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ArribaAbajo- VI -

La intriga


La mujer que tiene que guardar un secreto, por insignificante que éste sea, se convierte en esclava miserable de cuantos la rodean.


FAY.                


Nada hay tan grato como recobrar el bien que se creía perdido para siempre.

Clotilde, en los días que se siguieron al de su feliz regeneración, se entregó de lleno a los puros goces de la familia y a los encantos del amor que la demostraba con apasionado entusiasmo su marido.

Una tarde se hallaba sentada haciendo labor junto al balcón de su cuarto. Por la escalerilla cubierta de follaje iba a visitarla todas las tardes Guillermo, cuando volvía del campo o de la fábrica, prefiriendo aquel camino poético al del corredor que daba vuelta a la casa. Era la hora de que volviese.

Como la cándida virgen que espera con el corazón palpitante al dulce elegido de su alma, esperaba Clotilde, llena de ansiosa emoción, al padre de sus hijos, de quien a pesar suyo la habían separado por tanto tiempo los delirios de su fantasía.

La labor descansaba sobre su falda, y sus ojos estaban fijos en el jardín, estremeciéndose cada vez que el viento agitaba las ramas o los pájaros aleteaban sobre el follaje.

El invierno se adelantaba con pasos agigantados: el cielo, en vez de su puro azul, ostentaba un color ceniciento y sombrío, los árboles habían perdido sus hojas, el césped su verdor, su blando rumor la brisa. Si quedaban algunas aves que no hubiesen emigrado a más benigno clima, en vez de trinos armoniosos, daban al aire notas melancólicas, que parecían gemidos lastimeros. No obstante, Clotilde hallaba indefinibles encantos en el paisaje que se ofrecía a sus ojos.

Le parecía que el cielo y la tierra estaban vestidos de fiesta, porque estaba vestido de fiesta su corazón.

De repente oyó sonar detrás de sí un ruido de pasos acompasados, volvióse, y con indecible asombro, vio dibujarse en la penumbra del aposento, la extraña y escuálida figura de don Lupercio.

Levantóse rápidamente y le dijo:

-Guillermo no ha vuelto aún.

-¡Eh! ¡eh!, dijo el hombrecillo adelantándose, porque sé que no ha vuelto, he subido a ver a usted.

Clotilde le respondió con una exclamación que no se sabía si era de disgusto o bienvenida, y le ofreció una silla.

Don Lupercio se sentó, extendió sus pies sobre la alfombra, aunque estaban cubiertos de barro, sacó una enorme caja de rapé, se puso a saborear un polvo, y por último, dijo mirando en torno suyo:

-¡Eh! ¡eh!, ¡linda habitación! ¡Verdadero nido de palomas!

-¿Me hará usted el favor de decirme a qué debo el placer de su visita?, interrumpió Clotilde.

Don Lupercio guardó la caja, se quitó los anteojos, los limpió, se los volvió a poner de nuevo, y la miró fijamente al través de los cristales.

Clotilde sintió frío en el corazón durante aquel examen.

Don Lupercio, dijo por fin, con voz lenta y llena de siniestras inflexiones:

-Vengo a devolver a usted una carta que la casualidad ha puesto entre mis manos.

-¡Una carta!, exclamó Clotilde poniéndose pálida.

-Es la cosa más sencilla del mundo, prosiguió el escribano. Usted sabe que el tío Ruperto ha vendido una tierra a su marido de usted. Pues bien, como él está enfermo, su mujer ha ido a llevarme los títulos de propiedad para extender la escritura, y nada más natural en quien no sabe leer, entre aquellos papelotes he hallado la carta en cuestión, juntamente con una receta para extirpar los callos, y otra para curar los lamparones, que así se anida la poesía entre las cosas más inmundas.

Echó mano al bolsillo mugriento e inconmensurable, al hablar de este modo, y tardó lo menos tres minutos en sacar lo que buscaba, como si quisiera avivar la ansiedad de Clotilde prolongando su martirio.

Clotilde tendió la mano con impaciencia febril, y cuando apareció, por fin, la carta, que era una de las tres que había escrito a Miguel, hizo un movimiento para apoderarse de ella.

-¡Eh! ¡eh!, dijo Don Lupercio con sorna y retirando la mano, es una epístola interesante y que contiene revelaciones muy curiosas.

-¡La ha leído usted!, exclamó Clotilde indignada.

-¡Pues ya se ve!, repuso el escribano riendo, con su risita irónica y malévola. ¡De la cruz a la fecha! ¡Es una atracción tan singular la que tiene para mí la letra escrita, que no puedo resistir a ella!

Dio vuelta al papel entre sus largas manos, y repuso.

-He aquí una carta, imprudente cuando menos, que compromete el honor de una mujer, y puede causar la ruina de una familia.

¡Es un precioso autógrafo, del cual he dudado mucho en desprenderme!...

-¡Por Dios!, exclamó Clotilde en el colmo de la angustia, y arrojando furtivas miradas hacia el jardín.

El astuto viejo prosiguió con creciente flema y como si no hubiese oído esta exclamación.

-Sí; esta carta por sí sola basta para deshonrar a una mujer; y mucho más cuando sirve de confirmación a las calumnias que se propalan en Orduña.

-¿Y qué calumnias son esas?, exclamó Clotilde con verdadero espanto.

-¡Eh! ¡eh!, replicó el escribano, no tendré yo la poca delicadeza de repetirlas. Me bastará decir a usted que en Orduña se está tan al corriente de los negocios reservados de usted, como usted misma.

-¡Don Lupercio!, sollozó la infeliz con los ojos llenos de lágrimas y cruzando las manos con desesperación, ¡no soy culpable! ¡Le juro a usted por la sagrada memoria de mi madre, que no soy culpable! Puedo haber cometido una ligereza, pero jamás, jamás se ha ofrecido a mi imaginación la idea de inferir una grave ofensa a mi marido.

El escribano se encogió de hombros.

-Nosotros los de la curia, dijo, no solemos atenernos más que a la letra escrita, y también el mundo procede de ese modo.

-No intentaré convencerle a usted, dijo Clotilde con altivez, ni me creo obligada a darle cuenta de mi conducta. Déme usted la carta, supuesto que me pertenece.

-¿Y qué diría su marido de usted si cayese entre sus manos?, dijo don Lupercio mirándola de hito en hito. Aquellas palabras y el tono con que fueron pronunciadas, equivalían a una amenaza.

Clotilde empezó a comprender. Un sudor frío cubrió su frente y murmuró con voz trémula:

-En fin, ¿qué pretende usted de mí?

-¡Eh, eh!, replicó el maligno viejo frotándose las manos con aire satisfecho. Veo que ya entra usted en el terreno práctico de los negocios. Toma y dame, esta es la gran cuestión, éste es el verdadero eje sobre el cual gira la humanidad.

Yo quiero otra cosa. Canjear este papel por otro, y aun ese otro prestado.

-¿Cuál?, preguntó Clotilde estremeciéndose.

-Entre los papeles de su marido de usted, debe hallarse uno que me interesa en extremo.

Un papel que contiene menos letras que esta carta. Se trata de la última voluntad del tío de don Guillermo, escrita sobre el campo de batalla de su propio puño y letra. No quiero más que verlo, y juro devolvérselo a usted con el mayor sigilo a las dos horas de haberlo recibido.

Dio un salto Clotilde al oír esto, y exclamó fuera de sí:

-¡Usted está loco! ¡En ese documento estriba todo el derecho que mi marido tiene a la herencia! ¡Lo que usted me pide es la fortuna de mi marido y de mis hijos!

-No lo niego, contestó don Lupercio con sorna; pero le devuelvo a usted su honor y el honor de su marido y de sus hijos. ¿Qué es lo que estima usted en más?

Puestas ambas cosas en una balanza, creo que Guillermo, que en tanto tiene su fama, se inclinará por la segunda.

-Pero en último resultado, ¿qué significa esta carta?, exclamó Clotilde fuera de sí.

-Esta carta significa que ha entregado usted su albedrío a un hombre que no es su marido; en esta carta recuerda usted con frases apasionadas y elocuentísimas los dulces momentos pasados con él en casa de la tía Ojazos, o vagando por los solitarios bosquecillos que cercan a la ermita.

-¡Soy inocente! gritó la infeliz sollozando, ¡una vez sola nos encontramos allí!

-¿Quiere usted hacer que su marido y el mundo la crean bajo su palabra, cuando tienen aquí la prueba escrita de lo contrario?

Clotilde cayó desplomada sobre su silla, sucumbiendo al peso de aquella realidad espantosa que la abrumaba con su lógica inflexible.

¡Ay, perder la felicidad cuando acababa apenas de recobrarla! ¡Perder para siempre la estimación de su marido, la paz de su hogar doméstico, y quizás el amor y el respeto de sus hijos!

¿Qué haría Guillermo cuando supiese la verdad, que ahora se ofrecía a sus ojos con colores tan horribles? ¡Quizás la arrojaría de su lado, cerrándola para siempre las puertas de su casa, privándola de la vista de sus hijos!

Si Guillermo era generoso, era también severo hasta lo sumo en cuestiones de honor y delicadeza.

Bien veía don Lupercio la lucha trabada en el alma de la infeliz, y así guardó silencio algunos instantes, dejándola abarcar con su imaginación todas las funestas consecuencias de su ligereza, y luego dijo con su tono frío y resuelto:

-En fin, nada hay perdido, señora. El negocio que usted no quiere aceptar, se lo propondré a don Guillermo.

Y se levantó sonriendo y mostrando sus dientes largos, amarillos y afilados como los de un chacal.

-¡Por piedad!, gritó Clotilde, asiéndole por el mugriento faldón de levita. Usted tiene hijas, ¡por piedad! ¡Quizás ellas se vean mañana en el amargo trance en que me veo!

-¡Eh, eh!, dijo don Lupercio; ¡mis hijas no cometerían jamás semejantes imprudencias! ¡Son hijas de escribano, y saben lo que vale una letra escrita!

En aquel instante resonaron los gozosos ladridos de los perros, que festejaban la vuelta de su amo.

-¡Hele allí!, dijo el escribano señalando a Guillermo, que atravesaba con paso ligero el jardín, dirigiéndose a la escalerilla cubierta.

-¡Piedad!, exclamó otra vez Clotilde con las manos juntas y las mejillas cubiertas de lágrimas.

-Si usted consiente, dijo rápidamente don Lupercio, mañana irá mi hija mayor a la misa de ocho de la iglesia más cercana, y recogerá el papel; volverá por la tarde a las vísperas, y se lo devolverá a usted. Mi hija es muy callada, y nadie traslucirá el negocio. ¡Diga usted sí o no!

-¡No, no!, dijo Clotilde con desesperación.

-Don Guillermo ya ha puesto el pie en el primer peldaño de la escalerilla: dentro de un segundo estará aquí: ¿sí, o no?

-¡No, no!, murmuró otra vez Clotilde, casi moribunda.

Guillermo apareció en el balcón.

Venía tranquilo y alegre y muy ajeno a la horrible batalla que se estaba sosteniendo en aquel sitio.

Clotilde creyó morir de terror al divisarle, y mucho más cuando vio al implacable viejo dirigirse hacia él, con la carta entreabierta entre las manos.

Entonces, tomando una resolución desesperada, corrió rápidamente a interponerse entre ambos, y dijo a Guillermo, procurando dar seguridad a su voz temblorosa y apagada:

-Aquí tienes a don Lupercio: venía a hablarte de negocios, pero ya estamos convenidos...

Y miró al escribano de un modo significativo.

La carta que éste agitaba entre sus largas manos pasó a sepultarse en su descomunal bolsillo.

¡Había vencido!

Lleno de gozo por su triunfo, dijo con tono de buen humor.

-Sí; había venido a hacer a usted algunas observaciones acerca de la tierra que han comprado al tío Ruperto. Está cargada con más de un censo, y no vale la suma que han dado ustedes por ella, pero dice su señora esposa, que es una obra de caridad que quieren hacer, y nada tengo que oponer a esto.

Habló luego de cosas indiferentes, y se retiró haciendo cortesía.

¿Quién podrá decir lo que sufrió Clotilde durante la velada larga e interminable que siguió a esta escena? ¿Cómo pudo sostener, ella, que no estaba avezada al crimen, las miradas de su familia, sin caer de rodillas y confesar sus culpas?

¡Cuántas veces estuvo tentada a hacerlo, si no la hubiese contenido el temor de sembrar en torno suyo el luto y la desesperación que cubrían su alma!

¡Ante aquella catástrofe imprevista comprendió cuál era el abismo insondable a que la había arrastrado la que ella creía leve falta! Comprendió cuán sofísticas eran las declamaciones de aquellos pérfidos libros, que la habían precipitado en el abismo.

Si las heroínas de novela forjadas por la imaginación calenturienta de autores sin conciencia, hallan gracia en la pública opinión, después de haber cometido una falta, y arrancan lágrimas de compasivo interés, las heroínas del mundo no hallan en derredor de sí más que ruina, deshonra y menosprecio. Evocó Clotilde el recuerdo de cien y cien mujeres descritas en páginas admirables, llenas de poesía y encanto. Cada una de aquellas mujeres se habían hallado envueltas, como ella, en una intriga; pero en medio de sus sufrimientos, habían experimentado goces inefables, compensaciones sublimes.

-¿En dónde están esos goces?, pensaba la infeliz conteniendo a duras penas sus lágrimas amargas.

A la tarde lúgubre y sombría había sucedido una noche oscura y tempestuosa. El vendaval azotaba las paredes e imitaba con sus lamentos los lamentos próximos a escaparse del angustiado pecho de Clotilde.

Sentada delante de la chimenea, en donde algunas noches antes se había sentido tan dichosa al renunciar para siempre a sus quimeras, luchaba aún consigo misma, sin saber si debía ir a refugiarse en los brazos de su marido y confesárselo todo, o cometer el crimen que se la exigía.

¡Ay! ¿Por qué no adoptó el partido de la lealtad y del deber? ¿Por qué no pensó que no hay, que no puede haber, un amigo más fiel para una mujer casada que su marido, unido a ella por los estrechísimos e indisolubles lazos del cariño, del interés y del honor?

Apretaba convulsivamente entre sus manos la llave del pupitre que guardaba los papeles importantes de la familia. Le había sido muy fácil cogerla, por cuanto Guillermo tenía una absoluta confianza en la compañera de su vida.

Pero para ir al despacho era preciso pasar por el dormitorio de Guillermo, y en la pieza contigua al despacho dormía Juana con los niños.

¿Qué sería de ella si su marido o Juana despertasen y la sorprendiesen?

