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ArribaAbajo- III -

Cuadros de sombra


El honor de la mujer está mal custodiado, si la inocencia y la religión no forman sus guardias avanzadas.


LEVIS.                


La virtud es de la naturaleza del oro,no admite mezcla.


BIGNICOURT.                


¿Quién era la Marquesa de los Gazules?

Su historia también se podía contar en dos palabras. Se reducía toda ella a galantes aventuras en las cuales jamás había tomado ni la más mínima parte el corazón, batallas dadas en los estrados con una destreza admirable e insulsas murmuraciones.

Su ocupación más seria había sido la de combinar sus trajes de modo que realzasen su hermosura. Había sido casada dos veces, sin que una prenda de amor hubiese venido a estrechar el bendito lazo. Había sido casada dos veces a la usanza del día, teniendo marido y mujer habitación aparte, criados aparte, amigos y placeres aparte.

Se había casado las dos veces por fórmula, sin examinar apenas al marido que le deparaba la suerte, bastándole con saber que era noble, rico y distinguido; la tercera quiso hacerlo no por amor, pues no era capaz de sentirlo, sino por capricho, y se fijó en un sobrino suyo a quien había nombrado heredero de su título y sus bienes, solicitando para él carta de sucesión; pero cuando pretendía esto, frisaba en los setenta, y el sobrino, que apenas había cumplido los veinticinco, tuvo el buen gusto de resistir a los halagos del interés y elegir compañera de su agrado.

Tocó el cielo con las manos la caprichosa vieja mal acostumbrada a los desaires, juró vengarse, y habiéndole recordado Miguel, que a la sazón hacía su busto, aquella sobrina olvidada en cuya casa se albergaba su querida Juana, determinó hacer un viaje a Orduña para conocerla y llevar a cabo su venganza nombrándola su heredera.

Nada más podernos decir respecto a la Excelentísima Marquesa de los Gazules. Era demasiado frívola para hacer el bien y para practicar el mal. Incapaz de afectos y de pensamientos serios, si esparcía algunos rumores calumniosos, si daba algunos consejos torcidos, ni preveía las consecuencias, ni se fijaba en ellas después de haberlas provocado.

El mundo hacía muchos elogios de la Marquesa, porque había sido bella, noble, rica y no demasiado altiva.

La había elogiado sobre todo porque su flaco era reunir a los amantes desgraciados, proporcionándoles medio de verse y entenderse burlando la tiranía de sus padres. Ninguna ocupación le era más grata que la de casamentera, aunque no presidía en su afán de casar ni el tino ni la reflexión. Obedecía a su gusto y a su capricho, como si se hubiese tratado de ir a un baile o al teatro. Pero esto, sin ella misma preverlo le reportaba la ventaja de tener siempre llenos sus salones y estar circuida de parejitas jóvenes que la recordaban sus felices tiempos. En esto no imitaba a aquellas viejas necias que, porque ya no les sonríe el sol de primavera, quisieran destrozar el sol y aniquilar el universo.

Otro de sus flacos eran los bichos, a los que quería con el fanatismo estúpido de los que tienen la cabeza hueca y el corazón vacío de nobles y levantados sentimientos. No los quería como Juana quería a su fiel Turco, sino de un modo ridículo y exagerado, dándoles en bizcochos y golosinas lo que negaba a un mendigo, hermano suyo, exhausto por el hambre. Su casa era una verdadera arca de Noé, llena de toda clase de animales. Pululaban allí perros y gatos de todas castas, aves de todos los climas.

Para llegar a ella, para obtener sus favores, era preciso conquistar antes a su feo tití, que se llamaba Aníbal, o a su Abelardo y Eloísa.

Pero bien examinado, con esta manía tampoco hacía daño a nadie, porque dinero de sobra tenía para mantener a tan dilatada familia y consagrar un criado a cada uno de sus individuos, de modo que si el mundo se reía, no se consideraba con derecho para fulminar sobre ella un severo anatema. En una palabra, para completar el retrato de la noble Marquesa diremos que había obrado exactamente como la cigarra de la fábula, que pasó todo el verano cantando sin guardar nada para el invierno; ella había pasado toda su vida ocupada en cosas frívolas, sin hacer el más mínimo acopio para la otra vida.

Nos habíamos olvidado de otro de sus flacos, y no el menor de todos, éste era la claridad, y tan clara quería ser en sus palabras y acciones que se parecía al sol, que pone de manifiesto hasta el lunar más pequeño. Gozaba extraordinariamente en llamar fea en su cara a la fea, y ridícula a la ridícula; era tanta su intransigencia que no perdonaba ni la más leve falta, complaciéndose en hacerla notar a todo el mundo. Y como era noble y tenía dinero, todo el mundo se reía de sus gracias, que eran verdaderas desvergüenzas, y la aplaudía con entusiasmo.

No pocas voluntades se había enajenado con estas claridades; pero a ella se le importaba un ardite, no teniendo en nada los sentimientos del alma.

Lo mismo sucedía con respecto a su famosa herencia, prometida sucesivamente a veinte herederos distintos, atrayéndolos con esta esperanza y convirtiéndolos en esclavos de sus caprichos, para despedirlos después como lacayos, cuando se cansaba de ellos.

Habíase con este manjeo concitado su odio; pero tampoco le importaba.

En último resultado, siempre hallaba criados que la sirviesen, y la sirviesen bien, seducidos igualmente con la promesa de mandas y legados fabulosos. Poco la costaba prometer, supuesto que no pensaba en cumplir sus promesas, al menor descuido los echaba a la calle sin consideración de ninguna clase.

Tanto entre los criados como entre sus herederos había hallado algunos de recto corazón, que le habían consagrado su afecto; pero ella los juzgaba a todos por su propio prisma, los medía a todos por su propio nivel, y en su consecuencia les daba a todos un idéntico pago.

Tenía dinero: no creía en Dios, ni en la enfermedad, ni en la muerte; obraba según su capricho, y con tal de no hallar limitación a sus caprichos, todo lo demás la era indiferente.

Un mes hacía ya que estaba en Orduña y, durante aquel mes, la casa tranquila y silenciosa de Guillermo se había convertido en un verdadero pandemónium, atestada siempre de visitas encopetadas, con gran descontento del anciano ciego que no salía de su cuarto, y también de Guillermo, aunque éste, que adoraba a su mujer y gozaba con verla feliz, lo llevaba todo con paciencia. A las comidas de etiqueta, sucedían los bailes de etiqueta, y nunca las severas paredes de aquella casa habían repetido tantos ecos armoniosos ni más alegres carcajadas.

La dirección de todo aquello corría a cargo de Juana que, aunque educada tan lejos de la sociedad, tenía un gusto exquisito para preparar una mesa suntuosa y un tacto admirable para prevenir los gustos de cada uno. Bastábale una ligera indicación, para adornar con esplendidez los salones y convertir el jardín en un jardín encantado, lleno de caprichosos arcos de musgo y farolillos de colores.

Pero como una verdadera hada benéfica y misteriosa, siempre permanecía en el último término del cuadro y hacía de modo que nadie reparase en ella.

Tenía tal arte de multiplicarse que, llenando todos aquellos nuevos deberes, no descuidaba un punto los antiguos. Cuidaba del anciano y de los niños como antes, y procuraba que a Guillermo nunca le faltara nada de lo que fuese de su agrado.

Por las noches sobre todo, mientras se divertían en los salones, ella se retiraba al aposento del anciano, y allí le divertía leyéndole algún libro piadoso o relatándole los sucesos del día.

A Miguel le veía muy rara vez y siempre de pasada.

¿Era malo Miguel?, ¿era olvidadizo?

Nada de esto. Había ido a Madrid y no había pensado ni un solo instante en romper los sagrados lazos que le unían a Juana, considerándola como a su mujer, y sin que se le ocurriese que otra pudiese reemplazarla en su corazón y en su casa.¿Pero cuándo realizaría su unión? En esto sí que no había pensado nunca. Tal vez dentro de un año, tal vez dentro de diez, en cuanto se pudiera, sin que hiciera ningún esfuerzo para poder cuanto antes.

Dios lo había dotado efectivamente con la llama esplendorosa del genio. Pero el bien y el mal, el porvenir de la vida, dependen casi siempre de circunstancias leves y al parecer sin trascendencia.

La amistad de un lacayo había decidido de su suerte y del porvenir de su alma.

Miguel, recién llegado a Madrid, lleno de fe y de entusiasmo por su noble arte, pasaba el día en el Museo estudiando las obras de escultura de los grandes maestros, y las noches en su buhardilla forjando estatuitas de barro, con las que se ganaba su sustento. Su alma entonces era buena, su imaginación era virgen, y se remontaba fácilmente a las regiones etéreas donde mora el arte. Iba a misa los domingos, rezaba por sus padres y por Juana, a quien pensaba algún día ofrecer una modesta casita en donde pudiesen vivir corazón con corazón y teniendo un solo pensamiento. Si veía llorar a alguno, se conmovía y procuraba consolarle; si un mendigo le pedía una limosna, partía con él el pedazo de pan que iba a llevar a sus labios. Tenía muy presentes las máximas evangélicas de don Eustaquio, y procuraba ajustar su conducta a aquellas santas máximas.

Si tenía privaciones, tenía también inefables compensaciones en sus sueños de gloria.

-¡Siento abrasada mi mente por una llama inextinguible, decía, y sólo me falta darle aplicación por medio del estudio! ¿Por qué no he de llegar a ser un Alonso Cano? ¿Acaso Alonso Cano no era hombre?, y redoblaba su afán por estudiar e imitar a los buenos modelos.

Pero quiso su desventura, aunque él no se resolvió a darle este nombre, que cayese enferma una vecina que habitaba en la buhardilla inmediata. Era una pobre anciana que vivía sola, pues su único hijo servía en clase de lacayo en casa de la Marquesa de los Gazules.

Miguel, bueno y compasivo, abandonó sus estudios y sus estatuitas, para velar día y noche a la cabecera de la pobre enferma. Súpolo el hijo de ésta, y no acertando cómo demostrarle su gratitud, una vez que su ama le ordenó que fuese en busca de un escultor, para que hiciese su busto, él le dijo que conocía a un joven que era un portento en esta clase de trabajos, y se apresuró a presentárselo.

Para comparecer dignamente delante de la encopetada señora, Miguel no tenía traje a propósito; pero el lacayo, que no era lerdo, y que sabía que en Madrid todo depende del traje, se dio buena maña en buscarle uno, alquilándolo de su propio peculio a un ropavejero.

Hízose el busto, y se hizo tan a gusto como ya sabemos de la Marquesa, que ésta, prendada del artista, tomó interés en darlo a conocer a sus amigos. Como conservando el parecido, había favorecido extraordinariamente a la vetusta dama, no hubo dama vetusta que no le encargase su busto, tanto, que el escultor tuvo que dar de mano a sus estatuitas, y abrir un registro para fijar turno a sus nobles clientes. Esto acrecentó su fama, y como en Madrid todo se hace objeto de moda, Miguel y sus bustos pasaron a estar de moda, ganando en aquel entonces sumas fabulosas. Y como a su mérito artístico reunía una figura bella y atractiva, no le faltaron galantes aventuras. Esto acabó de trastornar su imaginación, y poco a poco se fue volviendo muy distinto de lo que era.

Trocó su humilde buhardilla por una habitación elegante, se hizo vestir por el sastre más afamado, y aun compró un hermoso caballo tordo, para hacerlo caracolear a la portezuela de los dorados coches cuando paseaba por la Fuente Castellana. Entonces no hubo salón que no frecuentase, ni dama aristocrática que dejase de prodigarle sus sonrisas.

Miguel se desvaneció completamente, olvidó el cincel que le había abierto las puertas del templo de la fortuna y, ocupado en incesantes devaneos, no se acordó ya de Alonso Cano.

De baile en baile, de fiesta en fiesta, sólo le quedaba tiempo para escribir sus reseñas en la cuarta plana de los periódicos, reseñas en las que no escaseaban los elogios exagerados y las adulaciones ridículas. Y llegó a ser tan maestro en este nuevo género, que los periódicos más acreditados se disputaron su pluma, y obtuvo en uno de ellos una plaza de gacetillero, con muy buen sueldo y poquísimo trabajo. Y entonces tuvo entrada en los teatros, y lo que es más, entre bastidores, y como sus elogios tenían cierta autoridad, los artistas por alcanzarlos le abrumaban con dádivas y adulaciones. Y el pobre joven, enteramente deslumbrado por su nueva posición, decía restregándose las manos:

-¡Esto es Jauja!

Al paso que sus amigos decían con envidia:

-¡Qué suerte la de Miguel!

Pero las personas sensatas murmuraban por lo bajo:

-¡Qué lástima!¡Hubiera podido llegar a ser un grande artista, honra de su patria!

Sea como quiera, Miguel era feliz, en cuanto se puede serlo entre el torbellino de las pompas mundanas.

Tenía intrigas de todo género, en las que no brillaba por su caballerosidad, el decoro y la honradez, y esto en vez de arrebatarle prestigio se lo aumentaba, que así son los frívolos e injustos juicios del mundo.

Poco a poco se fueron extinguiendo en el alma de Miguel sus puras creencias de otros tiempos, su bondad natural, su delicadeza de sentimientos. Vivía, o más bien no vivía, en una casa de huéspedes, pues sólo iba a ella cuando no pasaba la noche en una orgía, que solía suceder con harta frecuencia. Comía aquí, almorzaba allá, y a veces ni comía ni almorzaba.

Gustaba de lo imprevisto y de las aventuras misteriosas. Frecuentaba los salones de la aristocracia y los lupanares; pero habitaba más en los segundos, y sólo permanecía algunos instantes en los primeros, de modo que, juzgando ligeramente por aquel trato fino y galante que usa la buena sociedad, apropiaba a las elegantes señoras que veía en los salones, el tipo de las mujeres perdidas que formaban las delicias de su vida íntima.

No se detenía en examinar a aquellas mujeres, que quizás eran modelos de virtud y caridad cristiana, sino que viéndolas amables, las clasificaba entre las heroínas de bodegón con las cuales se codeaba a cada paso.

Así se forman las más de las veces nuestras vidas sobre el mundo, juzgándolo sin conocerlo, o juzgándolo por el prisma de nuestras propias ideas y nuestras propias costumbres.

Linterna de Diógenes, que sólo alumbra lo que revestimos con nuestras propias formas.

Aleccionado por sus aturdidos compañeros, se hubiera avergonzado de creer en Dios, en la virtud, en la otra vida; se hubiera avergonzado de no rendir un público y entusiasta culto al becerro de oro, hablando con desenfado de los goces materiales y positivos. Había aprendido perfectamente la innoble jerga que se usa en nuestros días, en que barajando todos los sentimientos y todas las ideas, ya no se sabe cuál es el nombre verdadero que corresponde a cada una. Había aprendido a decir, que puestos en una balanza los sentimientos y los intereses, siempre se inclinaría el fiel hacia éstos últimos, porque los hombres del siglo XIX no eran ya tan estúpidos que prefiriesen un sentimiento noble a un átomo de interés positivo.

En sus discursos, viniesen bien o no, siempre mezclaba estos párrafos tomados de un publicista célebre.

«El mundo es un sueño, la vida una exhalación. Si hay, que no lo creo, y sólo lo creen los espíritus apocados y timoratos, quien dirija la máquina, él pasará el cuidado de las ruedas. Yo soy un átomo, y los átomos van a discreción del viento. La responsabilidad es del ambiente».

O bien aquellos versos, también célebres, originales de uno de nuestros más notables filósofos:


«Deshecho mi cadáver, sus vapores
Que rueden por las zonas superiores
Del anchuroso cielo,
En tanto que recoja el blando suelo,
De mis materias sólidas las sales,
Y el plácido regar de aguas pluviales
Se nutran cien semillas,
Y suban por sedientas raicillas
En savia transformados mis despojos,
A coronar de malvas y de hinojos
De mi postrer morada las orillas».

-¿Cómo?, ¿Cómo?, había exclamado un día don Eustaquio, que había ido a verle, ¿qué es lo que dices, muchacho, qué despropósitos son éstos? Blasfema cuanto quieras de los vivos, pero deja en paz a los muertos. Cuando desde que el mundo es mundo, no hay rincón de tierra, ni por civilizado ni por salvaje, en donde no se veneren las cenizas de los queridos difuntos, es que los hombres obedecen a un sentimiento innato y no convencional. ¿No te complace a ti pensar en aquel rinconcito de tierra, en donde duermen tus padres el sueño eterno, y decir: aquí reposan sus huesos venerandos?

Juana nada dijo; pero engañó a Miguel al día siguiente, obligándole a ir, sin que él supiera el objeto, al cementerio, y allí tuvo el consuelo de verle conmoverse, a pesar suyo, quitarse el sombrero, doblar una rodilla, y tartamudear una oración. ¡Ah! sí, ¡que las más de las veces blasonamos de lo que no sentimos, y nos sucede como al que desde la playa habla con desprecio de la mar, y cuando se encuentra en medio del Océano, reconoce transido de pavor el poder del monstruo cubierto de blanca espuma!

