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El naturalismo en «La mujer de Ojeda»

Enrique Rubio Cremades





El 10 de marzo del año 1901 Gabriel Miró inicia su aventura novelesca. A los veintiún años de edad el joven escritor crea una ficción literaria que finalizará el 28 de abril de dicho año. Es evidente que el lector se encuentra ante una novela, La mujer de Ojeda, en la que se percibe más de un desmayo literario. Las dubitaciones sobre la propia textura narrativa para el engarce de su mundo de ficción, así como la utilización de modelos literarios agotados y ya en desuso, convierten este inicial intento literario en una peculiar rareza bibliográfica, poco conocida para el lector de la obra mironiana y de difícil lectura por haber sido repudiada por el propio escritor y, por ende, excluida de la edición de las Obras Completas iniciada en el año 1932 y finalizada en 19491. En el primer volumen de dicho corpus literario se excluyen sus dos novelas publicadas en los albores del siglo XX -La mujer de Ojeda2 e Hilván de escenas3- y se incluyen, por el contrario, los textos Del vivir y La novela de mi amigo. Al frente de este primer volumen figura un prólogo de Azorín con dos facsímiles y un retrato del autor. El silencio de Miró o el repudio de sus primeros tanteos novelescos patentizan el descontento del escritor por su obra inicial, pues además de los balbuceos literarios aludidos en las líneas anteriores habría que añadir la nula contribución o aportación al panorama literario de la época. Se trata, sin lugar a dudas, de dos relatos afiliados a un credo estético finiquitado, extremadamente rico en producción literaria, que forma parte de un pasado no muy lejano para la joven generación de escritores contrarios a la novela realista-naturalista. Miró, desde la perspectiva del tiempo, percibe con nitidez los elementos o ejes fundamentales que nutren su novela La mujer de Ojeda, de ahí su silencio, su renuncia al texto juvenil. Sin embargo, en esta novela se perciben las coordenadas de su prosa poética, su preferencia por un tipo de protagonista que preludia a Sigüenza y, de igual forma, su afinidad e inclinación por determinados escritores cuya obra estará siempre presente en su corpus literario. San Juan de la Cruz, Cervantes, Gracián, Fray Luis de León, Longo, entre otros muchos, se dejan sentir en La mujer de Ojeda. Una novela que si bien es verdad adolece de defectos, no por ello deja de interesar al estudioso de su obra, pues tal como se ha señalado con anterioridad, representa el inicio literario de un escritor señero de la literatura española.

La dependencia de La mujer de Ojeda con respecto al realismo-naturalismo es manifiesta desde un primer momento. Sin embargo, el arranque de la novela está influenciado por un escritor contrario a los postulados naturalistas: Juan Valera. No es el momento de analizar la polémica naturalista y la postura de los integrantes de dicha generación, divididos en sus manifestaciones y conocida con distintos marbetes literarios. Miró, pese a no citar a Juan Valera, toma de él varios elementos de su novela Pepita Jiménez4, como el marco novelesco, la gradual estructuración de la novela, el ritmo narrativo y la plasmación del sentimiento amoroso en el autor de las cartas. Miró advierte a sus lectores que La mujer de Ojeda es un ensayo de novela, apreciación que el lector corrobora una vez adentrado en la peripecia argumental de la misma, pues sus cavilaciones o reflexiones sobre la forma de encauzar su novela son continuas. Evidentemente, Pepita Jiménez está presente en La mujer de Ojeda, aunque en ningún momento el novel escritor a la sazón cita al escritor que ha servido de modelo en su narración. Como es bien sabido, Miró había leído sus novelas, tal como se desprende del testimonio de Figueras Pacheco. Así, Figueras, en su Orto literario5 rememora sus paseos con Gabriel Miró por las calles de Alicante y sus visitas a un librero de lance llamado Cándido que instalaba su tienda de libros bajos los porches de la plaza del Ayuntamiento. Siendo soltero, entre el verano de 1899 y el mes de noviembre de 1901, Miró compró, según Figueras Pacheco, varias obras de los grandes novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, entre ellos, Valera, Pereda y Alarcón.

