ocupamos; porque aproximándose á su ocaso este sol del desierto, es muy justo que el lector conozca sus resplandores. Dirá alguno que estas líneas mas se parecen á un panegírico que á introduccion de capítulo; pero sobre ser esta obgecion tan inoportuna como injusta, nosotros elojiamos la virtud do quiera la encontramos. Si tenemos la desgracia de desagradar con semejante porte á alguno de nuestros lectores, cábenos la satisfaccion que agradaremos á los mas, y que no podrá argüírsenos de mala fe, y de que tratamos de propagar doctrinas pestilentes.

Mas dejando á un lado reparos que tal vez nadie nos hará, ocupémonos de los grandes acontecimientos que por entonces se verificaron en las orillas del Adaja. Ya hacía algunos meses que Juan Sago habia regresado á la solitaria mansion en que tan bien empleaba el tiempo, cuando en una calorosa tarde de estio llegó á su estancia un caballero anciano, por cuyo traje y acento se conocia que era portugués, aunque habia nacido en una de las provincias más antiguas de Castilla. Iba solo, y á pesar de sus muchos años, pues ya llegaba á los setenta, apeóse con prontitud de un corcel en que iba caballero, y él por sí mismo lo ató á un árbol que habia á la puerta de la ermita.

-Dios os guarde, dijo al ermitaño al entrar en su celda.

-El os conserve en su gracia, contestó el solitario.

-Supongo que no me conocereis, añadió el recien llegado fijando la vista en su interlocutor, y por esto será grande vuestra admiracion.

-Quien quiera que seais, repuso el asceta cerrando un poco sus párpados, aquí estoy para serviros: no todos los que me visitan me conocen.

-Bien lo creo, contestó con malignidad el caballero.

-Sentaos, dijo el eremita arrimando un taburete á su interlocutor.

-Sí, respondió este; porque tenemos mucho que hablar.

-Todo lo que gusteis, con tal que sea para gloria de Dios y aprovechamiento nuestro.

-He deseado hace muchos años, volvió á decir el desconocido fijando sus ojos en el asceta, haceros esta visita.

-Luego vos ya me conociais?

-Sí, un poco...

-Cómo!

-Paréceme que allá en mi juventud... pero no es este el caso...

-No os entiendo, repuso sencillamente el anacoreta.

-Es que todavia no me espliqué.

-Es verdad.

-La fama de vuestras virtudes...

-Oh! no hableis de eso! En mí no hay mas que defectos.

-Tal vez, dijo sin querer el caballero; y despues de un momento de silencio, como para reparar su falta de discrecion, añadió:

-Decia que de vuestras virtudes se habla mucho en esta tierra.

-Es un concepto equivocado el que de mi tienen las gentes de este siglo, respondió con humildad el asceta.

-Sea lo que quiera, vos pasais por un santo que pone en paz á las familias desavenidas, dá saludables consejos á toda persona que los necesita, y macera su carne inocente, como si fuese culpable.

-Por Dios os suplico, le contestó el anacoreta con la mayor humildad, que no me hableis mas de eso.

-Os desagrada, la conversación? yo creia que no podia haber otra mas sabrosa para vos! Qué seria si os refiriese, uno por uno todos vuestros vicios?

-Los sabeis vos? preguntó algun tanto alarmado el eremita.

-No; los ignoro, repuso el desconocido despues de bastante tiempo.

-Pues entonces?...

-Figúrome que cuando jóven no habreis sido tan penitente como ahora.

-Por desgracia! repuso Juan Sago suspirando.

-Por desgracia! contestó en el mismo tono el caballero.

-Dios que es rico en misericordias, replicó el asceta en diferente tono, me habrá perdonado.

-Dios perdona mas que los hombres...

-Porque su misericordia es infinita, asi como todos sus divinos atributos.

-Hablemos de otra cosa.

-Lo que vos gusteis.

-Si no me hubierais interrumpido, ya os hubiera dicho á qué venia.

-Perdonadme.

-No es tiempo ahora...

El ermitaño se estremeció al oir estas palabras; y conociéndolo su interlocutor, añadió prontamente:

-No solo en Castilla se habla de vos; tambien á los reinos estraños ha llegado noticia del género de vida que practicais encerrado en esta celdilla. Por allá se dice que arreglais todo lo que necesita reforma; sobre todo pondérase vuestra prudericia en los consejos, por los cuales se gobiernan personas muy encumbradas. Yo, aunque no lo soy, deseo complacer á un amigo el mas íntimo que tengo. No lo dudeis; le amo tanto como á mí mismo; y esto basta. Si él hubiera podido venir, tendriais la satisfaccion de conocer un caballero que en todo se me parece. Es imposible encontrar dos personas mas iguales; y de aqui proviene el grande afecto que lo profeso. Infeliz, cuántos trabajos ha padecido en el largo curso de su azarosa vida! Pero vamos al caso. Mi amigo desea acertar en todo; y como no puede dejar los muchos negocios que le rodean, me ha enviado á vos, para que como varon prudente le digais lo que debe hacer para no errar.

-Esplicaos, se atrevió á decir el ermitaño aprovechándose de una corta pausa de su interlocutor.

-Voy á hacerlo, refiriéndoos brevemente algunas vicisitudes por que ha pasado. Es un hombre, que aunque tan anciano como yo, conserva debajo de su piel arrugada todas las pasiones de su fogosa juventud. Cuando estaba en lo mas florido de su vida y le sonreia la fortuna, se enamoró de jóven que tuvo la desgracia de agradar á un perverso; el cual á despecho del pudor, de las leyes y de la felicidad de los contrayentes, siguió galanteando sin reserva á la que muy en breve pasó á ser muger de mi amigo. Semejante conducta necesariamente habia de acarrear la muerte, por indulgente que fuese el esposo ofendido, de la que le faltaba á la fé jurada. Empero, como aquel ansiaba aumentar los bienes que habia llevado al consorcio, pasó por largo tiempo desapercibida para él la desenvoltura de su joven esposa. El deseo de acrecentamiento de riquezas que le dominaba, le impulsó á arrojarse al mar dentro de una frágil nave, y participar de todos los azares de los portugueses, que por aquella época emprendian el descubrimiento y conquista de la India oriental. Su arriesgada espedicion, tuvo al cabo el éxito que se habia propuesto: aunque luchando con mil dificultades, y haciendo frente á otros tantos peligros, logró cargar su nave de las especerías, que por ser tan raras, son tan apreciadas en Europa. Viajero desventurado! Quién te dijera que al mismo tiempo que te encontrabas en una region remota siempre con la muerte á la vista, aquella muger perjura, con desprecio de las leyes mas santas, habia de continuar manteniendo un comercio demasiado reprensible con un jóven, cuya conducta abominaban todos los de su tiempo! Sin embargo, el navegante por ser escesivamente confiado nada recelaba, y aun despues de regresar á Europa, fue necesario que pasase mucho tiempo para que creyese en la infidelidad de la que amancillaba su honor. Mas cuando ya estuvo persuadido que era del número de esos maridos desgraciados, cuyas mugeres aman lo que mas debian aborrecer, determinó vengarse, aunque para conseguirlo tuviese que perpetrar un crímen espantoso que el que se proponía castigar. «Todo, se decia á sí mismo en aquellos momentos, en que algunos resíduos de su antiguo amor trataban de oponerse á la venganza que meditaba; todo, menos aparecer como un hombre que tolera las desenvolturas de su muger. Qué se dirá de mí si no castigo el adulterio que á mi propia vista está menoscabando mi honra? Puedo lisonjearme de que esa muger liviana algun dia se arrepienta, y llegue á amarme con el mismo esceso .que ahora me ofende y aborrece? Ah, vana esperanza! aun cuando esto pudiera realizarse, la felicidad ya no volveria á morar entre nosotros porque mi desconfianza lo estorbaria. Por lo mismo ya no me queda otro arbitrio que enarbolar el acero esterminador; y despues... abandonar para siempre un país al que ya no puedo pertenecer, y arrastrar entre los miserables sectarios de Mahoma una existencia desesperada.» Así se esplicaba mi desgraciado amigo en los terribles accesos de su furor; y lejos de estinguirse la pasion que le devoraba, como siempre tenia á la vista la incontinencia de su esposa, aumentábase como las aguas de un rio en dias de grande avenida. Al fin llegó una noche, si bien clara y apacible para otros, tempestuosa y cruel para los adúlteros: porque mi desgraciado amigo, despues de retar al que le usurpaba el cariño de su esposa, asesinó á esta en el mismo lecho conyugal, y arrojó á los pies de aquel una niña que era el fruto de sus culpables amores... Pasaré ahora en silencio las razones que el asesino de estas dos víctimas tuvo para no comparecer en el lugar del reto; solo puedo decir en su abono, que no fue la falta de valor ninguna de ellas, y que siempre le pesó el haber perdonado entonces á quien ningun derecho tenia á la vida. Mas lo que conviene que sepais, es que aquella misma noche desapareció de una ciudad en la que dejaba tan sangrientos recuerdos, y volvió nuevamente á emprender la navegacion de las Indias orientales, Vióse entonces errante, solo en el mundo, perseguido por la desgracia, sin paz en el alma, sin esperanza en el cielo, y sin porvenir en la tierra. Á cualquier parte que se dirigiese, allí le seguian los recuerdos de su desgracia; y si he de hablar con mas propiedad, la desgracia misma guiaba sus pasos. Su gran fortuna adquirida á costa de inmensos sacrificios, desapareció en pocos años; y el que antes tenia en la mayor abundancia las ricas producciones de la India, tuvo para mantenerse que ofrecer sus servicicios al emperador de los abisinios, y renegar de su patria y de su ley. Pero no se crea que por esto mejoró su miserable condicion: aquellos infieles tratáronlo con dureza, y lejos de inspirarles confiianza su apostasía, solo sirvió para que le reputasen como á un espía de sus enemigos. Afortunadamente, antes que pudiesen encruelecerse en él abandonó una tierra tan inhospitalaria; y despues de muchos trabajos que seria difícil enumerar, llegó á Goa, en donde no fue mejor tratado por los portugueses. En todo este tiempo, cuántas veces le pesó no haber inmolado al autor de sus desgracias, asi como sacrificara á su cómplice! Puedo aseguraros, que en su corazon no se albergaba mas que este pensamiento. «Mientras no sucumba mi enemigo, se decia á sí mismo en las regiones mas apartadas de la India, mi venganza no será completa.» Esta idea, siempre en él dominante, le hizo surcar los mares nuevamente, y presentarse en Europa. Ahora se encuentra muy cerca de vos, y como sabe que vive el que con el cariño de su esposa le arrebató su felicidad, os pregunta qué debe hacer de su antiguo enemigo, de quien con la mayor facilidad puede vengarse.

