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ArribaAbajoCapítulo III

La otra cara del tormento


Ella parte, me dije; se va. Aquella noche, la última, me lo había prevenido claramente. El fuego con que jugábamos nos había consumido, y se apagó. Apostado en el muelle desde hacía más de una hora, aguardaba mi cita, la definitiva. Verla una vez más aunque sólo fuese de paso constituía el único objetivo de mi espera, objetivo que me sujetaba al muelle sin opción posible. Encendía un cigarrillo tras otro, y a la luz de los fósforos miraba el reloj. Cuando prendí el último cigarrillo eran las cinco y veinte. Tripulantes pulcramente uniformados empujaron el puente hasta apoyarlo en el muelle, y se hizo la luz en los pasillos.

Llegaban mozos con equipajes y uno que otro pasajero bostezando. Comenzó mi pulso a cobrar nueva frecuencia, la del desplome. Y de pronto, surgiendo del crepúsculo semiurbano con su blanco atuendo y prisionera entre dos filas de monjas, Vilma.

Avancé envuelto en mi zozobra, clavados mis ojos en los suyos. Las monjas parecían no advertir mi presencia, y ella, dejando caer un objeto en tierra, escaló a pasos veloces el puente del buque presto a zarpar. Bajo la luz nácar de los globos de neón, se volvió hacia mí una sola vez antes de perderse en los pasillos. La agresiva tristeza que le endurecía el rostro me convenció. Definitivamente, debía aceptar la derrota. Y vencido, como quien se retira de la lucha llevándose un cadáver, levanté el objeto y abandoné el muelle sin volverme.

Tres cuadras arriba, por Colón, la lúgubre voz de la sirena conmoviendo la humedad de la madrugada me frenó la huida.   —54→   Busqué refugio en mí mismo, me tapé los oídos hasta ganar una cuadra más, hasta que se diluyera en la bruma el segundo y último aullido. Y sin tiempo a reflexionar aún, ya pude oír el traqueteo del primer tranvía que llegaba triturando la paz de las calles desiertas. Me colgué del pasamanos y me descargué de un envión sobre el primer asiento. Por las ventanillas empezaba a filtrarse el alba. Algo enorme como un feto por nacer me desgarraba alguna parte importante de la vida; algo que pugnaba por arrojarse afuera. En medio del traqueteo, di espaldas a mi verdad y me sumergí, víctima de un vulgar masoquismo, en la maraña del inmediato pasado en busca de las desoladas palabras que Vilma me grabara en la mente. Llegaron en tropel surgiendo del fondo borroso de un parque abandonado, donde la fronda, el césped sombrío y húmedos anocheceres conformaban el reducto del amor sin freno en que nos inmolábamos. Yo las menospreciaba entonces. Abrumado por urgencias que me sacudían con fuerza cósmica, las consideraba absurdas: sólo quedan dos caminos, me dijo la última vez, pudiendo percibir en sus labios la amargura de esas palabras. ¿De qué caminos me hablás?, osé inquirir todavía, desalentando toda prevención, abismado en la posesión de su cuerpo fragante. Y la respuesta le surgió de muy adentro: Vos con tu esposa, yo con mi cruz.

A pesar de que algo se me sublevaba en lo íntimo, persistí en el quimérico afán de despejar sus dudas, hasta que de pronto caí en la cuenta de que ambos sangrábamos al borde de un abismo real. Yo lo había presentido desde el comienzo pero buscaba restarle importancia. Me negaba a mirar el fondo oscuro de su desplome. Le busqué los ojos, y ella procuró vanamente ocultarme unas lágrimas que le brotaban en la penumbra. Quise animarla.

-Sos joven y sos linda, le dije; la vida ha comenzado apenas y nos reserva infinitas formas de alegría, satisfacciones...

-¿La vida?..., me interrumpió con una penosa mueca enfocada por un haz de luna; esta vida está hecha para ustedes, los hombres. Y gimiendo: anteriormente me hablabas de amor, a veces delirabas eterno amor. ¡Claro!, no te culpo, no sos culpable, sos humano. Lo nuestro, lo de siempre,   —55→   excepcional, tenía que ser así. Solamente el sueño es sublime querido Juan...

Y desde la cima de su amargura se desplomó en mis brazos.

Varias lunas nos habían lanzado sus dardos a través de los follajes cómplices, tan fraternos al comienzo, cuando soñábamos con la perpetuidad del torrente que nos cantaba en la sangre. En vano afán por convencerla, bebí sus lágrimas. Pero helado fínalmente por una entrega sin ardor, debí hacerme a un lado. Y sus palabras, gotas torturantes, timbraron desde ese momento a la puerta de mi reflexión. La luna viajaba impasible abandonándonos.

Ella tuvo el coraje de lanzar afuera la verdad que yo jamás hubiera pronunciado por temor a perderla, férreamente convencido como estaba de que nos pertenecíamos. Y a pesar de que la fuente nutricia del ensueño se venía secando, en esa impar sujeción yo seguía cimentando mis ansias de libertad. Apartarla de mi vida se me hacía tan imposible como volver a Berta, la consorte legal, para quien la palabra libertad era subversiva, la mujer que se había convertido por saña en la sombra de mi sombra. Francamente la odiaba. Y ese odio contribuía enraizando con fanática firmeza mi nueva ligazón.

El tranvía llegó a la curva. Descendí. Húmedos pasos resonaban sobre la vereda de enfrente diluyéndose en un rumor acuoso a lo largo de la calle. La claridad comenzaba a dar contorno a las cosas, mas nada alteraba en mi interior cetrino.

En línea recta crucé hasta la penumbra de mi cobijo sentimental donde me zambullí. Y cerrada la puerta, de bruces sobre una mesa de trabajo, desaté el nudo que me asfixiaba. Y apenas pude recuperar cierta paz, me acordé del objeto con gran cautela escondido en el bolsillo interior de mi saco. Lo desenvolví: ¡un guante! En su interior todavía fragante a piel mimosa y cálida: la carta, un diminuto papelito con el mensaje: «Por el más grande amor, déjame en blanco», y nada más, como si las palabras hubiesen terminado para ella. Nada más le quedaba por decir.

No podía pensar que el dolor contenido, en esa parca frase fuera falso. Por mí mismo había constatado la ruina sentimental   —56→   que Vilma sufriera a lo largo de un año de fina y sádica persecución orquestada por Berta, las monjas y la propia madre.

Débil sostén de una casa en desplome, valiente en su desolación y en el aguante de su brutal realidad, Vilma cayó víctima de amor en los brazos del primero que le ofrecía una pizca de solidaridad. Y ese primero era yo. Yo, que ahora sinceramente lamentaba el mal del que mi resentido ego formaba la parte más golpeada.

Al dorso de la pequeña hoja, a manera de título, escribí: «Por el más grande amor». Pero el poema no pudo ver la luz porque la matriz en que se habría gestado estaba muerta, y porque, en mi abatimiento, las ideas no lograban zafarse de la postración.

Serían las siete. Afuera, la vida se desperezaba. Los gorriones inauguraban el día con un despiadado jolgorio sobre el tejado. «La vida, el amor, el eterno amor...». Desnudas y punzantes regresaban las palabras de Vilma. En cada una estaba ella de cuerpo presente. En un repentino despertar de coraje, resolví abandonar a mi conciencia en medio de su desquicio. Me propuse tomarme un baño fresco y lanzarme a las calles como bestia que logra romper su atadura.

En ese preciso momento sonaron golpes en la puerta, y la bestia se me retrajo en la piel.

Caminando en puntillas, espié por la cerradura. Una agresiva claridad me hirió las pupilas insomnes. Y corrí el picaporte; aún llevo la cicatriz, el testimonio de la candidez. La puerta violentamente impelida me marcó la cara para siempre. ¡Berta!

Se abalanzó al interior en resuelta búsqueda, ignorándome, despreciando el deliberado daño infligido a mi persona.

Desarmado por la sorpresa, no hacía más que mirarla, apretándome la nariz que me sangraba a borbotones. Estaba paralizado, humillado como un mucamo. Y como ni en el taller ni en el pequeño trascuarto había tantos recovecos donde pudiera esconderse la que ella buscaba, pronto y visiblemente contrariada, salió, arrojándome en una parodia de sonrisa, todo el rencor que podía caberle dentro.

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Se detuvo tan sólo para decirme:

-Vendrán a buscarte. La madre de «esa» hizo una denuncia por secuestro; te lo cuento por si te interesa; ¡qué estúpida!, ¿verdad?

Salió con la misma violencia con que había entrado, dando un portazo.

A pesar de mi moral de perro golpeado, sentí un solaz especial que me alimentaba el odio. La muy furibunda ignoraba la partida de su rival. Nunca quise ver a nadie sufriendo y ahora me ufanaba por el sufrimiento de una mujer.

Eché llave y me encerré en el baño. Una ducha fría, además de restañarme la herida, profunda y real, recibida en un costado de la nariz, al hundírseme en ella un extremo de la falleba, contribuyó a despejarme el marasmo.

