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El exilio y las borrascas de Daniel Moyano

Analía Roffo





Mi música es para esta gente, El trino del diablo o El vuelo del tigre han ayudado a configurar -entre otros muchos relatos- la imagen de un escritor pleno, dueño de una escritura inconfundible. Quizá para terminar de conocerlo -luego de rastrearlo entre sus libros- sólo sea necesario escuchar su tono de voz -muy honda y llena de cadencias provincianas- y esperar que comience a enhebrar, entre café y ginebra, los recuerdos más cálidos junto con una inteligente visión de la literatura contemporánea.

De paso por Buenos Aires, de donde faltaba desde 1976, charló largamente con Tiempo.

Tiempo: Usted contestó, Moyano, a una de las preguntas de la reciente Encuesta a la literatura argentina que publicó el Centro Editor de América Latina diciendo que «a falta de filósofos, en América, la novela -especie de brujería- es nuestra ciencia, por ahora, para intentar saber qué somos». ¿Por qué supone que la novela es una forma de conocimiento?

Daniel Moyano: Porque una de las formas de captar la realidad es precisamente el contarla, nombrarla, transfigurarla. Creo que los americanos carecemos de una filosofía orientada hacia la explicación de nuestra entidad histórica y cultural; de allí que la tarea de la narrativa sea esencial. Hegel decía que no quería opinar sobre América, porque pertenecía al futuro. Bueno, ese futuro ya ha empezado y hay que interpretarlo. Yo no niego que tengamos filosofía o sociología, pero no están tan maduras como la novela misma y, al ser países nuevos, hemos recurrido a esa forma de conocimiento, que es casi una forma mítica. En el futuro, estos conjuntos de visiones míticas de la realidad van a ser utilísimos para aquel que quiera evaluar y entender nuestra realidad. La novela es realmente un instrumento de investigación de la realidad.

-¿Qué escritores americanos y argentinos, específicamente, están en ese camino de conocimiento de la realidad?

-En su conjunto, todos. En mi caso personal, antes de irme del país yo había leído mucha más literatura inglesa o francesa que argentina: es algo típico de nosotros. Cuando me fui, en 1976, una de las pocas cosas que me llevé fue la colección íntegra de Capítulo, con la Biblioteca Argentina Fundamental. Por otra parte, en Madrid, en lugares como el mercado El Rastro o tantos similares (donde hay librerías de la época de Galdós), encontré unas cuantas ediciones extraordinarias de argentinos que no había leído aquí.

-En el prólogo del volumen de cuentos La lombriz, Roa Bastos marcaba la influencia de Kafka y de Pavese sobre su obra, influencia que usted confirmó después en repetidas oportunidades. Otros críticos lo adscriben a las tendencias realistas. ¿Cómo juzga usted su obra? ¿Qué evolución percibe?

-A esta altura, yo no sé a qué se le llama realismo; en definitiva, no creo en esas divisiones. Aun aquel que duplica la realidad, por el sólo hecho de representarla a través de la palabra está creando una entidad nueva que escapa a la realidad, que la modifica. Los que me ubican como realista lo han dicho, supongo, pensando que me ocupo siempre del presente, con todos los riesgos que eso implica. Pero yo no puedo ocuparme de otra cosa: me considero un cronista y quiero hablar del presente que vivo. No me interesa hacer obras atemporales que subsistan en el tiempo; quiero novelas que se acaben ahora, que se quemen ahora. En cuanto a la evolución por la que usted pregunta, yo creo que se ha verificado desde ese rescate de la mitología infantil de casi todos mis cuentos hasta una especie de decantación, de escarbar en mi propio interior y en la realidad inmediata.

-¿De qué manera surge esa realidad inmediata en el Libro de navíos y borrascas, la novela que acaba de aparecer?

-De muchas maneras, por múltiples motivaciones. Tal vez sea útil contarle cómo nació la novela misma. Yo iba caminando una noche por Madrid, a eso de las 3 de la mañana, lloviznaba, y de pronto vi pasar una cosa cerca de la plaza del Cascorro. Cuando me acerqué, vi que era una bañadera, llevada por dos personas. Me acerqué más, los oí hablar y noté que eran argentinos. Me presenté, les pregunté qué estaban haciendo y me contaron que habían encontrado esa bañadera en la basura. Los ayudé con ella -hubo que subirla hasta un séptimo piso- y empezamos a hacernos amigos. Mientras tanto, ellos llenaban su bañadera con tierra (estuvieron como dos años para comprar toda la tierra necesaria) porque querían plantar un sauce, tal como el que tenían en la provincia argentina que habían abandonado. Yo quería no hablar concretamente del exilio nuestro en España, sino de algo que tenía adentro y no veía demasiado claro qué era. Uno necesita siempre un agente catalizador y supongo que todo este asunto de la bañadera lo fue. Cuando empecé a esbozar la idea de la novela, pensé que lo de la bañadera no podía aparecer de golpe: había que hacer salir a la gente de Buenos Aires primero. Entonces pensé en un barco con argentinos que iban hacia Barcelona dejando su país: un rápido capitulito de veinte páginas. Pero ese capítulo se convirtió en este largo libro, que tiene más de 300 páginas. ¡Y la bañadera no entró, claro!

