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El inocente

Comedia dramática en dos partes, dividida la primera en cinco cuadros, y la segunda, en ocho

Joaquín Calvo-Sotelo



A la dulce memoria de mi padre



PERSONAJES
 

 
ROSA.
MATILDE.
LAS MUCHACHAS DEL CORO.
DOMINICO LOREDO VALDERRAMA.
GREGORIO CODORNEL.
GINÉS FLAUTO.
TONY.
TESTIGO.
SECRETARIO.
POLICÍA.
UN ESPECTADOR.





ArribaAbajoParte I


ArribaAbajo Cuadro I

 

Esta obra se estrenó en el Teatro Bellas Artes, de Madrid, regido por José Tamayo, la noche del 15 de octubre de 1968.

 
 

El espectador se encontrará al levantarse el telón el escenario oscuro y desnudo. Solamente la chácena y los costados estarán recubiertos por unas cortinas. La luz será el «deus ex machina» de la representación. Ella, en efecto, subrayará las vicisitudes de la acción, reavivará a unos personajes, olvidará a otros y cuidará, en suma, de crear la atmósfera en que se desenvuelven.

 
 

La historia de El inocente transcurre en nuestros días. Los términos derecha e izquierda van referidos al espectador y no al actor. El inocente comienza con la aparición del Coro. El lugar donde haya de situarse éste dependerá un tanto de las posibilidades del teatro mismo. Parece aconsejable la parte extrema izquierda de la corbata del escenario. El Coro aparecerá así como formando una entidad aparte de los actores, sirviendo de nexo entre éstos y el público. No hay que descartar la posibilidad de que se sitúe en la orquesta o en esa tierra de nadie que a veces existe entre el patio de butacas y el escenario. Cuantas más muchachas lo compongan será mejor, pero tres -nunca menos- deben bastar (cuatro fueron en la versión del estreno). Serán jóvenes y parecidas, semejantes de estatura, edad y color de pelo. Vestirán minifalda, trajes blancos con una leve reminiscencia helénica, y llevarán una cinta azul, ciñendo como una diadema sus cabellos, pero nada se opone a que vistan de manera menos precisa y alusiva. En todas sus intervenciones recitarán unánimes, escanciando los versos, subrayando sus acentos, cuidando escrupulosamente del ritmo y de la afinación. Coro llamaremos a esta juvenil y femenina colectividad, no ciertamente porque deba cantar salvo en algún momento, sino porque, de hecho, el papel que desempeña es muy semejante al que le estaba asignado en las antiguas tragedias griegas. Bueno es advertir que, aun que es preferible que reciten de memoria, nada se opone a que se sirvan de una a modo de partitura que las muchachas de los extremos deberán llevar en sus manos libres. De acuerdo con la versión del estreno, los versos del Coro han sido repartidos entre las cuatro muchachas que lo formaban. Los números que preceden a cada verso corresponden a cada una de las muchachas, iguales prácticamente en importancia. Al final figuran unas ilustraciones musicales que pueden ser utilizadas en la representación y a las que se hará referencia, numerándolas por Bloques. En el caso de servirse de ellas, antes de levantarse el telón se oirán los primeros dieciocho compases del Bloque 1º, y a continuación la melodía sobre la que pueden ser cantados los siete primeros versos y que sigue en el mismo Bloque.

 
TODAS.-
Cantemos la pureza, la transparente y cálida pureza,
el angélico punto de partida del hombre en su camino,
la coca de su estirpe, la cinta que lo adorna y ennoblece,
el perdido equipaje en las trochas y baches de la vida:
que al fin es la pureza orgullo y resplandor del Universo.
Su oro genuino, su empavonada y mágica envoltura,
el ala que lo mueve por los anchos espacios siderales.

MUCHACHA 1ª.-
Cantemos la pureza, la abstracta y metafísica pureza, pero también
cantemos la pureza dramática y precisa del héroe de esta historia,

TODAS.-
un ser al que llamamos
Dominico. Loredo y Valderrama, por los cuatro costados castellano,

MUCHACHA lª.-
residente en Madrid, con domicilio
desde hace muchos años en Leganitos, cien, octavo izquierda,

MUCHACHA 2ª.-
pacífico vecino, subcampeón de banda en los billares,

MUCHACHA 3ª.-
abonado de siempre a un tendido en la Feria en sol y sombra,

MUCHACHA 4ª.-
Conocido por Nico,

MUCHACHA 1ª,
2ª y
3ª.-
más bien brigada Nico -así le llaman
los jefes y oficiales,

MUCHACHA 4ª.-
los imberbes y asustados quintos
que llegan puntualmente, con la leche materna entre los labios,
a servir a la Patria,

TODAS.-
el brigada Loredo
 

(Bloque 2º.)

 
Contempladle...

 

(Envuelto en un haz de luz cenital aparece DOMINICO en el centro de la escena. Viste uniforme de brigada del Cuerpo de Artillería. Es un hombre cuya edad roza el medio siglo, sin galanura, pero con un gran atractivo humano.)

 
TODAS.-
Este es quien goza y sufre, aquel del que narramos las hazañas,
la amargura y los sueños. Mas si quisierais de verdad entenderle
mejor, antes de nada, fuese tal vez hacerle unas preguntas,
oírle atentamente y anotar cuidadosos sus respuestas...

TODAS.-  ¿Edad?

DOMINICO.-  Cuarenta y nueve años.

TODAS.-  ¿Lugar de nacimiento?

DOMINICO.-  Mencilla de Campos, provincia de Palencia.

MUCHACHA 4ª.-  ¿Religión que profesas?

DOMINICO.-  La católica.

MUCHACHA 3ª.-  ¿Practicante?

DOMINICO.-  Digamos... supernumerario.

MUCHACHA 2ª.-  ¿Ama a Dios sobre todas las cosas?

DOMINICO.-  Bueno...

MUCHACHA lª.-  ¿Juras en vano? ¿Usas palabras gruesas?

DOMINICO.-  Hablo mal, no lo niego.

MUCHACHA 2ª.-  ¿Santificas las fiestas?

DOMINICO.-  Sólo la de Santa Bárbara, Patrona del Arma de Artillería.

MUCHACHA 3ª.-  ¿Honras a padre y madre?

DOMINICO.-  Aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando hablo de ellos.

MUCHACHA 4ª.-  El quinto, no matar.

DOMINICO.-  De acuerdo, salvo en guerra.

MUCHACHA lª.-  ¿El sexto...?

 

(Silencio de DOMINICO.)

 

TODAS.-  ¿Oíste, Dominico?

 

(Bloque 3º.)

   

(Nuevo silencio.)

 

¿El sexto...?

MUCHACHA lª.-  ¿Eres soltero?, ¿casado?, ¿viudo?

DOMINICO.-  Soltero.

MUCHACHA 3ª.-  ¿Amantes, no?

DOMINICO.-  No.

TODAS.-  ¿Entonces...?

DOMINICO.-  Algunos sábados, jardines, cincuenta y ocho.

MUCHACHA 4ª.-  El séptimo, no hurtar.

DOMINICO.-  Por nada del mundo, pase lo que pase.

MUCHACHA 3ª.-  El octavo, no mentir...

DOMINICO.-  Pase lo que pase, jamás.

MUCHACHA 2ª.-  ¿Codicias los bienes ajenos? ¿Deseas la mujer de tu prójimo?

DOMINICO.-  Algunas veces, es inevitable.

MUCHACHA lª.-  ¿Ideas políticas?

DOMINICO.-  Las generales de la ley.

MUCHACHA 4ª.-  ¿Profesión? ¿Profesión?

DOMINICO.-  Ya lo veis. Brigada de Artillería.

TODAS.-  ¿En activo?

DOMINICO.-   (Con manifiesta pesadumbre.)  En situación de disponible voluntario.

MUCHACHA 4ª.-  ¿Aficiones dominantes?

DOMINICO.-  El billar, los toros, las películas de guerra, y si no hay, las del oeste, la zarzuela y los seriales de radio con hijos abandonados, con esposos sin entrañas y, al final, bodas entre marqueses.

MUCHACHA 2ª.-  ¿Lecturas preferidas?

DOMINICO.-  Los Blanco y Negro antiguos.

MUCHACHA 3ª.-  ¿Parientes?

DOMINICO.-  Sólo una sobrina, Alicia Loredo Estébanez,

 

(Coro.)

 
TODAS.-
En un crítico instante de su vida tranquila y esforzada,
el Brigada Loredo, sin saber lo que hacer, desorientado,
trata de hallar mirando al Norte, al Sur, al Este y al Oeste.
 

(DOMINICO gira a los cuatro puntos cardinales.)

 
Alguien que necesite un hombre honesto y sano, a su medida.

MUCHACHA lª.-
Un hombre de Mencilla, de la Tierra de Campos, palentino,
y que le diga al verle: Señor mío, esperándole estamos.

TODAS.-
Oh, cielos, un ministro...

MUCHACHA 2ª.-
El brigada Loredo desearía -es al fin español-

MUCHACHA 1ª,
3ª y
4ª.-
llegar hasta un ministro omnipotente

MUCHACHA 4ª.-
-ellos prodigan dones, sinecuras y cargos milagrosos-

MUCHACHA 2ª.-
y que le colocaran allí donde existiese una vacante...