Hasta el amanecer estuvo sosteniendo una angustiosa batalla contra sus encontradas ideas, contra sus encontrados sentimientos.

El viento azotaba los muros de la casa, y mugía sordamente al través de las rendijas.

Los mugidos del viento parecían ser a la vez un aviso y una amenaza.

Clotilde, al fin, se decidió. Se proveyó de un cerillero y una caja de fósforos, se quitó los zapatos y atravesó a oscuras y de puntillas el aposento de su marido, que dormía con un sueño apacible.

Cuando llegó al despacho cerró la puerta, encendió la luz, abrió el pupitre y se puso a examinar con agitación febril los legajos pertenecientes a la testamentaría.

Gruesas gotas de sudor corrían por su frente; los latidos tumultuosos de su corazón la ahogaban.

Cuanto más crecía su impaciencia, menos hallaba lo que buscaba.

Empezó a oír ese vago rumor que precede a la aparición del alba; cubrió la luz con ambas manos; miró al balcón y vio que por las rendijas penetraba una tenue claridad.

Guillermo se levantaba muy temprano.

Aunque desistiese de su criminal propósito, ¿cómo haría para reunir otra vez los papeles esparramados y colocarlos en su sitio, del modo que estaban, para que no se conociese que se habían tocado?

Más de un cuarto de hora duró su angustiosa tarea.

Pero al reunir los papeles, halló de improviso lo que buscaba.

Exhaló un comprimido suspiro de alegría, se lo metió apresuradamente en el pecho, volvió a hacer el legajo, cerró el pupitre, apagó la luz y atravesó con las mismas precauciones que antes, el aposento de su marido.

-¿Quién es?, preguntó éste despertándose a medias.

Clotilde no respondió, entró en su cuarto, y fue a dejarse caer sobre una butaca.

Estaba como muerta.

Pálida, con el cabello erizado y los ojos fijos, parecía el espectro de sí misma.

Permaneció mucho tiempo inmóvil y silenciosa.

Oyó como entre sueños levantarse a Guillermo y a todas las gentes de la casa, y sólo volvió en sí al oír el tañido de las campanas que convocaban los fieles a la iglesia.

Entonces dio un grito y se cubrió el rostro con las manos.

-¡Y es en la casa de Dios en donde debe cometerse el crimen!, exclamó desolada.

A las ocho se envolvió en su manto, salió de su casa, entró en Orduña y se dirigió a la iglesia más cercana.

La mañana estaba fría y nebulosa, y pocos fieles habían acudido al llamamiento de las campanas.

Veíanse aquí y allá algunas mujeres arrodilladas en las capillas laterales o junto a los pilares. Algunos hombres estaban de pie y descubiertos a la entrada de la iglesia, o iban y venían como sombras de un lado al otro.

Clotilde se arrodilló junto a un confesionario, aguardando el momento fatal. Zumbábanla los oídos, oscurecíase su vista, teniendo casi perdida la conciencia de sí misma.

Aunque no veía ni oía nada de cuanto pasaba a su alrededor, había muchos ojos fijos en ella.

Pocas veces iba al templo tan temprano, y mucho menos sola.

Ya se sabe que la más pequeña alteración en los hábitos de una persona, da origen a millares de conjeturas en una ciudad reducida.

Aumentó las generales cavilaciones, el ver que la hija mayor del escribano atravesaba la iglesia para ir a arrodillarse junto a doña Segismunda. Ya se sabía que cuando estas dos esclarecidas rivales en malignidad se juntaban, era porque había un grave escándalo en Orduña.

Hallábanse ambas en una capillita dedicada a Jesús sacrificado. Una sola lámpara, suspendida sobre el altar, encima del cual descollaba una hermosa efigie del Redentor, alumbraba débilmente la capilla.

Doña Segismunda fingía leer en su libro de oraciones; pero había visto de soslayo acercarse a Policarpa, y esperaba, llena de impaciencia, que le dirigiera la palabra.

A pesar de su impaciencia, era tal el sentimiento que tenía de su propia dignidad, que por nada de este mundo hubiera consentido en hablar la primera.

Policarpa lo sabía, y por lo tanto, no permitiéndole las circunstancias divertirse con su expectativa, le tiró del vestido, diciéndola en voz baja:

-¡Tengo una carta de Clotilde, escrita de su propio puño y letra!

Volvióse doña Segismunda con la celeridad del rayo, y exclamó, fijando en ella sus ojos centelleantes.

-¡A ver, a ver!

Acercáronse ambas al altar, de modo que las diese de lleno la luz de la lámpara, sin ver que las estaba mirando Aquél que, lleno de amor y caridad, perdonó hasta a sus verdugos.

Colocó doña Segismunda la carta sobre su libro de oraciones, y devoró su contenido, murmurando entre párrafo y párrafo, con saña reconcentrada.

-¡Pícara, infame, mojigata, que usurpa el aprecio del mundo y la consideración del mejor de los maridos!

Volvióse, al terminar su lectura, y vio que tenía un auditorio numeroso. Todas las mujeres esparcidas por la iglesia habían ido arrastrando sus ruedos hasta allí, y habían formado círculo en torno de las protagonistas de esta escena.

Holgóse doña Segismunda al ver que había tantas lenguas viperinas que propalasen, comentasen y abultasen el escándalo, y así, después de haberse hecho rogar algunos momentos, emprendió otra vez la lectura de la carta a media voz, pero con tal lentitud y claridad, que sus oyentas pudieron saborear hasta las comas.

¡Y aquí de las exclamaciones y de los asombros de aquellas mujeres, que acaso tendrían mucho por qué acusarse a sí mismas! Santiguábanse, y gemían y se daban golpes de pecho, implorando la misericordia divina para la extraviada, mientras la estaban tan villanamente deshonrando. ¡Infelices! ¡Como si hubiesen podido engañar con sus hipócritas frases al Salvador divino, que mostraba su costado abierto para refugio de pecadores! ¡Ah, que así entienden la dulce religión, así profanan la santidad del templo ciertos espíritus groseros y malvados, verdaderos fariseos que especulan sin miramiento con las cosas santas!

¡Ofrecían un conjunto siniestro todas aquellas cabezas que se juntaban para murmurar al oído palabras de anatema, todas aquellas manos que se levantaban al cielo, para pedir venganza al infinito en bondad, al infinito en misericordia!

-¡Es preciso enviar esta carta bajo un sobre al Eco de Orduña, para que la estampe en sus columnas!, dijo doña Segismunda.

-¡Si las mujeres de bien no se unen para arrancar la máscara a las de mal vivir, el mundo está perdido!, murmuró una vieja de no muy limpia reputación, pasando apresuradamente entre sus dedos las cuentas de un rosario.

-¡Lástima de marido!, refunfuñó una solterona sin esperanza de mejorar de suerte. ¡Si una tuviese un marido así, todo le parecería poco para hacerle agradable la vida!

-¡Pues mandarle esa carta a él!, replicó una mal casada, despidiendo llamas por los ojos. ¡Que sepa quién es la serpiente que calienta sobre su pecho!

-No, dijo Policarpa alarmada por aquellas insinuaciones, pues si la complacía la humillación de Clotilde, más la complacía aún la suma enorme que debía reportar a su padre el crimen que meditaba. Esta carta debo devolvérsela en este mismo instante. ¡Como que ha venido a la iglesia para recogerla!

-¡Eso es!, exclamó impetuosamente doña Segismunda, recoge su carta, la hace pedazos, y sigue engañando a su placer al mundo. ¡Miradla allí recostada en el confesionario, con los ojos clavados en el suelo, y como si nada hubiese hecho!

¡Los hombres que pasan la saludan en vez de escupirla, y acaso dirán que es un ángel!

-¡No, esto no se puede quedar así!, murmuró la solterona con tono rencoroso.

-¡Lo que es yo por mí no devuelvo la carta!, replicó doña Segismunda, estrujando el papel entre sus manos. ¡Quien la hace que la pague!

Temió seriamente Policarpa por su fortuna, y así se apresuró a decir:

-Pues qué: ¿no hay otro medio más que ese para desenmascararla? ¿No podemos provocar un escándalo, patente a los ojos de todos, sin que se sepa la mano que lo ha producido? Yo sé la carta de memoria, yo tengo acá mi plan!

-¡A ver, a ver!, dijeron todas en coro.

Pero en aquel instante resonó la campanilla, anunciando que daba principio el sagrado sacrificio del Cordero Inmaculado.

No fue parte aquel divino llamamiento para acallar la envidia que las roía el alma, y así, acercándose todas a Policarpa, con el oído atento, con el corazón palpitante, mientras sus labios se movían como si formulasen una plegaria, que si la formulaban era una blasfemia, escucharon sin perder el más mínimo detalle, el diabólico plan que Policarpa se proponía llevar a cabo. Y cuando Policarpa hubo concluido, exhalaron un suspiro de satisfacción y levantaron los ojos al cielo, como si acabasen de salvar al mundo.

Y la perdición de Clotilde, de aquella pobre mujer, débil como ellas, quedó decretada, y quedó decretada la desventura y la deshonra de aquellos dos bellos niños que estaban durmiendo con el sueño de la inocencia, sin presentir la horrible tempestad que iba a estallar sobre sus cabezas.

Terminóse el Santo Sacrificio, deslizóse Policarpa del grupo de mujeres, y se dirigió con paso mesurado al confesionario, en donde estaba arrodillada Clotilde, muy ajena al funesto complot que debía hacer trizas su honor y su ventura.

Llegóse Policarpa a ella, hizo su famosa cortesía en tres tiempos, sin doblar el cuerpo ni mover un músculo de la cara, como si fuese un muñeco movido por un resorte, y le dijo con su voz breve y helada:

-Vengo en nombre de mi padre a lo que usted sabe.

Clotilde levantó hacia ella los ojos empañados por las lágrimas, sacó el papel de su seno, y respondió con voz trémula:

-Tome usted, supuesto que es preciso. ¡Su padre no ha querido apiadarse de mí! ¡Quiera Dios no tenerle en cuenta su crueldad!

-Mi padre no tiene la culpa de que usted haya abandonado el camino de la virtud, dijo Policarpa con tono severo.

Y luego repuso:

-Ya sabe usted que debo devolverle este papel a la hora de vísperas. No haré falta.

Tomó el papel, entregó la carta, repitió su quijotesca cortesía, y se retiró con aire grave y mesurado, volviendo a donde la aguardaban las mujeres llenas de curiosidad e impaciencia.

Elevóse del siniestro grupo, así que ella llegó, un sordo murmullo de improperios y amenazas; y prometiendo volver a las vísperas para saborear la segunda parte del drama, salieron las maldicientes como poseídas, para propalar por la ciudad cuanto habían visto y oído.

Y fueron desfilando una a una, pasando todas por delante de Clotilde, y fijando en ella una mirada descarada, llena de odio y menosprecio.

-¡Oh, cómo me miran esas mujeres!, pensó la infeliz; ¡parece que leen en mi frente mi delito!

Levantóse con paso vacilante para sustraerse a aquel martirio, se cubrió con el velo, y saliendo de la iglesia, se dirigió a su casa y corrió a encerrarse en su aposento.

Allí abrió la carta y la leyó temblando como la hoja en el árbol. ¡Tenía miedo hasta del aire y de la luz!

El escribano decía bien. Cada una de aquellas palabras ardientes, tomadas de la ampulosa fraseología de las novelas, encerraban la confirmación de una deshonra imaginaria.

Con las mejillas inflamadas de rubor, hizo trizas aquel funesto padrón de su ignominia; pero entonces recordó con espanto, que en poder de Miguel debían existir otras dos cartas como aquélla.

¿Habrían llegado efectivamente a su destino, o habrían sido interceptadas también para servir de objeto a una especulación infame'?

-¡Ay!, murmuró la desventurada entre sollozos, ¡la mujer que tiene un secreto ya no se pertenece; se convierte en esclava miserable del azar y de las personas malignas que la rodean! ¡Dios mío, no he hecho más que desviar mi pie de la senda del deber, y ya siento el castigo!

Por la tarde acudió a la iglesia, en donde se renovó la misma escena de la mañana, con la única diferencia de que asistieron a ella, protegidas por la penumbra que reinaba en las capillas, todas las comadres de Orduña; pero Clotilde volvió a su casa menos afligida, estrechando sobre su corazón el fatal papel devuelto por Policarpa.

Habíale mirado a la luz de una lámpara y le había parecido el mismo.

-¡Habrán querido tomar alguna nota, pensó; quizás el mal no sea tan grave como yo me imaginaba!

Confiada y bondadosa, no podía creer por mucho tiempo en la maldad ajena.

Aquella noche no aguardó al alba para entrar en el despacho.

Pero no fue tan feliz como la vez primera.

Aunque había adoptado las mismas precauciones que la noche anterior, cuando acababa de meter el papel en su legajo correspondiente, sintió el ruido de una puerta que se abría, y vio delante de sí a Juana medio desnuda y con el cabello suelto.

Ambas soltaron un grito al reconocerse.

Aquel grito despertó a Guillermo.

va? preguntó con voz estridente.

Oyóse el ruido que hacía al precipitarse de la cama.

Clotilde aterrada y sin darse cuenta de lo que hacía, puso un dedo sobre sus labios, miró a Juana con ademán suplicante, y abalanzándose al dormitorio de sus hijos, corrió a acurrucarse entre las dos camitas, en donde los ángeles velaban el sueño de aquellos inocentes hermanos suyos.

Cuando Guillermo a medio vestir se presentó en el despacho, halló a Juana delante del pupitre abierto y los papeles esparramados.

-¿Qué buscabas aquí?, le dijo con asombrado y severo tono.

La pobre Juana no supo qué responder.

No quiso denunciar a Clotilde, inclinó la cabeza sobre el pecho y guardó silencio.

-¿Pero qué buscabas aquí? ¡Responde!, gritó Guillermo con creciente cólera.

Clotilde lo oía desde su escondite, en donde permanecía inmóvil, llena de confusión y espanto, con la cabeza escondida entre las manos.

Su primer impulso fue salir y confesarlo todo; luego cedió a su cobarde y falsa vergüenza.

-¡Hacer patente mi delito a los ojos de Juana que es tan buena!, pensó en medio de su turbación; ¡oh, no, jamás!

El dormitorio de los niños tenía salida a la galería de cristales, que dando vuelta a la casa, comunicaba por una puerta falsa con su alcoba.

Clotilde se levantó, buscó a tientas la puerta, se deslizó de puntillas a lo largo de la galería, y penetró en su estancia.

Pero su valor y sus fuerzas estaban agotadas.

Apenas llegó a su aposento, cayó desmayada al suelo, y sólo volvió en sí cuando el primer rayo de sol vino a calentar sus miembros ateridos.