Es evidente, pues, que el referente literario de Gabriel Miró no es otro que el de la generación de los grandes maestros de la novela realista-naturalista. En el año 1901, fecha de publicación de La mujer de Ojeda, la gran obra literaria de la llamada Generación del 98 todavía estaba en ciernes. Cabe señalar que Azorín inicia un año más tarde su etapa autobiográfica con su obra La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903), Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) y Los pueblos (1905). Unamuno, salvo su novela Paz en la guerra, publicada en el año 1897, el resto de su producción novelística es posterior, puesto que Amor y pedagogía, El espejo de la muerte, Niebla, Abel Sánchez, entre otras, se publican entre los años 1902 y 1917. Otro tanto sucede con Baroja. Recordemos La casa de Aizgorri, publicada un año antes de La mujer de Ojeda. Aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox coincide con la fecha de edición de la novela de Miró y el resto de su más lograda producción novelística se produce en años posteriores. En el mismo caso estaría la producción novelística de Valle-Inclán, pues sus Sonatas se publican entre los años 1902-1905, y su trilogía carlista arranca a partir del año 1908. Es evidente que el modelo o referente literario de Miró no es otro que el de los grandes maestros de la novela realista-naturalista, desde Galdós, Alarcón o Pereda hasta el propio Valera, Palacio Valdés, Clarín o escritores menores del naturalismo que a finales del siglo XIX y comienzos del XX gozaban de un gran éxito editorial, como Jacinto Octavio Picón, Ortega y Munilla, entre otros. Tampoco se debe olvidar a novelistas que en su día alcanzaron renombre y fama universal, como en el caso de Blasco Ibáñez que publicaba por estas fechas sus célebres novelas Arroz y tartana (1894), Flor de Mayo (1895), La barraca (1899), Entre naranjos (1901) y Cañas y barro (1902). En La mujer de Ojeda, pese a tener numerosas páginas de corte naturalista, también participa en ciertos momentos de motivos o temas fundamentales de la novela psicológica y espiritualista, como los relativos a las aspiraciones fracasadas o la presentación de conflictos éticos, sin olvidar la presencia de personajes de contrastada exquisitez espiritual imbricados en la textura propia del naturalismo. Gran parte de todos estos elementos se dan en La mujer de Ojeda, al igual que otros propios de las tendencias narrativas de la última década del siglo XIX. No se debe olvidar que por estas fechas la novela española atraviesa por una etapa de transición en la que confluyen múltiples tendencias. La corriente naturalista se modula de tal forma que se configura como un ente bicéfalo, pues frente al naturalismo radical surge el llamado naturalismo católico, corrección conservadora del programa zolesco. En esta España finisecular surgen otras modalidades narrativas, desde la novela regionalista hasta la folletinesca o erótica. Es obvio que el repudio a La mujer de Ojeda viene dado por varios motivos, fundamentalmente por su nula aportación a la renovación de la novela, tal como en su día, por ejemplo, hiciera Salvador Rueda en sus novelas y cuentos, El cielo alegre (1887), Sinfonía callejera (1893) y Bajo la parra (1897), corpus literario configurado por una prosa poética engarzada con los procedimientos retóricos de signo modernista.

La lectura de escritores adscritos a la tendencia realista-naturalista es evidente. Miró leyó y admiró la obra narrativa, como ya se ha indicado, de Juan Valera6, especialmente, y, en menor medida, la del resto de los grandes novelistas de la segunda mitad del siglo XIX: Clarín7, Pereda8 y Pérez Galdós9. De igual forma tomó en cuenta la sabia erudición de M. Menéndez Pelayo10, preferentemente sus Estudios de crítica literaria, Historia de las ideas estéticas en España e Historia de los heterodoxos españoles. Tanto Valera como Menéndez Pelayo, los más admirados por Miró, fueron contrarios a los postulados naturalistas, tal como se puede constatar en sus epistolarios y artículos dados a la prensa. Miró, pese a tomar varios aspectos del naturalismo, desdeñó buena parte del esquema zolesco y, al igual que otros escritores, su influencia fue más en la forma que en el fondo. En La mujer de Ojeda no se protesta contra la tiranía académica ni se produce la imitación de la Naturaleza como norma suprema del arte. Tampoco se sobrevalora lo patológico y no se asume el determinismo. Incluso se puede afirmar que en La mujer de Ojeda no se anulan los principios morales ni se lleva a cabo una apología del instinto.