A poco descubrí el probable hilo de una importante trama: Las monjas del colegio habrían forzado la decisión de Vilma y preparado su viaje sin el consentimiento ni la participación de la madre, franqueando el impedimento de la minoridad con algún ardid sobornístico. De otra manera no se explicaba la ausencia de la madre u otro familiar cualquiera en el puerto, al menos que la indignación materna hubiese podido borrar todo vestigio de afecto y que la desértica despedida contuviese el signo de un completo repudio familiar. ¡Pobre Vilma! De cualquier manera, sentía la necesidad de visitar de inmediato a la madre y enterarla de lo ocurrido en el supuesto caso de que no lo supiese, tarea sencilla que podría ahorrarme las molestias de una pesquisa policial. Por otra parte, dando por casi seguro el que ella lo ignorase todo, llevar un poco de paz a su corazón afligido constituía por sí una relevante acción. Tenía razón, aparte de todo, al andar moviendo escombros en busca de la hija. ¿Qué madre no lo haría? Me vestí apresuradamente y, ya en la vereda opuesta, impacientándome por la poca puntualidad del tranvía, comencé de pronto a ver la cosa desde un ángulo diferente. ¿No estaría a punto de complicarme la vida todavía más? Si nada tenía que ver con el hecho material del embarco, ¿por qué exponer la cara a un exabrupto estéril? Cualquier paso mío, por mejor intencionado que fuese, no haría   —58→   sino ponerme en evidencia, concluí. Y un tanto tranquilo, regresé a esperar la llegada de los muchachos del taller.

Abrí a las siete y media como todos los días. Si los policías viniesen a buscarme nada me sacarían. Simplemente me declararía al margen de todo. Aunque mi amada fugitiva era menor desde un anacrónico punto de vista legal, pues tenía diez y nueve años, nada podrían ahora probarme ni los policías ni nadie acerca de nuestros ardores, a no ser por meras imputaciones de dudosa validez legal. Su partida, si bien dilaceraba mi vida, me dejaba libre de culpa y cargo. Nadie más que las monjas debían ahora cargar con las secuelas de algo tan ajeno a mi voluntad y de tan lloroso recuerdo. ¡Las monjas! Ah, que no se les ocurriera transferirme ni un ápice de responsabilidad con respecto al viaje, porque entonces...

Cualquier abogadillo que deseara divertirse un poco -me figuraba yo- podría convertir sin dificultad un caso así en un horrible affaire y obtener sus buenos beneficios a costa de los recursos de la caridad, para desagravio de mi pasión menoscabada.

Y la paz tornó a mí.

Mis ayudantes llegaron con retraso, encontrándome ya echado sobre el torno, absorto en la contemplación de un espiral que surgía incesante del metal en rotación. Un zumbido -el de la máquina- me transportaba a un buque imaginario que avanzaba hendiendo la distancia. En ese buque viajaba ella. Se alejaba de mis besos, de mis brazos que la amaban. Girando, el metal se incorporaba a mí, haciéndose parte de mi particular angustia, reduciéndose cada segundo más en tanto me daba la sensación de estar perdiendo paulatinamente el volumen y la densidad que me anexaban al mundo.

En una gris lejanía, el metal se desdibujaba siendo devorado poco a poco. En algún ignorado ángulo de mi duelo, el motor eléctrico zumbaba repercutiendo en mis más hondas membranas imaginativas donde el ulular distante de una sirena se reproducía, como si fuese a centenares de kilómetros. Ninguna voz, ninguna presencia, ni el menor ruido alentaban fuera del universo en que me hallaba confinado. Y de pronto, ante mis ojos absortos, anteponiéndose   —59→   a la imagen fija entre punta y contrapunta de la máquina, surgió un amarillento papelejo algo temblón en la mano sarmentosa de un agente de policía precozmente envejecido.

Pude distinguir un enorme sello morado. El rostro del uniformado me pareció demasiado rudo para que pudiera haber conocido algún ademán de ternura. No le hablé. El motor, una vez apagado, permaneció girando por breve espacio, ahogándose al ulular de mi sirena a lo lejos. Fui a lavarme bajo la canilla pensando desaprensivamente en Pilatos, aquél que debió lavar su cobardía en un cuenco de barro. Cuánta evolución desde entonces en materia de higiene, me dije. La cobardía sigue la misma.

Llegados que hubimos al consabido destino, un centinela mudo y rígido me miró desde lo alto de su fusil. Se trataba de un ejemplar de esos cuyo rostro uno jamás recuerda luego. La entrada me devolvía al clima de ciertas películas que habían sublevado mi impresionable adolescencia.

-¡Llévenlo a la tres!

La voz surgió de una funda gris apoltronada detrás de un escritorio en penumbra. El agente hizo la venia y desaparecimos a lo largo de un oprimente y húmedo pasillo. Y ya entre cuatro muros, entré a rememorar otros que habían sepultado parte de mi juvenil optimismo y cuya frialdad sedimentada todavía esclerosaba las profundidades de mis vísceras. Más tarde hubieron otras paredes y un rostro de mujer malandra que despotricaba. Su nombre, más valía no recordar.

A las diez de un día brumoso y vacío me sacaron de la celda, arrojándome brutalmente en el despacho de aquél cuya voz me había declarado enemistad.

Harto inseguro, escuchando el enorme hueco en que flotaba mi empequeñecido cerebro, aguardaba. Mi enemigo tenía clavado en mí los ojos. Mi enemigo, sí, lo era, porque yo a mi vez, con todo derecho lo había declarado así, tumbado en una oscuridad de piedra, a solas con mi hambre y mi horrenda sed, durante una eternidad.

-¡Siéntese!

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La voz partía de la funda gris, la misma, fija en el mismo sitio donde la vi el día que entré no sabía precisar cuándo. Luego, silencio, largo vacío durante el cual nuevamente oí los familiares toques, del reloj de la Catedral. Gracias a ese reloj, el calabozo no había podido convencerme de que era una tumba. Las paredes del despacho, viejas y sucias de suciedad humana provocaban en mí al mirarlas un raro rechazo interno. No las podía comparar con las del calabozo ya que aquéllas no me fueron visibles. Sabía que estaban allí porque me sublevaban el tacto y el olfato.

-Está acusado de secuestro -pausa- contra la persona de una menor -pausa-. Vilma Gallardo. Casi no quise creer que la funda gris pudiera decir tantas cosas juntas. Pero al fijarme en ella con detenimiento, pude verle el rostro, un rostro cabal de perdonavidas, más gorra y correas que materia humana. Me clavó los ojos al estilo felino. Yo permanecía callado. -Usted era su amante, a-man-te. Yo repliqué con justo temor: -Su amigo.

-¿La tiene secuestrada, verdad? -No, señor; ella para mí ha muerto.

Le dije con la emoción que sentía al nombrarla, y me levanté. Entonces, gustosamente se mofó:

-Siéntese, joven; tiempo le va a sobrar para pasearse, ¡jhé, asesino! Me percaté de que se preparaba a dar al asunto el trato de un crimen real haciendo un juego de interpretación aviesa. Se puso de pie. Su estatura no llegaba a la mía. Yo permanecía como si nada entendiese:

-¡Siéntese! -diría que el grito me instaló en la silla-. Lo que acaba de decir lo pondrá en buen aprieto: secuestro y asesinato, ¡qué bueno!

Me lo decía en tono triunfal, sin reparar en las ligerezas que hablaba, lo que me indujo a juzgarlo torpe y pedante. Comencé a elaborar no sin dificultad mi osada treta, la cual, de lograr éxito, sería un buen tapabocas y marcaría el comienzo de mi desquite. Dio largos pasos a mi derredor, volviendo luego al sillón. Apoyó la pluma sobre el borrador, tamborileando con la mano izquierda un ritmo tonto. «Ella ha muerto» escribió deletreándolo admirativamente. Al entrar a considerar el punto crítico del contexto dónde veía incluidos «secuestro» y «asesinato» me apresuré a dejar mi cascarón con algo de energía,   —61→   recalcando:

-Sepa usted, señor, que nada tengo que ver con Vilma Gallardo ni con su desaparición; ella a mí no me importa.

Espiando el afecto de mi perorata, me asombré ante el silencio producido.

Pasado un par de segundos y al cabo de una inquisitiva ojeada a mi expresión, volvió al tono burlonamente suave:

-¿Cuándo la vio por última vez y a qué hora? Preguntaba sin levantar la vista del papel. A punto de responderle, pensé que llegaba el momento de cuerpear. Sentía una aguda agresividad asomándoseme a la lengua. Conteniéndola para mejor ocasión, eché mano al arma que creía poseer aún: la astucia.

-Mejor haría si va al colegio a preguntar por ella, respondí, ¿no le parece, señor? Me extraña que pudiendo hacerlo, no haya recurrido allí primero antes de perder su tiempo conmigo. Yo nada sé de ella ni me importa, reiteré.

Mi impasibilidad manifiesta parecía exasperarlo. De pronto, levantándose como impelido por un resorte, metió la pluma en el ojal y se me vino bufando, e inclinado hasta la altura de mi cara, me gritó como lo hiciera con su perro o tal vez con su mujer:

-¡Hable claro, carajo!

Tanta torpeza me causó dolor, sinceramente, pero me sonreí, y ahora se le puso el rostro lívido.

Para ese funcionario, hallarse todos los días frente a un auténtico criminal sería la mayor felicidad. Eso pensé. Pensé que no podría vivir dos días consecutivos en un mundo sin crímenes. Él mismo se encargaría de fabricarlos para su supervivencia. Al notarme ileso pese a la maestría puesta en función, sorpresivamente apeló a su arsenal secreto:

-Sea razonable, me suplicó casi; de lo que declare aquí depende la suerte suya y también la de esa pobre chica desaparecida; ¿por qué no me ayuda?

Y se sentó. Pero ya su paternalismo no podía convencerme. Y si de algo podía estar seguro era de su mala fe. Por eso no me sorprendió la especial brusquedad con que tomó a su método repelente y fruncido. Decididamente, le sentaba mejor.