ArribaAbajo-VIII-

Lo que se ve a la luz de los sepulcros



Una tragedia griega, ya sabida
«Volved, dice, los ojos, ¡oh mortales!
Hacia el último día de la vida.
¡Qué rancias vanidades terrenales!
Cuando se va a morir todo es locura.
Y verdades y sueños son iguales.


CAMPOAMOR                


Venid y ved si hay tristeza comparable a la mía


SAGRADA ESCRITURA.                


¿Qué se habían hecho las risas y algazara que ensordecían de continuo los ecos de los salones en donde la marquesa de los Gazules recibía a su alegre corte?

Habían enmudecido ahogados por el helado soplo de la muerte.

La muerte había entrado en el suntuoso palacio con el mismo ligero paso que entraba en las cabañas, sin tener en cuenta las magníficas alfombras ni los dorados techos.

La gran niveladora de las clases sociales se había situado junto a la cabecera del lecho en donde gemía la Marquesa, y tendía hacia ella su mano descarnada.

Un fúnebre crespón parecía cubrir todos los objetos, y al través de aquel negro crespón, a la luz opaca que proyectaba una sola lámpara oculta en un ángulo del aposento, la infeliz moribunda veía cosas que nunca jamás había visto: veía la sepultura entreabierta; la sombra impalpable, eterna; los hórridos gusanos que iban a ser sus únicos compañeros, arrastrándose en todas direcciones por encima de su cadáver, metido en una estrecha caja, que aunque fuese dorada por fuera, sería igual por dentro a la que encerrase el cuerpo de un mísero jornalero.

Siempre había creído que su cuerpo formado de materia volvería a ser materia, que el polvo volvería a ser polvo; pero nunca había meditado seriamente sobre esto. Cuando estos lúgubres pensamientos acudían a su mente, se vestía de gasa, se coronaba de flores, y corría a quemar incienso ante las aras del dios Placer, como si creyera que el placer y ella debieran ser inmortales.

¡Y sin embargo, el temido momento había llegado!

El cuerpo creado para fecundar la tierra iba a cumplir su fin y a hacer germinar las flores; sus espíritus vitales iban a confundirse con el aire, con la luz, que vivifican la atmósfera.

Había vivido, había gozado, iba a morir; su destino se había cumplido; su misión se había llevado a cabo.

¿Qué era, pues, lo que se retorcía dentro de su pecho causándola tormentos indecibles? ¿Qué era lo que gemía en el fondo de su corazón, llenándola de pavor y de amargura?

Lo que se agitaba dentro de su pecho, lo que gemía en el fondo de su corazón, era su conciencia.

La conciencia la pedía estrecha cuenta de los días perdidos en fútiles devaneos, de las palabras pérfidas u ociosas que habían pronunciado sus labios, de sus torpes o bajas acciones.

¿Y por qué la arguía la conciencia, si había hecho durante su vida lo que hacen los pájaros y las flores, los brutos y los insectos? ¡Buscar el placer y saturarse de placeres!

¿Qué la pedía aquella implacable censora de sus obras, cuya voz nunca había sido tan imperiosa y severa como en aquel instante?

¿Era que su conciencia tenía a su vez que rendir estrecha cuenta de sus actos a un supremo poder oculto a sus miradas? ¿Era que su alma se diferenciaba de la vitalidad del universo, y estaba destinada a perpetuarse en otras esferas más sublimes?

La Marquesa, a medida que sentía desquiciarse su cárcel mortal, veía surgir paulatinamente de sí misma, con indecible espanto, un nuevo ser ansioso de tender su vuelo a los espacios azulados. ¡Mil veces había sospechado su existencia; mil veces había creído oír su voz, pero habían oscurecido su vista las pompas del mundo, habían ensordecido sus oídos las irónicas risas de los sabios! ¡Y he aquí que en aquel supremo instante le veía aparecer clara y distintamente delante de sus ojos, le veía triste y acongojado, llorando por la hermosa patria, de la cual quizás estaría desterrado para siempre!

En la alcoba de la Marquesa velaban un hombre y una mujer: un sobrino y una sobrina, pertenecientes ambos a distintas familias.

La sobrina tenía mejor derecho a la herencia de la moribunda, porque el grado de parentesco que le unía a ella era más cercano.

Bien se veía al través de sus hipócritas gimoteos, la certeza del triunfo, el orgullo de la preponderancia.

Al primer aviso de la doncella, comprada hacía ya mucho tiempo, se había instalado en la alcoba, como conquistadora, negando la entrada a todo el mundo, médicos, sacerdotes y parientes.

Pero aquel sobrino, más audaz, más cínico que los otros, la había declarado una guerra a muerte, y conquistando el terreno palmo a palmo, desde la antesala hasta la alcoba, se había instalado allí de un modo definitivo y absoluto: sólo que la sobrina estaba a la cabecera de la cama y el sobrino a los pies.

Desde sus mutuas posiciones, ambos se lanzaban uno a otro miradas de desconfianza y odio, y esta desconfianza, este odio se iban haciendo más visibles a medida que la Marquesa se ponía más pálida, a medida que la muerte iba extendiendo sobre su rostro su fúnebre sudario.

En la sala inmediata estaban cincuenta parientes lejanos, hombres, mujeres y niños, pues los padres habían traído a sus hijos para enternecer mejor a la moribunda.

Quien mas, y quien menos, todos habían sido halagados durante la larga vida de la Marquesa con la esperanza de ser sus herederos universales. Ella había empleado este sistema para tener esclavos, y bien se sabía por otra parte que era libre de disponer de su fortuna del modo que quisiese.

En aquellos cincuenta parientes estaban representadas todas las clases de la sociedad, desde la chaqueta y las manos callosas, hasta el rendigote y las manos blancas cubiertas con ricos guantes.

Los doblones de una cuantiosa herencia tienen el privilegio de hacer surgir parientes hasta de las piedras.

Todos aquellos heterogéneos personajes iban y venían de puntillas con una agitación indecible, miraban por la cerradura y cuchicheaban en voz baja, resonando entre los misteriosos cuchicheos la palabra mágica millones.

Lo que al principio de la noche era un millón, por un admirable procedimiento matemático se había convertido en doce o quince millones.

En el comedor estaban agrupados, no sólo los criados de la casa, sino cuantos habían prestado algún servicio a la enferma en el espacio de muchos años.

Estos, más sinceros, hablaban en voz alta de mandas y legados fabulosos, mientras las mujeres contaban por los dedos las varas de tela que les darían para el luto, y calculaban cuál sería el traje de su señora que les tocaría en el reparto.

De paso murmuraban a su sabor de los presuntos herederos, que habían acudido como una bandada de cuervos en el momento de recoger el botín, mientras ellas habían tenido que sufrir las impertinencias y el despotismo de su ama. El uno sostenía que la sobrina con mejor derecho, se negaba a que diesen caldo a la enferma, con objeto de acabar más pronto y salir de penas; el otro aseguraba que el sobrino más audaz, tenía preparada una tramoya para desbancar a su enemiga y hacer testar a la enferma a toda costa.

En el portal, reunidos alrededor de la portera, vieja, sucia y desgreñada, que manejando su escoba como una reina su cetro, sacaba a relucir los defectos de la moribunda, zahiriéndola por su lujo y sus afeites, todos los pobres del barrio ya provistos de sus correspondientes memoriales, le suplicaban que les otorgase la preferencia cuando se tratase de repartir las limosnas de costumbre.

¡No habían recibido ninguna limosna en vida, justo era que acechasen para conseguirlas el momento de su muerte!

En el estrado, aparentaban que velaban los amigos íntimos de salón, los compañeros del placer.

Los habían aunado allí el decoro y las conveniencias sociales; pero en todo pensaban menos en la que estaba batallando con el estertor de la agonía.

Para conjurar el sueño y el fastidio, hablaban en voz baja de los bailes que se preparaban, de las óperas nuevas que estaban en estudio, de la bailarina célebre que asombraba a la corte con sus piruetas, y de tal o cual aventura ruidosa que se prestaba a chistes agudos e ingeniosos comentarios.

Y entretanto pasaban las horas llenas de angustia y de terror para la triste moribunda, que no hallaba en torno de sí ni una mano leal que estrechase su mano, ni una mirada cariñosa que buscase sus miradas.

No había amado, y no podía hallar amor: no había sembrado el bien, y no podía recoger sus divinos frutos. Había sido egoísta, había reconcentrado en sí misma todos sus afanes: era como el árbol estéril que el leñador corta sin compasión para arrojarlo al fuego.

Las miradas que cruzaban entre sí el sobrino y la sobrina, eran cada vez más hoscas, más amenazadoras.

El primero llamó a la segunda y le dijo en voz baja:

-Es preciso que esto concluya, es preciso que venga el escribano. Tiene muchos parientes pobres, y si muere sin testar todo se lo llevará la curia.

-Yo no quiero que se le violente para nada, contestó con sequedad la sobrina. Lo único en que puedo consentir es en que se llame a un sacerdote.

-Comprendo perfectamente tu intención, replicó el sobrino con voz acre y destemplada; tu derecho es mejor que el nuestro, y si muere sin testar, la herencia será para ti, aunque la mermen los curiales. Pero esto no puede ser y no será. Yo me opongo a la realización de tus planes egoístas. Afuera hay muchos infelices a quienes represento, y defenderé sus derechos hasta el último instante.

Afuera se oía efectivamente un confuso rumor, como el de la marea cuando sube y amenaza inundar la playa.

Los parientes se impacientaban. Hallaban que aquella agonía era demasiado larga.

-Tía, dijo el sobrino traspasando por primera vez el límite que le había impuesto su enemiga, y llegando con sólo tres pasos a la cabecera de la cama, como si quisiera tomarla por asalto; tía, está usted muy grave: soy hombre y debo decir la verdad, está usted muy grave, y es preciso que arregle usted sus negocios; es preciso que piense usted en hacer testamento y llamar a un escribano.

-¡Tía, exclamó la sobrina dando rápidamente vuelta a la cama para colocarse al otro lado, no se fíe usted de nadie, no se fíe usted más que de mí! ¡Oh, yo no permitiré que la atormenten a usted por mezquinos intereses! ¡Estoy segura de que Dios la dará a usted todavía muchos días de vida!

Y su voz, al hablar así, estaba ronca, y su rostro amoratado por la cólera.

¿Había oído la Marquesa el diálogo anterior? ¿Adivinaba por la inflexión de aquellas voces el verdadero sentido de sus palabras?

Se incorporó con ímpetu y gritó con desesperación.

-Pero ¿qué hacen aquí estas gentes? ¿Por qué se han apoderado de mi casa? ¿No tengo yo criados que me sirvan? ¿No les había mandado que no dejasen entrar a nadie?

Los dos sobrinos retrocedieron espantados hasta los pies de la cama.

Pero la cólera que había galvanizado por un instante los nervios entumecidos de la enferma, cedió y la infeliz cayó sobre la cama sollozando.

-¡Ay de mí, triste, ay de mí, decía, que estoy a merced de mis mayores enemigos!... ¿Qué haré? ¿A quién pediré socorro?...

Los sobrinos la dejaron llorar y gemir por espacio de media hora.

Luego volvieron paso a paso a reconquistar sus primeras posiciones.

-Pobre tía, dijo entonces el sobrino, está usted muy mala, ¿quiere usted que vayan a buscar al escribano?

-¡Ay tía de mi alma, exclamó la sobrina, supuesto que no hay remedio!, ¿quiere usted que vayan a buscar al confesor?

En aquella media hora la muerte había dado un paso más hacía su víctima.

Estaba postrada, casi vencida.

Sin embargo, aún tuvo aliento para decir:

-No, no, que se vayan todos, que me dejen todos: ¡esto es lo que quiero!...

En aquel momento se abrió la puerta de la estancia, y entró una mujer con un niño entre los brazos.

Era una prima lejana a quien ya había faltado la paciencia.

-¡Prima, dijo con voz lastimera, por Dios, acuérdese usted en sus últimos momentos de esta pobre criaturita!

La Marquesa se enderezó de nuevo sobre el lecho. Estaba mucho más lívida, mucho más desfigurada que antes. Tenía los blancos cabellos esparcidos, los ojos inflamados, los labios cubiertos de roja espuma.

-¡Fuera todos, fuera!, gritó con voz estridente.

Prima y sobrinos bajaron la cabeza y obedecieron, saliendo cabizbajos de la estancia.

¡Aún tenía la moribunda bastante vida para poder excluirlos del testamento!

Apenas salieron de la estancia, se hallaron envueltos en una nube de parientes, que se acercaron ansiosos a ellos y los abrumaron a preguntas.

-Nada, nada, dijo el sobrino, es preciso que Nicolás vaya en busca del escribano. Si no, no acabaremos nunca.

La sobrina se deslizó sigilosamente hacia el comedor, y llamando aparte a la doncella, le dijo en voz baja:

-Manda un recado a don Cornelio, como habíamos convenido.

-Está aguardando en el cuarto bajo, respondió la doncella, desapareciendo como una sombra.

Este diálogo, aunque pronunciado en voz muy baja, había sido oído, o más bien adivinado.

El sobrino, que había sospechado la intención de su enemiga, se había ocultado en la penumbra del corredor para escuchar sin ser visto.

Así que las dos interlocutoras se hubieron separado, abandonando el campo, llamó a la segunda doncella.

-Tu ama ha quedado sola, le dijo, ve a ver si quiere algo. Si consigues que haga testamento, y lo haga a nuestro favor, tendrás tu parte como si fueras uno de los parientes. Date prisa: ya han ido a buscar al escribano, que aguarda por mi orden en el café vecino.

La doncella era lista, hizo una señal de asentimiento, dio un rodeo, y entró por una puerta excusada en la alcoba de su ama.

Esta había vuelto a caer inerte sobre el lecho. La vida solo residía en sus ojos, que se movían hacia todos lados, retratando una desesperación profunda; mientras sus manos crispadas amontonaban las sábanas como sí quisiese esconderse debajo de ellas.

-Señora, mi buena señora, exclamó la doncella, apoderándose de una de sus manos y cubriéndola de besos.

Luego prosiguió con acento de terror:

-¡Jesús, Dios mío! ¡Pues si ya no tiene usted pulsos! ¡Si se está usted acabando por momentos! ¡Tiene usted la muerte pintada en el semblante!

-¡Estás loca, balbuceó la moribunda, tratando de sonreírse, al contrario, me siento mejor, mucho mejor!...