Una noche en que se daba un gran baile en casa de Guillermo, hallábase Clotilde recostada sobre el tocador, delante del cual su tía acababa de dar la última mano a su revocación, pintando de carmín sus labios con la destreza de un artista consumado.

Clotilde estaba absorta, contemplando aquella maravillosa transformación: acababa de ver a su tía calva, sin dientes, con el rostro apergaminado, y la veía ahora casi bella y representando a lo sumo cincuenta años.

Afortunadamente ella no necesitaba ni toalla de Venus ni colorete. Su cutis era de nácar y rosa, sus cabellos eran de oro, sus ojos hermosos y rasgados remedaban el azul brillante de los cielos.

Llevaba un vestido blanco recogido a trechos con grandes ramos de rosas y una corona de rosas en la cabeza.

Parecía la diosa de la juventud y la hermosura; estaba encantadora.

Hasta la expresión de suave melancolía que se notaba en su rostro aumentaba su atractivo.

¿Qué había sido del alma de Clotilde durante aquel mes pasado entre incesantes fiestas?

Su enfermedad se había desarrollado rápidamente, amenazándola con una próxima muerte.

Su tía y Miguel, con su lenguaje ligero y descreído, habían venido a confirmar todas las perversas doctrinas de sus libros.

En efecto, si la literatura de una época lleva su veneno al corazón de la sociedad, luego pasa a ser su eco, retratando los tipos, costumbres y creencias que ve pulular en torno suyo.

Solidarias entre sí, y estrechamente enlazadas, si la sociedad principia a modelarse sobre la literatura, ésta a su vez acaba por modelarse sobre la sociedad, recibiendo simultáneamente la una de la otra inspiraciones y vida, hasta que gastadas las ideas, llegando al abuso las costumbres, una y otra despiertan de su error, efectuándose la reacción, porque el mundo moral es una rueda que gira perpetuamente sobre sí misma; es como las aguas de un río, que después de haber inundado los campos, obedeciendo a una ley ineludible, vuelven a su nivel primitivo.

Oyendo sin cesar a Miguel y a su tía burlarse de Dios y de la virtud, que es su imagen sobre la tierra, con aquel tono frívolo y petulante, que no sólo no admite discusión sino que zahiere sin piedad a los que creen, tachándolos de imbéciles, Clotilde había ido poco a poco perdiendo la fe y el conocimiento del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto.

Cada siglo tiene su hipocresía; su máscara para ocultar sus vicios; su bandera para justificarlos. La máscara y la bandera de este siglo son la falsa ilustración y el falso progreso indefinido. El progreso indefinido, que levantó la torre orgullosa de Babel, para producir la confusión y la ruina. Dios ha confiado al hombre, su hijo predilecto, una centella de sus propios resplandores; pero el hombre soberbio que quiere convertirse en Dios, cae precipitado al caos donde residen las tinieblas.

A favor de esa máscara, agrupados debajo de esa bandera, los hombres de este siglo han rasgado las tablas de la ley, tan antiguas como el mundo, quedando destruidos los lazos que, uniéndolos entre sí, los unían al mismo tiempo con el Ser Supremo. Se ha perdido completamente la idea del deber; los padres no respetan la cándida inocencia de sus hijos, los hijos vilipendian las blancas canas de sus padres: y en su consecuencia, los ciudadanos no respetan la ley, ni erigen altares a la probidad, y en su consecuencia, las madres de familia escarnecen a su esposo y derriban el altar de la virtud que antes campeaba en su hogar doméstico, y lo que no respetan las obras, no lo respetan las palabras; los hombres pasan el día en el café o en la plaza pública entreteniéndose con conversaciones obscenas; las mujeres, cargadas de frívolos adornos, recorren las calles o las casas de sus amigas entreteniéndose con murmuraciones ociosas. No hay orden ni concierto; cada jerarquía de la sociedad traspasa el límite marcado por el Legislador Divino y se halla fuera de su verdadero centro.

Todos quieren brillar, todos quieren mandar, todos quieren ser felices, Verdadero torrente desbordado que se esparrama por la campiña y sumerge los campos en flor, arranca de raíz los árboles, y arrastra entre su limo cenagoso los puentes y las casas y los ensangrentados cadáveres, sin que nada baste a poner dique a su saña destructora.

Y las mismas aguas, en castigo, lejos de ser puras y cristalinas como antes, lejos de retratar corno antes la bóveda del cielo, se enturbian y ennegrecen mezcladas con las arenas de su fondo.

Y la literatura, que debiera ser el faro refulgente que guiase a la humanidad por las serenas vías de lo bello y de lo bueno, se empequeñece y se arrastra, y los escritores, que debieran ser los sacerdotes del bien se convierten en juglares, atentos sólo a divertir a la multitud con sus grotescas farsas.

Por esto no brilla ningún genio ni en las letras ni en las artes. ¿Se podría modelar una Venus de Praxíteles con el cieno de la tierra? ¿Se podría cantar la Odisea, con el oído atento al resonar del oro?

¿Pero será siempre así? ¡Dios es Dios, y el hombre es su hijo predilecto!

La Marquesa no hablaba a su sobrina más que de los derechos de la mujer, de su justa participación en la vida pública, en los públicos negocios. Decía que la casta matrona de los antiguos tiempos, que sólo salía a la calle cubierta con los triples velos del recato, el decoro y la modestia; era una figura ridícula, incompatible con la ilustración del siglo. Que el matrimonio era un contrato civil como otro cualquiera, y que en su consecuencia la mujer no debía ni respeto ni obediencia a su marido, que había

dejado de ser con los modernos usos el jefe de la familia. Que iguales en sus derechos, si él iba al café, ella debía ir al teatro, porque bastaba y sobraba para el gobierno de la casa una doncella, no pudiendo descender a tan mezquinos cuidados una mujer joven y hermosa. Que si una mujer joven y hermosa tenía hijos, no era preciso que estuviese como una esclava meciendo su cunita, y privándose de todos los goces de la vida.

-Porque gozar es vivir, decía. ¿Quién te agradecería la renunciación a ti misma? Dios, si existe, se está en su cielo, sin cuidarse para nada de las míseras criaturas, tu marido se acostumbraría a no ver en ti más que al ama de gobierno de su casa, tus hijos, ingratos como todos los hijos, mañana te olvidarán por el hombre o la mujer que les sonría, y la sociedad se encogerá de hombros al contemplar tu retraimiento, murmurando: ¡pobrecilla!

Gozar es vivir; y ¿sabes cómo se goza únicamente?, ¡con los triunfos del amor propio satisfecho! ¡Cuando una mujer se presenta en un baile, ataviada con magníficos trajes que realzan su hermosura y oye elevarse por doquier un murmullo de entusiasmo, su corazón se estremece de júbilo infinito! Cuando ve que los caballeros se precipitan, se codean, se empujan, para obtener el favor de una contradanza, y sufren sus rivales todos los tormentos de la envidia, su amor propio satisfecho le brinda con delicias que no conocerá jamás la que vegeta oscurecida entre cuatro paredes silenciosas.

Conviene esto además al bienestar del matrimonio: el marido, satisfecho el primer capricho, ya no se apercibe de las perfecciones de su mujer, si cien y cien adoradores, excitando sus celos, no le sacan de su aletargamiento.

Una mujer que brilla da importancia a su marido, y mañana podrá intrigar para procurar una buena colocación a sus hijos. ¿Qué hace Guillermo aquí sin ambiciones, vegetando entre estas breñas? Si tú fueras una mujer de talento, le empujarías para que pusiera en juego su influencia, y saliese diputado.

Con esto irías a Madrid y desempeñarías el brillante papel que te corresponde.

Pronto se escala el poder, afiliándose a un partido político. Tu marido, de diputado, podría subir a ministro. Lo que no bastase a alcanzar su talento, lo alcanzarían tus manejos.

A bien que Guillermo es un tirano, y tú una pobrecilla, como dice el mundo, y aquí o en la corte siempre vivirías oscurecida, que predicar conciertas gentes es sermón perdido.

No entraba de lleno Clotilde en las torcidas doctrinas de su tía, pero sus pérfidos consejos bastaban para aumentar sus cavilaciones y desviarla de Guillermo, a quien acabó por considerar como un déspota egoísta que no hacía el aprecio que debía a una mujer como ella.

-Yo soy muy lince, la dijo la Marquesa una tarde en que iban juntas a hacer una visita, y tengo tal costumbre de adivinar los secretos de las casas ajenas que ya he adivinado el de tu casa. Ya sé por qué tu marido no está nunca a tu lado, ni te hace caso.

-¿Por qué?, preguntó Clotilde temblando.

La Marquesa se paró y la miró fijamente.

-¿Por qué?, dijo, ¿pues no lo has adivinado tú? ¿Serás tan cándida que no lo hayas adivinado?

-¡Yo; no!, balbuceó Clotilde poniéndose encendida.

-Porque mientras tú te consumes en un rincón, y dejas que se marchite tu hermosura él, cansado de tu amor, ha puesto los ojos en la primera mujer que ha hallado a su paso, aunque ésta sea una mujer fea y en todos conceptos despreciable.

-¡Juana!, murmuró Clotilde con voz alterada y el corazón destrozado.

-Juana, sí, no me cabe duda alguna. Siempre veo el uno detrás del otro, siempre cuchichean en voz baja. ¿No has advertido que a ella la consulta para todo, que con ella cuenta para todo? Y ella, la gazmoña, ¿no has advertido con qué diligencia le sirve, le mima, y hasta procura adivinar sus pensamientos?

Clotilde quedó aterrada y prorrumpió en sollozos.

-¡Llora, llora!, exclamó la Marquesa con sarcasmo, ¡qué bien sirven las lagrimitas para marchitar la hermosura! ¡Necia, llora y ponte fea, éste es el mejor medio para desilusionar a tu marido!

-¿Pues qué haré?, exclamó Clotilde desolada.

-Toma, muy sencillo, si te da cuidado que ame a otra, porque si fuese yo, poco me importaría. Yo diría, ¡ancha Castilla!, y me aprovecharía de mi libertad para divertirme. Pero en fin, si a ti te da cuidado, como veo, lo que debes hacer es ponerte muy guapa, reír, gozar, mostrarte indiferente, y aun darle celos con otro, que éste es el medio mejor y más seguro. ¡Hay tantos que se considerarían dichosos con una mirada tuya, cuando tu imbécil marido te desprecia! Y sin ir más lejos, Miguel, que es un buen mozo, muy fino y muy ilustrado. ¡Ya, ya! ¡Si vieras en Madrid cómo se lo disputan las damas! Y sería una obra de caridad romper su compromiso con Juana, pues al fin él se cree ligado a ella por la gratitud, y sólo por gratitud se casará algún día con ella, porque por otra parte, yo sé muy bien que no la quiere, y ¿cómo la ha de querer nadie, no siendo el rústico de tu marido?

Así estaban las cosas en la noche en que se daba el suntuoso baile.

-Sabes, dijo de repente la Marquesa a su sobrina, que he discurrido un medio para que alcances la victoria que anhelas. Dicen comúnmente, y es verdad, que la privación es causa del apetito. Vente conmigo a Madrid cuando me vaya, que será muy pronto.

Y como entre los caprichos de la Marquesa y su ejecución no solía mediar ni un solo instante, repuso, dirigiéndose a su doncella, y sin dar siquiera tiempo a Clotilde para contestar:

-Leonor, vaya usted a decir al amo de la casa que deseo hablarle ahora mismo.

Siempre que hablaba de Guillermo nunca le llamaba mi sobrino, sino el amo de la casa.

No debía estar lejos Guillermo, por cuanto apenas hubo salido la doncella se presentó en el dintel de la puerta; pero con tan mala suerte, que al descorrer el portier derribó una frasquera de cristal que estaba sobre una mesa inmediata.

La Marquesa le echó una mirada furibunda. Reprimiéndose, no obstante, le mandó que se sentase; pero Guillermo, aturdido, añadió a una torpeza otra mayor, sentándose sobre un colchoncillo de color oscuro que había sobre una silla y dentro del cual Aníbal dormía, entregado a un sopor profundo.

Chilló el tití, levantóse Guillermo asustado y aún más se asustó al ver al feo animal lanzarse de la silla y correr de un lado a otro dando saltitos con una pierna encogida.

Al chillido de Aníbal había contestado con otro chillido estridente la Marquesa quien, después de haber pronunciado en voz perceptible la palabra patán, se entregó a los arrebatos de una desesperación sin límites.

Cogió en sus brazos al tití, le meció y acarició como si fuese un niño, mandó traer sales, vinagre, árnica, y sólo después de haber curado y vendado la herida que no existía, y de haber ella tomado éter para el susto, pareció tranquilizarse.

La dicha humana pende de un cabello; el vuelo de un insecto rompe a veces y repentinamente lazos que se creían inquebrantables.

Aquella farsa ridícula incomodó a Guillermo, que permanecía serio y altivo en un rincón. Acaso no había sido más que la gota de agua que hace desbordar la copa, pues durante el mes trascurrido había tenido que apurar muchas humillaciones y muchos sufrimientos.

-Le he mandado a usted llamar, dijo por fin la Marquesa con tono seco e imperativo, para participarle mi resolución. Quiero que mí sobrina me acompañe a Madrid. Creo tener derecho a exigirlo, supuesto que la he nombrado heredera de mi fortuna y de mi título.

Una nube de sangre subió a oscurecer los ojos de Guillermo. Aquella orden, dada con tono tan absoluto, y basada sobre el mezquino interés, sublevó cuanto había de noble y generoso en su alma.

-Clotilde se ha casado conmigo cuando usted la tenía abandonada, dijo con voz trémula de cólera, y ahora es bastante rica para no necesitar de su herencia. Si desea ver Madrid, Clotilde irá conmigo cuando mejor le parezca, y la visitará a usted y la acompañará sin miras de interés alguno.

La vieja le miró fijamente, y prorrumpió diciendo:

-¿Es así cómo se agradecen mis beneficios?

-¡Esos beneficios yo no los he solicitado!, replicó el joven con altivez.

-Porque tiene cuatro terrones y una fábrica mal montada, cree poder codearse con los que ostentan una corona, refunfuñó la Marquesa haciendo trizas su pañuelo de nipis.

Aunque había pronunciado estas palabras en voz baja, Guillermo las oyó.

Miró en torno de sí, vio a las doncellas ocupadas en arreglar el traje color de naranja que se iba a poner su señora, comprendió que en breve la afrenta sería repetida y comentada por todos los maldicientes de Orduña, y ya incapaz de contenerse, exclamó fuera de sí:

-No olvide usted que yo soy el amo de esta casa, que usted ha venido a ella por su beneplácito, y que por su beneplácito, y no a instancias mías, permanece en ella.

-¿Es decir que me echa usted?, gritó la Marquesa levantándose y con los ojos chispeantes de cólera.

-Tía, por Dios, dijo Clotilde interviniendo con ademán suplicante.

-¡Ya ves, ya ves cómo trata a tus parientes el que debía considerarse muy honrado con los lazos fortuitos que le unen a ellos!, vociferó la vieja, golpeando el suelo con los pies y entregada a un verdadero paroxismo de ira.

Guillermo a su vez experimentó un vértigo, al oír aquel nuevo insulto.

Sin embargo se contuvo.

-Basta, señora, dijo, está usted en mi casa, y no contestaré con improperios a sus improperios.

Pero no olvide usted que si yo la respeto, tengo derecho a ser respetado, y a que se consulte mi voluntad antes de tomar una resolución cualquiera.

Volvió la espalda, y salió con paso grave y mesurado del aposento.

No estaba la Marquesa acostumbrada a sufrir la más leve contradicción; no estaba acostumbrada, sobre todo, a ver que al pronunciar la mágica palabra de herencia, sus presuntos herederos dejasen de arrastrarse de rodillas delante de ella. Sólo aquel sobrino, del cual deseaba tan ardientemente vengarse, le había ofrecido resistencia, y aún éste tenía la excusa de que amaba a otra mujer.

Ciega, desatentada y furiosa, prorrumpió en mil denuestos, y formó los más extravagantes propósitos de venganza.

-¿Ves?, decía a su sobrina apesarada y llorosa, ¿qué has adelantado con sufrir?, ¿qué has adelantado con tolerar? ¡Formulas el primer deseo, y lo rechaza brutalmente encastillándose en su potestad conyugal! ¡No le basta sacrificarte a un ser indigno, quiere que presencies sus viles devaneos, y quizás que mueras de pena al presenciarlos! Pues si tú fueras una mujer de espíritu, una mujer superior, ahora sería la ocasión de dernostrarle que de igual a igual no va nada, y que sí él tiene voluntad y libre albedrío tú también lo tienes.

Clotilde defendió cuanto pudo a su marido, declaró que no se sublevaría jamás contra sus mandatos; pero ¡ay! que su corazón estaba brotando sangre, y su alma conturbada por mil opuestos sentimientos.

Hacía suya la ofensa que Guillermo había inferido a su tía, parecíale que debía haberla respetado por lo que tenia de común con ella.

-¡Al fin ha nacido en noble cuna!, se decía a sí misma ¡y por postergados que estén, algo valen los pergaminos! ¡Rebajando a mi tía me rebaja a mí!

