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El nombre prestado

Susana Gertopan



portada



  —5→  

a Esther Brom,
a todos los que como ella lograron sobrevivir al holocausto,
y a los que quedaron, allá lejos.

  —6→     —7→  

«El hombre libre en ninguna cosa
piensa menos que en la muerte, y
su sabiduría no es una meditación
de la muerte, sino de la vida».


Baruj Spinoza                






  —8→     —9→  

ArribaAbajo- I -

Volví de la universidad como todos los atardeceres, cansado y hastiado de tanto trabajo. Cada vez me resultaba más difícil desarrollar mis clases, por la falta de interés y atención de los alumnos, característica propia de la juventud de esta década.

Abrí la puerta de mi departamento y sin encender la luz, bajé mis cuadernos sobre el escritorio. Así, casi a oscuras, puesto que desde afuera entraba una tenue claridad, caminé hasta el balcón con mucho cuidado para no tropezar. Siempre que llegaba a estas horas a la casa, y en tales condiciones, repetía lo mismo, iba hasta ese lugar. Necesitaba aire puro, y luna. Pasaba largo tiempo observando el mundo desde ese pequeño espacio.

Descorrí la cortina y abrí la puerta. Era una noche tibia la de aquel último viernes de setiembre. Miré la calle, a las personas que andaban, algunas con pasos ligeros, otras con pasos lentos, de diferentes edades y condiciones, hombres, mujeres, niños, ancianos, mendigos parados en las esquinas, evidenciando sus miserias, artistas harapientos ofreciendo su música, ofertando su arte como en una improvisada subasta callejera. Automóviles de todo tipo, grandes, pequeños, lujosos o estropeados circulaban a gran velocidad, abriéndose paso con luces altas y bocinas estridentes.   —10→   La avenida estaba ruidosa, congestionada de gente, de olores, de atropellos, de pobreza, de dolor, de alegría, de vida.

Era casi final de semana. Algunos caían rendidos en el sopor del cansancio, otros, en la euforia previa a un feriado. Levanté la vista y me distraje con las luces de los letreros. Luces que dormitaban y despertaban como si no se resignaran a desfallecer. Subí la mirada y me encontré con el cielo. Por fin el cielo, aquel cielo con luna. Una luna novísima, lúcida y arrogante. Respiré hondo como si liberara una congoja. Quise permanecer allí, en aquel espacio pequeño, por siempre, pero el teléfono sonó y mi deseo se interrumpió. Despacio, sin apuro, caminé hasta el salón, tomé el tubo y respondí la llamada.

-¡Hola! -dije con desgano.

-¡Hola! ¿Iósele?

-Sí, papá, soy yo.

-¿Cómo estás, hijo?

-Bien, papá.

-¡Qué suerte, Iósele! Gracias a Dios. ¿Pero me lo dices de verdad o para no preocuparme?

-Te lo digo de verdad. Estoy bien.

-¿Te olvidas qué día es hoy?

-No, no lo olvido, es viernes. Tampoco me olvido la hora, son las ocho en punto de la noche.

-Hijo. ¿Ya prendiste las velas?

-Papá, las velas del viernes las prenden y las rezan únicamente las mujeres, y acá no hay ni una sola mujer. ¿O no te acuerdas que vivo solo? Además está escrito: «Sólo a través de la mujer las bendiciones de Dios son concedidas a una casa».

-Igual, Iósele, igual tú las puedes prender. O si no, ¿cómo sabes que es viernes a la noche? ¿Cómo diferencias ese día de los otros días?

  —11→  

-Tienes razón, papá. Cuando corte la comunicación, voy a prenderlas y bendecirlas. También bendeciré el pan y el vino.

-Si molesto, hijo, te llamo más tarde, o mañana, no quiero interrumpir tu trabajo.

-No, papá, no interrumpes nada, además, estaba esperando tu llamada.

-Sabes, Iósele, que faltan unas semanas para Rosh Hashaná1 y como acá no hay ni un solo shil2 cerca, quería saber si puedo ir a tu casa unos días. Te prometo, hijo, que no voy a molestar.

-No tienes que pedirme permiso, papá, todos los años pasamos juntos esa fiesta. Además esta también es tu casa.

-Esa fue mi casa, hijo, ahora es tuya, yo te la regalé.

-Papá, cuando quieras venir, llámame y yo voy a buscarte.

-Entonces yo te llamo cuando voy, así me vas a esperar.

-Solamente me avisas qué día llegas y en qué tren.

-Te olvidas, Iósele, que nunca subo a un tren.

-Sí, pero me parece que ya tienes edad de perder el miedo a los trenes.

-No es miedo, es otra cosa.

-Bueno, no importa, ven en lo que tú quieras, pero llámame, y si no estoy en casa, deja un mensaje en el contestador.

-Si no estás, yo te vuelvo a llamar, yo no hablo con máquinas, hijo.

-Está bien papá, yo espero tu llamada.

-Pero si voy a molestar hijo, no voy, me quedo y el año que viene, si Dios quiere pasamos juntos, yo por eso no me enojo.

-Papá, yo te espero, y por favor, no te preocupes por nada.

-Entonces nos vemos pronto, Iósele.

-Así es, papá.

  —12→  

-Adiós, hijo.

-Adiós, papá.

Hacía más de veinte años que mi padre se había ido a vivir a un pueblo pequeño en las afueras de la capital. Después de cerrar su negocio, decidió mudarse a una casa. No quería volver a saber nada de los espacios pequeños. Buscaba un patio, aire para sus pájaros y sol para sus plantas. Nunca terminé de entender aquella decisión de ir tan lejos, y a un lugar tan inseguro, sobre todo para un hombre de su edad, casi anciano. Tampoco entendía su terquedad de viajar siempre en colectivo, pudiendo hacerlo en tren, en menos horas y más cómodamente, pero intentar persuadirlo de que estaba equivocado era igual que creer que el Mesías estaba por llegar.

Conecté el contestador automático, y fui hasta la cocina a fijarme en el calendario hebreo, cuánto tiempo faltaba aún para la festividad de Rosh Hashaná. Me quedaban un par de semanas. Suficientes para arreglar el departamento, dejarlo limpio y encontrar un lugar cómodo para mi padre.

Cada vez que él me visitaba para mí significaba un desgaste físico y emocional enorme y después de su partida quedaba exhausto. Siempre discutíamos sobre lo mismo, mi profesión, mi trabajo o mi estado civil, ya que él nunca aceptó que yo, siendo un sociólogo, carrera que tampoco entendía de qué se trataba, me ganara la vida dando cátedras de literatura y de filosofía en una universidad, o también que después de haber estudiado periodismo, trabajara como columnista cultural en un diario vespertino poco leído. Sobre todo le disgustaba que me dedicara a escribir poemas, cuentos, y una novela que siempre estaba en proceso de creación. Para él los escritores éramos personas con mucha sensibilidad pero con poca inteligencia. Tampoco entendía mi fuga de la religión, y el tiempo que estábamos juntos lo utilizaba para censurarme sobre   —13→   mi carrera, mis trabajos, mi nombre, mis ideas, mi escritura, y sobre todo por amar a Laura.

La conversación con mi padre me dejó con cierto nerviosismo y ligeramente ansioso. Durante mucho tiempo hice lo posible e intenté de diferentes maneras mejorar mi relación con él, inventando diálogos, escuchando atentamente sus relatos, y hasta traté de prestarle más atención a su salud, pero continuamente caíamos en interminables e irreconciliables discusiones.

Sentí un vacío en el estómago y decidí prepararme algo de comer. Fui de nuevo hasta la cocina, abrí la heladera y elegí dos huevos para hacerlos revueltos. Aquella receta me hizo recordar a mi madre. Ella siempre me preparaba huevos revueltos, y a veces le agregaba papas o cebollas. Me senté a la mesa, frente al plato de comida, y cuando llevaba el tenedor a la boca, distraje la mirada, como si buscara a alguien. Dejé los cubiertos en el plato y volví a sentir algo extraño. Oía una voz. Era como si alguien me hablara. Di vuelta el rostro y no encontré a nadie. Tuve miedo, sentí mucho miedo, miedo de caer de nuevo en la trampa que me tendía la soledad. No, no quería volver a caer en aquel estado. Entonces decidí salir.

Yo vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor, y con un portero que sólo trabajaba medio turno. Mi departamento era el único ocupado de ese piso.

Era un barrio muy particular, donde el dueño de la farmacia era judío, el verdulero era judío y la dueña de la confitería también era judía. En aquel lugar se habían radicado muchas familias de inmigrantes que llegaron de Polonia, de Rusia, de Alemania y de otros lugares de Europa. De pronto uno se cruzaba con personas que hablaban en yiddish3, o con religiosos ortodoxos que parecían   —14→   haber venido de Meashearim4. Cuando se acercaba el viernes o alguna importante festividad, el viento traía olor a pescado, a cebolla frita y a torta de miel. Fue por esa razón que mi padre había comprado el departamento en ese lugar hacía mucho tiempo atrás. Él necesitaba estar cerca de sus paisanos para sentirse seguro.

Bajé despacio, escalón por escalón. Me detuve en todos los pisos, y parado frente a la puerta de cada departamento traté de adivinar, como en un juego de acertijos, qué podía estar sucediendo detrás de cada una de ellas. Pensé que quizás en algunas habitaba la soledad, tal vez en otra la alegría, el desamor, o la tristeza. En el cuarto piso me crucé con una mujer que vivía sola con su perra. No tenía marido ni hijos, pero sí un animal tan viejo y tan feo como ella, a quien rigurosamente sacaba a pasear todas las mañanas y todas las tardes, aunque lloviese o cayeran granizos. Nos saludamos amablemente y después yo seguí mi descenso. En el departamento «A» del tercer piso vivía Don Samuel. La suya era la única puerta de todo aquel edificio que tenía clavada una Mezuzah5. Era un hombre viudo que había venido de Europa, según me contaron, en el mismo barco en el que vino mi padre, y por ello, desde entonces, eran amigos. Cuando nos encontrábamos me obligaba a visitarlo. Siempre tenía alguna comida o bebida para ofrecerme o algunas historias que contar sobre Nalevki, una perdida calle de Varsovia, antes de la guerra. Don Schmuel como lo llamaban sus amigos, ya no trabajaba. Vivía de su jubilación y la mayor parte del día pasaba en el bar buscando a quien relatar sus recuerdos, o discutiendo de política con José, o con Carlos, el dueño del bar. Cuando la estación se lo permitía iba hasta el parque a jugar dominó o a las cartas con algún otro jubilado como él. En las noches escuchaba ópera con el volumen más alto del tocadiscos y no había forma de persuadirlo   —15→   de que lo bajara. Igual que mi padre, iba a casa de sus hijos solamente para la celebración de alguna festividad o para la fecha de su cumpleaños. En el departamento «C» frente al de él, vivía una pareja de recién casados. Siempre se los veía reír y besarse. Todavía eran felices.

Bajé al segundo. En ese piso vivía una joven bonita pero muy tímida que había venido sola desde el interior del país a estudiar en la capital. En el departamento contiguo habitaba también una joven sola, que continuamente recibía visitas de personas extrañas y que todas las mañanas, antes de ir a trabajar, se perfumaba con una colonia de aroma muy fuerte.

Seguí mi descenso. En el primer piso me encontré con dos niños que volvían del parque. Uno de ellos llevaba una pelota en las manos. Los vi y les envidié la edad y su condición. Vivían con sus padres y con dos hermanas más pequeñas. Eran, igual que yo, los únicos inquilinos que habitaban ese piso. El otro departamento, el «A», estaba desocupado desde que su dueño falleció, y el «B» lo utilizaba una famosa imprenta como depósito de papeles. En la planta baja estaba un local en el que había un negocio de venta de colchones, y otro de venta de electrodomésticos.

Salí a la calle, caminé unas cuadras y me detuve a comprar cigarrillos antes de llegar al bar, el único lugar seguro donde mi soledad no era atacada por la melancolía y donde calmadamente transcurrían mis horas con la lectura de algún libro o periódico, o de lo contrario me enredaba en discusiones que se improvisaban durante las interminables tertulias de los escritores que se juntaban todas las noches en aquel lugar. En otras ocasiones me detenía a mirar simple y pacientemente, irse el tiempo, desde la ventana.

Entré y ocupé la mesa del centro. Pedí un café, pero antes de que el mozo me lo trajera se sentó a mi lado José, un viejo profesor de violín, judío que había pertenecido a la intelectualidad rusa y que todavía creía en la ideología política de Trotsky y en la   —16→   revolución Bolchevique. Era uno de esos rusos que seguía prendido a la teoría de que el comunismo era la única salvación para los medios de producción y para la clase obrera, y creía además que con la supresión de las clases sociales la pobreza iba a desaparecer y el hombre dejaría de sufrir hambre definitivamente.

Los dos pedimos café y como de costumbre discutimos de los temas habituales. En otra mesa se encontraba una pareja tomada de la mano y hablándose al oído. En otra estaban sentados tres poetas frente a unos cuantos libros y periódicos, esperando al resto para empezar la tertulia.

Pasada la media noche, José y yo decidimos terminar con el café, los cigarrillos y con la conversación, cuando de pronto entró al bar una niña que iba prolijamente vestida. Llevaba el pelo suelto y un ramo de flores en las manos. Todas eran rosas, de tallos largos, muy largos, envueltas cada una en papel celofán y acompañadas de unas hojas de ilusión. Tímidamente se acercó a las mesas a ofrecer a cada hombre una flor.

-¡Para su amada! -decía, mientras sus ojos grandes y negros recorrían los platos buscando restos de comida.

A mí no me ofreció, como si adivinara mi estado. Me despedí, pagué la cuenta y salí.

Regresé a mi casa cansado y con deseos de dormir. Antes de acostarme tomé un libro sobre la hipnosis de Charcot. Siempre me interesó aquel método de acercamiento al inconsciente. Quedé atrapado por aquel tema, hasta que por la claridad que se filtraba por la ventana, noté que estaba amaneciendo. Para poder descansar me levanté, descorrí la cortina, apagué la luz del velador y volví a la cama. Me cubrí con la sábana y por debajo, con la mano, toqué suavemente el ancho, frío y vacío espacio que me rodeaba, aquel espacio en el que me encontraba solo y desvelado. Extrañaba a Laura.

  —17→  

Me levanté cansado y con mucha tos, después de un oscuro sueño. Fui a tomar un baño, pero antes me miré en el espejo del botiquín, el único espejo en toda la casa. Siempre pensé que una casa donde vivía un hombre solo era simplemente eso, una casa sin gracia y en desorden. Por el contrario la casa donde habita una mujer, es un hogar. Mi piel y mis dientes tenían el tinte amarronado que deja la nicotina. Cada vez que me levantaba con aquella tos desagradable, prometía dejar de fumar desde ese mismo instante, pero después de tomar el desayuno, que consistía en una rigurosa taza de café negro y fuerte, no concebía empezar mi mañana sin un cigarrillo. Después era otro y otro, y al final del día era una cajetilla, o tal vez más.

El olor a comida y el ruido de la familia del primer piso terminaron de despertarme. Era terrible vivir en un edificio de departamentos donde habitan muchas personas, puesto que uno se ve obligado a recibir y a sentir diferentes ruidos y olores, aunque yo ya estaba acostumbrado a este tipo de agresiones. De tanto convivir con ellos, los reconocía con mucha facilidad. Identificaba la colonia de mi vecina del segundo «B», con la que se rociaba todas las mañanas antes de ir a trabajar, o el barullo infernal que hacía la familia que vivía en el primero cuando los niños mayores se preparaban para ir a la escuela todos los días. Junto a los gritos de su madre, eran un real tormento sumado a los ladridos de la perra del cuarto cuando la dueña se atrasaba en su paseo habitual.

Más tarde, entonces la mañana tomó su ritmo y las personas sus compromisos, yo me senté a trabajar, frente al papel blanco, desafiante y limpio. Y como estaba atrasado con la entrega de los artículos decidí dedicarme solamente a ellos, a poner al día mis comentarios sobre algún libro escogido por mí y también sobre los últimos libros lanzados, novelas, ensayos y poemarios. Pero de pronto frente al teclado de la máquina de escribir pensé que durante   —18→   todo ese tiempo que llevaba trabajando como periodista, jamás me propuse escribir sobre otros temas que no fueran estrictamente literarios, y sobre los que yo también tenía conocimiento, como ser el socialismo, el comunismo, el anarquismo, el liberalismo, derechismo, sionismo, como si temiera tocar temas políticos. Era un resabio de cobardía que nos quedó a todos aquellos que crecimos bajo la represión de las dictaduras de los gobiernos militares.

Aparté aquella inquietud y volví a mi trabajo rutinario. Toda aquella mañana la dediqué a analizar el libro La estatua de sal de A. Memmi.

Después de haber estado escribiendo aquella crítica, y de haber fumado durante un par de horas, sentí cansancio, y para distraerme salí de nuevo al balcón. Observé el día. Se había puesto particularmente oscuro y las calles también se hallaban increíblemente quietas, calladas.

De nuevo pensé en mi padre y en lo que significaba su visita para mí.



  —19→  

ArribaAbajo- II -

Suponer que los acontecimientos se desarrollarían de acuerdo a como uno los imaginaba siempre me pareció muy infantil, aunque más de una vez, siendo ya adulto, igualmente caía en la red de los deseos irrealizables. Creer que finalmente alcanzaría un buen entendimiento con mi padre era uno de esos ideales inalcanzables, igual que confiar en que él cambiaría de actitud durante su próxima visita.

Siempre ocurría lo mismo. Una semana antes de su viaje me llamaba todas las noches para recordarme que tomaría el colectivo de las cuatro de la tarde y que dejaría a sus pájaros al cuidado de la vecina de enfrente y a sus plantas con la vecina de al lado. Esta vez me propuse no discutir con él y tratar de cumplir lo mejor posible mi papel de hijo, pues en definitiva serían sólo unos días los que compartiríamos.