TODAS.-
Justo en el mismo día, en que damos comienzo a este relato,
ese sueño obsesiona al brigada Loredo, nuestro amigo.

 

(El BRIGADA desaparece.)

 
 

(Bloque 4º.)

 


ArribaAbajo Cuadro II

 

Ahora nos encontramos en las oficinas de la Sociedad Anónima de Productos Plásticos y Sintéticos (SAPPLIS). En el primer término izquierda, el despacho del director con una mesa adosada a la lateral izquierda, paralela al espectador, y un par de sillones frente a ella. Sobre la mesa, papeles, carpetas y un teléfono. Hay algunas copas de champán y una bandeja en la que quedan pasteles y emparedados. El despacho se comunica por medio de una puerta con el del personal de su secretaría. Hay un par de mesas, una en línea con la del director; otra, frente al público, formando ángulo recto con ella, un archivador, una máquina de escribir, un teléfono y un perchero de brazos. Al comenzar la acción es de día.

 
 

DON GREGORIO CODORNEL está sentado en su mesa de trabajo. Es un hombre vestido con elegancia, grueso a ser posible, sanguíneo, un poco histriónico, basto, congestivo, sensual, bienquisto por la vida, entre los cincuenta y los sesenta años, sibaríticamente perfumado, peinadísimo. El rige los destinos de la Sapplis. Por encima de él, de hecho, no hay nadie. Unos cuantos consejeros le alivian, de un modo teórico, de la responsabilidad total de sus decisiones, pero es la suya la voz que ordena y manda. MATILDE es la secretaria de DON GREGORIO. Juventud, belleza y simpatía no podrán faltarle bajo ningún pretexto. MATILDE llega por la derecha, cruza la escena y entra en el despacho de su jefe.

 

MATILDE.-  Muy bien... Estuviste estupendo.

GREGORIO.-  De usted, de usted... Aún no son las siete.

MATILDE.-  Don Gregorio: estuvo usted estupendo. Su discurso ha sido una maravilla. Si yo fuese don Teodoro Puelles, me sentiría más contento por él que por la Medalla de Bronce de la Sapplis.

GREGORIO.-  Adúleme, pero sin pasarse.

MATILDE.-  ¡Qué adulación ni qué ocho cuartos! La verdad pura, don Gregorio.

GREGORIO.-  Una preocupación tengo. Al final, después de imponerle la medalla, le besé. ¿Usted cree que hice bien? En Francia se besan por cualquier motivo. Los generales, por ejemplo, que no son sospechosos, se besan como locos cada vez que imponen la Legión de Honor. Pero el celtiberismo de nuestros compatriotas mira con reservas esas demostraciones de afecto. Sin embargo, yo me dejé llevar de la inspiración y... zas, zas, le aticé un par de besos.

MATILDE.-  ¡Qué admirable es usted, don Gregorio! No regatea esfuerzo para conseguir la felicidad de los demás.

GREGORIO.-  Hay que tener sentido social. Es mi lema. En fin, aún quedará champán suficiente para que bebamos por la salud de don Teodoro, que era un pelmazo de a folio, ahora que no nos oye nadie, por la Sociedad Anónima de Productos Plásticos Industriales y Sintéticos y por la nuestra. La mía, en particular, está muy necesitada de brindis.

MATILDE.-  ¿Sigue con sus aprensiones?

GREGORIO.-  Tómeme el pulso.

MATILDE.-    (Sonríe.)  Lo encuentro agitado.

GREGORIO.-   (Sigue el mismo juego.)  Es por galantería... Pero si lo observase algún tiempo vería que, de pronto, se interrumpe. Los médicos llaman a esas interrupciones extrasístoles y juran por sus muertos, que son muchos, que no tienen importancia. Grave despiste.  (Abandona el tono levemente elegiaco en qué se había expresado y lo cambia por otro optimista y regocijado.)  En fin... Bebamos. Por la mejor secretaria.

MATILDE.-  Y por el mejor jefe.

 

(Se limitan a chocar las copas. MATILDE le acaricia la barbilla con la palma de la mano.)

 

GREGORIO.-   (Le enseña el reloj.)  Ojo. Respete el horario. Faltan quince minutos para las siete. ¿Vio el correo de la tarde?

MATILDE.-  Nada de interés. Sólo una carta del ministro de Abastecimientos.

GREGORIO.-  ¿Del señor Olcariz?

MATILDE.-  Del mismo.

GREGORIO.-  ¿Y qué quiere?

MATILDE.-  Recomienda a un tal...  (Busca la carta en un montón de ellas que hay sobre la mesa de DON GREGORIO.)  Dominico Loredo.

GREGORIO.-  Ya se corrió la voz del cese de don Teodoro.

MATILDE.-  No le extrañe.

GREGORIO.-  Cierto. Allí donde hay una plaza libre, se enciende una lucecita misteriosa. Y todos los desheredados de la ciudad la ven.  (Transición.)  ¿Qué dice el ministro del señor Loredo?

MATILDE.-  Que sabe contabilidad, que es trabajador, competente y de una honradez acrisolada.

GREGORIO.-  Odio la honradez cuando es acrisolada. No puedo remediarlo.

MATILDE.-  ¿Y eso por qué, don Gregorio?

GREGORIO.-  La excesiva honradez, como el excesivo talento, tienen un algo de retador, de impertinente. Acrisolada... por si fuera poco, la palabrita es cursi. No me inspira simpatía la candidatura de don Dominico. Y, sin embargo...

MATILDE.-  ¿Qué?

GREGORIO.-  ...si el interés del ministro fuese verdadero y no formulario, si apoyase realmente a ese tal Dominico, yo le emplearía donde fuese. ¿Y sabe por qué?  (Sin esperar respuesta.)  Porque para mí, un ministro es un semidiós. Hay ministros fracasados, pero no hay hombres fracasados si llegaron a ministros. Yo, siempre que pronuncio el nombre de uno de ellos, si estoy sentado, me incorporo; si cubierto, me descubro. Hablo de los ministros con la misma reverencia que un benedictino de la Santísima Trinidad. Además, el concurso para la confección de un millón de mantas con destino a las viviendas económicas, está a punto de convocarse y justo en el Ministerio de Abastecimientos. Crearnos buen ambiente nos ayudaría mucho.

MATILDE.-  Será una carta de trámite.

GREGORIO.-  Conforme. Pero si no lo fuese y si el señor ministro, por ejemplo, me llamase al teléfono... Yo daría a Dominico una plaza de auxiliar contable.

 

(Suena el teléfono. MATILDE lo descuelga.)

 

MATILDE.-  Aquí, la Sapplis. ¿Quién es? Ah, muy bien. Sí, ahora se pone el señor Codornel.  (Sorprendidísima de la coincidencia.)  Don Bruno Olcariz, ministro de Abastecimientos.

GREGORIO.-    (Coge el auricular.)  ¿Señor ministro?  (Transición.)  Sí, espero.  (Pausa.)  ¿Señor ministro?  (Transición.)  ¡Ah, espero!  (Nueva pausa. Con brillantez. Cada vez en un tono más agudo que el anterior.)  ¿Señor ministro?  (Transición.)  ¡Ah! Bien. Bien. Espero.  (Entre dientes.)  ¿De dónde demonios vendrá el señor ministro?  (Transición.)  Dígame. Sí, soy Gregorio Codornel. ¿Que ahora se pone el señor ministro? Encantado...  (A MATILDE.)  Parece que el ministro está al caer.  (Transición. Última pausa.)  ¿Señor ministro? Mucho gusto en saludarle, señor ministro. Dígame, dígame. Será para mí un placer servirle. Ya. Sí, en efecto: por su carta, que tanto nos honra, tengo noticias de que ese señor aspira a una plaza en la contabilidad. Dominico Loredo. Sí, sé que es una persona de una honradez acrisolada. Pues... puede usted imaginarse cómo será recibida su visita. ¡Ah!, es brigada de Artillería..., pero libre mañana y tarde.  (A una observación del ministro.)  Sí, eso es muy interesante. Sus deseos son órdenes, señor ministro. Y muchas gracias por el honor de su llamada. Buenas tardes.  (Cuelga.)  ¿Qué le parece a usted, Matilde, el padrino que le ha salido al señor Loredo, don Dominico? Un simple brigada de Artillería..., y nada menos que todo un ministro que me telefonea para recomendarle personalmente. ¿Por qué le protegerá con tanto empeño?

 

(Un ORDENANZA llama a la puerta, que abre MATILDE, a la que le tiende una tarjeta.)

 

MATILDE.-  Dominico Loredo y Valderrama está en la sala de visitas.

GREGORIO.-  Hágale entrar. Militarito tenemos.