-Usted es un tipo peligroso, me arrojó fuera de control; corruptor y asesino; le aseguro que su cara va a lucir muy bien entre los barrotes.   —62→   Y si no estoy equivocado, lo cual es muy difícil, esa cara me es conocida. ¡Claro pues!, hasta me parece notarle la marca de los hierros. ¿Cómo es su nombre completo?

-Yo se lo dije. Lo anotó en el borrador, añadiéndole ostensiblemente: «corruptor de menores y asesino». Y no pudiendo aguantarse, levantó el papel mostrándomelo:

-¿Qué le parece así? Yo me callé.

Confidencialmente, prosiguió mirando al techo, ¿el tipo aquél a que me refiero era usted? Creo que en aquel entonces no pasaba de un vulgar agitador. Le conviene aclarar la situación. No ha de ser el primer caso en que un criminal haya empezado su carrera por el terrorismo político, no, no va a ser el primer caso. -Ante su actitud cada vez más ácida, yo me aferraba al silencio-. Su prontuario está aquí, abrió el cajón; tendré que agregarle esto. Agitó en el aire la hoja arrancada al borrador. De golpe caí en la cuenta de que había podido mantenerme algo tranquilo, sintiéndome airoso en efecto

-¡Qué raro!, dije con sorna sin poder evitar una sonrisa. De modo que usted es a la vez policía y juez...

Y explotó:

-¡Cállese, imbécil!

-Señor, perdone -me disculpé- pero es que usted me está juzgando, señor; según Usted, necesariamente debo ser yo el asesino de una muchacha cuyo paradero todavía desconoce, ¿verdad? Ni sabe si fue realmente secuestrada y ya la da por muerta, asesinada, etcétera. Un tanto sorprendido yo mismo de mi aplomo en semejante coyuntura, me pareció verle en la cara signos de reflexión. ¿Era que lo creía capaz de disponerse a rever el método?

-Bue... no... arrastró las sílabas, iremos a ese colegio.

Y se vino a mí. Me quedé sin aliento. Tal decisión no era lo que yo esperaba ni deseaba. Me apoyó una mano en el hombro y me batió el índice de la otra como un puntero en plena cara. Me advirtió:

-Oígame bien; si no la encontramos ahí, usted pasará el resto de su vida con las ratas. ¿Me comprende, verdad?

Me enfermaba tener que pisar aquel colegio donde las monjas, al verme empiquetado de gente armada, no perderían la ocasión de resaltar mi condición de transgresor de mandamientos y   —63→   sacramentos, y denunciarme como material y moral causante de la medida tomada subrepticiamente por ellas.

-Permítame aclararle algo, señor, aduje jugándome el todo por el todo. Yo no me niego, señor, ni puedo negarme a acompañarlo, pero, honestamente, en su lugar, yo no me llevaría ante esas monjas a un tipo postrado con días y noches de calabozo. Son personas piadosas para quienes la torturada imagen de Cristo está siempre presente. Yo, señor, en su lugar, cuidando el prestigio y la ética, iría allá solo, sin ostentación de fuerza, actuando sin coacción alguna, causando la mejor impresión posible hasta obtener su información, y volvería tranquilo y satisfecho. Creo sinceramente que así resultaría mejor.

Suspiré al terminar. No solamente me había escuchado sino además vacilaba. Lo veía de pronto caer al nivel de la razón. Me refiero a la razón más adecuada a mi estado de ánimo. Ahora se miraba las uñas, se pasaba un pañuelo por el rostro. El sudor, aunque dudoso, que ese policía se secaba constituía el comienzo de mi triunfo. Necesitaba creerlo así, y lo creí.

Pasó una eternidad antes de que apretase el timbre y por el hueco gris apareciese la enjuta figura que yo conocía, pura venia.

-Enciérrelo en la tres, fue la orden. Se refería a mí. Y llame al segundo para que me releve.

Era la noche cuando de nuevo se abrió la puerta del calabozo. Yo me había dormido y tenías las piernas frías y pesadas como la piedra que me servía de cama. Salí renqueando. Mi enemigo me esperaba visiblemente nervioso. Sus gestos hicieron surgir de mi penumbra los peores presentimientos.

-Así que usted no sabía que su amiguita se metió de monja... empezó en un tono que oscilaba entre la ironía y la amenaza. Me detuve escuchándolo sin decir A. Sin embargo, mientras él hablaba, yo pensaba con profunda gratitud en las reverendas. Ellas le habían informado eso y nada más, absolutamente nada que pudiese lesionar la reputación de la futura Hermana. (¡Aleluya!)

-Mire, joven, continuó con voz angustiada por los ímpetus contenidos, puedo tenerle en la sombra unos cuantos meses, hasta que reviente.

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Sonrió como un policía cuando le dije que conocía mis derechos.

-Sus derechos terminan en esa puerta, me replicó. Creo que murmuré:

-Perdone, -mientras él proseguía:

-Le hubiera dado el castigo que se merece, bostezó, se lo notaba enfermo, pero le largaré. Escuche bien, se me puso a un palmo de la cara; no le niego el derecho a tener hembras, todas las que pueda, pero no las destruya, no las mate ni siquiera moralmente, porque entonces no lo volveré a largar. No vuelva a matar inocentes. De acuerdo a la ley, no podemos castigar su crimen gracias a que ella se fue dejándonos sin las pruebas. No podemos probarlo, pero usted lo llevará consigo hasta su muerte. Usted es inteligente; es capaz de ser su propio juez. Díctese la sentencia usted mismo. ¡Váyase!

Al pisar la vereda de enfrente escuché un silbido y me volví. Un agente parado en la entrada me mostraba algo que de inmediato reconocí: el hato con mis efectos personales. Me iba dejándolos olvidados en la guardia. Recuperarlos y marcharme fue una sola cosa. No me detuve tan siquiera a darle las gracias al tipo ni mucho menos a comprobar si algo faltaba de los objetos retenidos. Eché a trotar y no paré hasta una cuadra antes de mi refugio, una esquina donde me detuve huérfano y vacío. Si fuese a encerrarme en el taller me asfixiaría. Sentía odio. Sudaba odio. Todo lo demás en mí era como el interior de un bombo, Nada oía y sólo podía ver ante mis ojos una boca gesticulante que me escupía: «Usted lo llevará consigo hasta su muerte». Lo repudié. Lo hice de todo corazón y creo que así logré sentirme mejor. Comencé a hacerme preguntas: ¿Es que amar es crimen? ¿Cuál es la verdad del amor? Mi verdad era que yo amaba a Vilma, y eso sí lo iba a llevar a la tumba. Terriblemente solo aunque seguro de no haber matado a nadie, el que empezaba a morir era yo, salvo que no aceptaba esa muerte.

Lentamente, caminé hasta Las Delicias, el bar frívolo y moscoso de la avenida Colombia, donde de entrada pedí una botella del color del ocaso que se exhibía en el estante, imponiéndome la podo original idea de tragarme por lo menos diez de sus veinte rayas. Hacia la madrugada, llegado que hube a las últimas,   —65→   atrozmente iluminado por fin, pude reconocer la tontería que estaba cometiendo. Me levanté de golpe, clavé la mano en un bolsillo, en otro, en otro, y ahora sí borracho en serio, me caí de culo en el asiento. Me lo habían devuelto todo menos la billetera. ¡Miserables! Pero me decidí a no darles el gusto de verme la cara en pedo.

Pude llegar hasta el mostrador donde muy gustosos me recibieron mi piloto en prenda. Y pude llegar hasta mi taller y abrir la puerta. Pero nunca pude recordar ni comprender cómo hice para volver a cerrarla antes de tumbarme sobre la vereda creyendo encontrarme adentro.

A las siete y media, muy preocupados por mi salud, mis ayudantes llamaron al médico de la cuadra cuya estridente risotada al diagnosticar mi mal me despabiló. Creo haber preguntado la hora y el día. El mes era uno cualquiera de los años cincuenta.



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ArribaAbajoCapítulo IV

El amor y su sombra


El Berna zarpó a las cinco. El guante de seda blanco, vuelto un oculto talismán en el interior de mi saco, de tanto en tanto me aceleraba el curso de la sangre con su perfume perenne. Partía seguro de que Vilma se me arrojaría en los brazos apenas nos viésemos. Y sería entonces para siempre. Sin asomo de duda, lo murmuré en mi soledad: «para siempre». El propósito ganaba sitio prioritario en mi mente. Vilma constituía el centro del único universo que me importaba; ése sin cuya existencia todo pierde valor. Descontando, el hecho de que volviese a mí, rumiaba serios planes para la venta de mi negocio. Apenas lograse rescatarla, la pondría en una pensión y regresaría con el solo objeto de llevar al remate mis máquinas y, libre entonces, mirando la vida de manera distinta, volaría a reunirme con ella.

Nació el sol desparramando fogosos destellos entre las hondas del río. Yo bebía el aire matinal a pulmones llenos lanzándolo en descuidado resuello. Cerca, sobre la misma borda, una mujer cuya presencia no había notado contemplaba la risada sombra que se desplazaba sobre el espejo vertiginoso del agua; la suya, la mía, la del buque majestuoso, todas en una sola y larga proyección dejando atrás la ciudad envuelta en recuerdos.

Al mirarnos, la saludé. Saludar es costumbre. Lo hice sin dar a mis palabras otro valor que el de un ligero cumplido. Ella hizo lo propio con soltura, y aún agregó sonriente:

-Creo que nos espera el mismo destino. Lo leo en la tarjeta de su equipaje, lo aclaró ante mi duda.

En efecto, mis valijas esperaban la ayuda de algún camarero para ubicar mi camarote. Por elemental razón de urbanidad, la invité a sentamos en el escaño de cubierta   —68→   que teníamos a nuestras espaldas. Al complacerme se inclinó hacia la tarjeta leyéndola con leve sonrisa: Juan Cristóbal. Con la misma sonrisa me preguntó si Cristóbal era mi apellido, a lo que contesté:

-Un seudónimo.