-Perdonarle, respondió el ermitaño temblando de pies á cabeza.

-Perdonarle decís, cuando ha llegado el momento supremo que él deseara toda la vida! Oh! para esto era mucho mejor no haberse espuesto á las contingencias de este último viaje; era preferible el haberse quedado en Goa á venir á Castilla; y era, para concluir pronto, mas conveniente no haber penetrado en vuestra celda...

-Perdon, D. Duarte, perdon! esclamó el solitario cayendo de rodillas á los pies del hombre temible que acababa del nombrar.

-Ah! Tambien ella imploraba mi perdon, repuso con calma infernal el recien llegado; tambien Jimena, aquella niña que yo arrojé á tus pies...

-Jimena vive, interrumpió el eremita sin dejar su humilde postura.

-Vive!... y en dónde? Decídidmelo cuanto antes para que el sacrificio sea completo.

-Perdon, D. Duarte, perdon! volvió á esclamar el anacoreta.

-Jimena, en dónde está? Decídmelo y...

-Un padre, repuso Juan Sago, preferirá la muerte y cuantos tormentos se conocen, á pronunciar una sola palabra que sea contraria á la vida de uno de sus hijos.

-Luego vos os negais á decírmelo?

-Perdon para ella y para mí!

-Ella aunque inocente, contestó el caballero con la misma calma, es indigna de v ivir, porque es hija tuya. Yo la buscaré así como os he buscado á vos, y su muerte completará el número de las víctimas que exije mi venganza.

-Es posible, repuso el asceta tendiendo los brazos como para detener el golpe que sobre él iba á descargarse, que su inocencia y el gran número de años que empleé para borrar las faltas de mi juventud, no encuentren piedad en vuestro corazon?

-Piedad, respondió friamente aquel hombre implacable, ved si la encontrais en Dios, que en el ofendido esposo de doña Sol, no encontrareis mas que la muerte.

-En él espero encontrar misericordia, dijo el ermitaño fijando sus ojos en el cielo.

-Sí, recurrid á él; porque el momento supremo por el cual yo he suspirado tanto, ha llegado ya.

-Misericordia, Dios mio! esclamó el antiguo templario al ver que su enemigo poniéndose en pie enarbolaba el brazo asesino.

-Venganza, respondió D. Duarte; y caiga tu sangre confundida con la de tu cómplice.

Y al mismo tiempo que estas palabras dijo, cual si fuese una hiena que se complace en aumentar el número de víctimas que su voracidad exige, sepultó en el pecho del solitario el mismo puñal con que habia asesinado á la desventurada doña Sol. Juan Sago no pudo resistir el segundo golpe, espirando al poco tiempo de haberle recibido, con la piedad y resignacion de un mártir.

Una alegria horrible, aunque momentánea, se apoderó entonces del asesino. Vió muerto á sus pies al que en lejanos dias le arrebatara el amor de su esposa; vio inanimados los restos de aquel hombre, si bien culpable en otra época, ahora digno por mil títulos de compasion y respeto; vió su sangre que á borbollones enrojecia aquel pavimento que él tantas veces regara con sus lágrimas; vió, en fin, aquella profunda herida, por la cual acababa de desprenderse su alma de la estrecha cárcel de su cuerpo; y como si todo esto fuese parte para henchir su corazon de ese gozo que solo se esperimenta cuando se practica alguna virtud, prorumpió con frenético entusiasmo:

-Al fin de mi vida, puesto que á mi venganza he sacrificado la de mi enemigo, puedo llamarme feliz. Doña Sol y el Infame que con ella me arrebató mi honor, ya no cesisten. Los dos han caido á los golpes de este formidable brazo, al cual ni los años ni las vicisitudes por que he pasado, han podido enervar. Mi corazon se dilata de una manera desconocida; siento en mi interior una alegria compensadora de las amarguras padecidas en el destierro; y si á él nuevamente me veo en la necesidad de recurrir, estas palabras, «D. Duarte ya está vengado» que incesantemente sonarán en mis oidos, endulzarán todas mis penas. Pero aun falta otra víctima que piden mis rencores... Aquella niña que yo despedacé en la Coruña, no era Jimena, segun poco há he oido á este hombre; y si vive, aunque sea inocente, por qué no ha de ser sacrificada? No es suficiente motivo su nacimiento? Si vino al mundo por la desenvoltura de su madre, no me sobra razon para privarla de la vida? Busquémosla, pues, sin omitir diligencia hasta averiguar el sitio en donde se halla; y despues de anunciarla el trájico fin de Jaime Rodriguez de Acebedo, sea ella la postrer víctima ocasionada por la seduccion de su padre.

Asi que acabó de pronunciar estas palabras ocultó el acero asesino, y saliéndose prontamente de la celda, volvió á montar en el mismo caballo que á la puerta dejara y desapareció en pocos momentos.

El piadoso autor que en la soledad de Sobrado se dedicó á escribir la historia, de donde nosotros hemos estractado la presente, al referir la muerte de su héroe, se esplica en frases tan sentidas como cristianas acerca de los efectos desgraciados del vicio. Sentimos no poder trasladar aqui todas las reflexiones sabias y oportunas que con este motivo hace en los pergaminos que por acaso vinieron á nuestras manos; ya, porque nos estenderiamos mas de lo que al principio nos propusimos, ya tambien, porque el castellano de que él se valió, que es el mismo de su época, apenas seria entendido de la mayor parte de nuestros lectores. Esto, no obstante, procuraremos poner en un lenguaje parecido al que ahora se usa, sus principales palabras, para que en esta verídica relacion nada falte que no esté conforme en alguna manera con su original. Hélas pues aqui.

«No quisiera haber referido la muerte,de este hombre á todas luces grande; porque habiéndome escandalizado sus principios, edificado sus medios, me ha horrorizado su fin. Si Juan Sago comenzó su juventud como un libertino, fué en la edad provecta por sus virtudes muy digno de veneracion; y esto bastaba para que se considerasen borradas sus iniquidades anteriores. Mas en vista de su muerte premeditada por el rencoroso D. Duarte, quién hay que no se estremezca si considera que tantos años de una vida austerísima han sido insuficientes para librarlo del terrible castigo que en esta ó en la otra vida, ó tal vez en ambas, se impone á los adúlteros? Yo creo que Juan Sago halló gracia en la presencia del Señor; creo tambien que mucho antes que penetrase el asesino en su mansion, ya le estaban perdonados los estravíos de su juventud; pero lo que veo por su imprevisto fin es, que aun tenia que pagar, cuando menos, una parte del reato de la culpa. Esto me hace entender la gravedad del pecado de adulterio, pues no solo doña Sol murió revolcándose en su propia sangre, sino tambien el cómplice de sus liviandades despues de largos años de lágrimas y penitencias. El pecado se cometió en una edad temprana, mas no por eso dejó de castigarse al adúltero en la ancianidad. Desventurado de aquel á quien Dios reserva el castigo para despues de la muerte!»