Nuestra relación nunca fue del todo buena. Cuando mi madre vivía, ella se encargaba de acercarlo a mí y también de ocupar su lugar en muchos aspectos, como si conociera alguna razón por la que él se comportaba así, razón que yo desconocía, que nunca percibí, y por la que se convirtió en un hombre ausente y solitario.

  —20→  

De niño lo veía como a un señor extraño que nos visitaba diariamente a mi madre y a mí. Pocas fueron las veces en que estando solos los dos, él se preocupó de preguntarme sobre mis estudios o sobre mis gustos. Nunca jugó ni estudió conmigo. Tampoco aprendió el nombre de mis amigos, ni de la escuela a la que yo iba. Mi madre siempre encontraba la causa para justificar esas ausencias. Era el excesivo trabajo, o de lo contrario afloraba su dificultosa adaptación a Sudamérica, pero desde aquel viaje ya habían pasado muchos años. Además mi madre también era europea y nunca supe que ella hubiese sufrido dificultades con la adaptación.

En realidad mi padre era una persona distante a la que pocas veces oí reír. Después de varios meses de no vernos, de nuevo nos encontraríamos los dos, él un anciano solo, queriendo mantener vivo al judaísmo en mí, su único hijo, y yo un hombre también solo buscando un espacio de libertad.

Aquella madrugada me desperté antes de que el timbre del despertador sonara. Era muy temprano. Las luces de los letreros todavía alumbraban. En realidad no sé si desperté, porque seguía somnoliento y cansado, como si no hubiera dormido en toda la noche. Perezosamente saqué la mano por debajo de la frazada, bajé la perilla del reloj para evitar que sonara aquel chirrido tan molesto. Me fijé en la hora y aunque todavía faltaban algunas para ir a la terminal de ómnibus a buscar a mi padre, quedé pensando y preocupado porque el departamento se viera limpio y estuviera suficientemente arreglado. Faltaba controlar que en la heladera no hubiera restos de jamón ni de ninguna otra comida que no reuniera la pureza ritual de un alimento, pero seguí acostado, mirando aquel mueble que se encontraba frente a la cama mientras pensaba en lo difícil que me resultaba levantarme aquella mañana. Deseaba continuar así, con la mirada clavada en esa antigua cómoda, con el cuerpo en reposo, inmóvil, con la mente vacía y sin ninguna duda,   —21→   pero tenía que movilizar mi cuerpo, dispersar mis dudas y concentrar mis ideas para enfrentar el día. Con gran esfuerzo me levanté, me vestí, me puse los anteojos y fui hasta el salón. Todo a mi alrededor estaba en total descuido. Intenté poner orden, pero por más que trataba no era posible arreglar aquel departamento. El desorden llevaba años. Algunos objetos estaban envueltos en una capa de polvo y cubiertos de telarañas. Había libros esparcidos por todos los lugares, en el dormitorio, en la cocina y en el salón, sobre la mesa, sobre el escritorio y hasta en el piso. Para dejarlo en buen estado necesitaría más tiempo del que disponía. El piso estaba convertido en un basural, en una inmensa papelera. Junté los papeles arrugados, vacié los ceniceros, ordené algunos libros. Luego fui a la cocina, lavé la vajilla sucia, tiré los restos de comida y en el momento en que estaba terminando de asear el dormitorio, sonó el teléfono. ¡Tan temprano! ¿Quién podría ser? Intranquilo, contesté:

-¡Hola!

-¿Iósele!

-Sí.

-¡Soy tu padre!

-¿Qué te sucede papá?

-¿No te olvidas que tienes que ir a buscarme, verdad?

-¡Papá! Por favor, cómo me voy a olvidar que llegas hoy a las cuatro de la tarde y que dejaste a tus pájaros con una vecina y que otra vecina quedó al cuidado de tus plantas

-Bueno hijo. Entonces nos vemos a las cuatro, si Dios quiere. ¿No necesitas nada? ¿Tienes todo?

-Sí, papá. Tengo todo.

-¿No quieres que te lleve un poco de queso? ¿O algunas frutas?

-Acá hay todo, gracias.

-¿No necesitas frazadas? Hace frío, hijo.

  —22→  

-Papá, tengo que cortar porque estoy apurado. Me estaba bañando y salí mojado del baño.

-Hijo ve, ve pronto y cuídate, pero cuídate de verdad, Iósele, para que no te tome una gripe, justo ahora que voy a visitarte.

-Adiós, papá.

-Adiós, hijo, y cuídate.

Prendí un cigarrillo, y traté de no alterarme. Descorrí las cortinas, abrí las puertas, las ventanas y el sofá, para convertirlo en cama. Saqué algunas ropas de la cómoda y dejé suficiente espacio para las de mi padre. Siempre traía tanta que le alcanzarían como para usarlas en las cuatro estaciones.

El teléfono sonó nuevamente. ¡No! No podía ser otra vez mi padre. No respondí. Conecté el contestador automático y me alejé.

Inmediatamente después golpearon a la puerta, y como no la abrí, insistieron con el timbre. Una y otra vez sonaba y sonaba.

-¿Quién? -pregunté.

-Yo -respondió una voz de mujer.

-¿Quién eres?

-Soy Lili, la del segundo.

Abrí la puerta.

-Entra -dije-, pero disculpa el desorden, estaba arreglando el departamento porque hoy a la tarde llegará mi padre de visita.

-No te preocupes. Mi teléfono no funciona y quisiera usar el tuyo, si me lo permites.

-Adelante, ahí está.

La dejé sola para que hablara con tranquilidad, pero a los pocos minutos de nuevo escuché su voz llamándome:

-¡Alejandro! ¡Alejandro!

-¿Qué pasa?

-El teléfono no tiene tono.

  —23→  

-Me había olvidado que estaba puesto el contestador. Apágalo.

De pronto, cuando apretó la tecla, se oyó una voz de mujer distinta a la de mi visitante, más gruesa y que pausadamente decía: -Soy Leah Baron, no sabía que ahora te llamas Alejandro. Te dejo un número de teléfono donde me puedes encontrar. Llámame.

Lili se quedó mirándome, sorprendida después de oír el mensaje, y yo asustado frente al teléfono, sin saber qué decir. Nunca antes había escuchado tal nombre. No podía asociarla con ninguna mujer a quien yo conociera. Tampoco podía ser una llamada equivocada, puesto que coincidían el número al que llamó y mi nombre. Además, ella estaba al tanto de algo de mi pasado que muy pocos sabían. La curiosidad me dejó como me deja el miedo, torpemente quieto.

Lili se fue sin avisarme y sin hacer su llamada, y cuando escuché el golpe de la puerta la seguí, pero ella ya había bajado lo suficiente como para no escuchar mi llamado.

Apagué el cigarrillo y permanecí pensando, no podía alejar aquella llamada de mi mente. ¿Quién era Leah? Me preguntaba una y mil veces. ¿Leah Baron? Nada me decía aquel nombre.

El teléfono sonó de nuevo. No podía creer que me pasaran todas esas cosas en menos de una hora. La preocupación porque mi padre encontrase la casa en buen estado, todo ordenado, la visita de Lili, la llamada de Leah, y ahora... ¿quién más se confabularía con el resto para seguir fastidiando mi mañana?

-¡Hola!

-¡Hola! ¿Iósele? Soy Jane, tu tía Jane.

No, no podía creerlo. No podía ser tanta casualidad. Sólo faltaba esto, la llamada de la tía Jane. Parecería que todos, absolutamente todos se hubieran puesto de acuerdo para molestarme.

  —24→  

La tía Jane sólo llamaba una o dos veces al año, y casualmente eligió esta mañana. Era como si los malos espíritus bailaran alrededor de mí.

-Sí, tía Jane. ¿Cómo estás?

-Bien, Iósele. ¿Y tú?

-Muy bien, tía, sobre todo porque hoy viene papá a visitarme.

-Ya lo sé, Iósele, por eso te llamo. Tu padre ya me avisó que llegaba hoy, porque la semana que viene es Rosh Hashaná.

-Sí, viene para estar juntos.

-Yo te llamaba justamente para invitarlos a cenar a mi casa, después del templo. Porque también tú vas a ir al templo y después vas a venir a mi casa, ¿verdad, Iósele?

-Por supuesto, tía Jane. Voy a ir. Siempre voy a la sinagoga, tía, todos los años, es extraño que no te acuerdes.

-No sabía que siempre ibas.

-Todos los años, tía.

Terminaba de mentir. Hacía mucho tiempo que no necesitaba emplear el engaño para evitar una discusión.

-Van a venir todos mis hijos, Báshele y su familia, Mírele y su familia y Léibele con sus hijos. No te olvides de avisar a tu padre.

-Jamás, tía. ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante?

-Tú eres muy distraído, Iósele.

-Ya no más, tía. ¿Quieres que llevemos una botella de vino o algún postre?

-No hace falta nada, gracias a Dios habrá suficiente comida y bebida. Yo voy a preparar pescado relleno, sopa, pollo al horno, knishes6 de papa, gargantita de pollo rellena, y hasta el pan voy   —25→   hacerlo sola. Léibele traerá el postre, Báshele la Jalá7 redonda como se come en Rosh8 Hashaná y Mírele una torta de miel. Así que no va a faltar nada, si Dios quiere.

-Está bien, tía, después de la sinagoga papá y yo iremos a tu casa, para la cena.

-No te olvides, Iósele, y ahora que lo estoy pensando mejor, para que no vengas con las manos vacías, ¿por qué no traes una torta? Aunque habrá muchas, pero mejor es que no falten.

-Está bien tía, vamos a llevar una torta.

-Bueno, y ya que van a traer una torta, mejor que sea de queso, esa que a todos nos gusta.

-Voy a llevar una torta de queso como a todos les gusta.

-A ustedes también les gusta esa torta, ¿verdad?

-Sí, tía, a nosotros también nos gusta la torta de queso.

-Porque si no, pueden traer una de manzana, o de chocolate, también puede ser de frutas, para nosotros es lo mismo.

-Mejor vamos a comprar la de queso.

-Está bien. ¿Sabes dónde comprar, verdad?

-Sí, en la confitería donde siempre compramos.

-Hasta luego, Iósele, espero que también el año que viene vengas, pero con tu propia familia. Ya es tiempo de que te cases nuevamente y tengas hijos.

-Haré lo posible, tía.

-Adiós, Iósele, y no olvides de llegar a tiempo a la terminal a esperar a tu padre.

-No lo olvidaré. Adiós, tía.

La comunicación se cortó y pensé en esa antigua costumbre que todavía mantenían mi padre y los tíos de seguir llamándonos con aquellos nombres en yiddish como cuando éramos niños.

  —26→  

En todas las ocasiones que hablaba con la tía repetía siempre lo mismo, que tenía que volver a casarme, que tenía que formar mi familia, y tener hijos. Nuestro parentesco venía de parte del tío Itsic, marido de la tía Jane. Él y mi madre fueron hermanos. Esa era la única familia de mi madre, y la única que nos quedaba a mi padre y a mí, pues a la suya la había perdido completa en Europa, durante la guerra. Tanto mi padre como mi madre llegaron de la misma ciudad de Polonia. Los dos vivían en Lomza. Allá se conocieron y acá, en América, se casaron.

Me senté, prendí otro cigarrillo, descansé unos minutos, y cuando decidí continuar con mi labor sonó de nuevo el timbre. Era una maldición, no podía ser de otra manera. Caminé enojado hasta el recibidor, y con furia abrí la puerta, pero la sorpresa fue que detrás de ella estaba Laura. ¡Laura! ¡Por fin Laura! Tiernamente la abracé y por unos minutos permanecimos así, juntos, muy juntos.

Se quedó toda aquella mañana. Arreglamos el departamento, preparamos comida para varios días, fuimos al mercado, a la confitería, a la panadería. Volvimos, descansamos, y más tarde, nos amamos.

Era casi mediodía cuando el cielo se puso oscuro, de un gris opaco. Un viento inoportunamente frío, comenzó a soplar.

-Será mejor que me vaya antes de que caiga una lluvia fuerte, y no me pueda mover de acá -dijo Laura, levantándose de la cama.

-Por favor, quédate un rato más.

-¡No! Me tengo que ir. Me voy.

También me levanté y mientras ella se vestía pregunté:

-¿Es por mi padre?

-Es por el mal tiempo.

-Evitas encontrarte con él.

-A él no le será grato encontrarse conmigo.

Laura se despidió, volvió al hospital y yo fui a buscar a mi padre a la terminal de colectivos. Era una tarde mojada. Las personas   —27→   corrían desesperadamente en busca de refugio en medio de un apabullador ruido de sirenas de ambulancias y de bocinas de automóviles que viajaban con las luces de los faros prendidos, como si fuera de noche. Las calles estaban más congestionadas que nunca. En medio de aquella repentina oscuridad recordé un dicho del Talmud que mi padre me había leído y que decía: «Vivir en una metrópolis es un castigo».

Bajé del colectivo y cuando iba cruzando la calle frente a la Terminal, vi a lo lejos a un hombre cuya figura se parecía mucho a la de mi padre. Me detuve, arreglé mis anteojos, miré más detenidamente y quedé sorprendido al notar que no era solamente un parecido. Aquel hombre que estaba parado en la puerta principal bajo un paraguas negro, rodeado de bolsas y de una enorme valija, que llevaba zapatos de lluvia, un sobretodo gris y un sombrero de fieltro, era mi padre.

Mientras caminaba hacia él lo miré detenidamente y pensé que nuestro parecido era cada vez más sorprendente. Si no fuera por el exceso de bolsas que le habían crecido debajo de los ojos, por el pelo, que lo tenía escaso y completamente blanco, y una marcada curvatura en la espalda, seríamos iguales, aunque esa tarde lo noté particularmente envejecido, con una excesiva delgadez. Pensé que sería debido a su próxima decrepitud.

Me acerqué a él y nos pasamos las manos. Ellas quedaron sujetas por un saludo cordial, que no tenía la intimidad y la emoción que produce un abrazo. Parecía un encuentro casual entre dos amigos, donde el único vínculo eran los recuerdos de momentos compartidos en un pasado lejano. Nuestro saludo carecía del contacto afectuoso que debería existir entre un padre y su hijo.

-¡Papá! ¿Qué haces aquí?

-¿No ves, Iósele? Te estoy esperando.

  —28→  

-Pero si todavía faltan treinta minutos para la llegada de tu colectivo. ¿Qué te pasó?

-Yo tomé otro, el anterior, así llegaba antes que tú, hijo.

-¿Para qué, papá?

-Para que no tengas que esperarme. No quería que te mojaras.

-Por favor, papá, ya cumplí cincuenta años. ¿No crees que ya es tiempo de que dejes de cuidarme?

-Vamos, Iósele, vamos a casa que hace frío.

-Está bien, papá. Vamos.

Mi padre levantó con dificultad las bolsas que estaban en el suelo, yo tomé la valija y después llamé un taxi. Subimos al auto y durante todo el recorrido hasta llegar a la casa, mi padre relató episodios ocurridos en los diferentes sitios por donde íbamos pasando.

-Mira, Iósele. Acá fue mi primer negocio -dijo indicando con el dedo un antiguo local cerrado-. Más adelante. Allá, allá. ¿Ves hijo? Ese es el sanatorio donde tú naciste, Iósele. ¡Allá, allá, en aquel edificio que se está derrumbando vivieron la tía Jane y el tío Itsic! Y en el otro, en el edificio de al lado, vivían unos muy buenos amigos nuestros, Mendel y Dove. ¿Te acuerdas de ella, de su marido, y de sus hijos?

No recordaba a esas personas, pero respondí: -Sí los recuerdo, papá.

El auto dio unas vueltas más, durante las que mi padre se mantuvo callado y luego de unos minutos, finalmente llegamos a destino.

El taxi paró y después de pagar bajé rápidamente el equipaje. Me apresuré en levantarlo para evitar que mi padre hiciera algún esfuerzo. Entramos al edificio.

Subíamos las escaleras. Él iba adelante y yo lo seguía cuando, de repente, se detuvo, empezó a respirar con dificultad. Transpiraba y sus labios se veían amoretonados.

  —29→  

-¡Papá! ¿Qué te sucede? ¿Es tu corazón? ¿No quieres descansar un momento hasta recuperarte?

-No, hijo, no es nada malo, no te preocupes, es sólo el cansancio por el viaje. Pronto me sentiré mejor -dijo, y sacó un frasco de medicamentos de su bolsillo, tomó una pastilla, se la puso en la boca, debajo de la lengua. Después de unos minutos volvió a hablar:

-Vamos, Iósele, subamos que ya estoy mejor.

Ni bien entramos al departamento mi padre miró a su alrededor y repitió lo de siempre:

-¡Iósele! Tu departamento se ve muy triste, necesitas poner algunas plantas, darle color, vida. Las paredes necesitan pintura, las cortinas están desteñidas. Dios mío, cuando yo y tu madre vivíamos en este lugar, todo se veía distinto, y después, cuando te casaste con Sofía también se veía lindo, limpio y muy agradable.

-Yo no tengo tiempo de dedicarme a los arreglos, papá.

-No es tiempo lo que tú necesitas, Iósele, lo que tú necesitas, es una mujer, una esposa. Sofía era una buena mujer, una esposa ejemplar. ¡Cómo te cuidaba! Igual como lo hacía tu madre.

-Pero Sofía no era mi madre, era mi esposa.

-Igual. Nunca vas a volver a encontrar otra mujer como ella, tan buena. No entiendo cómo la dejaste ir.

Bajé la valija sobre el sofá, y mientras llevaba las bolsas a la cocina mi padre la levantó de nuevo y la puso sobre una silla.

-¡Iósele!

-¿Qué pasa papá?

-¿Por qué dejas la valija sobre el sofá? ¿No es allí donde voy a dormir?

-Sí, papá. ¿Por qué?

