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ArribaAbajoParte II


ArribaAbajoCuadro I

 

DOMINICO está solo en el centro de la escena, con una chaqueta sobre los hombros, sin pantalones, o si pareciese excesivo, envuelto en una manta de la cintura para abajo. Una ferma simula la puerta de una habitación modesta, tras de la cual habla ROSA.

 
 

(Bloque 11º1.)

 

DOMINICO.-  Rosa...

ROSA.-   (Desde dentro.)  ¿Qué?

DOMINICO.-  Creo que debo casarme contigo...

ROSA.-  ¿Y a qué viene eso?

DOMINICO.-  He abusado de ti.

ROSA.-  Todo es relativo, alma mía.

DOMINICO.-  Una cosa era que me ensancharas los pasadores del pantalón, otra que...

ROSA.-    (Se ríe, con una risa gruesa y ordinaria, pero saludable.)  Sí, es verdad, muy distinta. Lo que sucede es que tú eres un hombre peligroso para las mujeres. ¿Nunca te lo dijeron?

DOMINICO.-    (Con gravedad.)  No soy peligroso, y por segunda vez, Rosa, te pregunto si te quieres casar conmigo.

ROSA.-  ¿Qué te supones? ¿Que me has deshonrado y que estás en el deber de llevarme a la vicaría? No seas chiquillo, Dominico. Yo soy muy moderna y a esas bromas de hombres y mujeres no les doy maldita importancia. Tú me caíste en gracia desde el primer momento, y además te portaste muy bien yendo a hablar a don Gregorio, que es un avaro que se irá al infierno de cabeza.

DOMINICO.-  ¡Te prohíbo que hables así de don Gregorio!

ROSA.-  Desde ahora diré que es una hermana de la Caridad. Te repito, cabezón, que a mí me apetecía desde hace tiempo tener contigo un detalle...

 

(Se abre la puerta y le tira los pantalones, con el cinturón ya colocado, y corriendo fluidamente de derecha a izquierda.)

 

DOMINICO.-  Aparte de eso, Rosa...,  (Habla mientras se viste.)  yo es que me encuentro muy solo.

ROSA.-  Huy..., si es por lo de la soledad, visítame cuando quieras, Dominico de mi alma. Bueno, avisándome antes.

DOMINICO.-    (Termina de abrocharse la pretina de cara a la puerta, perplejo.)  ¿Por si estás con gente?

ROSA.-  Don Roberto Ontañón me protege va ya para cuatro años.

 

(Entra ROSA.)

 

  ¿No ves que tengo un hijo tonto? ¿Qué sería de mí si don Roberto no me echase una mano?  (Ella misma se ríe del «quid pro quo».)  No tomes eso por donde quema. Es un señor de muchas campanillas, dueño de la tienda de ultramarinos que hay en mi calle, que pinta para concejal, según dicen, y al que no podría darle el pasaporte fácilmente..., aunque quisiera.

DOMINICO.-  ¿Tú te entiendes con él?

ROSA.-  Acabo de decírselo, Dominico de mi alma.

DOMINICO.-  Debiste de habérmelo advertido. Yo me hubiera portado de otra manera.

ROSA.-  Mejor, es difícil.

DOMINICO.-  No me gusta hacer daño.

ROSA.-  No te imaginarás que voy a contar a nadie lo sucedido.

DOMINICO.-  Es igual. Que lo sepa o no, da lo mismo. Es mi conciencia lo que importa.

ROSA.-    (Le mira fijamente. Tras una pausa.)  Tú eres bastante rarito.

DOMINICO.-  ¿Por qué?

ROSA.-  Estás lleno de remordimientos, como si yo fuese una muchachita de quince años y don Roberto el noviete que esperase a que cumpliera los dieciséis para llevarme al altar... Y todo... porque te haya ensanchado los pasadores.

 

(DOMINICO la mira como dándole a entender que hubo algo más. ROSA se ríe.)

 

  ¡Huy! ¡Qué candoroso es él!

DOMINICO.-  Puede.

ROSA.-  A mí nunca me sucedió nada parecido. ¿No me ves tan contenta? Pues, ¿a qué pones esa cara?  (Reflexiona.)  Y el caso es que me caes simpático, te lo juro; Mi tía Rosenda, por la que me llamaron a mí Rosa, para quitarse el mal sabor de boca, decía que la vida era como un viaje que todos empezábamos lavados y planchados, pero en el que en seguida nos manchábamos de carbonilla y de polvo.

 

(Él la mira esperando que saque una conclusión cualquiera de esa imagen.)

 

Tú ya llevas algunos añitos viajando, galán, y estás tan limpio como si te acabase de enjabonar tu madre.

DOMINICO.-  Mejor así.

ROSA.-  Pues prepárate a que te empitonen por los cuatro costados.

DOMINICO.-  Ya lo hicieron alguna vez.

ROSA.-  A ti te pasa algo, que no sé lo que es, pero que te quita el sueño. ¿Por qué no me lo cuentas? ¿Crees que no sé guardar un secreto?

DOMINICO.-  Seguramente sí...

ROSA.-  Anímate, hombre, y ábreme tu corazoncito.

DOMINICO.-  No puedo. No son cosas mías.

ROSA.-  Bueno... Me dejas sin palabras. Búscame cuando te apetezca.

DOMINICO.-  Será muy difícil que te busque.

ROSA.-  ¿No quedamos en que te sientes solo?

DOMINICO.-  Sí.

ROSA.-  Pues entonces...  (Le centra el cinturón.)  Esto te cae muy bien. Harás muchas conquistas. A la Ramona la tienes derretida. Y mira, ésa está libre. La dejó el querido en febrero. Si te interesa, ya le diré alguna cosa de tu parte.

DOMINICO.-  No, no le digas nada. Adiós, Rosa.

ROSA.-  Adiós, Dominico.  (Transición.)  ¡Jesús!  (Piensa en él con arrobo.)  ¿Qué le pasará...? Eso sí..., es un hombre de los que ya quedan pocos... Y hay que ver cómo le luce el cinturón.


 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro II

 

DON GREGORIO está en su despacho. DOMINICO llama a la puerta.

 

DOMINICO.-  ¿Da usted su permiso?

GREGORIO.-  Entre.

 

(DOMINICO entra. Tiene el aire preocupado. Se produce una pausa.)

 

¿Qué desea usted?

DOMINICO.-  ¿Me deja que me sincere, don Gregorio? No sé cómo empezar ni por dónde.

GREGORIO.-  Caramba...

DOMINICO.-  Es lo más complicado que he tenido que decir nunca a nadie en mi vida. Sólo una vez que, en el cuartel, me llamó el capitán de servicio para que le diese el parte de...

GREGORIO.-  ¿De qué, señor Loredo?

DOMINICO.-    (Renuncia a explicarle.)  No, no vale la pena. Bueno, pues ni lo del cuartel es comparable a lo de ahora. Vea estas tres hojas, don Gregorio. Están tomadas de los libros de contabilidad y se refieren al mismo asunto: el suministro de algodón. Las tres diferentes.

GREGORIO.-    (Las examina. Palidece. Se pone de pie.)  ¿Quién le ha dado esto?

DOMINICO.-  No hace al caso.

GREGORIO.-    (Con voz de trueno.)  Por segunda voz le pregunto que quién se lo ha dado a usted.

DOMINICO.-  Eso es cosa mía, don Gregorio.

GREGORIO.-  ¡Matilde! Sólo pudo ser Matilde.  (Entre dientes.)  Esa golfa..., esa golfa...  (Cambia de tono. Se cuadra.)  Bien. ¿Y a qué conclusión llega usted con eso?

DOMINICO.-  A que las cosas de la Sapplis se falsean, don Gregorio, y eso es una inmoralidad.

GREGORIO.-  ¿Qué entiende usted por inmoralidad?

DOMINICO.-  Todo el mundo sabe distinguir lo que es moral de lo que no lo es.

GREGORIO.-  Se equivoca. Pocos conceptos hay tan variables como ése. Lo que es inmoral hoy, pudo no haberlo sido hace siglos. Lo que es inmoral aquí, puede no serlo en nuestras antípodas. ¿Es inmoral ir desnudos por la calle de Alcalá? Sin duda. Pero en la selva de África, no.

DOMINICO.-  Don Gregorio, el andar haciendo cambalaches en los libros es, a mi juicio, una inmoralidad como una casa aquí y en Lima.

GREGORIO.-  Según. Para su mentalidad de militar, quizá; para la mía de hombre de negocios, no.

DOMINICO.-  Pero, ¿qué bula tienen los hombres de empresa que no tengan los demás ciudadanos?