-¡Ay, señora, interrumpió con tono lastimero la doncella, que esa será la mejoría de la muerte! He velado a muchos enfermos, y bien sé lo que me digo. ¿Y se va usted a morir así, como un perro? ¿Quiere usted que recemos juntas? ¡Ya no puede usted hacer otra cosa en este mundo! ¡Yo rezaré por las dos!

Y se puso a rezar las preces de los agonizantes.

Aquellas preces, rezadas en voz alta y con lúgubre tono, producían un efecto solemne y amenazador en medio del silencio profundo que reinaba en el aposento.

La Marquesa se tapó los oídos por no oírlas. Luego su garganta dejó escapar un ronco silbido, y sus manos crispadas se agarraron a las sábanas.

Era la lucha del cuerpo que se esforzaba en asir al alma, próxima a escaparse de su seno.

El reloj dio pausadamente dos campanadas.

-¡Ay, pobre señora mía, repuso la doncella, ya no volverá usted a contar otra hora en este mundo! ¿Qué hace usted que no piensa en su alma? Confiésese usted, haga usted testamento... ¡No hay un minuto que perder!... ¡Dentro de un minuto será tarde!

La moribunda fijó en ella sus ojos ya vidriosos y entelados, con expresión de doloroso reproche.

-¡Tú también!, quería decir aquella mirada. ¡Todos pensando únicamente en repartirse mis despojos!

La doncella lo comprendió.

-Señora, dijo con fingidas lágrimas, obro así por deber de conciencia. Yo no tengo que heredar. Pero me duele pensar que va usted a condenar su alma para siempre... ¡Por Dios, un buen esfuerzo!... ¡Mire usted que ya se va quedando fría!... Sí, sí... esto es hecho... la nariz afilada, los ojos hundidos. ¡Hasta ese afán que tiene usted de amontonar las sábanas, indica que va pronto a rendir su postrer aliento!... ¡Reconcíliese usted con el mundo, reconciliese usted con Dios!... Haga usted testamento; pero pronto, pronto, mientras tiene usted la razón todavía despejada.

La triste moribunda se retorcía sobre su lecho, se esforzaba para levantarse y huir de aquel suplicio, verdadero asesinato moral, peor que el que produce la daga que mata de un solo golpe.

-¡Agua... agua...!, murmuró con voz gutural.

-No señora, dijo la doncella, se la daré a usted cuando consienta en que entre el escribano.

La moribunda cruzó las manos con ademán suplicante.

-¡No, repuso la doncella, no! ¡No merece el cuerpo que va a convertirse en podredumbre que se le dé ningún alivio, mientras no consienta usted en salvar su alma. Tiene usted parientes pobres, piense usted en ellos...

La Marquesa cayó desplomada sobre el lecho, y empezó a levantar su seno el estertor de la agonía.

Entonces hizo una señal con la mano, indicando que consentía en todo lo que la pedían.

La doncella le dio el agua, que bebió con avidez, y luego se precipitó triunfante hacia la puerta, gritando:

-El escribano.

Pero junto al escribano estaba aguardando el sacerdote, y junto a ambos estaban inmóviles y lívidos el sobrino y la sobrina.

-¡Primero el sacerdote!, dijo ésta con tono imperioso.

El sacerdote no se lo dejó repetir dos veces, y pasando por delante del escribano, se precipitó en la estancia.

Un suspiro de alegría se escapó del pecho de la Marquesa al verle.

-¡Ampáreme usted!, dijo con voz entrecortada, ampáreme usted... ¡Ah, yo nunca he creído en la otra vida; ahora creo, al ver que empieza en ésta el horrendo castigo de mis culpas!... ¡Padre, mi corazón ha sido duro como una roca!... ¡Yo nunca he hecho bien a nadie!... ¡No he tenido amor a nadie!... ¡Nadie tiene compasión de mí!... ¡Nadie me ama!... ¿Podrá perdonarme Dios?

-¡Dios nunca rechaza a un corazón contrito!, dijo dulcemente el sacerdote, sentándose a la cabecera de su cama.

En la sala vecina reinaba el mayor silencio. Los parientes se parecían a aquellos personajes encantados de los cuentos: todos permanecían en la misma actitud en que los había sorprendido la desaparición del sacerdote. Su vida había quedado en suspenso, reconcentrándose en sus oídos, y sólo se oían las tumultuosas palpitaciones de sus anhelantes corazones.

En el estrado dormitaban ya los amigos íntimos, los asiduos comensales, y sólo se cambiaban algunas palabras entre lánguidos bostezos.

La conversación se había agotado.

-¡Qué largas van siendo las noches!, decía el uno.

-Ya se va sintiendo el frío, decía el otro.

Entró Miguel, y su presencia galvanizó por un momento a los circundantes.

Miguel venía del baile de la Embajada.

Había abandonado el baile para velar a su protectora: no se podía dar mayor abnegación.

Sentóse entre dos damas y preguntó por la Marquesa.

Repitiéronle todo lo que se había dicho y comentado durante la noche acerca de la enferma y la enfermedad, y cumplido aquel deber social se pasó a otro asunto.

-¿Ha estado bien el baile?, preguntó una de las dos damas a Miguel.

-¡Magnífico!, dijo éste.

-¿Mucha gente conocida?

-Lo mejor de Madrid.

-¿Y la Embajadora?

-¡Divina! Traje de gasa azul con estrellitas de plata; diadema de perlas en la cabeza.

-Nadie como usted para dar razón del atavío de las damas.

-¡No tengo mucho mérito en recordar el de la Embajadora, porque he pasado casi toda la noche junto a ella!, dijo Miguel con fatuidad.

-Pues me han contado una anécdota graciosísima acerca de esa señora, dijo la otra dama que estaba a su lado, y que había permanecido hasta entonces silenciosa. De buen grado la referiría, porque es pública, si no fuese ajena a este lugar y a estas circunstancias.

Todos hicieron círculo alrededor de ella, rogándola que la contase en voz baja.

La dama, que no era ya ni joven ni bonita, pero que era soltera de aquellas que después de haber jugado toda su vida con el amor, cuando llegan a ver su cabello encanecido y su rostro surcado de arrugas, se agarrarían, como se dice vulgarmente, a un clavo ardiendo, había solicitado a Miguel del modo solapado y sagaz que presta a las mujeres el trato del mundo; pero Miguel se había mostrado siempre ciego y sordo a sus manejos.

La dama, que acechaba hacía tiempo la ocasión de vengarse, cogió aquella que se le ofrecía, y así dijo que un joven fatuo, de esos que creen que todo les está permitido y que pueden alcanzarlo todo, se había atrevido a poner los ojos en la Embajadora. Que ésta, que era la virtud misma, quiso dar una lección al estúpido y jactancioso advenedizo, que nacido en la clase más humilde de la sociedad, no hallaba diques a su petulante ambición, y otorgándole una cita para las altas horas de la noche en su propio aposento, le hizo creer que era cierta su fortuna.

-Llegó el instante feliz, prosiguió la narradora, fijando sus ojos chispeantes de maligna satisfacción en el aturdido Miguel, escaló el amante las tapias del jardín, no sin hacerse sendos rasguños, penetró en el recinto misterioso, y se quedó estupefacto viendo a marido y mujer conversando plácidamente al lado de la chimenea.

Marido y mujer soltaron una estrepitosa carcajada al ver al asendereado y burlado Lovelace, y el primero, dirigiéndose a él, le dijo con punzante ironía que podía volverse por donde había venido.

Marchóse en efecto el pobre mozo con las orejas gachas, y aun se asegura que estuvo enfermo ocho días del susto y de la pesadumbre.

He aquí mi historia.

No había nombrado la discreta dama al protagonista de la aventura; pero sus ojos fijos en Miguel, revelaban bien a las claras de quién se trataba.

Empezaron los comentarios, ponderando los unos la discreción de la heroína, burlándose los otros del novel don Juan, criticando los de más allá a las personas de clase abyecta que desvanecidas con los favores, quizás inmerecidos, que les otorga la sociedad, creen poder atreverse a todo.

Los epigramas eran tan directos, las alusiones tan trasparentes, tan sangrientos los dicterios, que Miguel, perdiendo su sangre fría, tomó con calor la defensa del burlado, y acabó de ponerse en evidencia.

Entonces las indirectas se volvieron insultos personales, disfrazados con aquella exquisita cortesía que suelen usar las personas de buen tono; pero que por esto no hieren menos a aquéllos a quienes se dirigen.

-¡Cómo podría confundir a esos necios!, se dijo a sí mismo Miguel con las mejillas cubiertas de rubor y el pecho lleno de ira.

En aquel momento resonó la campanilla que anunciaba la visita que el Salvador del mundo iba a hacer a la que estaba próxima a abandonar la tierra.

Todos enmudecieron, transidos de pavor, y se precipitaron hacia la estancia de la Marquesa.

En la pieza anterior a aquella, se arremolinaban los parientes, diciéndose los unos a los otros en voz baja:

-¡Ya ha hecho testamento!

Y se miraban de hito en hito, creyendo cada cual adivinar en el rostro del otro, si creía ser el heredero.

Allí se detuvieron los amigos íntimos, que no querían entristecerse con el espectáculo de la agonía, mientras los pobres de la vecindad que habían subido en pos de la formidable portera, se mantenían arrodillados junto al umbral de la puerta; pero con el oído listo y la mirada atenta.

Entró y volvió a salir el Santo Viático del aposento de la moribunda, extinguiéndose a lo lejos el rumor de la campanilla de plata, y el confesor, apareciendo en el dintel de la puerta, dijo con voz triste y solemne.

-¡Rogad por ella! ¡Ha muerto! ¡Ha hecho una buena confesión, y Dios la habrá recibido en su seno!

-¡Amén!, respondieron todos.

Hubo un instante de lúgubre silencio.

-¿Se sabe cómo ha hecho el testamento?, dijo al fin el sobrino, sin poder ya dominar su impaciencia y dirigiéndose al escribano.

El escribano meneó tristemente la cabeza.

Entonces la sobrina miró al confesor con aire de triunfo; pero éste dijo con tono severo.

-Lo ha dejado todo a los establecimientos de beneficencia, salvo un legado de poca monta e igual para todos sus herederos.

¡Tal ha sido su voluntad!

Semejante al rumor siniestro que producen los árboles agitados de repente por un viento tempestuoso, fue el rumor que se levantó de todos los ángulos de la estancia y que se convirtió en confuso clamoreo.

-¡Qué infamia!, decían de todas partes, ¡qué robo! ¡Despojar así a sus parientes! Ha muerto como ha vivido; ¡sin entrañas!

-¡Sí, dijo tristemente el sacerdote, ha vivido sin amar y ha muerto sin ser amada!

¡El que siembra vientos recoge tempestades! ¡Pero Dios que la ha castigado en sus últimos momentos, también ha querido castigar la codicia de aquellos que debían albergar más cristianos sentimientos!

¡Mientras tanto, el cadáver de la Marquesa reposaba solo sobre su lecho mortuorio! ¡Solo, desamparado, alumbrado únicamente por la luz de la lámpara que esparcía en torno sus pálidos reflejos!

Pero la puerta se abrió merced a un empuje suave, y el tití apareció en su dintel, mirando a todas partes con aire asustado y receloso.

Habían entrado en un cuarto, en donde le tenían encerrado con Abelardo y Eloísa, para coger unos candeleros de plata, y el pobre animal, más resuelto que sus dos compañeros de cautiverio, había corrido en busca de su ama.

Aníbal se subió sobre la cama, se acurrucó al lado de la muerta, y empezó a gemir como si comprendiese que la había perdido para siempre.

¡Fue el único que lloró por ella!

¡Era el único a quien ella había amado en este mundo!

*  *  *

Desfilaron los amigos íntimos uno a uno, satisfechos de sí mismos, porque habían dado cima al cumplimiento de su deber social, y satisfechos de que todo hubiese ya felizmente terminado.

Un joven duque, célebre por sus locuras, ofreció a Miguel un asiento en su coche, obligándose a dejarle en su casa, y como acompañaban al duque otros dos jóvenes calaveras, después de haberse burlado de la muerta y sus parientes, no escasearon las chanzonetas sobre la mala ventura de Miguel, tan pérfidamente contada por la dama.

Miguel entró en su casa ciego de ira.

-¡Esa historia va a correr por todo Madrid, y a servir de pasto a los gacetilleros!, exclamó arrojando sobre su escritorio los guantes y el sombrero.

No hay fiera más sañuda que el amor propio, cuando se le ha dado rienda suelta.

Las heridas que recibe el amor propio, para aquellos que se han convertido en sus esclavos, son de tal trascendencia, que pueden causar la muerte.

-¡Esa vieja coqueta, prosiguió Miguel limpiándose el frío sudor que corría por su frente, me ha cubierto de ridículo, y no podré rehabilitarme nunca! ¡Sólo una buena fortuna, sólo un escándalo ruidoso, podrían rehabilitarme!

Repasó en su memoria todos los nombres de mujeres que gozaban de alguna celebridad en la corte.

-¡Para cada una de ellas, murmuró con desaliento, necesitaría poner un sitio en regla, y mi venganza debe ser tan pronta como brillante!

Sus ojos, que vagaban de unos objetos en otros, se fijaron sobre una carta cerrada, único papel que había sobre la mesa.

Ausente todo el día, su criado la había dejado allí, para que la viese a su regreso.

Miguel la cogió y la abrió con ansiedad febril, porque había reconocido en el sobre una letra de mujer.

La carta no contenía más que estas dos palabras: «Ven, te necesito».

Una C al pie de este único renglón, y el sello de Orduña, que traía el sobre de la carta, eran indicios más que suficientes para probar que procedía de Clotilde, por más que la letra, un tanto desigual, se diferenciase algo de las dos que Miguel había recibido en contestación a las suyas.

No se paró el joven en esta circunstancia, absorto por la sorpresa que le causaba tan extraño llamamiento.

-¿Pues qué habrá pasado allí?, pensó, dando vueltas entre sus manos a la carta.

Luego exclamó sonriendo:

-¡He ahí la buena fortuna que yo evocaba! ¡Clotilde es bella como los amores, es casada y virtuosa!

¡El escándalo sería mayor, si consiguiese arrancarla a su pacífico hogar, y mostrarla al mundo uncida al carro de mis victorias!

Detúvose bruscamente: la melancólica y severa figura de Juana, acababa de cruzar por delante de sus ojos.

-¡No, jamás!, murmuró en voz baja.

Arrojó la carta sobre el escritorio, y se dejó caer sobre un diván, entregándose a una meditación profunda.

Pasó parte de lo que restaba de noche fumando y meditando.

Cuando la voluntad desea una cosa, la imaginación se esfuerza en presentárnosla bajo sus aspectos más favorables, empleando para ello los argumentos más sutiles e ingeniosos.