-Entonces deja la cama libre.

-¿No prefieres dormir en mi cama, papá? Ve a mi dormitorio. Allí vas a estar mejor, más cómodo.

  —30→  

-Nunca, hijo, no quiero sacarte de tu costumbre.

Se sacó el abrigo, el sombrero, y los dejó colgados del perchero. Luego abrió la valija. Mientras iba sacando la ropa, me volvió la misma desesperación y angustia que me sofocaba cuando era testigo de la cantidad de prendas que traía.

-¿Cuánto tiempo te vas a quedar, papá?

-No te preocupes hijo, no me voy a quedar mucho tiempo, sólo unos días. Termina Rosh Hashaná y vuelvo a mi casa, si Dios quiere.

-No, papá, no me preocupa el tiempo de tu visita, sino dónde vamos a guardar toda esta cantidad de ropa. Trajiste tanta que no te alcanzaría ni para usarla durante todo un año seguido.

-Ni cuenta me di. Lo que sucede es que hay días en que amanece con mucho calor, y a la tarde cambia el clima, como hoy, viste, hijo, uno nunca sabe. Además estuve tan atareado con la mudanza de las jaulas, con la compra de comida para los canarios. ¡Pobres pájaros! ¡Me van a extrañar tanto! Tanto me quieren que cuando yo no les doy las semillas ellos no comen ni cantan. También tuve que regar las plantas y darle9 todas las indicaciones a la vecina, porque cada plantera necesita distinta cantidad de agua, y a cada hoja hay que limpiarla de diferente manera para que no sufra.

-Te tomas demasiado trabajo, papá.

-¿Trabajo? Todo lleva trabajo, hijo, todo lleva trabajo. ¿Acaso vivir no lleva trabajo, Iósele?

-Bueno papá, deja eso ahora, después yo te voy a ayudar a ordenar toda esa ropa. Ven, vamos a preparar algo de tomar.

Fuimos hasta la cocina. Puse en la pava agua para hervir. Después preparé té para él y café para mí. Nos sentamos en la pequeña mesa, frente a frente. Él abrió uno de los paquetes que trajo. Dentro había galletitas hechas con levadura y semillas de amapola que preparó especialmente para mí. Sabía que eran mis preferidas.

  —31→  

Le serví el té en una taza, pero lo rechazó, e inmediatamente dijo:

-Iósele, ¿no hay un vaso?

-Sí, papá. ¿Para qué quieres un vaso, dime?

-No sabes que yo tomo té en vaso, y lo endulzo solamente con azúcar en terrones.

Me había olvidado de aquellos gustos de mi padre. Me levanté, cambié el contenido de la taza en un vaso, puse en un plato pequeño algunos terrones de azúcar que casualmente me habían quedado de su anterior visita y se los llevé.

-¡Iósele! ¡Mit límene!10

Me volví a levantar, tomé un limón, lo corté en varias rodajas bien finas y las acerqué a mi padre. Él lo agradeció.

De nuevo estábamos juntos los dos, mi padre con un vaso de té con limón y endulzado con un terrón de azúcar, y yo con una taza de café amargo y un cigarrillo encendido entre los labios.

-¿?11

-¿Qué es papá?

-¿Hasta cuándo vas a vivir solo, Iósele?

-No lo sé, papá.

-Iósele, sabes que no es bueno que un hombre esté solo. Tampoco es saludable que te acuestes solo todas las noches, y te levantes todas las mañanas de tu cama, solo. Así no debería ser la vida a tu edad. Eso déjalo para un viejo como yo.

-No veo qué tiene eso de terrible. Y por favor, papá, no sigas llamándome de esa manera.

-¿Cómo, Iósele?

-Así. ¡Iósele! Me enferma.

-Ese es tu nombre, el único, Iosef.

  —32→  

-¡Tú sabes que ése ya no es mi nombre, pero igual insistes!

-Está bien, está bien, si quieres decirlo en castellano dilo, José.

-Ése también dejó de ser mi nombre.

Me levanté, apagué el cigarrillo, encendí otro y volví a insistir:

-Aprende que ahora me llamo Alejandro.

-Mira, Iósele, entiende bien, mientras yo viva, tu nombre será siempre Iósele. Para mí siempre será ése tu único nombre y no otro. Por favor, sólo voy a estar unos días, no quiero empezar a discutir, porque me va a hacer mal a mi salud y voy a tener que volver a mi casa. ¿Te acuerdas, la última vez que vine?

-Cómo iba a olvidarlo, si te escapaste como un ladrón, sin despedirte y sin avisarme. Llegaste esa mañana y a la noche cuando volví de la universidad ya no estabas.

-Bueno, fue después de una discusión muy parecida a esta, así que por favor no me hables más de eso. Además soy mayor que tú. Soy tu padre y merezco respeto, mucho respeto.

Mi padre nunca quiso aceptar mi cambio de nombre, ni mi divorcio de Sofía, ni mi relación con Laura, aunque apenas la conocía. Él hubiera preferido seguir viéndome casado, rodeado de hijos y estudiando Las Leyes Éticas y Litúrgicas de la Mishná12 y no leyendo La crítica de la razón dialéctica de Sartre.

-Vamos, papá. Vamos a dar un paseo.

-Bueno, hijo. Vamos.

-¿Adónde quieres ir?

-A visitar a Schmuel y si mañana no llueve quiero ir a ver el negocio.

-De aquel negocio ya no quedó absolutamente nada. Cambió todo, ahora es otro, con distinto letrero y con diferentes vecinos.

  —33→  

-Igual quiero ir, y si tú no me puedes llevar me tomo un taxi, pero no te preocupes, hijo, también quiero ir al cementerio a visitar la tumba de tu madre.

-Sabes que no me gusta ir al cementerio, papá.

-No puede ser que no quieras ir a visitar la tumba de tu madre. No entiendo cómo no quieres recordarla.

-No necesito ir a ese lugar para tener presente a mamá. Pero está bien papá, si tú quieres, te acompaño, y creo que será mejor que vayamos mañana a visitar a don Samuel. Hiciste un viaje largo. Ahora duerme y descansa, mañana será mejor día para pasear.

-Está bien hijo, está bien.



  —34→     —35→  

ArribaAbajo- III -

Durante las visitas de mi padre generalmente me sucedía lo mismo, me acongojaba por la ausencia de inspiración. Cada vez que intentaba escribir el resumen de alguna novela, la crítica sobre la obra de un nuevo escritor, encontrar el final a un cuento o la metáfora justa para definir una situación en un poema, me sentía vacío, y entonces me era difícil entender que no todo lo deseable era posible.

El tiempo que mi padre se quedaba viviendo conmigo no lograba escribir. Me negaba a hurgar dentro de mí. No conseguía personajes, ellos no me convocaban y sus conflictos no llegaban hasta mí. La inspiración se opacaba y si bien aquella ausencia me producía una extraña calma, yo era escritor y sin inspiración me sentía vacío, tan vacío que necesitaba recurrir a mis clases con mayor frecuencia, ya que prefería pasar más tiempo enseñando y hasta soportando las miradas perdidas y desatentas de aquellos jóvenes, que enfrentarme a la máquina de escribir y al papel blanco sin nada que contar.

Un día después de la llegada de mi padre, me levanté más temprano de lo acostumbrado y fui directamente hasta el escritorio, sin darme antes una ducha ni tomar el desayuno. Me senté, prendí   —36→   un cigarrillo, y de nuevo me ocurrió lo acostumbrado. Allí estaba yo, sufriendo aquel síntoma repetido.

¡Otra vez! En esa ocasión tampoco nada cambiaría, todo volvería a ser igual, y entonces me brotó una rabia, rabia hacia la máquina de escribir, rabia hacía el papel blanco y limpio, que estaba delante de mí desafiándome, provocándome, y yo sin historias que contar. Sentí una molestia, e inmediatamente un dolor, un dolor agudo a la altura del estómago. Fui hasta la cocina, me preparé una taza de café y encendí otro cigarrillo, pensando que así calmaría el dolor, un dolor lacerante que me dejaba casi sin respiración. Apreté con la mano el lugar, pero el escalofrío no cesaba. Me levanté y di unos pasos. Luego me recosté, descansé unos minutos, y poco a poco, lentamente, el dolor fue pasando. Entonces maldije, maldije el papel, maldije la máquina de escribir, maldije lo que escribía, me maldije a mí mismo y hasta maldije aquel impulso que me llevaba a escribir.

Me asomé al balcón. El día estaba tranquilo. Una llovizna silenciosa apaciguaba la mañana. No se sentían ruidos ni olores. Entonces recurrí a lo acostumbrado, a lo único que me rescataba de las profundidades más terribles de mi ser. La lectura. Tomé dos libros, La soledad del Hombre de fe de J. B. Soloveitchik y otro de Jaime Barylko, Jeremías, introducción al profetismo. Estaba hojeando uno de ellos, cuando escuché un ruido en la puerta. Entonces recordé a mi padre. Era tanta mi preocupación que me sustrajo de todo. Miré a mi alrededor. No había indicios de que en la casa hubiera un huésped. La cama donde él había descansado volvió a ser el sofá impecablemente arreglado, como antes. Su ropa, la que ya no cabría en los cajones, estaba acomodada sobre un mueble, por estación, y según el uso.

-¡Iósele!

-Sí, papá.

-Fui hasta la panadería, traje pan fresco y algunas masas dulces. Ven, hijo, vamos a desayunar.

  —37→  

-Yo sólo tomo café en las mañanas, papá.

-Así te vas a enfermar, hijo.

-Ya estoy acostumbrado. Papá, ¿por qué mejor no vamos a desayunar al bar, así te encuentras con Samuel y con tus otros amigos? ¿Qué te parece?

-No es Samuel, hijo, es Schmuel.

-Insistes siempre en lo mismo, papá.

-Bueno, Iósele, bueno, vístete y vamos.

En el momento en que estábamos saliendo, sonó el teléfono.

-¿Quieres que lo atienda? -preguntó mi padre.

-No, deja que suene, el contestador va a recibir la llamada -respondí.

-¿Pero si es una urgencia?

-Va a esperar.

-Dios mío, Iósele. ¿Y si fuera yo el que llama porque me siento enfermo?

-No te preocupes, a ti te voy a responder.

Mi padre se puso los zapatos de lluvia, el sombrero de fieltro, el sobretodo gris, tomó el paraguas negro y salimos. En la calle, caminando, parecía un niño curioso por la manera en que miraba a las personas y las vidrieras. A pesar de haber vivido parte de su vida en ese sitio, se comportaba como si todo fuera nuevo. En un momento lo tomé del brazo para ayudarlo a bajar de la vereda, pero él, de un tirón, se desprendió:

-¡Déjame, hijo! Todavía puedo caminar solo.

-Quiero ayudarte papá, las calles están mojadas, es peligroso, puedes tropezarte y caer.

-¿Qué dices, Iósele? Dios no quiera, nada malo me va a pasar, todavía no soy un anciano.

Preferí callar. No respondí, para evitar la primera discusión. En realidad mi padre tenía dificultades al caminar porque sufría   —38→   desde hacía mucho tiempo de artrosis en ambas rodillas, pero seguí a su lado, callado y pensando que nuevamente logró hacerme sentir mal, muy mal, como si yo fuera el culpable de su vejez. Él y yo manteníamos una relación que en la distancia resultaba más provechosa.

Nos detuvimos en un puesto de ventas de revistas y periódicos a comprar un diario en yiddish y después fuimos al bar.

Apenas el dueño nos vio, salió rápidamente a la puerta a recibirnos. Don Samuel también salió. Él y mi padre se abrazaron como dos hermanos que hacía años no se encontraban.

-Schmuel, mi amigo, mi buen amigo. ¡Tanto tiempo! ¿Cómo estás?

-Aquí me ves, estirando. Y tú, Haim. ¿Cómo estás?

-Igual, esperando que sea viernes de noche para hablar con mi hijo, o que llegue Rosh Hashaná para verlo.

-Así son todos los hijos, Haim, tú tienes uno, yo tengo tres, y es igual.

Mi padre, don Samuel y Carlos, el dueño del bar, un italiano que siempre gozaba de buen humor, se sentaron a recordar los años cuando todavía mi padre, mi madre y yo vivíamos en aquel barrio. Sobre todo en los últimos años, poco después de que yo dejara la adolescencia. Entonces mi interés estaba depositado únicamente en la idea de ir a vivir a Israel, y particularmente en el sionismo, aquel movimiento de liberación nacional del pueblo judío. Me interesaba esa organización cuyo objetivo era llevar a cabo el retorno de los judíos a su país y restaurar allí la vida nacional judía: social, cultural, económica y política. Formaba parte de un grupo de jóvenes que compartíamos el mismo ideal y teníamos a Israel como único tema y como única meta. Éramos jóvenes, todavía creíamos en la Humanidad, en nosotros, y en nuestros ideales. Mis padres no estaban al tanto de aquel interés, porque nunca me atreví a contarles. Sabía que no aceptarían que me alejara de ellos. Era su único hijo,   —39→   y por ello vivían pendientes de mí, protegiéndome siempre para que nada malo me suceda y para que nadie se atreviera a producirme algún dolor. Ellos eran personas mayores, con otra educación y otra mentalidad, y por lo tanto con otras exigencias. Además yo estaba en una edad en la que podía ser útil a mi padre. Él me necesitaba. Necesitaba de esa juventud y de nuevos entusiasmos para continuar con el negocio. Por esa razón nunca hice ningún comentario sobre mi proyecto de ir a vivir a Israel. Sabía que no lo iban a entender y por lo tanto no lo aceptarían, pero más tarde, cuando supe de la enfermedad de mi madre, me fui, sin reproches y sin despedidas.

La decisión la tomé poco después de aquella tarde, cuando a mi vuelta de la clase de inglés no encontré a mi madre en la casa. Su ausencia me alarmó, puesto que por lo general, en ese horario siempre estaba en la cocina preparando la cena o sentada en el sofá tejiendo al crochet alguna carpeta. Bajé a preguntar a la vecina si no la vio, y la respuesta fue que no la había visto en toda la tarde. Tampoco la vecina de enfrente, ni la de al lado, y en el momento en que iba junto al teléfono a llamar al negocio de mi padre, y después a la casa de la tía Jane pensando que quizás podría estar en uno esos lugares, la oí llegar. Transcurridos unos minutos, detrás de ella, entró mi padre. No me dio tiempo de preguntarle adónde se había ido porque de inmediato habló, y nos contó, pausadamente, sin agitarse, que estaba enferma. Aquella confesión no me preocupó, puesto que, para mí, la palabra enfermedad significaba resfriado, dolor de cabeza o fiebre, pero seguidamente dijo que estaba enferma de cáncer. En ese momento miré a mi padre, me fijé en su rostro. Tenía una expresión de padecimiento que jamás antes le había notado, y que después, nunca más la pude olvidar. También me sorprendió la reacción que tuvo mi madre. Fue hasta el dormitorio sin pronunciar una sola palabra más. Se cambió el vestido por otro   —40→   más sencillo, y volvió enseguida a preguntarnos si desearíamos comer varenekes13 con cebolla frita.

No respondí. Me sentía trastornado. Para mí la palabra cáncer significaba muerte. Yo le temía a la muerte, y si bien en mi casa siempre se hablaba con mucha naturalidad de los tíos, primos, abuelos y hermanos muertos, y en las noches, cuando no conseguía dormir con facilidad, mi madre venía con un álbum, se acostaba en la cama a mi lado, y mientras me enseñaba unas fotos desteñidas y antiguas, me contaba la historia de cada uno de sus parientes, ninguno de ellos seguía con vida, pero la diferencia estaba en que yo a ellos no los conocí, jamás los había visto, nunca despertaron otra cosa en mí que no fuera sólo curiosidad por saber sus nombres o sus historias, igual que cualquier personaje de alguna novela que había leído. Aunque siempre le temí a la muerte, hasta entonces ella estaba lejos. Nunca me tocó sufrirla de cerca, y ahora se presentaba así, sin aviso y en mi madre.

Me anoté en un plan para jóvenes que consistía en ir a un kibutz a trabajar en la recolección de naranjas. Fuimos el mismo grupo de amigos. En total éramos siete muchachos y tres chicas. Mi padre me firmó el permiso sin hacer preguntas, censuras ni reproches, ni ningún tipo de cuestionamientos, sobre por qué los dejaba solos. Entendió que yo necesitaba huir. Necesitaba estar lejos para no vivir la muerte de mi madre.

Y esa fue la única vez que recuerdo que mi padre me escuchó, comprendió y aceptó mi decisión.

-¡Iósele! Hijo, ¿en quién piensas? Estás muy callado -dijo mi padre mientras yo hacía un esfuerzo por volver a la realidad.

  —41→  

-Estaba pensando en el pasado, papá -respondí.

-¿En qué pasado? Eres muy joven para buscar los recuerdos de compañía, eso déjanos a Schmuel, a José, o a mí, viejos solos que ya no tenemos nada que esperar, pero tú, hijo, no, no puedes aún.

-Papá, ¿qué te parece si volvemos? Es hora de almorzar.

-Como tú digas, hijo. Vamos.

Miré la calle, la lluvia había cesado, y un trozo de sol se filtraba por la ventana, prestando una tibieza agradable al lugar.

Nos despedimos. Cruzamos el parque para dar un paseo y así aprovechar aquella mañana salpicada de sol. Mi padre caminaba con pasos lentos sostenidos por unos pies cansados y un cuerpo gastado.

Me sentía bien, ya que después de varios días de lluvia aquel clima era reconfortante. El frío dejaría de lastimar mis huesos y la humedad de hacer sufrir a mis articulaciones.

Los dos caminábamos en silencio y mirando el suelo, cuando mi padre se detuvo, me miró a los ojos y preguntó:

-Dime, Iósele. ¿Qué pasó con la enfermera?

-¿Laura?

Io!14

-Sigue bien, trabajando siempre.