 

(MATILDE sale tras el ORDENANZA y regresa en seguida, precediendo a DOMINICO LOREDO, al que introduce en el despacho del señor CODORNEL. Se oye, lejanamente, una corneta cuartelera. DOMINICO viste ahora un traje oscuro con esa tradicional desgana de los militares cuando se despojan de su uniforme. Lleva gruesa corbata de nudo ceñida a un cuello desabotonado, zapatos negros, pantalones con la raya medio perdida, cinturón y reloj sujeto por una correílla al ojal de la solapa. MATILDE se instala en la primera mesa; en donde se dedica a cerrar unos sobres con una esponja y a clasificar unas cartas en el archivador, y después a leer una novela. DOMINICO sonríe casi siempre, sonríe si no tiene otra cosa mejor que hacer, que no la suele tener por lo regular. Dios le dotó de una instantánea simpatía y le hizo espontáneo, veraz y efusivo. Es además, ¿por qué no decirlo?, inocente.)

 

DOMINICO.-  ¿Da vuecencia su permiso?

 

(Se cuadra como si vistiese uniforme y estuviese ante el capitán general.)

 

GREGORIO.-  Pase, pase.

DOMINICO.-  Se presenta Dominico Loredo y Valderrama.

 

(Le entrega la cartilla militar en la que acredita su personalidad.)

 

GREGORIO.-    (La examina. La deja sobre la mesa.)  Encantado de conocerle. Acaba de hablarme de usted el señor ministro de Abastecimientos.

DOMINICO.-  ¡Eso es un ministro! ¿Y sabe por qué se interesa por mí?

GREGORIO.-  Sinceramente, no.

DOMINICO.-  Mi sobrina Alicia Loredo me prometió que le hablaría. Ella trabaja en la Dirección General de Industrias Textiles. Y el señor ministro le ha hecho caso.

GREGORIO.-  El señor ministro es respetado y admiradísimo en la Sapplis. Bien, señor Loredo: ¿cuáles son sus conocimientos?

DOMINICO.-  Poca cosa, señor Codornel.

GREGORIO.-  Por de pronto, me parece usted una persona de gran modestia y ésa es ya una condición muy digna de aprecio.

DOMINICO.-  Piso fuerte en ortografía...

GREGORIO.-    (Como si le dijese que estudió en Oxford.)  ¡Caramba!

DOMINICO.-  ...y tengo ciertas nociones de contabilidad.

GREGORIO.-  Eso es decisivo.

DOMINICO.-  Dotes de mando, ¿por qué negarlo? no me faltan.

GREGORIO.-  Eso es ya casi demasiado, señor Loredo.

DOMINICO.-  En el cuartel no había batería que funcionase mejor que la segunda. Desde el sargento al último recluta, todos andaban más derechos que un huso. Igual sería aquí, si fuese necesario.

GREGORIO.-  ¿Y dejó la milicia?

DOMINICO.-   (Un poco evasivo.)  Por el momento...

GREGORIO.-  Bien. Trae usted un padrino al que es imposible no complacerle. Desde el viernes quedará incorporado a la Sapplis.

DOMINICO.-  ¡Qué maravilla!... Si es que no doy crédito a lo que oigo. Así, pues...

GREGORIO.-  En lo que concierne al sueldo, el señor Avendaño le informará con detalle.

DOMINICO.-  Le ruego a vuecencia que no me hable de eso.

GREGORIO.-  Hay que hablar de todo. ¡Ah! Y no me llame vuecencia...

DOMINICO.-  ¿Cómo entonces?

GREGORIO.-  Señor Codornel o don Gregorio, a su elección.

DOMINICO.-  Ah, muy bien.

GREGORIO.-    (Se levanta. Le alarga la mano.)  ¿Algo más?

DOMINICO.-  No, no..., ¿qué más; después de lo que me ha dicho?

GREGORIO.-  Hasta el viernes, señor Loredo.

DOMINICO.-  Hasta el viernes. Y a las órdenes de vuecencia.  (Se corrige.)  Dispénseme, es la costumbre.

GREGORIO.-    (Benévolo.)  Está disculpado.

 

(DOMINICO, alegre como unas pascuas, sale frotándose las manos. No ve a MATILDE y hace una cabriola. MATILDE entra en el despacho de DON GREGORIO.)

 

MATILDE.-  ¿A don Dominico le ha tocado la lotería?

GREGORIO.-  Me parece que es un hombre capaz de confundir el premio gordo con la aproximación.

MATILDE.-  Posiblemente.

GREGORIO.-  En todo caso, mientras le dure la alegría, es un hombre dichoso. A mí me gusta hacer dichosos a quienes me rodean, Matilde. ¿Le cuesta trabajo creerme?

MATILDE.-  De ninguna manera.

GREGORIO.-  Por de pronto, ¿consigo que usted lo sea, al menos a partir de las siete de la tarde?

MATILDE.-  Y aún antes.

 

(Suenan las siete en un reloj invisible.)

 

GREGORIO.-  Están dando justo en este momento.

MATILDE.-  Es verdad.

GREGORIO.-  Se acabó el trabajo. Las siete. Las luces de las oficinas se apagan. Se encienden misteriosamente las de los pisos de soltero. ¿Está clara la cosa?

MATILDE.-  Por cierto, bonito, ¿traes la llave? Porque yo olvidé la mía.

 

(GREGORIO se la enseña.)

 

GREGORIO.-  Abre las puertas del paraíso.

MATILDE.-  Por lo menos, las de tu harén.

 

(Se besan. DOMINICO, con manifiesta inoportunidad, reaparece y los sorprende.)

 

DOMINICO.-  Le pido que me disculpe. Me había olvidado la cartilla.

 

(La recoge y, visiblemente azorado, hace mutis, no sin antes tropezar con la jamba de la puerta.)

 

GREGORIO.-  Vaya..., un secreto tan bien guardado...

MATILDE.-  ¿Te molesta que lo sepa?

GREGORIO.-  La disciplina, Matildita.

MATILDE.-  ¿A quién puede sorprender el amor entre la secretaria y el jefe?

GREGORIO.-  Cierto, Matildita. A nadie. Tanto si es paisano como si es militar.

 

(Van a besarse, pero antes, previsoramente, MATILDE cierra la puerta. Sólo entonces, seguros de que nadie podrá interrumpirles, se besan de nuevo.)

 

MATILDE.-  Te tendré puesto un disco de Raphael cuando llegues.

 

(Oscuro.)

 
 

(Coro.)

 
TODAS.-
Aquí tenéis, por fin, a Dominico
de oficial de segunda de la Sapplis.
Catorce sueldos sobre doce meses
cobra el buen hombre religiosamente.
De veinte días de descanso al año
disfruta y, además, semana inglesa.
Ah, sí, semana inglesa. Por las tardes
los viernes se echa el cierre y a la calle.
Hasta que el triste lunes amanece,
no hay balances, ni números, ni máquinas,
sino cines, meriendas y la tele.

MUCHACHA 4ª.-
¡Oh!, yes, semana inglesa, invención cumbre

TODAS.-
de un imperio inmortal quizá por eso.
Aun cuando sus navíos los devoren
el orín y las algas, y en la India
extinto esté su sol para in aeternum.
Aunque en Adén le achaguen a cantazos
y en Hong Kong asedien sus cuarteles
y en Gibraltar les pongan:

MUCHACHA 2ª.-
Se traspasa,

TODAS.-
en el mismo trasero de los monos,
¿qué gloria mayor cabe que el invento
de que el domingo tiene dobles horas
que los restantes días
y que el hombre precisa de descanso
mucho más que el Creador, aun siendo menos,

MUCHACHA 1ª.-
-ah, sí, bastante menos-

MUCHACHA 2ª,
3ª y
4ª.-
lo que hizo?

 

(Bloque 5º.)

 
TODAS.-
Oh, tú, nación gigante, paridora
de una semana que tu nombre lleva:
tú no puedes morir, vivirás siempre,
y en honor de esa mágica semana
de cinco fechas sólo
todos agradecidos cantaremos...
Rule Britannia, tititirititi...

 

(El Coro hace mutis tarareando, en tiempo de baile, el tema de Rule Britannia.)

 
 

(Bloque 6º.)

 

 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro III

 

Al hacerse la luz, el decorado es el mismo de la primera escena.

 
 

En la mesa del antedespacho de DON GREGORIO está DOMINICO, sacando punta a un lápiz. ROSA, mujer de la limpieza, entren de rodillas y reculando por la derecha. Se sirve de un cubo y de una bayeta con la que friega el suelo. Lleva unas medias que dejan ver la desnudez y morbidez de las corvas. En un principio, DOMINICO parece enfrascado en su labor. Pronto se nota que la rotación, armonía y pomposidad de las nalgas de ROSA, que un foco subraya, empiezan a perturbarle. Ya que puede hacerlo impunemente, puesto que nadie lo ve, clava su mirada en aquella ROSA oscilante y tentadora y abandona lentamente el lápiz y el sacapuntas. Este fenómeno de fascinación, de hipnotismo casi, le lleva en un momento dado a levantarse, a poner los codos sobre la mesa y a ensimismarse en ese móvil paisaje. En un momento dado, ROSA gira para rematar su tarea al pie mismo de la mesa y se encuentra, sorprendido in fraganti, con DOMINICO. Este disimula como puede y se decide a continuar de nuevo con su tarea de sacar punta al lápiz.

 

ROSA.-  Llevo quince años en la limpieza, y es usted el primer empleado de la Sapplis al que veo la cara.

DOMINICO.-  ¿Quiere usted decir que los demás no cumplen con su deber?