Seguiríamos con gusto en sus reflexiones á este piadoso historiador, si no tuviéramos antes de terminar este capítulo, que referir lo que aconteció inmediatamente que se perpetró el crímen de que hablamos mas arriba, en las riberas del Adaja. El yerto cadáver de Juan Sago fué descubierto á la caida de la tarde de aquel mismo dia por algunos labradores, que segun su costumbre, penetraron en su celda para recibir su bendicion, al restituirse despues de las faenas del campo, á sus casas. El dolor y consternacion que les causó el encontrar muerto al que reputaban por padre, no es fácil describirlo ahora; pues al estupor que al principio se apoderó de ellos, sucedieron bien pronto las lágrimas y el deseo de vengar al solitario.

Con este objeto salen los mas animosos del humilde retiro en que tantas veces encontraran consuelo en sus adversidades; y poco despues de derramarse por la campiña, divisaron á bastante distancia un caballero que montaba un soberbio alazán. La idea de que él podia ser el asesino, les hizo emprender su persecucion, y aunque con mucho trabajo lograron darle alcance, para empezar á maltratarle de mil maneras. El caballero se defendia con valor; pero al verle los aldeanos salpicado de sangre de una fiera que por acaso matara poco antes en el bosque, crecia en ellos la indignacion y aumentábase su empeño.

-Dejadme, canalla vil, gritaba el acometido, de lo contrario mi espada os hará entender quién es Nuño Martinez de Villayzan.

-Ah pérfido, respondieron algunos de los que le rodeaban, tu has sido el que ya en otra ocasion trató de quitarle la vida, y por nuestra desgracia lo has conseguido ahora!

-Date cuanto antes, decian otros, de lo contrario te despedazamos sin consideracion alguna.

-Pero quién sois vosotros, y qué quereis? preguntó el antiguo enemigo del solitario.

-Somos los hijos del padre á quien tú acabas de asesinar, respondieron los mas, y queremos vengar su muerte.

-Su muerte decís! Pues yo, á quién quité la vida?

-Con que negais que habeis asesinado á Juan Sago? replicó uno de los labradores.

-Juan Sago, repuso con acento que denotaba su sorpresa, maldito sea su nombre!

Semejante execracion acabó de indignar á los que le rodeaban; de los cuales, uno que tenia una gran piedra en la mano, se la tiró con tal vehemencia al pecho, que dió en tierra con el asendereado Villayzan. Entonces se apoderaron de él y no sin haberle antes llenado de palos y puntapiés, le condujeron atado al castillo del inmediato pueblo de Portillo.




ArribaAbajoCapítulo XII

De la muerte del rey don Enrique.


Los acontecimientos de la época á que se refiere la historia que escribimos, sucedíanse con estraordinaria precipitacion. Despues de las ocurrencias de Búrgos, Toro, Valladolid y orillas del Adaja, tuvo lugar la guerra contra los infieles que aun seguian dominando una buena parte de las provincias del mediodia; porque no contentos con negarse á pagar el tributo y párias, que segun tratados anteriores debian á don Enrique, apoderáronse á tuerto del castillo de Ayamonte, situado en la ribera del Guadiana, por la parte que desagua en el mar.

Semejante desafuero, obligó al jóven rey de Castilla á pensar seriamente en la guerra; mas antes de declarársela á quien de un modo tan brusco la provocaba, le envió sus embajadores ofreciéndole nuevamente la paz.

Orgulloso el moro con la moderacion de don Enrique, atribuyendo á temor é impotencia lo que en realidad no era mas que efecto de una política sabia y previsora, rompió con un grueso ejército por las tierras de Baeza asolando cuanto encontraba al paso, y cautivando á sus consternados habitantes.

Para atajar los progresos de la morisma, salióle á su encuentro Pedro Manrique, frontero en aquella parte, acompañado de don Diego de Benavides y Martin Sanchez de Rojas, con toda la fuerza que para aquel aprieto pudo apellidar. Al cabo de algunos dias alcanzólos cerca de la villa de Quesada, y con aquel denuedo que en todas ocasiones distinguió á los soldados de Castilla, arremetió en ellos sin reparar á su escesivo número. El combate prolongóse por todo aquel dia, sin que por ninguna de las partes se conociese ventaja, hasta que la noche vino á separar con sus sombras á los combatientes. Los castellanos encontrándose cercados, rompieron unidos por entre las huestes agarenas para mejorarse de lugar en un peñon, desde el cual pensaban al dia siguiente defenderse de sus encarnizados enemigos, que como antes hemos indicado, eran muy numerosos.

Esta batalla que llaman de los collejares, llegó bien pronto á conocimiento de don Enrique; el cual para reparar los daños que á sus vasallos causaran los sectarios de Mahoma, y con el objeto de estirpar esta raza impia, que desde los dias funestos de don Rodrigo ocupaba con suceso vario las mas hermosas provincias de nuestra España, de Madrid en donde se encontraba, pasó á Toledo, en cuya ciudad habia mandado reunir los procuradores de las córtes. Era su ánimo esponerles la necesidad de emprender una guerra de esterminio contra los hijos del desierto, sin descansar hasta plantar el estandarte de la Cruz sobre los muros de Granada; porque muy bien sabia, que con unos hombres que en nada tenian la fe de los tratados; no cabia amistad, sino una guerra á muerte.

De su parecer eran la mayor parte de los que se reunieron en aquellas córtes; y despues de examinado el caso con la madurez que requeria, acordaron ayudar al rey con un millon de oro, que atendidas las escaseces de aquellos tiempos, ó si se ha de hablar con mas propiedad, al valor escesivo de la moneda, era una suma enorme; y mas que se puso por condicion, que si esto no bastase para la empresa que meditaba el jóven soberano, sin necesidad de recurrir ni consultar á las córtes, pudiese el rey por sí mismo disponer.

Alegre don Enrique por este resultado, solo trataba del mejor modo de reunir un ejército numeroso para con él romper por las provincias del mediodia, y arrojar á sus infieles opresores á los cálidos arenales del África. Pensaba asoldar catorce mil hombres de á caballo, cincuenta mil peones, armar treinta galeras y cincuenta naves, aprestar y llevar seis tiros gruesos de artillería, que nuestros antiguos cronistas llaman lombardas, á lo que se cree de Lombardia, de donde se importaron, cien tiros menores, y los pertrechos que requeria este material.

Tal vez meditaba tambien la conquista de una gran parte del litoral africano; porque don Enrique, semejante á uno de sus mas esclarecidos progenitores; estaba convencido que la fiel Castilla, si algun dia habia de aparecer como potencia conquistadora, solo en el otro lado del estrecho podia perpetuar su dominacion.

Empero la muerte, cual si envidiase la felicidad de que muy pronto iba á gozar la herencia desgraciada que en Alcalá trasmitió el malogrado don Juan á su hijo, puso término á tan bellos pensamientos. El rey don Enrique, á quien desde la edad mas temprana acometieron las dolencias propias de la ancianidad, cuando de Madrid pasó á Toledo, habíanse ya manifestado en él funestos síntomas de su próximo fin. Su delicada complexion, apenas sostenida por la robustez de su grande espíritu, íbase aniquilando por instantes, al mismo tiempo que á la hermosura y brillantez de su rostro, sucedia la demacracion y palidez. Mas quién diria, que en un estado en que hasta los mismos héroes de la tierra se abaten, don Enrique, ese gran rey que para compararse con los mas celebrados de la antigüedad, solo necesitó salud y algunos años mas de vida, aun pensaba en la guerra, para con la paz que debia de ella resultar, hacer felices á sus vasallos? Ello es una verdad, que aun en sus últimos dias se lo oyó decir, que mas temia las maldiciones de su pueblo que las armas de sus enemigos; y que no estaria satisfecho hasta que hubiese conseguido que cada uno de sus súbditos sazonase los dias festivos con una gallina su puchero.

No obstante, el fin de este príncipe verdaderamente estraordinario, estaba demasiado próximo, y cuando así él lo conoció, despues de encargar á su hermano don Fernando la tutela de su hijo don Juan, y la gobernacion del reino durante su menor edad, solo pensó en las cosas del cielo. El augusto enfermo esperó el terrible momento con la tranquilidad de un justo y la resignacion de un mártir; hasta que por último, habiendo sonado su suprema hora en el reloj de la eternidad, aquella grande alma, tan ruinmente alojada por espacio de veinte y seis años en un cuerpo flaco y enfermo, voló á las mansiones eternales á recibir el premio de su justicia.