El naturalismo de La mujer de Ojeda es perfectamente localizable, pues está presente en la figura de Ojeda y no en otros personajes pertenecientes a la novela. El relato está configurado sustancialmente por un triángulo amoroso cuyos protagonistas son Clara, Carlos y Andrés. Ellos son el verdadero soporte de la narración, ya que el resto apenas incide en el curso de los hechos. Estos personajes secundarios actuarán como una especie de coro que refleja la maledicencia de los habitantes de Majuelos. La trastienda de la farmacia del licenciado Trujillo sirve de tertulia y, al mismo tiempo, de engarce con el sentir de una sociedad hipócrita y murmuradora que sólo vive de las habladurías. Ninguno de estos personajes, incluidos los protagonistas, se enmarcan en la textura propia del naturalismo, a diferencia del marido de Clara, Tomás Ojeda que, desde un principio, aparece descrito al modo naturalista. Así, en el empeño de lograr una impresión de verosimilitud, aun a costa de acumular vulgaridades, el narrador naturalista asume el procedimiento del tópico como recurso idóneo para alcanzar su objetivo. Por regla general la novela naturalista se nutre tanto de temas tópicos como de ideas y personajes tópicos. Miró se sirve, precisamente, de este recurso para apoyar los rasgos o características de Tomás Ojeda, cuya veracidad parece quedar así bien asentada. En la novela objeto de este estudio, dicho personaje es un ser tan ordinario, tan vulgar y fatuo, que sobre él prende Miró un copioso manojo de etiquetas caracterizadoras elaboradas con tópicos provenientes de la fórmula naturalista de lo general en lo particular. Por ejemplo, la sutil y rica sensibilidad de Clara es completamente distinta a la de su esposo, diametralmente opuesta. En su trato con Clara, Ojeda se comporta siempre con vulgaridad. El propio Carlos Osorio percibe con nitidez esa «grosería conyugal» y para redondear la expresión de vulgaridad se alude a toda una serie de datos biográficos del propio Ojeda marcada, precisamente, por su ramplonería y simpleza. Sus gestos, porte y tics caracterizadores dan como resultado un cúmulo de destacables vulgaridades.

En la descripción naturalista existe una zona merecedora de especial atención: la relacionada con el llamado dato físico. Por regla general y desde tiempo inmemorial, los escritores a la hora de ofrecer al lector sus personajes, solían utilizar determinadas referencias descriptivas físicas: estatura, corpulencia, color de la piel, del pelo, de los ojos, forma de andar, timbre de voz... Lo que los escritores naturalista pudieron en su momento aportar algo realmente nuevo, innovador, a tales procedimientos caracterizadores, vendría dado, en cierta forma, por la transformación de ese tradicional dato físico en lo que casi se podría llamar dato fisiológico; es decir, rebasar los datos descriptivos anteriormente apuntados, para incidir en el detallismo anatómico, en la observación de la enfermedad o en lo más íntimamente orgánico. Para el escritor naturalista sus personajes no son sólo línea y color, sino ante todo, carne, osamenta, nervios, sangre, organismos harto complejos susceptibles de ser descritos tanto en su funcionamiento normal como en una alteración fisiológica provocada por una enfermedad. La práctica totalidad de todos estos rasgos se dan en la figura de Tomás Ojeda, de tal forma que Miró ahonda fisiológicamente en este personaje para que la descripción cobre más autenticidad y profundidad. El retrato de Tomás Ojeda se ajusta a todos estos rasgos naturalistas apuntados en estas líneas, al igual que su enfermedad, muerte y posterior entierro.