-Usted acaba de hablar del rescate de la mitología infantil que hay en sus cuentos. Estoy pensando, por ejemplo, en los relatos de El fuego interrumpido, donde los diez protagonistas son chicos o adolescentes. ¿Por qué esa recurrencia?

-No podría decir con absoluta certeza cuál es la razón por la que yo me volqué a esa mitología que, por otra parte, creo que tiene ciertos puntos de contacto con los personajes de Juan José Hernández. Quizá sea porque los dos hemos vivido infancias provincianas... O quizá porque yo he ido creciendo en la no-identidad, yendo de un lugar a otro, sufriendo una especie de «exilios internos» y el tema me resulta particularmente emotivo. Lo cierto es que me gusta mucho situarme en la óptica de un niño, porque es mucho más limpia y mágica que la de un adulto.

-¿Cómo fue su infancia?

-Difícil, porque yo quedé huérfano muy pequeño y mi padre se fue. Viví con diferentes tíos y todos ellos están reflejados en mis cuentos: el rico, el pobre, el bueno, el «cabrón» (como dicen en España), etcétera.

-¿Cómo empezó a escribir? ¿Había algún antecedente familiar, lo estimulaban?

-Después de unos cuantos tíos, fui a parar con mis abuelos italianos, que eran muy simples, aficionados a la música y bastante lectores. En esa casa se leía mucho y muy mezclado: desde La Divina Comedia, el Quijote, Vargas Vila y todo lo que hubiera en el quiosco del pueblo. Creo que la inclinación por escribir surgió de la lectura; también tuve la suerte de que en sexto grado, en La Falda, apareciera una maestra que todos los viernes llegaba con algún libro para prestarnos, allá, cuando yo tenía 10 años, me puso en contacto con Dickens, por ejemplo.

-¿Es verdad que escribía las cartas de amor de sus tíos?

-Sí, sí. Aunque el más chico, yo era «el intelectual de la familia».

-Antes de irse de la Argentina, usted hablaba de un proyecto de novela, El Facundo, con características muy especiales. ¿Progresa el relato, lo está siguiendo en España?

-Es un proyecto que he venido postergando toda la vida. Me planteé la concreción del relato antes de escribir, en España, El vuelo del tigre. Luego pensé que El vuelo... podía ser un simple capítulo de El Facundo, ya que trataba, en cierto modo, de lo que le había pasado antes a La Rioja, en el siglo pasado. Un lector atento percibe que Hualacato es La Rioja, a pesar de que el libro dice que «Hualacato está ubicado entre la cordillera, el mar y las desgracias». Pero cuando escribí El vuelo..., a pesar de que me rondaban muchos temas riojanos, creo que no sentí la suficiente fuerza como para sentarme a desarrollar El Facundo; pero no lo descarto, ya que tengo muchas páginas escritas.

-¿Cómo se integró usted en Madrid?

-No, yo no me he integrado. Allá hay dos opciones: o uno se hibrida (muchos lo hicieron y están trabajando en el periodismo, por ejemplo) o directamente no se integra. Como yo no pude hacer periodismo, por ahí me salvé de la hibidración. No estoy negando la forma de vida o la lengua españolas, sin duda, pero como no son las mías... Como decía Pessoa, «el Tajo es más grande que el río de mi aldea, pero no es mejor porque no es el de mi aldea». Creo que en estos siete años yo me afirmé aún más en nuestra forma de vida, en nuestro idioma y en nuestra reflexión acerca de ambos. También surgió la pregunta acerca de si debía escribir para las editoriales españolas, como muchos que han hecho libros de periodismo-ficción, hibridándose para conseguir que se los publicaran. Pero decidí que ése no era mi camino. Yo creo que sigo estando aquí, sobre todo porque la comunicación con el pueblo español ha sido honda y hermosa, pero no fue tal con los intelectuales.