ROSA.-  A mí no me meta en líos. Yo lo único que le digo es que usted es el primero que veo. ¿Desde cuánto está en la Sapplis?

DOMINICO.-  Mañana hará dos meses.

ROSA.-  Claro, los que yo he estado en el turno de la tarde. Usted, ¿qué hacía antes?

DOMINICO.-  Era artillero.

ROSA.-  ¿Comandante? ¿Coronel?

DOMINICO.-  Brigada. A mí, como quien dice, me salieron los dientes con los artilleros. Mi padre fue brigada también.

ROSA.-  ¿Cuándo les van ustedes a quitar el ruido a los cañones?

DOMINICO.-  Qué cosas tan raras se le ocurren. Nunca se les podrá quitar el ruido, y, aunque se pudiera, no se haría jamás. Es precioso... ¿Usted oyó alguna vez tirar en batería? Pum, pum, pum, pum... Y si las cosas andan un poco comprometidas...  (Simula de nuevo las explosiones, pero mucho más próximas entre sí.)  Quítele usted a la artillería el ruido y le habrá quitado la gracia. Yo comprendo que a los paisanos les moleste, pero a los que somos artilleros por vocación nos enajena.

ROSA.-  Y los números, ¿qué tienen que ver con los cañones?

DOMINICO.-  ¿Es que cree usted que se puede hacer blanco sin saber de números? La cosa no es tan sencilla como parece. Hay que calcular mucho antes de decir ¡Fuego!

ROSA.-  Ya.  (Transición.)  ¿Cuándo disparan ustedes, los domingos?

DOMINICO.-  ¿Cómo los domingos? Disparamos cuando hay guerra. Mi padre, en la nuestra, se hinchó.

ROSA.-  ¿En qué lado anduvo?

DOMINICO.-  En los dos. Primero con los rojos, hasta que le cogieron, y después con los nacionales. Pero con la artillería siempre. Cómo le envidio. ¡Qué panzadas se dio, mientras yo me pudría en la Modelo!

ROSA.-  Si ésos son sus gustos, debe de llevar una temporada bastante aburrida.

DOMINICO.-  Un poco me desquitaba en las maniobras.

ROSA.-  ¿Y cuándo son? ¿Por Navidades?

 

(DOMINICO pone un gesto de extrañeza.)

 

DOMINICO.-  Se hacen pocas. Cuestan caras.

ROSA.-  ¿Qué vale un disparo? ¿Cuarenta duros?

DOMINICO.-  Sí, sí... Y cuatrocientos cuarenta también.

ROSA.-  Así está la vida de imposible.

DOMINICO.-  Un bombardeo sale por un riñón. Eso, sin contar los desperfectos.

ROSA.-  ¿Cuáles?

DOMINICO.-  Los que se causan al enemigo. Total, que nos hemos vuelto ahorrativos. Venga a gastar en pantanos y en repoblación forestal, y a la artillería que la parta un rayo.  (Transición.)  En fin, me encanta hablar de estas cosas, pero, con su permiso, voy a comprobar unas facturas.

ROSA.-  Hágalo, hágalo. Y a ver si consigue que me suban el sueldo.

DOMINICO.-  ¿Cuánto gana usted?

ROSA.-  Pues yo, menos de lo que cuesta un disparo de cañón..

DOMINICO.-  O sea que le dan...

ROSA.-  Mil quinientas, por cuatro horitas de hacer la tortuga.

DOMINICO.-  No se puede tolerar que le paguen tan poco. Hay que impedirlo.

ROSA.-  ¿De qué manera?

DOMINICO.-  Hablando a quien tiene en su mano la solución.

ROSA.-  ¿Y cree usted que le harán caso?

DOMINICO.-  Es casi seguro que no sepa cuál es su sueldo. ¿Está usted casada?

ROSA.-  No fuera malo. Viuda y con un hijo de ocho años medio tonto.

DOMINICO.-  ¿Y no cuenta con más ingresos que los de la Sapplis?

ROSA.-  También limpio el Cine Miami. Chapuzas.

DOMINICO.-  Hay que arreglarlo, señora; hay que arreglarlo.

ROSA.-    (Se le queda mirando, sonriente, aprobatoria.)  Si lo consigue, premio, como en las verbenas.

DOMINICO.-    (Sincerándose.)  Las injusticias, las tacañerías, me ponen enfermo, se lo confieso. Contra los responsables de esas pobreterías, yo es que... sacaría el ejército a la calle.

ROSA.-  Hombre, esto de las mujeres de la limpieza, no creo que haya que arreglarlo a cañonazos.

DOMINICO.-  De una o de otra manera, yo se lo arreglaré.

ROSA.-  Pues que Dios se lo pague, buen mozo.

DOMINICO.-    (Sorprendido por el piropo, visiblemente halagado.)  ¿Cómo dice?

ROSA.-  Que Dios se lo pague, buen mozo.

 

(DOMINICO se queda un instante perplejo, se enmienda la corbata y vuelve a entregarse a sus tareas. Ahora; de nuevo, las nalgas de ROSA, bamboleantes como un péndulo, vuelven a quitarle la serenidad.)

 

DOMINICO.-    (Pide socorro.)  ¿Le importaría... colocarse de otra manera para trabajar?

 

(Bloque 7º.)

 

ROSA.-   (Se vuelve hacia él.)  ¿Y cómo quiere que me coloque?

DOMINICO.-  Pues... no sé. Si pusiese la cureña un poquito más baja...

ROSA.-  ¿La cureña...?

 

(Coro.)

 
TODAS.-
¡Oh, atracción de los sexos! ¡Oh, genio de la especie!
¡Oh, pájaro de oro! ¡Oh, fuego indominable!
 

(Bloque 8º. Canto.)

 
Multicolor bandera, trompeta silenciosa...,
¿a qué extrañas llamadas obedece tu instinto?

MUCHACHA 1ª.-
Ya la nariz alada,

MUCHACHA 3ª.-
ya el labio gordezuelo,

MUCHACHA 2ª.-
ya la corva insinuante,

MUCHACHA 4ª.-
ya la redonda nalga

TODAS.-
te despierta y domina, ¡oh; genio de la especie!
Ahora, en este instante, es presa tuya ese hombre.

MUCHACHA 4ª.-
Sacaba punta al lápiz,

TODAS.-
mas ya todo es distinto.
Su mirada se ha hecho de unas líneas esclava.
La corbata le aprieta hasta la angustia el cuello,
visiblemente traga a torrentes saliva.
Los ojos le traicionan el deseo. Y las manos.
Y mientras echa chispas, la popa de la amada
como una lancha oscila en las aguas del puerto.

 

(Y así es. En su lugar, cuando ya ROSA hizo mutis seguida por la luz de un proyector que valora y sublima sus líneas, entra MATILDE. MATILDE trae impermeable y paraguas, y no puede menos de expresar la sorpresa y, a la vez, la contrariedad que le produce encontrarse a DOMINICO, al que, sin embargo, saluda cortésmente.)

 

MATILDE.-  Buenos días. ¡Qué madrugador es usted!

DOMINICO.-  Puntual, lo que soy es puntual. Pero usted también lo es.

MATILDE.-  Hay que dar ejemplo.  (Mientras habla se despoja del impermeable, que cuelga en el perchero junto al paraguas.)  Me duele la cabeza de tal manera...

DOMINICO.-  Tome una aspirina.

MATILDE.-  El caso es que no tengo ninguna.

DOMINICO.-  No se preocupe, yo mismo iré a comprarla en la farmacia.

MATILDE.-  Se lo agradecería muchísimo.

 

(MATILDE se dispone a abonársela.)

 

DOMINICO.-  De ningún modo, señorita; eso es cosa mía.

 

(Y se va por la derecha. MATILDE se cerciora de que se fue y marca un número en el teléfono.)

 

MATILDE.-  Oigame... Ah, ¿eres tú, Jaime? No te voy a hablar apenas. Fíjate que hay gente en la oficina. Sí, sí, no son pretextos. Un empleado nuevo, un plomo que está con el sarampión de la puntualidad. Me lo he quitado de encima por unos momentos... Escucha, Jaime, mi amor. Después de lo que pasó anoche, necesito verte hoy mismo por la mañana, sin falta.

 

(DOMINICO regresa un poco antes para coger el paraguas y la oye sin querer. Discretamente vuelve a marcharse, tratando de que su presencia pase inadvertida.)

 

Yo me las arreglaré para que me den permiso. Te quiero demasiado, Jaime mío. No te muevas de tu casa. Yo iré antes de las doce. No tardes en abrirme. Siempre tengo miedo de que te hayas ido y sufro mucho. Sí, sí, sueño con abrazarte. Jaime mío..., un beso..., cien besos..., mil.

 

(Se los envía a través del auricular, cuelga y se queda unos segundos como embebida en sus recuerdos. ROSA se ha compuesto para salir a la calle. Lleva un abrigo y un capacho.)

 

ROSA.-  ¿Me dispensa si le hago una pregunta?

MATILDE.-  Diga, diga.

ROSA.-  El señor de esa mesa, ¿manda mucho en la Sapplis?

MATILDE.-  En el cuartel no sé lo que habrá mandado y supongo que muy poco, porque no pasó de brigada, pero aquí aún manda menos. ¿Por qué lo pregunta?