-No, no quiero saber sobre su trabajo, quiero saber qué pasa entre tú y ella.

-Sigo enamorado de ella.

-¿Sabes lo que haces, hijo?

-Sí, papá. ¿No crees que ya soy suficientemente maduro para conocer mis emociones?

  —42→  

Mi padre no respondió y seguimos caminando en silencio.

Llegamos a casa, comimos, y después él se sentó a leer el periódico y yo a preparar una clase. Me pareció interesante discutir con mis alumnos sobre unas palabras del escritor André Schwarz-Bart, que decía: «Las partículas se juntan y se dispersan según el viento que las impulsa», cuando mi padre me llamó a gritos:

-¡Iósele, hijo, ven pronto!

-¿Qué sucede, papá?

-Lee, lee, hijo, toma, lee.

-¿Qué es? -pregunté.

-Mira, Auschwitz, Treblinka, Maidanek, Chelmo, Sobidor, siguen vivos. Los campos de concentración todavía no acabaron. Dime, hijo, ¿qué es este mundo?

-¿Qué dices, papá?

-Mira el periódico, lee tú mismo.

Tomé el periódico, me senté, y por un momento llegué a pensar que quizás mi padre estaba delirando, pero cuando leí los encabezados de los artículos me temblaron las manos. No podía creer que fuera real lo que terminaba de leer y quedé tan asustado como él.

En Bosnia morían centenares de personas por diferentes creencias religiosas. En Asia seguía el conflicto del Medio Oriente. Explotó una bomba en un mercado en Jerusalén y advertían sobre la posibilidad de una violenta ola de atentados. En África continuaba el racismo y las personas morían todavía de epidemias y de hambre. La mortalidad de mujeres y niños superaba cualquier estadística. En Oceanía se contaminaban las aguas con basura tóxica y gran cantidad de animales morían poniendo en peligro la existencia de muchas especies. En América, gran parte de la juventud desaparecía alcoholizada y drogada debido a sobredosis. En las calles había niños pidiendo limosna. Todavía había brotes epidémicos de enfermedades que se creían erradicadas. Caía un avión donde   —43→   viajaba un narcotraficante y moría un centenar de personas. Catástrofes creadas por la lucha de los hombres por el poder y el dinero. El neonazismo ocupaba lugares en la dirigencia política de algunos países.

-No se puede creer lo que sucede en el mundo, fíjate, hijo, aún quedan supervivientes de los ghettos, de los campos de exterminio, que cuentan los horrores que vivieron. Siguen haciendo películas, escribiendo historias, aún hay relatos vivos, Iósele, y el mundo continúa creando sistemas para matar. La historia no sirve de nada.

-Bueno, papá, no pienses, además las historias de los campos ya las conocemos todos.

-No, hijo. Estás equivocado, hay historias y episodios que nadie contará, porque parecería irreal que seres humanos fueran capaces de crear tanto horror. Son historias que en ningún libro están escritas, pero que yo conozco -dijo mi padre.

Retomé la lectura. En otra página, en un reportaje estaban las declaraciones de los representantes de diferentes religiones: un rabino, un pastor, un sacerdote, un imán, un bonzo, hablando sobre la expiación, el castigo, la culpa, la confesión, la reparación, la pena impuesta sobre lo que vendrá, lo que pasó y sobre las razones de las desgracias y del hambre en el mundo.

Dejé de lado el periódico.

-Mira, será mejor que no sigas leyendo, papá, porque te vas a sentir mal inútilmente, no se puede cambiar nada, así está el mundo. El antisemitismo continúa y el racismo perdura.

-Sí, así está el mundo, lleno de antisemitas y de racistas.

-Pero la vida sigue, y el mundo cosechara nuevas catástrofes. El ser humano crea su propio infortunio, la ambición genera poder, el poder genera soberbia, y la ley que gobierna es la impunidad.

-¡Qué tristeza, hijo!

  —44→  

-Nada cambia, papá, esa es una de las características del ser humano.

-Mira, Iósele. ¿Sabes quién soy yo?

-¡Papá! Por supuesto que lo sé, un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, un hombre que se salvó de morir en un campo de exterminio.

-Además de eso, Iósele, yo soy también un sobreviviente del yiddishkait, esa tradición judía que se está perdiendo, y que tú rechazas. Soy un sobreviviente, del trajín del tiempo, ese tiempo que se encarga de matar y de engendrar, de crear y sepultar. Ese es el tiempo del mundo, Iósele.

-Deja de pensar cosas tristes, papá, y lee algo menos preocupante.

-Eso es justamente, hijo, lo que no hay que hacer, no hay que temer al sufrimiento, hay que enfrentarlo.

Me levanté y volví a mi trabajo.

-¿Quieres tomar té, papá? -pregunté.

-Bueno, Iósele, pero yo lo preparo, para ti y para mí.

La tarde se desvanecía cuando de nuevo sonó el teléfono. Era Laura.

Después de tomar el té con mi padre le avisé que saldría por unas horas, y él no preguntó adónde iría. Sólo me recordó que llevara un abrigo y que no regresara muy tarde por los peligros que existen en las calles.

Tomé un taxi para llegar más rápido a la casa de Laura. Fue un día largo, la extrañaba, necesitaba verla. La puerta de entrada al edificio donde ella vivía estaba abierta, por ello no necesité avisar en el portero eléctrico que subía, ni ella necesitó escucharlo para saber que era yo el que salía del ascensor. Abrió la puerta y me   —45→   recibió. Le di un beso y la miré. Sus ojos verdes dejaban su mirada casi transparente.

El departamento era pequeño, demasiado pequeño para mí, yo necesitaba más espacio, aunque tenía un balcón amplio desde donde se observaba la ciudad de una manera diferente, amplia y total. Laura había convertido aquel sitio aireado y libre, en un jardín exuberante. En diferentes planteras, unas pequeñas y otras más grandes, algunas puestas desordenadamente en el piso, y otras colgando del techo, crecían gardenias, malvones, helechos, geranios, rosas y azaleas, y de aquel sorprendente colorido brotaban distintos aromas. Era grato sentirse rodeado de aquella magia que crecía en un rincón de la inhóspita urbe. El contraste paisajístico era absurdo, y mi situación también. Afuera me sentía aplastado por el cemento gris, por los ruidos, por el olor a gasolina quemada, mientras en aquel sitio disfrutaba del sosiego, y del amor de Laura.

En ese jardín permanecimos, acompañados por la noche, el silencio, el vino, y una luz. Una luz tenue que apenas alcanzaba a iluminar los trazos exactos de nuestros cuerpos para producir el estremecimiento previo al inicio impostergable del amor.

Más tarde estábamos de nuevo los dos, susurrándonos al oído, apagando luces, arrugando sábanas y girando uno sobre otro, en un mismo ritmo, juntos, sin tiempo, sin brújula ni relojes, embebidos en el puro y total lenguaje de la pasión.



  —46→     —47→  

ArribaAbajo- IV -

Todavía era de noche cuando entré al departamento y una sombra me asustó. Sin sospechar de quién sería caminé hacia ella invadido de temor. De pronto vi a mi padre parado en un rincón del salón dando la espalda al ventanal abierto por donde entraba un viento frío y descortés. Prendí la luz y lo miré. Llevaba un pijama de invierno celeste con rayas muy finas, y en sus pies unas pantuflas de franela, marrones, desteñidas y apelmazadas.

Le pregunté:

-Papá, ¿qué haces ahí parado? ¡Me asustaste!

-Quiero pedirte algo, Iósele.

-¿Qué quieres?

-Quiero quedarme contigo hasta Yom Kippur15, y quiero que este año los dos vayamos juntos al shil. Quiero que también tú reces un Yizkor16 por tu madre.

-¿Y esa pregunta no podía esperar hasta mañana?

-¡Cuando se tiene mi edad, mañana es mucho tiempo, hijo!

-¿Te sientes bien, papá? -pregunté mientras los dos   —48→   permanecíamos parados mirándonos de frente, en el mismo lugar del salón.

-¡Sí! -respondió-. Sólo que no podía dormir, pensando en tu respuesta.

-Claro, puedes quedarte hasta el Día del Perdón, pero lo demás que me pides es completamente imposible. Sabes que desde mi vuelta de Israel jamás volví a ir a una sinagoga.

-¿Por qué no llamas a esa festividad por el verdadero nombre, hijo?

-Las dos tienen el mismo significado, tú las nombras en hebreo y yo las digo en castellano, pero el contenido es el mismo. Finalmente es el Día de la Expiación.

-Es tarde para discutir.

-Así es. ¡Muy tarde! Buenas noches, papá.

Di media vuelta en dirección al dormitorio.

-Espera, Iósele. Tú no me entiendes, no me entiendes. Es tarde en el tiempo de la vida, no tarde en la hora del reloj.

-Papá, por favor, ve y descansa.

-¿De dónde vienes, hijo?

Volví a la sala y de nuevo lo miré con una clara insinuación de que no quería seguir con el interrogatorio. Me parecía una hora realmente inoportuna para aquella pregunta, y la mía, una edad impropia para que mi padre continuara controlando mis horarios y mis salidas.

-Papá, parecería que tú no entiendes que ya cumplí cincuenta años.

-Sí, lo recuerdo, y a cada momento. Mira si me iba a olvidar de eso. ¡Del día de tu nacimiento! ¡El día que tú naciste! Puedo estar muy viejo, puedo olvidar muchas cosas, pero hay fechas que jamás olvidaré y recuerdos que jamás podré revelar, y que se irán conmigo a la tumba.

  —49→  

-Mejor así, papá, entonces, si recuerdas mi edad, recuerda que también soy un hombre.

-¿De dónde vienes, Iósele?

-De la casa de Laura.

-Está bien, eso quería saber. A veces pienso que es mejor que tu madre no esté con vida.

-¿Qué dices, papá?

-No te preocupes. Sólo yo me entiendo, hijo.

-No, papá, yo también te entiendo, pero no deseo discutir. Es muy tarde, y quiero ir a descansar.

-Iósele, este es el último año que voy a estar contigo para Yom Kippur, y después de mucho tiempo vamos a estar juntos, así que te pido por favor que me acompañes al shil.

-¿Por qué dices que será el último año?

-Yo lo sé.

-Papá, me molesta y me irrita cuando juegas al misterioso.

-Es un juego, pero no mío, es un juego de la vida con la muerte.

-Bueno, ahora sí, no voy a seguir hablando contigo, me voy a dormir.

-Espera. Aún no me respondiste, hijo.

Prendí un cigarrillo y di algunas vueltas alrededor de la mesa, nervioso. Después me paré frente a la puerta de mi dormitorio y miré el suelo. Pensé que me haría bien no seguir discutiendo, y para evitar el tormento que era escuchar de nuevo sus reclamos, respondí:

-Bueno, papá, te acompañaré.

-Gracias, hijo. Dios te recompensará y después, cuando tengas tus propios hijos, ellos te darán muchos najes17.

  —50→  

Aquellas palabras sonaron como un sarcasmo, como un fino reproche. Los minutos siguientes se volvieron mudos y así, en silencio, permanecimos los dos, en el mismo lugar, quietos, en aquel silencio que dolía. Cuando de nuevo oí su voz, me acerqué a él, lo miré y después me senté en el sofá. Estaba cansado.

-Recibí una llamada que era para ti -volvió a decir mi padre.

-¿De quién? -pregunté.

-De una mujer.

-¿Una mujer? -volví a preguntar.

-No era Sofía -contestó.

-Papá, Sofía y yo nos divorciamos hace más de diez años. No tiene por qué llamarme. ¿Quién era, entonces?

-Leah, Leah Baron, y te dejó un número de teléfono. Me pidió que te dijera que la llamaras cuanto antes.

-¿No te dijo nada más?

-Sí.

-¿Qué?

-Que era urgente.

De nuevo aquel nombre me dejó pensando. ¿Quién era aquella mujer? Bueno, en definitiva si tanto me perturbaba esa curiosidad no tenía otra cosa que hacer sino tomar el teléfono y discar su número para saber de quién se trataba. Mañana, mañana. La llamaré mañana -pensé.

Mi padre reanudó él dialogo. Pero lo hizo en yiddish. Era una lengua que yo entendía pero que nunca aprendí a hablarla correctamente. Sólo conocía una que otra palabra suelta a pesar de haberme criado en un hogar donde únicamente se hablaba yiddish, puesto que en mi casa y en la de la tía Jane y el tío Itsic, no se hablaba castellano. Nuestros hogares eran como pequeños espacios mudados de Polonia, Lituania, Rusia, e insertados en América.

Mientras mi padre seguía hablando, utilicé el mismo   —51→   mecanismo de cuando era niño. Descifraba una frase, atrapando una palabra, y a partir de ella conformaba una oración.

-Papá. No te entiendo, deja de hablarme en yiddish. ¿Por qué no hablas en castellano?

Mi padre continuó en castellano.

-¿Por qué tú no hablas yiddish?

-Porque no lo sé.

-Estudia, así como lees y estudias tantas cosas, tantas tonterías que no te sirven para nada, estudia mejor ese idioma que es el de tus antepasados.

Sentí la incomodidad como un peso en el estómago. Escuchaba a mi padre repitiendo las mismas órdenes de mi infancia, esas que me sublevaban pero que no tenía más remedio que acatar.

-El yiddish ya no existe -dije-, se convirtió en un dialecto que hablan solamente los judíos de la diáspora.

-¿Qué? ¿Qué dices? El yiddish sigue siendo un idioma, un idioma de tradición, es la lengua que habla el judío.

-Ya te dije, papá, que no lo sé hablar.

-¡Mientes, hijo! Sí sabes. No lo quieres hablar, eso es todo.

Lo miré. Su rostro se había puesto de un color blanco, pálido y opaco.

-Mira, papá, ahora los dos estamos muy cansados y con mucho sueño, hoy fue un día largo, necesitarnos descansar. Dejemos para otro momento nuestra conversación.

Me paré, apagué el cigarrillo, me saqué el abrigo, los zapatos y las medias. Mi padre tomó una pastilla blanca pequeña y se la puso debajo de la lengua. Por un instante permaneció callado. Después siguió hablando. Yo encendí otro cigarrillo y de nuevo caminé hacia el dormitorio.

-Espera, Iósele.

-Papá, quiero dormir, por favor, déjame ir a dormir.

  —52→  

-Sabes, hijo, si tuviera que pedirle un deseo a Dios para que me lo conceda, pediría que tú y yo podamos entendernos, que tú comprendas mis ideas, que entiendas que soy tu padre y que quiero lo mejor para ti.

-¿Qué es lo mejor para mí, papá?

-Que encuentres una buena mujer, que tengan hijos, que podamos alguna vez vivir juntos tú y yo, sin discusiones, que nos cuidemos, tú a mí y yo a ti. Quiero ver a mis nietos, Iósele, quiero escuchar la voz de un niño llamándome zeide18.

-Papá, estás pidiendo algo imposible, totalmente irreal, quieres volver treinta años atrás, quieres decidir sobre mi vida. Tú piensas que sabes, que conoces el camino de la felicidad, que si yo te hubiera hecho caso ahora estaría disfrutando de una vida sencilla, tranquila y feliz, rodeado de hijos, de una mujer maravillosa que me espera todos los días con la comida caliente y la ropa limpia. Eso no existe, nunca existió.

Sha! ¡Sha!

-¡Quiero seguir hablando, papá! ¡No quiero callar!

-¡Iósele! ¡Iósele! ¡Cállate!

-No, papá. No voy a callarme. Me cuesta ser feliz, me cuesta vivir. ¿Sabes?

-¿Y dónde leíste que era fácil vivir, Iósele?

-¡Papá! ¡No insistas más en llamarme Iósele! Ése ya no es mi nombre, quieres que vivamos juntos, que retrocedamos como en una máquina del tiempo, que dejemos de lado las discusiones. Eso es imposible, imposible, mientras tú no me respetes, ni respetes mis pensamientos y mi vida.

-Ya calla, no quiero seguir oyéndote. Prefiero morir antes de   —53→   escuchar las barbaridades que dices. ¿Esto es lo que la vida me da? Dios mío, cómo duele. No tengo najes, no tengo nietos, tu madre no está, tú te alejas de mí cada vez más, y mi apellido ya no existe. ¡Tú lo cambiaste!

Preferí guardar silencio. Fui hasta la cocina a tomar un vaso de agua. Había gritado, había fumado mucho y por ello tenía la boca seca y la garganta irritada. Me sentía mal, muy mal, con un arrepentimiento casi inmediato después de haber dicho todo aquello. Me sentía de nuevo como un niño, reclamando a ese viejo un juguete o una caricia. Me costaba tanto comportarme como un hombre. Me era tan difícil ser yo, ser yo mismo.

Me sentí un cobarde, me faltaba valor para enfrentarme a mi padre con otro lenguaje, con otro argumento. Era el mismo valor que me faltaba para enfrentarme a la noche y a la calle. Siempre temeroso.

Antes ya había vivido aquella situación, sólo era una repetición de otros momentos. Nada me resultaba nuevo.

Mi padre seguía de pie, inmóvil. Yo volví a sentarme en el mismo lugar, frente a él.

-Iósele, debes tener miedo de Dios por hablar así a tu padre.

-Sabes, no tengo miedo ni culpas, ni deudas con nadie, ni contigo, ni con el banco, ni con el de allá, el que tú dices que está arriba, el que tú dices que nos mira y nos protege, ése que nos llena de culpas y nos reprime. Ése te mira a ti papá, no a mí.