Lo que quería entonces la voluntad de Miguel era confundir a sus rivales, dándoles en ojos con una conquista rápida y brillante.

-¿Puedo dejar de acudir al llamamiento de una dama?, decía unas veces. ¿Quién sabe lo que ha ocurrido en Orduña? ¿Quién sabe el peligro en que se halla Clotilde cuando así implora mi auxilio? Esta conducta no sería noble ni caballeresca.

-De paso veré a Juana, se decía otras veces, y le echaré encara la estupidez de su conducta. Si no ventilo esta cuestión de palabra, nunca lograremos entendernos.

Y otras veces se decía también:

-¿Qué culpa tengo yo de que Clotilde me llame? ¿He dado yo algún paso para obligarla a que haga una locura? ¿Qué joven en mi lugar despreciaría la ocasión que se le viene a las manos? Si Clotilde atropella por todo tanto peor para ella. Será señal de que no vale mucho, cuando por propia inspiración falta a sus deberes.

El resultado de todos estos encontrados pensamientos, fue que al rayar el alba hizo sus preparativos y partió secretamente para Orduña.




ArribaAbajo- VIII -

El secreto de Policarpa


El primer paso del vicio es rodear de misterio las acciones inocentes; el que encubre sus acciones es porque en el secreto de su conciencia cree tener motivos para ocultarlas.


ROUSSEAU.                


¿Qué había pasado entre Guillermo y Juana la noche en que el primero la sorprendió en su despacho?

Nadie lo supo en la casa; pero Juana pálida y triste, aguardó a Clotilde al pie de la escalera cuando se dirigía al comedor a la mañana siguiente, y la dijo con voz alterada:

-Aguardo mi rehabilitación de los labios de usted. ¡Guillermo sospecha de mí!

Y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Clotilde la cogió ambas manos, se las estrechó vivamente y pasó adelante.

No sabía qué imaginar para salvar a Juana sin perderse a sí misma.

Jamás una mentira había manchado sus labios, jamás había llevado a cabo una acción que no pudiese ser vista por todo el mundo y aprobada por su ángel de la guarda.

Carecía de la facilidad expeditiva que poseen ciertas mujeres avezadas a la falsedad y a las intrigas. No veía más medio que salir del angustioso conflicto, que confesar la verdad; pero no tenía valor para hacer la terrible confesión que debía arrebatarla la estimación de Guillermo y la paz de su vida íntima.

Y entretanto Guillermo estaba preocupado, Juana llorosa, y el abuelo y los niños no cesaban de preguntar a ambos la causa de su oculta pena, de su extraño disgusto.

Clotilde se acostaba todas las noches con el firme propósito de revelar su culpa a la mañana siguiente, y por la mañana carecía de valor para llevarlo a cabo.

Dos o tres veces fue a buscar a su marido a su cuarto, y en vez de la confesión que iba resuelta a hacer, sólo pudo prorrumpir en tales sollozos y tales lágrimas, que alarmando seriamente a Guillermo, éste la colmó de apasionadas caricias, poniendo con sus caricias un candado a los labios de la infeliz, que ya no osaron entreabrirse para arrancarle sus tiernas y bellas ilusiones.

Una tarde hallábase toda la familia reunida, como de costumbre, en el comedor.

Juana cosía silenciosamente al lado de la ventana que daba al jardín, los niños jugaban en un rincón con un amiguito suyo, llamado Teodoro, hijo de un acomodado labrador de la vecindad, Guillermo y su padre hablaban de los trabajos de la fábrica, del vino nuevo, del próximo abono de las tierras.

Clotilde estaba más triste, más agitada que nunca, sin atreverse a mirar a Juana, sin atreverse a hablar, porque le asustaba hasta el sonido de su voz. Un vago presentimiento oprimía su corazón y la parecía que le faltaba aire para respirar libremente.

De pronto entró un criado y anunció la visita de doña Segismunda.

Tan de cerca seguía doña Segismunda al criado, que Clotilde no tuvo tiempo para decir que pasase al salón.

Al ver que asomaba ya por el dintel de la puerta se levantó rápidamente, y le acercó una silla al fuego, excusándose por recibirla en aquel sitio.

Doña Segismunda venía de luto riguroso, pero aunque venía de luto, su rostro expresaba una feroz alegría, y sus ojos saltones brillaban con un fulgor inusitado.

Durante los primeros cumplidos movía mucho sus manos, cubiertas de guantes negros, y agitaba su manto de duelo, como si quisiese llamar la atención hacia su atavío.

Pero viendo que nada alcanzaban sus manejos, entró de lleno en la cuestión que la traía.

-He querido ser la primera, dijo, en dar a ustedes el pésame, en manifestarles la parte que tomo en su desgracia.

-¿El pésame de qué?, murmuró Clotilde alarmada, porque en el más leve accidente creía ver un peligro.

-¿Qué desgracia?, preguntó Guillermo.

-¡Jesús, que imprudencia!, exclamó Doña Segismunda haciendo aspavientos, ¡yo pensaba que ustedes lo sabían!... ¡Quién había de imaginar!...

-¿Pero en fin, de qué se trata?, insistió Guillermo con impaciencia.

-¡No, no, permitan ustedes que me calle!... ¡No me gusta llevar malas noticias a ninguna parte, y si yo hubiera sabido!...

-Pero señora, interrumpió el abuelo, ¿no ve usted que con sus reticencias aumenta nuestro sobresalto, y nos hace creer en una desgracia tal vez mayor de la que sea?... Por Dios, hable usted, se lo suplico...

-Pues bien, pues bien, dijo Doña Segismunda, haciendo como que tartamudeaba, lo diré... ¡Al fin y al cabo, la desgracia no es tan grande como parece a primera vista!...

¡Ya había cumplido sus días! como suele decirse...

-¿Pero a quién se refiere usted?, exclamó Clotilde llena de ansiedad.

-¡Pues a la señora Marquesa, que ha pasado a mejor vida!, prosiguió la dama con tono compungido.

Clotilde soltó un grito, se cubrió el rostro con las manos y prorrumpió en sollozos.

A pesar de sus excentricidades y su descreimiento, Clotilde amaba a aquella anciana, que al fin era su parienta más próxima, y la única de su familia a quien había conocido.

-No se aflija usted así, niña, dijo doña Segismunda tras algunos instantes de silencio. ¡Su tía de usted no merecía esas lágrimas! ¡Ni siquiera se ha acordado de usted en sus últimos momentos! ¿Querrán ustedes creer que ha dejado su inmensa fortuna a los asilos de Beneficencia?

Como la noble matrona medía el corazón de los demás por la ruindad del suyo, miró a Clotilde con aire triunfante, creyendo haberle asestado la primera herida que venía resuelta a inferirle.

Pero el dolor de Clotilde era sincero y siguió sollozando con el mismo desconsuelo que antes.

¡Perfectamente representado!, pensó doña Segismunda.

Irritada hasta lo sumo, por lo que ella creía hipócritas alardes, prosiguió yendo derecha a su asunto.

-Todo esto lo sé de buena tinta, nada menos que por Miguel, que se hospeda, o más bien se oculta, no sé por qué, en casa de la tía Ojazos.

¡Oh, entonces sí que la perversa maldiciente pudo gozarse con el efecto que producían sus palabras!

Al oír el nombre de Miguel, los ojos de Clotilde quedaron secos y sus mejillas se cubrieron de lívida palidez, como si le hubiese faltado la vida de improviso, Juana se puso tan pálida como ella, y dejó caer la labor que tenía entre las manos. En cuanto a Guillermo, se levantó impetuosamente, y empezó a pasear a lo largo de la estancia, con los ojos hoscos, con el ademán extraviado. Acababa de hallar el porqué de la tristeza de Clotilde, de sus inmotivadas lágrimas, de sus extrañas reticencias.

Saboreó doña Segismunda, con singular placer, el triple golpe que acababa de descargar sobre aquellos atribulados corazones, y luego prosiguió como si nada hubiese hecho:

-¿Pero quién había de pensar que Miguel no hubiera visto a don Guillermo, y no le hubiese dado la noticia? Yo le encontré esta mañana por casualidad en los alrededores de la ermita.

Por cierto que a él no le dio gusto el encuentro, y si no se escondió fue porque no pudo.

¡Viene muy triste y muy desmejorado!

¡Para mí, anda cupidito de por medio!...

Miró a Juana al hablar así; pero sus ojos se fijaron con marcada insistencia sobre Clotilde.

Esta se puso encendida; Guillermo precipitó su paseo como si quisiese moderar con el movimiento el ímpetu de su cólera.

Doña Segismunda repuso con su no desmentida impavidez:

-Es verdad que la señora Marquesa era la protectora de Miguel, y justo es que sienta su muerte. Cuenta y no acaba de las escenas que promovieron los parientes al verse desheredados.

Hubo algunos momentos de silencio.

A pesar de su desfachatez, doña Segismunda comprendió que estaba de más allí, y que las conveniencias sociales la mandaban retirarse.

-Los dejo a ustedes, dijo por fin, que la tarde está oscura y amenaza lluvia.

Aunque nadie la instó para que se quedase, permaneció sin embargo sentada y mirando a la puerta como si aguardase algo.

En efecto, al poco tiempo la tía Ojazos apareció en su dintel.

Traía un ramo de flores en una mano, y en la otra una maceta.

-Buenas tardes la compañía, dijo. ¡Ahora sí que he encontrado para don Guillermo una magnífica planta de clemátides! ¡Véala usted, qué hermosa!

Guillermo se detuvo en su paseo. Bien se leía en su rostro contraído, la ira que le cegaba, y su deseo de arrojar a aquella infame mujer de su casa.

El temor del escándalo le contuvo.

-Dé usted la maceta al jardinero, dijo con brusco tono, y pídale usted su importe.

La tía Ojazos, en vez de obedecer, se acercó a Clotilde, que estaba pálida y convulsa.

-¡Yo nunca me olvido de usted!, dijo haciéndola un guiño expresivo y poniendo en su mano el ramillete. ¡Ya sé cuánto le gustan las flores!

Guillermo se había detenido otra vez, y al ver la astuta vieja que la miraba de hito en hito, se esquivó, dirigiéndose a la cocina.

Entretanto, doña Segismunda, que ya se había levantado, se estaba despidiendo del abuelo.

-Es ya muy tarde, le decía, y no quiero que la noche me sorprenda fuera de la ciudad. Dicen que andan muchos ladrones. No sé cómo no tienen ustedes miedo, viviendo en este solitario caserón. La tapia del jardín está muy baja y puede escalarla cualquiera.

Miró, al decir esto, a Guillermo, que contestó con vivacidad sombría:

-¡No hay cuidado: tengo buenas pistolas, y al que fuese bastante atrevido para intentarlo, pagaría su audacia con la vida!

Si doña Segismunda había querido advertirle de algún peligro, la arrogancia de la respuesta debió demostrarle que había sido comprendida.

Clotilde se empeñó en acompañar a la noble matrona hasta la puerta exterior.

Necesitaba un pretexto para salir de allí, porque le era imposible dominar por más tiempo su angustioso sobresalto.

-Adiós, queridita, le dijo doña Segismunda al llegar al dintel de la puerta, animarse y encomendar a Dios a la difunta, que es cuanto se puede hacer por ella.

Luego añadió con maligna sonrisa, mirando el ramillete que Clotilde estrujaba entre sus manos.

-¡Qué flores tan frescas y perfumadas! Dichosa usted que comprende su lenguaje, y tal vez halle algún consuelo al descifrarlo.

Cada palabra de aquella mujer era un dardo emponzoñado que iba a clavarse en el corazón de la víctima elegida por su saña.

Clotilde quedó muda y aterrada.

Imprimió doña Segismunda un beso en su frente, verdadero beso de Judas, y se alejó con paso majestuoso.

Cerca ya de la ciudad, se destacó una sombra de una casucha en ruinas y se dirigió hacia ella.

Era Policarpa.

-¿Ha salido todo bien?, preguntó en voz baja.

-Perfectamente. La mina está muy cargada, la mecha encendida. Ya oiremos decir mañana.

La hija del escribano se puso a dar saltitos, evidente señal en ella de alegría.

-¡A mí se me debe todo!, dijo palmoteando. ¡Si yo no hubiese escrito a Miguel, nada hubiera sucedido!

Dio algunos pasos hacia adelante; se detuvo, y mirando fijamente a doña Segismunda, añadió en voz baja:

-¡Y usted no sabe lo mejor! He guardado el secreto hasta ahora, porque así lo había exigido mi padre; pero dentro de algunos momentos será público, y quiero que usted sea la primera que lo sepa... Los verdaderos herederos del tío Guillermo, porque aquellos son los verdaderos herederos, habían pedido la revisión de pruebas. Guillermo no ha dudado en volver a presentar el famoso documento, en el que el testador expresaba su última voluntad, y que según declaración de los testigos, había sido escrito de su propio puño y letra; pues bien, el documento ha resultado ser a todas luces apócrifo, falso... ¿Me entiende usted? falso ¿Y sabe usted la pena que señala el Código a los que fabrican falsos testimonios?... ¡La de presidio!...

Los ojos de Policarpa brillaban con un fulgor siniestro en la oscuridad, su voz que revelaba el gozo infernal de su torcida alma, tenía un timbre seco y estridente, que helaba la sangre dentro de las venas.

Segismunda se estremeció a pesar suyo, y sus nervios se crisparon.

-¿Será posible?, exclamó.

-¡Es un hecho!, repuso Policarpa, con la misma sombría entonación. Cotejado el documento con las cartas de don Diego, que se hallan en poder de la justicia, se ve claramente que es una imitación bastante grosera de su letra... Pero aún hay más... Los sobrinos han hallado quien falsificó el testamento y compró a los testigos, mediante una fuerte suma que recibió de manos de Guillermo... Este tal, que es un antiguo presidiario, lo ha declarado así; y su declaración es de sumo peso, atendida la notoria falsedad del testamento...

Ya ve usted como Dios se encarga de castigar a las mujeres que faltan a sus deberes, y como la bella y orgullosa Clotilde va a perder juntamente con su honra y el amor de su marido, todas las ventajas de su rico casamiento.

La blasfema invocaba el nombre de Dios, sin temer que la pulverizase a ella, pues por un puñado de oro había ayudado a su padre a fraguar aquella tenebrosa intriga.

Doña Segismunda, con ser de tan aviesa y ruin condición, experimentó un movimiento de repulsivo horror hacia aquella diminuta criatura, que encerraba en su corazón una dosis tan grande de veneno.