ROSA.-  No, por curiosidad.  (Para sí misma.)  Mi gozo en un pozo.

 

(Y se va por la derecha. Simultáneamente, DON GREGORIO entra por la izquierda a su despacho. Lleva una cartera con unos papeles que saca y dispone sobre la mesa. Toca el timbre.)

 

MATILDE.-    (En secretaria, no en amante.)  Buenos días, don Gregorio.

GREGORIO.-  Buenos días, señorita. Oigame: llame al dos millones seiscientos once mil cuatrocientos cuatro y que le digan al ayudante del doctor que venga a hacerme un electrocardiograma esta tarde.

MATILDE.-    (Había entrado con un bloc de notas en el que apuntó el teléfono.)  Siempre con su miedo, don Gregorio.

GREGORIO.-  Señorita: el corazón de los hombres de negocios es más frágil vasija que el de los enamorados. El de Rockefeller trabajó más que el de Romeo.

 

(MATILDE regresa a su despacho, en donde se dispone a cumplir las órdenes recibidas. DOMINICO vuelve con la aspirina que entrega a MATILDE, que sale del despacho de DON GREGORIO.)

 

MATILDE.-  Ah, muchas gracias.

DOMINICO.-  ¿Llegó el jefe?

MATILDE.-  Sí, Ahí lo tiene.

 

(Descuelga el teléfono para cumplir la orden de DON GREGORIO.)

 

DOMINICO.-  Necesito verle. ¿Cree que puedo entrar?

MATILDE.-  Por mí, no hay inconveniente. Allá usted...

 

(DOMINICO entra, sin dudarlo, en el despacho de DON GREGORIO.)

 

DOMINICO.-  ¿Da usted su permiso, don Gregorio?

GREGORIO.-    (Sorprendido.)  Ah, dígame.

DOMINICO.-  Quiero hablarle de algo que me juego esta mano que usted no lo sabe.

GREGORIO.-  Veamos de qué se trata.

DOMINICO.-  De las mujeres de la limpieza.

GREGORIO.-  ¿Y qué les sucede a las mujeres de la limpieza?

DOMINICO.-    (Simpáticamente escandalizado.)  Claro, no lo sabe.

GREGORIO.-  ¿Qué es lo que no sé?

DOMINICO.-  Que ganan mil quinientas pesetas solamente.

GREGORIO.-    (Entre dientes, sin que DOMINICO le oiga.)  Con puntos...

DOMINICO.-  Yo me decía a mí mismo: don Gregorio tiene demasiadas preocupaciones para estar al tanto de esas pequeñeces. En efecto, así será. Ahora, me juego las dos manos a que todo cambiará en un santiamén.

GREGORIO.-  Explíquese...

DOMINICO-  Hay que subirles el sueldo, don Gregorio.  (Ante una mirada de DON GREGORIO.)  Fíjese: mil quinientas pesetas... ¿Para qué da un jornal así?

GREGORIO.-  No es tan poco, amigo. Mil quinientas, aquí. Pero nada se opone a que ganen otras mil quinientas allí y otras mil quinientas más allá. Y, sobre todo, son las bases del Sindicato. ¿Y quién es tan osado de enmendarle la plana al Sindicato?

DOMINICO.-  Entonces..., ¿no hay manera de que se les suba el sueldo..., aunque sea poco?

GREGORIO.-  Claro que no... Porque el problema no es de una sola persona, sino de muchas. Y todo está en relación, ¿comprende usted? Si se les sube a las mujeres de la limpieza, hay que subírselo a los ordenanzas y, en seguida, a las mecanógrafas, y así hasta a mí mismo. Y una elemental razón de delicadeza me impide subirme el sueldo.

DOMINICO.-  Claro, claro... Lo que pasa es que con el de los demás se puede vivir, pero con el de ellas...

GREGORIO.-  ¿Es que supone usted que sólo ganan lo que les damos en la Sapplis? ¡Qué horror! Nada de eso. De aquí se van a otras oficinas y a cines y a Bancos. Y redondean unos jornalitos muy apañados, mi querido amigo. Aparte de que no suelen ser solas a llevar dinero a su casa, sino que también el marido trabaja y sus hijos. Y tampoco se imagine que tienen nuestras necesidades, ni siquiera nuestro apetito...

DOMINICO.-   (Incómodo.)  Bien, bien...

 

(Va a hacer mutis. MATILDE sale por la derecha.)

 

GREGORIO.-  Un momento... ¿Usted cree que a las mujeres de la limpieza les hacen falta abogados?

DOMINICO.-  Pues...

GREGORIO.-  No, señor Loredo; los tienen a montones,

DOMINICO.-  ¿Sí?

GREGORIO.-  Son abogados de las mujeres de la limpieza, por ejemplo, los editorialistas de los periódicos, los caricaturistas y los que sermonean en las parroquias, y hasta en ocasiones, si bien éstas sean más raras, los procuradores que representan a los Sindicatos.

DOMINICO.-    (Candorosamente.)  No sabía...

GREGORIO.-  Sí, amigo, sí. Cuando más desprevenidos estamos, se publica un artículo o se escucha una soflama en defensa de las mujeres de la limpieza.

DOMINICO.-  Yo nunca oí ninguna.

GREGORIO.-  No sea corto de imaginación, señor Loredo. Hablo simbólicamente. Unas veces son los obreros de la construcción, otras los mineros, otras los que varean la aceituna y, en ocasiones, las mujeres de la limpieza. Créame, los componentes de esas clases tienen buenos abogados. Y ellos mismos no son mancos. Saben lanzarse a la calle, encerrarse en sus agujeros en señal de protesta o poner bombitas de plástico, si es menester. Francotiradores, así como usted, no los necesitan, se lo aseguro.

DOMINICO.-  Dispénseme si yo...

GREGORIO.-    (Magnánimo.)  Dispensado.

DOMINICO.-    (Reverencial.)  A sus órdenes.

 

(Hace mutis. Apenas se ha retirado de su despacho, entra GINÉS FLAUTO. GINÉS FLAUTO es un hombre sonriente que usa gafas de plateada montura y corbata de lazo, y lleva en la mano una cañita de bambú. Es escurridizo, ágil y sin prejuicios, asesor de pequeñas astucias, sujeto hábil para conspiraciones y enredos, allanador de problemas y sabedor de trucos fiscales.)

 

GINÉS.-  Desearía ser recibido por don Gregorio.

DOMINICO.-  No sé si está.

GINÉS.-  Yo sí. Haga el favor de anunciarle a don Ginés Flauto.

DOMINICO.-  ¿Le espera a usted?

GINÉS.-  Voy a responderle con mucha claridad: no, pero cuando sepa que estoy aquí, dará un bote en el asiento.

DOMINICO.-  Probémoslo.

 

(Entra en el despacho de DON GREGORIO.)

 

GREGORIO.-   (Un poco bruscamente, como si temiese que volviera a insistir en su petición anterior.)  ¿Qué pasa?

DOMINICO.-  Hay un señor que se llama... don Ginés Flauto y que quiere verle.

GREGORIO.-  Hágalo entrar.

DOMINICO.-   (Vuelve a su despacho.)  Le recibirá, pero sin bote.  (Ante un gesto de sorpresa de GINÉS.)  Quiero decirle que no lo dio cuando le anuncié.

GINÉS.-  Lo dio por dentro. Sólo que usted no pudo verlo.

DOMINICO.-  ¿Ah! Si fue un bote interior...

GINÉS.-   (Pasó ya al despacho de DON GREGORIO.)  Don Gregorio...

GREGORIO.-  Qué alegría saludarle... Siéntese... Cuando me dijeron que estaba, di un bote por dentro.

GINÉS.-  ¿Sí?

GREGORIO.-  De usted espero siempre informaciones sabrosas.

GINÉS.-  Oído a ésta. El jueves, a más tardar, el Boletín anunciará el concurso del millón de mantas.

GREGORIO.-  ¿Seguro?

GINÉS.-    (Lee un papelito.)  «Las mantas medirán un metro ochenta de largo por uno cincuenta de ancho, serán de producción nacional y deberán ser entregadas antes del primero de noviembre». ¿Otros detalles?

GREGORIO.-  ¿Quiénes acudirán al concurso?

GINÉS.-  La flor y nata del país. Saber en su momento los precios de los competidores sería decisivo..., ¿verdad?

GREGORIO.-  Es evidente que rebajando los nuestros unos céntimos, se nos abrirán todas las puertas.

GINÉS.-  Pero antes tendríamos que haber abierto todos los pliegos.

GREGORIO.-  Exacto.

GINÉS.-  Lo cual es difícil, si bien no imposible.  (Transición.)  Le reitero una vez más que estoy a las órdenes de la Sapplis. Me siento orgulloso de trabajar para una empresa moderna, emprendedora, audaz..., en la que cuento con amigos excelentes...

GREGORIO.-  Y que le ofrece a usted cuarenta mil duritos en mano, tanto si abre los pliegos en cuestión como si se las arregla para leer a través de cuerpos opacos.