GREGORIO.-  Todos tenemos, amigo mío, la bula de nuestro oficio. ¿No la tiene el médico que nos manda a la tumba por un tratamiento equivocado? ¿Y el abogado que nos hace perder una finca por defendernos mal? ¿Y el centinela que nos descerraja un tiro si nos acercamos a la garita? A ninguno de ellos se les exigen responsabilidades. ¿Y se nos van a exigir a los hombres de negocios por cubiletear un poco con los números?

DOMINICO.-  Señor Cordonel...

GREGORIO.-  No olvide que yo, por añadidura, aunque nacido en Madrid, soy levantino.

DOMINICO.-  ¿Y qué sucede a los levantinos? A ver si es que no son estupendos los levantinos.

GREGORIO.-  Sí, conforme... Pero por Levante anduvieron los fenicios, los griegos, los árabes, los moriscos..., y todas esas sangres las llevo en la mía. ¿Cómo pretende que reaccione igual que uno de Palencia, por donde pasaron solamente unos cuantos godos aburridos?

DOMINICO.-  Para mí, repito, el llevar tres contabilidades diferentes significa que hay dos personas, por lo menos; a las que se les quiere engañar. Una es el accionista. Y otra es el Estado.

GREGORIO.-  Al accionista hay que tratarle como a los presos de los campos de trabajo. Alimentarles con el dividendo imprescindible para que se mantengan vivos y aporten su dinero, pero ni un céntimo más. Y ya van servidos.

DOMINICO.-  ¿Y el Estado?

GREGORIO.-  El Estado y yo tenemos un contrato por virtud del cual yo he de darle unas pesetas y él ha de darme a mí puertos, teléfonos, carreteras, escuelas, viviendas, etc. Las pesetas que yo le entrego, aunque devaluadas, son buenísimas. Pero el Estado, ¿cómo me corresponde? ¿No cree que me pasa mucha mercancía averiada y en mal uso? Entonces, yo me defiendo del mismo modo. El me promete una carretera y me entrega un camino vecinal, un puerto y me da una boya, una escuela y me da una pizarra, un teléfono y me da unas bocinas... En consecuencia: cuando viene a sacarme un duro, yo me las arreglo para que sólo me saque dos cincuenta.

DOMINICO.-  Don Gregorio: le ruego que me dispense si empleo palabras fuertes, pero eso es ser defraudador.

GREGORIO.-  ¿Palabra fuerte defraudador? No, no me lo parece... Entre nosotros no tiene tanto prestigio. Palabras fuertes son ateo, rojo, masón, adúltero, cornudo, invertido... Defraudador...  (Simula hablar en un tono acusatorio y confidencial, como si señalase a un transeúnte con el dedo.)  Ese es un defraudador...  (Se encoge de hombros.)  Psche... No produce ninguna impresión, no desacredita a nadie, no obliga a echarle bola negra ni a negarle el saludo.

DOMINICO.-  Tal vez no. Y, sin embargo, ¿sabe usted de alguna casta que haga más daño al país que los defraudadores? A mí no me caen simpáticos esos tipos de los que usted habla. Pero ninguno de ellos me roba. En cambio, el que defrauda, sí. Y el que lo hace a la Sapplis, por partida doble.

GREGORIO.-  Caramba.

DOMINICO.-  Primero, como accionista.

GREGORIO.-  ¿Tiene usted acciones de la Sapplis?

DOMINICO.-    (Se echa la mano al bolsillo.)  Acciones, no. Tengo una que compré hace tres semanas, con un dinero que había ahorrado, porque me pareció que mi deber era emplearlo en la empresa en que trabajaba. Y esa acción produce un dividendo... Supongamos que de quince pesetas, pero hay quien se las arregla para que a mí no me den más que cinco.

GREGORIO.-    (Tira insolentemente dos duros sobre la mesa.)  Ahí van las diez pesetas que faltan.

DOMINICO.-  Me deben mucho más, don Gregorio.

GREGORIO.-  Usted dirá.

DOMINICO.-  Yo, sí, pago todos los meses los impuestos de mi trabajo. Me duele, se lo aseguro. Primero, porque, claro, cobro menos; segundo, porque no cobro una cifra redonda, que eso siempre gusta, sino quebrada y con céntimos, que la abarata mucho. Pues es probable que, si en vez de tres contabilidades se llevase una sola, yo no tuviese que tributar lo que tributo.

GREGORIO.-  Mi buen amigo: ¿Me quiere decir qué demonios se trae entre manos?

DOMINICO.-    (Se las mira con extrañeza.)  Las tengo vacías, don Gregorio, y limpias. Las manos vacías suelen estar limpias.

GREGORIO.-  ¿Qué persigue usted, señor Loredo?

DOMINICO.-  Si he de concretárselo en pocas palabras: que en la Sapplis se lleve una sola contabilidad.

GREGORIO.-  Eso es imposible y a usted le consta. No voy a cambiar de sistema porque a usted le entren estos escrúpulos de puritano. Sobre la base, pues, de que todo va a continuar igual, yo vuelvo a preguntarle cuál es su programa.

DOMINICO.-  Consta de dos partes: A) pedirle de rodillas si es preciso, don Gregorio, que todo lo que pase en la Sapplis que no sea como debe ser, lo arregle inmediatamente.

GREGORIO.-  Si no...

DOMINICO.-  B) Ponerlo en conocimiento de la junta General.

GREGORIO.-  Tanto confía usted en ella...

DOMINICO.-  Yo creo que siempre hay una instancia superior en la que por fin se hace justicia. Entre nosotros, puede no hacerla el teniente, pero sí el capitán, o el comandante o el coronel. En todo caso, doscientas personas es imposible que aprueben públicamente una conducta irregular.

GREGORIO.-  Lo entiendo... Azuzará a los perros. Ojo, ahí hay unos malhechores. ¡A la cárcel, a la cárcel!

DOMINICO.-  Yo en esto de la cárcel, don Gregorio, tengo mis ideas particulares. Hay algunos a los que encierran y me quedo muy triste, no lo puedo remediar. Y hay otros a los que veo circulando por la vía pública y digo para mí: «Ya tiene suerte ese tío de andar suelto...» En fin, mientras se aclaran las cosas...

GREGORIO.-  ¿Qué?

DOMINICO.-  Considere vacante mi puesto don Gregorio. Yo no pienso seguir en la Sapplis.

GREGORIO.-  Marcharse. ¿Esos son sus proyectos?

DOMINICO.-  Sí.

GREGORIO.-  No se precipite, amigo mío. Yo soy hombre que toma sus decisiones en dos tiempos. ¿Se acuerda de lo que pasó con las mujeres de la limpieza? ¿Quién sabe si no se repite la misma historia? Quédese, don Dominico, unas semanas. Después hablaremos.

DOMINICO.-  Don Gregorio.

GREGORIO.-  ¿Se va a negar a complacerme?

DOMINICO-  Bien. Me quedaré unas semanas. A partir de hoy, eso sí, déme de baja en la nómina. Vendré gratis.

 

(Se hace el oscuro para marcar el final del cuadro, pero no completo. El rostro de DON GREGORIO queda vivo, en un haz de luz y se le ve variar de expresión, pasando del tono pensativo de su última frase a la cólera con que pronuncia la que sigue.)

 

 
 
TELÓN
 
 


ArribaAbajoCuadro III

GREGORIO.-  ¡No puedo evitarlo, no puedo!

 

(Echa espuma de los labios. GINÉS FLAUTO, sentado en un ángulo juega con las manos sobre la barriga, aguantando paciente y filosóficamente la tempestad. SARITA, en su mesa, toma unas notas, hace unas fichas, trabaja. GREGORIO tira unos libros al suelo, lleno de violencia.)

 

GINÉS.-  Tranquilícese, don Gregorio.

GREGORIO.-  Pasan los días y se me olvida, pero siempre que recuerdo a ese tipo, diciéndome tan tranquilo que me concedía un plazo.

GINÉS.-  ¿Un plazo?

GREGORIO.-  Sí, sí, porque así fue de hecho, un plazo hasta la próxima Junta General para enmendar las irregularidades de la Sapplis, me entra una irritación, amigo Flauto, un furor tal, que sólo rompiendo papeles, tirando libros, derribando muebles, puedo calmarme.

 

(Va a volcar la mesa del despacho, cosa que tal vez conseguiría si DON GINÉS no se lo impidiese.)

 

GINÉS.-  ¡Don Gregorio!

GREGORIO.-    (Excitadísimo.)  La cólera de los dioses se aplacaba, cuando los había, haciéndoles sacrificios. La mía sólo disminuye derribando muebles.   (Embiste de nuevo la mesa.)  

GINÉS.-  ¡Basta, don Gregorio, parece usted un niño!

