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El alma de la humanidad

Concepción Gimeno de Flaquer



Debemos al imperio de las mujeres una dirección sublime: que el poder de que disponen reciba de nuestras propias manos un impulso saludable hacia lo grande y lo bello, y que enseguida nos guíen ellas mismas hacia la mejora moral que tan inútilmente andan buscando los sabios.


Raymond                






Hoy que el sol de la civilización esparce sus vivísimos resplandores desvaneciendo las sombras del error; hoy que toman tan alto vuelo las ideas; hoy que tan conocida es la influencia de la mujer en la marcha de las sociedades, no debe existir controversia alguna con los sabios y los filósofos acerca de las ventajas que ha de reportar el instruir a la mujer, y de su aptitud para adquirir esa ilustración que tanta falta le hace.

Proclamada solemnemente la dignidad de la mujer por el cristianismo, y en vista del augusto papel que le ha tocado desempeñar en la historia de la humanidad, fácilmente se comprende que la mujer tiene indisputables derechos para caminar con el hombre por la bella, rápida, clara y florida senda del progreso.

Nada más provechoso para la mujer que la instrucción; elevar su inteligencia, es armarla contra las pasiones corruptoras que usurpan el nombre de nobles sentimientos.

La mujer sin educar es un buque sin vela ni timón entregado a todos los vientos. Y no creáis que la mujer es indolente para el estudio o refractaria a la luz: si ha permanecido sin iniciativa y en ese deplorable mutismo, es porque los hombres la han doblegado ante la idea de su incompetencia. Por eso hasta hoy ha sido la mujer ligera, superficial, frívola, y vosotros, que tan severamente habéis increpado su frivolidad sin observar la vuestra, no habéis tenido presente que al permitir la triste somnolencia de su espíritu y al no elevar su criterio, matando en ella su estímulo a las cosas grandes, se ha entregado a las pequeñas, siguiendo escabrosas sendas y sumiéndose en la más profunda oscuridad.

Habéis sido muy injustos para ese ser delicado que se constituye en vuestro ángel tutelar, para la mujer que os sigue cuando niños con su abnegación de madre, apartándoos de los abismos que os son desconocidos; cuando jóvenes con la dulzura de sus frases embelleciéndoos la existencia, y cuando hombres con su ternura de esposa suavizando vuestras amarguras. Le habéis tolerado que os siguiera por todas partes, y al penetrar en el templo de la sabiduría ¿qué habéis hecho? Cerrar herméticamente las puertas, dejándola fuera de él. Para vosotros, el progreso, la luz, la verdad; para ella el engaño, las tinieblas, la retrogradación.

Bajo cualquier prisma que se vea la vida de la mujer, aparece la necesidad de su educación. Si está bien educada, será la mujer una grata compañera vuestra, con la cual podéis razonar; si está elevada a las regiones del pensamiento, admitirá las observaciones que le hagáis, y las encontrará lógicas si lo son; os ayudará más, os comprenderá mejor, y en vez de las disensiones y la amargura, reinará en vuestros lares la tranquilidad, el amor y la paz.

Sheridan ha creído muy necesaria la ilustración de la mujer, y dice en sus inmortales obras:

«Las mujeres nos gobiernan; procuremos hacerlas perfectas».

«Cuanto más instruidas estén, más lo seremos nosotros».

«De la cultura y el talento de la mujer, depende la sabiduría de los hombres».



La mujer está llamada a ejercer el sagrado sacerdocio de la maternidad, y la mujer no llenará su gran misión dando a la criatura la vida física solamente. Los catedráticos harán del niño un gran estadista, un buen geógrafo, un matemático, un químico y un célebre abogado; mas a la mujer pertenece cultivar el alma del niño, haciéndolo probo y útil.

La riqueza de la inteligencia consiste en el número de las grandes ideas adquiridas; la del alma, en el número de los nobles sentimientos desarrollados. Tened presente que la ciencia se enseña, la virtud se inspira.