-¿Un seudónimo?

-Sí, un seudónimo conocido por una sola persona.

-¿Una mujer? Ah, perdone, no lo tome a mal.

Noté que mi evasiva la ayudaba a darse mayor confianza:

-Las mujeres somos curiosas, continuó el juego; ¿la persona es su amante?

La miré detenidamente buscando en sus ademanes algún signo que me indicase adónde quería llegar. ¿Se trataba de un inofensivo juego o de una ofensiva en trance? Asocié la suya a ciertas actitudes de Vilma, a su confianza, y sus curiosidades de los primeros días, no pudiendo evitar un somero desencanto al pensar que tanto en una como en otra el método consistía en averiguar y avanzar. Esta ni aquella se inmutaban al descubrir una mujer en mi vida. En definitiva, a ambas parecía darles igual que fuese soltero o casado.

Volví la vista hacia el poderoso torrente que nos arrastraba. La suya, la sentía fija en mí. De pronto, la sensación de constituir su objetivo inmediato me apartó de toda contemplación. Pasaba así súbitamente al papel de pájaro sin importancia que la cazadora encontraba al azar. Podía atraparme o dejarme a un lado. Se me figuraba actuando sin prisa y hasta con indiferencia. Y peor aún, esta ofensiva me encontraba sin ánimo para presentar batalla. Como en el mágico Budú, un poder esotérico me dominaba desde cierta ciudad lejana hasta el extremo de haberme relajado mi interés hacia la pura y fresca sonrisa de la pequeña Alba, poco antes principal refugio de mis horas de agobio.

Del río recibíamos una leve llovizna que nos enviaban las enormes palas del buque. A nuestras espaldas apilábanse cajones de frutas, jaulas de aves y otras cargas protegidas por una carpa verdusca. A mi lado, una amistosa muchacha de unos veintidós años tejía una fina red de sonrisas. De tanto en tanto, su cabellera que el sol naciente tomaba de un brillo naranja, me sustraía de mi reserva. La brisa peinaba el río trayéndonos en   —69→   vaivén el violento aroma de la selva que cubría incesante ambas orillas.

Pronto, el sol nos obligaría a dejar el escaño. Secretamente, lo deseaba. Si no fuese por el temor de hacer un mal papel, ya me habría retirado a mi camarote aun teniendo que buscarlo de proa a popa. Aunque seguro de no estar interesado en ella, prefería no malquistarme con la amable compañera de viaje. Además, había otro temor; algo parecido al que sentiría un niño al entrar en sospecha de que alguien desea cambiarle sus afectos congénitos.

Un camarero apareció inesperadamente por el hueco de una escalerilla, y al ver mi equipaje sobre cubierta nos preguntó de mal grado si pensábamos viajar allí. Le mostré mi contraseña y dijo:

-Abajo, a la izquierda, agregando con algo de picardía: ¿Son casados o novios?

La joven me miró induciéndome con un ademán a mentir, lo que fingí no comprender, e innecesariamente aclaré:

-Nada más que amigos.

Entonces, ella dijo al camarero:

-Las valijas son del señor; yo viajo sola.

El hombre se fue encogiéndose de hombros. Aproveché sus indicaciones para tomar mi equipaje y largarme escaleras, abajo, siguiéndolo. Mi camarote resultó ser un pequeño hueco provisto de lavabo, guardarropas y cucheta empotrada en un ángulo. Un par de ojos de buey lo jaspeaban de cierta claridad rojiza. Por unos días, ése había de ser mi mundo, el confidente de mis tribulaciones y continente de las esperanzas que alentaban mis insomnios. Metido en ese calabozo de metal, podía desatar el nudo que me atosigaba. Podía a mis anchas acostarme con Vilma hecha recuerdos. Sorteada la red en que pudo haberme atrapado la desconocida, estaba de regreso a mi quietud penumbrosa donde era Vilma la única capaz de tonificarme el alma. La otra quedó afuera, en la cubierta. Ya la olvidaba. Me tendí ocupando mi feudo sentimental de largo a largo. Me esperaban varios días de mirar el blanco techo, el metálico río, el horizonte inacabable. Las palas de las enormes ruedas hidráulicas chapoteaban justo debajo de mi almohada. Mi pensamiento alzó vuelo alejándose de ese río hermoso hasta la lujuria, fascinante para espíritus libres de angustia. No obstante, trataba de permanecer dentro de los justos dominios de mí mismo. Al desvestirme, así   —70→   acostado como estaba, el persistente y sutil perfume del guante me invadió entero. Y cerrando los ojos hube de abandonarme en un sensual adormecimiento, mientras murmuraba: Vilma..., Vilma... Necesitaba soñar, y el sueño llegó veloz, pero llegó dibujando una boca cruel de la que caían palabras como dardos perforando mi carne atormentada: «Sólo existen dos caminos; vos con tu mujer, yo con mi cruz...» Apagada la voz, de pronto me encontraba en el hall de un convento. Monjas pálidas, cruzadas las manos contra el pecho, me cerraban el paso. Yo les decía que buscaba a Vilma, que la amaba, que la amaba... La más lívida, con voz llegada de otro tiempo, me dijo: «Sepa Usted que Vilma ha muerto; usted la mató, la mató, la mató...» La mortecina entelequia permanecía inmóvil, pétrea, con el índice acusador apuntándome. El frío sepultífero que irradiaba me despertó. Estaba sobresaltado. Tenía la cara mojada de lágrimas. Me sentía enfermo.

Mirando por el tragaluz, barrancas y selvas de exuberante colorido pasaban ante mi vista. El sol en línea vertical sobre el barco marcaba mediodía. La algarabía del comedor, llegada por el pasillo, me obligó a tomar en cuenta mi hambre gástrica. A través de la semiabertura de la puerta, dejada así en procura de alguna brisa, podía oír el retintín de platillos y copas, y risas increíbles de mujeres y hombres para quienes el sufrimiento de cualquier prójimo, no podía valer más que un eructo.

Mecánicamente conducido por mi estómago, llegué a la puerta que daba al comedor, y a la primera ojeada que dí al interior, zaz, ella, la de la cubierta; inclinada sobre el plato a medio consumir, estaba casi frente a la entrada. Al verla me detuve, pero ya se había percatado de mi presencia en el salón. Me mostró su herida por medio de una triste sonrisa. Le dije ¡hola! con un ademán, y ella tomó al plato. Al segundo, otra mustia sonrisa. Yo continuaba parado, buscando con la vista un hueco donde meterme. Prácticamente todo estaba ocupado. Con la tercera mirada me indicó un lugar en su mesa. Dejé pasar todavía un par de segundos, vacilante, yendo al cabo a sentarme frente a ella. Mirándola comer lenta y delicadamente, comencé diciéndole:

-Gracias por la piedad; sin usted me moría de hambre.

  —71→  

Y no pude resistir la tentación de preguntarle:

-¿Sola en verdad?

Me lo confirmó maliciosa, agregando:

-Me mandan a Buenos Aires para salvarme de los seductores.

-Ah, son varios... me reí.

Y ella muy seria:

-Mis padres me creen en peligro, se explayó; la verdad es que nunca me enamoré... hasta hoy.

Le adiviné un contenido suspiro. Y de propósito convertí sus propias palabras en una pregunta:

-¿Hasta hoy?

Me espió desde la fronda de sus pestañas bien cuidadas. Su posterior silencio pudo ser el signo de una actitud despechante, o callaba simplemente para medir el alcance de la mía quizá tonta. Y creo haber empeorado su impresión al insistir:

-¿Tampoco llegó a enamorarse del amor?

Ante mi pregunta intencionalmente oscura, la vi dudar. Eso creo. Casi me arrepentía de haberlo hecho cuando se avino a responder:

-Tendría que llevar pantalones... de buena tela... o ser poeta.

Un tanto sorprendido por la salida, deduje que continuaba dolorida por el desaire sufrido en la cubierta. Y, cosa curiosa, el descubrir un asomo de despecho en sus gestos me puso contento. Pero de pronto empecé a mirarla con cierto embeleso, porque poblada mi mente por el tufo tabacal y el avinado y fatuo vocerío muy semejante al de Las Delicias, me parecía ver entre una y otra sonrisa de ese rostro inclinado sobre el plato, cayéndosele al descuido mechones nocturnos de una cabellera lazada en la nuca según moda asuncena, la bronceada presencia de Vilma.

El camarero llegó descorchando un Trapiche:

-¿Almuerza, señor?

Mi existencia pendía del mechón ensortijado moviéndose al soplo del ventilador. La voz del camarero se diluyó entre el oleaje de voces ya turbias, ya estallantes, que inundaba el recinto. No la oí. Entonces me alcanzó la cartilla del menú. Y yo, señalándole el plato y la bebida de mi compañera de mesa, le dije:

  —72→  

-Lo mismo para mí.

En ese momento ella sonreía dando curso con el dedo a unas gotas que bajaban por el azulado vidrio de la botella. Por un momento se me ocurrió pensar en lo cómico que me resultaría ser mujer. Pensé que tender redes es harto más cómodo que sortearlas. Finalmente, atropellando nuestra impensada laguna surgida en contraste con el bullicio, mostré interés en saber si mi compañera tenía parientes en Buenos Aires, si iba allá por primera vez, si por mucho tiempo... Y me sonrió agradecida: Ella nunca estuvo allá. Seguía con el índice la ruta trazada por las gotas huidizas.