GINÉS.-  Usted sabe mejor que nadie, don Gregorio, lo que deprime entrar en esos prosaicos detalles a quien, como yo, sólo se mueve por impulsos afectivos, pero debo decirle que toda oferta inferior a las trescientas mil pesetas me produce sonrojo.

GREGORIO.-  Acabará matando la gallina de los huevos de oro.

GINÉS.-  Las gallinas que vos matáis gozan de buena salud.

GREGORIO.-  Bien. No reñiremos. Entre tanto, grabe en su memoria este nombre: Alicia Loredo Estébanez.

GINÉS.-  ¿Quién es tan seductora criatura?

GREGORIO.-  Sobrina del empleado que le anunció a usted y empleada ella misma en la Dirección General de Industrias Textiles, donde, con toda seguridad, habrá que presentar las ofertas. ¿No es así?

GINÉS.-  Así es.

GREGORIO.-  Si es fea o bonita, alegre o virtuosa, lo ignoro. Hacerse con su voluntad ha de ser cosa fácil para don Ginés Flauto.

GINÉS.-  Para mí, no... Yo ya me encuentro un poco cascado y en declive, pero, para mi equipo, en el que tengo ayudantes de primer orden, confío en que sea un paseo militar.

GREGORIO.-  Por si ésos ayudantes nos fallasen, yo voy a hacer algunos tanteos cerca... del tío de Alicia Loredo.

GINÉS.-  Tino.

GREGORIO.-  Así lo espero.

GINÉS.-  Adiós, gran hombre.

GREGORIO.-  Me ha pisado usted la despedida. Hasta pronto.

 

(Unos segundos antes, MATILDE volvió a ocupar su puesto. GINÉS sale ahora del despacho de DON GREGORIO.)

 

GINÉS.-    (A DOMINICO.)  Dio el bote, pero en secreto.

 

(DOMINICO, al que no le ha caído en gracia GINÉS FLAUTO, va a contestarle, pero como suena el timbre de la puerta llamando a MATILDE, y por otra parte, GINÉS enfila la salida con presteza, renuncia a hacerlo. MATILDE acude a la llamada.)

 

GREGORIO.-  Que entre don Dominico.

MATILDE.-  Don Gregorio: ¿puedo salir a las once? He de llevar a mi madre al médico.

GREGORIO.-  ¿Qué tal sigue?

 

(MATILDE responde con un gesto poco alentador.)

 

  Márchese. No la necesito hasta mañana. Yo mismo me iré en seguida.

MATILDE.-  «Thank you».  (Saluda llevándose la mano militarmente a la sien derecha y se va. Una vez en su mesa, recoge su bolso y se dirige a la percha donde descuelga su abrigo.)  Señor Loredo: el jefe le espera.

 

(Mutis definitivo.)

 

DOMINICO.-  ¿Da usted su permiso?

GREGORIO.-  Entre, amigo Loredo. Nunca le pregunté a usted si fuma puros.

DOMINICO.-  Las pocas veces en mi vida que me lo han preguntado contesté siempre que sí.

GREGORIO.-  Bravo, bravo...

 

(Le ofrece uno del tamaño de los que fuman los burgueses en los carteles electorales que empujan a la lucha de clases.)

 

DOMINICO.-   (Casi entre dientes.)  Caray, qué calibre...

GREGORIO.-  Señor Loredo: usted que es artillero, y de los buenos, habrá oído hablar de unos disparos que se hacen con espoleta retardada.

DOMINICO.-   (Ilusionado ante la perspectiva que se le ofrece de poner el paño al púlpito.)  Naturalmente, son aquéllos en los que la explosión del proyectil se gradúa por medio de un mecanismo que...

GREGORIO.-  Soy un ignorante...

 

(DOMINICO lo niega.)

 

Pero creo no equivocarme al comparar esos disparos con lo que me ha pasado a mí. Resulta que apenas se fue por esa puerta, yo me puse a pensar en las mujeres de la limpieza y a decirme a mí mismo: don Dominico tiene razón. Están mal pagadas, hay que hacer algo por ellas. Lo de la espoleta retardada, ¿no es, poco más o menos, lo mismo?

DOMINICO.-  Sí, señor.

GREGORIO.-  De donde se deduce que los buenos sentimientos son los que triunfan. Porque sus palabras fueron eso en esencia, una explosión...  (Se ríe.)  de buenos sentimientos.

DOMINICO.-  Hacer el bien a mis semejantes: es lo que a mí me gusta más que nada.

GREGORIO.-  Admirable... Eso significa que es usted sensible a los problemas del prójimo.

DOMINICO.-  Claro.

GREGORIO.-  Son tantos los que tenemos... Surgen y surgen cada día. Por ejemplo, dentro de poco es posible que se anuncie el concurso para la provisión de un millón de mantas. ¿Se imagina lo que eso supone? Que lo ganamos, estupendo. Que lo perdemos, una catástrofe.

DOMINICO.-  Anda ya..., lo ganamos nosotros.

GREGORIO.-  Ojalá acierte, querido Dominico. Llegado el momento, ¿contaríamos con usted?

DOMINICO.-  Naturalmente. ¿Por quién me ha tomado?

GREGORIO.-  Me conforta oírle. Pero, entretanto, no nos salgamos del motivo de nuestra conversación.  (Con cierto empaque.)  Gracias a sus gestiones, señor Loredo, las mujeres de la limpieza cobrarán a partir de enero... a razón de cien pesetas más por mes...,  (Ante la mirada interrogante de DOMINICO.)  incluidas las pagas extraordinarias. ¿Qué? ¿Satisfecho?

DOMINICO.-  O sea, exactamente... mil cuatrocientas al año..., ¿no?

GREGORIO.-  ¿Cómo podría equivocarse en sus cálculos el as de los contables? Ya sé que todos apreciarán este esfuerzo de la Sapplis y que verán en él...

DOMINICO.-  ¿Lo redondeamos en veinte duritos para que sean mil quinientas?

GREGORIO.-   (Magnánimo.)  Conforme. ¿Qué podré negar yo a quien sabe pedir tan persuasivamente?

DOMINICO.-  Don Gregorio, muy reconocido.

GREGORIO.-  Por cierto, antes de que se vaya... El día en que usted entró fue testigo, por casualidad, de algo que otro cualquiera, sin su mundología, podría interpretar torcidamente.

DOMINICO.-  ¡Bah...!

GREGORIO.-    (Felicitándole por su discreción.)  Por añadidura, ayer yo salía de casa de unos amigos que viven en la calle de la Reina, con la señorita Matilde, justo cuando usted pasaba por allí.

DOMINICO.-    (Sin darle importancia.)  Bueno...

GREGORIO.-  Uno está obligado a hacer suyas las preocupaciones de las personas con las que trabaja. La madre de Matildita...  (Confidencial.)  padece una enfermedad incurable. Matildita a veces está tristísima y a mí me da pena. No dudo un momento que usted habrá sabido interpretar lo que vio... sin malicia. Y sobre todo, que no se le ocurrirá nunca comentarlo.

DOMINICO.-  Don Gregorio..., yo creo que a la tal Matildita lo de su madre debe de tenerla prácticamente desesperada.

GREGORIO.-  ¿Por qué?

DOMINICO.-  Porque no es usted la única persona en la que busca consuelo.

GREGORIO.-  ¿A qué se refiere?

DOMINICO.-  A Jaime.

GREGORIO.-  ¿Qué Jaime?

DOMINICO.-  Uno con quien habla por teléfono.

GREGORIO.-  ¡Ah! Será Jaime Alonso. Es primo suyo.

DOMINICO.-  Nada se opone a que además sea primo.

GREGORIO.-  ¿Quiere darme a entender que hay algo entre ellos?

DOMINICO.-  ¿Cómo algo? ¡Todo! Me juego las dos manos y las dos piernas.

GREGORIO.-  Bien, puede retirarse. ¿Qué más cosas tiene que decirme?

DOMINICO.-    (Se sincera.)  A mí no me divierte que nadie tome a guasa a las personas que yo estimo. Esa es la razón por la cual le he contado esa historia.

GREGORIO.-  Se lo agradezco mucho. Si no le importa ahora dejarme unos instantes...

DOMINICO.-  A sus órdenes.

 

(Mutis.)

 

GREGORIO.-  Golfa..., golfa..., golfa...  (Al teléfono en el que ha marcado un número.)  ¿Es la agencia de colocaciones? Mire, necesitaría una secretaria, entre las diez y doce mil pesetas, entre los veinte y los veinticinco años, de buena presencia, soltera, morena a ser posible... No, el que fuese taquígrafa no le perjudicaría.


 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro IV

 

El mismo decorado.

 
 

DOMINICO trabaja en su mesa. En la de MATILDE está SARITA, la nueva secretaria, una muchacha que reúne todos los encantos exigidos a la agencia por DON GREGORIO. SARITA está cruzada de brazos.

 

SARITA.-  ¿A qué hora suele venir el señor director?

DOMINICO.-  Siempre antes de esta hora.  (Ambiguo.)  Pero hoy es un día excepcional y tardará algo más.

SARITA.-  ¿Qué edad cree usted que tiene?

DOMINICO.-  Para una secretaria que quiera durar en su puesto, todo director es, por definición, joven a perpetuidad.

 

(Por la derecha llega MATILDE. Al ver a SARITA hace un gesto de extrañeza.)