Un seguimiento de lo descrito por Miró en torno a este repulsivo personaje nos da la clave naturalista manejada por el escritor, presentado siempre desde una perspectiva asaz negativa. El dato físico anteriormente aludido lo utiliza Miró para encuadrar a su personaje en esta coordinada naturalista: «Su cráneo pequeño de augusta frente, los ojillos grises, casi ocultos por carnosos pabellones que eso parecen su párpados, la roja, ancha y reluciente cara de grotescos cambiantes, según los movimientos de su boca que está formada por cortos y salientes labios, constituyen una fisonomía que Lavater no hubiera vacilado en atribuirla a un imbécil»11. Miró está aludiendo a las célebres teorías fisonómicas de Lavater, cuyo objeto era conocer el interior del hombre por medio de los rasgos de su fisonomía. Doctrina que se concreta en estudiar la conexión real o supuesta entre la índole o psicología de una persona y su fisonomía propiamente tal, consistente en rasgos fisonómicos y otros rasgos de la cara y sus facciones. Es decir, el estudio de las señales del rostro como indicios de las cualidades mentales caracterizadoras de un individuo. Además de las teorías de Lavater expuestas en su libro Elementos anatómicos de osteología y miología para el uso de los pintores y escultores12 y Sistema de Lavater sobre los signos fisiognómicos o medio de penetrar las disposiciones de los hombres y sus inclinaciones13, Miró se sirve de tics caracterizadores para indicar el comportamiento, maneras y formas de actuar del propio Ojeda. En ciertos momentos se servirá también del célebre pintor alemán E. G. Tischbein, que juzgaba y plasmaba a los hombres en sus cuadros por las semejanzas y analogías con los animales. Miró indica al respecto que Tischbein podría percibir en el rostro de Ojeda «la astucia del zorro, la vivacidad del cachalote en su boca y la fuerza del elefante en sus músculos»14. Incluso, Miró reflejará en las descripciones relativas a Ojeda las teorías de F. J. Gall, fisiólogo y filósofo alemán cuyas teorías fueron muy celebradas y tenidas en cuenta en las fisiologías decimonónicas y en las novelas realistas-naturalistas. La doctrina de Gall sobre las diferentes aptitudes fisiológicas y disposiciones de los individuos incidían en la forma de conocerlos a través de los caracteres externos. Fue fundador del sistema de la frenología, pues creía en la existencia de una relación absoluta entre las formas del cráneo de una persona y el desarrollo de sus facultades mentales. Los frenólogos suponían una correspondencia exacta de dichas facultades con determinadas regiones de la corteza cerebral, tanto más desarrolladas cuanto más lo estuviesen aquellas. Una simple inspección de su forma exterior servía para describir moralmente a un individuo15. Un seguimiento puntual de las descripciones relativas a Ojeda permitiría al lector identificar su figura y comportamiento con estas teorías y doctrinas consideradas en su época como altamente científicas.

Los postulados de la novela naturalista se circunscriben, pues, a todas estas características canalizadas a través de la descripción de Tomás Ojeda y su temperamento o rasgos caracterizadores. Todo ello encauzado a través de unas doctrinas pseudocientíficas asumidas, parcialmente, por el joven escritor. Es por ello por lo que cabe señalar a este respecto que determinados caracteres del naturalismo zolesco se dan con cierta insistencia en la novela mironiana, aunque siempre, como se ha insistido, referidos a Ojeda. Por ejemplo, la preferencia por los tipos cuyo comportamiento y relaciones amorosas vienen dadas por el instinto o representan la antonimia de lo sensible y poético son conductas propias del naturalismo. Del mismo modo que en la novela naturalista, la supervaloración de lo patológico y morboso se hace patente en el discurrir de los hechos protagonizados por el propio Ojeda, pues tanto su enfermedad como su muerte se adecúan y se ajustan a estas premisas. La aparición y conducta de este personaje forma parte del material informativo que el propio emisor de las cartas -Carlos Osorio- ofrece a su interlocutor y receptor, Andrés. Gracias a la estructura epistolar, el lector tiene conocimiento de forma gradual y desde la perspectiva del protagonista del relato, Carlos Osorio, de los turbios manejos, conducta y hechos más sobresalientes del marido de Clara, mujer deseada, amada y venerada por el joven y sensible intelectual Osorio. El proceso amoroso de este personaje y las citas o continuas referencias a escritores clásicos de la literatura ascética y mística vertidas en esta estructura novelesca nos remiten, sin lugar a dudas, a las cuitas amorosas del joven Luis de Vargas que, en sus cartas dirigidas a su tío el deán, utiliza para sus propósitos numerosas acepciones escolásticas. Una terminología escolástica que se proyectará en diversas direcciones, desde las referentes a la teoría del conocimiento hasta las metafísicas. Tanto en Pepita Jiménez como en La mujer de Ojeda los jóvenes protagonistas no sólo se expresarán con numerosos términos relativos a la introspección, sino también aludirán y se servirán de los mismos textos, especialmente los debidos a San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y Fray Luis de León. Sin olvidar los Evangelios, pues tanto Valera como Miró se sirven de dicho libro canónico en esta estructura epistolar. Ambos personajes juzgan desde su perspectiva a los rivales amorosos y, de la misma forma, el lector tiene cumplida noticia del comportamiento e historia del rival amoroso en esta inicial estructura novelesca, aunque, como es evidente, en lo que respecta a la figura de Ojeda, Miró se aleja completamente de su modelo literario.