-Voy a vivir con una tía solterona que fue a pescar marido y fracasó, me informó risueña; ¿no me envidia?

El vocerío cesaba a medida que se retiraban los comensales. Me puse a perorar sobre lo que entendía por celos paternos. Mi atractiva compañera, algo predispuesta al comienzo contra mi teoría, se avino luego mostrándose complaciente.

-Los mayores están llenos de cicatrices, argüía yo; de ahí su falta de sensibilidad; sólo el egoísmo está siempre a salvo; se salva íntegro; la culpa la tiene el inventor del espejo...

Ella soltó una risa señalando lo ocurrente de meter al espejo en todo eso. Y yo, con seriedad de apóstol, aseveré:

-Pues el espejo le chanta a uno las arrugas y uno cobra entonces creciente aversión hacia los jóvenes.

Ella terminaba su almuerzo, y mientras yo seguía comiendo sentía su mirada fija en mí. Bebió delicadamente el contenido del vaso y se puso de pie diciéndome:

-Gracias por la compañía; tengo instrucciones de mantenerme lejos de los hombres, aunque aparenten inofensivos...

Comprendí claramente la intención lesiva pero me limité a desearle buen descanso. En el fondo de mi indiferencia, la soledad cargaba insoportablemente. Cuando dejé el salón ya nadie comía. El silencio que allí quedaba me permitía sentir vivamente el zumbido de la máquina, el chapaleo del agua y un sensual amaqueo en mí mismo debido al medio litro de vino rosado. De regreso a mi camarote, sentía dentro un montón de cansancio.   —73→   Me pesaban todas las cosas, inclusive las acumuladas en torno de mí. El pasado comenzaba adquiriendo poco a poco fisonomía de cosa muerta. Súbitamente, mis sensaciones me sugerían las de un viudo en tren de reverdecer. Ella, cuyo nombre desconocía, viajaba sola. En tanto trataba de ignorarla zonzamente, ella estaría en su camarote tirada como yo en el mío, muy cerca, al final de un pasillo que no medía más de diez metros. Acaso buscaría en su desdén una incógnita manera de romper mi desgano viril, bonito comienzo de la nueva vida a que la condenaron sus padres. De ser así, cualquier fraude sería fatal para sus ilusiones. Por mi parte, de tanto en tanto caído en mi fosa sentimental, me inquietaba que esa mujer tratase de torcer el curso de mi obstinado sueño. Y al rato, la presencia fina y guapa de una muchacha de carne y hueso y al alcance de mi olfato me arrancaba vibraciones despabilantes. A pesar de todo, la diferencia entre nosotros era mínima: ella viajaba libre y ávida de emociones; yo, encerrado en mis dudas, es cierto, iba también hambriento de cariño, aunque el objeto de mi deseo continuase invariable por momentos. El balance, de todos modos, no me favorecía. Pensaba en Vilma sin lograr de ella, de mi esperanza en ella, tan sólo un soplo de alegría para mi sosiego, y seguía impasible sus huellas como seguía el buque su derrotero natural. Con irritante monotonía, las palas batían y batían el espacio líquido, el tiempo líquido, la distancia líquida, justo debajo de mi almohada. Qué suerte perra la de un tipo a quien le toque un camarote ubicado justo encima de la rueda motriz. Traté de figurarme, como en las novelas de Verne, un enorme monstruo flotante en cuya panza habitan seres en perpetuo tormento. Angustiado, me arrodillé sobre la cucheta asomándome a la vida por el tragaluz. El viento peinaba parejamente las olas. Por encima de los montes ribereños, bandadas de aves ejercitaban su polícroma libertad de vuelo. Estimulado por el paisaje, dí un salto hacia el pasillo escapando hacia estribor. Pasé frente a varias puertas entornadas. Volví a pasar. Minutos después yacía como antes en mi camarote, de cara al techo. Por la puerta entreabierta, en lugar de aire fresco, penetraba el calor acumulado en los metales y maderas del buque. Cargados los ojos de soledad, miraba las aberturas cuando oí pasos en la escalerilla de al lado y   —74→   vi pasar una cabeza echando sombra. Y al momento, una voz llegada como un eco del enredo mental en que me debatía, me asustó:

-Buenas tardes, ¿no le tiene miedo a la soledad?

Atiné a responder:

-¡Hola!

Salté de la cucheta, la invité a pasar, y ella me dijo suavemente:

-No..., está prohibido; voy a cubierta a esperar la puesta del sol; ¿se siente enfermo?

Y nuevamente golpes de pasos en la escalerilla y su sombra por los ojos de buey. Ardí brevemente de humillación hasta que la lucha se me agudizara en el terreno íntimo. Un minuto antes no veía manera de triunfar sobre el enemigo que llevaba dentro. Y bastó un reto de mujer; cobré coraje, lo vencí y me escapé a cubierta.

El banco donde la encontré sentada quemaba a través de la ropa. Y pensé, que hacía como media hora estaba allí. Su aguante me pareció asombroso.

Aún faltaba para la puesta, pero los rayos solares danzaban purpúreos a ras de la cresta líquida del horizonte, y eso la distraía.

-Es un incendio, le dije; ¿le gusta?

Estaba embelesada.

-¡Estupendo!, murmuró; es la belleza, una obra de Dios.

Me senté a su lado cuidadosamente como creyéndome inadvertido. Pero ese demonio vestía la más linda de las polleras. Insistí a media voz, adrede:

-Es un incendio.

Y esta vez replicó entusiasmada:

-¡Un incendio estupendo!

-Un fulgor desesperado, aduje con algo de rebusque tratando de lograr efecto; tal vez por ser el último, como el último hálito del amor, me emocioné y acabé divagando: o el último centelleo de la vida... Y entonces, diestramente, su almita de serpiente joven comenzó a enroscárseme:

-Habla como si alguna vez hubiera muerto, susurró mirándome en lo hondo; como si hubiera muerto de amor...

  —75→  

Debí encontrarme muy cerca de ella para que pudiese percibir la vibración de su cuerpo.

-El amor no mata, señorita, pude argüir hablándole casi al oído; el amor condena a tortura perpetua...

Se me rió socarronamente preguntándome si estaba cumpliendo tal condena, para luego agregar con repentina seriedad:

-¿Fue tan grave el crimen cometido?

Y tomó a reírse. Pero su risa era clara, sana. Su alegría estaba intacta, sin que ningún sufrimiento fuera capaz de oscurecerla. Conclusión: tenía frente a mí una proscripta con sus potencias íntegras. Aproveché un breve silencio para retroceder volviendo a los valores de aquella juventud mía sin asomo de prevenciones. El sol comenzaba a sumergirse en el río. No nos conocíamos los nombres, ni hacía falta. La tomé en mis brazos con toda la entereza que pude lograr, con mis enteras fuerzas, y el fuego de su boca, oscuro sol, se me alojó en la sangre. Pretendiendo darle la lección que se merecía, recibí una nueva. Era yo quien la tenía en mis brazos. Ella sólo me poseía el alma, pájaro sediento que la cazadora obtuvo sin pestañear. ¿Quién puede volver atrás?

-Vamos, le sugerí; estaremos mejor en mi camarote.

Mis palabras sonaron limpias, honestas, como nacidas de amor, cosa para mí sorprendente. La llevé en brazos por la escalera; entramos.

-Será la primera vez... me susurró excitada; me agradaste desde el principio; nunca antes me pasó cosa igual, ¿me entendés?

Las palabras flotaban como duendes. Nada podíamos decir que no resultase de más. El demonio del incendio solar nos anudaba, enroscando y desenroscándonos, como serpientes desesperadas.

Llegó la noche. Una noche diferente. Haces de luna penetraban por los ojos de buey; desde el comedor llegaban voces y campanilleo de metales y cristales; desde abajo, el chapaleteo de las olas incesantes.

-Vestite, iremos a cenar, ¿fumás?

-Sí, gracias. Después iremos a cubierta; quiero ver la noche.

  —76→  

-Subamos ahora, hay una luna roja naciendo sobre los montes.

-¿Cómo lo sabés?

Le mostré los reflejos que se filtraban por el tragaluz.

Al ascender por la escalerilla eché un vistazo a través del vidrio hacia mi desaliñado camastro; el tipo que se pasaba el día sufriendo allí dentro merecía mi compasión. Tomando a la joven de la cintura, la conduje a la borda, pero pronto el fresco relente nos convenció de que mejor estaríamos junto a una mesa tendida y unos vasos. Bajamos pues y pasamos a un salón de pronto colmado de gente agradable, un ambiente donde mal podríamos no sentirnos a gusto. Saludé a varios, colectivamente, como cuando se llega a casa. Con fina deferencia ofrecí asiento a mi dama, me senté y di comienzo a una amena plática, interesándome por los detalles de su vida, los motivos reales de su embarco, sus proyectos. Deduje del diálogo que llegaba a lo de su tía y su vida cambiaba. A quemarropa le pregunté la dirección de la tal tía.

-Peralta Ramos mil cincuenta y cinco, me dijo desaprensivamente girando hacia el espejo que cubría la pared.