Y luego proseguía:

-¡Es cierto, jamás le he pedido nada!, ¿por qué negarme con tono tan absoluto el primer deseo que formulo? ¡Ah, es que no me ama, es que ama a otra! Y no obstante yo soy joven... soy bella...

Cruzó vagamente por su imaginación el recuerdo de Amanda, a quien la deslealtad y cruel indiferencia de su marido habían dado derecho para buscar el calor de otro corazón amante...

Batallando con todas estas ideas, herido en lo más vivo su amor propio, entró en el salón ya lleno de convidados.

Componíase la elegante sociedad congregada en aquel sitio de algunos nobles de la provincia, tiesos y encopetados, que parecían moverse por resorte, y que hubieran creído rebajarse si hubiesen contestado más que sí y no a cuanto se les preguntaba. Fieles a sus principios de inamovilidad absoluta, ostentaban galas antediluvianas, porque también hubieran creído rebajarse adoptando las modas que llevaban las personas de la clase media. Éstas, por su parte, estaban cortadas al hallarse por primera vez confundidas con la aristocracia, que siempre campeaba sola en Orduña, porque nunca se había dado el caso de que una dama ilustre, habitante de Madrid, en donde se nivelan y confunden todas las clases, hubiese venido a trastornar el orden y a reunirlas en un mismo punto.

Capitaneaban los dos bandos, por una parte doña Segismunda mujer alta, corpulenta, que parecía más alta porque llevaba siempre la cabeza erguida como las torres de los palacios, que pretenden dominar a las míseras cabañas que los cercan. Su paso era lento, su andar mesurado; miraba siempre de frente como si se desdeñase de volver la cabeza a derecha e izquierda para ver a los que pasaban, y abría los ojos de un modo desmesurado, como si no hubiera nada en el mundo que pudiese hacerle inclinar la vista al suelo.

En sus tiempos, porque no contaba menos de medio siglo, había sido hermosa pero no coqueta. El arte de agradar y atraer era incompatible con su orgullo, que pretendía hallar tan sólo esclavos que la acatasen de rodillas.

De su hermosura no había quedado nada, pero su orgullo había permanecido incólume, corno los árboles gigantescos que se levantan altivos sobre un campo desolado.

Vestía siempre de negro, pero en cambio se presentaba cubierta de joyas pesadas y macizas, tan venerables como ella. En sus conversaciones no hablaba más que de su elevada alcurnia y de sus invictos abuelos, que habían peleado contra los moros, o habían ido a la conquista de la Tierra Santa. Pretendía descender del rey Egica, y describía con admirable prolijidad las fiestas de la corte de los reyes Godos.

No se había casado porque, según decía, no había halla-do otro noble tan noble como ella. Despreciaba los títulos porque eran debidos, según decía también, al favoritismo, mientras que los sencillos escudos de armas, como el que ella ostentaba en el portalón de su casa, habían sido ganados en buena ley con la punta de la espada. A pesar de su severa majestad, algo se había murmurado de ella a tuertas o a derechas, que en una ciudad pequeña corno Orduña, todo se observa, se cuenta y se zahiere.

Por esta misma razón había declarado guerra a muerte a las reputaciones intachables, y no había nada que la irritase tanto como el oír alabar delante de ella a una mujer virtuosa. También había declarado guerra a muerte a las personas que pasaban por ricas, porque sus abuelos, con haber atesorado tanta nobleza, se habían olvidado de llenar sus arcas, y la ilustre matrona se veía obligada a vivir más que con estrechez, con miseria, en su casa solariega, desmantelada y sombría, pero con puertas claveteadas de hierro, y airosas torrecillas, que se subían a predicar a las nubes, para pregonar desde allí las excelencias de sus dueños.

Y así, no tenía más que una doncella y un escudero, tan viejos como ella; pero que, sin embargo, desempeñaban todas las funciones, él desde paje a copero, y ella desde menina a dueña Quintañona.

Capitaneaban el bando opuesto, es decir, el de la clase media, las tres hijas del escribano, de quien ya dejamos hecha mención, poco honorífica por cierto, en el anterior capítulo, y que con ser el más moderno de la ciudad, por su genio intrigante y solapado había conseguido alzarse con toda la clientela.

Eran sus tres hijas tan pequeñas y diminutas como niñas de ocho años, aunque la menor pasaba de los cuarenta, y tan parecidas entre sí como una gota de agua a otra gota.

Dejaremos para más adelante la descripción física y moral de estas amables señoritas, incansables por más de un concepto, y sólo consignaremos que su padre era hijo de un pobre molinero de La Mancha y que, según propalaban malas lenguas, había llevado a cuestas durante su juventud sendos costales de trigo, razón por la cual, tanto él como su respetable padre, miraban de reojo a la nobleza, por aquello de desdeñar lo que no nos es posible poseer.

Inútil es decir que mediaba un abismo profundo entre ambos bandos; pero como nada hay tan sabroso como la murmuración, y como la murmuración es la vida de las ciudades pequeñas, había momentos solemnes en que el abismo desaparecía colmado por la saña y la malicia, y que los dos bandos pactaban algunos instantes de armisticio. Esto sucedía cuando se trataba de mancillar la honra de alguno, o de combinar alguna intriga que diese por resultado la pérdida de alguna mujer o la desventura de alguna familia.

Entonces las diminutas hijas del escribano se acercaban a la corpulenta doña Segismunda, y encogiéndose ésta, y estirándose aquéllas, lograban pronto asimilarse y confundirse, que tanto puede el afán de censurar y morder en almas viejas y bajas.

La posición de Clotilde en medio de aquella sociedad heterogénea era sumamente espinosa: si sonreía a los nobles, los otros decían que por ser sobrina de su tía se daba aires de gran señora; si hablaba con los de la clase media, los otros clamaban porque arrastraba por el fango sus blasones.

Hasta entonces todo se había reducido a hablillas sin consecuencia; aquella noche los unos y los otros tuvieron ocasión para asestarle sus más venenosos tiros.

Clotilde acababa de cantar una melodía de Schubert, tierna y melancólica como todas las suyas. Clotilde tenía la voz de un ángel, y daba nuevas y sublimes inflexiones a su voz la profunda tristeza que abrumaba su alma; cada nota era un suspiro de su corazón ulcerado, y cuando concluyó de cantar se retiró del piano con las mejillas cubiertas de lágrimas, mientras los circunstantes conmovidos, electrizados, respondían a su canción con una salva de aplausos.

Al ocupar de nuevo su asiento, Clotilde se vio rodeada de hombres y mujeres que la felicitaban por su triunfo, y la necesidad de sonreír y buscar frases de gratitud aumentaba su tormento.

Hubiera deseado estar sola para dejar correr sus lágrimas y confiar al viento sus suspiros.

Entonces oyó una voz conmovida, que murmuraba una súplica junto a ella.

Levantó los ojos y vio a Miguel, pálido y con los ojos iluminados por un extraño fuego.

Miguel era artista, y aquel canto apasionado había conmovido repentinamente todas las fibras de su alma.

-¿Quiere usted otorgarme el honor de bailar conmigo?, replicó el joven con voz alterada por la emoción.

La música alternaba con el baile, y el piano ya preludiaba un vals.

-¡Oh!, no, dijo Clotilde, ¡me ahogo aquí!

-¿Quiere usted que salgamos a dar una vuelta por la galería?, preguntó Miguel.

Clotilde se levantó, apoyó su brazo en el del joven y ambos salieron a una galería circular que daba al jardín, defendida de la atmósfera exterior por un cierre de cristales. Hasta la misma barandilla llegaba el ramaje de los árboles y las rosas de guirnalda, que parecían subir a ofrecer a los habitantes de la casa sus encendidos botones.

La noche estaba hermosa, la luna esparcía en torno sus rayos de luciente plata, y la brisa juguetona llenaba el espacio de perfumes y armonías.

Clotilde abrió los cristales y se puso a contemplar el paisaje lleno de contrastes y misterios, pues mientras aquí y allá estaba envuelto en impalpables sombras, los rayos de la luna iluminaban con su brillante luz, ya una colina, ya una choza o un grupo de árboles que escondían en las nubes su frondosa copa.

A la vista de aquel paisaje poético, Clotilde experimentó una sensación dulce y triste a la vez, y su alma se sumergió en un suavísimo delirio.

Hay horas peligrosas en la mujer, tierna y apasionada por naturaleza, contra las cuales debe estar siempre en guardia, apercibida siempre para no sucumbir a su funesto influjo.

Las lágrimas que había contenido a duras penas en el salón, se desbordaron de sus ojos, y fueron a caer sobre sus manos, cruzadas y apoyadas en la barandilla.

El alma del artista es semejante al alma de la mujer: su sensibilidad, sobreexcitada siempre, hace que sea más susceptible de entregarse a inefables y sublimes emociones.

Miguel, que durante aquel mes había galanteado a Clotilde por pasatiempo, se sintió verdaderamente conmovido, verdaderamente electrizado, al ver sus lágrimas.

-Clotilde, ¿qué tiene usted?, exclamó con apasionada ternura; por Dios, Clotilde, ¿por qué llora usted?

Clotilde inclinó la hermosa frente y, en vez de contestar, dejó que sus lágrimas corriesen en abundancia.

Miguel tomó su mano y la estrechó entre las suyas.

-¿No soy su amigo?, murmuró con infinita dulzura; ¿no tengo derecho a que usted me confíe sus pesares?

-¡Ah, que soy muy desgraciada!, exclamó Clotilde, dejando, por fin, escapar el secreto de su alma.

Era la primera vez que esta confesión salía de sus labios, y salió con todo el ímpetu de un dolor largo tiempo comprimido.

-¿Usted desgraciada?, exclamó Miguel con no fingido asombro. ¡Usted a quien el mundo aplaude, usted que tiene esposo y tiene hijos!...

-Sí; murmuró Clotilde con expresión dolorosa; ¡tengo esposo, tengo hijos y sin embargo sufro!...

Levantó los ojos sobre Miguel al decir esto, y enmudeció.

El rostro de Miguel expresaba todo el transporte de la pasión, toda la embriaguez de una inesperada victoria.

Aquellas imprudentes palabras le habían hecho creer que sus galanterías habían hallado un eco en el alma de la joven, y trémulo, delirante, exclamó, juntando las manos sobre el pecho:

-¡Ah Clotilde! ¡Con toda mi sangre pagaría el derecho de enjugar esas lágrimas que brillan en sus mejillas!

Miguel era sincero en aquel instante.

Clotilde, de alma pura, cándida, inocente, que ignoraba las artes de la coquetería, que no había querido, en manera alguna, provocar una declaración, quedó suspensa, ruborosa, asustada de sí misma y de aquel amor apasionado que se ofrecía de repente a sus miradas.

Bajó los ojos, calló, apoyándose en la baranda, pálida y convulsa.

Entonces, Miguel, cobrando ánimo con su confusión, con su silencio, le dijo cosas sublimes que brotaban de su corazón a sus labios, y que, como todo lo que brota del corazón, tenían una magia irresistible.

Clotilde experimentó el choque eléctrico de aquellas ardorosas sensaciones; sintió correr por sus venas parte del fuego que corría por las venas de Miguel, el amor desordenado y poético de sus libros se ofreció a su enferma imaginación avasallándola; creyó estar en su derecho, compartiendo aquel amor ideal que ofrecía un bálsamo dulcísimo a sus penas.

Más de una hora permaneció allí escuchando las palabras elocuentes del joven, que resonaban en su corazón como una música deliciosa.

Durante aquel coloquio, los ángeles no tuvieron por qué cubrir su faz con sus blancas alas; pero al volver a entrar en el salón, cuando ya las luces se apagaban y los ecos de la música se extinguían, las hijas del escribano y doña Segismunda pudieron ver que en el ojal del frac de Miguel se ostentaba una purpúrea rosa arrancada del ramo de Clotilde.




ArribaAbajo- IV -

Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida


La mujer es el Atlante sobre cuyos flacos hombros descansa el edificio de la familia; un solo paso en falso, y el edificio se derriba y se convierte en ruinas.


STHAL.                


La casa que habitaba el escribano de Orduña era un antiguo caserón situado en una calle angosta en donde sólo de escapada se presentaba el sol, como si no quisiera alumbrar con sus purísimos rayos a los aviesos seres que se escondían en ella.

Llamábanle la casa maldita, porque allá en los antiguos tiempos habían pasado cosas extraordinarias. Contábase que el señor que la habitaba había partido a la guerra de Flandes, dejando a una esposa joven y a un niño en la cuna. Cuando volvió, después de muchos años de cautiverio, apoyado en el bordón de peregrino, su mujer había muerto, y su hijo, que había entrado a disfrutar de todos los bienes, temiendo que su padre pusiera coto a sus devaneos, le encerró en un lóbrego subterráneo, y allí le dejó morir de hambre y desesperación, si es que no se había adelantado a la parca con mano parricida. Ningún correctivo dio la justicia humana a semejante crimen, por ser personaje importante el desnaturalizado hijo, pero Dios, que consiente y no para siempre, una noche en que daba un festín a sus amigos hizo que descendiera un rayo de las nubes, que hendió los techos de la casa, apagó las luces, y derribó la mesa, en derredor de la cual los comensales, beodos, desafiaban con brindis impíos la cólera celeste.

Acudieron los criados con antorchas a los gritos de su amo; pero éste quedó sumido en las mismas impalpables tinieblas, porque el rayo le había robado la luz de las pupilas. Huyeron los convidados y los criados, despavoridos ante tan ejemplar castigo, y el parricida quedó solo y entregado a sus remordimientos. Solo y entregado a sus remordimientos vivió muchos años, ensordeciendo los ecos de la calle con sus tristísimos lamentos.

Cuando él murió, la casa quedó cerrada, porque nadie quería ir a habitar en ella, asegurando los vecinos que durante las noches tempestuosas resonaban en su recinto quejas y alaridos.

En memoria del suceso hicieron un nicho en el arco que unía el antiguo caserón con otro caserón de enfrente, como que en tiempos remotos ambos habían formado un mismo edificio, y colocaron en el nicho la efigie de Jesús Nazareno, con un farolillo que lucía noche y día, costeando la luz entre todos los vecinos.

Deshabitado había quedado el caserón hasta principios de este siglo en que, dando de mano a rancias preocupaciones, su dueño fue a habitarle él mismo, y luego buscó trazas para alquilarlo a cuantos forasteros iban a establecerse en Orduña, porque a pesar de su ejemplo ningún vecino de la antigua ciudad se hubiera decidido a imitarle.

Uno de aquellos forasteros había sido el escribano don Lupercio Mangarrota que, natural de La Mancha, había comprado en Orduña una antigua escribanía, y ciertamente que ninguno mejor que él podía ocupar la casa de los duendes, como se la llamaba comúnmente.

El escribano parecía un verdadero duende cuando por la noche se le veía pasar a lo largo de las ventanas con su gorro negro, terminado en punta, y su velón de hoja de lata en la mano.

Era un hombrecillo seco, con las piernas torcidas, nariz de gavilán y ojos de mochuelo.

Tan bajo como era de estatura, tan largas eran sus manos descarnadas y con uñas descomunales, semejantes a las garras de un ave de rapiña.

Aquélla parecía una familia de enanos. Como hemos dicho, sus tres hijas, tan diminutas como él, eran su verdadera efigie, y la naturaleza no las había hecho gracia ni de su nariz corva, ni de sus ojos inflamados, ni de sus manos largas.

Andaban como sapos, y tenían una voz tan bronca, amén de lo desagradable, que parecía salir de una bodega.

Tan ruin como el cuerpo era el espíritu.

Medían a los demás por su propia malévola bajeza, y así como la bolsa de los clientes no se escapaba de las manos de don Lupercio sin quedar hecha jirones, así no se escapaba la honra de nadie sin quedar hecha jirones de las lenguas despiadadas de sus hijas. No necesitaban tener un interés cualquiera para deprimir y calumniar, no quitaban los pretendientes a las otras mujeres por quererlos para sí, porque sabían que esto era imposible, pero como otras gozan con el espectáculo de lo bello y de lo bueno, ellas gozaban ante el cuadro de las lágrimas ajenas y las ajenas desventuras. Obedecían a un ciego instinto, al cual se entregaban con placer como la fiera de los bosques o el ave de rapiña.

Guardando armonía con la vetustez de las paredes, en aquella casa todo era antiguo: los muebles, los trajes y las caras.

Ciñéndonos a la casa diremos que por delante tenía un inmenso patio en el cual crecía con abundancia la hierba en medio de los pedruscos puntiagudos y desiguales; por atrás un jardín bastante grande pero que, como en lugar maldito, no prosperaban más que los abrojos y las zarzas. En el interior, los salones eran vastos, los techos altísirnos; pero tanto éstos como las paredes estaban llenos de grietas, así como el pavimento de hoyos, por haberse desgastado los ladrillos. Aquella casa era la imagen perfecta de la desolación y la tristeza.

Atentas las tres mujercillas a otros gravísimos cuidados, no se ocupaban en reparar estas injurias del tiempo, y lo mismo sucedía con respecto a los muebles. Si a una mesa le faltaba un pie, a una silla le faltaba el respaldo, o lo que es peor, las aneas del asiento. Hasta un grande espejo que tenían en la sala, había perdido por completo su transparencia, gracias a las moscas que habían establecido sobre él sus tiendas de campaña.