-Se me resiste el creer todo eso, murmuró en voz baja, y a la verdad, si por ella me alegro, lo siento por él.

-¡Sentir la desgracia de un hombre que se ha ido a casar con una loca presumida y casquivana! Pues qué, ¿no había muchachas en el pueblo?

Usted misma, doña Segismunda, no era mucho más digna que ella de casarse con Guillermo.

No había dejado de tender algún día a Guillermo sus redes, la augusta solterona, resintiéndose no poco de su absoluta indiferencia, y bien sabía Policarpa que este recuerdo había de avivar su ira. Necesitábale la astuta meguera para completar su obra, pues sólo doña Segismunda, por su posición, podía ser la vocinglera trompeta de la fama que difundiese la horrible calumnia en todos los altos círculos de Orduña.

-Bien, bien, refunfuñó la matrona, que allá se las avengan. ¿En dónde nos aguardan las otras?

-En la iglesia.

-Pues vamos, que ya me hace cosquillas la lengua y estoy rabiando por contar la escena de que he sido protagonista. ¡Mojigata, hipócrita, ya llegó tu hora! Justo es que las mujeres honradas demos una lección a las mujercillas perdidas.

Ofreció el brazo a Policarpa, que se empinó para llegar a ella, y ambas se alejaron celebrando su victoria.

Mientras tanto la infeliz víctima de su negra intriga, había corrido a refugiarse en su cuarto. Recelaba que el ramillete ocultaría alguna carta, y así era en efecto.

Sacóla temblando y la leyó rápidamente a la fugitiva luz del ocaso.

«Heme aquí, decían aquellos caracteres trazados por la mano de Miguel. Me has llamado y acudo presuroso, abandonándolo todo; negocios y placeres. Héme aquí, alma de mi alma, luz de mi pensamiento, estrella que guía mi vacilante paso por los ásperos senderos de la vida.

»Has pronunciado una sola palabra, y ya estoy a tus pies. Son las doce de la mañana; te aguardaré durante todo el día... Si a la noche no has venido, iré a tu casa suceda lo que quiera. Deja abierto el balcón de tu aposento; escalaré la tapia del jardín».

Clotilde leyó muchas veces esta carta, no acertando a comprenderla.

¿Qué llamamiento era aquel a que aludía Miguel? ¿Cómo, si ni aún su última carta había llegado a sus manos, podía emplear aquel extraño lenguaje?

¡Aquí hay algún misterio!, pensó. ¡Ambos somos víctimas de una intriga, la misma intriga que arrebata a mis hijos su fortuna!... ¡No puede ser de otro modo!

Repasó en su memoria todas las frases que había estampado en las dos únicas cartas dirigidas a Miguel, y no halló ninguna que pudiese interpretarse por un llamamiento.

Recordó lo que había dicho doña Segismunda acerca de los ladrones y las tapias bajas del jardín, acerca del misterioso lenguaje de las flores.

-¡Esa mujer lo sabe todo!, exclamó con el rostro inflamado de vergüenza, y por tanto no habrá nadie en Orduña que lo ignore. ¿Quién sabe si ella misma no tendrá participación en la pérfida trama que me envuelve?

En efecto, si Miguel la había escrito a las doce de la mañana, ¿cómo su billete no llegaba a sus manos hasta el anochecer, cuando quizás iba a poner por obra su amenaza?

-Han querido, murmuró la infeliz llena de espanto, han querido, interceptando la carta, que yo no pudiese evitar el conflicto, para que se realizasen sus funestas consecuencias.

¡Doña Segismunda y la tía Ojazos están de acuerdo para perderme!... Y ahora ¿qué haré, Dios mío, qué haré?...

Miró al cielo, que nublado y triste se iba cubriendo con las sombras de la noche.

Recordó el tono amenazador de Guillermo, cuando dijo, que tenía preparadas sus pistolas para dar muerte al que osase franquear los muros de su casa.

-¡Si Miguel viene, exclamó fuera de sí, si se encuentran, si se interpusiera entre mi marido y yo un lago de sangre!...

Por un instante pensó en ir a arrojarse a las plantas de Guillermo y confesárselo todo.

-¿Querrá creerme cuando le diga que soy inocente?, prosiguió aterrada, ¿no tiene ese hombre en su poder mis cartas? ¿No se considera con derecho para escalar el santuario de mi casa? ¿Y no querrá Guillermo arrebatarle esas cartas, arrancarle ese derecho aún al precio de su sangre? ¿Qué horrible cadena es esta que no me es dado romper? Un solo paso en falso, un solo secreto en mi vida, y ya mi vida y mi reposo están merced de todo el mundo, y por todas partes me cerca un espantoso e insondable precipicio...

Pero mientras se lamentaba así, el tiempo volaba, las sombras crecían, y la catástrofe se acercaba amenazadora y terrible.

Clotilde se cogió la cabeza con ambas manos, queriendo reunir sus ideas y fijarlas para buscar un medio de salvación.

-¿Y si yo fuese a ver a Miguel?, pensó vislumbrando en aquel paso un destello de esperanza.

¿Si yo fuese a decirle que no le he llamado, y postrándome a sus pies, le suplicase que me devolviese mis cartas, que partiera, que me restituyera, con su olvido, mi honra y mi reposo? Si, sí: ¡Miguel es bueno! ¡Miguel tendrá compasión de una infeliz mujer que en nada le ha ofendido!... Ánimo, puedo ir y volver en media hora... ¡Dios me dará fuerzas para llegar; me dará elocuencia para convencerle!...

Esparcióse el cabello, se puso una bata oscura de mañana, se sentó junto a la chimenea procurando afectar un aire sosegado, y tiró del cordón de la campanilla.

A los breves instantes apareció Felisa.

-No me encuentro bien, dijo Clotilde, la muerte de mi tía me ha afectado en extremo. Dame un poco de éter, y di que no me aguarden a cenar, pues voy a meterme en la cama. Quisiera que me dejasen descansar...

Tomó el éter, y despidió a la doncella, pues tenía costumbre de desnudarse sola.

Cuando se hubo convencido de que Felisa estaba ya lejos, pasó el cerrojo a la puerta del aposento que daba al corredor, y a la puertecita falsa de la alcoba, se envolvió en un pañolón negro se puso otro también negro en la cabeza, y bajó por la escalerilla cubierta, dejando el balcón entornado.

De resultas de sus antiguas solitarias correrías por el campo, había quedado en su poder la llave de la puerta falsa del jardín.

Podía salir y entrar sin ser vista de nadie.

En el jardín resonaban las risas de sus hijos. Ínterin llegaba la próxima hora de la cena, jugaban con Teodoro al escondite o se columpiaban en las ramas de los árboles.

-¡Hijos míos, hijos de mi vida!, murmuró Clotilde deteniéndose al pie de la escalera. ¡Vosotros reís y yo lloro! ¡Ah, quiera Dios que estas lágrimas rescaten vuestra dicha!

Hizo un supremo esfuerzo sobre sí misma, se deslizó a lo largo de la tapia, llegó a la puerta falsa, abrió, salió y cerró por fuera.

Los niños se detuvieron en sus juegos al oír el ruido de la puerta.

María tuvo miedo y corrió a acurrucarse junto a un árbol.

-¿De qué te asustas, tontuela?, dijo Carlos queriendo aparentar un valor que no tenía. Yo soy más pequeño que tú, y no tengo miedo de nada.

-Es que vosotros no habéis visto... murmuró María con vez trémula. ¡Por junto a la tapia ha pasado una sombra muy despacio... muy despacio!...

- ¡Si será la dama blanca! exclamó Carlos temblando, y perdiendo de repente toda su arrogancia.

-Dejaos de dama blanca o azul, y venid a jugar, dijo Teodoro impaciente.

-No, no, murmuró María cubriéndose el rostro con las manos, he oído muy bien el ruido de la puerta.

-¡Pues si se ha marchado, tanto mejor!, exclamó Teodoro.

Y como la niña no se moviese de su sitio, ni Carlos se atreviese tampoco a dar un solo paso, se dirigió a la puerta falsa, corrió el cerrojo y dijo con aire triunfante:

-¡Que vuelvan a entrar ahora los duendes si pueden! ¡No hay cuidado, no, que les he atrancado bien la puerta!

Cobraron entonces ánimo Carlos y María, y volvieron a sus risas y a sus juegos.

Entre tanto Clotilde recorría con ligera planta el trayecto que separaba su casa de la ermita. La noche era oscura. Una niebla densa y húmeda envolvía la atmósfera enlutando todos los objetos. Los troncos de los árboles agitaban sus ramas desnudas movidas por el cierzo que gemía entre la maleza y se asemejaban a amenazadores fantasmas apostados en medio del camino. Aquí y allá la lechuza y la abubilla dejaban oír sus gritos lúgubres, mezclados con el sordo rumor de los torrentes.

Clotilde corría con el seno palpitante, con el rostro cubierto de sudor. Caía y se levantaba, tropezaba con las peñas y los desnudos troncos de los árboles. No se cuidaba del dolor que le producían los golpes y las caídas. El caso era llegar; llegar cuanto antes y a cualquier precio...

-¡Si entrasen en mi cuarto!, pensaba algunas veces estremeciéndose.

-¡Si entrasen en mi cuarto!, pensaba otras con angustia. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, ten compasión de mí! ¡Santa Virgen del Milagro, haz un milagro en favor de esta pobre mujer desamparada!

Vio por fin dibujarse entre la bruma las paredes de la ermita.

Redobló sus esfuerzos, llegó al cobertizo del tío Ruperto y dio un fuerte aldabonazo a la puerta.

Se sentía abrasar y tiritaba de frío, sus dientes castañeteaban y tuvo que apoyarse en el enrejado de cañas para no caer al suelo.

La tía Ojazos vino a abrir alumbrándose con un candil.

Parecía esperarla, porque no demostró la menor sorpresa al verla, antes bien, la introdujo en un cuarto contiguo a la cocina.

Sin duda, merced a la infame traición hecha a Clotilde, la suerte de la tía Ojazos había mejorado considerablemente.

Había añadido a cada lado del cobertizo dos cuartos, perfectamente alhajados. El uno era su dormitorio; el otro aquel en que introdujo a Clotilde; era una salita con una ventana baja que daba al campo. Componían su ajuar una mesa de caoba, seis sillas, un espejo y algunos cuadros. En medio de la habitación había un brasero de hierro, lleno de fuego chispeante, sobre la mesa un ramo de flores puesto en un vaso de cristal.

¡La esperaban!

¿Cómo? ¡Lo que ella había llevado a cabo tras rudas y dolorosas batallas, le parecía a aquellas gentes fácil, natural, sencillo! ¡Comprendió cuánto había descendido en la estimación general, sintió su dignidad rebajada hasta el último extremo!

La tía Ojazos, después de haberla introducido en la estancia, salió cerrando tras sí la puerta.

Clotilde, con el alma y el cuerpo destrozados a la vez, se dejó caer sobre un taburete sin poder articular ni una sola silaba.

Miguel corrió hacia ella.

Tenía preparado su discurso, y lo relató corno un cómico consumado. Su voz, su ademán, su fisonomía, todo expresaba perfectamente el desorden de una pasión violenta.

El sueño de Clotilde se había realizado; había logrado inspirar un amor delirante: así debía creerlo, y sin embargo su alma rebosaba de terror y de amargura.

-Miguel, dijo entre lágrimas, he sido muy culpable; pero no tanto como usted cree... Yo no lo he llamado a usted... yo no he escrito ese billete que muestra como un trofeo delante de mis ojos... ¿Quién ha trazado esos pérfidos caracteres que tan bien imitan mi letra? ¡Lo ignoro! Sin duda un enemigo oculto que quiere mi perdición a toda costa. ¡Ah, Miguel, tarde reconozco lo horrendo del precipicio a cuyo borde me he asomado con planta irreflexiva!

¡Tengo marido, tengo hijos!... Próxima a perderlos tal vez, comprendo todo el valor de estos queridos objetos... Por Dios, Miguel, sálveme usted... ¡Váyase usted ahora mismo, vuelva usted a Madrid y olvide para siempre haberme conocido!... ¡Usted es bueno, noble y generoso! ¡Usted no querrá perder a una infeliz mujer que le pide su honra y la honra de sus hijos!...

-¿Cómo?, exclamó Miguel interrumpiéndola con apasionado trasporte, ¿crees tú que es posible encender un volcán en el corazón de un hombre, y arrojar sobre él luego el hielo de la indiferencia y del desprecio? ¿Crees tú que es posible engañarle, alucinarle, hacerle confiar en una ventura sin límites, y decirle después con insultante sangre fría: basta ya de juego, se ha terminado la comedia? ¡No, oh, no! ¡Me perteneces! ¡Tus cartas, tus adoradas cartas me lo dicen!

Sacó las dos cartas del bolsillo e imprimió en ellas un ardiente beso.

-Consuelo de mis noches, añadió con apasionada ternura, tesoros de mi vida. ¡Ah, cuán lejos, cuán lejos estaba yo de creer cuando os estrechaba sobre mi corazón corno un talismán bendito, que los labios de aquella cuyo corazón había dejado escapar tan dulces frases, llegaría algún día a despedirme como se despide a un lacayo miserable!

Luego, por medio de una brusca transación, pasó otra vez de las súplicas a las amenazas.

-Pero no, dijo con tono sombrío, no será así.

¿Crees que basta querer para romper con el pasado, para romper los fuertes vínculos que nos unen a otro ser, mucho más cuando son los vínculos de un amor culpable?

¡Ay, infeliz de mí! Lo abandono todo fiado en tus promesas, llego a tus brazos delirante de amor, y tú me señalas la puerta diciéndome con desdén supremo: ¡vete!

-¡Miguel, por Dios, Miguel!, exclamó Clotilde llena de desesperación, nada de lo que usted dice es cierto... No lo he tomado a usted como un juguete que se arroja después de haberme entretenido con él... Ha habido verdadera alucinación por mi parte... La soledad y el retiro de mi vida, exaltando mi fantasía, me hicieron creer por un instante que le amaba... Lo confieso: esas cartas eran sinceras, no hijas de mi corazón, pero sí de mi imaginación exaltada.

Hoy he recobrado la razón... La razón me ha despertado de mi culpable sueño... ¡Si he venido aquí, llena de esperanza, ha sido contando con su generosidad de usted, con la nobleza de su alma!

¡He creído que usted no resistiría a las súplicas de una pobre mujer anegada en llanto, que le pide de rodillas su salvación y la salvación de sus hijos!...

Estaba hermosa Clotilde, que uniendo la acción a la palabra, se había postrado de rodillas, y levantaba hacia él sus manos suplicantes. Si a Miguel le había conducido a Orduña el deseo de alcanzar un triunfo que satisficiese su amor propio, en aquel instante sintió el fuego de la pasión recorrer sus venas.