 

MATILDE.-  ¿Quién es usted?

SARITA.-  Sarita González Comba.

MATILDE.-  ¿Y qué hace en mi mesa?

DOMINICO.-  Es la nueva secretaria de don Gregorio.

MATILDE.-  ¿Qué está usted diciendo?

DOMINICO.-    (A SARITA.)  Si es tan amable de salir un momento...

SARITA.-  Como guste.

 

(Y se va por la derecha.)

 

DOMINICO.-  ¿Le importa firmar este recibo, Matilde, y aceptar este sobre?

MATILDE.-  ¿Qué me da usted aquí?

DOMINICO.-  El importe de su paga hasta el treinta y uno y tres meses de indemnización. Una despedida bastante generosa, Matildita.

MATILDE.-  ¿Que me despiden? ¿Y por qué?

DOMINICO.-  Yo podría: a) fingir ignorarlo; b) inventar algún pretexto; c) endilgarle a don Gregorio la respuesta, pero nada de eso iría con mi carácter. En consecuencia, y puesto que me lo pregunta, le diré que la han despedido porque don Gregorio se ha enterado de lo de usted y don Jaime.

MATILDE.-    (Hipócritamente.)  ¿De qué?

DOMINICO.-  Por Dios, Matilde, le suplico que conmigo no se haga la tonta. Si tiene curiosidad en saber quién se lo contó a don Gregorio, le diré que fui yo.

MATILDE.-  ¿Y quién le daba vela de este entierro?

DOMINICO.-  Ahí está el error. Si usted me conociese sabría que hay entierros a los que yo me considero obligado a asistir, tanto si me dan vela como si no. En su caso, yo no podía quedarme en la calle de fuera mientras usted, tan tranquila, le ponía los cuernos a don Gregorio.

MATILDE.-  Eso es una calumnia.

DOMINICO.-  Eso es una verdad como un templo. Usted jugaba al julepe con don Gregorio de siete a diez en Reina, ochenta y cuatro, y después pasaba las noches con su Jaimito.

MATILDE.-  Aunque esa grosería fuese verdad, vuelvo a repetirle: a usted, ¿qué?

DOMINICO.-  Yo no he nacido para presenciar impasiblemente, como si no tuviese que ver conmigo, nada que esté mal hecho. Yo pongo en su sitio los cuadros mal colocados, yo me bajo de los coches para retirar las piedras de las carreteras y echo en las cestas de los papeles los que los demás tiran a su alrededor. Yo llamo la atención a los peatones que no cruzan la calle por donde deben y aplaudo a los de la grúa. Yo tengo una conciencia muy estrecha de mis obligaciones y las cumplo, caiga quien caiga. Para mí el fraude, la mentira, la trampa, son cosas con las que hay que acabar. Y a eso me dedico.

MATILDE.-  Pues en lugar de haberme fastidiado una combinación con la que estaba muy a gusto, bien pudo, si es usted tan puritano como dice, denunciar otras cosas que pasan en la Sapplis bastante más graves que el que yo haya toreado a don Gregorio.

DOMINICO.-  No sé a cuáles se refiere.

MATILDE.-  Esto sí que es gracioso... No las sabe... y está en la contabilidad...

DOMINICO.-  ¿Y qué sucede con la contabilidad? ¿Es que mis sumas y mis multiplicaciones no son correctas?

MATILDE.-  A usted me parece que le gusta más ser acusica de colegio que fiscal.

DOMINICO.-  ¿Insinúa usted que en la Sapplis se cometen irregularidades y que yo las conozco y me las callo?

MATILDE.-  ¿Cómo que insinúo? Que estoy segura de que se hacen, y a porrillo.

DOMINICO.-  Yo le doy mi palabra de honor de que si me entero de una sola, pequeña o grande, tardaré cinco minutos en informarle a don Gregorio.

MATILDE.-  ¿Pretende tomarme el pelo? ¿Es que usted cree que en la Sapplis hay quien mueva una mano sin que él lo autorice? Todas las porquerías de la Sapplis se hacen porque él las ordena.

DOMINICO.-  Lo que pasa es que le da rabia que la despidan.

MATILDE.-  Se atreve a hablarme así porque soy una mujer.

DOMINICO.-  El valor nunca le falta a un artillero. Si estuviese delante Jaimito se lo diría lo mismo. Además, si a usted le consta que don Gregorio hizo algo malo, tenía que habérselo echado en cara.

MATILDE.-  ¿Y usted? ¿Se lo ha echado en cara usted?

DOMINICO.-  Yo no creo en sus infundios.

MATILDE.-  Tómese el trabajo de estudiar a fondo la contabilidad; no sea una máquina que se limita a pasar los asientos de un libro a otro. Y para ir haciendo boca, léase estas copias sacadas de los libros.  (Le da unos papeles. Ella se queda con otros muchos.)  Y después hablaremos. Porque si usted no cree en mis infundios, yo tampoco creo que usted sea un dechado de limpieza. Y menos su sobrina.

DOMINICO.-  ¿Por qué saca usted a bailar a mi sobrina?

MATILDE.-  Enredando están para que les ayude por bajo cuerda en lo del concurso del millón de mantas. Y según todos los síntomas, con grandes probabilidades de éxito.

DOMINICO.-  Matilde, es inútil seguir hablando: hemos terminado.

MATILDE.-  Buenas tardes.

 

(Mutis de MATILDE.)

 

DOMINICO.-  Buenas tardes.

 

(DOMINICO se dispone a examinar los papeles que le dejó MATILDE. MATILDE reaparece.)

 

MATILDE.-  El sobre.

DOMINICO.-  La firma.

 

(MATILDE la garrapatea rápidamente.)

 

MATILDE.-  ¡Tome! Dígale a Sarita González Comba que ésta es la llave de la mesa. Esta otra, que le pregunte a don Gregorio de dónde es.

 

(Mutis definitivo.)

 

DOMINICO.-   (Atónito, sin dar crédito a lo que ve.)  No..., no..., no es posible.

 

(ROSA sale por la derecha y le contempla unos segundos sin ser vista.)

 

ROSA.-  ¿Tiene usted alguna preocupación?

DOMINICO.-  ¿Y quién no las tiene?  (Oculta, temeroso, los papeles.) 

ROSA.-  Pero, ¿es algo grave? ¿La salud?

DOMINICO.-  No, no...

ROSA.-  Entonces, poco importa.

DOMINICO.-  Ah, usted cree que no siendo cosa de la salud...

ROSA.-  Todo lo demás se arregla.

DOMINICO.-  Ojalá sea así.

ROSA.-  Mire lo que le traigo, don Dominico y ponga otra cara.

 

(Le muestra un pequeño paquete.)

 

DOMINICO.-  ¿Qué me trae?

ROSA.-  Pues dos cosas, y las dos muy prácticas. Una, un cinturón, y la otra, un bolígrafo.

DOMINICO.-    (Presta su atención al paquete, que le entrega ROSA.)  Y esto, ¿por qué?

ROSA.-  Mis compañeras me han encargado que le diga lo agradecidas que le están por el aumento de sueldo, que ya saben que se lo deben a usted.

DOMINICO.-  Pero, mujer...

ROSA.-  Nada, nada... Nos pusimos a pensar qué le sería más útil y yo dije: Pues don Dominico anda todo el día dándole que le das a la papela. Algo con que escribir le vendría bien. Y se nos ocurrió lo del bolígrafo, que lo habíamos visto anunciado. Entonces, la Ramona, que le mira con muy buenos ojos, dijo: «Vaya por el bolígrafo, pero sólo eso es una miseria. Hay que regalarle algo más personal». Y fue cuando se nos ocurrió lo del cinturón. Entonces la Ramona preguntó: ¿Y de qué medida? Los hay de varias». Y yo les contesté: De eso yo me encargo, porque me había fijado muy bien en las suyas. Y aquí se lo traigo para que se lo pruebe, aunque no le hace falta, porque usted es de la misma talla que Juancho, mi difunto, que se lo he notado desde el primer momento.

DOMINICO.-  Son ustedes muy simpáticas, pero la verdad es que no tenían que haberse molestado.

ROSA.-  Calle, ande. Y por si acaso, véalo, no esté yo obcecada...

 

(DOMINICO despliega el cinturón, que es un cinturón de cuero con una hebilla plateada muy vistosa, que habrá costado, poco más o menos, el aumento de un mes del sueldo de una mujer de la limpieza, y, sin ocultar su rubor, se lo ciñe de un modo sumario por encima de la chaqueta, sin atreverse a mayores precisiones, dando por bueno su tamaño.)

 

  Los agujeros. Eso es lo que importa. Mire si hay que abrirle algún agujero más... Jesús, qué hombre tan vergonzoso es usted. ¿Tendré que ayudarle?

DOMINICO.-  No, no...

ROSA.-  Pues, entonces...

 

(DOMINICO se calza con torpeza el cinturón. Tiene los agujeros que le hacen falta. Aún sobra una lengüetilla de cuero que enfunda resueltamente en la hebilla que le corresponde. Después se lo ajusta y lo palpa muy contento.)

 

  Qué bien le queda, buen mozo.