No es necesario añadir, dados estos antecedentes, si todos los muebles estarían en amable desorden, pudiéndose escribir sobre cada uno de ellos infolios de romances o dísticos latinos, merced a las espesas capas de polvo que los cubrían.

Igual desorden ostentaban los trajes de los habitantes de la casa, llenos por todas partes de manchas insolentes y atrevidos jirones.

Los graves cuidados que absorbían por completo la atención de las tres hermanas se reducían a fisgar y a darse cuenta hasta del aleteo de una mosca en casa ajena.

Aunque ellas y las flores parecían cosas incompatibles, de lo cual daba fe el jardín convertido en páramo, tenían las dos ventanas que daban a la calle cubiertas de enredaderas, dispuestas con tal arte que podían asomarse sin ser vistas y ver a su sabor cuanto pasaba en ella.

Horas y horas permanecían en su puesto de observación, con la paciencia inalterable del gato que acecha a su presa, y la misma paciencia empleaban para enterarse de lo que ocurría en ambas casas vecinas, aplicando el oído, para la una, al mismo cañón de la chimenea, y habiendo practicado un agujerito imperceptible en la pared medianera de la otra, cubierto por sobra de precaución con sendas telas de araña.

Pero no les bastaba saber lo que pasaba en la calle y en las dos casas vecinas, necesitaban saber lo que pasaba en la ciudad, y a este objeto tenían establecida una especie de policía secreta, mucho más activa que la que pudiera tener el gobierno, atendido a que eran mujeres las empleadas en ella, y por lo tanto chismosas.

Era el capitán o jefe de esta policía la tía Ojazos, la vieja estantigua que tanto había mortificado a Juana, y que con su oficio de ramilletera lo mismo tenía entrada en los palacios de los nobles que en las buhardillas en donde habitaban sus compañeras de mercado. Así no había secreto por alto ni por bajo que no llegase a su noticia con más celeridad que el rayo. Tenía un arte tal, que sabía hacer hablar hasta a los mudos, valiéndose de los más ingeniosos circunloquios para llegar al punto deseado.

Todas las mañanas llegaba con el rostro risueño a traer un saco de noticias, como ella decía, a las hijas del escribano, recibiendo en premio de su espionaje, ya un taleguillo de garbanzos, ya un pedazo de tocino o una rizada y pomposa berza, sisando ellas a su avaro padre para hacer estos obsequios, o privándose de lo necesario para regalarse con los sabrosos chismes de que iba siempre provista la comadre.

Puestas de atalaya estaban las tres hermanas a los ocho días de haberse dado el baile en casa de Guillermo, y ya empezaban a impacientarse, porque la tarde estaba fría y lluviosa, y ni un perro, cuanto más un hombre, asomaba por la calleja solitaria.

Aunque faltaba mucho para anochecer, ya habían encendido los vecinos el farolillo que alumbraba a Jesús Nazareno, y habían hecho bien, porque el aire gemía como un condenado por las revueltas y esquinazos de la calle, imitando a la sombra del mal hijo, que debía estar purgando su culpa en los infiernos.

De repente, la mayor de las tres hermanas, llamada Policarpa, dio con el codo a la segunda, y la segunda hizo lo mismo con la tercera. La segunda y la tercera se llamaban respectivamente, Verónica y Telesfora.

-¡Guillermo!, dijo Policarpa en voz baja.

-¡Guillermo!, repitieron sucesivamente las otras dos, que siempre eran el eco de su hermana mayor, repitiendo invariablemente las tres la misma frase, fuera lo que fuese de lo que se tratara.

Un resplandor maligno iluminó los ojos de las malévolas gorgonas.

-¡Viene aquí!, exclamó la mayor con alborozo.

-¡Viene aquí!, repitieron los ecos.

Las tres se metieron dentro apresuradamente, y corrieron a instalarse alrededor de una mesita que había en una pieza anterior al despacho de su padre.

Apenas se sentaron, sacaron sus calcetas de unas bolsas inconmensurables que llevaban pendientes de la cintura, y se pusieron a hacer labor.

Las calcetas eran las encubridoras de su holgazanería; pero a la sazón, tan atentas estaban a escuchar los traspiés que daba Guillermo al atravesar el patio, lleno de hoyos y pedruscos, que dejaron caer todos los puntos, y enredaron el hilo en tal disposición que necesitarían luego un día para deshacer el enredo.

Entró por fin Guillermo, algo pálido, algo ojeroso, pero con ademán tranquilo.

-Buenas tardes, Guillermo, dijo la mayor.

-Buenas tardes, Guillermo, repitieron los ecos, acercándole una silla, la menos rota y empolvada que pudieron encontrar.

-Padre está ocupado en un trabajo urgente, y me ha dicho que no le interrumpa, objetó Policarpa, mirando de soslayo a sus hermanas. Siéntese usted un poco.

Verónica y Telesfora comprendieron lo que quería significar la torcida mirada de su hermana.

Como solían repetir punto por punto sus palabras, la conversación con ellas se hacía sumamente larga y fastidiosa; pero omitían esta costumbre inveterada en las ocasiones especiales, porque el afán de hacer daño les daba una insólita lucidez, y hasta tenía el poder de encadenar sus lenguas.

-¿Viene usted a hablar de su pleito?, preguntó la mayor. ¡Qué pleito tan fastidioso e interminable! ¡Y qué ingrata es la gente de este mundo! ¡Esos pícaros sobrinos, a quienes ha colmado usted de tantas mercedes, moverle, a los cien años, y sin por qué toda esta barahúnda! El caso es que, como ellos pleitean por pobres, no tienen prisa, mientras a usted le están causando perjuicios indecibles. Ayer padre hablaba de eso, y se lamentaba de su tenacidad, causada, según él, por los envidiosos de Orduña, que los aguijonean y alientan. Ahora, según creo, han pedido una revisión de pruebas.

¿Qué le parece a usted su pretensión?

Demasiado sabía Guillermo, porque era casi público en Orduña, que aquel trastorno lo debía a las artimañas de don Lupercio; irritóle la hipócrita falsía de Policarpa, para quien su padre no tenía secretos, y aún se suponía que recibía de ella sus más malignas inspiraciones, y así contestó con sequedad:

-Que hagan lo que quieran, si sigo el pleito es porque estoy seguro de mi derecho.

-Sí, sí, interrumpió Policarpa. Por eso deja usted obrar a la justicia, y apenas si se ocupa usted de defenderse. Por esto me extraña verle a usted aquí, cuando tan pocas veces viene a honrar nuestra casa. Pero ya caigo, ya sé a lo que viene usted, añadió sonriendo con su enfática sonrisa, viene usted a hacer la escritura de la tierra que trata de venderle el viejo Ruperto. La tierrecita es buena, y buena la ocasión de comprarla, porque Ruperto está, según dicen, con el agua al cuello, y la dará por lo que quieran, con tal de que se la paguen al contado.

Un relámpago de cólera iluminó las pupilas de Guillermo.

-¡Yo no acostumbro a especular con la miseria ajena!, dijo con voz breve.

-Ya se ve, ya se ve, replicó vivamente Policarpa. ¿Quién ignora en Orduña que es usted bueno y compasivo y generoso; quizás demasiado generoso, sobre todo con ciertas gentes.

Ruperto, por ejemplo, no merece nada, porque él es un vicioso, y tiene una mujer cuya lengua corta como un hacha.

Las dos hermanas no pudieron resistir al impulso de añadir:

-¡Como un hacha!

-De todos y de todas se atreve a hablar, repuso Policarpa, y ya que se presenta la ocasión, me atrevo a darle a usted un consejo, y es que le cierre la entrada de su casa.

-¡Lo que se hace en mi casa, puede hacerse a la luz del sol, respondió Guillermo con altivez...

-Ya se ve, ya se ve, interrumpió Policarpa; pero estas mujeres malas desfiguran las palabras y los hechos, y convierten la cosa más inocente en crimen espantoso. ¿Pues no se ha atrevido a hablar mal de Clotilde, que es una santa?

-¡Una santa!, repitieron Verónica y Telesfora, levantando los ojos al cielo y juntando las manos sobre el pecho.

-¿Y qué es lo que puede decir de Clotilde?, exclamó Guillermo con ímpetu.

-¿Qué ha de poder decir?, repuso Policarpa, ¡lo que ella inventa! Por ejemplo, la noche del baile, como la habían ustedes llamado para que hiciera ramilletes, que en esto tiene mucha habilidad, sí señor, mucha habilidad, observó que Clotilde salió a la galería con Miguel, y permaneció allí más de una hora. Observó que Miguel le hablaba en voz baja, y haciendo muchos y apasionados extremos, y que ella, por fin, le contestó arrancando una rosa de su ramillete y poniéndola en sus manos. Lo de la rosa todas lo vimos, porque cuando volvieron a entrar en el salón, ya muy tarde, Miguel la ostentaba muy ufano en el ojal de su frac. Pero eso, ¿qué tiene de particular? Pues la malvada vieja no se contenta con esto sino que, forjando un castillo de naipes sobre lo que ha visto y observado, pretende que desde aquella noche, Clotilde va todas las mañanas a la ermita, en donde la aguarda Miguel, y que juntos hablan y aun suspiran largo rato.

Y, aunque fuera cierto, ya ve usted, ¿qué tendría esto de particular, siendo Miguel un huésped de la casa, y a mayor abundamiento el prometido de Juana? Éstas son cosas muy inocentes y naturales.

-¡Muy inocentes y naturales!, repitieron los ecos.

-Y aún si se contentase con decirlo aquí, prosiguió Policarpa, que somos temerosas de Dios y que nuestra boca es un sepulcro, pero nada de eso, pues a estas horas ya lo sabe todo Orduña.

Un esfuerzo sobrenatural había tenido que hacer Guillermo para que su fisonomía no revelase el desorden de su alma durante este largo relato, y aún mayor tuvo que hacerlo para decir con voz segura:

-La reputación de Clotilde está muy por encima de los chismes de vecindad, y ha adquirido el derecho de despreciarlos.

Luego añadió bruscamente, levantándose:

-Supuesto que don Lupercio está ocupado, volveré otro rato.

-Vaya usted enhorabuena, dijo Policarpa sin procurar detenerle, segura de que la saeta había ido derecha al corazón y se había clavado en él.

-¡Vaya usted enhorabuena!, repitieron los ecos levantándose y haciéndole grotescas reverencias.

Y cuando las tres hubieron oído perderse a lo lejos el ruido de sus pasos, empezaron a dar saltitos como las mandrágoras, y a restregarse las manos con diabólica alegría.

Iba Guillermo con paso precipitado, sin cuidarse de que el viento le arrebatase casi de los hombros la capa y diese serias embestidas a su sombrero, que por dos o tres veces cayó al suelo. No sabía lo que le pasaba. Zumbábanle los oídos, y eran tan fuertes los latidos de su corazón, que tenía que detenerse a cada paso para tomar aliento. Sus ideas eran confusas, turbada su vista, hasta el punto de tropezar con todos los guardacantones y, cuando salió de Orduña, con todos los árboles que iba hallando al paso.

Si le hubiesen preguntado a dónde iba no hubiera podido decirlo, y sin embargo andaba, o más bien corría, hacia un punto fijo. Le guiaba el instinto: su voluntad y su pensamiento estaban paralizados.

Empezaron a caer gruesas gotas de lluvia, y no se apercibió de que llovía; empezó a tender la noche su negro velo, y no notó que era de noche. Ahullaban los perros de presa al verle pasar por cerca de los cortijos; chillaban las aves de rapiña, refugiadas en el hueco de las peñas, creyendo que iba a turbar su reposo. ¡El infeliz nada oía!

Por detrás de la ermita, y a corta distancia de ella, se alzaba un humilde cobertizo. Su techo era de cañas, y tenía por delante un cercado. Allí se detuvo Guillermo, con la frente inundada de sudor. Vaciló un breve instante, y luego gritó con voz ronca y destemplada.

-¡Ruperto! ¡Ruperto!

Abrióse al momento la puerta, y se asomó el viejecillo que traía un candil en la mano, y que exclamó lleno de asombro.

-¡Usted por aquí don Guillermo!

Hizo entrar a su visitador, dirigiéndole mil humildes frases de gratitud, y después de haber colgado de un clavo el candil, le quitó la capa y el sombrero, que estaban calados de agua, y le ofreció un tosco banquillo de madera para que se sentase.

Poco les había aprovechado a Ruperto y a su mujer la guerra encarnizada que habían hecho a Juana: ambos eran demasiado amigos de visitar la taberna para que pudiesen vivir en buena armonía con el avaro Blas y la atrabiliaria Segunda.

Aún no se habían pasado diez meses desde su instalación en la casa, cuando ya se vieron echados de ella y, lo que es peor, Ruperto perdió su colocación como mozo de labranza.

Así suele suceder siempre al que mal obra, que es la víctima primera de sus propias traiciones.

Perdida su colocación, y no siéndole fácil a Ruperto encontrar otra, por ser ya viejo, y por su creciente afición a los licores, fue yendo de mal a peor, hasta el extremo de tener que refugiarse en aquel cobertizo, destinado antes a los animales, cuando era suya la casa que había contigua, y que había pasado hacía muchísimo tiempo a otro dueño.

La barraca, que no tenía más de cincuenta pies, estaba dividida en dos mitades, habitada la una por tres gallinas y un cerdo; habitada la otra por Ruperto y su mujer, cuyo lecho se reducía a un montón de paja. Dos o tres platos negros y desportillados y otras tantas cazuelas y pucheros, junto con una mesita de pino y hasta media docena de tarugos de madera, formaban todo el ajuar de aquella inmunda vivienda, ennegrecida por el humo del hogar y por el polvo que cubría el techo y las paredes.

Formaba singular contraste con el mueblaje del cobertizo y con sus habitantes una enorme canasta de mimbres que se veía en un rincón, llena de ramilletes de flores hechos con un primor exquisito, y más singular era el contraste para quien sabía que aquellos hermosos ramilletes salían de las manos trémulas y descarnadas de la tía Ojazos, viejo esperpento calvo, sin dientes, apergaminado y andrajoso.

-Ya ve usted a lo que nos vemos reducidos, don Guillermo, dijo Ruperto con voz lastimosa, a habitar la covacha que teníamos en otro tiempo para los animales. ¡Somos muy desgraciados! ¿Viene usted a decirme que le parece excesivo el precio que pido por la tierra? ¡Me lo daba el corazón! ¡Eh!, ¡eh!, ¡somos tan desgraciados!

Sus lamentos e interjecciones parecíanse tanto a gruñidos, que el cerdo despertó y le respondió con gruñidos más quejumbrosos todavía.

-El pobre parece que sabe la suerte que le aguarda, dijo Ruperto haciendo como que se enjugaba una lágrima. Le compramos chiquito y le hemos criado, quitándonos el alimento de la boca. Parece un perro, según es de

manso y fiel; pero ya lo tenemos vendido, lo mismo que las gallinas. ¡Somos muy desgraciados, don Guillermo, muy desgraciados! ¡Eh!, ¡eh!

Renovóse el triste dúo entre Ruperto y el cerdo, y hubiera continuado mucho tiempo, porque Guillermo no pensaba en interrumpirle, si la tía Ojazos no hubiese intervenido, preguntándole bruscamente:

-¿Pero es verdad lo que dice Ruperto? ¿Viene usted a decir que no quiere la tierrecita?

-No, dijo Guillermo, volviendo en sí de su abstracción; al contrario, vengo a decir que me he enterado de la triste situación en que se hallan y que les daré el doble de lo que me piden para que salgan de apuros.

Sin poderlo evitar, Guillermo se halló con que la repugnante vieja se amparaba de su mano e imprimía en ella sus labios fríos y húmedos, causándole una impresión semejante a la que nos ocasiona el contacto de un reptil.

-Dios le bendiga a usted, señor, decía al mismo tiempo la tía Ojazos, Dios le bendiga a usted.

Guillermo procuró sonreírse, retiró la mano, se levantó, se dirigió a la canasta y cogió un ramillete.

-¡Qué flores tan hermosas!, dijo, respirando su aroma.

-Si no fuera por estos pobres ramos, suspiró la tía Ojazos, la mitad de los días no comeríamos.

¡Pero hay tan pocas personas de gusto en Orduña!

Guillermo seguía examinando las flores.

Era evidente que quería entablar una conversación espinosa y no sabía cómo hacerlo.

La tía Ojazos adivinó lo que pasaba en su alma.

Nunca hemos tenido ocasión de decir por qué la vieja ramilletera llevaba tan extraño apodo; pues se lo habían dado porque sus ojos, por pequeños, eran casi invisibles, y tan hundidos que desaparecían debajo de las cejas. Pero cuando la malignidad los animaba parecían agrandarse y entonces resplandecían con un fuego siniestro, como si fuesen dos tizones del infierno.

Esto es lo que le sucedió en aquel momento, clavando en Guillermo sus miradas con una persistencia escrutadora-Éste se resolvió por fin a decir, afectando indiferencia:

-A propósito, ¿le ha hecho a usted un encargo mi esposa?