Apenas se esparció por la ciudad tan triste nueva, y cuando de ella se comunicó á todo el reino, el desconsuelo reemplazó á las fundadas esperanzas que el advenimiento al trono de un príncipe tan amado habia hecho concebir. Por todas partes no se oian mas que lamentos y desconsoladores ayes; por todas se maldecia á la parca fiera que en flor les arrebatara un rey digno por mil títulos de reinar por luengos años; y los pueblos, con ese instinto que jamás les engaña, auguraron para el reinado futuro males sin cuento.

-Hiciéronse los funerales de don Enrique con la pompa acostumbrada, y sobre su tumba derramáronse con profusion nuevas lágrimas, por todos aquellos que presentian el aluvion de males de que estaban amenazados. El suceso acreditó por desgracia sus tristes presentimientos.




ArribaAbajoCapítulo XIII

En que se habla de la resurreccion y muerte de una muger.


Tenemos que ocuparnos, aunque ya antes lo hicimos, del antiguo rey de Lanzarote. Acaso el lector creeria que por haberle dejado en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, ya no volveríamos á presentársele; mas prescindiendo de que Tazlot es uno de los personajes cuyas desgracias de cuantas llevamos referidas en esta verídica historia, mas nos han interesado, lo que le aconteció algunos años despues que renunció á la soberania de su isla, nos mueve á decir cuatro palabras, que nunca podrán ofender su buena memoria, y sí completar de esta manera la relacion que de sus trabajos y virtudes hicimos.

Si las armas victoriosas de Castilla no hubiesen llevado los beneficios de la civilizacion á paises remotos y salvajes, aun se adoraria en ellos á esas falsas deidades, que exigian en holocausto de su mentida divinidad torrentes de sangre humana. Diga lo que quiera la maledicencia de los filósofos modernos; pondere cuanto le dé la gana la envidia de los estraños en su alianza con los discípulos de Voltaire los escesos ; que segun ellos, cometieron nuestros padres despues de la conquista; porque dejando á un lado sus exageraciones y calumnias, un mundo que derriba sus ídolos; que reduce á cenizas sus altares; que proscribe esas horribles hecatombes, en que millares de humanas víctimas se sacrificaban diariamente; que concede sus derechos al desvalido y le hace igual en alguna manera al poderoso; que eleva á la muger al rango de compañera del hombre, y que respeta y ama al niño, á ese ángel de la sociedad, antes tan espuesto á perecer; un mundo asi, repetimos, que sale del caos de su error, y se encuentra repentinamente bañado con los resplandores de aquella luz que desde el Gólgota inunda toda la tierra, es el mejor testimonio, la mas concluyente prueba y brillante apología de cuanto debe la civilizacion á nuestra España, á este pueblo glorioso tan vilmente calumniado por los estranjeros, como abandonado en su manía de estrangerizarlo todo por algunos de sus espúreos hijos.

Pero volvamos de esta digresion que arrancó á la pluma nuestro ardiente patriotismo; y despues de decir que Tazlot habiendo nacido salvaje, si á su isla no hubiesen aportado las naves de Castilla, hubiera permanecido en sus lamentables errores, pasemos á lo que en las primeras líneas de este capítulo prometimos.

Ya muerto el padre Ubaldo, despues de haber instruido suficientemente al régio neófito que le confiara el augusto hijo de D. Juan, fué contra lo que podia esperarse de un monje que llevaba pocos años egercitándose en la vida cenobítica, promovido á la dignidad abacial, el que en el trono se llamó Tazlot, y en el claustro, segun ya recordarán nuestros lectores, el padre Rodulfo. Á la verdad, habíanse sus virtudes adelantado en una conformidad á sus talentos, que para premiarlas de alguna manera, ó mas bien para que esta luz oculta debajo del celemin luciese sobre el candelero, los venerables solitarios de Silos, acordaron nombrarle su prelado.

Esto si se quiere, aunque aumentó los resplandores con que lucia por sus relevantes prendas desde la soledad del claustro, no importará mucho á la mayor parte de los que lo lean; pero lo que sigue, creemos que si.

Acababa el nuevo abad de salir una mañana del coro, en donde por largo tiempo habia estado orando, cuando se acercó á él un hombre del campo y le entregó un pergamino cuidadosamente cerrado en forma de carta. Abriólo sin detenerse, y leyó en buen romance de aquella época lo que sigue:

«Un ser espirante y desgraciado, que en el momento supremo de comparecer en la presencia de Dios reclama vuestros auxilios, os suplica que sigais sin demora al dador. Hacedlo así y nada temais, pues de lo contrario peligra la salud eterna de un alma, á quien Jesucristo redimió con su sangre preciosa.»

Algunos momentos tan solo se detuvo el P. Rodulfo en cuanto leyó lo que antecede, y esto fué para preguntar:

-Es larga la jornada que me espera?

-Mañana á estas horas, respondió el rústico, habremos llegado si ahora comenzamos el viaje.

-Está bien, ahora saldremos; pero decidme, quién es la persona que de tan lejos me envia á llamar?

-No puedo decíroslo, porque no lo sé.

-Pero vos sabeis que mañana llegaremos al sitio en donde se halla?

-Eso sí.

-Pues entonces?

-Allí la vereis...

-Eso no es lo que os pregunto.

-Es verdad.

-Pues respondedme.

-Ya lo hago.

-Sí; pero no es como yo quisiera.

-Basta que sea como quiere el que aqui me envió.

-Segun eso os ha encargado el silencio?

-El silencio no, pues ya veis que hablo tanto como vos.

-Será otra cosa, repuso el asceta sorprendido de la bellaquería del campesino.

-Claro es que sí, le interrumpió este.

-Quiero decir que tendreis órden de ocultarme el nombre y las circunstancias de esa persona.

-Mucho me buscais la lengua, y por Dios Santo que yo no he de faltar á lo que prometí.

-Ni permita Dios que yo sea parte para que falteis.

-Pues entonces seguidme y no temais á nadie.

-Ay hijo, yo á nadie temo mas que á mí mismo!

Efectivamente, el asceta desconoció el temor en aquella ocasion, pues aunque otro en su lugar se hubiera retraido de acompañarse de un hombre que á sus preguntas respondia de un modo tan brusco como vago, él despues de encomendar el cuidado de sus monjes á uno de los mas doctos y graves, montó en una mula, y llevando por espolista al mismo que le entregó la carta, salió del monasterio.

Si hemos de seguir la tradicion y atenernos á cuanto sobre el caso presente leimos, ni una sola palabra hablaron en todo aquel dia estos dos caminantes; solo que habiendo hecho noche en un pueblo cuyo nombre callan los cronistas de aquella época, llegaron ya bastante despues de amanecer á las orillas del Arlanza, guardando siempre el mismo silencio.

-Gracias á Dios que ya hemos llegado, dijo el rústico al cabo de mucho tiempo que llevaban caminando por las márgenes del rio.

-Y es aqui á donde me conducís? preguntó el abad sorprendido de verse en un paraje tan solitario.

-Sí; aqui es.

-Y para qué me habeis traido á esta soledad, si yo en ella no veo á esa persona que necesita de mis auxilios?

-No tardareis en prestárselos. Apeaos.

Hízolo asi con algun recelo el asceta; y en seguida ató su guia la mula á un arbusto, y le mandó que entrase en un barquichuelo que estaba amarrado en la orilla. Tan dócil esta vez el P. Rodulfo como la primera, se embarcó acompañado del espolista, el cual empezó á remar en direccion de un islote que se veía á alguna distancia en la parte mas ancha del rio.

Cuando á él llegaron, le dijo el barquero.

-Yo por mi parte ya he cumplido con lo que me han encargado; solo falta que ahora cumplais vos. En esta isla encontrareis á la persona que desea veros: saltad cuanto antes en tierra y nada temais; pues yo aqui os espero.

Encomendóse el monge á Dios de todo corazon porque algo mas que recelos reemplazaron entonces á su confianza, y se ocultó en un bosquecillo de sauces que encontró apenas pisó la isla, si este nombre merece una porcion de tierra cubierta de verdor todo el año, y rodeada por las cristalinas aguas del rio. Sorprendióle al principio no encontrar la persona que se le habia indicado, mas un poco despues ofrecióse á su vista una gruta que habia al pie de una roca; y no dudando que en ella estuviese el ser espirante de que le hablaban en la carta, á ella dirigió sus pasos sin detenerse un momento.