La primera noticia detallada y cumplida sobre Tomás de Ojeda la encuentra el lector en la carta séptima que Carlos Osorio escribe a su amigo Andrés, fechada el 31 de julio. En ella se detallan las labores agrícolas propias de los campesinos, dirigidas por Ojeda con no poco desparpajo. Miró ironiza sobre su comportamiento e indica, en letra cursiva, que Ojeda asombraba a sus padres por su inmenso talento. Con anterioridad, en la carta escrita solo tres días antes, 28 de julio, Carlos Osorio lo presenta con descalifícativos a la manera de tics caracterizadores para designar su brutalidad, compostura grosera y ademanes toscos. En la carta del 28 de julio lo define como un ser áspero y grotesco, y finaliza la misma de la siguiente forma: «Aunque en tu carta me pides que le pinte más detalladamente el carácter del marido, hoy no lo hago. Después de hablar con Clara, escribir de Ojeda, sería lo mismo que después de aspirar los mejores aromas, asomarse al más asqueroso muladar»16. Un hombre que «ha nacido para cosa y no para persona», como diría Miró en clara imitación aristotélica. Un ignorante e incapaz de actuar de forma delicada ante la belleza. Usurero, inhumano, ruin prestamista, libidinoso y lascivo con las mujeres. Carlos Osorio al trazar el triste destino de Clara, utilizada por un padre desaprensivo que la entrega a los brazos de Ojeda para poner punto final a las deudas contraídas, lo describe de esta forma: «Me desespero ahora pensando en la repugnante escena, en que Ojeda y Granados trataron de levantar, primero las hipotecas, y de entregarle el segundo a su hija.- ¿Cómo sería la primera mirada que le dirigió el sátiro? ¡Debió ella sentir vergüenza ante aquellos ojos que hasta la desnudarían! ¿Y las primeras palabras? ¡Qué repulsión y asco producirían en aquella alma preparada tan solo a recibir un amor profundo y elevado!»17.

La presencia de Ojeda inspira siempre la misma animadversión. La acumulación de vulgaridades quiere ser tan intencionada como expresiva. Se trata de rasgos caracterizadores que le convierten en un ser inconfundible para el lector. A través de la correspondencia que Carlos Osorio mantiene con su interlocutor, Tomás Ojeda aparece siempre definido con epítetos caracterizadores y tendentes a un claro fin: describirlo como un personaje fatuo, vulgar, lascivo, grosero, rudo e inculto. Todos los epítetos o tics caracterizadores tienden no sólo a la simple identificación del personaje, sino también a situarlo y encuadrarlo siempre en un mismo contexto, en el que aparece como contrapunto de su bella esposa, Clara. Miró utiliza también en el retrato de Clara el recurso zolesco de la insistencia en el detalle, en el tic caracterizador, especialmente para designar su belleza, sensibilidad y su singular percepción de lo bello y poético. Miró se sirve del tic caracterizador diosa para identificar al personaje Clara con una simple mención, sin necesidad de envolver o redundar en sus cualidades físicas y morales. Rasgo que sólo lo utiliza de forma muy esporádica.