Quizá no creyese que lo anotaría, y no lo hice de inmediato, por supuesto, pero después sí. Veía que, desde el espejo, sus ojos bien abiertos y algo azorados me espiaban. Creo haberla sacado de su embarazo con mi sonrisa franca y amiga. Cuando se volvió y empezamos a beber estaba hermosa y yo a punto de rendirle mi inconsciente fascinación. El camarero llegó con la entrada; melón y jamón. Presidía nuestra mesa el regocijo. Durante toda esa memorable noche, Vilma quedó relegada de mi mente, suplantada en mi interés de la manera más insólita, confirmándoseme aquello de que nadie es imprescindible, incluso en el amor. Pero a las cansadas, cuando ya el alba se insinuaba y me quedé dormido con la desconocida en mis brazos, inmediatamente que hube cerrado los ojos Vilma reapareció, esta vez sobre el muelle de la dársena donde en sueños acabáramos de atracar. Buenos Aires me la traía al encuentro para rescatarme del inconsciente resbalón. La desconocida, al verla, me dijo adiós, pero luego mis   —77→   todavía confusos y dubitantes la vieron subirse en un lujoso coche donde un hombre la esperaba y la llenó de besos.



Desde su ingreso en el opresivo silencio del convento, Vilma no halló paz. Y a poco empezó desesperada la búsqueda de un medio cualquiera que la comunicase con el mundo. La inmadura decisión que la condujera a esa casa simplemente trocaba un error por otro peor. Vilma buscaba un escape, una hendidura que le diese acceso a la vida. Un día resolvió encarar a una compañera de hospicio que le ofrecía signos de confianza, una muchacha extranjera como ella, humilde y bondadosa.

-Decime, le suplicó, ¿hay un dentista que atiende aquí?

Solícita, la interrogada le respondió que sí. Buscame durante el recreo, le dijo. El interdicto y muy breve diálogo tuvo lugar en la capilla, aprovechando el murmullo del rezo. Fue gran alivio la pequeña claridad que se le insinuaba. El recreo, contados minutos de paseo a lo largo de la galería del comedor después de la cena y antes de tomar al encierro individual y estricto, las puso nuevamente en contacto. Gracias a esa compañera, Vilma supo que solamente en caso de muy agudos dolores le será permitido ver al dentista. El método consistía en pasarse la noche gime y gime perturbando la paz de la pía estancia, hasta doblegar la rigidez marcial de la Hermana de guardia, quien, a su vez, si constatase infección peligrosa o hinchazón, informaría del caso a la Superiora al entregar su turno. Sería cosa probada que de otra manera ni un dentista ni un médico podía introducirse en la casa.

Lo primero, pasarse la noche gimiendo, iba a resultar fácil, mas no así la infección o la hinchazón, síntomas que no respondían al mal que a Vilma la estaba matando. Pero pensándolo mejor, consultándolo durante una noche entera con la única confidente de sus lágrimas, la almohada, creyó encontrar de pronto solución genial, aunque bastante peligrosa, por cierto.

Vilma poseía un alfiler de gancho prendido en un lugar del reglamentario y ridículo camisón que tenía puesto. Lo sacó a   —78→   tirones y con él, sin detenerse a pensar más, con todo el coraje que la ansiedad le daba, se hirió las encías brutalmente hasta donde le fue posible soportar. Y la infección no se hizo esperar. La noche siguiente veía estrellas en su encierro. No hacía sino escupir sanguaza y llorar. Y por fin, hacia la madrugada, asomándose de su envoltura de roca, la monja de guardia golpeó a su puerta:

-¡Tengo la boca infectada, hermana; ya no aguanto más!, lloraba Vilma; ¡por amor de Dios, un dentista!

En las primeras horas del día siguiente, la Superiora se enteró del problema y la mandó a buscar. No hacían falta preguntas ni indagaciones; Vilma ya no podía cerrar la boca de tan hinchada y enrojecida que la tenía.

-¡Piorrea, Madre Superiora!, mintió con voz lastimera; ¡se me ha infectado! ¡Por amor de Dios, insistió, haga llamar a un dentista!

-¡Piorrea!, se asombró la Superiora; ¡llamen ahora mismo al Doctor!

Y Vilma inclinó su dolorida humildad al retirarse a su celda. En lo recóndito, una leve esperanza le sonreía. Hasta tanto el doctor fuera llamado y la buscasen a ella para la consulta, se encerró en el baño, único sitio libre de custodias, escribió apresuradamente unas líneas para su madre, puso el papelito dentro de otro conteniendo instrucciones y súplicas para el doctor, y salió a esperar, sólo minutos, pues la monja encargada de conducirla muy pronto apareció.

Durante el tratamiento de que era objeto por parte de un amable anciano de chaqueta almidonada, Vilma aprovechó la primera coyuntura para introducirle la esquela en el bolsillo, sin que la monja escolta, abismada en sus propias reconditeces, pudiera darse cuenta de la macanuda proeza.

La carta debía ser puesta en sobre y despachada, siendo el mismo remitente quien debía recibir la respuesta y entregarla a la paciente con idénticos recaudos. Tales fueron las indicaciones escritas en la cobertura de la carta, las que el viejecito doctor, sumamente emocionado ante tan simpático cuan osado juego, se propuso cumplir al pie de la letra.

  —79→  

Y pasaron algunas visitas sin novedad. El doctor se limitaba a un prudente guiño a la paciente diciéndole:

-Todo bien, hijita; todo bien... Paciencia por unos días...

A la cuarta visita, el dentista apareció con signos de particular emoción en los ojos. Al cabo del tratamiento le entregó un pequeño frasco de vidrio oscuro, en tanto le decía con sugestivos ademanes:

-Eche tres gotas en un vaso de agua y hágase buches. Con esto, las lesiones acabarán por sanarse.

La visita concluyó, como de costumbre, con reverencias para la hermana custodia y un cariñoso «adiós, hijita» para Vilma. Y ésta, como siempre vigilada, tornó a su celda con el frasquito oscuro y una rara sensación que la hacía temblar.

Al retirar la tapa del misterioso frasquito, su alegría estalló. En lugar de remedio, un bien apretado rollito de papel estaba alojado en la estrecha cabidad. Con sollozos de emoción lo sacó y guardó en el más invulnerable lugar de su indumentaria, resignada, por su seguridad, a esperar la noche para leerlo.

Pero aquella noche, leída y releída la ansiada carta, sólo nuevas y peores amarguras recibió, enterándose por ella de la muerte del padre y del repudio de que la hacía objeto su propia madre al haberse enterado a fondo de lo acontecido con su vida sentimental. Supo que no tendría perdón de ella; en lugar de eso, su madre rogaba a Dios la castigase por mala hija y por amancebarse con un casado.

La leía y releía nuevamente, llorando y negando crédito todo cuanto en ella se decía y a que, fuera ése el pensamiento de una madre, mucho menos aún el de la suya propia con quien tantas angustias compartiera.

La monja de guardia, verdadera duende atisbando en la noche a través de cada puerta, llegó a captar sus lloros incesantes. Y como las novicias solamente merecían sus sospechas, más aún, ésta cuya repentina infección piorreica le olía a cuento, suavemente desllaveó la puerta y dio un empellón.

-¿Siempre las muelas infectadas?, preguntó impía.

Vilma, visiblemente turbada, mintió:

-Sí, Hermana, es un dolor terrible...

  —80→  

A la monja le bastó una vuelta de ojos por la celda para comprobar la real causa de tanta desazón, la carta, la que Vilma no alcanzó a ocultar y estaba allí, a la vista, sobre la cama todavía tendida.

Vilma y la carta fueron llevadas ante la Superiora, y ésta, en vista de tan atrevida violación de los preceptos de la Orden, y en conocimiento del contenido asaz condenatorio del escrito, dispuso la inmediata expulsión.

La libertad, así llegada en forma brutal, lanzó a Vilma en plena noche, en una ciudad desconocida cuyas grises calles surgían ante sus ojos como confabuladas para que el cuadro de la desolación resultase tan tétrico hasta el punto de aterrarla. Y un día lóbrego y hostil como la noche que acababa la sorprendió andando sin rumbo. Ráfagas de agua y viento la azotaban en las encrucijadas. Caminaba apretada contra los muros, golpeando con los zapatos viejos y mojados las veredas interminables, sobresaltada sin cesar por los relámpagos y bocinazos. Muy fatigada ya, se detuvo a recuperar aliento en la cavidad de un lujoso y frío portal. La pésima noche soportada a la intemperie con su valija por compañera, pensando y sollozando y volviendo a pensar, la ayudó sin embargo a entrever un posible recurso que le procurase el regreso al hogar. Estaba decidida a ello pese a todo, y abrigaba la esperanza de probarle a su madre, si la suerte la ayudaba, que dentro de su corazón continuaba siendo aquella hija de siempre. En eso estaba cuando vio pasar por la vereda la desgarbada silueta de un anciano que caminaba apoyado en un bastón. Vilma lo llamó:

-Señor..., Señor...

El anciano se sacudió de la gorra los goterones que le impedían ver.

-Señor... ¿podría decirme dónde queda la embajada paraguaya?

Y el buen hombre, con gesto resignado respondió:

-No estoy seguro, pero venga conmigo; con un poco de paciencia la encontraremos.

Y Vilma caminó a su lado en silencio hasta cerca del mediodía. Cuando por fin pudieron llegar, la Embajada estaba cerrada.

  —81→  

La muchacha resolvió quedarse esperando a que la abriesen. El anciano se llevó la mano a la gorra en ademán de adiós.

A las quince, el enorme portal se abrió y Vilma pudo arrojar su abatimiento en el hueco de un sillón de la antesala. Los funcionarios, insolentes hasta con las miradas, divagaban pronósticos futboleros para el domingo próximo. Y era martes.

Vilma se aventuró acercándose a uno que, por el peso de las opiniones, parecía poseer predominio en el grupo.

Soy paraguaya, comenzó diciéndole, y necesito...

-Necesita pasaje, la interrumpió; espere, todavía no llegó el «boletero».

Y escupió una colilla que le empezaba a quemar los labios. Luego agregó:

-No le fue muy bien el negocio, según parece.