Cuando entró en aquella rústica mansion, el primer objeto con que tropezaron sus ojos, fué con una figura humana, que tendida sobre un miserable lecho y cubierta con un tosco sayal, se hallaba ya en la agonía. No muy lejos de sí tenia los instrumentos con que habia macerado su carne, y un poco mas á la derecha de su cama, un crucifijo y una calavera.

Todo esto hizo entender al abad que se encontraba en la presencia de algun penitente; y poseido de un respeto que rayaba en veneracion, se acercó al lecho en que gemia. Estúvolo contemplando un breve rato, y al reconocer en él á su esposa, esclamó lleno de admiracion y dolor:

-Dios mio! es esta Taizlabe?

-Antiguo rey de Lanzarote, responde con débil acento la moribunda; perdona á tu esposa sus infidelidades, entierra su cuerpo pecador, y restitúyete despues que lo hayas hecho á proseguir la obra que has comenzado.

Imposible seria describir los afectos que de ternura, admiracion y dolor, embargaron por largo tiempo el ánimo del asceta. Veia postrada en una cama á la compañera inseparable de todas sus vicitudes; contemplaba sumida en la miseria, á la que en otro tiempo rica y opulenta, servia de escabel el oro y la escarlata; admiraba á la que huyendo impelida de la borrascosa pasion de que se habia dejado dominar, habia llorado ahogada en aquel mismo rio; y no sabiendo en cuál de estas consideraciones habia de fijar la mente, abismábase en la contemplacion de los inescrutables designios de la Providencia. No obstante Tazlot cedió por un momento á los afectos de su antiguo amor, y arrojándose sollozando á los pies de la cama, regó con sus lágrimas una de las manos ya fria y descarnada de la moribunda.

-No me abandoneis, esposa mía, esclama en aquel supremo momento; ahora que partes á la mansion perdurable de los justos, no me dejes en el destierro.

Pero habiéndose recobrado el antiguo rey, y acordándose que por su posicion y carácter debia hacerse superior á las penas que le rodeaban, púsose prontamente en pie; y elevando sus ojos al cielo, estendió su brazo para absolver á la moribunda; la cual, como si estuviese esperando por esta postrera reconciliacion, espiró resignada y llena de esperanza en las misericordias divinas.

El cenobita quedó como estasiado en aquel instante: una santa tristeza le preocupaba; y antes de que se hubiese separado del inanimado cuerpo de Taizlabe, creyó oir una música toda divina y celestial, con que su dichosa alma era recibida en el empíreo.

Ya nada le restaba mas que dar cumplimiento al encargo de su esposa, y provisto de un azadon que providencialmente se ofreció á su vista, sepultó á la penitente junto á la roca que á la gruta servia de abrigo. Allí recitó por última vez las oraciones que en semejantes casos usa la Iglesia y llevándose consigo los instrumentos con que la antigua reina se habia mortificado, se dirigió al punto en donde le esperaba el barquero.

Este, que aunque rústico no carecía de sensibilidad, en cuanto observó las señales que de tristeza y dolor desgarraban el corazon del cenobita, no pudo menos de preguntarle:

-Con que ya ha muerto la santa que moraba en esta isla?

-Ha muerto, si, respondió tristemente el padre Rodulfo; y por mi desgracia no la he tratado en la época de su fervor; solo pude presenciar su fin, que ójala el mio se le parezca.

-La misma suerte deseo yo para mí.

-Es muy justo; pero decidme ¿cómo esta muger á la cual algunos han reputado por muerta en las aguas de este mismo rio, pudo sostenerse tanto tiempo en esa isla?

-Tengo órden de no hablar con vos sobre lo que pretendeis saber. En llegando á la orilla...

-En llegando á la orilla, qué? le preguntó el monge observando que no acababa de esplicarse.

-Ya llegamos, dijo por toda respuesta el barquero.

Ciertamente; al pronunciar estas últimas palabras, el barquichuelo tocaba en la arena.

Saltó entonces en ella el padre Rodulfo; y encontrando á su mula en el mismo sitio en que la habia dejado, se despidió del que le habia servido de guia y de barquero.

Al poco tiempo, y cuando ya iba caminando en direccion de su monasterio, salióle al encuentro un ermitaño tan venerable como requeria su clase; y acercándose con paso grave al monje caminante, pues este al verle habia contenido el de su mula, le entregó unos pergaminos, diciéndole al mismo tiempo que hacia una profunda reverencia, estas palabras:

-Ahí teneis lo que deseais.

El abad de Silos quiso hacer algunas preguntas al anacoreta; mas este que sin duda no estaba de humor para responder á ellas, se retiró al instante.




ArribaAbajoCapítulo XIV

De como castigaron al supuesto asesino del eremita.


Refiérese de Sisto V que deseoso de castigar los grandes crímenes que se perpetraban en sus estados, habia ordenado en cierto dia á las autoridades de Roma, que el primero que entrase en la ciudad al amanecer del siguiente, fuese inmediatamente decapitado.

Determinacion tan estraña, que los mas de los que á la sazon vivian en aquella nobilísima metrópoli calificaron de cruel, fué acatada con sumo respeto por todos aquellos que debían de darla cumplimiento; los cuales se apoderaron de un anciano, que cargado con un haz de leña, acababa de entrar á la fatal hora que el Papa habia designado, en la ciudad eterna. Roma consternada asistió cerca del medio dia á la ejecucion del que suponia inocente, y su asombro fué completo, cuando algunos momentos antes de que el reo dejase de existir, pronunció con voz clara y de todos entendida, estas palabras:

«No muero inocente, aunque no se me acumula ningun crímen. Pocas horas há que asesiné á una débil muger, cuyo cadáver dejé escondido entre una porcion de haces de leña, de donde tomé la carga que acuestas traia.»

Nosotros al referir este cuento, que por cierto no hemos visto en la historia del gran Papa, con cuyo nombre hemos encabezado este capítulo, solo nos hemos propuesto llamar la atencion de nuestros lectores sobre el siguiente suceso: Nuño Martinez de Villayzan, quejábase de su desventura encerrado en uno de los mas lóbregos y hediondos calabozos del castillo de Portillo. Cuando le aprisionaran los labradores de los pueblos que baña el Adaja, habíalos oido decir que él era el asesino que acababa de privarlos del ermitaño á quien tanto debian; mas como estaba inocente, á pesar que por otros escesos su conciencia no estaba tranquila, esperaba recuperar su libertad. Empero, de este sueño dorado, que es el que de ordinario dulcifica las penas de los que por cualquier concepto gimen aherrojados en una prision, vino bien pronto á sacarle el verdugo, que acompañado de un notario y de dos ó tres oficiales, se presentó en su calabozo, para arrancarle por la fuerza del tormento, el secreto, que segun decian sus acusadores, se obstinaba en ocultar.

Sucedióle en esta ocasion al antiguo alcaide de Zamora, lo que al ilustre consejero de D. Juan Manrique: porque cuanto mas el notario se esforzaba en que confesase el crímen que le imputaban, mas empeño ponia él en negarlo; y cuando fué colocado en el potro, despues de resistir á la primera y segunda prueba, rindióse al tormento, y confesó aquello mismo que pretendian sus enemigos.

Valióle al acusado su confesion el ser trasladado á los pocos dias á Valladolid, en donde fué condenado á la última pena por los severísimos jueces, que entonces administraban justicia en aquella ciudad; y mientras el reo lloraba en la cárcel su desventura, levantábase en el Campillo un cadalso, sobre el cual habia á las pocas horas de rodar su ensangrentada cabeza. Nuestros lectores nos permitirán que sobre él digamos cuatro palabras. Era un tablado bastante espacioso, al que se subia por una escalera de unas catorce gradas. Desde la parte mas alta del patíbulo, y dejando tan solo la escalera descubierta, pendian unas grandes cortinas, que ocultaban los maderos que sostenian tan funesto aparato; y un poco hácia la derecha, veíase un tajo, con otros instrumentos no menos aterradores, que eran contemplados de diversas maneras, segun el temple de cada uno, por una gran multitud de curiosos, que atraidos de la novedad, habian concurrido de varios pueblos de las cercanías.

Ínterin esto pasaba en un paraje tan público de la ciudad, la escena que se representaba en el calabozo de Nuño Martinez de Villayzan, era muy distinta. Este desgraciado que habia confiado demasiado en su inocencia, en la rectitud de los jueces, y en el poder del duque de Benavente, cayó en cuanto tuvo noticia de su desgracia, en una especie de abatimiento que inspiraba compasion aun á los mas desapiadados. Mas despues, como si quisiera desquitarse del tiempo en que silencioso contemplara el triste fin que le esperaba, prorumpió en horribles blasfemias, que escandalizaban á los mas acostumbrados á oirlas. El carcelero, que á pesar de su oficio era de los que mas se compadecian de su triste suerte, no cesaba en todo este tiempo de aconsejarle que mirase por su alma; pues el momento de comparecer en la presencia de Dios se aproximaba de una manera, que antes que los vecinos de Valladolid se sentasen á la mesa para comer al medio dia, ya él habria partido de este mundo.