En La mujer de Ojeda las referencias generalizadas usadas por los naturalistas aluden también a las costumbres, gestos condicionados por el sexo, el oficio y la clase social. Parte de estos recursos se dan en función directa de la presencia o protagonismo de Tomás Ojeda en específicos momentos de la narración. Así, la clase social viene perfectamente determinada por la utilización de un lenguaje plagado de vulgarismos, variantes idiomáticos y distorsiones sintácticas. El lenguaje vulgar, que denota una completa ausencia de lirismo, es uno de los rasgos más significativos de las novelas naturalistas, pues de esta forma la condición social del personaje novelesco se encuadra en un específico contexto social. Este lenguaje, calificado por los detractores del naturalismo de populachero, puebla numerosas páginas de la obra de Zola y seguidores o imitadores. Así, en el entierro de Ojeda, la acumulación de vulgarismo y variantes idiomáticas propias de un contexto social y geográfico cumple con una de las premisas más características del naturalismo: «Acentuábase la lentitud en la marcha, y por último detuviéronse todos. Me adelanté para inquirir la causa de ello, y vi el féretro abandonado en medio del camino, y a los gañanes que hasta entonces lo habían llevado, que departían acaloradamente con don Fulgencio y Trujillo. «Es un compromiso» -oí exclamar al Pater-. «Eí..., ¡qué quié usted» -contestó un mocetón de rojo pelo y descomunales espaldas.- «¿Qué pasa?» -pregunté chillando cuanto pude.- «Pues na, D. Carlos- dijeron varios a la vez-, que el pobre amo huele que apesta...»18.

Las alabanzas y encomios sobre el difunto Ojeda están en la misma línea que la anterior. Los aldeanos muestran a través del lenguaje su incultura y sus nulos conocimientos sobre el idioma. V. gr.: «Sentados en rústicos bancos, varios hombres pronunciaban el panegírico del difunto, pero de una manera fría, pálida; notábase el esfuerzo que hacían por recordar una acción que alabar. Terminaban los párrafos del mismo modo, recordando la buena salud y robustez de D. Tomás.- "Corcho que juerza tenía!" -exclamó riendo uno de ellos. "¡Pobre amo!" -añadió otro.- "¡Ei!" -gimió un viejo de boca desdentada»19. Las variantes idiomáticas existentes en La mujer de Ojeda no ofrecen identificación alguna, ni raigambre con un específico entorno geográfico. Circunstancia que no se produce en Hilván de escenas, pues los habitantes del contexto geográfico en el que se desarrolla la acción utilizan un lenguaje plagado de valencianismos. Incluso las expresiones coloquiales, los adagios propios de la Marina Alta y la utilización del seseo suelen ser también frecuentes en dicha novela. En lo que respecta a La mujer de Ojeda los vulgarismos más usuales estarían configurados por el trueque de una labiodental fricativa sorda por una velar fricativa sorda. También aparecen en Miró las muestras de hiato primario y secundario, aunque este último, es decir, el formado por la caída de una consonante intermedia que aunque es d en la mayoría de los casos, en el presente es una alveolar líquida. Disimilación de vocales iniciales, prótesis vocálicas, metátesis de vocales, pérdida de la d intervocálica, etc. dan al texto el efecto deseado. Es una fórmula naturalista puesta en práctica por los escritores adscritos a dicha escuela, pues tanto E. Pardo Bazán, Galdós, Palacio Valdés, como Coloma, Clarín o Blasco Ibáñez, entre otros muchos, incidieron en esta práctica idiomática durante su etapa naturalista.

La enfermedad, agonía y muerte de Tomás Ojeda se enmarca, al igual que en los rasgos anteriormente apuntados, en el credo estético naturalista. La enfermedad suele desempeñar un importante papel en las novelas de los escritores naturalistas, tal como en su día hicieran los introductores de dicha escuela en España: E. Pardo Bazán. Miró escoge para su propósito un personaje que no es superfluo, que tiene una fuerte presencia en el mundo de ficción. De esta forma Miró, al igual que los naturalistas, nos describe las enfermedades de sus personajes, desde una dolencia hepática hasta una enfermedad fácilmente descriptible en su aspecto exterior, como la tuberculosis o el tifus. Precisamente, Tomás Ojeda contraerá esta última enfermedad a raíz de una visita a unas lagunas pestilentes en proceso de desecación. El desarrollo de su enfermedad está tratado en consonancia con el detallismo naturalista, muy semejante al utilizado por E. Pardo Bazán en sus novelas, especialmente en Un viaje de novios, La prueba, La piedra angular, El cisne de Vilamorta y La Quimera, entre otras. Miró se sirve, pues, de esta modalidad descriptiva para detallar y pormenorizar sobre los episodios que preceden a su muerte: «Ha muerto Ojeda. Su agonía ha sido lenta y horrible. Respiraba con ansia, movíase convulsivamente, parecía como si se rebelase al mandato de la muerte que impía se acercaba. Luego invadióle una postración grandísima. Tenía la cara obscura, los cabellos pegados a las sienes por copiosísimo sudor, entornados los ojos [...] Clara miraba a su marido angustiosamente, le levantaba la cabeza y enjugaba el sudor viscoso y frío [...]. Eran las cinco de la tarde; en la alcoba sólo se oía el rezo del cura y la respiración de Ojeda que parecía un gemido extraño [...]. De pronto un ruido seco, duro, empezó a escaparse del pecho de Ojeda [...]. Entre los dos incorporamos al moribundo para facilitar su respiración, que por momentos hacíase más difícil, ruidosa, anhelante [...]. De repente, Ojeda dio un ronquido prolongado, que fue debilitándose; su boca hizo una mueca extraña; extremecióse todo su cuerpo y... cesó el ruido que producía su pecho»20.