No obtuve respuesta. Miré su rostro, estaba pálido y su expresión era tan triste como en una despedida. Finalmente mi padre logró su objetivo, hacerme sentir mal. Me sentía pésimo. Si pudiera retroceder, lograr simplemente mantenerme callado, no responder a sus preguntas ni a sus ataques. En definitiva él era mi padre, y sobre todo era un hombre mayor, enfermo y caprichoso, pero cada   —54→   cual era víctima de su propia palabra, de su propio pensamiento, de su propio espacio, de su destino, de la dramática existencia diaria, de la sobrevivencia, cotidianamente agotadora. Cada cual era libre de escoger el lugar donde quería habitar, pero no a los fantasmas con quienes iba a convivir, con aquellos que cohabitan dentro de uno. Para mi padre y para mí, nuestras vidas estaban habitadas por miles de fantasmas que volvían del pasado, continuamente, a visitarnos.

-Sabes, papá, venimos de generaciones distintas, tú naciste en Polonia, en otro ambiente, te criaste en otra cultura, con otros principios, tu entorno era distinto al mío, con otro idioma. Te enfrentaste desde muy pequeño al hambre, a la persecución, a la represión, al antisemitismo. Viviste una guerra, te salvaste, perdiste a toda tu familia...

De pronto mi padre me interrumpió:

-¿Cómo sabes que me salvé?

-Pero si estás vivo, vives, pudiste salir ileso, con vida.

-¿Qué significado tiene para ti la palabra vida? Para mí, vivir es mi peor castigo, no saber dónde están las cenizas de mis padres, de mis hermanos, ese fue mi castigo por seguir vivo, y ahora, escucharte decir tantas barbaridades, es otro castigo. Un hombre que reniega de sí mismo, que reniega de su padre, de su pasado, de su tradición, ¿dónde se ha visto? ¿Dónde está escrito esto en la historia?

-¡Papá! Yo no reniego de nada, en absoluto, sólo que veo el mundo de otra manera, de una manera que tú no respetas. Porque no hable en yiddish o no vaya a una sinagoga no significa que sea un renegado.

-Tú no entiendes mis palabras, o sencillamente no las quieres entender.

-Sí, las entiendo, pero estoy dolido por lo que me dices, y tú sin embargo sigues ileso.

  —55→  

-¿Ileso? ¿Quién queda ileso después de estar en un lugar como Auschwitz?

-No me entiendes o quizás no fue la palabra apropiada la que utilicé.

-Nadie sigue con vida después de haber visto tanto horror. ¡Nadie! ¿Escuchaste? ¡Nadie!

Su voz tomó un tono distinto, de enojo. En su mirada bullía la ira, y sus ojos hervían de indignación.

-Tranquilízate, papá, no sigamos discutiendo, por favor, nos hacemos daño inútilmente. Cada uno tiene que respetar la idea del otro. Ese es todo el secreto para llevarnos bien.

-Sí, Iósele, nuestras discusiones son por ideas. Tú no respetas las mías ni yo respeto las tuyas. Sabes, hijo, en las ramas hay muchas ideas, crecen las ideas, pero es en la raíz donde se alimentan todas ellas, y tú niegas esa raíz, niegas tu raíz.

-Eres un viejo terco, caprichoso. Nuestras conversaciones no pueden ir más lejos que tus narices, sólo ves lo que quieres y lo que te conviene. Dime, ¿qué tiene que ver la raíz ahora? Di algo más concreto papá.

-Si quieres seguir hablando conmigo, respétame. ¡Y si no te gusta, vete!

No podía irme, estaba en mi casa, o al menos ahí vivía. Podía callarme, y dejar de jugar este juego terriblemente destructor, pero sentía la necesidad de hablar, la necesidad de decir lo que me dolía, de desenterrar mi rabia.

-Buenas noches, papá, ahora sí me voy a dormir. Si quieres mañana vamos de paseo, podemos ir a ver el negocio o al cementerio.

No volví la vista. Caminé hacia el dormitorio sin mirar el rostro de mi padre y sin esperar su respuesta. Cerré la puerta y me tiré vestido a la cama.

  —56→  

Estaba sudado, me sentía cansado y deprimido. Intenté apartar mi tristeza y pensé en Laura, en la noche que pasamos juntos, y sentí la nostalgia que siempre me dejaban aquellos encuentros silenciosos.

La ventana estaba abierta y el viento soplaba discretamente, apenas como un murmullo.

De pronto el sol se presentó imponente, luminoso. Entrecerré los párpados para evitar que la luz me lastimara los ojos.

Ya había amanecido.



  —57→  

ArribaAbajo- V -

Quedé dormido y soñé con Javier. Fue un sueño terrible, una pesadilla extraña, ya que generalmente en los sueños nunca se repiten los hechos como en realidad sucedieron, pero en éste sí. Los acontecimientos se presentaron de la manera en que en realidad pasaron, con la misma crueldad y con la misma intensidad, con el mismo sufrimiento y con el mismo dolor, como si no fuera parte de un sueño.

Javier y yo nos conocíamos desde niños. Fuimos vecinos muchos años. Vivíamos a unas pocas cuadras uno del otro. También íbamos a la misma escuela, fuimos compañeros de aula y de banco durante toda la primaria, y dejamos de serlo el día en que su familia decidió mudarse a otro barrio. Desde entonces perdimos todo contacto, ninguno de los dos sabía de la vida del otro, aunque yo siempre lo recordaba y lo extrañaba. Javier era para mí un amigo muy especial, uno de los pocos de mi niñez que nunca se burló de mi nombre ni de mi exagerada timidez, ni de mi casa, tampoco de mis padres ni de la sobreprotección que ellos ejercían sobre mí por ser hijo único.

  —58→  

Fue el único compañero de toda la clase al que invité para la ceremonia de mi Bar Mitzvá19, y uno de los recuerdos más lindos que me quedó de aquel día, fue que mientras yo me encontraba parado frente al Arca Sagrada rezando al lado de mi padre y del rabino que oficiaba la ceremonia, sentí un silbido, di vuelta la cabeza, y a lo lejos vi a Javier sentado, mirándome sonriente. En ese momento me causó mucha alegría, sobre todo verlo llevando puesta la kipá20, ya que él no era judío. Durante todo el tiempo que duró el servicio religioso Javier permaneció atento. Su padre estaba sentado a su lado, había ido para acompañarlo, y también llevaba puesta una kipá. Al finalizar la ceremonia, cuando todos me lanzaban caramelos como símbolo de alegría y deseos de una vida dulce, recibí uno muy fuerte que me cayó justo sobre la frente. Cerré los ojos a causa del susto, y cuando de nuevo los abrí, me encontré con los de Javier, mirándome risueños.

En la escuela, la última vez que estuvimos juntos, fue en la fiesta que le organizamos la maestra y los compañeros para despedirlo. Entonces le entregamos como recuerdo El principito, un libro de Antoine de Saint-Exupéry, con la firma de todos los compañeros.

Siempre lo extrañé, tanto, que cuando estuve en Israel compré en un mercado árabe una estrella de David, muy particular, hecha de cobre con incrustaciones de piedras, y lo guardé para dárselo cuando de nuevo lo volviera a ver. Lo guardé por mucho tiempo, sin saber siquiera que alguna vez la casualidad haría que nos encontráramos de nuevo, y después, muchos años después, ya en la Facultad, se la entregué.

  —59→  

Cuando mi madre falleció, también lo necesité. Me hicieron falta su firmeza y su fuerza como cada vez que la indecisión aparecía en mi vida.

Volvimos a encontrarnos en la universidad. Fue después de haber recorrido varias carreras, y de que finalmente me entusiasmara el periodismo. Habían pasado más de diez años desde la última vez que nos habíamos visto. Él también había decidido estudiar Periodismo, después de haberse desilusionado de otras carreras. Volver a verlo significó para mí una enorme alegría. Después de mucho tiempo volvíamos a ser nuevamente compañeros.

Javier había cambiado de aspecto. Se convirtió en un joven alto y robusto. Usaba el cabello corto, y sus ojos seguían poblados de luz, de alegría, de entusiasmo. Nos dimos un abrazo, y él me llamó José, con mi antiguo nombre. Este gesto tampoco dejó de conmoverme, ya que era como si de pronto los momentos buenos de nuestra niñez volvieran al presente a recrear nuestras vidas.

Éramos muy distintos y nuestras familias eran diferentes. Él era decidido, arriesgado, no le temía a nada. Yo era tímido, inseguro y miedoso. Su padre era un hombre aún joven y de buen aspecto, que practicaba deportes diariamente. Además era profesor de Filosofía de la Universidad. También era escritor. Tenía algunos libros publicados sobre análisis de diferentes ramas de la Filosofía. Su madre era una mujer joven, muy bonita, que siempre vestía ropa moderna. Era médica de niños, trabajaba en hospitales de barrios marginales, siempre en el área de la salud social. Javier tenía dos hermanas mayores, también muy bonitas para mis ojos de niño. La mayor se había ido a vivir a España, después de conseguir una beca para estudiar Sociología, y la segunda estudiaba Medicina. Se trataba de una familia particular y muy diferente de la mía. Siempre escuchaban música clásica, juntos, y cuando iba a buscar a Javier para jugar, o para ir al cine, encontraba a sus padres   —60→   leyendo en la sala, o en otras ocasiones en compañía de amigos cuyas conversaciones se desarrollaban con mucha discreción. En cambio mi familia era pequeña. Yo no tenía hermanos, mis padres eran personas mayores que nunca recibían a amigos, excepto la visita de la tía Jane y su familia. Nunca leían y sólo escuchaban antiguas canciones en yiddish. Mi padre era comerciante, y mi madre jamás actualizó su vestuario. Se dedicaba el día entero a arreglar la casa, a preparar la comida y a tejer carpetas. Además me llamaban Iósele, motivo de risa y burla para mis compañeros. Nosotros vivíamos en un departamento pequeño y ninguno de mis amigos quería venir a mi casa, porque no teníamos suficiente espacio para jugar. Por otra parte yo sentía vergüenza porque mis padres no hablaban correctamente en castellano y mi madre siempre se excedía con sus ofrecimientos de comida: pastelitos, tortas, masas, tartas y jugos. Su afán de alimentar a las personas era incontenible y devorador. La familia de Javier no vivía en un departamento como nosotros, ni como la mayoría de mis amigos. Ellos alquilaban una casa, una casa grande, con patio, con chimenea y con una pequeña terraza, donde Javier, yo y otro amigo construimos un escondite con cajas de madera, y era dentro de aquel refugio donde imaginábamos todo tipo de aventuras y fantasías que ilusamente creíamos que se podían llevar a cabo. Yo siempre hablaba de barcos y de viajes largos. Mi imaginación iba hacia continentes cuyos habitantes eran diferentes a nosotros, o descubría ciudades enterradas. Tal vez se debía a la influencia que recibí de las conversaciones que escuchaba de mis padres sobre el viaje que hicieron desde Europa hasta América, y por todos los inconvenientes que sufrieron para llegar a esta ciudad. Antonio, otro compañero que también pertenecía al grupo, hablaba sobre el campo, los animales y el paisaje, porque su familia tenía una estancia a la que iban regularmente, en tanto que Javier siempre hablaba de la justicia, de la injusticia, del sufrimiento y del hambre del pueblo e imitaba   —61→   en sus discursos a grandes estadistas de esos tiempos. Ni Antonio ni yo prestábamos mucha atención a sus comentarios que eran muy complicados, casi indescifrables. No entendíamos aquellas definiciones ni aquel lenguaje que usaba para explicarnos sus teorías sociales y políticas. Para nosotros era cosa de tontos.

Sin embargo, después, cuando volvimos a ser compañeros, en la Facultad, yo lo observaba y lo oía con mucha atención, admiración y cierta envidia, por la energía que ponía en sus artículos y por la total ausencia de miedo que tenían sus palabras al definir, por ejemplo, en un examen oral, las diferentes teorías sobre la libertad de prensa, la libertad de expresión y otras libertades que no iban de acuerdo con la situación política que se estaba viviendo en ese momento en el país. Era inteligente y oportuno en sus comentarios, y muy arriesgado, al punto de que conociendo el costo personal que tendría cierto comportamiento, igual se arriesgaba.

Estábamos cursando el tercer año de Periodismo cuando una tarde dejó de asistir a las clases. En la secretaría nos dijeron que se había enfermado, pero nadie preguntó de qué, qué le pasaba, hasta que luego de varios días, por casualidad, no enteramos que en realidad Javier no se encontraba enfermo sino escondido. Había huido de la policía cuando lo iban a tomar preso por escribir unos nombres en la lista de alumnos desaparecidos y asesinados, en el muro que estaba enfrente a la Facultad. Aquel atropello de la policía hacia los alumnos no era un hecho nuevo para nosotros. Se repetía diariamente, sobre todo en esa Facultad y en esa época, donde estaba prohibido disentir con el sistema. Aquel que lo hacía era cruelmente castigado.

Ninguno de los compañeros preguntó a las autoridades de la Facultad dónde estaba Javier, ni llamamos a su casa para averiguar qué se había hecho de él, hasta el día en que sus padres se acercaron a nuestro curso y pidieron hablar con unos cuantos compañeros. Entre los nombrados figuraba yo. El profesor interrumpió su   —62→   exposición y llamó a cinco alumnos, pidiendo que nos pusiéramos de pie y saliéramos del aula, porque los padres de Javier Ponchelli querían hablar con nosotros. Inmediatamente me corrió por todo el cuerpo un temblor, producto del temor a enfrentarme con aquellas personas, ya que después de algunos días que Javier dejó de ir a clase, todos sabíamos que algo malo estaba ocurriendo y aceptamos cobardemente aquel engaño sobre su enfermedad. Pero aquel estado de silencio que nos imponían a fuerza de amenazas después se desbloquearía frente a la verdad.

Saludé a los padres de Javier creyendo que no me reconocerían. Sin embargo, el padre me tendió la mano, me llamó José y preguntó por mi familia; si vivíamos aún en el mismo lugar sobre esa importante avenida, y si mi padre conservaba todavía aquel negocio. Me impresionó que a pesar del mal momento que estaba atravesando igual se acordara de aquella época. La madre me abrazó y me contó que sobre la mesa del comedor estaba como adorno la estrella de David que yo le había traído a Javier de Israel, y que la dejaron en ese lugar porque era muy bonita, y sobre todo porque era un regalo mío.

Ambos se veían tristes y agotados. Inmediatamente, cuando preguntamos por Javier, el padre habló y dijo que él nunca estuvo enfermo, y que tampoco huyó de la policía como contaron las autoridades de la Universidad. La verdad era que lo tomaron preso, a él y a otro más, cuando, efectivamente, estaban escribiendo en aquel muro los nombres de estudiantes desaparecidos. La madre interrumpió el relato y nos pidió que siguiéramos hablando en la calle. Temía por nuestra seguridad. La de ellos ya no importaba.

Fuimos a una plaza cercana. Los padres de Javier se sentaron en un banco y nosotros sobre el pasto. La plaza estaba despoblada, los bancos vacíos y las palomas ausentes. El día se había puesto de un gris azulado, y mientras la tarde partía perezosamente, el cielo se fue ennegreciendo.

  —63→  

El padre siguió con el relato. En ningún momento se le entrecortaron las palabras, ni se sintió un tono de dolor en su voz, aunque su rostro estaba bañado en lágrimas. A la madre sí, a aquella mujer, a quien de niño siempre la veía joven, hermosa e inteligente, la notaba cruelmente envejecida. El dolor, aunque reciente, le dejó marcas terribles en la expresión. El padre siguió contándonos que aquella tarde Javier no volvió a la casa, ni tampoco a la noche, ni al día siguiente, ni después. Alarmados, al cuarto día de ausencia, empezaron a buscarlo, a preguntar en la universidad, a la novia, a los amigos, a los compañeros, a llamar a las casas que normalmente frecuentaba y a los parientes. Recorrieron hospitales, morgues y cementerios, hasta que finalmente, gracias a un paciente de la madre de Javier, que trabajaba como electricista en varias comisarías, se enteraron de que Javier Ponchelli estaba detenido en una de ellas. Fueron hasta allá, pero no recibieron ni una sola información hasta esa mañana en que a través de una llamada anónima, les avisaron que había un cuerpo en una comisaría, cuyas características físicas coincidían con las de Javier.

El padre terminó de contarnos la historia y calló. Transcurridos unos minutos se puso de pie, sacó un pañuelo y se limpió la cara, miró el cielo, el parque, a su mujer, arrugó el ceño y caminó unos pasos hasta un viejo árbol. Me puse también de pie para acompañarlo, pero la madre me tomó de la manga de la camisa y me retuvo.

-Déjalo, déjalo solo -dijo.

Ella siguió hablando. Nos pidió que fuéramos a verificar si aquel cuerpo era el de Javier, pues ellos, en tal trance, no tenían las fuerzas necesarias para hacerlo, porque si no fuera el de su hijo, igual correspondería a algún otro joven, algún otro estudiante, que también tendría padres, hermanos, y familia. Confesó que para ellos sería muy terrible encontrarse con una escena así.

  —64→  

Esa misma noche, sin comentarle nada a mi padre, para evitar preocuparlo, algunos compañeros y yo fuimos en busca del lugar donde estaría un cuerpo esperando para ser identificado.

Aquella fue una noche muy triste, sin luna, sin estrellas, oscura, sin esperanza. De pronto, el cielo se llenó de relámpagos, de truenos, y bajo una lluvia torrencial que comenzó a caer inesperadamente, cruzamos calles y raudales. Totalmente mojados y asustados, llegamos hasta la comisaría. Unos cuantos policías nos pidieron los documentos de identidad, nos preguntaron un montón de cosas, anotaron nuestros datos en un cuaderno e hicieron una llamada telefónica. Permanecimos un par de horas parados aguardando la autorización que ellos requerían para dejarnos ver el cuerpo. Por fin, bien entrada la noche, y después de recibir la respuesta a través de una llamada telefónica, nos llevaron caminando unas cuantas cuadras hasta un galpón.