-¡No!, dijo la vieja, sin dejar de mirarle fijamente.

-¡Qué distraída!, repuso Guillermo. ¡Ya me figuraba yo algo de eso! Como viene todos los días a hacer una novena a la ermita, le encargué que le dijese a usted que me buscara una planta de clemátides, a cualquier precio que fuese, porque es un obsequio que quiero hacer...

-Pues sí, interrumpió la tía Ojazos, mirándole de hito en hito y acentuando cada una de sus palabras, viene todos los días, y todos los días ha estado sentada en ese banquillo que usted ocupaba antes.

-El caso es que también se lo había dicho a Miguel, que por mi ruego la acompaña no siéndome a mí posible dejar mis ocupaciones.

-Vele hay, replicó la tía Ojazos, Miguel se sentaba en ese otro banquillo de al lado, pero como era después de haber paseado mucho por los alrededores se conoce que el cansancio les quitaba la memoria.

Estaba tan electrizada la diabólica vieja con la novedad de aquella escena, cuya siniestra importancia conocía perfectamente, que crispados sus nervios hacían que se erizasen sus blancos cabellos, formando corno una diadema de movibles culebras plateadas alrededor de su frente.

En aquella lucha, Guillermo era el que llevaba la peor parte; pero comprendiendo que si se dejaba vencer su honor quedaba perdido, aunque desconcertado y confuso, se esforzó a decir:

-¡La pobre Clotilde es tan sensible! La superiora del convento en donde se ha educado, y que le ha servido casi de madre, está muy mala, y esto la trae muy pesarosa.

Bien se veía que andaba buscando las palabras, y que lo que decía era una mentira.

-¡Ya!, dijo la tía Ojazos con irónica sonrisa, ¡será sin duda por esto la novena! Ya me parecía a mí que le sucedía algo malo, porque el otro día, después de haber ido a dar un paseo con Miguel, volvió muy pálida y con los ojos hinchados de llorar.

Bailaban sus crespos cabellos al decir esto, como si estuvieran atacados del mal de San Vito, y sus ojos despedían rayos de fuego.

Al ver destrozado y vencido a su enemigo, pues harto bien revelaban el estado de su alma el temblor de su cuerpo y la lívida palidez de su semblante, quiso rematarle con un solo mortal golpe y así repuso:

-Por cierto que aquel mismo día la vi grabar con un lindo cortaplumas no sé qué en la corteza de la grande encina que está en medio de los cuatro caminos, y a Miguel también, que le quitó el cortaplumas para grabar otras palabras. Sería alguna oración para que Dios devolviese la salud a su maestra.

-¡Quiá, mujer!, saltó Ruperto que aunque no sabía escribir sabía leer, y se mostraba siempre que podía muy orgulloso de su ciencia, si lo que dicen esos garabatos es: recuerdo eterno.

Harto lo sabía la tía Ojazos, que si no conocía las letras tenía muy expedita la lengua para preguntar lo que ignoraba, pero revistiéndose de un aire de fingida candidez añadió al instante:

-Pues bien, viene a ser lo mismo.

Guillermo no pudo resistir más, sintió que un velo oscurecía su vista y que le iban faltando las fuerzas.

Sin embargo, aún tuvo aliento para decir:

-En fin, búsqueme usted la planta de clemátides, y usted Ruperto, vaya por el dinero cuando quiera, aunque no esté hecha la escritura.

Y salió con ímpetu, cerrando tras sí la puerta.

-Don Guillermo, don Guillermo, ¿a dónde va usted de ese modo?, gritó el viejecillo presentándose en el umbral del cobertizo con la capa y el sombrero.

Guillermo se detuvo, se puso ambas cosas, y se alejó sin escuchar a Ruperto que decía:

-¡No se vaya usted que arrecia la lluvia y se va usted a poner perdido!

-¡Déjale!, murmuró la tía Ojazos a la espalda de su marido, ¿no ves qué mosca lleva?

Si pudiesen ver los hombres lo que pasa en los dominios de Luzbel, la maligna vieja hubiera visto la batahola que movían los espíritus del mal para celebrar su victoria.

Guillermo entretanto corría corno si tuviese alas en los pies, como si huyese delante de un enemigo terrible.

¡Quería huir de su propio dolor que le iba persiguiendo!

Pero no continuó por mucho tiempo su insensata carrera. De repente cayó al suelo, quedando tan inmóvil como si se hubiese muerto. Y así permaneció durante muchas horas, sin que el cierzo ni la lluvia le volviesen el sentimiento de sí mismo. Rayaba el alba cuando recobró el conocimiento, si recobrar el conocimiento era quedar sumido en un estupor profundo.

Se levantó, y se sentó debajo de un árbol con la cabeza caída sobre el pecho y el rostro escondido entre las manos.

¿En qué pensaba? Difícilmente hubiera podido transmitir a otro sus pensamientos. El que se ofrecía con más claridad a su imaginación era la calma y el reposo que deben disfrutarse en el sepulcro.

Apareció el alba tornasolada y bella, y fue arrojando del cielo uno por uno a los negros nubarrones; y tras el alba apareció el sol, coronado de brillantes rayos e inundando de alegría el universo.

Y las campanas de Orduña dieron al aire sus melancólicos tañidos, convidando a los corazones cristianos a la oración, y los pájaros salieron de sus nidos, los insectos abandonaron las corolas de las flores, y cantando y susurrando alabaron al Árbitro Supremo. Y las flores se balancearon en sus tallos, como invitando al dorado rayo de sol para que fuese a beber las perlas del rocío, y los arroyuelos precipitaron su curso por la pradera como para ir a saludarle, y la brisa fue batiendo sus alas aquí y allá, y esparciendo por todas partes perfumes y armonías. Y se abrieron una a una las chozas y los cortijos, y aparecieron los labradores, los unos guiando a sus borricos, cargados de hortalizas y frutas, para dirigirse al mercado, los otros en pos de los tardos bueyes, que iban a abrir surcos en la madre tierra para que brotase de su seno la dorada espiga. Y los hombres, al par que los insectos y las aves, las flores y los arroyos, elevaban llenos de júbilo al Criador su himno de la mañana.

Y Guillermo sintió más destrozado su corazón, y halló que eran muy lúgubres los pensamientos que cruzaban por su mente, porque la luz del sol y los encantos de la naturaleza parecen un horrible sarcasmo al rey de la creación, sumido en un piélago inmenso de amargura.

Sin embargo, permaneció aún inmóvil mucho tiempo, tan indiferente al sol que secaba su traje somo a la lluvia que lo había inundado.

Sólo cuando dos o tres labradores que pasaron junto a él le saludaron, su imaginación principió a salir del caos tenebroso en que estaba envuelta.

Pero entonces, sintió un dolor tan agudo en el corazón, que echó de menos el estupor pasado.

Se levantó y se dirigió lentamente hacia la encina a la cual había aludido la tía Ojazos.

No podía confundirse con ninguna otra porque, además de su extremada corpulencia, se alzaba sola en medio del crucero de cuatro caminos.

Guillermo se detuvo delante de ella y examinó su corteza, pero no vio nada.

Parecía haberse extendido un negro velo por delante de sus pupilas. Poco a poco el negro velo se tornó rojizo y, al través de su reflejo, leyó, clara y distintamente, las palabras recuerdo eterno, trazadas por una mano conocida y adorada, y más abajo la misma frase, grabada por otra traidora mano.

Sin embargo, no se movió.

Cualquiera hubiera dicho que aquella palabra era un logogrifo, y que hacía esfuerzos inauditos por descifrar su misterioso sentido.

-Buenos días, don Guillermo, dijo una muchacha que pasaba cargada con una cesta de albérchigos.

El infeliz se pasó las manos por los ojos y siguió maquinalmente a la muchacha, fija la atención en su saya a cuadros escoceses verdes y negros, y en sus piernas desnudas.

El mundo había desaparecido de sus ojos, y sólo veía aquella saya que se movía a impulsos del viento, como si en sus pliegues estuviese escondida la solución del misterioso logogrifo.

Tomó maquinalmente el camino de su casa.

Hombres y mujeres iban y venían, y le pareció que aquellos hombres y aquellas mujeres le miraban con aire sarcástico, entreabriendo sus labios una burlona sonrisa.

¿Por qué?

Aunque la muchacha no iba ya delante de él, pues había entrado en la ciudad, le pareció ver aún su saya a cuadros verdes y negros flotar delante de sus ojos.

Sin saber cómo, se halló delante de su casa; pero obedeciendo a un secreto instinto, no entró por la puerta principal, sino por la puerta falsa que daba al jardín.

Halló la puerta cerrada y escaló la tapia.

Luego empezó a andar por las calles del jardín, fijo siempre su pensamiento en la saya verde y negra.

De repente se paró y dio un grito.

Juana estaba sentada en un banco rústico, con la cabeza envuelta en su delantal para ocultar sus lágrimas; pero por más que ocultase sus lágrimas se oían clara y distintamente sus sollozos.

Al oír el grito de Guillermo, se descubrió la cabeza y corrió hacia él, asustada y temblorosa. Pero retrocedió aterrada al ver su palidez y la extraña fijeza de sus ojos.

-¿Qué tiene usted Guillermo, qué tiene usted?, preguntó con espanto.

Cogióle ambas manos, le condujo al banco y le obligó a sentarse en él.

-¿Qué tiene usted Guillermo, hermano mío, qué tiene usted?, repitió con la voz dulce de los ángeles, y olvidada de su propio dolor para ocuparse del ajeno.

Aquella voz dulcísima fue derecha al corazón de Guillermo, y conmovió sus embotadas fibras.

Entonces las lágrimas acudieron poco a poco a sus ojos, como un balsámico rocío, y los sollozos levantaron su pecho.

Juana no le dirigió más preguntas, lloró con él, estrechando entre las suyas sus manos heladas y temblorosas.

¡Ay, que los dos se comprendían sin hablarse! ¡Ay, que los dos lloraban su amor perdido, sus esperanzas defraudadas, tronchada para siempre la ventura de su vida!

¡Desdichados!

Más de una hora permanecieron de este modo, y era tan profundo su dolor, tan desolado su llanto, que hasta los serafines debieron compadecerse al contemplarlo.

De pronto apareció entre los árboles una figura esbelta y vaporosa. Asemejábase a una celeste aparición, llena de resplandores y hermosura.

Era Clotilde. Iba envuelta en un chal de gasa blanca, y llevaba en la cabeza un sombrerito de paja adornado de flores.

Turbóse al ver a Juana y a su marido con las manos entrelazadas y confundiendo sus lágrimas; pero al instante tomó su partido y, cruzando por delante de ellos, se dirigió a la puerta falsa.

Pero más rápido que el pensamiento, corrió Guillermo a la puerta, extendió el brazo sobre ella, y gritó con voz imperiosa:

-¡No: vuelva usted a su cuarto!

Clotilde quedó estupefacta: ¡era ella quien debía reconvenir y la reconvenían!, ¡era ella quien debía castigar y era castigada!

Llena de despecho y turbación arrojó sobre su marido una mirada de desprecio, y fue a encerrarse en su aposento.

Cuando llegó la hora del almuerzo no quiso bajar; pero pocos momentos después recibió un recado de su tía para que pasase a su aposento, y, al llegar allí, quedó muda de asombro al ver el extraño cuadro que se ofreció a sus ojos.

La Marquesa estaba entregada a un verdadero acceso de demencia; tiraba los muebles, hacía trizas sus vestidos, pateaba y lloraba como un niño a quien arrancan de repente algún juguete. Huían aquí y allá las doncellas despavoridas, acurrucábanse los perros debajo de las mesas y las sillas, y hasta el pobre tití estaba tan lleno de terror, que se había pegado a la pared, de modo que más parecía una moldura que un animal viviente.

Más de un cuarto de hora duró el alboroto, después del cual sobrevinieron las congojas y los espasmos, hasta que, como todo termina en este mundo, terminó aquella diabólica escena, y entre improperios y gritos de cólera supo Clotilde, al fin, de qué se trataba.

Se trataba nada menos de que Guillermo había entrado bonitamente en el cuarto de la Marquesa y le había significado que, deseoso de vivir en paz y no ver ya por más tiempo turbadas sus patriarcales costumbres, la agradecería en extremo que se marchase cuanto antes en compañía de Miguel.

-¡Ahora mismo!, gritaba la Marquesa, amoratada de ira, al referírselo a su sobrina; ¡no estaré ni un minuto más en esta maldita casa! Debía haberla abandonado hace ocho días, cuando tuvo la avilantez de insultarme tu grosero marido. ¡Ya se ve, la cabra siempre tira al monte! ¿Qué se puede esperar de un miserable plebeyo como él?

Parecióle, en efecto a Clotilde que su marido había hecho sobrado alarde de su autoridad, traspasando todos los límites del deber y la buena educación. Prorrumpió en sollozos, demostró a su tía su vivo pesar por aquel suceso, y la rogó que no dudase jamás de su cariño.

Dio un salto la Marquesa al oír esta palabra, como si le hubiese picado una víbora; dejó el frasco de sales que estaba aspirando y, volviéndose a mirarla, le dijo con enojo:

-¡No sé si me incomoda más tu gazmoñería, o la insolencia del tosco lugareño a quien llamas marido! ¡Ah!, ¡ah!, prosiguió con punzante ironía, ¿qué es cariño, hijita?, ¿qué ave fénix es esta de la que todo el mundo habla y a la cual nadie conoce? ¡Cariño!, ¡sentimientos!

¡Déjate de hipocresías, niña, que sientan mal a tu cándido rostro! En el mundo no hay más que interés, no hay más que toma y dame.

Todo se hace con un fin, que representa nuestro propio beneficio. Si es que, en último resultado, esperas calzarte con mi herencia, o esperas, visto el mal trato que te da tu marido, tener un apoyo en mí, no vistas ese interés, que yo, por otra parte, califico de legítimo, con las pomposas frases del cariño y el sentimiento. Estamos en un siglo de ilustración, y por lo tanto eminentemente realista; llama, pues, a las cosas por su verdadero nombre, y no procures sacarlas de su quicio decorándolas con ridículos apodos.

-Pero tía, le juro a usted... tartamudeó Clotilde confusa.

-Jura cuanto quieras, hija, interrumpió con ímpetu la vieja descreída; pero si por joven no aciertas a darte cuenta de tus propias sensaciones sabe, de una vez para siempre, que los sentimientos no existen, que no existen los afectos, y que aun lo que nos parece más sublime amor, el decantado amor de la madre hacia sus hijos, no es en realidad más que un egoísta interés del ser humano, que tiende a propagarse y a sobrevivirse. Y así, no me vengas con grandes frases, con mentidas propuestas, y di que si te conviene irás a verme, como a mí me ha convenido venir a veranear a Orduña, y por no tener otras casas en donde hospedarme cómodamente he elegido tu casa.

Mil veces había oído Clotilde de los labios de su tía, y aun de Miguel, que creía darse lustre imitando la despreocupación de su protectora, aquel cínico lenguaje; pero nunca le había hecho más efecto que en aquel instante en que iba a separarse quizás para siempre.

Inclinó la frente sobre el pecho y guardó silencio.

Aún no había trascurrido media hora cuando apareció delante de la casa el carruaje monstruo, adornado con el escudo de armas y la corona de marqués, y después de haber recibido en su inmenso seno a la vieja, a Miguel, a las dos doncellas con los perros, el tití y la caja de los afeites, partió con grande estrépito por el camino de la metrópoli de España.

¿Qué se habían dicho Juana y Miguel al separarse?

Juana había entregado furtivamente al joven una cajita, en la cual se encerraba una flor de acacia ya seca, y había corrido a encerrarse en su aposento.




ArribaAbajo- V -

El cuento de las dos almitas


La mujer es la obra maestra de la naturaleza.


LESSING.                


La mujer es el ser más perfecto entre todas las criaturas, es una creación transitoria entre el hombre y el ángel.


BALZAC.                


Dios quiso también ser escritor: su prosa es el hombre; su poesía la mujer.


NAPOLEÓN                


¡Oh dulce paz, oh bella y sagrada Virgen, que envuelta en cándidos velos eres la guardadora fiel

del hogar en cuyo derredor se aúna la familia, plegue a Dios que nunca jamás te apartes de mi hogar ni del de los seres a quienes idolatro, porque una vez apartada de él es muy difícil que vuelvas, y porque sin ti son inútiles las riquezas, mentidas las glorias de la tierra!

¡Oh, vosotras, las tiernas perpetradoras de las costumbres suaves, de las virtudes sencillas, vosotras cuyos atributos son las gracias, en cuya mano se encierra el bálsamo del consuelo, y cuantos beneficios morales pueden endulzar la existencia del triste desterrado del Edén eterno, rodead a la paz de un fervoroso culto, como rodeaban los antiguos de un culto fervoroso a sus dioses lares; no perdonéis sacrificio alguno con tal de que permanezca con vosotras, dulcificando vuestras penas, embelleciendo vuestras alegrías!

¡No olvidéis que la dulce y benéfica Virgen es como la sensitiva que se agosta al más leve contacto!

¡No toquéis jamás a su blanca vestidura, porque como el oro y los diamantes que cubren las alas de las mariposas, con el más leve contacto se convierte en polvo!