GREGORIO.-    (Se pasea otra vez como al principio de la escena.)  Que un sujeto que admitimos sin oposición, con unos conocimientos mínimos, en edad difícil, que debiera besar por donde yo piso, vaya y me clave un puñal en la espalda con premeditación y alevosía...

GINÉS.-  El agradecimiento no es virtud burocrática.

GREGORIO.-  Ah, si al menos hubiera podido correrle a trompicones y a patadas en los culos por los despachos de la Sapplis... Pero aún tuve que rogarle que se quedara. ¿Qué hacer con el concurso a punto de fallarse y ese ministro en su Ministerio que no hay crisis que lo mueva? Sólo sangrándome quedaría tranquilo.

GINÉS.-  No necesitaría recurrir a esos extremos, mi querido don Gregorio. Estoy estudiando el historial del brigada Loredo.

GREGORIO.-  ¿Y qué busca usted?

GINÉS.-  Pocas vidas pueden ser escudriñadas sin dar en ellas con puntos oscuros, con sombras, como en las radiografías, con ganglios calcificados...

GREGORIO.-  Concrete.

GINÉS.-  Concreto: ¿Por qué el brigada Loredo pidió el pase a la situación en que está? ¿No le sorprende en un hombre, al parecer enamorado de su oficio, un loco del arma de Artillería, ya no muy lejos de la edad de su retiro? ¿O es que se ha producido algún hecho -el que sea- que le haya empujado a tomar esa determinación? Sigo. ¿Se da cuenta de lo que supone que el propio ministro le llamase personalmente para rogarle que le admitiesen en la Sapplis? ¿Por qué tanto interés? ¿Sólo porque se lo recomendase una mecanógrafa del Ministerio, la tal Alicia, de la que ya hablaremos, dicho sea de paso? No, no... Buenos son los ministros... Algún resorte de más fuerza le habrá movido al de Abastecimientos a colgarse al teléfono. Total: que yo he tendido mis redes. Además, dentro de pocos momentos es muy probable que la Operación Soborno haya concluido con una victoria clarísima y que a don Dominico podamos taparle la boca sólo con veinte mil pesetas.

GREGORIO.-  Usted confía mucho en ese anónimo, un poco novelero, que mandó al brigada incitándole a que vendiera al enemigo los secretos de la Sapplis. Yo no soy tan optimista.

GINÉS.-  ¿La cantidad le parece pequeña?

GREGORIO.-  ¿Veinte mil pesetas? Esa suma basta para hacer tambalear a mucha gente, pero no a don Dominico. Es una cuestión de principios y no de tarifas la que está planteada, amigo Flauto.

GINÉS.-  Las dos se influyen. Hay principios que no se quebrantan por veinte mil pesetas, pero sí por treinta o por cuarenta mil.

GREGORIO.-  Admita que también hay hombres insobornables. Se les nota. Es, no sé, la manera de mirar, el tono de las palabras y una aureola, como la de San Roque, casi visible a veces.

GINÉS.-  A uno de aureola, cuyo nombre me reservo, lo bajé del altar hace quince días por seiscientas mil pesetas.

GREGORIO.-  No, don Ginés, no. No se puede ser tan cínico, tan metalizado como usted. La vida nos da muchas sorpresas.

 

(DOMINICO entra por la derecha. Lleva en la mano un sobre y abre la puerta de comunicación.)

 

DOMINICO.-  ¡Quieren comprarme, don Gregorio!

GREGORIO.-  ¿Para qué?

DOMINICO.-  Para que diga cuáles son los precios de la Sapplis en el concurso del millón de mantas. He recibido una carta en que me lo proponen.

GREGORIO.-  ¿Oye usted esto, señor Flauto?

GINÉS.-  Sí, sí...

GREGORIO.-  Siga, siga..., le han escrito...

DOMINICO.-  Sí. Una carta a la que acompañan veinte mil pesetas, diciendo que si les suministro los datos que me piden las duplicarán.

GREGORIO.-  ¡Demonio!

 

(GINÉS silba como ponderando su importancia.)

 

¡Cuatro mil duritos! ¿Sospecha de quién puede ser la carta?

DOMINICO.-  De uno de los que acudirán al concurso, eso es indudable. Pero no sé de cuál de ellos.

GREGORIO.-  Por de pronto, de alguien que no le conoce a usted ni remotamente, señor Loredo... Porque si le conociese...

GINÉS.-  ...comprendería que es ridículo tratar de comprar a don Dominico Loredo.

DOMINICO.-  Es usted muy amable.

GREGORIO.-  El señor Flauto ha adivinado mi pensamiento.

GINÉS.-   (Con un leve aire declamatorio.)  Ni veinte mil ni doscientas mil son bastantes.

GREGORIO.-   (Mira a GINÉS.)  Ni seiscientas mil.

GINÉS.-  Porque con la conciencia de un hombre digno no se trafica.

GREGORIO.-  ¿Y qué va a responderles?

DOMINICO.-    (Con ferocidad.)  Que soy palentino.

GINÉS.-    (Tenuemente.)  Espléndido..., eso es un carácter.

DOMINICO.-  Sólo tengo un problema. ¿Qué hago con las veinte mil pesetas?

GINÉS.-  Se lo resolverán apenas sepan que es castellano viejo.  (Como si se le ocurriese una idea luminosa.)  Señor mío: usted debería aprovechar esta oportunidad para ayudar a la Sapplis.

DOMINICO.-  ¿De qué modo?

GINÉS.-  Podría contestar que acepta. Y dar los precios de la Sapplis, sólo que falseándolos. Nuestros competidores se confiarían y, automáticamente; serían eliminados.

DOMINICO.-   (Rotundo.)  No, no, de ninguna manera.  (Ante un gesto de sorpresa de GINÉS.)  Yo soy un hombre cabal y esos trucos no me agradan.

GREGORIO.-  Naturalmente, don Ginés. Sería ponernos al nivel de esos sujetos. Por otra parte, hiere usted a don Dominico al imaginar que...

GINÉS.-  No, no, Dios me libre. Mis excusas...

DOMINICO.-  Mientras me dicten cómo he de devolverles el dinero, se lo dejo en custodia, don Gregorio.

GREGORIO.-  Para mí es una responsabilidad.

DOMINICO.-  Ya me quedo más tranquilo, ¿Manda alguna cosa?

GINÉS.-  Pues mire usted, yo...

DOMINICO.-  Discúlpeme. A quien le he preguntado si mandaba algo es a mi jefe y no a usted.

GINÉS.-  Ah, muy bien, muy bien.

DOMINICO.-  Porque a usted a lo mejor se le ocurría otro disparate como el anterior.

GINÉS.-  No, no.

GREGORIO.-    (Recriminatoriamente.)  Don Dominico...

DOMINICO.-  Perdóneme, pero a mí este señor desde el primer momento que le vi me cayó muy mal.

GINÉS.-  ¡Caramba!

DOMINICO.-  O sea, que para que no haya dudas: ¿Don Gregorio, manda usted alguna cosa?

GREGORIO.-  Yo no le mando nada, amigo.

DOMINICO.-  Pues a sus órdenes.

GREGORIO.-  Vaya usted con Dios.

DOMINICO.-    (En voz baja.)  Y ojo con este pájaro, que no me parece trigo limpio. Y los de Palencia sabemos muchísimo de trigo.

 

(Y hace mutis despotricando airadamente contra DON GINÉS FLAUTO.)

 

GREGORIO.-  A la vista de cuanto ha sucedido, ¿sigue usted creyendo que todos los hombres se venden?

GINÉS.-  Don Dominico me devuelve un poco la fe perdida en la honradez humana.

GREGORIO.-  ¿Se lo imagina usted disparado como uno de los proyectiles de su batería y sacándonos en público los trapos sucios?

GINÉS.-  Sí, sí, es inquietante.

GREGORIO.-    (Le reacomete la furia del principio.)  ¡Hay que acabar con él! Seiscientas mil pesetas... Sumas así se las pasa don Dominico por debajo del sobaco y se queda tan contento.

GINÉS.-  Quizá, una cuota especial, bien estudiada...

GREGORIO.-  Es inútil, no habla nuestro idioma. No pisa sobre la tierra. Aún está en la edad de las oraciones a Jesusito y de la primera Comunión.

GINÉS.-  Un inocente es lo que es don Dominico. Nada más que eso.

GREGORIO.-  ¿Y le parece poco grave la cosa?

GINÉS.-  Nunca me puse a pensar...

GREGORIO.-  Pues piense usted un poco en lo que se parecen estas dos palabras: inocente-impotente. Casi las mismas letras. Ningún creador de riquezas, de bienes, de empresas, puede ser inocente. Va contra natura.

GINÉS.-  Es posible...

GREGORIO.-  Y ojo con la inocencia, que es materia explosiva. Dios nos libre de un mundo poblado por inocentes.