 

(Y le mira detenida y morosamente, de arriba abajo, con una franca osadía. Es indudable que ROSA se excede en el elogio, porque la verdad es que DOMINICO, con el cinturón por fuera de la americana, no queda ni medio bien siquiera.)

 

Ah, los pasadores...

DOMINICO.-  ¿Qué es lo de los pasadores?

ROSA.-  A lo mejor son más estrechos que el cinturón y en ese caso hemos hecho un pan como unas tortas.

DOMINICO.-  Habrá que comprobarlo.

 

(Realmente debería comprobarlo ya, en seguida, sin pérdida de tiempo, pero la timidez se lo impide.)

 

ROSA.-  ¿Y a qué aguarda?

DOMINICO.-  Déjeme, se lo diré mañana.

ROSA.-  No sea gilí. Venga, que es cosa de nada.  (Ella misma, imperativamente, le desabrocha la chaqueta. Bien pronto, y con la natural contrariedad, observa que el cinturón es más ancho que los pasadores.)  Andá, estamos listos.

DOMINICO.-  ¿Qué?

ROSA.-  No cabe.

DOMINICO.-  Ya me encargaré de que los arreglen.

ROSA.-  ¿Y cómo?

DOMINICO.-  Mi portera es sastra.

ROSA.-  Quite, hombre. Mándemelos a casa y yo se los despacho en un abrir y cerrar de ojos.

DOMINICO.-  No se preocupe. Si yo...

ROSA.-  Usted no sabe dónde vivo, claro...

DOMINICO.-  No.

ROSA.-  Apodaca, dieciocho, quinto, letra D.

DOMINICO.-  Ya.

ROSA.-  Entrando por Fuencarral...

DOMINICO.-  Sí, sí...

ROSA.-  Mándemelos cualquier tarde, después de las siete.  (Sin subrayar su invitación con malicia alguna, en tono amistoso y normal.)  O si no, venga usted a verme y llévelos puestos.

DOMINICO.-   (A quien, por el contrario, el ofrecimiento de ROSA le turba ostensiblemente.)  ¿Cómo dice?

 

(Bloque 9º.)

 

ROSA.-    (Ahora se da cuenta de la doble intención que puede atribuirse a sus palabras, pero no las rectifica, sino al contrario, las repite, acompañadas de una prometedora sonrisa.)  Que si le es más cómodo, que los lleve puestos, buen mozo...

 

(Coro.)

 
TODAS.-
¡Oh, genio de la especie! Ya tu obra es un hecho.
Del uno al otro polo ha saltado el chispazo.

MUCHACHA 1ª.-
Incendiaste primero la mirada del hombre,
haciendo que siguiese las rítmicas caderas
de la Venus que araba, con la bayeta húmeda,
el suelo de papeles y ceniza manchado.

TODAS.-
Y es ahora la Venus quien mira a la cintura
del pobre funcionario, del brigada Loredo,
y piensa en su medida, igual a la de Juancho
(el marido que tiene su fosa en la Almudena,
y una piedra que dice: Tu Rosa no te olvida).
Y es verdad, no te olvida
pero, ay Dios, te compara
y encuentra que al igual que el difunto, el contable,
usa un cinto que tiene los mismos agujeros,
y ha de ser como él era,

MUCHACHA 2ª.-
retozón y sanguíneo,

MUCHACHA 2ª y
3ª.-
besucón en pasillos,

MUCHACHA 2ª,
3ª y
4ª.-
jaranero en la alcoba,

TODAS.-
saltador en el lecho, cantarín y mimoso,
y ha de tener los brazos como cables de acero,
capaces de llevarla al placer por la asfixia.

 

(Bloque 10º.)

 
 

(Este bloque sirve de enlace entre el cuadro quinto y el sexto.)

 

 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro V

 

Una ferma simula un confesionario. No se ve -más aún, no existe- el confesor.

 

DOMINICO.-    (De rodillas, vacía su conciencia en un monólogo, dicho en un tono convulso y desordenado.)  Padre, estoy preocupadísimo y por eso vengo a usted. No, por Dios, no me pregunte cuándo fue la última vez, que ni me acuerdo. Veinte, veinticinco o treinta años. ¿Que rece el Yo pecador? No sé cómo empieza ni cómo acaba. Oiga, padre, le suplico que no me ponga pegas. ¿Puedo contarle como a un amigo lo que me pasa? Si es así, continúo; si no, me voy y mala suerte. Gracias, padre. No..., no, no es nada de mujeres. Oiga, lo de ustedes es ya obsesivo. ¿Sabe lo que dice el capitán García Rojas, que es muy brutote? ¿No se enfadará? Pues dice que va a hacer campaña para que pongan el sexto mandamiento entre las obras de Misericordia.  (Se ríe estrepitosamente. Como, sin duda, el comentario del padre es un poco adusto, recoge velas.)  No, no he venido a darle conversación... Es que...  (Confidencial, casi mimoso.)  Oiga, lo del capitán no lo tome como una falta de respeto; que es una chirigota... Sí, sí, al grano. Le explicaré de qué se trata. Yo trabajo en una empresa. ¿Verdad que no necesita saber cuál es? Ya me lo suponía. Por mi parte, lo prefiero, así le hablo más a las claras. Es una empresa muy importante... No, no tanto como el I.N.I., no... Caramba, es que, perdóneme, hace usted unas comparaciones de caballo. Pero aunque no sea el I.N.I. es importante, vaya, y estoy en el departamento de contabilidad. No, si no necesita usted entender de contabilidad para entenderme a mí... Lo que le voy a explicar es muy sencillo. Resulta que en lugar de llevar una contabilidad se llevan tres... ¿Que por qué se triplica el trabajo? No, no es inútilmente... Es porque cada una es distinta a la otra. Ah, ya cae, ¿no? Entonces, en una se llama al pan pan y al vino vino, y se pone todo tal y como es, sin marrar ni un céntimo. Esa sirve para los capitostes. ¿Comprendido? Exclusivamente para ellos. Después hay otra, que es la que se enseña a los accionistas y en la que sólo se pone lo que conviene a los capitostes que se sepa. Y después, otra tercera para la Hacienda, llena de desastres. El activo que disminuye que es una pena; el pasivo que no se amortiza nunca; la cuenta de resultados, cada uno peor que el otro, y la de pérdidas y ganancias, con muchas pérdidas y ninguna ganancia. Así al accionista le metemos gato por liebre y a la Hacienda la toreamos... Un capotazo por aquí, otro capotazo por allá, sus banderitas y... hale..., la estocada hasta el morro. ¿Usted cree que eso está ni medio bien? Olé que sí, padre, que tiene usted razón, que eso es una canallada. ¿Y qué puedo hacer en vista de todo ello? Porque usted comprenderá que el problema es de aúpa. Pensando, pensando, yo encuentro cuatro salidas. Primera: hacerme el longui, achantar la mui. ¡Coserme la boca, padre! Pero si me callo, juego una mala pasada a mi conciencia y yo mismo quedo ante mis ojos en mal lugar. Segunda salida: eso tan amargo, dimitir. Y tal día hizo un año. ¡Concho! Y usted perdone. ¡Menuda salida!, pero me quedo con veinte duros por junto y a morirme de hambre tocan. Tercera salida: darles cara. Ah, no, yo tengo más temperamento que el Cid Campeador, y en realidad eso es poco decir, porque, al fin y al cabo, el Cid era sólo de caballería. Más que Napoleón, eso sí, que fue artillero como yo, y le canto las cuarenta al lucero del alba y ¡ancha es Castilla! Queda la cuarta salida, la última: denunciarles. La palabrita suena regular, lo comprendo. Y es porque se le ha hecho mal ambiente y el denunciante parece como un traidor, pero el denunciado, ¿no es el que de verdad traiciona a los demás, el que nos traiciona a todos? Ya está: les denuncio. Ahora bien, denunciarles así, sin prevenirles, sería poner en la picota a quienes, al fin y al cabo, me colocaron en su contabilidad, y yo no hago faenas a nadie.  (Como iluminado por una idea repentina.)  Ay, ay, que empiezo a ver claro. ¡Si confesarse es buenísimo...! Yo me voy al jefe y le digo: Lo que está pasando aquí es muy feo. Espero hasta tal fecha para que rectifiquen, y si no...  (Con menos entusiasmo.)  ¿Eh? ¿Qué opina usted de esa solución, de esa quinta salida? ¿Se da cuenta del berenjenal en que estoy metido? Oigame, padre, yo he visto la iglesia abierta y me he dicho: «A lo mejor me sacan de este lío...» Y eso es todo lo que quería contarle, padre cura.

 

(Coro.)

 
 

(Las muchachas visten ahora unas hopalandas negras.)

 
TODAS.-

Tememos que al combate, oh, brigada, te aprestes
y que el alza dispuesta tengan tus baterías.
Mas, ay, si te decides, procura estar alerta,
porque a pesar de que eres en municiones rico,
serás siempre más débil que tu frío adversario.
¡Ojo, pues, a estas fuerzas tan dispares en pugna!
¡Y piensa que aunque, acaso, la victoria te esquive,
luchar es lo que vale y perder poco importa!

 

(TELÓN.)

 
 

(Bloque 10º, 2ª vez.)

 



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