¡Oh, no: renunciad a los pasajeros triunfos del amor propio, a vuestros más legítimos derechos, si no están en absoluta contradicción con vuestra dignidad; renunciad a todo antes que renunciar a la dulce paz, guardadora fiel del hogar doméstico, y dispensadora perpetua de los castos goces, de las delicias puras e inefables que sólo se encuentran en su seno!

La paz se había ausentado dando alaridos de dolor del hogar de Guillermo, ya mudo, triste y solitario.

Guillermo y Clotilde habían dejado de entenderse y, como dos enemigos que se hallan siempre en acecho, bastaba una palabra indiscreta, una mirada distraída para ahondar el funesto abismo que separaba sus dos corazones, nacidos sin embargo para confundirse en uno solo.

No había mediado entre ellos explicación ninguna; tampoco la habían buscado. Guillermo amaba y respetaba demasiado a su mujer para resolverse a dirigirle un reproche; Clotilde se creía demasiado agraviada para humillarse a formular una queja.

Y así estaban hacía más de un mes, tristes, sombríos, recelosos, esquivando la ocasión de hablarse o de estar juntos, llenando con su conducta de malestar y de angustia a todos los demás habitantes de la casa.

El abuelo gemía cuando veía estrellarse todos sus esfuerzos por conducirlos a una reconciliación, los niños se preguntaban el uno al otro, y preguntaban a Juana con infantil sorpresa:

-¿Qué tiene papá que llora cuando nos mira?, ¿qué tiene mamá, que huye de nosotros y ya no nos acaricia como antes?

Juana sellaba sus labios con un beso y respondía:

-Papá y mamá tienen disgustos por el pleito que sostienen, y les hace temer por vuestro porvenir. Redoblad para con ellos vuestras atenciones y cariño, que así se disipará su justísima tristeza.

La última mirada que Miguel había dirigido a Clotilde era una ardiente protesta de amor. Miguel no amaba a Clotilde en la verdadera acepción de la palabra; pero aquella aventura, que casi no había buscado, halagaba vivamente su amor propio y satisfacía su imaginación de artista, apasionada de lo misterioso y lo imprevisto.

-¡Cómo César, llegué, vi y vencí!, pensaba lleno de fatuidad. ¿Qué dirán mis amigos cuando les cuente esta aventura? Está visto que la virtud de los campos corre pareja con la de las ciudades. ¡Miserable humanidad, qué poco vales! Lo que siento es no haberme apoderado de algún trofeo que atestigüe a los ojos de mis compañeros la asombrosa rapidez de mi conquista... Una carta.... un retrato... El retrato yo lo puedo hacer, que están sus facciones muy grabadas en mi imaginación y creo que sabría trazarlas con mano tan rápida y segura como ha sido rápido mi triunfo.

Si el imbécil del marido no nos hubiese arrojado de ese modo, a la calle... Pero sin lucha no hay victoria: esto prueba que soy temible y mi aventura ha hecho ruido.

Tales eran los pensamientos de Miguel cuando se dirigía al Leviatán de los carruajes; pero cambiáronse repentinamente, tornándose en sombríos, al hallar en sus manos la cajita que Juana acababa de deslizar en ellas...

Su primer movimiento fue de cólera.

-¡Qué ridícula es!, murmuró en voz baja. ¡Qué rancias preocupaciones las suyas! De todo se asusta, y del átomo más leve forma una montaña.

¿Qué tiene de particular que Clotilde, que es hermosa, se aburra en ese antiguo y solitario caserón, y que yo, que soy joven y amante del placer, haya gastado una broma?

Bien debía saber Juana que ella y yo somos dos dedos de una misma mano, como dice un autor célebre, y que no puede extinguirse jamás el santo y mutuo cariño que nos une. Cariño de hermano a hermana, de madre a hijo, cariño apacible, sereno, que no se parece a los sentimientos tempestuosos del amor mundano. ¿Pero me quiere ella ni aun así? Empiezo a dudarlo. En un mes que he vivido a su lado, siempre hemos girado, y por su culpa, en órbita distinta; yo en el salón, ella en la cocina. ¡Qué compañera tan prosaica para un artista!... Y sin embargo, así la quiero yo para esposa mía... Me parece que ella ya no piensa en eso... ¡La he encontrado tan apática, tan fría, tan indiferente!... ¿Si será cierto lo que dicen las malas lenguas?, ¿si será cierto que Guillermo?... ¡Oh, si fuese cierto, le mataría!

Encendiósele el rostro de rubor e indignación contra sí mismo.

-¡Soy un miserable!, pensó haciendo trizas sus guantes. Juana es la mujer más pura y noble de la tierra.

Miguel, como todos los libertinos, como todos los maldicientes, que por una extraña aberración excluyen a sus madres y a sus hermanas del fallo injurioso que arrojan al rostro de todas las mujeres, excluía siempre a Juana del concepto despreciativo que le merecía la más bella mitad del género humano, y al que se hubiese atrevido a ofenderla con la más leve insinuación le hubiera arrancado la existencia.

Le parecía fácil y natural, si hubiese querido, vencer la virtud de Clotilde, de costumbres puras, de intachable fama, y le parecía absurdo pensar siquiera en que pudiese flaquear la virtud de Juana, adornada de iguales circunstancias. Le parecía que en nada faltaba él al decoro y al deber solicitando a una mujer casada, y le hubiera parecido un infame, digno del desprecio público y del mayor castigo, al que hubiese intentado seducir a Juana, libre de todo lazo y solidaria únicamente de sí misma, que así juzga la ciega pasión del hombre de lo malo y de lo bueno, de lo justo y de lo injusto.

Pero cuando el carruaje monstruo emprendió su marcha majestuosa se desvaneció repentinamente la cólera de Miguel, y sus ideas se borraron, reemplazándolas los sentimientos. Se le desgarraba el corazón, al separarse de aquel modo de su compañera de la infancia.

Triste, inquieto, preocupado estuvo todo el camino, y aprovechó la primera parada para escribir a Juana una larga carta, llena de quejas y recriminaciones.

Apenas llegó a Madrid corrió desolado a su casa, creyendo encontrar en ella la contestación, pero sólo halló cartas indiferentes de sus amigos de café, o de las mujercillas compañeras de sus orgías.

En medio de su despecho las arrojó todas al fuego. En diez días escribió veinte cartas, y las dos últimas por conducto de don Eustaquio, sin obtener contestación alguna.

-¡Esa mujer no tiene corazón!, exclamaba lleno de cólera a cada esperanza defraudada, ¡no sólo ignora lo que es pasión, sino que es incapaz de comprender el sentimiento! Su alma es fría como el mármol de la tumba, y por esto sólo resuena en ella la voz glacial del deber.

La providencia es quien me salva de unirme a un verdadero cadáver.

En uno de estos accesos de rabia, tomó la pluma y escribió a Clotilde una carta apasionada. Era un acto de venganza, pues nunca hubiera pensado en escribir a una mujer que habitaba bajo el mismo techo que Juana, y con la cual, si se había permitido un ligero pasatiempo, nunca, por aquella razón, había deseado que se formalizase.

Quince días después de haber partido la Marquesa, entró una tarde la tía Ojazos en el jardín, en donde se hallaba Clotilde con Juana y los niños, y dijo, mirando a la primera con aire significativo, que iba a llevarle el ramillete que le había encargado.

Clotilde se sonrojó, porque no le había hecho semejante encargo, pero aunque hubiese querido deshacer la equivocación no hubiera podido, porque la vieja, al poner precipitadamente el ramillete entre sus manos, se las apretó diciendo:

-Fíjese usted en la hermosa anémona que he puesto en el centro; no la hay igual en todo el mundo.

Clotilde ruborosa, acongojada, adivinando lo que podía ser y no atreviéndose a dar crédito a sus propios pensamientos, no supo si debía tomar o rechazar el ramo. Tomarlo era hacerse cómplice de la tía Ojazos, rechazarlo era dar un escándalo. Miró a Juana, miró a sus hijos, pareciéndole que todos debían leer en su rostro lo que ella adivinaba.

Por fin cogió el ramo, dirigió algunas frases de gratitud a la vieja y, lanzándose a la escalerilla de hierro, subió a su cuarto, cerró el balcón y la puerta, y se dejó caer casi sin sentido sobre un butaca.

El ramo que apretaba entre sus manos parecía abrasarla con un fuego intenso; sus perfumes le producían un desvanecimiento extraño.

Largo tiempo luchó consigo misma, entre el deber y la curiosidad, que más curiosidad que amor era lo que experimentaba.

Y por último sucumbió a la tentación, como Eva en el paraíso.

Desató el lazo de cinta verde que sujetaba el ramo, y las flores cayeron esparcidas sobre su falda. Entonces, arrollado al tallo de la anémona, vio efectivamente aparecer, como había pensado, un billetito.

Su primer movimiento fue apoderarse de él; pero casi al mismo instante sintió algo en el corazón que le advertía un peligro, mientras su rostro se cubría de púrpura.

-No debo leerlo, pensó, debo devolvérselo a esa mujer, para que lo remita de nuevo a su destino.

Estuvo largo tiempo entregada a una angustiosa lucha.

Y, por último, sucumbió otra vez a la tentación.

Después de haber principiado a leer la carta, la devoró hasta el fin.

Aquella carta era un verdadero capítulo de novela: amor ideal y delirante, pintado con palabras de fuego, amenazas de suicidio, si aquel amor volcánico se veía mal premiado, quejas, protestas, lágrimas, nada faltaba en la carta, que como dictada por el cálculo y no por la pasión, era una verdadera obra maestra, en la cual no había ni un tilde ni una coma que no estuviese en su sitio.

Pero Clotilde era cándida, inexperta...

Aquel lenguaje espiritual, nunca le había visto usar sino en sus libros. La primera declaración de amor que le había hecho Guillermo había sido pedirla sencilla y prosaicamente en matrimonio. Después le había expresado su amor de un modo espontáneo y natural, sin frases declamatorias ni pomposo estilo.

Lo primero que experimentó Clotilde al finalizar su lectura fue un movimiento de orgullo.

-Por fin soy amada como merezco, se dijo, como lo fue Valentina, como lo fue Indiana, como hubiera querido serlo la sublime Lelia. He aquí la poesía que me faltaba.

No contestaré a esta carta, pero la guardaré eternamente sobre mi corazón, y cuando sufra mucho, cuando me vea, como lo estoy, escarnecida y vilipendiada, recordaré que hay en el mundo un ser ¡que me adora de rodillas!

Cumplió su propósito durante tres días; al cuarto, una palabra dura, o que ella creyó dura, de su marido, puso en sus manos la pluma, y escribió una carta en la que, queriendo rivalizar con Miguel en elocuencia, le sobrepujó, porque puso en ella todo el fuego de su alma.

Demasiado inocente para calcular el peligro, demasiado noble para prever una traición, dejó correr la pluma a merced de su fantasía y estampó en ella palabras que el mundo, siempre malévolo, podía traducir de mil distintos e injuriosos modos.

Al principio pensó que aquella carta no debía mandarla a su destino, pero la tía Ojazos fue a ver si tenía respuesta la de Miguel, y cediendo a sus ruegos la puso furtivamente entre sus manos.

En el transcurso de otro mes recibió tres cartas más por el mismo conducto, y escribió tres cartas.

Luego empezó a decaer su entusiasmo, la novedad se hizo vieja, y fue perdiendo gradualmente su atractivo.

Halló que el piélago de poesía en que vagaba su alma no le ofrecía los goces inefables que había imaginado. Tenía como una espina en el corazón; no se sentía tranquila en ninguna parte. Parecía que una fuerza superior la obligaba a inclinar la frente, que antes llevaba tan erguida.

Experimentaba un extraño rnalestar en presencia de las personas respetables que iban a visitarla, se ruborizaba a pesar suyo delante de su marido y de sus hijos.

El aleteo de un pájaro la hacía estremecer, la hacía estremecer la voz de cualquiera que resonase repentinamente en sus oídos.

-¿Por qué?, se preguntaba a sí misma; ¿no estoy en mi derecho? ¿No es justo que la esposa desdeñada se refugie en el corazón del hombre que la adora? ¿No es justo que sacuda el tiránico yugo que la oprime y, recobrando su libertad moral, se convierta en un ser libre de pensar y de sentir, borrando el sello de esclavitud que la bárbara sociedad grabó sobre su humillada frente?

A pesar de estos razonamientos, la espina clavada en su corazón parecía introducir cada vez más en él su venenosa punta.

Sintiendo un bochorno inexplicable delante de su familia, procuró evitar en cuanto le fuese dable su presencia.

No salía de su cuarto más que a las horas de comer, o para dar solitarios paseos por el campo. Guardaba en su poder la llave de la puerta falsa, y salía y entraba sin ser vista de nadie.

Pero corno el corazón humano es tan extravagante, y ansía precisamente aquello de que está privado, diole a Clotilde entonces por anhelar la vista de sus hijos, y aún, aún, sin confesárselo a sí misma, la de su marido.

Aquellas cartas de fuego que guardaba sobre su corazón eran como una barrera infranqueable, como un abismo profundo interpuesto entre ella y Guillermo, porque Clotilde era de espíritu demasiado recto, de corazón demasiado noble, para desempeñar el villano papel de la mujer culpable que se entrega a sus devaneos, conservando, sin embargo, por medio de pérfidos amaños, su puesto de honor en el hogar doméstico.

Considerándose Clotilde, en la lealtad de su carácter, como moralmente divorciada de su familia, desde que había contestado a la primera carta, dióle por evocar los tranquilos recuerdos del pasado, los días plácidos y sin nubes en que se había deslizado blandamente su existencia.

Y con tanta viveza empezó a ofrecerse a su imaginación el recuerdo del bien perdido, que por combatirlo volvió a pasar revista a todos los volúmenes que componían su biblioteca, y que antes habían formado sus delicias. Figuraban entre ellos, en primer término, las obras de Jorge Sand.

Jorge Sand, que había olvidado sus deberes, que necesitaba sincerarse de su propia conducta ante el mundo, fue la que dio el primer paso en la torcida senda y, como sucede siempre que el árbol del mal produce efectos de muerte, por disculpar su infracción a las leyes de la moral y de la virtud, comprometió la felicidad futura de millares de mujeres.

¡Ah, si los espíritus incautos supieran que todas las ideas desorganizadoras brotan de la pluma del escritor que se halla, por su culpa casi siempre, fuera de la ley y en pugna con la sociedad, no prestarían tanta fe a sus descabelladas utopías!

¡Ah, que casi nunca el escritor se halla moralmente a la altura de su sagrado ministerio, convirtiendo lo que debería ser un elevado sacerdocio en vil comercio, y ciego por las pasiones, dominado por los intereses, pinta lo que le conviene, y no lo que siente y le dicta su conciencia!

¡Cuándo, cuándo seremos tan amantes del bien y la virtud que antes de tomar un libro en nuestras manos preguntemos por las cualidades morales de su autor, rechazando todos aquéllos que no procedan de un hombre digno y honrado! Entonces no miraríamos con tanto respeto la letra impresa, que en último resultado no representa más que el criterio de un hombre sujeto a error o extraviado por la pasión y la mano complaciente del cajista!

Seguían a las obras de Jorge Sand las de la condesa Hahan, que en su Faustina y en su Sibilia, y en tantas otras novelas, por desgracia de un mérito incontrastable, representó a la mujer emancipándose por un acto de justicia del yugo del matrimonio, y luego todas las de los novelistas franceses que durante más de treinta años han inundado el mundo con los enfermizos partos de su ingenio, haciendo una cruzada terrible contra la más santa y bella de las instituciones.

Brotaron de estos funestos libros, escritos la mayor parte con talento, infinidad de rosas, pero rosas selváticas, sin color y sin perfume, desnudas de hojas y cuajadas de espinas, con cuyas espinas se forjó la fantástica cruz del matrimonio.

No llegaron las miasmas ponzoñosas a Inglaterra, en donde se conserva intacto el respeto a la familia a causa del carácter grave y reflexivo de sus moradores; pero en Francia, en Italia, en España, en donde las imaginaciones son vivas, las pasiones turbulentas, causaron estragos incalculables, cuyas funestas consecuencias tocamos hoy con espanto, viendo por todas partes al esposo y a la esposa, posponiendo los goces a los deberes, reducidos a letra muerta, sacrificando a los frívolos goces del momento sus más caros intereses y el porvenir de sus hijos, viendo casi glorificados por todas partes la separación y el divorcio.

¿Y cómo no había de suceder así, si durante muchos años fueron el tema invariable de tantos y tantos libros devorados con delicia por la juventud de ambos sexos, los matrimonios contratados sin una simpatía recíproca, por cálculo, por ambición, por la arbitraria tiranía de padres codiciosos, por capricho, por ligereza o por inexperiencia, matrimonios que son otros tantos sepulcros del amor y la moral, y que deben necesariamente producir las más funestas consecuencias?