GINÉS.-  Sería incómodo, ¿no?

GREGORIO.-  Sería inhabitable.

GINÉS.-  Pero no hay que preocuparse. Por fortuna, desde el principio de nuestra era, el destino de los inocentes ha sido siempre el mismo.

GREGORIO.-  ¿Cuál?

GINÉS.-    (Lapidario.)  El de ser degollados.  (Sibilinamente.)  Y yo le juro que he de hacer cuanto pueda para que el heroico brigada Dominico Loredo no escape a su destino.

 

(OSCURO.)

 
 

(Bloque 12º.)

 
 

(Este bloque apoya la mutación del cuadro tercero al cuarto.)

 


ArribaAbajoCuadro IV

 

De los telares baja un letrero con los carteles típicos del Metro que dice PUERTA DEL SOL.

 
 

DOMINICO, de abrigo y bufanda, abstraído en sus cosas, se pasea por el escenario de derecha a izquierda. Entra, sobre una carra, un vagón del Metro.

 
 

Coro.

 
TODAS.-
¡Oh, carroza de todos, Metro urbano,
martillo del olfato y de los huesos!
¡Oh, chatarra infernal, monstruo implacable!
¡Oh, tacita de plata! ¡Oh, bombonera!
 

(Bloque 13º.)

 
Vense2 por dentro cáscaras de huevo,
colillas y palillos remordidos,
arroyuelos de pises infantiles,
engurruñados restos de diarios,
y estampados a mano en los cristales
dibujos hechos de saliva y mocos.
Por el cóncavo andén de extraños ecos,
deambula ensimismado Dominico.
En3 la triste estación, solo un cuitado,
friolero y pensativo se pasea,
en soledad a su igual. Dime, ¿en qué piensas,
contable de la Sapplis, buen amigo?
¿En qué pensáis, viajeros solitarios,
cuando os miráis de frente, vía por medio,
de diversos destinos requeridos?
Cuidado, buen amigo, ten cuidado.
Una torva y dramática conjura
en la sombra prepara sus puñales.
¿Es que no la presientes, no la palpas?
¿No te notas cercado de raposos,
de venenos, de pérfidos reptiles...?
Prepara tu defensa, ángel sin alas...
hombre sin hiel, honesto palentino...
La noche se ha cerrado y en las sombras,
sólo brilla la luz de tu inocencia.
 

(Se oyen las señales del Metro que se va. DOMINICO se apresura a tomarlo.)

 

 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro V

 

Un bar al aire libre

 
 

En una de las mesas, GINÉS FLAUTO. TONY entra por la derecha. Es un muchacho muy joven, de buen aspecto, que viste un jersey, lleva el pelo alborotado y mastica chicle.

 

TONY.-  Se te saluda, jefe.

GINÉS.-  Hola, Tony. ¿Quieres beber algo?

TONY.-  Nada por el momento.  (Se sienta con él. Como si jugase con las manos cerradas a la piedrecita.)  Traigo una cosita -muy escondidita-, la adivinarás -o prenda pagarás.

GINÉS.-  ¿Qué es?

TONY.-  Ahí va mi información.  (Saca una cuartilla del bolsillo interior de la chaqueta.)  Hasta la noche de ayer se han presentado al concurso siete casas. Abiertos los pliegos con la técnica en que está especializado el que suscribe, y gracias a ciertas colaboraciones valiosísimas, hemos podido enterarnos de lo siguiente.

GINÉS.-    (Le arrebata el papel.)  Fibrasa a ciento cincuenta y seis, ochenta... Vaya, vaya... Saufa a doscientas una... Listos van...  (Sigue leyendo para sí.) 

TONY.-  Tiempo tenéis para rellenar el vuestro.

GINÉS.-  ¿Quién ha sido tu hada buena? ¿Alicia?

TONY.-  Calla, por Dios... Alicia es una especie de Agustina de Aragón a la que no hay quien le hinque el diente.

GINÉS.-  ¡Qué familia!

TONY.-  Jimmy, mi colaborador, fracasó con ella. Entonces tuve que dar un paso adelante y sitiar a Julita, su compañera, que para el caso es lo mismo.

GINÉS.-  Éxito, ¿no?

TONY.-  Desde hace quince días, Julita me pertenece en cuerpo y alma y para mí no tiene secretos.

GINÉS.-  Enhorabuena. Por cierto, ¿dónde la llevas?

TONY.-  Te daré unas señitas.

GINÉS.-  Porque para esto del amor apasionado, las autoridades a menos de cincuenta kilómetros del casco de la población no empiezan a abrir la mano.

TONY-  Una cosa es Madrid; otra las afueras.

GINÉS.-  Oye, fíjate que a mí me salió un asunto estupendo con una argelina y tuve que dejarlo por falta de espacio vital.

TONY.-  No sé lo que se proponen...

GINÉS.-    (Se ríe.)  Acabarán matando la afición... Entonces, Alicia, ¿Intocable?

TONY.-  En toda la extensión de la palabra. Algo ha debido barruntarse de Julita... Pero eso no importa, ¿verdad?

GINÉS.-  Nada en absoluto. Bueno: Operación Precios, terminada brillantemente. Vamos a la Operación Dominico.

TONY.-  Entre «boquitas de azúcar» está la cosa.

GINÉS.-   (Abre los ojos lleno de estupor y de alegría.)  Puntualicemos. ¿Es que Dominico es también «boquita de azúcar»?

TONY.-  Yo tanto no digo. Pero lo que te aseguro es que si ha dejado la milicia, es por un lío de faldas... masculinas.

GINÉS.-  A ver, a ver...

TONY.-  En el cuartel del tal Dominico se descubrió una relación... sentimental entre dos reclutas. El brigada Loredo, que estaba de guardia, dio parte del incidente a la superioridad. Y, como consecuencia, a los dos reclutas los metieron una temporadita en el calabozo. En celdas separadas, claro.

GINÉS.-  ¿Eso es todo?

TONY.-  Calma... Al parecer no se trataba de una simple pareja, sino de un «ménage à trois», vaya, de un triángulo.

GINÉS.-  Dominico..., ¿era el tercero?

TONY.-  Calla, hombre... No... El tercero se llamaba Rogelio Olcáriz...

GINÉS.-  ¿Un hijo de don Bruno, el ministro?

TONY.-  Del mismo... Entonces Dominico, al que no le constaba que el tal Rogelio Olcáriz hubiese participado  (Con énfasis burlón.)  en aquella orgía digna de la antigua Grecia..., omitió su nombre en el parte. Y ahí empieza todo. Hubo quienes dijeron que Dominico tenía debilidad por el señor Olcáriz padre, o sea, por el poder y la influencia de tan ilustre personaje...

GINÉS.-  Ahora comprendo por qué el ministro recomendó a don Dominico.

TONY.-  ¿Qué?

GINÉS.-  Nada, sigue.

TONY.-  Y otros dijeron, peor pensados, que la debilidad del brigada era por el señor Olcáriz hijo, a saber, por sus ojitos azules y sus dientes de piñón.

GINÉS.-  Tony, muchacho..., esto es una maravilla...

TONY.-  Sabrosillo, ¿verdad?

GINÉS.-  O sea, que el tal Dominico, por lo menos, ¿es sospechoso?

TONY.-  La mayoría le defienden. Pero no han faltado quienes le giñasen el ojo, así, al pasar, tomándole por infiel y hasta hubo un alférez de las Universitarias que se permitió su poquito de cachondeo tocándole la cadera fuera de las horas de servicio. Lo cual que, visto y no visto por el brigada Loredo, cogió el tío el mosquetón del nueve que llevaba en la mano y le endiñó al tenientillo, que procedía de la Facultad de Farmacia, un culatazo del que tuvieron que curarle en el Aula Magna.

GINÉS.-   (Animadísimo, trazando sus planes.)  Vaya, vaya...

TONY.-  Escándalo, instrucción de expediente... y el brigada Loredo que corta por lo sano y, según él asqueado, y según otros por si las moscas, pide el pase a la situación de disponible voluntario, el minirretiro, vaya. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

GINÉS.-  Tony de mi vida: si estos servicios que acabas de prestarnos y que son verdaderamente impagables...

TONY.-   (Alarmadísimo.)  ¿Impagables...?

GINÉS.-    (Se ríe.)  Tranquilízate, es una manera de hablar... Si estos servicios, digo, fueses capaz de completarlos con otro especialísimo que acaba de ocurrírseme y al que le estoy dando vueltas en el magín...  (Se ríe con levedad, pero inconteniblemente.)  te haríamos un monumento.

TONY.-  Desembucha, hombre.