Todas estas reflexiones que á su manera le hacia el alcaide de la cárcel, no producian otro resultado que el de aumentar su odio contra la divinidad, á quien atribuia todas sus desgracias; mas el carcelero que se lamentaba de las aberraciones de su corazon, concibió en aquel acto un proyecto para salvar el alma de aquel degraciado. Voló á uno de los conventos de la ciudad, y se dirigió á un religioso que sobresalia entre sus hermanos por su vida austera y penitente, y le rogó que le acompañase á la prision para vencer la obstinacion del reo.

-Yo estoy pronto á seguiros, le dijo el religioso despues de haberle oido; pero sabeis si me permitirán consolar á ese desventurado en cuyo favor me hablais?

-Padre, venga vuestra paternidad, respondió el alcaide con entera confianza, que eso corre de mi cuenta.

-Es que no seria la primera vez, que tratando de consolar á algunos que se encontraban en igual caso, no me fué posible el conseguirlo.

-Eso seria, padre, porque los de mi oficio suelen tener las entrañas muy duras.

-Sea por lo que quiera, entonces me sucedió lo contrario de lo que pretendia, y aun tenia derecho á esperar.

-Todo eso es muy cierto, porque una de las circunstancias que hacen, á mi modo de ver, defectuosa en alguna manera nuestra legislacion, es el no administrar á los reos los consuelos de la religion que profesamos.

-No hablemos mal de las leyes: acatémoslas, y esperemos en que lo que ahora se practica con algunos, sea mandado que se haga con todos los que lo necesiten.

En cuanto el padre impuso silencio de este modo á su interlocutor, fué á pedir la vénia del prelado de la casa; y obtenida, salió con uno de sus hermanos, que debia ayudarle en su penoso ministerio, en direccion de la cárcel.

Cuando á ella llegó, ya el reo no estaba tan furioso; y contra lo que todos esperaban, prestó oidos á las exortaciones del auxiliante, que se aprovechó de esta circunstancia para absolverle y para derramar sobre su aflijido corazon todos los consuelos en que tanto abunda la augusta religion de Jesucristo, pues el momento para conducir al patíbulo al desgraciado Villayzan, era llegado.

La fatal comitiva, compuesta de algunos agentes del tribunal que habia sentenciado al reo, de algunos soldados que con sus lanzas le custodiaban, y de los dos religiosos de quienes hemos hablado, púsose en marcha con el mayor silencio y compostura. Villayzan, solo atendia á las exortaciones de sus auxiliantes, y repetia con voz clara é inteligible las jaculatorias, que para que Dios perdonase á su alma, le dirijian sus ministros.

En esto llegaron al Campillo: la vista del cadalso que en él se levantaba, consternó por algun tiempo al antiguo alcaide de Zamora: pero un poco despues, conociendo que era necesario revestirse de aquel valor de que en otras ocasiones habia dado tantas pruebas, subió con paso firme la fatal escalera que le conducia á la muerte.

En todo este tiempo los santos religiosos que le acompañaban, no cesaban de hablarle del cielo como de su último fin; mas Villayzan, que aun no habia cumplido suficientemente su mision, pidió permiso para dirigirse por breves instantes á la multitud.

«Muero inocente, dijo habiendo conseguido lo que pretendia, por el gran crímen que se me imputa. No asesiné como aseguran mis enemigos al ermitaño Juan Sago, aunque en otra época muy distinta, le traté con suma dureza, y practiqué con él lo mismo que acaban de ejecutar conmigo... Ah! Quién no vé en todo esto el dedo de Dios? El ermitaño fué por mi arrancado de la soledad en que moraba, y tambien yo fuí asaltado en un camino y maltratado en el acto como un malhechor. El fué encerrado por mí en un calabozo, y yo tambien lo he sido en una prision hedionda. El fué colocado en un potro en donde sus labios pronunciaron faltas que jamás habia pensado cometer, y yo lo he sido en un tormento, en donde dije palabras enteramente contrarias á la verdad. Solo falta para que el parangon sea completo, que el verdugo que yo envié á su calabozo, le hubiese cortado la cabeza; mas como esto no dejó de ejecutarse por falta de diligencia, recibo la muerte como un castigo de mis culpables acciones y deseos. Por lo tanto os ruego que despues de pedir á Dios que me perdone, tengais entendido que, en el crímen que poco há se perpetró á orillas del Adaja, no me ha cabido la menor parte.»

Dicho esto, fué asido por el verdugo, á quien no gustaban tantas esplicaciones, y le empezó á atar las manos. Vuélvese mientras tanto Villayzan á un Crucifijo, que ostentaba á la izquierda del tablado uno de los religiosos, y le dirigió una corta, pero ferviente oracion.

Antes de concluirla fué conducido por el terrible ejecutor al sitio donde debia exhalar su postrer suspiro; y arrodillándose entonces, quedó de un solo golpe que sobre él descargara el verdugo, separada su cabeza del tronco.

Los que presentes estaban, al contemplar aquel sangriento espectáculo, se compadecieron de las desgracias del alcaide, y fieles al encargo que de él habian recibido, pidieron á Dios sobre aquel mismo campo que le perdonase, y un poco despues acompañaron sus mortales restos á la última mansion.

Tal fué el fin del antiguo alcaide de Zamora: si debido á los servicios, que en perjuicio de los intereses del rey don Enrique prestara al duque de Benavente, ó al trato cruel que diera al ermitaño Juan Sago, no es nuestro ánimo el averiguarlo. Á nosotros nos basta saber que todo crímen debe castigarse; y que no habiéndose hecho digno el consejero de don Juan Manrique de la muerte que quisieron darle en el calabozo en que de órden de Villayzan estuvo encerrado, la Providencia que algunas veces se anticipa en sus castigos, quiso valerse de la equivocacion de los rústicos que aprisionaron al desventurado alcaide, para castigar el mal trato que recibiera de él en otra época. Por esto al empezar este capítulo nos hemos acordado del anciano que bajo el pontificado de Sisto V, recibió la muerte de manos de los mismos que ignoraban el crímen que acababa de cometer; y aunque hay alguna diferencia entro aquel reo y el nuestro, no hemos vacilado en comparar el uno con el otro.




ArribaAbajoCapítulo XV

En el cual se da cuenta del contenido de ciertos pergaminos.


Al regresar Tazlot al monasterio de donde era abad, una de sus primeras diligencias fué desdoblar los pergaminos que le habia entregado aquel ermitaño, que le salió al encuentro un poco despues de haber sepultado á la antigua reina de Lanzarote, y empezar á leerlos. Era su curiosidad tan grande, que no se cuidó de noticiar á sus monjes su arribo, aunque es de suponer, que alguno de los que lo vieron llegar, lo noticiaria á sus hermanos; porque la lectura á que se habia entregado con tanta avidez, fué muchas veces interrumpida por los monjes, que, uno tras otro se trasladaron á su modesta celda para ofrecerle sus respetos. Al fin pudo enterarse del contenido de los pergaminos, y entre suspiros y lágrimas que bañaban su venerable rostro, convocó nuevamente á los santos solitarios de que era prelado, y les dijo con ahogada voz:

-Dios se ha servido derramar sobre mi corazon sus consuelos, cuando menos lo esperaba. Gemia, inconsolable, la perdicion eterna de una muger, cayas desgracias en gran parte eran las mias; porque habiéndola visto conmigo en un trono acatado por un gran número de vasallos, las armas poderosas de los que aportaron á nuestro reino desconocido, precipitáronnos á entrambos de él, y nos condujeron prisioneros á una nacion estraña. No lloro por haber perdido cuanto poseia: en la adversidad aprendí á conocer que nada hay en la tierra que no esté sujeto á estos vaivenes de la fortuna; y si necesitase ejemplos que me enseñasen á despreciar los bienes con que el mundo halaga á los que lo aman, en este monasterio encontraria cuanto en esta parte necesitase. El llanto, pues, que fluye de mis ojos, es por un objeto mas noble y mas digno de mi amor. Taizlabe, aquella muger infiel que por tanto tiempo se resistió á recibir el bautismo, aquella desgraciada que, llena de odio á la santa doctrina del Evangelio, insultó en su furor al padre Ubaldo, y huyó de nuestra presencia, haciéndonos verter lágrimas por los escesos á que nuevamente se entregaba, aquella muger, digo, se ha salvado. Sí; por qué no hemos de creer que halló gracia en la presencia de Dios la que arrepentida maceró su carne culpable, y lloró dia y noche sus estravíos? Yo al menos, venerables padres, asi lo creo; y me persuado que vuestras paternidades serán de mi mismo dictámen, cuando conozcan la historia de la conversion de Taizlabe. Voy por lo mismo á leersela para que me ayuden á bendecir á Dios, de quien depende todo bien.