-¡Es verdad! ¡Estaba loco!, exclamó con tono conmovido, mis palabras han sido sobrado duras; perdóneme usted... Pero ¿es acaso posible renunciar a su amor de usted, mi hermosa, mi adorada Clotilde? ¡Ah, no! Pida usted al náufrago que renuncie a asirse a la tabla salvadora; al que cruza los abrasados páramos, que renuncie a la gota de agua que puede volverle a la vida; pero no me pida usted a mí que deje de amarla, que la olvide, que me aleje para siempre de su lado... Han sido demasiado largas, demasiado tristes las horas pasadas lejos de usted, siempre gimiendo, suspirando siempre por abrasarme en la lumbre de sus bellos ojos.

Sacó del seno un retrato, una preciosa miniatura trazada por su mano.

-He aquí la adorada imagen, consuelo de mis penas, repuso con tono melancólico, presentándolo a la joven. ¡Estaba esculpida en mi corazón y en mi mente y la he trasladado al papel sin que se me olvidase ni el más ligero detalle!

Era verdad: a un maravilloso parecido reunía la expresión cándida y dulce de Clotilde.

La joven se sintió profundamente conmovida. Aquel testimonio de un amor verdadero, de un incesante recuerdo, despertó en su alma un sentimiento de dulce gratitud. Fuerte ante las amenazas y las recriminaciones, se sintió turbada ante aquel lenguaje respetuoso, melancólico y apasionado.

Miguel comprendió la ventaja que había alcanzado, y prosiguió con trasporte:

-¡He aquí su imagen de usted!... ¡Su bella e idolatrada imagen! ¡Ella ha recibido mis tiernas confidencias!... ¡Mis amantes besos!... ¡Mis ardientes lágrimas!... Ella me sonreía en medio de mi tristeza, en medio de mis triunfos... A ella debo mis momentos de felicidad, mis momentos de sublime inspiración... ¡Ah! Clotilde, Clotilde idolatrada, usted que es buena como los ángeles del cielo, ¿podrá negarme el galardón debido a tanto amor, a tantos sufrimientos? ¡Ya no exijo: ruego!... ¡Soy su esclavo: si usted lo quiere, partiré al instante; pero por Dios, que no sea sin oír de sus labios una palabra de ternura!...

¡Ay del que juega con el rayo! ¡Ay del que se solaza con veneno! ¡Ay, que no se pueden excitar las pasiones para decirlas luego, como Dios a los irritados mares, no pasaréis de aquí!

Un velo oscureció las pupilas de Clotilde; el fuego que abrasaba las venas de Miguel empezó a circular también por sus venas.

Trémula y conmovida invocó el auxilio de su madre, invocó el auxilio de su ángel de la guarda.

-¡Demos al olvido estos sueños, estos delirios, Miguel!... balbuceó con esfuerzo, tengo marido, tengo hijos... ¡Nuestro amor sería un crimen!...

- ¡El amor todo lo santifica!, exclamó Miguel con trasporte.

Dejó sobre la mesa las cartas y el retrato, se adelantó hacia la joven, ciñó con su brazo su talle, y murmuró en su oído con delirante tono:

-¡Te amo! ¡Oh, cuánto te amo!

Inclinó la cabeza hacia ella, fijó en ella sus miradas, como si quisiera abrasarla con la llama eléctrica que despedían sus ojos...

Clotilde experimentó un vértigo, y si apartó de sí a Miguel fue ya solamente por instinto.

Pero había invocado el auxilio de su madre y de su ángel de la guarda, y ambos acudieron en su auxilio.

Llamaron a la puerta, y una voz conocida gritó desde afuera:

-¡Miguel, abre por Dios, Miguel!

Era la voz de Juana.

Clotilde, pálida y anonadada, se dejó caer sobre el taburete; Miguel permaneció inmóvil sin saber qué hacer.

Pero Juana empujó la puerta con ímpetu, y la puerta se abrió de par en par.

Juana no sospechaba que se hallase allí Clotilde. Al ver a Clotilde dio un grito, retrocedió algunos pasos y se cubrió el rostro con las manos.

Clotilde halló fuerzas en su misma desesperación para correr hacia ella y decirla entre sollozos:

-¡Juana, Juana mía, soy culpable; pero aún puedo sostener tu mirada! ¡Bendita seas que has venido!

-¡Dios quiera que aún sea tiempo de impedir una catástrofe!, dijo Juana anhelante. He visto salir a Guillermo con los ojos hoscos y el cabello erizado... Le he visto tomar sus pistolas y dirigirse a este sitio... Las pérfidas palabras de doña Segismunda, sin duda, han despertado sus celos... Me he adelantado a él por un atajo... Huya usted, Clotilde, huya usted al instante, o estamos perdidos...

-¡Dios mío, Dios mío!, exclamó la infeliz abalanzándose hacia la puerta.

-No, por ahí no, dijo Juana, ¡oigo pasos... es él!...

Clotilde corrió a la ventana y se precipitó por ella, mientras Miguel, a una indicación de Juana, se abalanzó a la mesa y recogió las cartas y el retrato.

Era tiempo, porque ya resonaban en la otra estancia los pasos de Guillermo, y Juana sólo tuvo el necesario para cerrar la ventana.




ArribaAbajo- IX -

La catástrofe


No hay alma más firme y valerosa que la de la mujer que se respeta a sí misma.


DIDEROT.                


No hay nada como la virtud que pueda transformar al hombre en semidiós y que mejor revele su celeste origen.


J. ZANDA.                


Como un huracán salido de improviso de sus oscuros antros, apareció Guillermo en el dintel de la puerta. Sus ojos arrojaban fuego, y sus labios lívidos podían contener a duras penas la imprecación próxima a escaparse de su pecho.

Se detuvo, giró en torno una rápida mirada, y quedó suspenso al descubrir a Juana.

Juana, aunque trémula y agitada, tuvo bastante presencia de espíritu para salir a su encuentro y decirle:

-Aquí está Miguel, que no se ha atrevido a ir a casa, para comunicar a usted la noticia de la muerte de su tía. Me estaba encargando a mí que desempeñase en su nombre tan triste ministerio... El pobre está muy afectado con la pérdida de su bienhechora, que para él había sido casi una madre... Pero ¡cuánto me alegro de que haya usted venido, Guillermo!, añadió cambiando de tono. Usted es mi Providencia: aún no formulo un deseo, cuando ya se presenta usted para realizarlo.

Guillermo y Miguel se miraron asombrados; ninguno de los dos comprendía adonde la joven quería ir a parar.

Pero Juana repuso dulcemente, dirigiéndose al primero:

-Figúrese usted que Miguel, desesperado con la pérdida que acaba de sufrir, ha resuelto abandonar la corte e ir a estudiar a Italia. Sin recursos de ningún género, piensa emprender tan largo viaje, apoyado únicamente en su bordón de peregrino.

Poco se me alcanza a mí de las cosas de la vida; pero sé que en un país extranjero nadie es amigo de nadie, y sólo se encuentran auxilios en la caridad pública o el público hospital.

Fortuna ha sido que no haya llevado a cabo su insensato propósito sin venir antes a despedirse de mí.

Yo quiero que acepte la pequeña cantidad que usted, Guillermo, guarda en su poder, de los productos de la tierrecita, y hace una hora que estoy batallando con él para que no desdeñe mi pequeña ofrenda. Su exagerada delicadeza se lo impide, y si usted, mi generoso protector, no acude en mi auxilio, llegará la hora de partir el tren, que según creo es a las ocho y media, y quedará defraudada mi esperanza.

¿De dónde había sacado fuerzas la pobre Juana para pronunciar este largo discurso, y pronunciarlo con voz entera y actitud serena?

¡Ah, que en la mujer el ardiente deseo de hacer el bien, suele producir portentos indecibles!

Guillermo la había escuchado al principio con impaciente cólera, después se fue calmando por grados, y por último, al anuncio inesperado de aquel viaje, sintió descender a su pecho la esperanza.

¿Por qué no ha de ser así?, pensaba. ¿Por qué no ha de ser natural e inocente la venida de Miguel? ¿No es justo que venga a despedirse de Juana? ¿No es natural que no haya querido ir a mi casa, de donde le he arrojado tal vez injustamente? ¡Ah!, que la maledicencia suele convertir en fantasmas pavorosas las más leves sombras.

Juana leyó en su expresiva fisonomía estas distintas sensaciones, y prosiguió animándose.

-¿No es verdad, Guillermo, que lo que es de la hermana es del hermano? Hemos nacido casi en una misma cuna, hemos bebido la leche de un mismo seno: he sido una madre para él; ¿no es deber de un hijo aceptar sin falsa delicadeza los dones de su madre?

-¿Pero por qué has de consentir en que se vaya a Italia?, dijo Guillermo con un resto de duda, y fijando en ella una escrutadora mirada.

Si pensáis casaros, como siempre he oído decir, ¿por qué no añadís otras tierras a la que ya posees, con la cantidad que guardo en mi poder, y no fundáis tranquilamente una familia ahora que sois jóvenes?

Juana se puso encendida, pero casi al instante repuso dominando su emoción:

-Porque Miguel ha nacido artista y debe ser artista. Así lo comprendí el día en que no teniendo qué vender, me vendí a mi misma, para que fuese a la corte y cumpliese la ley de su destino. Miguel ha nacido artista: la mano que sabe modelar la efigie de la bendita Virgen no debe guiar el tosco arado. ¿Quiere usted ver una prueba de lo que digo? Hago traición a Clotilde con esto, pero le anticipo usted un placer. Dame el retrato de mi querida bienhechora, Miguel.

Miguel había permanecido hasta entonces cabizbajo, y jugando con los dijes de su reloj, para aparentar un aplomo que estaba muy lejos de su espíritu.

Creía que todo aquello era una suposición para desorientar a Guillermo; pero cuando oyó a la joven pedirle el retrato, fijó en ella los ojos con indecible espanto y perdió por completo su afectada serenidad.

Juana sonrió.

-No quiere enseñárselo a usted, dijo a Guillermo, porque Clotilde le ha exigido el mayor sigilo. Figúrese usted que se ha hecho en una o dos sesiones, antes de que Miguel volviese a Madrid, y que Clotilde, que es tan perezosa, se levantaba sin embargo con el alba, para venir aquí y que nadie pudiera descubrir su secreto.

-¿Pero por qué ese misterio?, preguntó Guillermo.

-¿No es pasado mañana el 4 de noviembre, día de San Carlos?, prosiguió vivamente Juana. ¿Pues qué regalo mejor podía hacer Carlitos a su padre en semejante día que el retrato de su madre?

-¡Era para mí!, murmuró Guillermo con inefable júbilo.

Juana continuó, como si no hubiese advertido su alborozo:

-Miguel se llevó el boceto a Madrid para concluirlo, y ha hecho de él una obra maestra.

Mientras hablaba de este modo, seguía tendiendo la mano a Miguel, quien trémulo y confuso acabó por poner en ella el retrato.

Guillermo lanzó un grito de sorpresa al verlo; era una verdadera obra maestra, como había dicho Juana.

Clotilde aparecía en él como un ser ideal, asemejábase a una de esas vírgenes de Murillo, ante las cuales sin querer doblamos la rodilla.

¡Y he aquí que estaba descubierto el misterio! ¡He aquí la causa inocente de las hablillas del vulgo! ¡En lo que el vulgo y él creían adivinar un agravio no había más que una delicada prueba de cariño! ¡Sí, sí, Clotilde era digna de él y le amaba, como cuando se había recostado sonriendo y feliz, en el dichoso tálamo!

¡Oh, hallarse sepultado en los profundos antros del averno, y ver de repente la luz, el sol, el paraíso!...

¡Guillermo creyó que iba a volverse loco de alegría!

Se puso una mano sobre el corazón, que parecía querer salírsele del pecho, se pasó la otra por los ojos, que estaban inundados de lágrimas. ¡Lágrimas de remordimiento por haber calumniado a Clotilde, lágrimas de gratitud hacia su feliz destino!

Se acercó a Miguel con un arranque de entusiasmo.

-Sí, sí, dijo estrechándole con fuerza la mano. Debe usted ir a Italia; allí está su sitio: allí está el templo de la fama en donde debe usted tomar asiento por medio del trabajo y del estudio. Pero Juana dice bien: el genio necesita auxilio; sus fuerzas se malgastarían en la oscuridad y la pobreza antes de alcanzar el lauro merecido.

Voy a casa y vuelvo al instante, que ahora que el ferrocarril ha reemplazado en nuestras montañas a las diligencias, los viajeros no pueden descuidarse ni un minuto. Traeré la cantidad que guardo en depósito perteneciente a Juana. Parta usted tranquilo, gástela usted en buena hora, Juana está en mi casa y de nada necesita.

El expresivo rostro de Guillermo, inflamado por el júbilo, parecía doblemente hermoso.

Entregó el retrato a Juana, recomendándole el secreto, pues quería recibirle de manos de su hijo, y se alejó rápidamente.

Se dirigió a su casa. Aún no había andado cien pasos, cuando disparó al aire sus pistolas riéndose a carcajadas al oír el aleteo de los pájaros que huían despavoridos.

Corría en vez de andar: corría agitando los brazos, para que el aire refrescase sus pulmones oprimidos por el exceso de la dicha.

¡Parecíale hermoso el cielo, aunque estaba empañado por negros nubarrones, bellos los árboles, aunque desnudos de ramaje, y armonioso el graznido de las ranas ocultas en los charcos!

¡Desdichado! ¿Sabemos acaso en dónde termina el dolor, en dónde empieza la alegría?

¡Ay de él, si hubiese presenciado la escena que se representaba en el cobertizo!

Así que Juana se hubo convencido de que Guillermo estaba lejos, corrió a la ventana, y la abrió de par en par.

No se divisaba ni la más leve sombra en la campiña. Clotilde sin duda había vuelto a su casa y todo estaba salvado.

Juana juntó las manos sobre el pecho y alzó los ojos al cielo en acción de gracias.

Pero con el peligro desapareció la fuerte tensión de su espíritu, desapareció la fuerza sobrenatural que la había sostenido hasta entonces. Volvió a entrar en la estancia, se dejó caer sobre el taburete, que antes había ocupado Clotilde, y por un instante creyó que iba a perder el uso de sus sentidos.

Miguel, como todos los que se sienten culpables de una mala acción, quiso disfrazar su vergüenza con las apariencias de la cólera, y así, exclamó dirigiéndose a ella con brusco ademán:

-¿Qué comedia es ésta? Para salvar a Clotilde no necesitabas ir tan lejos. ¿Por qué has supuesto ese viaje? ¿Por qué me has obligado a enseñarle el retrato?