GINÉS.-  Necesito consultarlo antes.  (Le examina.)  Tú estarías que ni hecho a la medida.  (Sigue mirándole en silencio, con una sonrisa enigmática. Se interrumpe.)  Calla, don Dominico aquí...

TONY.-    (Con viva curiosidad.)  ¿Quién es?

GINÉS.-  Mejor que no nos vea juntos. Procura, por si acaso, que no se te despinte.

 

(TONY se levanta y sale de la escena. A los pocos segundos, por la lateral izquierda, entra DOMINICO, que va a pasar de largo sin reparar en GINÉS, hasta que éste le llama la atención.)

 

¡Don Dominico! ¡Dios le guarde! ¿De dónde vienen los artilleros simpáticos?

DOMINICO.-  Del Metro, señor Flauto.

GINÉS.-  Dígame, ¿sigue decidido a dar guerra en la Sapplis?

DOMINICO.-  Sigo decidido, sencillamente, a informar a la junta de Accionistas.

GINÉS.-  ¿Y no teme usted ninguna represalia?

DOMINICO.-  Mi vida es clara como el cristal.

GINÉS.-  Nada más fácil de manchar que el cristal, amigo Dominico.

DOMINICO.-  ¿Con qué me amenaza?

GINÉS.-  Le prevengo, lo cual es diferente. La Sapplis es muy poderosa y tener escrúpulos es achaque de débiles.

DOMINICO.-  Un hombre limpio de corazón es más fuerte que una batería del diez y medio.

GINÉS.-  Bien, bien... En fin, si es que oye voces, como Juana de Arco, y se cree elegido por Dios y con una misión que cumplir, allá usted.

DOMINICO.-  Conforme, señor Flauto.

GINÉS.-   (Se decide.)  Un momento, una última pregunta. ¿Quién movió al ministro de Abastecimientos a recomendarle para su ingreso en la Sapplis?

DOMINICO.-  Mi sobrina Alicia, a la que el señor ministro quiere mucho.

GINÉS.-  Esos cariños de los jefes a sus secretarias hacen milagros.

DOMINICO.-  En la Sapplis, puede. En la Dirección de Industrias Textiles, menos.

GINÉS.-  Muy bien, muy bien. Pero escúcheme, ¿no habrá influido en su nombramiento, por ejemplo, el señor Olcáriz... hijo?

DOMINICO.-  Le parto la cara si continúa por ese camino.

GINÉS.-  Tranquilo, tranquilo... En seguida me salgo de él.

DOMINICO.-  Buenas tardes.

 

(Despotrica de nuevo contra DON GINÉS y hace mutis por la derecha.)

 

GINÉS.-  Encantado de oírle.  (Apenas vio marchar a DOMINICO.)  ¡Tony!

TONY.-  Mándeme, jefe.

GINÉS.-  Eres muy curioso y te mueres por saber en qué consiste ese servicio de que te hablaba.

TONY.-  Sí, señor.

GINÉS.-  Te haré el «trailer», como en las películas. Vamos a ver, ¿estarías dispuesto a lo siguiente...?


 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro VI

 

La oficina.

 
 

GINÉS entra por la derecha en el despacho de DON GREGORIO.

 

GINÉS.-  Don Gregorio: hace un momento le abracé a usted por teléfono. Ahora lo hago personalmente...

GREGORIO.-  Gracias.

GINÉS.-  ¡Qué éxito! «Orden adjudicando a la Sapplis la confección de un millón de mantas...» Me relamía los dedos leyéndolo.

GREGORIO.-  Lo prometido es deuda. Su cheque.

GINÉS.-  Gracias, don Gregorio. Pero ahí no ha incluido lo de la «Operación boquita de azúcar».

GREGORIO.-  Espere a que se consume. Aún está en el aire.

GINÉS.-  Quizá no lo esté dentro de una hora.

GREGORIO.-  Lo celebraría, palabra. Por cierto, ¿no le hará ningún extraño el tal Tony en el último momento?

GINÉS.-  Tranquilo. Cobró quince mil pesetas antes y cobrará quince mil... después. Oigame...  (Se ríe.)  hasta hemos ensayado.

GREGORIO.-  ¿Qué me dice?

GINÉS.-  Sí, sí... Era lo mejor. No se podía dejar nada confiado al azar ni a la improvisación. Y ayer lo preparamos todo.  (Vuelve a reírse.) 

GREGORIO.-  Oigame: por cierto, Tony no le basta; necesita alguien más.

GINÉS.-  ¿Cómo iba a haberlo olvidado? Naturalmente, tengo un testigo.

GREGORIO.-  ¿Qué le escapará a usted?

GINÉS.-  Y convincentísimo. ¡Peina canas!

GREGORIO.-  Muy bien. Y dice usted que quizá antes de una hora...

GINÉS.-  Es lo más probable. Si mis cálculos no fallan.

GREGORIO.-  Hoy será decisivo. Unos días de detención no se los quita nadie. Pasado mañana es la junta General. Hay que impedirle que asista a toda costa. Darle su merecido y reducirle al silencio. ¡Qué «bella combinazione»!

GINÉS.-  Picará como un ingenuo, ya verá.

GREGORIO.-  Qué es lo que es... Más que ingenuo, es un gran tonto, un inmenso tonto que no pisa sobre la tierra, que pretende imponer su idioma al nuestro y que nos oye y no nos entiende.

GINÉS.-  Por cierto, que a Tony le hubiera ilusionado conocerle a usted. Le habría levantado la moral.

GREGORIO.-  Lo que hay que hacer es rebajársela.

GINÉS.-  Acabará pidiéndonos un regalito complementario. Dice que con todo esto se resentirá su buena fama.

GREGORIO.-  Se equivoca. Lo que le va a pasar a él le puede pasar a todo el mundo, me podría pasar a mí...  (Se ríe.)  si tuviera sus años. ¿Verdad, Flauto?

GINÉS.-  Tal y como están los tiempos... aún con los que tiene.

 

(El timbre del teléfono interrumpe sus risas.)

 

GREGORIO.-  ¿Quién es? Sí, aquí está. Flauto, a usted le llaman.

GINÉS.-  Buena señal.  (Al teléfono.)  Dígame. Sí, soy yo. Perfecto. Avíseme en seguida. Suerte.  (Cuelga.)  El heroico brigada está entrando en este instante en el Cine Miami.

 

(Por el patio de butacas entra DOMINICO, precedido de un acomodador con la linterna encendida que le sitúa en la butaca de pasillo que hay vacía. El TESTIGO, hombre de aire respetable -¿pelo blanco? ¿barba?- entra también con DOMINICO y va a sentarse detrás de DOMINICO.)

 

DOMINICO.-  ¿Empezó hace mucho la película? ¿Cómo dice? ¿Que si llego un segundo antes veo el león?  (DOMINICO se ríe y le entrega una propina.)  Me alegro.

 

(El acomodador se va.)

 

GREGORIO.-  ¿Qué dan en el Miami?

GINÉS.-  Una película de guerra. Don Dominico se creerá de maniobras con su regimiento. En todo caso, usted sabe que se necesita un estímulo muy pequeño para ir al cine. Al teatro, es distinto. La gente reflexiona, se aconseja, duda. Oiga usted decir de una comedia: «Es buenísima, pero hay una escena, la del jardín, que no me gusta» y se vacía el teatro. Oiga, en cambio, de una película: «Es espantosa, pero hay una escena, la del jardín, que es una maravilla» y se llena el cine.

GREGORIO.-  Habla usted corno si le doliesen esas injusticias del público.

GINÉS.-  Fui novio una temporadita de una actriz, e hice causa común con ella.

 

(DON GREGORIO se ríe. SARA entra por la derecha, cuelga su abrigo en el perchero y se dirige a su mesa, en la que busca unas cartas con las que, en su momento, se presentará en el despacho de DON GREGORIO. En este instante, TONY, precedido del mismo acomodador, aparece en el patio de butacas.)

 

TONY.-   (Se dirige a la butaca vacía que hay junto a DOMINICO.)  Aquí mismo me quedo.  (TONY le da una propina al acomodador y se instala en ella.)  Dispense...

 

(Se excusa de molestarle al pasar delante de él. SARA entra en el despacho de DON GREGORIO.)

 

GREGORIO.-  ¿Qué sucede?

SARA.-  Es una duda que tengo sobre la carta que me dictó esta mañana para Manufacturas de la América Central. Méjico, ¿se escribe con jota o con equis?

GREGORIO.-  Martes, jueves y sábados, con equis; lunes; miércoles y viernes, con jota.

SARA.-  ¿Y los domingos?

GREGORIO.-    (Le entrega las llaves del harem.)  Los domingos no se escribe a Méjico. Oigame, señorita..., mañana llame a nuestro representante en Barcelona. Su teléfono es el novecientos treinta y dos millones doscientos ochenta y cuatro seiscientos veintisiete.