¿Cómo no había de suceder así, si en la cátedra, en la tribuna, en la prensa, se ha proclamado la libertad civil de la mujer, levantando para proclamarla el sagrado velo del hogar doméstico, discutiendo los recíprocos derechos del esposo y de la esposa; poniendo en tela de juicio si ésta debe o no debe someterse a lo que las leyes divinas y humanas le ordenan que cumpla; poniendo en tela de juicio su respeto al marido, jefe natural de la familia; su necesidad de velar junto a la cuna de sus hijos y formar su corazón para el bien, grata y dulce e importante tarea que basta por sí sola para llenar toda una vida; discutiendo, en fin, la santidad del juramento; reduciendo el indisoluble lazo bendecido por el cielo a simple contrato civil, transitorio y baladí, como todo lo que dimana de los hombres?

Y para sostener estas polémicas ardientes, estas sofísticas controversias, se ha apelado a todos los medios, sacando de quicio a los hechos más sencillos, trastornando las ideas más naturales, mancillando las virtudes más castas y más bellas.

¡Míseros innovadores, que por separarse del vulgo, amontonan utopías sobre utopías, imitando a aquel fanático que incendió el templo de Diana, monumento grandioso de las artes, para que su nombre oscuro pasase a los futuros siglos!

Y el hombre puso a la mujer sobre un altísimo pedestal, sin advertir que era de fango, y la mujer, orgullosa, desvanecida, delirante, se apresuró a escalarlo, renunciando a su misión divina, que es como si la rosa renunciase a su perfume y la estrella a sus bellos resplandores.

¡Y el ángel se ha convertido en criatura sin sexo, impotente y miserable, y la mujer, libre por el cristianismo, ha vuelto a tomar las cadenas de la esclavitud, porque en el terreno físico y material jamás podrá competir con su fuerte compañero!

Basta: hora es ya de que una cruzada sensata imponga silencio a esta cruzada loca y vocinglera, hora es ya de que los escritores honrados pongan un dique a este desbordamiento inmoral que amenaza destruir para siempre los vínculos de las modernas sociedades.

¡Basta, basta!

¡Por esos inocentillos de rubias cabezas, sonrosadas mejillas y ojos de azul de cielo, esperanza de las edades futuras, unámonos todos los que tenemos amor y fe en el alma, para salvar a la familia!

¡Dichosos aquellos que acudan a romper lanzas en el nuevo y gloriosísimo palenque; dichosos aquellos obreros que aunque oscuros y acaso vilipendiados, puedan dormir el sueño eterno, seguros de haber puesto una pequeña piedra al edificio moral, levantado sobre los escombros de la inmoralidad, hoy prepotente y orgullosa!

Fortalecida Clotilde con aquellas nuevas lecturas, se tranquilizó respecto a la justicia de su causa y al derecho que la asistía para obrar del modo que obraba, pero sin saber por qué, aquella espina clavada en su corazón se iba introduciendo más y más en él, no bastando todos sus esfuerzos para arrancarla de allí. Era un sentimiento, por decirlo así, instintivo, en el que no tomaba parte la razón.

Le sucedía como a Eva, que apenas hubo perdido la flor de su inocencia y antes de comprender el mal, ya se sintió ruborosa de sí misma.

Y agravó su malestar la nueva actitud en que Guillermo se fue colocando paulatinamente: en vez de rehuir como en los primeros días una reconciliación, parecía provocarla.

Dios es infinitamente misericordioso porque su amor es infinito.

Guillermo, que adoraba a su mujer, sintió abrirse su pecho a la misericordia.

Creía haber arrojado para siempre a la serpiente del paraíso, creía haber extirpado el mal de raíz, y a la borrasca dolorosa sucedieron la calma y la esperanza. La inmensidad de su amor buscó excusas a Clotilde.

-¡Es tan joven, pensaba, veinte años aún no bien cumplidos! Miguel es bello, elocuente, de modales distinguidos, ciñe a sus sienes una corona de laurel; yo soy tosco, sencillo, oscuro, ¿qué tiene de extraño que la comparación me haya sido desventajosa?, ¿que por un instante haya flaqueado su fe?

Además, muchas veces, preocupado con mis negocios, con mis disgustos, no soy con ella todo lo galante, todo lo expansivo que debiera ser: Clotilde es una flor delicada que necesita para vivir los aires tibios y embalsamados de un invernadero. No hay duda que su imaginación es más viva que la mía, su alma más espiritual que mi alma.

Preciso es que procure acercarme a ella, preciso es que procure conquistar de nuevo su amor, entibiado quizás

Y el noble joven procuraba, en efecto, por cuantos medios le sugería su ternura, salvar el abismo que sin saber cómo se había interpuesto entre él y el adorado ídolo de su alma.

Clotilde creía que debía resistir a sus halagos y resistía; pero a costa de luchas y tormentos indecibles.

Una tarde salió a dar un paseo por el campo. Iba sola como de costumbre, y vagando a la ventura se encontró en la cúspide de unos riscos escarpados hasta los cuales no había llegado nunca. Tuvo miedo al encontrarse tan lejos y tan sola, y lo peor era que había ido hasta allí atravesando eriales y no sabía el camino que había traído.

Pero brotaba al pie de una empinada roca un manantial de aguas límpidas y puras que, convirtiéndose luego en arroyuelo, bajaba bordeado por frescas espadañas a perderse en la llanura. Clotilde tomó por guía el arroyuelo, segura de que le conduciría hasta muy cerca de su casa.

El arroyuelo unas veces se paraba, detenido por un montón de gruesas piedras, otras saltaba alegremente por encima de las peladas guijas. Cuando se paraba no era por mucho tiempo porque, aunque quejándose y lamentándose, se destrenzaba en mil hebras de plata, y dejando en medio el obstáculo, corría a reunir más abajo sus cristalinas aguas.

Entonces sus murmullos, que antes eran quejas, se trocaban en cantos de plácido triunfo.

El arroyuelo parecía decir a Clotilde:

-Ésta es la vida: una cadena de esfuerzos y victorias; un tejido de penas y alegrías. El peregrino del cielo, para volver al cielo, tiene que atravesar una comarca sembrada de bellos oasis y páramos desiertos. ¡Dichoso él si no flaquea, dichoso él si salvando los obstáculos llega a la meta deseada, dejando cubierta de beneficios la senda que atraviesa, como yo cubro la vía por donde paso de modestas florecillas!

Esto parecía decir a Clotilde el arroyuelo, y Clotilde, de imaginación poética, de alma sensible, parecía comprender su lenguaje misterioso.

-¡Cómo luchas y combates, murmuraba al compás de los murmullos de su humilde compañero; pero tú nunca desmayas, tú sigues impávido tu camino, y llegas a tu fin con una precisión matemática! Por donde has pasado una vez pasas siempre, a pesar de que te destrozan los obstáculos. ¿Será menos firme la voluntad del hombre que tu voluntad, pobre manantial de aguas deleznables?

-Mira, parecía responderle el arroyuelo, mira allá abajo aquellas mustias florecillas que esperan ansiosas la vida de mis linfas transparentes. El amor que anima a todo el universo, el amor que anima hasta a las duras piedras, es el que me mueve a mí a seguir mi curso, para ir a llevarlas el bálsamo del consuelo.

Cuando llego allí me sumerjo en el seno de la tierra para aparecer de nuevo más puro y trasparente, y llevar la vida a otras comarcas. Si el hombre soberbio se sometiese a la dulce ley universal, llenando su corazón de amor, salvaría como yo los obstáculos del camino, y llegaría triunfante y feliz al término donde cesan las amarguras de la vida.

Y así discurriendo Clotilde y el arroyuco, bajaron ambos sin sentir de las empinadas crestas y llegaron a la llanura, deteniéndose a la par en una verde praderita cercada de arbustos que entrelazaban su follaje.

Eran ya los últimos días de octubre, y mientras por todas partes sólo se veían secas laderas y árboles desnudos de sus hojas, allí en donde el arroyo formaba una pequeña balsa, antes de filtrarse por entre la arena, el suelo estaba cubierto de musgo y de flores otoñales.

Clotilde se sentó al borde de la balsa, al pie de unas altas espadañas, y fijos sus ojos en las temblorosas aguas, parecía decirles:

-Adiós, líquidas perlas, que a pesar de haberos deslizado sobre el limo de la tierra, no habéis perdido vuestra pureza inmaculada; adiós, ondas mansas y serenas, que sin otra ambición más que la de dar la vida, habéis llegado al término del viaje, dejando sembradas en vuestro camino mil humildes florecillas. ¡Adiós, descansad en paz; quedan aquí para bendeciros los insectos que se alimentan de las hierbas, los pájaros que se albergan en la enramada, las brisas que mecen el cáliz de las flores, esparciendo por todas partes sus perfumes!

Así decía Clotilde viendo a las hebras de plata sumergirse aquí y allá por entre la verde grama.

De repente dio un grito de dolor y espanto. Por dos caminos distintos que convergían cerca de aquel punto, formando un solo camino, vio adelantarse a Guillermo y a Juana. ¿Era que se habían visto de lejos y corrían a reunirse? ¿Era que se habían dado una premeditada cita?

Clotilde se escondió entre la enramada, deseando no ser vista.

Muy difícil hubiera sido que la apercibieran, porque ya el velo de la noche iba cubriendo a la tierra y confundiendo todos los objetos.

-Me alegro encontrarte, dijo Guillermo a Juana desde lejos. Cabalmente te iba buscando. El señor de Linares me compra todo el trigo a un precio muy alto, porque espera hacer un buen negocio enviándolo a Francia, en donde la cosecha este año ha sido escasa. ¿Quieres venderle también el tuyo? Tienes el del año pasado y el de éste, y puedes triplicar las ganancias.

-Usted haga lo que quiera, Guillermo, dijo Juana poniéndose encendida. ¿Quién mejor que usted, cuya generosidad me ha dotado con ese campo tan fértil, puede mirar por mis intereses?

-Pues yo lo vendo, supuesto que te parece bien.

Y a propósito, ¿sabes que tu capital asciende ya a más de cincuenta mil reales? Como nunca tocas a los productos, que ganan en mi poder el tres por ciento, pronto se va lejos.

-¿Y cómo he de tocar a los productos, dijo Juana con expresión de ardiente gratitud, si ustedes son tan buenos que no me dejan carecer de nada? Clotilde me regala siempre más vestidos que los que necesito; ¿en qué quiere usted que emplee el dinero?

-Pero di, Juana, interrumpió Guillermo, teniendo ya un capitalito, ¿por qué no piensas en establecerte? El matrimonio es el verdadero estado de la mujer. Sí, sí, repuso, viendo que Juana se ponía pálida y trémula, ya sé que tienes un amor en el corazón, ya sé que almas como la tuya no aman más que una sola vez en la vida.

¿Crees tú que si yo perdiese a mi adorada Clotilde, podría amar jamás a otra mujer? ¡Oh, no, bien seguro estoy de que no! Mi corazón, que es todo suyo, quedaría muerto para siempre.

Ya ves que comprendo tu sentimiento, ya ves que te hago justicia. Pero tú eres buena y juiciosa, y te bastará apreciar y querer a tu marido para hacerle feliz, y ser feliz en cuanto se puede serlo en este mundo. Necesitas un compañero, un apoyo; la juventud es breve; la vejez aparece luego triste y solitaria: ¡ay del que no tiene un brazo que le sostenga, un corazón sobre el cual pueda reclinar la frente!

-Ya ves; no puedes pensar en Miguel; Miguel se ha distraído; se ha desvanecido con el oropel de la corte.

-¡Jamás seré esposa de Miguel!, exclamó con viveza Juana. Miguel no me ha amado nunca y no me amará jamás. Pero yo le he erigido un altar en mi corazón, y no puedo poner en él a otro hombre.

-Anselmo lo sabe, dijo Guillermo, y sólo desea ser tu protector, tu amigo, el compañero de tu vida. Anselmo te ama hace muchos años. Ahora mismo acabo de encontrarle y me ha repetido por la centésima vez lo que acabo de decirte, con un acento que partía el alma. ¿Qué quieres que le responda cuando le vea?

-Que amo a Miguel, y que no puedo acercarme al altar para pronunciar un falso juramento.

-Piénsalo bien.

-Ya lo he pensado. ¡Ah!, mientras ustedes no me echen de su casa me consideraré feliz pudiendo servir de algo a usted, a su buena esposa y a sus queridos hijos.

Hablando así, ambos se alejaron.

¿Qué había experimentado Clotilde durante aquel diálogo que desvanecía todas sus sospechas, que daba un mentís a todas sus falsas suposiciones?

Con las mejillas encendidas de vergüenza y el corazón destrozado por los remordimientos, permaneció largo tiempo inmóvil y silenciosa.

-¿Qué he hecho?, pensaba, ¡mi calenturienta imaginación ha dado cuerpo y vida a fantasmas impalpables, he calumniado a dos seres puros que me aman, y a Juana, ¡ay de mí, a Juana le he robado el corazón en el cual había depositado la esperanza de su vida!...

Al día siguiente se celebraba una gran función, en la ermita de nuestra Señora del Milagro, costeada por un rico hacendado de Orduña, que ya en los bordes del sepulcro, había recobrado milagrosamente la salud.

Por la mañana había misa mayor y sermón, por la tarde plática y rosario.

Clotilde fue a la función de la tarde, acompañada de Felisa, su doncella.

Ya hemos dicho varias veces que la instrucción de don Eustaquio no era muy vasta: casi se reducía al Evangelio; pero predicaba el Evangelio con tan sencilla fe, y sus palabras brotaban tan a raudales de su alma sencilla y bondadosa, que no había quien le aventajase en la magia de conmover los corazones.

Como su ejemplo correspondía a sus palabras, como se sabía que él y la verdad eran una misma cosa, como en su santa vida no había nada que reprocharle, como no fuese el dar con tanta profusión a los pobres, que él quedaba reducido a no tener lecho en que reclinarse ni dinero para reemplazar su vieja sotana con una sotana nueva; cuanto como tenía gran autoridad sobre sus feligreses que le idolatraban.

Por una extraña coincidencia, que quizás no lo sería, la plática de la tarde pareció ir dirigida a Clotilde.

El venerable sacerdote frecuentaba su casa, y tal vez habría adivinado la cruel enfermedad que aquejaba el alma de la triste joven.

Habló de los deberes de la esposa cristiana; habló de la inmaculada pureza que debía presidir, no tan sólo a sus actos, sino también a sus pensamientos; dijo que todo el edificio moral descansaba sobre los flacos hombros de la esposa y de la madre, y que Dios, al confiarla tan sagrado ministerio, la había dotado de fuerzas poderosas para llevarlo a cabo, fuerzas basadas sobre el amor, la abnegación, el deber y la virtud, cualidades tan inherentes a ella, que formaban su misma esencia. Dijo que Dios la había dotado sobre todo del misterioso pudor, preservativo mágico contra los deseos terrenales, y que constituía por sí solo su defensa en las borrascas de la vida. Dijo que el honor no es una cosa baladí, como se acostumbra a creer en el día, que del honor de la madre especialmente, pende el honor de los hijos, que son su continuidad moral sobre la tierra, y que siendo un depósito precioso que la confía el hombre a los pies del ara y que Dios recibe en depósito, no está en sus manos el poder empañarlo al enajenar una joya que no fuese suya.

En una palabra, dijo cosas tan nuevas y conmovedoras, que Clotilde se sintió completamente subyugada y vencida.

El sitio y la hora también influyeron sobre su ardiente imaginación.

Era ya de noche: las puertas de la ermita estaban abiertas, porque no cabiendo todos los fieles en su recinto, éstos se extendían hasta la mitad de la subida. De este modo un rayo de luna llegaba hasta el mismo púlpito, formando una aureola de plata alrededor de la cabeza del venerable anciano.

Las mujeres, que si no eran madres, pensaban con la ayuda de Dios llegar a serlo algún día, sollozaban en voz baja, o pendían con fervor a la bendita Virgen que les prestase su auxilio para cumplir dignamente sus deberes; los hombres, viendo realzar la importancia de su débil compañera, a quien quizás miraban con sobrado menosprecio, se sentían enternecidos y avergonzados, y cuando dijo el sacerdote que Jesucristo al morir había puesto a los hombres bajo el amparo de su madre, como para manifestar cuál debía ser el ministerio de las madres sobre la tierra, todos prometieron en lo más íntimo de su corazón respetarlas y adorarlas, corno el mártir del Calvario había respetado y adorado a la Virgen sacrosanta.

La emoción es una chispa eléctrica, que se comunica con la celeridad del rayo a todos los corazones.

Cuando el buen sacerdote, cuando el buen padre descendió del púlpito con las mejillas cubiertas de lágrimas, porque había predicado lo que sentía, todos se precipitaron a su encuentro para besar su mano y ofrecerle la enmienda de sus culpas.

Después, fueron desfilando silenciosamente los unos en pos de los otros, con el corazón lleno de fe y la mente henchida de santos propósitos, y la iglesia quedó desierta.

-Vaya usted a casa de la tía Ojazos, dijo Clotilde a su doncella, y dígala usted que haga dos ramos que quiero llevarme a casa. Aguárdeme usted allí. Voy a rezar un poco, y luego iré a buscarla.

Alejóse Felisa, y Clotilde se sentó en un banco de piedra que había a la puerta de la ermita.