Por la poca confianza que se tiene en la mujer hispanoamericana, se le arrebata de los brazos a su tierno hijo, para entregarlo a un maestro de semblante austero, de mirada severa y de brusco acento, que inspira al niño temor, antipatía, repulsión. El profesor es frío, dogmático; la madre expresiva, cariñosa. El niño ve reemplazadas las dulces caricias por el rigor, y no puede soportar tan doloroso cambio. ¡Cuán fatales pueden ser las consecuencias de lo que con tanta indiferencia se mira!

El niño necesita que graben en su alma el nombre de Dios; y para esto ¿puede encontrarse buril mejor que el de una madre? Imposible. La madre lo graba de una manera indeleble; nadie puede hacerlo cual ella. Para escribir en el alma de un niño se necesita estudiar un especial alfabeto, al pie de su cuna. La educación moral de la criatura corresponde a la mujer. Madres: observad que la sociedad se forma sobre vuestras rodillas, y no olvidéis que de vosotras depende la moralidad, el orden, la dicha de los pueblos.

Escuchad al ternísimo poeta Aimé-Martín cuando os dice que no seréis madres según la ley moral de la naturaleza, hasta que trabajéis en el desarrollo del alma de vuestros hijos; que vuestra misión no se reduce a procrear un bípedo inteligente; que el mundo os pide un hombre completo, un hombre que sepa elegir su compañera, inspirar a sus hijos, y si necesario fuere, morir por la virtud.

¡Madres, tenéis dos deberes que cumplir, así como el hombre tiene dos nacimientos! Conservar al niño la vida física, no es gran cosa; darle la vida moral, sí que lo es.

La ciencia del alma no debe fiarse a los metafísicos, deben enseñarla las madres.

Haced ver al mundo que el resto de verdadera religión, de esa religión sin fanatismo que existe en los corazones, se debe más a las buenas madres que a los sabios teólogos.

Las mujeres que educan bien a sus hijos, son más útiles a la sociedad que los mejores libros de moral.

Las ideas adquiridas en la infancia no se pierden jamás: son el norte de nuestras acciones.

La primera oración que el niño aprende es lo último que el hombre olvida.

Las oraciones que enseña un sacerdote se dirigen a la inteligencia, al débil criterio del niño; las que enseña una madre, van directamente al corazón, al sentimiento.

La oración que balbucea el niño, pura como el ósculo de las brisas al capullo de la flor, es más tarde para él su faro, su tabla salvadora, su auxilio, su consuelo, su mentor.

Las lecciones que se reciben en la cuna son para el hombre la imagen de la buena madre que se las dio; ellas le recuerdan su dulce sonrisa, su inmaculada frente, su amorosa mirada y el eco de su voz.

¡Feliz el hombre que guarda durante su vida ese santo eco!

¡Jamás caerá en los antros del mal!

¡Madres! La mujer no debe abdicar de sus cualidades inteligentes para convertirse en autómata, en maniquí. Hoy, debe ser la mujer activa, tener voluntad propia y resolución: el ser pasivo, la hembra mecánica, pertenece a otra época. Hoy debe responder la mujer a las exigencias de una era culta y eminentemente civilizadora. Nada más bello que una mujer hermosa y de elevado entendimiento; reúne el mérito de los dos sexos. Por eso ha dicho Bonnin: «Una mujer que tiene criterio, es la razón que nos habla y el corazón que nos guía».

No olvidéis, tiernas madres, que el porvenir de las naciones está en vuestras manos.

La madre es el alma de la humanidad.

Y vosotros, hombres eminentes, poned cada uno una piedra para edificar el alcázar de la ilustración de la mujer, y brotará de nuestros corazones un himno de eterna gratitud hacia vosotros.

Emprended esa grande obra y seréis apellidados por la posteridad, sublimes arquitectos, útiles ciudadanos, y grandes regeneradores.





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