Llegamos, y ante una puerta de madera enorme y pesada, uno de los policías contó que encontraron a ese joven al que íbamos a identificar, lastimado y probablemente asesinado por delincuentes que tal vez intentaron robarle la billetera, y como él habría opuesto resistencia lo golpearon hasta dejarlo muerto. Nadie dijo una sola palabra. Sabíamos que esa no era la verdad y que aquella mentira era el argumento que utilizaban siempre, repetidamente. La falta de ingenio de los policías resultaba hasta jocosa. Eran capaces de crear una mentira y sobre ella otra y otra sin poder encontrar una que fuera convincente. Todos permanecimos en silencio. Un silencio de muerte. Sabíamos que una palabra fuera de contexto bastaría para que cualquiera de nosotros cayera también en manos de inventados ladrones.

Entramos. Nos temblaban las piernas. En la penumbra zozobrábamos. Era un lugar tétrico. No había muebles, sólo una mesa y sobre ella una radio pequeña, a pilas, de ésas que se llevan   —65→   a donde uno va, una silla, un foco que colgaba de un cable desde el techo y que apenas alumbraba aquel galpón sucio, que olía a dolor, a sadismo, a locura, a inmundicia. En el piso había charcos de agua y manchas de sangre. Nos horrorizamos. El terror nos obligó a silenciar nuestra rabia, hasta el momento en que nos acercamos a una camilla que estaba recostada en una pared sin revoque ni pintura, y mojada por una gotera en el techo. Y entonces ninguno pudo apagar el grito.

En la camilla, desnudo, estaba el cuerpo de Javier, asesinado.

Me pareció estar oyendo música clásica, fuerte, a todo volumen, como para esconder los gritos de dolor de Javier Ponchelli. Recordé a los nazis y recordé la música de Richard Wagner sonando en los parlantes. Apreté los dientes, y mordí. Mordí con fuerza, mordí mi rabia. Mordí el vacío, mordí la nada.



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ArribaAbajo- VI -

Después de aquel día, y durante mucho tiempo, me sentí mal, derrotado, un traidor, con ese mismo sentimiento que después hizo debilitar la fe en mis ideales, en la humanidad, en mis cuentos y en mis novelas.

Fue en esa época cuando el encierro se convirtió en mi único estilo de vida. Una y otra vez me golpeaba aquella frustración frente a la impunidad, frente a mi cobardía al no defender la causa por la que Javier y otros muchos estudiantes fueron secuestrados y luego asesinados, al no tener el suficiente valor de escribir en aquel muro frente a la Facultad los nombres de mis compañeros desaparecidos y asesinados. Me sentí todavía más fracasado al terminar mis estudios de Periodismo sin haber logrado el poder que pretendía alcanzar con elementos como el lápiz y el papel.

El periódico sólo me ofreció una columna cultural. Y entonces sentí la derrota y la vergüenza ante los ojos de mis compañeros, ante Javier Ponchelli, ante sus padres y ante mí mismo. Yo no estaba dispuesto a pelear, no estaba dispuesto a nada, no podía estar por encima de los mundanos errores, estupideces, azares, nimiedades, como debe estar un revolucionario. Yo no podía soportar el olor de la pólvora. No podía ni sabía enfrentarme a un mundo injusto con la justicia como estandarte.

  —68→  

Aquel fracaso me empujó hacia el encierro, y ese encierro se instaló en mi vida. Durante mucho tiempo dejé de asistir a las reuniones de la universidad, a los debates y a las charlas. Dejé de caminar por la vereda donde estaba el muro con los nombres de los estudiantes asesinados y desaparecidos, y donde también estaba escrito el nombre de mi amigo Javier Ponchelli, y debajo del suyo, el de muchos otros jóvenes.

Desperté con el mismo estado de desaliento con el que me acosté, sudoroso y con un sabor amargo en la boca. Me pasé la lengua alrededor de los labios, y los sentí pastosos. Miré por la ventana: era una mañana soleada. ¿Hacía frío o calor? No podía discernirlo. Sólo sabía que había dormido con ropa y sobre la frazada. Miré el reloj: era casi medio día.

-¡Medio día! -pensé.

Me levanté de un salto, y fui al baño. Me miré al espejo. Mi rostro se veía cansado, con secuelas de una noche larga e improductiva, tenía el pelo largo y canoso, la barba crecida y desprolija. Estaba pensando en mi mal aspecto, cuando sentí olor a comida.

Prendí un cigarrillo, me puse los anteojos, y así, descalzo, sin peinarme ni afeitarme, y con la misma ropa con la que dormí, fui hasta la cocina. Mi padre estaba con un delantal, cortando cebollas en cuadrados pequeños. Levanté la tapa de la olla. Dentro se estaba cocinando un pollo con arvejas, papas y otras verduras. El vapor empañó mis cristales. Tapé de nuevo la cacerola pero el aroma me abrió el apetito.

-Papá, ¿qué haces? -pregunté.

-Estoy cocinando, Iósele.

-¿Cómo amaneciste, papá?

-Bien, ¿y tú, hijo?

-¡Cansado!

  —69→  

De pronto se me ocurrió salir a dar un paseo con mi padre. El día se mostraba perfecto, ideal para una caminata.

-¿Por qué no vamos a dar un paseo después de comer?

-Si tú quieres hijo... Sí, me gustaría.

-Bueno, entonces me doy una ducha, comemos y después salimos a pasear, pero antes quiero hablar sobre nuestra conversación de hoy en la madrugada. Es mejor que lo hagamos sin nervios y sin palabras que hieran, como dos personas adultas y racionales, como padre e hijo y no como enemigos.

-¡Por favor, hijo, no me pidas eso ahora! Hoy a la noche empieza Rosh Hashaná, es un día de fiesta, por ello no quiero peleas ni discusiones, después me sube la presión y me duele la cabeza. Por favor, hijo, hoy quiero estar tranquilo para disfrutar de esta festividad y de la cena en la casa de la tía Jane. Hace un año que no la veo ni a ella, ni a su familia, así que por favor no me pongas de nuevo nervioso.

-Bueno, papá, dejemos la conversación para otro momento.

Mi padre continuó en la cocina terminando de preparar la comida, y yo fui hasta el baño a darme una ducha. Abrí el grifo, y mientras el agua fría caía sobre mi cuerpo, recordé de nuevo a Javier y los meses posteriores a su muerte, mi encierro, y a Sofía. La conocí poco después de aquel episodio. Fue la tía Jane quien me llamó un día para hablarme de ella, de Sofía. Dijo que conocía a una joven muy bonita e inteligente, hija menor de un matrimonio amigo suyo, a la que quería mucho, y a la que deseaba presentarme.

La ilusión por conocerla me sacó de aquel estado de desasosiego.



  —70→     —71→  

ArribaAbajo- VII -

Volví a la cocina después de haberme duchado, afeitado y cambiado de ropa.

La mesa estaba puesta. Mi padre sirvió la comida, y cuando estábamos comenzando a comer, sonó el teléfono.

-Debe ser para ti, hijo.

-¿A quién se le ocurriría llamar a esta hora?

Me levanté con desgano y caminé hasta la mesa donde estaba el teléfono. Tomé el tubo y contesté:

-¡Hola!

-¡Iósele!

-Sí, soy yo.

-¿Cómo estás, Iósele? Soy yo, tu tía Jane.

-¡Bien, tía!

-¿Tu papá ya llegó?

-Sí, tía.

-¿Cómo está?

-Bien, muy bien, pero si quieres hablar con él, está cerca.

-Bueno, si no molesto -respondió.

-Papá -dije-, es para ti.

-¿Quién? -preguntó.

  —72→  

-La tía Jane.

Mi padre y la tía Jane hablaron por un par de largos minutos, después volvió a la mesa y me preguntó:

-¿Te gusta la comida, Iósele?

-Sí, papá, todo está exquisito.

-¿Quieres más schmetene sobre los creplaj?

-No, papá, no me gusta la crema agria sobre los ravioles de queso.

-No se llaman ravioles, ni tampoco se dice crema agria, son creplaj, mit schmetene.

Una vez más mi padre me estaba reclamando una respuesta como a él le gustaría que fuera. Quedé en silencio, miré la comida, dejé los cubiertos a cada lado del plato. Luego levanté la vista y respondí:

-Sí, papá, son creplaj.

-¿Por qué no lo dijiste así, en un principio?

-Porque no sé hablar en yiddish.

-¿Por qué abandonaste el yiddish? ¿Dónde lo dejaste, Iósele?

-No lo dejé, no lo abandoné, porque nunca lo tuve.

-¿Por qué siempre te niegas a hablar en yiddish, hijo?

-¡No es una negación, es sólo que no lo sé hablar! ¿No entiendes papá, o no lo quieres entender?

-¡Cómo que no lo sabes hablar! Si te criaste en un hogar donde sólo se hablaba en yiddish.

-Papá, por favor, me olvidé del yiddish, así como tú te olvidas que yo soy escritor, que soy periodista, que trabajo con la palabra, que la palabra es mi única herramienta de trabajo, el yiddish es una lengua muerta. Ya no existen escritores que la utilicen, ni lectores que la lean. ¿Entiendes?

-Ahora me vienes con esa historia.

-No es ninguna historia, es sólo la verdad.

  —73→  

-¿Acaso tus cuentos o tus poemas te dan de comer?

-No me dan de comer, pero me dan vida. Sin ellos yo no podría mantenerme vivo. ¿Entiendes?

-No, no te entiendo.

-Eres un viejo terco.

-Soy viejo, quizás para ti, un viejo ignorante, pero no soy un viejo tonto, hijo. Y sabes, Iósele, que por culpa de personas como tú, se perdieron muchas tradiciones, muchas costumbres. Recuerdo cuando existía el teatro en yiddish...

-Estás hablando de Europa, ahora vives en América. Es increíble como nunca aceptas que estás en otro continente. Deja de pensar en Europa, tu vida está ahora acá.

De nuevo tomé el tenedor y el cuchillo, corté un trozo de pollo y me lo llevé a la boca.

-¿Te gusta, hijo?

-¿Qué, papá?

-¡Iósele! ¡La gallina!

-La comida está muy rica, papá.

-Gracias, hijo.

El teléfono sonó otra vez.

En muchos momentos como éste hubiera preferido vivir aislado de todo y de todos, en un lugar libre de cualquier tipo de molestas intromisiones, o bien un siglo atrás, cuando las comunicaciones eran menos agresivas e invasoras. El teléfono era uno de esos artefactos modernos de comunicación que me irritaban.

-Sigue comiendo, hijo, ahora atenderé yo.

-Bueno, papá, gracias.

-¡Hola! -dijo mi padre, y luego permaneció callado.

-¿Quién es? -pregunté, pensando que quizás fuera Laura, y que sería un motivo de discusión con mi padre y de complicación para mí.

  —74→  

-Es para ti -dijo.

-¿Para mí? ¿Quién?

-Una mujer.

-¿Laura?

-No.

-¿Entonces?

-La otra.

-Papá, por favor.

-La de la otra noche.

-¿Quién?

-Leah.

-¿Leah?

-Sí, Leah.

Por un instante me cohibió hablar con una mujer a quien no conocía, pero la curiosidad me llevó a responder la llamada.

-Habla rápido, hijo, porque la comida se enfría.

-Sí, papá.

Dejé la servilleta sobre la mesa, bebí un sorbo de agua, y fui hasta el teléfono.

-¡Hola! -dije.

-Hola.

-¿Con quién hablo? -pregunté, sin reconocer a quien pertenecía la voz.

-Soy Leah, Leah Baron.

-¿Quién?

-Leah Baron.

-Sí, sí, ahora recuerdo. Recibí un mensaje tuyo en el contestador y otro, lo dejaste con mi padre, ¿verdad?

-Sí, hablé con tu padre, pero él tampoco me reconoció.

-¿Quién eres?

-No puede ser que hayas perdido la memoria.

  —75→  

-Dejemos de lado tanto misterio y dime quién eres.

-Soy Leah Baron, tu amiga.

-Nunca tuve una amiga que se llamara así.

-¿Y alguna que se llamara Luisa?

¿Luisa? -pensé-. ¿Luisa Baron? -volví a preguntarme-. Me acordaba de Luisa, pero ella era Luisa Bronsky. ¿Qué tenía que ver aquella Luisa Bronsky con esta Leah Baron, o con Luisa Baron? Aquellos nombres me crearon una tremenda confusión.

-Sí, Luisa Bronsky y yo fuimos muy amigos -respondí.

-Yo soy Luisa Bronsky.

-¡Tú eres Luisa! ¿La misma Luisa a la que llamábamos también Leie?

-Sí, sólo que volví con otro nombre.

-¿Te cambiaste de nombre?

-Sí, y tú también, ¿no es cierto?

-En realidad no lo cambié, lo americanicé.

-Y yo, al mío, lo hebraicé.

-¡Cuánto tiempo sin vernos, Luisa!

-¡Muchos!

-¿Cuántos?

-Mejor olvidemos cuántos. Acuérdate que soy mujer, y que a nosotras los años no nos benefician tanto como a ustedes los hombres.

-¿Qué se ha hecho de ti, amiga?

-¿Y de ti?

-Mi vida no tuvo demasiados cambios. Además ya ni me acuerdo en qué época dejamos de vernos.

-Yo sí. Lo recuerdo muy bien, pero no podemos seguir hablando por teléfono, me gustaría que nos encontráramos. Quisiera verte. Me gustan los encuentros.

-Sí. A mí también me encantará volver a verte.

  —76→  

-¿Cuándo? -preguntó inmediatamente.

-No sé.

-¡Ahora!

-¡No!

-¿Por qué?

-Porque mi padre está en mi casa, de visita. Además hoy a la noche es Rosh Hashaná y la tarde se hace corta.

-¿Mañana?

-No, no puedo, será mejor que nos encontremos la semana que viene, o después del Día del Perdón, entonces estaré más tranquilo y con más tiempo libre.

-Bueno, te llamo después de ese día, para encontrarnos.

-Me parece bien.

-Te mando un beso, Iósele, o prefieres José, o Alejandro.

No respondí. Simplemente dije:

-Adiós, Leah.

-Adiós, Alejandro.

Volví a la mesa, pensativo y concentrado en recuperar la memoria de episodios que ocurrieron veinte o más años atrás.

-¿Quién es esa mujer? -preguntó mi padre.

-Una amiga.

-¿Cuál amiga?

-Una antigua.

-¿A Id?

-Sí, papá. Es judía. ¿Te acuerdas de Luisa?

-No.

-¿Te acuerdas entonces de Leie?

Avade!

-¿Qué?

-Seguro, hijo. Claro que me acuerdo de Leie.

-Era ella.

-Leie, ¿la pelirroja?

  —77→  

-Sí, papá, ella.

-¿Por qué dijo Leah?

-Ahora se llama así.

-¿Ella también se cambió de nombre?

-Creo que sí.

-Pero, ¿por qué Leah?

-En castellano se llamaba Luisa, y creo que Luisa en hebreo es Leah.

-Hijo, esto de cambiarse de nombre para mí es una desgracia, por favor no hablemos de ello, además no entiendo, ¿para qué uno quiere tener tres nombres? Luisa, en castellano, Leie en yiddish, y ahora Leah en hebreo. ¿Quién necesita tantos nombres? Aunque, durante la guerra, algunos necesitábamos varios nombres para salvarnos.

La comida se había enfriado y mi apetito se había disipado. Me levanté, llevé mi plato a la cocina, lo dejé en el lavadero junto a los demás utensilios sucios y salí al balcón. El inicio de la tarde se mostraba esplendoroso.

Recordaba a Luisa como si la estuviera viendo. Ella también formaba parte del grupo de jóvenes sionistas que viajamos juntos a Israel, convencidos de ir a vivir a ese país. Luisa era una de las tres mujeres del grupo. La otra se llamaba Nora y la otra, Esther. Luisa quedó en Israel, yo regresé. Ella eligió ese país para vivir y por quien pelear, a pesar de las insistencias, los ruegos y súplicas de sus padres para que regresara. Era una joven muy bonita, tenía el cabello largo, liso y de color rojizo, que le llegaba casi hasta la cintura. Lo llevaba suelto, y parecía que estuviera siempre recién peinado. Sobre la frente ancha le caían unos que otros mechones de pelo que simulaban un flequillo. Sus ojos eran oscuros, casi negros, y alegres. Una nariz pequeña le daba a su rostro un aire aniñado, y sus labios finos siempre sonreían. Sus padres se habían   —78→   opuesto a que ella realizara aquel viaje, porque temían que nunca más volviera debido a sus ideales sionistas. En la casa la llamaban Leie, y también Leie la llamábamos sus amigos. Sus padres eran de Rumania y habían venido a América antes de la Segunda Guerra Mundial.

Durante los meses que estuvimos juntos en Israel, creí amar a Leie, y me creí amado por ella, pero en realidad era simplemente un enamoramiento, aunque disfruté del encanto de aquel estado. Recorrimos juntos Israel, y de aquel período recuerdo principalmente una noche en el desierto cuando preparamos las carpas, pero finalmente decidimos permanecer despiertos toda la noche mirando la luna. En el Neguev la luna brilla de otra manera.

-¡Iósele! ¡Iósele!

-¿Sí?

-¿Dónde estás, hijo?

-En el balcón.

-¿Vamos a dar un paseo?

-Bueno, papá, vamos.

Mi padre se puso los zapatos de lluvia, el sobretodo gris, un sombrero, una bufanda y por último tomó su paraguas.

-¡Papá! ¿Adónde crees que vas?

-A dar un paseo.

-Parecería que nos fuéramos al Polo.

-¿Por qué?

-Mira cómo estás abrigado.

-¿Y si cambia el tiempo?

-No, no va a cambiar, salió el sol, es una tarde fresca, pero no fría.

-Igual, yo voy así.

-Está bien, papá, ven como quieras.

  —79→  

Bajábamos las escaleras cuando a mi padre se le ocurrió invitar a don Samuel a dar el paseo con nosotros.

-Iósele, vamos a avisar a Schmuel, por si quiere21 venir también.

