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Dos Bioy

Noé Jitrik





Hay dos Bioy en la literatura argentina: el Bioy/escritura, que hay que considerar por lo que sus textos significan en ella, y el Bioy/escritor, que aparece como actor principal en un ambiente. Si se ve de cerca, lo que rodea al segundo -su origen social, su forma de ser, su asociación con Borges, sus anécdotas- oscurece un tanto al primero, hasta tal punto que la significación de sus textos suele agotarse en el elogio sin restricciones dirigido a algunos (La invención de Morel) o diluirse en comparaciones implícitas con la que ad nauseam se atribuye a Borges.

Para entrar en el segundo, Bioy mismo facilita las cosas: se prodiga, se manifiesta, no es controversial, no se contradice, franquea su intimidad, tiene un respeto religioso por las opiniones ajenas, es sensible y amistoso, la literatura resplandece en él, es modesto y recibe las recompensas y honores que el mundo le entrega sin vanidad, naturalmente, como cosas que suceden pero que no comprometen un ser cuya clave no entrega, acaso es la nostalgia por un mundo perdido, acaso el de la infancia. No deja de ser seductora esta reserva: valdría la pena intentar penetrarla pero eso es algo que no se ha hecho, se admite su personalidad como un bien común, una representación de la cultura argentina, vacilante y al mismo tiempo singular. De acuerdo con ello, no se podría prescindir de Bioy/escritor pero no está claro por qué: aún no apareció el Sartre que haga de él su Flaubert.

En cuanto al primero todavía estamos en deuda con él; ya hay tesis sobre su obra pero no se ha dicho con toda contundencia y claridad, acaso porque es difícil decirlo, que de su obra ha «incidido» aunque se reconozca que muchos de sus textos valen en sí mismos, lo que sin duda no es poco. Se han clasificado sus libros con ayuda de la noción de género: policial, ciencia ficción, costumbrismo fantástico y se le han reconocido los aportes que ha hecho en cada uno, y aún más, innovación y planteos propios y originales, pero no creo que se haya hecho confluir toda esa riqueza en algo así como una «posición» trascendente. Tal vez eso se deba a que su maestría termina en él, quien lo siga no puede sino sometérsele y, por lo tanto, es posible que su lección no pueda ser oída. Salvo, y sobre eso habrá que insistir, en una ética de la escritura que consistiría, a mi juicio, en su capacidad de «renunciar a lo ya adquirido y logrado»: es lo que diferencia El diario de la guerra del cerdo de El sueño de los héroes, son empresas de inspiración conjugada pero que van a otros lugares de escritura. Y así toda su obra. Acaso, alguna vez se me ocurrió, haya que buscar en ella una permanencia, un núcleo presente en todos sus textos; se me ocurrió que ese núcleo podría ser algo así como el «hueco», el agujero, el túnel, el pasadizo, el trastabilleo en la situación, el ser llevado de un lado a otro. Esa obsesionante dimensión es la de una «falta» que no da lugar a una nostalgia sino a un cambio y, en consecuencia, a una puesta en escena de una Ley y las transgresiones a que convoca.





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