La secuencia no puede ser más lúgubre, sombría y tenebrosa. Al lado del moribundo el rezo monocorde, monótono, tedioso, del cura don Fulgencio, susurrando frases y oraciones para salvar su alma. La fúnebre estancia aparece descrita con toda suerte de detalles. Al final, desde la perspectiva del protagonista, la habitación del muerto contrastaba con la clara luz del día: «[...] El muerto estaba solo; era una mancha negra. Clara habíalo cubierto de obscuras flores»21. Este detallismo naturalista continúa a lo largo de la narración, de forma que los episodios que describen el trasiego del cadáver desde la casa hasta el cementerio se enmarcan en esta misma textura. El traslado del cadáver intenta despertar en el lector las sensaciones de asco y repulsión. La primera secuencia al respecto está configurada por el siguiente texto: «Como el negro paño que cubría la mesa sobre la que el muerto estaba había recibido una compacta lluvia de fundida cera, lo cambiamos por otro limpio; al levantar y colocar de nuevo el cuerpo de Ojeda, un hedor insoportable nos aturdió, y algunas gotas de negruzca sangre salieron por su nariz y oídos»22.

Las secuencias concernientes al entierro de Ojeda configuran la práctica totalidad de las últimas cartas que Carlos Osorio dirige a su interlocutor. En las dos últimas epístolas el naturalismo se desborda y las secuencias sobre el traslado del cadáver y su entierro nos trasladan a ese naturalismo detallista pardobazaniano. Por el contrario, Miró, tal como se ha dicho con anterioridad, se distancia de Valera, pues para el escritor egabrense la utilización del dato fisiológico es prácticamente imperceptible. Las concomitancias, pues, entre La mujer de Ojeda y principales obras naturalistas son evidentes. La falta de sensibilidad, lo mórbido, la ausencia de lirismo y morosidad descriptiva, caracteres propios del naturalismo, se entrecruzan en estos últimos pasajes de la estructura epistolar: «La gente se había distribuido en espesos grupos: hablaban todos, condolíanse los menos; reían los más, y nadie se adelantó a empuñar un asa del ataúd, que continuaba allá en el centro de la carretera; casi enjalbegado de sucio polvo...!- Por fin, los dueños de una cercana casa de labor prestaron un carro (el peor de todos) y en él fue echado brutalmente la caja.- Fue tan desconsiderado y violento el golpe, que la cabeza de Ojeda chocó secamente contra las tablas, como si protestase de aquella horrible crueldad. Hubo un villano que exclamó entre carcajadas: "¡Aún está vivo, cuidiao con él!"»23. Las reflexiones del propio protagonista, Carlos Osorio, sobre el cuerpo de Ojeda ya enterrado son repelentes, desagradables. Las connotaciones del léxico utilizado por Miró nos transportan a unas imágenes horribles. La descomposición del cuerpo humano está descrita con no poco exceso naturalista que nos repele y abruma24. Una voluntaria precisión anatómica y fisiológica propia del naturalismo que nos traslada a las décadas de los años ochenta y noventa de la centuria pasada. La fiebre naturalista dejaba paso a otros nuevos modelos narrativos; sin embargo, Miró, en su primer intento de novela absorbe con cierto fervor parte de su doctrina. Frente a esta modalidad literaria surgirá años más tarde otra mucho más poética, más lírica y preciosista que convertirá a Miró en uno de los escritores de mayor calidad prosística que ha dado el siglo XX.





 
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