Don Eustaquio que se había estado quitando los ornamentos sacerdotales, mientras el monaguillo apagaba las luces, salió el último de la ermita y cerró la puerta con llave.

Mientras estaba cerrando, sintió que le tiraban suavemente de los pliegues de la sotana. Volvióse sorprendido, y vio a Clotilde.

-Padre, dijo la hermosa con voz trémula. ¿Será cierto que la esposa, que consagra sus pensamientos y los latidos de su corazón a un hombre que no es su marido, pierde la inmaculada pureza de su alma, aunque no haya sido culpable, aunque jamás haya pensado en ser culpable?

-Sí, hija mía; respondió vivamente el anciano. ¿Cómo puede la mujer entregar a otro hombre el amor que debe a su marido y permanecer pura? ¿Qué extraña doctrina sería esa? Cuando el alma inmortal y responsable está manchada, ¿qué importa que deje de mancharse el cuerpo, finito e irresponsable? Dios cuenta los propósitos mucho más que las acciones.

Y además ¿no es el primer deber de la esposa labrar la felicidad del esposo? ¿Y cómo puede labrarla, si tiene el corazón y el pensamiento extrañados del hogar doméstico? Y además, ¿cómo puede impedir que ese extrañamiento no traspire, y sólo por las apariencias deshonre a su familia? Y además, quien acaricia un culpable pensamiento, está muy cerca de cometer la culpa: lo que el pensamiento acaricia, pronto lo acaricia la voluntad.

Hablaba el buen anciano con tanto ímpetu, que Clotilde le interrumpió acongojada.

-¡Pero, padre, me parecen esas doctrinas demasiado severas! El siglo progresa, y ya no se ven las cosas a la misma luz que se veían.

-La verdad y la virtud, exclamó don Eustaquio, no admiten disfraz alguno. Tales corno salieron de las manos de Dios, caminan por la tierra, y caminarán hasta la consumación de los siglos.

-Pero la mujer ha dejado de ser la esclava del hombre, replicó Clotilde; la mujer ha sacudido el yugo brutal con que quiso dominarla en aquellos tiempos de funesto oscurantismo, en que se consideraba como un delito que supiese leer, y en que hasta se la negaba que tuviese un alma.

-¡Oh, no serían los fieles observadores de la ley de Jesucristo los que negasen esto, exclamó don Eustaquio con fuego. ¡Jesucristo confió el cetro del mundo moral a la mujer, en la persona de su Santa Madre, y la elevó por cima de todas las criaturas del universo!

-¡Cetro ilusorio, murmuró Clotilde, con el cual se pretende acallar sus justas quejas, como se acalla el llanto del niño con un fútil juguete! Lo que necesita es revindicar sus derechos, usurpados por su soberbio compañero, tener opción, como él, a la gloria, a los honores, a los altos cargos que puede desempeñar del mismo modo. La mujer es igual al hombre: iguales deben ser sus derechos. ¿Por qué el hombre ha de mostrar la orgullosa frente ceñida de laureles, y relegar a la mujer al estrecho y oscuro círculo del hogar doméstico?

-¡Oh, cuánto, oh, cuánto se equivoca usted, Clotilde! prorrumpió don Eustaquio arrebatadamente. ¡La mujer no es igual al hombre, es muy superior a él; usted, pretendiendo ensalzarla, la rebaja!

¡No, no! La mujer no es igual al hombre. Dios, después de haber formado al hombre de barro, no tomó otro montón de barro para formar un ser idéntico al primero. Por medio de una sublime alegoría, la Escritura nos dice que formó a la mujer de una costilla de su marido, y presentándosela luego, dijo: ésta es la carne de tu carne, el alma de tu alma.

¡No, no, la mujer no es igual al hombre, es su más bello complemento! Son dos mitades, que adaptándose perfectamente entre sí, forman un armonioso todo; sólo que cada una de estas mitades está dotada de los atributos que le faltan a la otra: el hombre posee la fuerza, la inteligencia, la energía; la mujer, la sensibilidad exquisita, la imaginación ardiente, la gracia seductora. Aunque distintos los lotes, no se sabe cuál es mejor, cuál es más importante. Para mí, el de la mujer, que la convierte en ángel de paz, de amor y de dulzura.

¿Qué ha hablado usted de humillación, de esclavitud? ¿No es ella la reina del mundo, ante la cual dobla el hombre la rodilla? ¿No es ella la diosa, ante cuyo altar el hombre ofrece el puro incienso, la olorosa mirra? Se presenta ella y se abren todas las puertas; habla, y se recogen sus palabras, cual las de otra profética Sibila; llora, y sus lágrimas ablandan todos los corazones, torciendo la voluntad que se consideraba a sí misma inquebrantable. En el fondo de todos los bienes y los males, se halla la mujer, que, con su varita mágica, hace brotar flores de los páramos, o convierte los vergeles en áridos desiertos. ¿No es a ella a quien el hombre acata como virgen, adora como esposa, venera como madre? ¿No es a ella a quien vuelve los ojos en sus dolores, como el náufrago vuelve los ojos al cielo? ¿A qué desear lote más bello, destino más fecundo? ¡Oh, que santo, oh, que sublime, ob, qué glorioso ministerio el suyo!

En el seno de la familia, el hombre encuentra la fuerza para luchar contra las borrascas de la vida, las suaves inspiraciones del bien, las gratas esperanzas de mejores días: en el seno de la familia, se educa el niño que luego será hombre, y acaso decidirá de los destinos de la patria; en el seno de la familia, reposa el anciano caduco y fatigado por su larga peregrinación sobre la tierra.

En el bendito dintel del hogar doméstico, se estrellan los huracanes que engendra la vida pública; se detienen las pasiones tumultuosas y bastardas; allí encuentra el hombre los puros goces en los días felices; la resignación y el consuelo en los días de amargura.

¿Y quién es la reina absoluta del hogar doméstico? ¿Quién es el alma de la familia?

Qué, ¿no satisface la ambición de la mujer, el desempeñar el papel de Providencia? Qué, ¿no satisface a su alma la facultad de dar al mundo y al cielo seres dignos de sí misma?

Poco he leído, viviendo como he vivido siempre en estas breñas, pero sé que Kant, un célebre escritor, ha dicho: «Detrás de la primera educación que brota en el seno de la familia, se oculta el misterio del perfeccionamiento y la felicidad del género humano».

Y otro no menos célebre, Aimé Martin, murmura al oído de la mujer que va a ser madre:

-«Está atenta: he aquí el momento de engrandecer tu alma, porque va a trasmitirse toda entera al ser que mora en tus entrañas. No permitas que ningún otro pensamiento más que el tuyo penetre en aquel santuario. Se trata del vicio o de la virtud, de la paz o los remordimientos de toda una existencia. Estás grabando sobre bronce. La suerte de tu hijo dependerá de la fuerza y el entusiasmo que emplees en grabar en él la salvadora máxima primera».

¡Ah, Clotilde, qué dulces, qué suaves armonías existen entre el hijo y la madre! La naturaleza lo suspende a sus labios, lo estrecha a su seno, le despierta a sus caricias; quiere que se lo deba todo a ella, de modo que después de haber recibido de ella la vida y el pensamiento, aguarde su inspiración para creer, amar y ser dichoso!

-Pero padre, interrumpió Clotilde con ansiedad, el cuadro que usted ha trazado es bello, pero no exacto. Al lado de esas glorias que usted pinta, se ocultan en el hogar doméstico profundos dolores, amargas decepciones, sufrimientos indecibles.

-¿Pues qué?, exclamó el sacerdote, ¿la vida es otra cosa que una incesante batalla, que un prolongado martirio; martirio por medio del cual, conquistamos las palmas eternales? ¿Pues qué, el pintor, el poeta, el sabio, antes de mostrar al mundo sus sublimes obras, no han apurado profundos dolores, decepciones amargas, sufrimientos indecibles? ¿Pues qué, los conquistadores no alcanzan el precio de su reposo y de su sangre, los lauros de la victoria? ¿Y quiere la mujer llevar a cabo la obra más bella de todas, alcanzar los lauros más gloriosos de todos, sin lucha, sin esfuerzo?

-Pero si ella creyera que el marido la desestima, si hubiese llegado a suponer que abría su pecho a otros amores... murmuró Clotilde en voz baja.

-El buen pastor va por montes y por llanos en busca de sus descarriadas ovejitas, repuso don Eustaquio, y no descansa, no sosiega hasta que las encuentra, y estrechándolas, lleno de sublime gozo contra su corazón, vuelve con ellas al salvador aprisco. No hay hombre, por pervertido que esté, que no se rinda a las castas solicitudes de la esposa que marcha tranquila y serena por la senda del deber.

¡Ah, que el deber es árido! ¡Ah, que la vida íntima carece de poesía para ciertas almas que se elevaron sobre el común de los mortales!, tartamudeó Clotilde ya vencida, y refugiándose en su última trinchera.

Don Eustaquio la miró fijamente.

-¿Poesía?, dijo. ¿Qué es poesía? La poesía reside en un alma bella, en una imaginación pura. Un alma bella derrama su poesía sobre cuantos objetos la rodean, siendo estos otros tantos espejos que reproducen su imagen; si el alma carece de poesía, en vano la buscará por todas partes.

Halla el labrador poesía en el chirrido de las ruedas de su arado que proporciona el pan a su familia, la halla el manufacturero en el estrépito de las máquinas que le proporcionan un bienestar tranquilo, la halla la mujer en el escondido hogar en donde chisporrotea el amigo fuego encendido por ella, y hasta en los remiendos que echa a los vestidos de sus hijos. No busque usted la poesía, Clotilde, fuera del deber, fuera de la exquisita sensibilidad del alma, fuera del amor y la abnegación, que todo lo embellecen.

La poesía que usted invoca no es la casta virgen que Dios nos ha mandado a la tierra, para prestar belleza y encanto hasta a las informes orugas, es una divinidad mentida, que se aleja y se disipa cuando queremos tocarla con las manos, porque es la hija fantástica del orgullo y del delirio...

Interrumpió a don Eustaquio la presencia de Felisa, que acudía inquieta por la tardanza de su señora.

Despidióse Clotilde del buen anciano, y se dirigió llena de confusión a su casa.

Cuando llegó a ella no subió a su cuarto, como tenía costumbre, sino que entró en el comedor, en donde se hallaba reunida la familia.

Guillermo estaba de pie, junto a la ventana que daba al jardín. ¡Tal vez aguardaba el regreso de Clotilde! El ciego, recostado en su poltrona, tenía sobre sus rodillas a Carlos, que le divertía con su graciosa charla; Juana, sentada junto al hogar, en donde ardía un buen fuego, hacía recitar a María su plegaria de la noche.

Clotilde se detuvo en el dintel de la puerta, al contemplar aquel sereno cuadro, y por primera vez sintió que había allí algo poético e inefable.

Pero no se atrevió a entrar.

Había estado tanto tiempo alejada de la vida íntima, que su presencia allí era como la presencia de una extraña.

Juana la vio, y comprendió el motivo de su vacilación.

Se levantó rápidamente, y dijo algunas palabras al oído a María.

Entonces la inocente niña corrió a la puerta, y cogiendo a su madre de los pliegues de la falda, le dijo con su dulce vocecita:

-Ven a hacerme recitar la oración, verás que bien la sé.

La llevó hacia donde estaba Juana, pero Juana había desaparecido, yendo a ocultarse, como siempre, en el último rincón del aposento.

Clotilde se dejó caer sobre el asiento que había ocupado la joven, después de haber dado con voz conmovida las buenas noches, puso a la niña sobre sus rodillas, y la invitó a que dijese su oración, que María repitió punto por punto, y con una gracia indecible.

Después se deslizó de su falda, y corrió a buscar a Juana para recibir los plácemes merecidos.

Juana murmuró otra vez algunas frases al oído.

La niña, sonriendo con aire de inteligencia, fue entonces a buscar a su padre, le llevó con dulce violencia a sentarse en el mismo banco que ocupaba Clotilde, rogó al anciano que acercase su sillón, y cuando hubo formado un grupo, se puso en medio y dijo con sumo donaire:

-Ahora voy a contar un cuento. ¿Cuál quieres que cuente, mamita Juana?, añadió empinándose sobre las puntas de los pies y buscando con los ojos a su amiga.

-El de las dos almas, dijo Juana desde su rincón.

-¡Ah!, pues bien, repuso la graciosa niña. Eran dos pobres almitas, que se dirigían al paraíso, ambas cargadas con su cruz, que les fatigaba mucho.

El camino era largo, largo, interminable...

A ambos lados del camino había serpientes de inflamados ojos y enroscada cola. ¿Digo bien, mamita Juana? El camino era muy estrecho, muy estrecho, y a ambos lados había también espantosos precipicios que daba miedo el verlos.

Pues bien, aquellas dos almas se habían aborrecido en el mundo, y marchaban la una detrás de la otra por temor de codearse. Llevaban las cruces de mala gana y arrastrando, de modo que además de enredarse con las zarzas, si daban un paso hacia adelante, resbalaban ciento hacia atrás.

Y la noche se hacía cada vez más oscura, y los relámpagos eran cada vez más vivos, y los truenos más espantosos, y más lejos parecía verse la puerta de los cielos...

Entonces pasó por delante de ellas un viejecillo, cargado con una cruz muy grande, que iba dando saltitos, y a cada salto dejaba atrás una legua de camino.

¡Y ahora no me acuerdo!, dijo María interrumpiéndose y poniéndose un dedo en la frente!

Aquello no era verdad, y así prosiguió riéndose de su propio engaño.

-Llegó el viejecillo dando saltos junto a las dos pobres almas que se arrastraban penosamente, y las preguntó:

-¿Qué es eso que lleváis sobre vuestras cruces, que andáis tan agobiadas, siendo mucho menos pesadas que la mía?

-Un ramito de albahaca, contestaron las dos almas a la vez, un ramito de albahaca, que simboliza el rencor que nos hemos guardado en la tierra, no habiendo querido tolerarnos ni perdonarnos nuestras mutuas faltas.

Y la traviesa niña miró de soslayo a su hermanito Carlos.

Después prosiguió con la gravedad de un pequeño misionero.

-El viejo sacudió tristemente la cabeza, y dijo:

-Pues mirad, si no arrojáis lejos de vosotros esos pérfidos ramitos, que con parecer tan ligeros son tan pesados, si no entrelazais vuestras manos, y no apoyáis una en otra vuestras cruces, no llegaréis jamás al término del viaje.

Además, las cruces, hijas mías, no se llevan de ese modo: en vez de llevarlas arrastrando, ponedlas valerosamente sobre vuestros hombros, y veréis cuánto se disminuye su peso.

Obedecieron al instante las dos almas, arrojaron las ramitas de albahaca al precipicio, entrelazaron las manos, poniendo antes valerosamente las cruces sobre sus hombros, y apoyándolas una en otra, marcharon con paso tan ligero como el del viejo, y en breve llegaron a la puerta del paraíso, que parecía estar tan lejos.

Batieron palmas los ángeles y los santos al verlas llegar, y las condujeron a la presencia de Dios, que estaba sentado sobre un trono de estrellas y de soles, y luego a unos jardines, llenos de flores y frutos y pájaros muy hermosos para que descansaran allí eternamente de sus penas.

Y colorín colorado, el cuento se ha acabado. ¿He dicho bien, mamita Juana?

-¡Muy bien, muy bien!, respondió Juana conmovida. Guillermo y Clotilde no contestaron. ¿Qué había pasado entre ellos durante el relato de la hechicera niña?

Sus manos se habían buscado y se habían entrelazado a favor de la oscuridad, mientras el anciano había levantado las suyas al cielo, invocando a la dulce concordia, para que volviese a habitar entre sus hijos.

Y la concordia había descendido efectivamente del cielo, risueña y apacible, para tomar de nuevo asiento junto a aquel hogar, huérfano de alegría, y las almas de Clotilde y Guillermo, se sintieron sumergidas en un piélago de inefables y desconocidas emociones.

¡La reconciliación estaba hecha!

La velada fue deliciosa y Clotilde se sorprendió al oír la hora marcada para retirarse.

Entonces subió a su aposento, y fue a sentarse junto a la chimenea, en donde ardían los enormes troncos de encina.

Largo tiempo permaneció allí inmóvil, fijos los ojos en las brasas inflamadas.

Después se levantó, se dirigió a su biblioteca, cerró con llave, y arrojó la llave entre las brasas.

Después fue a buscar las tres cartas de Miguel que guardaba atadas con una cinta verde, y las arrojó también al fuego. Levantaron las llamas un torbellino rojizo con el alimento entregado a su voracidad, y los troncos, crujiendo y despidiendo chipas de oro, parecieron celebrar con vistosos juegos de artificio, la victoria que Clotilde acababa de alcanzar sobre sí misma.

Después, Clotilde se hincó de rodillas, inclinada, como las vestales, hacia el sacro fuego, y juró guardar siempre intachable la pureza de su alma.

Y después aún, se reclinó en el blando lecho, y los ángeles de paz y de consuelo la acariciaron blandamente con sus alas.

¡Dios la había perdonado!

¿Pero la había perdonado el mundo?

¿Era tiempo aún de detener el rayo que ella misma había concitado sobre su serena frente?