Habiendo el abad escitado de esta manera la curiosidad de sus monjes, despues de enjugarse los ojos y toser, empezó de nuevo la lectura de los pergaminos, cuyo traslado es el siguiente:

«La antigua reina de Lanzarote tuvo la desgracia de agradar á un jóven llamado Acorda, que formaba parte de la espedicion que llegó á la isla para conquistarla; y lo que es peor, la de admitir los galanteos de aquel seductor vizcaino. Como Tazlot en su destierro estaba muy ageno de pensar en las infidelidades de su esposa, pudo esta por largo tiempo admitir en el castillo de Lara de los Infantes, en donde se aposentaba, al atrevido jóven, que arrastrado por su incontinencia, no respetaba ni la dignidad, ni las desgracias del príncipe estranjero. Taizlabe por su parte, abrasándose en el amor impuro que devoraba su corazon, trató do envenenar á su marido; y no pudiendo consumar este crímen, accedió á los deseos de su amante, que eran los de huir á lejanas tierras para gozar con mas libertad de los ilícitos placeres, á que, en ofensa del pudor y de las leyes mas sagradas, se habian entregado. Pero al dia siguiente de haberse fugado del castillo, temerosos de caer en poder de algunos soldados que salieron en su persecucion, se arrojaron al Arlanza por donde mas caudaloso corria, encontrando apenas entraron este rio, el uno el castigo de su culpa, y el otro las misericordias de Dios. El seductor fué envuelto por las aguas y precipitado en su seno; mientras Taizlabe, habiéndose agarrado á un tronco que era llevado por la corriente, pudo llegar á una isla que habia á bastante distancia del sitio en que acababa de un modo tan impensado, de encontrar la muerte su desventurado amante. La antigua reina de Lanzarote, en cuanto vió asegurada su vida del eminente riesgo por que acababa de pasar, postróse en tierra y rindió gracias al Dios de los cristianos; y agradecida al gran beneficio que de él habia recibido, deseó de todas veras ingresar en el gremio de la santa Iglesia. Esta mutacion repentina puede atribuirse á un milagro que obró en su alma el Omnipotente, pues Taizlabe habia de todas veras odiado el Evangelio, porque se oponia á los placeres y relaciones que mantenia con Acorda. Aun no habia concluido la oracion que dirigiera llena de gratitud al Altísimo, cuando su admiracion de encontrarse en la isla, se aumentó al ver junto á sí á un solitario de presencia venerable.

-Tened piedad de mí, le dijo entonces la isleña; soy una estranjera que deseo ser cristiana.

-Y cómo habeis podido llegar, le preguntó el solitario, á esta soledad en que moro? Sois por ventura alguna desdichada que viene á guarecerse aqui de los vicios que dominan en el mundo, ó sois el maligno espíritu que viene á disuadirme de la vida penitente en que me ejercito por mas de treinta años?

-Ah padre mio, contestó derramando lágrimas la estranjera, tened piedad de mi! Yo no vengo á disuadiros. Dios me conduce aqui para que imite vuestro ejemplo entregándome á la penitencia. Querreis privarme de este consuelo?

-No lo permita Dios; pero aquí á vuestro lado, no puedo permanecer... Es de tan cortos límites la isla, está tan vigilante el enemigo comun de nuestras almas, que no podria permanecer mucho tiempo á vuestro lado, sin esponerme á caer en la tentacion.

-Con que es preciso que yo abandone esta mansion retirada?

-Si no lo haceis vos, lo haré yo.

-Dios de los cristianos, esclamó la antigua reina con dolor, tened piedad de mi, ya que los hombres á quienes recurro me tratan con esta dureza.

Entonces el solitario, iluminado por una luz superior, pronunció estas palabras que llevaron la alegria al corazon de la estranjera:

-Yo no os trato con dureza; si deseais ser cristiana, yo os bautizaré; y si quereis entregaros á la vida penitente, apartada del bullicio del mundo, en mi celda podreis encerraros, mientras yo iré á habitar en otra que hay en aquel espeso bosque que se descubre de la otra parte del rio. Aqui vendrá á traeros una vez á la semana el alimento que necesiteis para vivir, un pobro barquero, que aunque rústico, es hombre de rectas intenciones: y los auxilios que como cristiana necesite vuestra alma, vendré yo todos los años por la pascua á administrároslos.

No es posible esplicar el gozo de que se inundó el alma de la antigua reina al oir al único habitante de aquella isla estas palabras. Bendijo á Dios, y dió gracias al ministro que tan impensadamente la deparara; y habiendo á este referido su historia, recibió aquel mismo dia el sagrado bautismo con el nombre de María de las Aguas, aludiendo á las del rio de que ilesa acababa de salir. El solitario se trasladó á la caida de la tarde en una barquilla á la ermita de que antes hablara; y mientras él continuaba en ella el género de vida á que desde mucho antes estaba dedicado, la recien bautizada emprendia una de asperísimas penitencias. El barquero continuó socorriendo con unos mendrugos de pan y algunas frutas secas á la penitente; y el anacoreta que la habia bautizado pasaba todos los años á la isla por la pascua para administrarla los sacramentos de penitencia y comunion. La última vez que fué á visitarla, encontróla muy próxima á la muerte; porque siendo tan rigurosas sus maceraciones, debilitó su naturaleza en unos términos, que se encontró sumamente débil y enferma, en los años de la robustez.

-Dios os trae, padre mio, dijo entonces Maria de las Aguas, es necesario que concluyais vuestos favores avisando al Abad de Santo Domingo de Silos, para que asista á mi muerte y dé sepultura á mi cuerpo.

-Cómo, señora, pretension tan estraña?...

-No os opongais á las disposiciones de Dios, lo interrumpió la penitente.

Era demasiado ventajoso el concepto que el anacoreta habla formado de las virtudes de la penitente, para que dejase de complacerla en lo que por última vez le pedia. Escribió por lo mismo al abad, y le remitió la carta por el barquero, á quien tanto debia Taizlabe. -Yo Donato, monge solitario de la isla del Arlanza, que tuve la dicha de recibir en ella á la estranjera de que acabo de hablar, y que fuí testigo de las maceraciones á que se entregó despues de su conversion, escribí estas líneas para entregárselas á su marido Tazlot.»

En cuanto hubo el P. Rodulflo concluido esta relacion, añadió:

-Sí, venerables padres y hermanos mios; la antigua reina de Lanzarote murió como mueren los justos; su alma está ahora gozando del paraiso que la conquistaron sus virtudes; y para que nosotros seamos algun dia dignos de tanta dicha, apresurémonos á imitarlas.

Cada uno de las circunstantes prometió hacerlo asi, retirándose muy edificados con lo que habian oido á su abad.




ArribaCapítulo XVI

En que se dá fin á esta peregrina y verdadera historia refiriendo el de uno de sus mas odiosos personajes.


Despues que don Duarte perpetró su último crímen, atravesó las provincias de Castilla y Vizcaya, y se embarcó en el puerto de Bilbao en una nave que se dirijia á la Coruña. Un viento fresco y una mar bonancible prometia á los navegantes un viaje de pocas horas; mas á la noche siguiente del dia que levaron anclas, sobrevino una calma en una conformidad, que las velas del buque, en vez de llevarle al punto cuya direccion marcaba la proa, mas servian de peso y de estorbo en los mástiles. Brillaba la luna; resplandecian en el cielo las estrellas; veíanse á lo lejos semejante á una larga y negra faja las costas del principado de Asturias; entreteníanse los marineros en el rancho de proa en referir mil aventuras que sazonaban con sales castellanas, al mismo tiempo que don Duarte conversaba junto á la caña del timon con el capitan, á quien ya conociera en una época muy remota. Acababa el primero de referir á su compañero la mayor parte de los lances que de su vida dejamos consignados en esta historia; y el segundo de manifestar con su silencio su desagrado por los espantosos crímenes de que le habia hecho mencion.

-He notado, amigo Blasco, dijo al capitan, que habeis oido con disgusto la relacion de mis trabajos. Yo quisiera que me dijéseis, si vos en el caso en que yo me encontré en aquella terrible noche, no hubiérais hecho lo mismo?

-Pues francamente os digo que no, respondió con prontitud el capitan.

-La causa?