Juana levantó lentamente la cabeza, y respondió con aquel tono de autoridad que sabía emplear desde su infancia en los momentos supremos:

-No he supuesto ningún viaje. Dentro de algunos instantes partirás en dirección a Francia para pasar a Italia, porque el honor y el deber te ordenan que lo hagas. Le he enseñado el retrato, porque el retrato de una mujer honrada no puede estar más que en manos de su marido, y el día designado Carlos se lo entregará a su padre.

-¡Estás loca!, exclamó Miguel exasperado. Tienes unas ideas extravagantes: piensas como no piensa nadie...

Sentía que Juana le dominaba, y su orgullo le impulsaba a sacudir el yugo de aquel extraño dominio. Carecía de razón, y quería tenerla a toda costa. Además, no desagradaba a su amor propio hacer alarde de una victoria delante de Juana, que no había contestado a ninguna de sus cartas, tratándole con injusto menosprecio.

-He venido, porque he sido llamado, dijo con fatuidad. Si las circunstancias no lo hubiesen impedido, interrumpiendo nuestra entrevista, Clotilde me hubiera seguido a Madrid.

Juana se levantó rápidamente, irguiéndose con actitud severa y majestuosa.

-¿Qué es lo que osan pronunciar tus labios, insensato?, exclamó fuera de sí. ¡Tú, aquél a quien miro como a un hijo, perdiendo a una mujer! ¡Deshonrando a una familia!

Miguel bajó los ojos ante la límpida mirada de Juana, que revelaba tanta severidad y energía, y tartamudeó confuso:

-La pasión todo lo excusa...

-¡La pasión no puede excusar jamás un comportamiento villano!, exclamó Juana con calurosa firmeza. El hombre ha nacido libre y puede dominar sus pasiones: sin esto, ¿qué significarían los remordimientos? ¿Qué significaría el rubor que cubre el rostro del culpable, y el estigma de oprobio que graba sobre su frente el mundo?

-Los juicios del mundo son muy distintos de lo que tú crees, dijo Miguel; el mundo tiene disculpa para todos los extravíos, si los abonan la juventud y el amor...

-El mundo, Miguel, no lo constituyen algunos centenares de necios, que hacen gala de innoble cinismo o de una moral estúpida y acomodaticia, el mundo lo constituyen los hombres verdaderamente honrados, que forman, me complazco en creerlo, la inmensa mayoría...

-Déjate de razonamientos, Juana, exclamó el joven con impaciencia, y busquemos el modo de dejar sin efecto ese viaje que te ha dado el capricho de suponer.

-No, dijo Juana, debes partir, y partirás...

Ante aquel tono absoluto de autoridad y de amenaza, se rebeló otra vez el orgullo de Miguel.

Midióla de alto a abajo con la vista, y luego tomando una resolución repentina, gritó ciego de ira, dirigiéndose a la puerta:

-Pues arréglate como quieras; yo me voy...

Pero Juana, rápida como el pensamiento, corrió a colocarse delante de él para impedirle el paso, y con el brazo extendido y la frente erguida, exclamó impetuosamente:

-¡Atrás! ¡Atrás, tú que has salido puro y honrado de Orduña y has vuelto abyecto y miserable!... ¡Atrás digo, atrás!

¡Bien sé que mi sacrificio ha sido estéril, bien sé que has renunciado a la honra inmaculada, a las puras creencias de tus padres, que pasas en la crápula las horas que debías dedicar al estudio, que has arrastrado por el lodo la centella del genio con que Dios te había dotado... Sigue tu camino, ve... Siembra a tu paso el luto y la desventura!... ¡Cúbrete de infamia y vilipendio!... Pero no vengas a buscar a la cándida paloma en su escondido asilo, no vengas a arrancar la casta esposa, la tierna madre, al amor de su esposo y de sus hijos...

¡Ah, ah!, añadió con una voz llena de lágrimas; hace poco hablabas de que no se pueden dominar las pasiones, que la juventud abona los extravíos: pues qué, ¿no he dominado yo, siendo joven, mi pasión, pasión ardiente, ciega, delirante? Pues qué, ¿crees que no he necesitado una abnegación sin límites para acallar mi amor, cuanto te impulsé a que partieras a Madrid? Pues qué, ¿crees que no he necesitado hacer un esfuerzo heroico para imponer silencio a mis celos, cuando te vi consagrar a otra un corazón que debía ser mío, que yo había conquistado, luchando día por día con las armas del amor y el sacrificio?

Juana no necesitaba ponderar la inmensidad de su pasión, la inmensidad de sus celos, la inmensidad de su dolor.

El fuego de su alma la había trasfigurado por completo: estaba bella, con esa hermosura espiritual y sublime que sólo pueden prestar a la fisonomía los puros y elevados sentimientos.

Miguel nunca la había visto así: nunca había sospechado que aquella figura, llena de calma y dignidad, pudiese iluminarse con los destellos de un amor sin límites.

-¡Juana!, murmuró trémulo de sorpresa y de emoción ¿Será posible? ¿Me amarías tú de otro modo que ama una madre a su hijo, una hermana a su hermano?

-¡Silencio, gritó Juana poniendo un dedo sobre sus labios, yo he muerto para ti! ¡Ésta es la confesión postrera de una muerta!...

Hizo una breve pausa, y luego como un volcán que deja escapar repentinamente de su seno torrentes de lava y fuego, exclamó con acento delirante, dando salida por primera vez al secreto guardado por tantos años en el fondo de su alma.

-¡Te he amado, Miguel, te he amado!...

¡Ah, no envía la naturaleza himno más puro y tierno a su creador, que el que yo te enviaba por mañana y tarde!... ¿Por mañana y tarde? ¡No! No había minuto en el día en que tu imagen no estuviese delante de mis ojos, tu nombre adorado en mis labios... Te he consagrado todas las palpitaciones de mi corazón, todos los delirios de mi mente... ¡Te he amado en los pájaros, en las flores, en las nubecillas del cielo!... ¡Para mí la creación no tenía más que una voz y era la tuya... no tenía más que un resplandor y era el que despedían tus ojos! ¡Hubiera querido ser tu esclava para adorarte siempre de rodillas, hubiera querido ser tu ángel de la guarda, para guiarte siempre por los eriales de la vida!... Por ti envidiaba tan sólo su espléndida belleza a las mujeres: envidiaba al ruiseñor su canto que te llenaba de embeleso, al sol que te iluminaba con sus rayos, a la brisa que acariciaba tu frente...

Hubiera querido ser el único foco que atrajese tus miradas, hubiera querido ser el único norte al cual se dirigieran tus pasos...

¡Ah, ah! ¡Hablabas hace poco de que no se pueden dominar las pasiones, de que no se pueden refrenar los impulsos del alma!

¡Ah, ah! ¡Cuándo sufrirás tú, cuándo sufrirá nadie lo que yo he sufrido!

Sentóse en el taburete, cubrióse el rostro con las manos, y prorrumpió en sollozos.

Miguel permaneció inmóvil, absorto en sí mismo, en los nuevos y extraños sentimientos que germinaban dentro de su alma.

Así como cuando descorriéndose la cortina de nubarrones que entolda el firmamento, vemos con asombro aparecer el sol sobre el cielo azul, e iluminar con nuevas y doradas tintas el antes sombrío paisaje, así las revelaciones de Juana descorrieron de repente el oscuro velo que cubría el alma de Miguel.

Comprendió por qué no había amado nunca más que con el amor fugaz de los sentidos, comprendió por qué en el fondo de sus sensuales y frívolos amores, no había hallado más que hastío y desencanto. Comprendió por qué al arrancarse de los brazos de sus amadas de un día, sus labios pronunciaban sin saberlo el nombre de Juana, por qué murmuraba este bendito nombre, en medio de todas sus penas y alegrías. Comprendió, por último, cuál era y en dónde estaba la verdadera dicha de este mundo.

-¡Juana!, murmuró con trasporte, juntando las manos en ademán suplicante, lo que no ha sucedido puede suceder...

Pero Juana se levantó como una leona herida.

-¿Crees, exclamó con altivez, que te hubiera hablado de mi amor, si no mediase entre ambos un abismo?... ¡Basta: yo no soy la esposa que te conviene: yo jamás seré tu esposa!... Has conocido a las mujeres del gran mundo y hablas su lenguaje...

Necesitas la vida turbulenta de las grandes ciudades, en donde germinan ideas distintas de las nuestras... ¡Basta!... Sólo exijo de ti una cosa, y es que conserves ileso el honor que has heredado de tus padres.

-¿Pero crees que se halla menoscabado mi honor porque haya corrido en pos de una aventura?

-¡Extrañas teorías, Miguel, extrañas teorías son las tuyas! Llegas a una casa apacible en donde un hombre honrado te ofrece la hospitalidad, y como un salteador de caminos, peor que un salteador de caminos, porque éste arriesga su cabeza, intentas robarle su joya de más precio. Procuras inflamar el corazón de una mujer cándida y virtuosa, y en cambio de su amor destrozas su porvenir y la cubres de oprobio y de amargura. Hay dos ángeles que duermen en la cuna abrazados y sonriendo, los privas para siempre de la dulce sonrisa de su madre, que es la luz, que es la vida y la alegría...

¡Extraña teoría del honor es esta!

Pero ¿y tú, Miguel, y tú?

¿Qué buscas, qué esperas, qué deseas?

¡O esa mujer permanece en su casa, y entonces te preparas un porvenir de disimulo, de bajezas, de zozobras, de constantes celos, o lo abandona todo por seguirte, y tienes perpetuamente a tu lado a una mujer a quien no puedes presentar en público sin avergonzarte y sin avergonzarla, hijos a quienes no podrás enseñar a bendecir el nombre de su madre! ¡Guirnalda de rosas que se entrelaza por juego en un momento de embriaguez, y que se convierte más tarde en la pesada cadena que une entre sí a los presidiarios!

Parte, Miguel, parte, aún es tiempo; ve a Italia, lejos del teatro de tus desórdenes, lejos de los amigos que te han conducido al abismo... ¡Ve, y conquístate un puesto honrado en el mundo, un hogar tranquilo, en donde puedas descansar en tus viejos días, reclinada la sien en el pecho de tu esposa, apoyado en los brazos de tus hijos!...

Y si mis palabras no bastan a persuadirte, mira, ven...

Asióle de la mano, lo condujo a la ventana que había quedado abierta, y le mostró a lo lejos un grupo de árboles que balanceaban su alta copa a merced del viento.

-¡Aquellos cipreses son los que sombrean la tumba de tu madre, prosiguió Juana con tono solemne, de tu madre, que se agitará dolorosamente debajo de su sudario, al ver la ignominia de que va a cubrirse su hijo!... ¡Tu madre ha bajado pura e inocente a la tumba! ¡Cuando pronuncias su nombre con orgullo, levantas los ojos al firmamento, y la buscas a través de sus azulados velos!...

¿Qué dirías si un ladrón de honras si un asesino de la virtud, después de haberte robado sus besos y caricias, te obligase a ocultar su nombre, te impidiese buscarla entre los ángeles?...

Pero no; las almas de las madres piden sin cesar a Dios por las prendas de su amor que han dejado en el mundo abandonadas... ¡Ella le está pidiendo en este instante que conmueva tu corazón, que dé elocuencia a mis palabras!...

La voz de Juana al hablar así expiró en un sollozo: otro sollozo se escapó del pecho de Miguel.

Hubo un momento de silencio.

Después Miguel se acercó lentamente a la luz, y aplicó las dos cartas de Clotilde a la llama.

Llenóse la estancia de un vivo resplandor.

Juana al verlo cayó de rodillas, y exclamó con delirante transporte:

-¡Dios mío! ¡Madre mía! ¡Sed benditos!

Miguel la levantó en sus brazos.

-¡Juana, Juana mía, murmuró en voz baja, si vuelvo honrado, si vuelvo con la frente coronada de laureles!, ¿querrás realizar el sueño hermoso que has ofrecido a mis ojos?

Juana no respondió: escondió la cabeza en el seno de su compañero de la infancia y lo inundó de lágrimas.

Cuando Guillermo empujó la puerta, los sorprendió abrazados y llorando todavía.

Sobre la mesa se veía un montón de cenizas; la locomotora silbaba a lo lejos y dejaba oír su respiración de gigante lenta y fatigosa.

Juana asió de las manos a Guillermo y a Miguel y los condujo a la estación.

Al cabo de pocos minutos la locomotora partió rápida como el rayo, y los ecos indiscretos del valle fueron repitiendo de uno en otro la palabra quizá que Juana había murmurado al oído de Miguel en el postrer abrazo.

Pero ¡ay! que la humana dicha es tan deleznable como un copo de nieve que se disipa al tocar el suelo...

Cuando Guillermo y Juana, embriagados de inefable gozo llegaron a dar vista a su casa, vieron pasar rápidamente las luces de un aposento a otro y oyeron un confuso clamoreo.

Redoblaron el paso, se precipitaron en el vestíbulo, penetraron en el comedor.

El anciano ciego estaba solo, y apoyándose en un grueso palo, andaba de un lado a otro con indecible agitación.

Hablaba en voz alta y gesticulaba como un loco.

-¿Qué sucede?, exclamó Guillermo asustado.

-¡Ah, ah!, gritó el viejo parándose y con voz de trueno, ¿eres tú?... ¡Ven!...

Acercóse Guillermo, y entonces su padre asiéndole por el cuello, prosiguió con voz ronca y entrecortada:

-¿Es cierto que has manchado tu honor limpio como el sol? ¿Es cierto que has presentado un testamento apócrifo, falsificando la letra de tu tío? ¿Es cierto que has querido despojar por este medio infame a los legítimos herederos? ¿Es cierto, es cierto?...

-¿Qué dice usted?, exclamó Guillermo aterrado.

En aquel momento las luces que andaban errantes, convergieron todas en un solo punto del jardín; el que daba frente a la ventana.

Luego, los criados que las llevaban, se precipitaron despavoridos y en tropel en el comedor.

Felisa iba delante de todos, y estaba bañada en lágrimas.

-¡Ay, que no saben ustedes lo que pasa!, exclamó entre sollozos. Al anochecer bajé por acaso al jardín, y vi el balcón entornado... Subí a cerrarlo creyéndolo descuido...

¡Mi ama no estaba allí! ¡La hemos buscado por toda la casa y por el campo! ¡No se encuentra, no aparece!...

Guillermo no oyó más, dio un grito y cayó desplomado sobre el pavimento.