 

(SARA vuelve a su mesa. GREGORIO enciende un solemne cigarro.)

 

TONY.-   (Se pone de pie. Con violencia.)  ¡Degenerado! ¡Degenerado!

DOMINICO.-    (Sin comprender lo que sucede.)  ¿Cómo? ¿Cómo?

TONY.-  ¡He dicho que es usted un degenerado!

DOMINICO.-  ¡Usted me está insultando!

 

(Se hace la luz en la sala.)

 

TONY.-  Naturalmente que sí. Y más que eso: ¡Voy a denunciarle a usted!

DOMINICO.-  ¿A mí? ¿Y por qué?

TONY.-  ¡Usted lo sabe muy bien!

DOMINICO.-  ¿Yo?

TESTIGO.-  Tiene usted razón, caballero. Yo lo he visto.

TONY.-  ¡Ah! ¿Le ha visto usted?

TESTIGO.-  Sí, señor. Y hace muy bien en denunciarle. Hay que acabar con esta gente.

DOMINICO.-  ¡Usted no sabe con quién está hablando!

TESTIGO.-  Sea usted quien sea, este señor tiene motivos para llamarle degenerado.

UNA VOZ.-    (Desde el anfiteatro. Con un cómico afeminamiento.)  ¡Huy... boquita de azúcar!

DOMINICO.-    (Se vuelve irritado.)  ¡Salga a la calle, si es usted hombre!

OTRA VOZ.-  ¡Ay, columna de alabastro!

DOMINICO.-   (A TONY.)  Y a usted le voy a meter seis tiros en la barriga.

TONY.-  Si le dejan en la Comisaría.

 

(Llega el AGENTE DE SERVICIO, que le muestra las insignias de su cargo.)

 

AGENTE.-  Síganme, hagan el favor.

DOMINICO.-  Naturalmente que sí.

TONY.-    (Al TESTIGO.)  Dígame, caballero. ¿Tiene inconveniente en acompañarme?

TESTIGO.-  No, señor. Lo considero un deber de ciudadanía.

TONY.-  Se lo agradezco.

AGENTE.-  Venga, venga... Basta de escándalo.

 

(Todos inician el mutis por la salida del patio de butacas. La sala vuelve a apagarse. En la escena suena el teléfono.)

 

GINÉS.-  Diga... Sí, soy yo. Enhorabuena de antemano.

 

(Cuelga. Sin pronunciar una sola palabra le hace esa seña que consiste en unir formando círculo el pulgar y el índice de la mano derecha y cimbrearlo en el aire para dar a entender que algo ha salido redondo.)

 

GREGORIO.-  ¿Sí?

GINÉS.-  Sí. Todo está a punto de caramelo. Tiempo bonancible para la junta General.

GREGORIO.-  ¡Estupendo!

 

(Se abrazan efusivamente. Las muchachas del Coro cierran la escena con una cortina.)

 
 

(Coro.)

 
TODAS.-
Ya la tierra y el cielo de consuno,
tus bodas acordaron, Dominico,
con la enlutada y pálida desgracia,
oh, pobre amigo nuestro. Ya tu nombre
se guarda en los archivos tenebrosos
en que, inscritos por orden alfabético,
bajo la guardia de hoscos polizontes,
están, los invertidos, los hetairas,
los gigolós, las dueñas de prostíbulos
y algunos anarquistas excitables.

MUCHACHA 2ª.-
Al hecho dedicaron los diarios.

MUCHACHA 3ª.-
-Y el, YA con iniciales solamente

MUCHACHA 2ª.-
unas líneas muy breves.

MUCHACHA 1ª.-
Pero El Caso,
cuatro columnas dedicó y dos fotos
a informarnos con pelos y señales
de tan triste odisea. Desde entonces,
nadie ignora en el cien de Leganitos
que uno de sus vecinos más notorios
es «boquita de azúcar» y denigra
calle tan mesocrática y honesta,
de la que nunca nadie, hasta el presente,
tuvo que decir nada en menosprecio.
Quisieron deshonrarte, Dominico,
para embotar la fuerza de tus armas.
Hacer una verbena de la Junta
y tu voz apagar entre cerrojos.
A los hados pedimos que fracasen,
y que el noble fulgor de tu inocencia
en la hora crucial de Asuntos Varios,
sobre el engaño y la malicia triunfe.

 

(El Coro desaparece por los laterales.)

 


ArribaAbajoCuadro VII

 

GINÉS y DON GREGORIO aparecen en el extremo izquierdo del escenario, delante de las cortinas. DON GREGORIO está de espaldas al público.

 

GREGORIO.-    (Mira de soslayo.)  ¿Quién hay?

GINÉS.-  Veo mucho accionista en calderilla.

GREGORIO.-  ¿Gente conocida?

GINÉS.-  Las dos hermanas Ramírez; más viejas que nunca.

GREGORIO.-  Por ahí no hay peligro.

GINÉS.-  El elocuente ex gobernador de Murcia.

GREGORIO.-  Discurso habemos. ¿Qué sabe del heroico brigada?

GINÉS.-  Continúa detenido. Hasta el viernes calculo que podemos estar tranquilos.

GREGORIO.-  Dios le oiga. Y cuidado. Si alguien dijese que se diera la Memoria por leída...

GINÉS.-  Es poco probable.

GREGORIO.-  Huy, huy... ¿No ha visto usted al torerillo que pide cambio de tercio porque teme que le falte toro al final? Pues quizá algún accionista dispuesto a intervenir trate de que no le cansen a los oyentes.

GINÉS.-  De acuerdo. Se leerá la Memoria.

GREGORIO.-  Dura muchísimo. Quita tiempo al debate y predispone al sueño. Por cierto, convendría que el secretario la leyese con la mayor monotonía posible.

GINÉS.-  Es innecesario estimularle.

GREGORIO.-  Veo al marqués de Bonafide.

GINÉS.-  Inofensivo. Se limitará a lucirse pidiendo que se guarde un minuto de silencio por los accionistas muertos en el año.

GREGORIO.-  Le complaceremos.

GINÉS.-  A propósito, el minuto déjelo reducido a treinta segundos.

GREGORIO.-  En eso estoy. Es mi tipo habitual de descuento.

GINÉS.-  ¿Otras instrucciones?

GREGORIO.-  Si ha lugar, convendría que alguien me preguntase si estoy enterado de la crisis del algodón en Singapur. Se trata de que yo suelte una empollación que traigo preparada.

GINÉS.-  La soltará. Si ha lugar, claro...

GREGORIO.-  Bien. Son las diez y media. ¿Los otros consejeros...?

GINÉS.-  Esperándole.

GREGORIO.-  Entonces, vamos.  (Entre bastidores.)  Toquen los timbres.

 

(DON GREGORIO es obedecido y suenan los timbres, una sola vez, pero largamente. Se enciende la sala.)

 

GINÉS.-  ¿Le preocupa esta junta?

GREGORIO.-  No. Pero no me coge de buen temple.

GINÉS.-  Tranquilo. En este cine las cosas nos salen siempre a pedir de boca.

GREGORIO.-  Pues adelante.

 

(Mutis de GINÉS, que procurará llegar a la sala lo antes posible, en donde, a falta de mejor lugar, los acomodadores le sentarán en una silla en el pasillo central. En los laterales se encontrarán el TESTIGO y el POLICÍA, ambos de pie si es menester. Al descorrerse la cortina vemos una mesa, cuyo asiento principal ocupa DON DOMINICO, acompañado de cuatro consejeros. Son las muchachas del Coro las que desempeñan esos papeles, cubiertas por unas máscaras de caballeros señoriales y estirados. En una mesita contigua -vaso y jarra- está el SECRETARIO de la Sapplis. GREGORIO toca la campanilla.)

 

  Señores accionistas: se abre la sesión. El señor Secretario leerá la Memoria correspondiente al ejercicio anterior.

 

(El SECRETARIO, sentado en la extrema izquierda, con un mazo impresionante de folios en la mano, se pone de pie.)

 

SECRETARIO.-    (Con una voz oscura y aburrida.)  Señores accionistas: el Consejo que firma esta Memoria se dirige a la gran familia de la Sapplis con el sentimiento del deber cumplido...

 

(La conversación de las señoras DE RAMÍREZ, grabada en cinta magnetofónica, se oye por medio de un altavoz situado a la derecha en el patio de butacas. Puesto que es probable que nadie tenga empeño especial alguno en saber lo que dice la Memoria, la ingrata voz del SECRETARIO se apianará lo preciso para que la de las señores RAMÍREZ se oiga con nitidez.)

 

SEÑORA 1ª.-    (Cuchichea.)  Oye, yo encuentro al presidente de peor cara que el año pasado.