-No hay que preguntar por ella á ningun hombre de juicio. Yo concibo que un marido al presenciar las infidelidades de su esposa, descargue sobre ella su brazo; pero eso de premeditar por muchos dias su muerte, y lo que es mas, la de un ser inocente que ni aun con su sombra le ofendió, permitidme don Duarte que os diga, que eso solo lo hace una fiera. No, he dicho mal: un desalmado.

-Con que vos queriais que perdonase á doña Sol?

-No era escesiva vuestra generosidad.

-Cómo? asi comprendeis vos el honor? No conoceis que si tal hiciera apareceria en el mundo como uno de esos maridos degradados que toleran y aun autorizan las desenvolturas de sus mujeres? Pues el dominio que yo tenia sobre la mia, no me daba derecho para aniquilarla en el acto que á mi noticia llegaron sus liviandades?

-Escuchad, escuchad: si asi lo hubiéseis hecho, menos reprensible seria vuestra conducta; y si vuestros ojos la hubiesen sorprendido ofendiéndoos, entonces estaria en su lugar vuestra venganza. Pero con premeditacion y á sangre fria asesinarla de esa manera, dificulto que haya en el mundo quien amando la justicia, os disculpe. Ademas que aquella niña que estrellásteis á los pies del que suponíais su padre, está desde el cielo clamando venganza contra vos.

-Yo creia que era el fruto de la traicion de mi esposa, le interrumpió don Duarte.

-Esa creencia no os salva. Sabeis por que? Porque ella, á pesar de su orígen, tenia tanto derecho á la vida como cada uno de nosotros. Pero no es esto solo lo que encuentro digno de reprension en vos. Así como castigásteis á doña Sol, no perdonando ni aun aquella criatura que suponiais su hija, por qué dejásteis con vida á Jaime Rodriguez do Acebedo? Era menos culpable el seductor que la seducida? Qué os propusísteis al dejarle que os esperase toda la noche al pie de aquellas rocas? Por ventura queríais que aumentase las víctimas de su seduccion, para consolaros con el mayor número de los maridos desgraciados? No siendo así ó no atribuyéndolo á falta de valor, no sé cómo he de esplicar vuestra conducta.

-Eso jamás, repuso alterado el asesino; y otra vez espero que os espliqueis sin ofenderme. Me habeis conocido en Goa; á vuestra noticia han llegado los hechos de los portugueses, que esceden los limites de lo heróico. Pues bien, entre aquellos héroes, que se batian en proporcion de cuatro contra ciento, encontrábame yo; y á fé que en serenidad y arrojo nada tenía que envidiarles.

-Todo eso será verdad: yo no lo contradigo; pero lo que no puedo aprobar es lo que hicisteis en la Coruña.

-Si es por la muerte del adúltero, mi brazo, aunque tarde, se descargó sobre él.

-Tanto peor para vos. No concibo esas venganzas, fruto de tan largos años.

-Con que tambien queríais que no lo castigase?

-No habiéndolo hecho en la noche que asesinásteis á las dos víctimas de vuestro encono, sí.

-Sois muy indulgente, y me atreveria á apostar, á que si el diablo os hubiese dado una muger tan desenvuelta como doña Sol, no lo seríais tanto.

-Tal vez encontraria en ese caso el secreto de conservar mi honor, y el de corregirla sin recurrir al crímen.

-Crímen llamais á una venganza justa!

-Ya os he dicho lo que pensaba sobre este particular.

-Pues no disputemos mas.

-Sea como vos querais.

-Solo deseo que á nadie manifesteis lo que os comuniqué esta noche.

-Estad seguro de la mayor reserva por mi parte: pero os advierto que los marineros han escuchado casi toda nuestra conversacion.

-Pues cómo?

-Sí; no los ois que en el rancho de proa están hablando de vos? Ahora mismo uno os está llamando sacrílego por la muerte que dísteis á Jaime Rodriguez de Acebedo.

-Lo siento.

-Tanto los temeis? Paréceme que si vuestra conciencia estuviese tranquila...

-No es por eso, repuso prontamente el asesino; aun no he dado cima á la obra que comencé en la Coruña, y estos hombres pueden estorbarlo.

-No os entiendo, replicó el capitan lleno de admiracion.

-Hánme asegurado en Bilbao, que Jimena está encerrada en un monasterio de Santiago; y mientras ella subsista, yo no podré decir que estoy vengado completamente.

-Jesus! gritó Blasco horrorizado.

-Ya suponia que os habíais de escandalizar.

-Y con razon.

-No hablemos mas del asunto.

-Sí, sí; callemos, callemos.

Ciertamente, esta conversacion que tan poco gustaba al capitan, fué seguida de un largo silencio que interrumpió al cabo su interlocutor para decir:

-Paréceme que refresca el tiempo, al menos las flámulas asi lo indican. Puede ser que al amanecer sople el viento norte, y nos empuje en pocas horas á la Coruña. De alli á Sautiago solo hay diez leguas...

-Sin embargo, auguro mal de esa nubecilla que aparece en el horizonte.

-Anuncia tempestad?

-Téngola por segura.

-Pues voy á esperarla á mi camarote, respondió don Duarte despreciando los temores del capitan.

Al poco tiempo de encontrarse este solo, como observarse en la atmósfera señales inequívocas del peligro de que estaba amenazado, empezó á tomar disposiciones para precaverse de él. Los marineros corrian por todas partes poniendo en práctica las órdenes del capitan: unos aseguraban cuanto habia sobre cubierta; mientras otros aferraban las velas y calaban los mástiles.

En esta maniobra los sorprendió el dia y la temible tempestad. El cielo estaba amenazador y sombrío; la mar picada, y el soberbio aquilon empezaba a crugir espantosamente. Todo cuanto se puede esperar del valor y pericia de los primeros nautas del mundo, de todo hicieron uso los marineros que comandaba el capitan Blasco. Empero nada bastaba para impedir los destrozos que el viento y los golpes de mar causaban en la nave, la que á su impulso subia sobre las montañas de agua, y descendia rápidamente á sepultarse en los abismos. La lluvia mezclada con mil pavorosos truenos, caia a torrentes; y las luces de San Telmo, tan temidas en casos semejantes por los males que anuncian, acababan de verse sobre el árbol mayor.

-Misericordia! clamaron entonces los navegantes dirigiéndose al cielo para ver tan próximo el fin de su vida; misericordia, repetian sin cesar; y don Duarte que se encontraba sobrecogido de temor en la cámara, al oir sus voces, se presenta sobre cubierta aterrado y despavorido.

-Qué es esto? esclama, con que zozobramos?

-Sí, zozobramos, responden á una voz los marineros; zozobramos, y tú eres el que con tus enormes crímenes provoca sobre nosotros esta calamidad.

Calló el esposo de doña Sol por algunos momentos; pero como arreciase cada vez mas la tempestad, encontrándose la nave impelida por los vientos sobre el cabo de Finisterre: un marinero, de los que por su práctica tenia mas ascendiente sobre los demas, gritó con formidable voz:

-A cuándo aguardamos á librarnos de la muerte que nos amenaza dándosela á ese sacrílego, á quien nosotros mismos hemos oido anoche referir los crímenes mas espantosos? Arrojémosle al mar para que la justicia divina quede satisfecha, y el mundo libre de un mónstruo.

-Sí, sí, gritaron sus compañeros; arrojémosle cuanto antes.

Apenas estas palabras fueron pronunciadas, vióse al asesino rodeado de los marineros; los cuales antes de poner las manos en él, se detuvieron al oirle decir á grandes voces:

-Deteneos, que yo os ahorraré el trabajo y el crímen de haber asesinado á un infeliz, cuya vida ha sido una larga série de desdichas... Sí, añadió caminando hácia la proa del buque; conozco que ha llegado mi fin, porque escrito está con el dedo de Dios, que el rencoroso no encontrará piedad entre los hombres, y se lo negará el perdon en el cielo.

Y entonces, en aquel momento supremo, erizados sus cabellos, pálido y desencajado su rostro, abre sus brazos, y precipítase en el abismo del mar. El desventurado D. Duarte, luchando con las olas que le envolvian, aun fué visto por algunos momentos por los navegantes que presenciaban durante el agitado curso de la nave sus esfuerzos; hasta que una ola mucho mas soberbia y destructora que las demas, le ocultó para siempre de su vista, y puso con su muerte á cubierto la vida de Jimena.

Al poco tiempo de esta catástrofe, como si la existencia del desdichado esposo de doña Sol fuese odiosa é insoportable para los elementos, empezáronse á serenar hasta quedar enteramente tranquilos. El capitan Blasco pudo entrar aquel mismo dia en el puerto de Marin á reponer el buque de lo que acababa de sufrir en la deshecha tormenta por que habia pasado, y á los pocos dias se dirigió á la Coruña, en donde entró con toda felicidad.