Las risitas que siguieron a la idiotez la obligaron a desplomarse nuevamente en el sillón y esperar callada. Tal vez aquél a quién llamaban «el boletero» tuviese alguna pizca de gentileza, y antes de vejarla gratuitamente, la quisiese ayudar. Paciencia...

Debía derrochar paciencia pensando en que otro camino difícilmente podría encontrar.

-Dios mío, sangraba por dentro, ayúdame a retomar la senda de la paz...

Aproximadamente una hora más tarde, el sujeto que la había ofendido se sentó a su lado. Giraba entre los dedos un pucho sin quemar en tanto le dirigía un susurro dulzón:

-Si querés volver al Paraguay, hasta el jueves no hay tren. Pero eso no tiene mucha importancia. Tomá mi tarjeta. Esta noche tendré un pasaje listo para vos en mi departamento. Podés quedarte allí hasta el jueves. Te espero sin falta.

El susurro fue cobrando volumen brutal en los oídos de Vilma. La idea del pasaje listo, el departamento, la tarjeta, todo comenzó a girar imitando el ritmo nervioso del asqueroso pucho que veía entre los dedos del tipo. Te espero sin falta, te espero sin falta, te espero sin falta... No había comido desde el día anterior pero su hambre había cesado. Sentía náuseas.

  —82→  

Cuando finalmente abandonó la Embajada casi escapando, era muy avanzada la tarde y la lluvia había cesado. Debía pensar en algún otro modo de resolver su problema. Apenas dos cuadras anduvo por la misma calle antes de doblar hacia el centro, hacia la parte comercial de la ciudad. Una nueva esperanza se insinuaba de pronto en ella: encontrar un trabajo, cualquier trabajo que le facilitase los medios para volver al Paraguay. A poco, un pequeño aviso puesto en una vidriera la detuvo. Con letras de molde, el cartelito anunciaba: «Se necesita empleada para Bar, tratar aquí».

Vilma se aproximó a la entrada. Un hombre de edad madura atendía una oficina, no un bar. Vilma dudó un instante, y luego, impelida por la real urgencia de encontrar ocupación y albergue, entró.

-El bar a que se refiere está en la provincia, le dijo, el hombre, pero la paga es buena, tiene cama adentro y comida.

Sin vacilar un instante, Vilma presentó sus documentos personales y explicó que aparte de ser maestra, había estado con las monjas; sabía hacer de todo, limpiar, cocinar, coser, todo. Lo aprendió desde niña, ¡claro!; en realidad, las monjas, antes que enseñarla la explotaron y la despidieron luego sin un solo centavo. Y ahí estaba. Francamente, ella necesitaba ese trabajo, pero no tenía veinte pesos para pagarse el pasaje.

Al examinar su identidad, quien la atendía exclamó con agrado:

-¡Ah, es paraguaya!

Y muy amable a partir de entonces, le contó que sus antepasados también lo eran, que llegaron huyendo de la guerra grande y que allí quedaron para siempre.

En cuestión de segundos, la melancólica reminiscencia resolvió el problema de Vilma. El contratante le adelantó el dinero para el pasaje y le entregó una nota de presentación para el encargado del Bar.

-El ómnibus sale de Plaza Once; hay uno a las siete, tiene tiempo de tomarlo, le dijo, ¡adiós!

Y Vilma fue para allá.

  —83→  

A las diez de un día invernal toqué a la puerta del monasterio y pedí hablar con la Superiora. Por ella me enteré de que ya nada sabían respecto a Vilma. Se fue hace más de un mes me informó, y sepa usted, señor, que las que dejan la Casa de Dios no merecen nuestro recuerdo. Ella pertenece al mundo que circula en las calles, me dijo; búsquela allí.

Desde lo alto de la escalinata del adusto edificio tendí la mirada hacia las calles que me indicaba, hacia la inmensa ciudad envuelta en bruma, impasible ante el dolor incógnito.

Había caminado desde la madrugada, tocando vanamente a la puerta de numerosos monasterios e internados, herméticas residencias del silencio, bajo una penetrante lluvia. Nunca había visto llover con tanta persistencia. Desde que hube puesto los pies en Buenos Aires, el agua no cesaba. Y pese a ello anduve de barrio en barrio preguntando, buscando pacientemente, indagando. Nadie daba noticias de las Hermanas del Buen Camino ni de su casa Matriz. Ni en las guías figuraba ese nombre, pero a las diez de aquel día lo encontré. Y ahora que lo encontraba, ahí ya no estaba Vilma.

Al bajar la última escala me detuvo la voz de la monja:

-Espere un poco, señor... le entregaré un paquete que aquella dejó olvidado.

Regresé a esperar. La anciana de prominente nariz y vestida de impecable hábito blanco reapareció al rato con el paquete metido bajo el crujiente manto. Con prestada sonrisa me lo entregó, rogándome se lo diese a los pobres en caso de no encontrar a Vilma y que rezara por ella.

Desandando las calles en dirección a mi posada, podía ver aún su sonrisa sin luz ante mis ojos y podía oír el árido eco de sus palabras. Algo había notado en la odiosa monjita que me recordaba cierta pieza teatral cuyo nombre se me había borrado de la memoria. Se trataba de brujas vestidas al estilo. «Las Brujas de Salem», quizá.

Apuré los pasos y apenas hube llegado a mi hospedaje, abrí   —84→   el paquete. Vilma había traído consigo al convento su delantal de colegiala, y allí la dejó. En su invariable blancura podía notar el tizne de mis manos. Un par de medias también blancas, inútilmente blancas, y un guante del mismo color, par sin duda del que yo guardaba en mi bolsillo interior, completaban el pequeño hato. Encontrarme con todo eso me causó una desazón tan intensa que me ahogaba. Al cabo de gran esfuerzo entré a razonar. Vilma había vuelto a la casa. Se me representó la desesperada situación de su familia, a la que tan pobre favor había hecho yo, por cierto. Pensé en la madre palúdica, ahora viuda, y me afirmé en la idea de que Vilma, reconociendo su error, hubiese resuelto volver.

Acabado el apronte de mis valijas, pagué la posada y llamé un taxi. Era jueves. A media tarde solía partir un tren rumbo a Paraguay.

-A Federico Lacrosse, indiqué al conductor.

Fijándose en mí por el retrovisor, se percataría de mi destiño, porque, espontáneamente, me advirtió de algún cambio de horario habido para el tren que yo debía tomar, aunque sin llegar a precisarlo.

-No importa, me apresuré interrumpiéndolo; total, hora más, hora menos...

Volvió a mirarme sin decir nada más. Entonces di libre curso al torrente de mi pensamiento. Entre todo y pese a todo, comencé a prestar atención a las protestas de mi estómago. Desde la mañana no había comido, de modo que parte de mi tiempo sobrante lo aprovecharía en un restorán. Por los vidrios del parabrisas Y los costados el agua corría mansamente.

-Tiempo asqueroso..., se quejó el taxista; luego anunció: llegamos.

Tan mojado como me encontraba desde la mañana, la lluvia perdía toda importancia para mí. El taxista dejó el coche y me ayudó con el equipaje hasta la boletería, donde, a cambio de la consabida propina, me auguró buen viaje.

En la pizarra de trenes generales apareció: Nordeste Argentino y Paraguay, hora 21,30. Miré el reloj de la estación, el mío:   —85→   las tres de la tarde. Era lo que el taxista me había querido advertir cuando lo apabullé con mi tontería. Más de seis horas disponibles tenía par lo que me viniere en gana. Tomé pasaje y deposité mis bultos en el hall de Villalonga Forlong, adyacente al edificio de la estación. Entre tanto, en la calle persistía la lluvia. Caminar bajo la lluvia era una de esas debilidades que me venían de la infancia. Compré Crítica 5ª, más para cubrirme el sombrero que para leer y me largué entre el vaivén de bocinazos, chapoteando en el agua callejera. Andando a los saltos una buena cuadra, pensé de pronto en un cine. Si hubiera uno cerca. ¡Claro que sí! A sólo una cuadra se veía una de sus clásicas fachadas, y allá me dirigí. Si la película no valía la pena, tan siquiera me ayudaría a dormir un rato. ¿Comer algo antes? En realidad, de momento se me había quitado el apetito. Faltando poco para llegar comprobé que la suerte mía continuaba malandra. Refugiado bajo la marquesina desierta, me dispuse a hacer planes. Ahora, la lluvia se atenuaba. Se me ocurrió continuar caminando hasta encontrar un tranvía, treparme en él, acomodarme en un asiento y huir de mí mismo por un par de horas. Pero el tranvía que pude tomar no iba tan lejos como yo pensaba. Pronto desembocó en una ancha avenida y al poco rato daba un rodeo por la plaza Italia y regresaba. Palermo estaba allí, a una cuadra larga. Dejé el tranvía sin haberlo pensado. Creo que se me había ocurrido ver Palermo bajo la gruesa llovizna. Desde muchos años atrás no lo veía, desde mi adolescencia, cuando estudiaba en la Escuela Industrial, y a las salidas, en altas horas o en los mediodías domingueros me confundía entre el follaje de sus paseos, soñando con una tal Felicidad, a la que conocía a través de ciertas películas romancescas de Cine City o de fotonovelas picarescas que azuzaban mi joven esperanza.