SEÑORA 2ª.-  Este es muy poquita cosa. El que es guapísimo es el del Banco Riojano. Y además, qué voz, es una melodía.

SEÑORA 1ª.-  Yo hoy apenas si me moveré de este cine. Ya tengo entradas para una película que me han dicho que es buenísima, de Antonioni.

SEÑORA 2ª.-  ¿Del bailarín?

SEÑORA 1ª.-  No, de un italiano que se llama casi lo mismo.

SEÑORA 2ª.-  Yo también vengo mucho por aquí. La otra tarde estuve cuando lo del escándalo.

SEÑORA 1ª-  ¿Qué escándalo?

SEÑORA 2ª.-  Cogieron a uno de ésos que hacen que nos quedemos tantas mujeres solteras.

SEÑORA 1ª.-  Deberían matarlos a todos. ¿Y del dividendo qué?

SEÑORA 2ª.-  Ah, del dividendo...

SECRETARIO.-  Aprovechemos esta oportunidad para expresar nuestra adhesión a los altos organismos oficiales de los que dependemos y que a lo largo de este año...

 

(La conversación salta ahora al altavoz de la izquierda.)

 

SEÑOR 1º.-  Y usted qué cree, ¿habrá crisis?

SEÑOR 2º.-  Mi impresión es que se aplaza.

SEÑOR 1º.-  ¿Sabe de quién se habla para justicia? De Gómez Bayton.

SEÑOR 2º.-  El que habla es Gómez Bayton, pero sólo él.

SEÑOR 1º.-  Pues yo le aseguro que Gómez Bayton haría cosas.

SEÑOR 2º.-  Si son como las que acostumbra a hacer, vamos listos.

SEÑOR 1º.-  ¿Y el dividendo, qué?

SEÑOR 2º.-  Ah, del dividendo...

SECRETARIO.-   (Con un inesperado énfasis.)  Sólo queda al Consejo, antes de concluir esta Memoria, afirmar su fe en los destinos de la Sapplis, nuestra amada Sociedad Anónima de Productos Plásticos Industriales y Sintéticos.

 

(Tanto las conversaciones de los SEÑORES como las de las SEÑORAS, tienen por única finalidad la de dar a entender que siendo la Memoria larga y fatigosa hay que relevar de oírla a los espectadores. Sin embargo, por si la realización de esos efectos presentara algunas dificultades materiales, podría sustituirse con un galimatías cualquiera que recogiese la cinta magnetofónica en los intersticios de los tres párrafos encomendados al SECRETARIO y que éste fingiría leer con mucha rapidez. En ese caso, es conveniente que tanto el texto de la Memoria como los galimatías fuesen grabados y que el actor a cuyo cargo corre el papel de SECRETARIO se limite a poner los ademanes y no su viva voz. Así, dicho sea de paso, se ha hecho en la versión del estreno.)

 

GINÉS.-  Felicito al señor presidente por la Memoria que acaba de leer y propongo a la junta un voto de gracias para el Consejo.

 

(Nuevos aplausos.)

 

DOMINICO.-    (Entra en tromba por el patio de butacas. Trae el abrigo echado al hombro. Apocalíptico.)  ¡Yo me opongo a ese voto de gracias! ¡Un voto de censura, eso es lo que se merece el Consejo!

 

(Rumores.)

 

¡Su actuación ha convertido a la Sapplis en una sociedad al margen de la ley!

 

(Grandes rumores.)

 

GINÉS.-  Pido la palabra, señor presidente. Este señor se llama Dominico Loredo. ¿No es, así?

DOMINICO.-  Así es.

GINÉS.-  Y si no me equivoco, ha sido empleado de la Sapplis hasta hace pocos días.

GREGORIO.-  Sí, señor.

GINÉS.-  Me pregunto a mí mismo si no es el despecho lo que le induce a pronunciarse contra quienes le han despedido sin duda alguna justamente.

DOMINICO.-  Ni me han despedido ni es el despecho lo que me lleva a proponer un voto de censura...

GINÉS.-  Déjeme seguir. En algún periódico leí que en este mismo cine había sido detenido por graves atentados contra la moral en la persona de un pobre estudiantillo de Ciencias un tal Loredo. ¿Tiene usted algún parentesco con ése señor Loredo?

DOMINICO.-  Soy yo mismo, víctima de una maniobra que descubriré muy pronto y de la que tal vez los directivos de la Sapplis sepan algo.

GREGORIO.-  ¡Mida sus palabras, señor mío, si no quiere que le cuesten caras!

TESTIGO.-  ¡Nada de maniobras! Yo lo vi todo y declaré a favor del estudiante en el despacho del señor comisario.

GINÉS.-  Siendo así, ¿con qué autoridad se atreve a acusar a nadie de faltar a la ley quien llega a esta junta recién salido de los calabozos de la Dirección General de Seguridad?

ROSA.-    (Habla desde el centro del balcón del primer piso, y si no lo hay, desde donde sea mejor vista por la mayoría de los espectadores. Está con las mangas subidas hasta el codo y apoya sobre la barandilla el cubo de agua y la bayeta.)  ¡Don Dominico no es maricón!

 

(Rumores, voces que no se distinguen, confusión.)

 

GREGORIO.-  ¡Orden, señores, orden!

ROSA.-  Aunque lo digan los papeles, mienten. Dominico es muy hombre. ¡Si lo sabré yo!

GREGORIO.-  Señora, ¿es usted accionista?

ROSA.-  Anda leñe..., qué pregunta tan graciosa. Si soy accionista yo... ¿Tengo cara de serlo?

GREGORIO.-  Pues entonces, haga el favor de abandonar el local.

ROSA.-  Sí, señor, apenas lo friegue.

 

(El POLICÍA se le acerca.)

 

POLICÍA.-  Señora, cállese. Salga de aquí.

ROSA.-  Bueno..., si me obligan... Lávense un poco... Agua va.  (Y finge vaciar el cubo sobre los espectadores de butacas.)  Pero repito que Dominico no es...

POLICÍA.-  Ya lo hemos oído.

DOMINICO.-  ¡No! ¡Claro que no lo soy! Ya se aclarará eso. Pero aunque lo fuese...

ROSA.-    (Desde el pasillo.)  ¡Quiero verte, Dominico!

DOMINICO.-  ¿...dejaría de tener razón en lo que digo? ¡No! Soy brigada de la Segunda Batería del Tercer Grupo del Primer Regimiento de Artillería ligera, en situación de disponible voluntario, y he sido empleado de contabilidad de la Sapplis, y sé por eso que están al margen de la ley,

 

(Rumores.)

 

  En la Sapplis se llevan tres contabilidades.

GREGORIO.-  ¡Falso!

 

(Estas últimas frases se entrecruzan sobre los rumores cada vez mas vivos de los asistentes a la junta.)

 

DOMINICO.-  ¡Importación de algodón de Singapur! Yo traigo aquí los datos. Primera contabilidad: Beneficio, pesetas dos millones seiscientas cincuenta y cuatro mil. Segunda contabilidad: Beneficio, pesetas, ochocientas, sesenta y tres mil. Tercera contabilidad: Pérdida, pesetas doce mil quinientas ocho.

GREGORIO.-  ¡Falso! Voy a anticipar en unos minutos la cuantía de los dividendos que el Consejo ha acordado repartir. No es el escuálido cuatro, ni el clásico cinco, ni el estimulante seis, ni el respetable siete, ni el redondo ocho, ni el sabroso nueve, ni el fascinante diez, ni el insólito once, ni el suculento doce... ¡Ni el trece! No, no. La Sapplis distribuye un sensacional catorce por ciento. ¿Creen que queda margen para hacer juegos malabares con las cifras, a base de dar un dividendo así? Pues bien, para desarmar a los que nos calumnian, y aunque eso suponga un esfuerzo grave, yo me permito proponer a nuestros compañeros del Consejo, los que llevan conmigo la responsabilidad de conducir a buen puerto (perdonadme la audacia de la imagen) a la nave de la Sapplis, que en lugar del catorce se pague el nunca visto dieciséis por ciento.

 

(Estalla una enorme ovación.)

 

DOMINICO.-    (Consigue hacerse oír con cierta dificultad.)  ¡Os tapan la boca con unas pesetas! ¡Qué barato es sobornaros! ¡Seréis todos unos delincuentes si os calláis! El concurso del millón de mantas se ha ganado violando la correspondencia.

TESTIGO.-  No nos venga con historias. ¡Se ha ganado!

DOMINICO.-  Y el dieciséis por ciento sale de sustraer al Estado la parte de impuestos que le corresponde: Vosotros no sabíais nada de eso y no teníais, por tanto, ninguna responsabilidad; pero ahora ya lo sabéis, y sólo hay un camino para quedar en paz con vuestra conciencia, que es el voto de censura. Un voto de censura contra el Consejo de Administración de la Sapplis.