-¿Son herméticos, excluyentes?

-Sí, bastante. Le diría que es casi un rechazo, aunque no estoy abriendo juicios: no tienen obligación de integranos a su mundo ni les estoy pidiendo que devuelvan lo que se hizo aquí por ellos durante su propio exilio. Un director de cine español me decía hace poco que había que buscar la razón de esa actitud en el hecho de que los argentinos son competidores muy serios. También hay que considerar que las fuentes de trabajo no son tantas y que no se repiten acciones espectacurales como las que me contaba hace tiempo Andrés Mejuto, un actor español que vivió aquí. Parece que cuando llegó a Buenos Aires, vía Chile, bajaba del barco dispuesto a tomar un tren hacia Santiago y de pronto vio que se paraban en el puerto varios coches; de uno de ellos se bajó Botana, el director de Crítica, diciendo: «todos los que sean intelectuales, escriban, actúen o algo así, que bajen por mi cuenta». Se bajaron 25, entre ellos el mismo Mejuto, que a la semana estaba haciendo teatro con Margarita Xirgú y tenía una cantidad discreta de dinero que le había dado Botana para que se arreglara con sus gastos. Hace poco, en una mesa redonda en Madrid, nos juntaron a Rosa Chacel, a Manolo Andújar, a mí y a otros escritores de distintos países de Latinoamérica, para hablar precisamente del tema del exilio; Rosa dijo que a ella le daba vergüenza hablar del suyo, porque no podía definir como tal a los años que había pasado en la Argentina.

-Una editorial española está preparando una antología de sus cuentos y en Francia se han traducido ya dos de sus novelas. ¿A qué atribuye el interés por nuestra literatura? ¿Es general o sólo restringido a grupos de estudiosos?

-Las editoriales tienen interés, eso es evidente, pero está limitado a las condiciones actuales del mercado y a la crisis que existe en todas partes. También hay interés en Polonia, por ejemplo, en donde está por salir otra antología de mis cuentos, y en Bulgaria, donde quieren editar El vuelo del tigre. Es la primera vez que tengo agente literario, que se está ocupando de atender los asuntos de las traducciones; afortunadamente, a pesar de no ser un autor del boom ni nada por el estilo, hay interés en mi obra. Por otra parte, en Brasil quieren publicar El trino del diablo. En cuanto a por qué les interesamos, creo que es porque se han dado cuenta de que América Latina pesa mucho en el resto del mundo y tienen que empezar a conocernos.

-¿Cómo es la historia de esa película que van a filmar sobre su vida?

-La película surgió con motivo de que la televisión española está cambiando a pasos agigantados, desde que asumió Felipe González. El otro día apareció en pantalla el ministro de Cultura diciendo que esperaba que la gente no se quejara más porque la TV no estaba siendo modificada: «ya me costó bastante sacar "300 millones" -agregó- y supongo que todos estarán contentos».

Y la idea, precisamente, es sustituirlo por un programa que implique un acercamiento mucho más profundo a América Latina, como tantas veces han manifestado el rey y el mismo González. Ahora han decidido hacer un programa que se llama Vivir cada día, porque los directivos de la TV creen que el telespectador no tiene una idea demasiado clara de cómo ha sido el exilio de los intelectuales latinoamericanos. Me eligieron entonces a mí para hacer una película que cuente mi peripecia personal desde La Rioja en adelante.

-Insistentemente hablamos del exilio en esta charla. ¿Usted cree que hay una literatura del exilio?

-Sí, por supuesto. Pero no sólo del exilio de allá, sino también del exilió interno, del cual yo no era consciente, salvo por algún original que me llegaba sin publicar. Todo este proceso de los últimos años está reflejando en la literatura, tanto en lo que se ha publicado afuera como en lo que está empezando a aparecer aquí. He recibido hace poco Hay cenizas en el viento, de Carlos Dámaso Martínez, y creo que es una novela de lo que llamo «el exilio interno».

-De alguna manera, usted está contestando a quienes sostienen que sólo es valioso lo que se hizo en el exterior...

-Es un error esa desvalorización. En definitiva, el exilio lo vivimos todos. En algunos casos, incluso, creo que el exilio interno ha sido más doloroso porque, para un escritor, lo peor que puede pasarle es tener que autocensurarse. Yo también lo hubiera hecho, porque todos sufrimos el miedo; yo no hubiera escrito aquí: El vuelo del tigre. La literatura es un fenómeno que ocurre en libertad; las vicuñas no se reproducen en cautiverio y a la literatura le ocurre algo parecido.





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