Tocamos el timbre de su departamento, pero nadie respondió, y después de insistir varias veces seguimos bajando. Nos cruzamos con la joven provinciana que subía hasta el segundo piso, dando pasos cortos y lánguidos. La saludamos y ella respondió levantando la vista pero no la cabeza. Vestía tímida y discretamente, demasiado para la época y el lugar donde transcurría su juventud.

Salimos a la calle. Caminamos hasta la parada del colectivo. En el aire ya se olía el aroma a comida de Rosh Hashaná y a través de los olores sentía el sabor de la cebolla frita, del pescado relleno, de pollo asado, y ver a las mujeres cocinando y preparando la casa para recibir el año nuevo. Subimos a un colectivo y después de dar algunas vueltas, bajamos frente a un local donde mi padre había pasado más de treinta años vendiendo portaligas, sombreros, medias y guantes de mujer.

Luego de la muerte de mi madre y de mi vuelta de Israel, él había tomado la decisión de ir a vivir solo, y para ello ocupó el pequeño apartamento que estaba atrás de la tienda. Aquella mudanza fue muy cómoda para él, pues ya no tendría que realizar diariamente viajes fastidiosos, sobre todo cuando el tiempo era malo, y para mí, significaba la libertad.

Durante mucho tiempo soñé con la independencia que tendría cuando lograra vivir solo. Al fin gozaría de libertad, disfrutaría de todo aquel departamento, de aquel espacio sólo para mí, de las visitas de mis amigos en cualquier horario, de mi tiempo y del teléfono. Mis libros por fin tendrían otro lugar que no fuera mi ropero, y mi máquina de escribir estaría sobre el escritorio y no escondida en un rincón apartado de la cocina. Ya no tendría que   —80→   compartir con mi padre el dormitorio ni los muebles donde se guardaba la ropa, ni el baño, ni seguir oyendo sus reproches a diario, sus quejas sobre mi carrera, mi trabajo, mis ideales y mi identidad. En un principio, después de la mudanza, sentí una nueva sensación de espacio y de tiempo. Me costó aceptar que todo aquello con lo que siempre soñé, por fin se cumplía, y entonces creí, ilusamente, que aquel estado de soledad era perfecto. Mi padre se había mudado. Yo logré vivir solo, pero finalmente nunca alcancé la libertad que tanto soñé.

Pero cuando la moda cambió y se volcó totalmente a favor de la practicidad para las mujeres modernas de esos años, ellas dejaron de usar sombreros. El guante se convirtió en una prenda sólo para grandes e importantes ocasiones, las medias de tul empezaron a fabricarse más finas, dúctiles y cosidas a una prenda íntima. El material también fue reemplazado por otro más sintético y más económico y el portaligas fue desechado. Entonces mi padre no tuvo otra alternativa que liquidar la mercadería, cerrar el negocio y volver a mudarse de aquel apartamento a una casa en las afueras de la ciudad.

Cruzábamos la calle cuando mi padre me tomó de la muñeca. Me llamó enormemente la atención que haya buscado mi brazo como ayuda para caminar, pues en anteriores ocasiones lo había rechazado, pero no dije nada. Nos detuvimos frente a un negocio cuyas paredes estaban pintadas con colores multicolores y en un enorme letrero que colgaba del techo, se exhibía la figura atlética de un joven con el cierre del pantalón desprendido y abajo, escrita con pintura fosforescente, la propaganda de la marca de una ropa interior.

-¿Este es mi negocio? -preguntó.

-Sí, papá, este, era tu negocio -respondí.

  —81→  

-¡Dios mío! ¿Qué hicieron?

-Ahora es una tienda de prendas para jóvenes.

Mi padre había comprado aquel negocio al poco tiempo de haber llegado de Europa con un capital que le había prestado el tío Itsic, que también tenía otro local cercano a ese, y donde él decía que se vendía pijamas para caballeros y camisones para damas. El negocio se llamaba «Ropa para dormir». Siempre consideré que al tío le faltó un poco de ingenio en el momento de escoger el nombre. Ambos estaban ubicados sobre una importante avenida de la ciudad, por ello las ventas eran buenas y las ganancias también. Mediante ellas podíamos pagar mis clases de inglés, buena comida, y disfrutar durante muchos veranos de unas bonitas vacaciones en el mar y, sobre todo, mi padre pudo comprarse un departamento. Él trabajó duro toda su vida, le temía al desamparo físico, como los demás refugiados que llegaron a América después de la segunda guerra mundial. Todos ellos padecían el temor al hambre, a la necesidad, y el terror a ser de nuevos perseguidos.

-¡Papá!

-Sí, hijo.

-¿Quieres entrar?

-Dime, ¿para qué?

-Simplemente para recordar.

-¿Para recordar? ¿Qué?

-Cuando este era tu negocio.

-¡Pasaron tantos años! Pero todavía recuerdo el ruido de las máquinas de coser. ¿Te acuerdas, Iósele? ¿Cuando atrás se cosían los guantes y las medias, y el olor a pegamento con el que se fabricaban los sombreros? Sabes, hijo, trabajé toda la vida para que mi familia no sintiera hambre, no sufriera lo que yo sufrí en mi vida. ¡Tanta persecución! Me quedé en esta ciudad, trabajé, luché, pero perdí tantas cosas. Sólo pensé en ti y en tu madre. Les quise   —82→   dar lo mejor, nunca dejé que les faltara nada. Luché contra la pobreza, porque, ¿sabes, Iósele?, la pobreza te convierte en un esclavo.

-Papá. Piénsalo, si quieres entrar, yo te acompaño.

-No, hijo, no quiero entrar, los recuerdos están acá, adentro, esto ya no me pertenece, mejor volvamos a casa.

También yo recordaba aquel negocio y los ruidos, los olores, y el día en que mi padre decidió cerrarlo debido a la tristeza y el silencio que había por la falta de clientes. Aquel día mi padre se sentó en la vereda mientras algunos hombres y yo alzábamos la poca mercadería que quedaba, la máquina de coser, algunos muebles y las cabezas de los maniquíes. Para él eso significó el final. A partir de aquel día su salud fue empeorando, aparecieron los dolores y la presión comenzó a subir.

-Papá. ¿Por qué no caminamos? Es un lindo día, hay sol, aprovechemos el clima.

-No, Iósele, quiero ir a casa, estoy cansado -dijo él.

Sacó del bolsillo del pantalón el frasco de medicamentos, lo abrió, tomó una pastilla y se la puso debajo de la lengua. Por unos minutos se mantuvo quieto y callado.

-¿Te sientes bien, papá?

-Sí, pero, por favor, tomemos un taxi.

-¿Por qué no seguimos caminando?

-Quiero volver.

-Está bien.

Cuando mi padre pasaba un tiempo fuera de su casa le entraba una inmensa angustia, y se volvía intolerante. Inmediatamente quería volver a su lugar, como un niño que necesita del brazo de la madre para sentirse protegido. Le faltaba su espacio, su lugar, aquel lugar que la memoria reconociera como propio para   —83→   encontrarse seguro. En varias ocasiones mi madre y yo lo encontramos acurrucado en sitios perdidos de la casa. Para nosotros era común que de pronto y sin motivo se refugiara en el baño o en el lavadero. Muchas veces lo noté con deseos de modificar aquel comportamiento, pero era inútil, no podía luchar contra aquel pánico que le sobrevenía cuando estaba en un lugar alejado o desconocido. Durante las vacaciones, antes de entrar a la casa o al departamento que alquilábamos para la temporada, debíamos encontrar un lugar donde él pudiera refugiarse cuando lo necesitara. Mi madre lo cuidaba como a un niño, y siempre hacía lo posible para que el resto no notara los estados de pánico en que entraba. Una vez le pregunté a ella por qué se comportaba él de esa manera, y me dijo que eran los traumas que le quedaron de la guerra. Siempre temía que los nazis lo encontraran. Permanentemente huía de ellos aunque sabía que estaba lejos de Europa, y que, además, la guerra había terminado, pero cuando el territorio no era reconocido, el pánico no respetaba la razón y, entonces, mi padre sufría.

-Siempre que estoy lejos de mi casa, me entra un terrible temor de perderme, siento miedo, llévame a tu casa, Iósele, por favor.

Regresamos. La resolana caía cansada sobre el final de la tarde, cuando llegamos al edificio.

-¿No quieres ir al bar, papá?

-Prefiero subir y descansar para sentirme bien a la noche.

-Pero seguro que Carlos, Don Samuel y José están en el bar, y se van a alegrar si te ven.

-No, no, hijo, ve tú.

-Bueno, papá, después vuelvo a cambiarme para ir a lo de la tía.

-¿A qué hora es la cena, Iósele?

-No sé, seguro que después del servicio de la sinagoga.

  —84→  

-¿A las nueve?

-Tal vez, pero me parece una buena hora para ir. Recuerda que antes tenemos que pasar por la confitería a comprar una torta de queso.

-¿Quieres ir al shil, Iósele?

-No, papá, pero si quieres que te acompañe, yo voy.

-No, no importa, para Yom Kippur vamos a ir, hoy me siento cansado.

Mi padre subió al departamento, y yo fui hasta el bar.

Antes de sentarme en la mesa donde estaba José, compré una ficha para usar el teléfono. Disqué el número de Laura pero nadie contestó. Miré el reloj, eran las siete de la tarde, la hora en que ella regresaba del hospital. Recogí de nuevo la moneda rechazada y la guardé en el bolsillo del pantalón.

Más tarde la volví a llamar y tampoco me respondió.

José estaba con un vaso de vodka en la mano, cuando me senté junto a él.

-¿Cómo estás?

-Bien, Alejandro. ¿Y tu padre?

-Está descansando.

-¿Dónde está Don Samuel? -pregunté.

-Hoy es Rosh Hashaná, su hijo vino a buscarlo, pero seguro que mañana estará de vuelta.

-¡Me olvidaba que siempre para estas fechas va a la casa de uno de los hijos! ¿Y tú dónde estarás esta noche, José?

-Iré a mi casa, a dormir, como todas las noches, como todos los años, como toda mi vida.

-¿No quieres ir a cenar con mi padre y conmigo a la casa de una tía? Allá siempre hay mucha comida y mucho espacio, además estoy seguro que se pondrán felices de recibir otro invitado.

-¡Alejandro! ¿Qué te sucede?

-¿Por qué?

  —85→  

-Parecería que recién ahora me estás conociendo.

-Sí, tienes razón, José, de pronto se me olvidan las cosas, debe ser que estoy distraído.

-¿Qué te preocupa?

-Que son más de las siete y Laura no responde la llamada.

-Pero ese no es motivo de preocupación para nadie.

-Sí, pero igual me preocupa.

-Entonces escondes otra preocupación.

-Creo que Laura eligió alejarse de mí los días que mi padre está en casa.

-¿Por qué?

-Porque sabe que a él le disgusta la relación que llevo con ella.

-Alejandro, te estás comportando como un adolescente, por favor, amigo, piensa, y aclara tu situación con tu padre y con esa mujer.

-No es tan fácil, José.

-Dime, ¿qué fue difícil en tu vida? ¿Tuviste que vivir guerras? ¿Pasaste hambre, frío, dolores o humillaciones? No fuiste como yo, testigo de la destrucción del comunismo, de un partido en el que creíste, luchaste, y por el que peleaste, toda tu vida. Yo nací entre las dos guerras más importantes de este siglo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Me crié con hambre, en Odessa, un lugar frío, una de las ciudades más golpeadas de Rusia. Luego fui a Kharkov, Kiev, Leningrado, Lodz, a Vilna. Allí también soporté meses de hambre, de frío. Fui condenado al destierro y a trabajos forzados.

José calló. Volvió a llenar su vaso con vodka y llenó otro para mí.

-¿Tú la amas? -me preguntó.

-Creo que sí, no lo sé, pero, ¿qué es el amor, José?

-¿No lo sabes?

  —86→  

-Creo que yo...

-¡Alejandro! Eres un hombre, eres escritor, vives de fantasías y de cuentos, de encantos y novelas, y no conoces el amor.

-¿Tú lo conociste?

-Sí.

-¿Cómo es?

-El amor no se define, el amor se sufre, se vive, se siente, quema, arde, vibra.

-¿Ése es el amor?

-¿Sabes qué es lo terrible, Alejandro? Que quizás nunca lo conozcas.

-¿Cómo que nunca lo voy a conocer? Ya lo conocí, además tu predicción me parece muy pesimista.

-Pero no solamente a ti te puede suceder eso, hay muchas personas que nunca pudieron amar, o que no supieron amar.

-¿Podemos cambiar de tema?

-Por supuesto, si te molesta discutir sobre lo que te duele.

En ese momento prefería que José siguiera en silencio, aunque me gustaba oírlo hablar. Sobre todo disfrutaba la sabiduría de sus comentarios, su cultura, sus conocimientos, y también porque cuando hablaba en castellano, imponía su acento extranjero, que le dejaba aún más diferente, y aunque hablaba perfectamente el yiddish, esa jerga germánica, el ruso, alemán y polaco, irónicamente nunca aprendió a hablar bien el castellano.

De nuevo me levanté y fui al teléfono, insistí con el número de Laura, pero seguía sin responder la llamada.

-Me voy, José, ya son casi las nueve de la noche, mi padre me estará esperando.

-Adiós, Alejandro, saludos a tu padre.

Busqué la billetera, la abrí y cuando sacaba unos billetes para pagar la consumición, José me tomó de la mano y dijo:

-Deja, Alejandro, hoy es Año Nuevo, invito yo.



  —87→  

ArribaAbajo- VIII -

Mi padre estaba sentado frente a dos velas prendidas, aguardándome.

-¡Iósele! ¡Son casi las nueve de la noche! Tenemos que ir a la casa de la tía Jane y del tío Itsic.

-Sí, papá, ya sé. Espera, me cambio la ropa y nos vamos.

-Apúrate, hijo.

Antes de salir mi padre se puso de pie frente a dos velas prendidas, una copa de vino y una jalá redonda como tiene que ser para Rosh Hashaná y dijo:

-¡Iósele! ¿Quieres recitar ahora la bendición del vino?

-No la recuerdo, papá.

-¿Cómo que no la recuerdas?

-No la sé.

-¿Sabes aquel dicho del Talmud que dice Conoce al Dios de tus padres y sirvelo con tus acciones?

-Mis acciones son buenas.

-Te parece que son buenas y no quieres rezar.

-No lo recuerdo, es sólo eso.

Mi padre hizo las bendiciones y después dijo:

-Está bien, ahora sí podemos ir.

  —88→  

-Espera un minuto, papá, haré una llamada.

De nuevo disqué el número del teléfono de Laura. Insistí. Necesitaba hablar con ella esa noche. No podía seguir esperando, pero una vez más fracasé en mi intento.

-¿A quién llamas?

-A Laura.

-¿Qué hay entre ella y tú, hijo?

-Nos amamos.

-¿Por qué no te casas con ella?

-¿Y tú me lo preguntas?

-Sí, yo.

-Después que la rechazas porque no es...

-Yo no la rechazo, hijo, sólo quiero otra mujer para ti, otra con quien te puedas casar en una sinagoga y puedas darme descendencia. Sigo pensando que Sofía es la esposa ideal para ti.

-Papá, ¿todavía crees que tienes autoridad sobre mí?

-¿Y quién más puede tener autoridad sobre ti, que no sea yo? ¿O te olvidas que soy tu padre?

-Y tú te olvidas que yo tengo cincuenta años.

-Ya te dije que nunca lo voy a olvidar, así como tampoco voy a olvidar que eres mi hijo y siempre te voy a proteger.

-¿Proteger? ¿De qué?

-De seguir cometiendo errores.

-¿Tantos fueron los que cometí?

-¡Sí! ¿Quieres que te los enumere?

-¡Papá! ¡Por favor!

-Te cambiaste de nombre y de apellido, renegaste del mío, de mi apellido. ¡Renegaste de mí! ¡De mí! De mí que soy tu padre, de tu pasado, renegaste de tu identidad, te negaste a tener hijos, a tener descendencia, y me preguntas cuántos errores cometiste. ¡Eres un mal hijo!

  —89→  

-¡Papá!

-Disculpa, no quería decir eso, y no quiero hablar más de este tema, porque me puede llegar a producir otro ataque. Vamos.

-Papá, por favor, no quiero seguir discutiendo, respétame, respeta mis cambios y respeta mi elección, y respeta, sobre todo, tu salud. Sabes que no debes ponerte nervioso, tienes que cuidar más tu corazón.

-Sí, hijo, tú tienes razón, pero sabes lo que dice la Torá22: Respeta a los sabios, honra y teme a tus padres. Iósele, hijo, no estás en el camino correcto, pero vamos, y no nos olvidemos de la torta. Si seguimos discutiendo llegaremos tarde para la cena.

El departamento donde vivían los tíos no quedaba muy lejos del nuestro, por ello preferimos caminar hasta allí.

Las palabras que le había dicho a mi padre se repetían y repetían en mi mente, giraban y giraban igual a un carrusel que da vueltas y vueltas, acompañadas de una misma música que de tanto sonar llega a aturdir.

Mi padre nunca respetó mis elecciones, pero finalmente yo era un hombre, un hombre que había cumplido cincuenta años. ¿Por qué seguiría necesitando de su consentimiento para reafirmarme en mis decisiones? Él no las respetaba sencillamente porque tampoco yo lo hacía, principalmente en la relación que mantenía con Laura, ya que si realmente la amaba, ¿por qué y para qué necesitaría su aprobación? ¿Realmente amaba a Laura, o era una imposición mía amarla?