Bajo lluvia, Palermo no es lugar atractivo. En mi caso, sí. Aquello me pareció un oasis. Me introduje en la penumbra de un patio andaluz, me senté en un escaño con techo cubierto de jazmines, listo para ingresar en el submundo de mi mal dorada fantasía. De los follajes caían gotas en el azulejado espejo del estanque. Me aproximé a él. Cada vez que una gota caía, mi triste figura se desdibujaba. Pese a la lluvia, creo haberme quedado dormido allí sentado durante algún tiempo, hasta que de pronto,   —86→   emergiendo del estanque, se me apareció la forma difusa del rostro que me ocupaba entero. ¡Vilma! Me desperté azorado. Al levantarme para seguir andando, a pocos pasos de mí, la hosca silueta de un vigilante se movía a la par de la cachiporra suspendida, como un péndulo. Me alejé dejando atrás ese vigor increíble que derrochan los parques bajo la lluvia. A poco se prendieron las luces en las calles, Buscando un restorán caminé por Santa Fe unas cuadras hasta detenerme bajo la marquesina de otro cine, éste en función, pero esta vez el hambre picaba.

Sobre el techo de cristal resonaba el tamboril de la lluvia. Algunas gotas me corrían por los omóplatos. Volví a contar las horas que me faltaban para partir y continuaban siendo varias. Pero merced a la corta dormida se me había mejorado el ánimo. Continué la marcha y súbitamente me encontré en la calle Peralta Ramos. ¿Peralta Ramos? Leí la placa dos veces, intrigado. ¿Acaso la calle de la desconocida del buque? Busqué de prisa la agenda donde la había anotado. Y, en efecto, sin pasar de la primera página, intencionadamente destacada, estaba allí: Peralta Ramos 1055. En el portal que tenía frente a mí se leía 990. No debía caminar más de media cuadra.

Toqué el timbre varias veces a la entrada de una casa antigua con escalera y balcones. Ya dispuesto a volverme y seguir mi camino, oí pasos en el cancel y pude distinguir a través del cortinado una forma femenina.

Tratando de refrenar mi emoción, aguardé. Y, en efecto, ella misma fue quien abrió, saludándome visiblemente contrariada. Hizo lo posible para que mi visita se limitase a un saludo de zaguán. Toda confusa, me explicó porqué lo hacía:

-Espero visitas, sabe, amigos de mi marido...

Y al acabar de decírmelo todo, se llevó la mano a la boca, como asustada.

-Este... continuó, ¿se va de vuelta al Paraguay? ¡Feliz de usted que puede irse cuando quiere! No hay como nuestra tierra, ¿verdad? Y suspiró.

Yo quise hablar pero ella no había terminado el discurso:

-Desde que me casé... ¡ay, Dios mío!, ¿qué derecho tengo de amargarlo con mis problemas?   —87→   Mire, de todo corazón le deseo buena suerte. ¡Ay, me encantó su compañía en el barco! ¡Buena suerte, he!

Retomé la calle con el seso girándome a varias vueltas por minuto. Sentía una irreprimible urgencia de alejarme, y corrí. Llegaba a la esquina cuando la lluvia arreció de nuevo. Entonces me percaté de que continuaba con el sombrero en la mano. Tomé el primer trolebús. Por fortuna, me dejaba bien cerca de la estación.

Atraído por los letreros de neón, fui a parar en uno de los restorantes «La Vasca», donde de buen grado me dispuse a restituir mis maltrechas energías. Pedí Martini, bebí hasta sentirme bien aéreo y casi libre de mis cuitas. Entonces pedí una buena cena, y ya rechoncho aunque algo flojo de piernas, me asomé a la calle. Pude ver a un par de cuadras un enorme anuncio luminoso: «El Crimen de la Calle Morgue». ¡Por fin un cine como la gente! Aún me quedaban dos horas disponibles, de modo que pagué y entré justo al tiempo que la monstruosa bestia se solazaba clavando las garras en el cuello de una núbil criatura desmayada de horror. Entre crespones manchados de rojo, el gigante simio se lamía las garras esmaltadas sonriendo a una platea delirante de emoción brutal. Y espeluznado por la orgía de sangre, huí yendo a refugiarme en un taxi.

El tren partió a la hora indicada, bajo torrencial lluvia. Pocas personas quedaron en el andén agitando húmedos pañuelos a los viajeros. El mal tiempo restaba emoción a la partida que de suyo parecía señalada por la opacidad. Desde entonces nos vimos detenidos continuamente por la masa de agua que inundaba y conmovía los basamentos de las vías. Interminables esperas y tediosa media marcha soportamos. Mis vecinos de asiento se pasaban yendo y viniendo al comedor o fumando como locomotoras. Yo lamentaba haber arrojado al raudal mi diario mojado. Debía conformarme contemplando a través de la ventanita cerrada el mar que se desplomaba desde las nubes.

Llegamos a Zárate, empalme del Ferry Boat, con muchas horas de atraso. Entre las frenadas y el estrépito de la lluvia sobre   —88→   el techo de zinc, pude distinguir la voz del guarda que gritaba: «¡Señores pasajeros, el tren continúa recién mañana, el tren, no sigue hasta mañana...»

Algunos vanamente nerviosos descendieron pidiendo explicaciones. Pero las estridencias de una grúa que arribaba empujada por un promontorio mecánico ahogaron sus protestas. Poco después nos enteramos de lo ocurrido. Era que el convoy procedente del norte, corriendo con más de un día de atraso, abandonó el Ferry con tanta mala suerte que al hacerlo descarriló la locomotora y rompió los atraques. Allá iba pues la grúa y era inevitable la demora debido a que las averías, presumiblemente graves, afectaban al movimiento general. A poco oí comentarios referentes a los pasajeros del tren accidentado. Felizmente ilesos y refugiados en los hoteles a fin de procurarse una espera soportable. Hube de resignarme pensando que, así las cosas, también yo podría dejar el tren y buscarme un hospedaje para la noche. La orden impartida por el jefe de estación, salvo algunas maldiciones, fue finalmente acatada por todos.



Así pisé tierra de Zárate por vez primera, si bien, por tan semejante a cualquier barrio de Buenos Aires, me parecía conocerla desde siempre. Las aceras, los edificios, las plazas con palmeras y abetos, todo yacía lúgubre bajo la fastidiosa lluvia. A dos cuadras de la estación encontré una vidriera con el clásico anuncio en semicírculo: «Bar». Desde adentro, un puñado de parroquianos miraba estallar las gotas contra el pavimento. Entré, pedí café y me sumé a la colectiva holganza. La lluvia permitía sentir en la piel la quieta huida del tiempo. En eso estaba cuando noté que alguien se sentaba a mi mesa sin hablar, una mujer, ¡Vilma!

No la había visto entrar porque mis ojos, al igual que los ojos de los demás, miraban sin ver. Al reconocerla salté, la abracé, la besé fuera de todo control, sin oír, siquiera el torbellino de murmurios de golpe desatado en el bar como un avispero. ¡Tanto haberla buscado, tanta obstinación derrochada por las calles amargas bajo la lluvia, tanto desasosiego por creerla perdida y ahora estaba frente a mí! Oscuros mecanismos de la fatalidad   —89→   nos habían condicionado el reencuentro. Agotadas las ganas de ser monja y no hallando medios decorosos para volver a Paraguay, resolvió buscarse ocupación. Encontró de inmediato una simple, con cama adentro, en un bar, en ése mismo donde nos mirábamos perplejos frente a frente. Era todo.

No recuerdo las palabras con que la festejé, con que festejé tanta postergada felicidad. Pero sí, vivamente recuerdo la conclusiva experiencia recogida entre ambos durante la lluviosa noche, encerrados en la habitación de servicio que ella ocupaba, donde la fogarada inevitable había revivido las secuencias de la última noche en el parque y acabó matando nuestra quimera definitivamente.

Al alba, brumoso amanecer de un día de setiembre, ya sin lluvia, me acompañaba silenciosa en mi regreso a la estación. Habíamos de pasar toda una vida sin que volviésemos por esas calles en una hora igual. Llegado que hubimos al andén, el tormento se hizo voz:

-Si te quedabas en Asunción, hubieras conservado intacto nuestro hermoso sueño de amor, me dijo.

Vanamente intenté disuadirla de aquello que yo consideraba un error.

-Es que ando de error en error, me replicó; el de anoche, el último, servirá para confirmarme en mi renuncia; he resuelto no ser esclava de un amor sin futuro; te amo pero me amo a mí misma mucho más; por eso, prefiero seguir sola, con mi cruz. Vos la tenés a tu pequeña Alba; quiero que vuelvas a ella y le des un secreto beso de parte de la señorita Vilma que ella conoció.

Lloraba. Yo la comprendía menos que nunca. Creía, necesitaba creer en la felicidad compartida con ella, y se lo dije con vehemencia, suplicándole.

-Ambos delirábamos, es la única verdad, me dijo en tanto me abrazaba; la poesía murió hace mucho tiempo, en aquel parque, ¿te acordás? Anoche quemamos un cadáver, nada más. Y no insistas, por favor. Vivirás en mí sin amargura si me dejás en paz. Adiós, mi Juan. Rezaré por los dos.

  —90→  

Varios años después, al cabo de uno de mis frecuentes retornos, me enteré de que Vilma se encontraba en Asunción acompañada de un hijo de edad escolar. Fui a visitarla en la vieja casa donde por último había renacido la calma. Platicamos como excelentes amigos. Conocí al niño y supe por él que se llamaba Juan.

Regresé cruzando los mismos chircales de antaño, por los mismos caminejos, hasta la avenida. Con el mismo tranvía me acerqué a mi morada, sin poder quitarme al niño de la mente. Se llamaba Juan, como yo, y no debía saber que soy su padre. Ese era mi castigo. ¿Y el suyo, por qué?

Pero al fin pude comprender algo de particular importancia: De aquel amor, no sólo había quedado una sombra.