VOCES.-  ¡Fuera, fuera!

DOMINICO.-  ¿No estáis conformes con lo que os propongo? ¡Pues entonces, yo, en nombre de la única acción que poseo, propongo un voto de censura contra la junta General!

GREGORIO.-  ¡Basta ya de mítines, señor Loredo! El concurso del millón de mantas se ha ganado, sencillamente, porque nuestros precios son inferiores a los de la competencia y nuestros artículos superiores. La afición al cine le pierde y sueña siempre con películas de espionaje. Por otra parte, usted conoce bien mi opinión sobre el Estado y por qué me considero en paz con él. El Estado nos dice que nuestro deber es el de pagar los impuestos. ¿Y él? ¿Es que él cumple el suyo? Nos promete carreteras y nos da unas pistas polvorientas; nos promete viviendas...

DOMINICO.-  Ya lo sé... Y nos da chabolas; escuelas y nos da pizarras; teléfonos y nos da bocinas. Pero el Estado del que usted habla no está en la carretera con baches, ni en el teléfono, afónico o tartamudo, sino en cada uno de los que vivimos desde Cádiz a San Sebastián, pasando por Badajoz y por Barcelona. El Estado somos este señor, y ese otro, y el de más allá, y el taxista, y el juez, y los sargentos de mi Batería, y el ciego que vende los veinte iguales y las mujeres de la limpieza. ¡Y usted, señor director, nos burla a todos!

GREGORIO.-  Yo no me burlo de nadie.

DOMINICO.-  Más bien, señor director, usted nos defrauda.

GREGORIO.-  ¡No le tolero esa manera de hablar!

DOMINICO.-  Peor todavía: nos roba.

GREGORIO.-  Eso es una injuria. ¡Señor comisario! ¡Señor comisario! Este señor... me está... injurian...

 

(DON GREGORIO se lleva la mano al corazón y se desploma sobre la mesa con los brazos colgantes, como un muñeco de guiñol, de cara al público. GINÉS FLAUTO y el POLICÍA abandonan la sala camino del escenario, al que llegarán con la mayor rapidez posible. Las muchachas del Coro se quitan las caretas instantáneamente.)

 
 

(Coro.)

 
TODAS.-
¡Oh, infarto de miocardio, guillotina del rico,
huésped fiel de la Bolsa y del tapete verde,
colofón de la ira, usura de las venas,
del celofán que envuelve al corazón carcoma...!

 

(GINÉS llega al escenario y trata de ayudar a DON GREGORIO. Ahora se cierran las cortinas. El Coro sigue su recitado frente al pasillo.)

 
MUCHACHA 3ª.-
También tiene la gente del pueblo sus infartos,
pero en donde cosecha sus espigas más altas
siempre es entre las listas de las primeras cuotas,
de los grandes magnates que cobran gruesas rentas
y que viven pendientes del télex y del cable.

TODAS.-
Oh, infarto de miocardio, sumaria muerte amiga...
Alabemos la urgencia de tu espada de llamas
que con su filo corta los pulsos fatigados.
Alcancia del llanto, del dolor, de la sangre.
Tic tac, blanco suspiro, relámpago sin trueno...
Oh, infarto de miocardio, mágico fin del hombre.

GINÉS.-    (Entreabre las cortinas y se dirige a los espectadores.)  Por favor, ¿hay un médico en la sala?

TESTIGO.-  Propongo un voto de censura para el señor Loredo. ¡Fuera, fuera!

VOCES.-  ¡Fuera, fuera, fuera!

GINÉS.-  ¡Fuera!

 

(DOMINICO abre los brazos desalentadamente, y perseguido por las increpaciones de los accionistas, abandona la sala, mientras ésta vuelve a quedar a oscuras.)

 


ArribaCuadro VIII

 

El Metro, segunda vez.

 
 

DOMINICO entra por la izquierda abrumado, vencido, y se queda a poca distancia, absorto en sus pensamientos, bajo la obsesión de una idea fija que le amenaza, que se va apoderando de él y que quién sabe si no acabará empujándole a un final trágico. La voz del Coro sonará ahora tenuemente, emparejada con el rumor, al principio muy borroso y lejano, del tren, que poco apoco se irá acercando.

 
 

Coro.

 
TODAS.-
¡Oh, Metro urbano, oh, Metro, guillotina del pobre...!
Sirena, pozo abierto, suicidio de a peseta...
¿Qué oscura sombra cruza, Dominico, tu mente,
mientras tiemblan los rieles y el convoy se aproxima
en su nube de ruidos? La Muerte, ¿no te asusta?
¿La Vida te parece una máscara inútil?
¿Vas a lanzarte, acaso, como un perro a su amo
en las dentadas ruedas del tren que se avecina?
¿Tus vértebras de calcio, tu frágil esqueleto,
vas a oponer al suyo de hierros de Altos Hornos?
Quiera el cielo mandarte la voz liberadora
de esa amarga y sombría tentación que te roe.
La voz que abra tu vida cuando acabarla quieres,
a un horizonte nuevo de paz y de esperanza.

 

(El ruido del Metro adquiere su máxima intensidad. El espectador deberá tener la conciencia de que DOMINICO se dispone a concluir sus días. Está en el centro de la escena, se ha aflojado el cuello de la camisa, que parece oprimirle, y ahora se retuerce las manos, sufriendo visiblemente. Entonces en el momento en que se supone que el tren llega a la Puerta del Sol, y cuando DOMINICO abre los brazos Y parece dispuesto a lanzarse a la vía, ROSA se presenta en el lateral izquierda.)

 

ROSA.-   (Algo intuye que da a su llamada un punto de angustia y dramatismo.)  ¡Dominico!

DOMINICO.-   (Desesperadamente.)  ¡Rosa!

 

(El Metro se ha parado.)

 

ROSA.-    (En distinto tono, como a un niño pequeño, reprobatoriamente.)  Dominico...

DOMINICO.-  ¡Estoy muy solo, Rosa!

ROSA.-  ¿Qué haces ahí? ¿Adónde vas?

 

(El Metro, seguramente, ha tomado su carga de viajeros. Suena el silbato del jefe de estación y arranca en seguida. Su fragor, en el sentido de derecha a izquierda, irá desvaneciéndose poco a poco. ROSA ha cruzado de un lado a otro y se acerca a DOMINICO.)

 

  ¿Qué te pasa? Pero si sudas... Con el frío que hace.

DOMINICO.-  Estoy muy solo, Rosa...

ROSA.-  Todos los buenos estáis solos porque sois pocos. Mi tía Rosenda decía que un hombre bueno era como una isla. Pero, ¿no te habrás dejado achicar, supongo? Son unos sucios. Un acomodador del Miami me lo contó todo... ¿Qué edad tienes, Dominico?

DOMINICO.-  Cuarenta y nueve cumpliría en octubre.

ROSA.-  Pues yo te digo que lo que tú hiciste conmigo la tarde del cinturón no lo hace ningún niñato con veinticinco de los de hoy.

DOMINICO.-   (Sonríe levemente.)  Rosa...

ROSA.-  Tengo que darte una noticia. Mandé a don Roberto Ontañón a freír espárragos. Yo, aunque no soy tan buena como tú, estoy sola también..., y seríamos unos tontos si no lo remediásemos acompañándonos.

DOMINICO.-  Rosa...

ROSA.-    (Le imita cariñosamente.)  Rosa, Rosa... Pareces un corderito.

DOMINICO.-  La codicia ciega a los hombres, los corrompe... Vivimos en un mundo impuro.

ROSA.-  Vaya novedad.

DOMINICO.-  Y yo he soñado con un mundo reluciente, como el ánima de un cañón..., que no existe. Me han hundido.

ROSA.-  Yo te pondré en pie. Hale, hombre de Dios.

 

(Y los dos se echan a andar por la lateral izquierda.)

 
 

(Coro.)

 
TODAS.-
No importa que el fracaso con su cuchilla corte nuestros sueños,
no importa que el perverso al inocente humille y lo aniquile.
Aunque la escoria triunfe y la nieve viole inmaculada,
 

(Bloque 14º.)

 
cantemos la pureza, la transparente y cálida pureza,
el angélico punto de partida del hombre en su camino...
Que al fin es la pureza orgullo y resplandor del Universo,
el ala que lo mueve por los anchos espacios siderales... 4

 

(Cuando el Coro, que habrá recitado estos versos con patetismo, cese, ROSA se habrá llevado por el lateral izquierda a DOMINICO, prendido del brazo. Y lentamente caerá el)

 

 
 
TELÓN
 
 





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