La conocí cuando mi padre sufrió su primer ataque al corazón. Hacía un tiempo que me había separado de Sofía, después de cinco años de matrimonio, y todavía sufría el fracaso que   —90→   significó aquella ruptura, sobre todo porque no había quedado nada de esa relación. Ni siquiera teníamos hijos por quienes pelear la custodia o los días de vacaciones. Tampoco teníamos inmuebles, ni una caja de ahorros en común. Entonces me dediqué de lleno a escribir, a lo que normalmente me producía placer y me ayudaba a evadirme de la rutina. En ese tiempo yo necesitaba apartarme de todo y de todos, de mi padre, de mis vecinos, de los recuerdos de Sofía, y hasta de mis clases en la universidad, pero aquel aislamiento no benefició mi salud. Tanto encierro me dejó con un severo catarro debido al exceso de nicotina, y sobre todo sin dinero en el bolsillo. Pero necesitaba de esa pausa para lograr sobrevivir. Y cuando ya me estaba acostumbrando a vivir en soledad, al silencio y a los espacios vacíos, conocí a Laura.

Era un atardecer limpio, y a pesar del frío de la estación un sol pálido y apenas tibio daba un toque de contento a aquel invierno. Yo había terminado de trabajar en un poema que hacía tiempo estaba escribiendo. De pronto, cuando iba a tomar un libro de filosofía, sonó el timbre del teléfono.

-¡Hola!

-¿Hablo con el hijo del señor Jaime Polniaskyn?

-Sí.

-Le hablo del hospital, soy el médico de guardia, le quería avisar que su padre está internado a causa de un trastorno cardiaco.

-¿Qué le sucedió?

-Será mejor que venga lo antes posible.

-Pero, ¿está mal? -pregunté, ansioso.

-No, ya mejoró, pero lo necesita.

-Allá voy -dije. Antes de cortar el médico me dio la dirección. Me vestí con la mayor rapidez que pude y salí corriendo a buscar un taxi. Con el apuro olvidé los anteojos sobre el escritorio.

Llegué al hospital, entré corriendo y de pronto me topé con la mesa de recepción donde estaba sentada una mujer a quien   —91→   pregunté por mi padre, por el señor Jaime Polniaskyn. Ella no supo darme ninguna información, pero hizo una llamada y de inmediato se acercó una enfermera que iba impecablemente vestida de blanco. La ropa, la cofia, los zapatos y las medias, absolutamente todo era blanco. Recordé que cuando era niño creía que los médicos y las enfermeras nunca se enfermaban, que el uniforme blanco les protegía de cualquier mal. Me preguntó si yo era el hijo del señor Jaime Polniaskyn. Le respondí que sí y que por favor me llevara rápidamente al lugar donde él se encontraba.

-Su padre entró ahora a U. C. I. -dijo.

-¿Qué es eso? -pregunté.

-Es la Unidad de Cuidados Intensivos -respondió.

-¿Está muy mal? -volví a preguntar.

-Ya no corre peligro, la peor parte ya pasó, lo dejamos allí sólo para controlar mejor su evolución durante las próximas veinticuatro horas, pero el doctor Arriola le explicará mejor su estado. Espere aquí, que él en unos minutos estará con usted -dijo, y se fue por el largo y angosto corredor.

Yo la seguí. Me detuve frente a una puerta de vidrio, de un vidrio especial que no permitía divisar lo que ocurría del otro lado, pero como en ese momento sólo deseaba saber qué sucedía allí, puesto que estaba seguro de que mi padre se encontraba en ese lugar, pero cuando pretendí cruzarla a pesar de un cartel que decía prohibida la entrada, una voz masculina me detuvo.

-¿Usted es Alejandro Pólam?

-Sí, soy yo -respondí. Lo miré de frente y supuse que se trataba de un doctor. Llevaba un pantalón y una chaqueta de color celeste y un gorro que le cubría parte de la cabeza, del mismo color. Los zapatos iban cubiertos por un par de botas de tela, y en el cuello llevaba colgado un tapabocas de papel y un estetoscopio.

Me pasó la mano a modo de saludo y dijo:

  —92→  

-Soy el doctor Arriola. Sígame, por favor, vamos a otro lugar, así podremos hablar con mayor tranquilidad.

Mientras caminaba a su lado, le pregunté:

-¿Cómo está mi padre?

No tuve respuesta, hasta que entramos a un sitio oscuro que olía a alcohol. Prendió la luz, y recién ahí noté que se trataba de un consultorio médico.

-¿Se siente bien? -me preguntó.

-Sí, doctor. ¿Por qué?

-Porque tiene el rostro descolorido.

-Son sólo los nervios. Todavía nadie me supo decir qué le sucedió a mi padre, por qué esta aquí, y tampoco pude verlo.

Me indicó con la mano que me sentara en una silla. Él se sentó cómodamente en un sillón giratorio que estaba detrás del escritorio. Parsimoniosamente, tomó una lapicera, sacó la tapa y después garabateó unos trazos ilegibles sobre una hoja blanca, luego me miró a los ojos, y con una aparente seguridad y actitud de sabiduría y frialdad, explicó pausada y detalladamente los síntomas que tuvo mi padre, la causa de su internación y el diagnóstico de la enfermedad que padecía:

-Su papá está enfermo, muy enfermo. Se presentó al hospital con un dolor intenso en la boca del estómago, que se irradiaba a la base de la lengua. También sufría dificultades respiratorias, dolores en el brazo. Lo llamamos porque su estado no es alentador, sufre de un mal que se llama angina pectoris. Además tiene la salud muy deteriorada. Él nos contó que estuvo en un campo de concentración durante la guerra, aspiró humo de los hornos, además fumó toda su vida y no se cuidó con la alimentación, tiene un cuerpo muy debilitado, además de su edad avanzada, así que sus probabilidades de recuperación son escasas. Si el proceso es bueno debe cambiar totalmente de hábitos alimenticios, hacer una dieta rigurosa y escasa de grasas. Deberá caminar unas cuadras todos   —93→   los días, nada de cigarrillos, ni por supuesto bebidas alcohólicas. Debe tratar de no irritarse, y siempre llevará consigo un medicamento que en caso de que se repita uno de los síntomas se pondrá debajo de la lengua y se hará un control inmediato. Su padre tuvo suerte porque viajó bastante hasta llegar a este hospital.

El doctor Arriola me relataba todo aquello con la mayor serenidad, como si lo tuviera todo en la memoria, y como si su paciente, mi padre, fuera un extraño para mí.

-¿Puedo verlo? -pregunté.

-Puede visitarlo sólo unos minutos. Trate de no hablarle. Aún sigue asustado y ansioso, aunque en las próximas horas irá mejorando. Ahora se encuentra en la Unidad de Cuidados Intensivos.

-Ya lo sé.

-¿Quién se lo dijo?

-Una enfermera.

-Espere aquí, la misma enfermera lo conducirá hasta el lugar donde se encuentra su padre.

-Sí, doctor, pierda cuidado que de aquí no me muevo.

Sentí una sensación de impotencia frente a las palabras del doctor Arriola. Hubiera querido otra respuesta y explicada con mayor interés sobre aquel paciente anciano que sufría del corazón y que se encontraba en la sala de cuidados intensivos. Ese era mi padre. ¡Mi padre!

La enfermera entró y me pidió que la siguiera.

-Señor, por favor acompáñeme, le daré ropa especial con la que usted se vestirá para ver a su padre.

-¿Por qué tengo que cambiarme?

-Para mantener la asepsia del lugar.

Ella y yo caminamos juntos, cruzamos aquella puerta de vidrio, e inmediatamente sentí un frío extraño, causado por el miedo   —94→   al dolor físico. Los hospitales siempre me producían una sensación de fin.

Tomé las ropas que eran semejantes a la que usaba el doctor Arriola, y entré a un vestidor. Me cambié y salí.

-¿Está listo? -me preguntó la misma enfermera.

-Sí.

-Vamos, sígame.

Entramos a un pabellón largo, cuyas paredes estaban cubiertas de azulejos blancos, de aparatos, cables, enchufes, estufas, pantallas y otros artefactos que producían pavor a los ojos ignorantes de un extraño como yo. El lugar estaba iluminado por una luz clara que dejaba ver con facilidad la miseria del sufrimiento humano, olía a desinfectantes, a medicamentos, a gases, a desamparo, a dolor. Caminamos entre camas de pacientes que se encontraban terriblemente enfermos. En un momento temí desmayarme. En aquel territorio frío todo tenía un aspecto tétrico, ajeno e impersonal. De pronto tuve miedo de que se despertara en mí aquella curiosidad morbosa que produce el sufrimiento ajeno.

La enfermera notó el cambio en mi rostro y me aconsejó:

-Respire hondo, y trate de no mirar a los costados.

Llegamos junto a una cama. Allí se detuvo, y dijo:

-Acá está su padre.

No podía creer lo que veía. No podía creer que aquel anciano fuera mi padre. Tenía el rostro bañado de una palidez mortal, su cuerpo estaba tapado hasta la cintura con una sábana blanca, y el pecho cubierto de cables de diferentes colores que terminaban en un enorme aparato cuya pantalla indicaba su funcionamiento cardiaco. Sus manos lucían igualmente blanquecinas, y por vía venosa recibía suero y medicamentos. Una máscara de oxígeno cubría su rostro triste y desganado.

  —95→  

-¿Papá? -dije despacio.

Se sacó la máscara de oxígeno. Lo noté más decrépito que nunca. Sus cejas anchas se marcaban intensamente en ese rostro empequeñecido y consumido. Abrió los ojos que parecían hundidos en dos huecos grises.

-¡Iósele, hijo! ¿Quién te avisó?

-Espere -interrumpió la enfermera y trajo un biombo de tela que se movía según necesidad, para proteger la intimidad de cada paciente y para cumplir con el respeto al pudor de un cuerpo que sufre.

-El doctor -respondí.

-¿Para qué? No había necesidad de preocuparte.

Levanté la vista, para buscar consuelo en el rostro seco de aquella enfermera, y encontré una sonrisa.

-Todo irá bien. Don Jaime es fuerte, y tiene deseos de vivir -dijo.

-Gracias -respondí.

Volví la mirada hacia los ojos de mi padre, pero ya los tenía cerrados. Se había quedado dormido.

-¡Papá! -lo llamé, despacio. La enfermera se paró a mi lado y dijo con voz muy baja.

-Déjelo, está durmiendo, es mejor que descanse. No se preocupe, pronto se pondrá bien.

Me quedé unos minutos más al lado de la cama, lo besé en la frente y después ella y yo caminamos hasta el vestuario. Me saqué la ropa celeste y me vestí la mía. Me dolía la cabeza, estaba confuso, todavía no entendía qué estaba pasando, mi padre enfermo, aquel lugar helado.

Ya era de noche y el lugar cobró un aspecto lúgubre. Siempre es así. En las noches el sufrimiento y la incertidumbre se acentúan. En la oscuridad los fantasmas aparecen y los dolores se agudizan.

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-¿Me puedo quedar aquí a pasar la noche? -pregunté a la enfermera.

-¡No! -respondió.

-¡No puedo dejar a mi padre solo, acá, en un hospital! -grité.

Laura, suavemente, me tomó de la mano, y yo me estremecí. Sentí el mismo estremecimiento de cuando me enfrento al papel en blanco, con un lápiz en la mano.

-No se preocupe, ya le dije y le vuelvo a reiterar, su padre estará bien, nosotros lo vamos a cuidar, yo voy a estar controlándolo personalmente.

-Entonces, ¿cuándo puedo volver?

-Mañana. No se preocupe, vaya y descanse.

-¿A qué hora está usted mañana?

-A la mañana, con seguridad.

-¿Usted va a estar mañana, seguro?

-Sí, mi turno es a la mañana. Hoy estoy a la noche porque es mi horario de guardia.

-Entonces volveré mañana bien temprano.

-Como quiera.

-Sí, me siento bien con usted.

Mis manos seguían aferradas a las suyas, como si necesitara de ellas para sentir tranquilidad y seguridad de que esas manos protegerían a mi padre. Luego la miré. Fue la primera vez que me fijé en sus ojos. Noté que eran ligeramente verdosos y le daban un particular encanto a su mirada, la cual despertaba en mí una extraña sensación de curiosidad.

Me acompañó hasta la puerta de salida, y allí nos despedimos hasta la mañana siguiente.

Todavía era de noche cuando salí del hospital. El frío seguía insistente, desalmado, pero a pesar del viento helado preferí caminar.   —97→   Necesitaba las ráfagas de viento chocando contra mi rostro para despertar de aquella situación que parecía una pesadilla, necesitaba aquel viento para refrescar el calor que la rabia me producía. Mi padre siempre fue un hombre sano, fuerte, y de pronto cayó. Sentía culpa, esa maldita culpa de creer que siempre era yo el responsable de todo lo malo que les sucedía a las personas a quienes amaba. Estaba desorientado, no sabía adónde ir, ni qué pensar. No quería que mi padre falleciera, no todavía, no mientras continuaran nuestros largos períodos de enojo, nuestra falta de inteligencia para resolver ciertos conflictos de identidad que ambos padecíamos.

Caminé. La noche dormía, y yo sufría. Sufría el miedo de quien ya no puede retener más la angustia de enfrentarse a la muerte. Esa muerte. La muerte de mi padre. Era un miedo infantil, la confusión de lo irresoluble, la cobardía de un niño, el arrepentimiento previo a la culpa de un adulto.

Encendí un cigarrillo. Veía poco, no tenía puestos los anteojos y me sentía trastornado. Recordaba a mi madre. Había huido de su muerte para no vivirla, pero ahora no podía evitar la de mi padre, ya no tenía recursos para rehusarla, ya no tenía veinte años ni ideas sionistas que justificaran mi decisión de escapar.

Caminé. Deseaba confundirme entre las personas que a pesar de la alta hora caminaban empujadas por el total desenfreno de vivir, de esa rutina injusta que imponemos a nuestras vidas. Me sentía mal, desganado. Deseaba llorar, decir a gritos lo que me dolía.

Seguí caminando. Anduve por cuadras largas. No las conté, sencillamente las caminé. De pronto me sentí cansado, muy cansado. Sentía cansancio en los pies y sueño en los ojos.

Llegué al edificio agotado, y cuando subía a mi departamento, en la escalera, bajando del segundo piso me crucé con un hombre que salía del departamento donde vivía Lili. En el mismo piso se oyeron los ladridos histéricos de la perra de la vieja   —98→   del departamento del cuarto «B». En el tocadiscos de don Samuel sonaba a todo volumen la ópera Tosca. Entré, y sin revisar el contestador, me acosté. Me sentía vencido, y pensé que a los vencidos y derrotados sólo les queda rendirse. Debía cambiar mi forma de pensar, mi actitud hacia mi padre, debía dejar de temer. Me sentía como un cobarde que se entrega vencido antes de pelear.

A la mañana siguiente me desperté temprano. La preocupación de saber que mi padre estaba en un hospital no dejó que el sueño me robara mucho tiempo. Me levanté. No tuve deseos de tomar la taza de café acostumbrada por la mañana, pero sí de fumar. Encendí un cigarrillo, me vestí, me puse los anteojos y salí para el hospital.

El día amaneció extraordinario, radiante, después de una larga noche terriblemente angustiosa.

Cuando llegué al hospital pregunté por la enfermera de Unidad de Cuidados Intensivos. La recepcionista la llamó por un intercomunicador, y después de unos minutos ella llegó al lugar donde yo me encontraba. Vestía impecable, y apenas me vio se acercó a saludarme y a darme el informe sobre la salud de mi padre. Me llevó nuevamente hasta el consultorio del doctor Arriola. Golpeamos la puerta y el mismo doctor la abrió. Su aspecto ya era diferente al de la noche anterior, llevaba puesta una camisa azul, perfectamente planchada y abotonada hasta el cuello y sobre ella una corbata gris, y por supuesto el guardapolvo blanco, largo hasta las rodillas. Se sentó en el sillón detrás del escritorio y yo frente a él, esperaba atento oír el proceso de la enfermedad de mi padre.

El doctor me dijo que su recuperación fue más rápida de lo pronosticado y que su evolución era satisfactoria.

Después del segundo día de internación mi padre dejó el hospital. Insistí en que viniera a mi casa hasta recuperarse totalmente, pero existía el inconveniente de las escaleras. Además   —99→   él tampoco aceptó mudarse de nuevo a vivir conmigo, aunque fuera sólo por un corto tiempo y volvió a su casa, a cuidar sus pájaros y sus plantas.

Su salud y Laura quedaron ocupando mi pensamiento. Una semana después fui a buscarla al hospital, sin imaginar qué reacción podría tener cuando me viera parado frente a la puerta de salida, esperándola para invitarla a tomar un café. Pero como esas cosas que uno nunca imagina que se puedan llevar a cabo, Laura me vio, caminó hacia mí, me saludó, preguntó por la salud de mi padre, y luego aceptó amablemente la invitación. Fuimos a un bar. Pedimos café y hablamos como dos amigos que se habían conocido desde mucho tiempo atrás. Hablamos sobre nuestro trabajo, y lo diferentes que éramos el uno del otro, sobre nuestras respectivas familias, sobre la soledad, y de lo bien que nos sentíamos en ese momento. De pronto quedamos en silencio. Laura levantó la vista y yo la miré. Era una mujer bella. Estaba hermosa, tenía la piel rozagante, limpia, el pelo oscuro y lo llevaba hasta el hombro en un corte recto. Era baja de estatura, y su figura, juvenil. El silencio siguió y los minutos enmudecieron. Permanecimos callados, temíamos hablar, era como si las palabras entorpecieran la curiosidad que teníamos por descubrirnos. Deseé tomar su rostro entre mis manos y besarlo, luego abrazarla, acariciarla, traerla hacia mí, tenerla pegada a mi pecho, prisionera, resguardada sólo para mí, pero no, no podía. La razón frenó al instinto. Mi grado de racionalidad no me permitía actuar bajo un impulso y darles libertad a mis deseos. Quise volver a ser adolescente y perder aquel temor que padecemos los adultos. Entonces pensé en preguntar a Baruj Spinoza cómo haría para permitirme algún placer que no fuera contrario a la razón.

Poco tiempo después de aquel encuentro, Laura y yo nos amamos.



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