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ArribaAbajo- IX -

Mi padre se vistió como para ir a un casamiento. Sobre su traje nuevo y elegante se puso el sobretodo gris. También el sombrero y en la mano llevó el paraguas. Yo también me puse un abrigo arriba de la camisa, porque la noche se presentaba fresca.

Pasamos por la confitería, compramos una torta de queso y tal como habíamos planeado, fuimos caminando hasta la casa de los tíos.

Durante todo el trayecto pensé en Laura, sólo en ella. Me distraje recordando nuestro primer encuentro, también los otros. Era tanta mi distracción que no tuve en cuenta a mi padre, ni el frío. Ni siquiera me percaté cuando llegamos a la casa de la tía Jane. No reconocí la calle ni el edificio. Sencillamente yo seguía ensimismado, recordando los momentos que compartí con Laura, aunque siempre fueron encuentros cortos, en lapsos escasos pero totales, muy intensos. Seguí caminando cuando oí la voz de mi padre:

-Iósele, ¿adónde vas? -dijo.

-No sé, papá -respondí.

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-Espera. No sigas, ya llegamos. ¿No ves que estamos parados frente al edificio donde viven los tíos?

-Discúlpame, no me di cuenta.

-¿En qué piensas, hijo?

-Recordaba cuando te enfermaste.

-No recuerdes cosas tristes, hijo, aunque sea el tiempo de recordar. Hoy es Rosh Hashaná, día de Año Nuevo, día del recuerdo, día del juicio. Sabes, Iósele, esta fecha anuncia para el judío un período de penitencia y está consagrada a la oración y al pensamiento serio. En mi pueblo lo celebrábamos con todos los rituales. Mi abuelo era rabino y nos exigía ayunar en la mañana siguiente a la primera noche antes del inicio de Rosh Hashaná. Pero no quiero seguir hablando porque me viene el pasado y si yo tuviera que recordar, tanto me dolerían los recuerdos, que no aguantaría seguir vivo. Por eso prefiero olvidar. Muchas veces hago un esfuerzo terrible para olvidar, aunque igual, las imágenes, las voces no se apartan de mí. Justamente ahora, hace unos minutos, mientras caminábamos, yo también pensaba en el último Rosh Hashaná que pasé en mi ciudad.

-¿Cómo fue, papá?

-Ya me habían llevado a un campo de concentración. Allí pasé el último Rosh Hashaná en Europa. Estaba solo. Tampoco sabía adónde habían llevado a mi familia y ni siquiera sabía si seguían aún con vida.

-¿Por qué nunca cuentas cómo fue tu vida en Europa y en el campo de concentración, ni cómo llegaste a América?

-¿Quién quiere saber?

-Yo, yo, papá. A mí me interesa conocer tu historia.

-¿Para qué, hijo?

-Porque también es parte de la mía. Me gustaría conocer más sobre la vida de mis abuelos, de tu ciudad y sobre el antisemitismo.

-Tu madre ya te contó todo lo que necesitas saber.

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-No, papá, ella sólo me contó su historia, y la historia de su familia, pero nunca habló sobre la tuya, como si ésa estuviera prohibida. De tu historia nadie me habló.

-La mía es muy triste, nadie tiene por qué conocerla.

-Yo, sí.

-¿Por qué tú sí?

-Ya te lo dije antes, porque también es mi pasado.

-Ese pasado es solamente mío, y de nadie más. ¡De nadie, hijo! ¡De nadie! Y menos tú debes cargar con esa historia.

-Bueno, papá, ya llegamos. Este es el edificio. Mejor entremos y dejemos de hablar de cosas tristes. Tú lo dijiste, hoy es fiesta, además no podemos seguir aquí en la calle, la noche está fría y como hace tanto tiempo que no veo a los tíos, ni a los primos, tengo muchas ganas de encontrarme con ellos. Vamos, papá, vamos.

En realidad hacía muchos años que no visitaba la casa de los tíos. La última vez fue cuando aún mi madre vivía. Después no regresé. Nunca más, ni para celebrar con ellos Año Nuevo, ni para ninguna otra festividad, ni siquiera para algún cumpleaños. Tampoco asistí a la fiesta de casamiento de Báshele, la hija menor, y de aquella fecha ya habían pasado como diez años, o tal vez más.

Desde la calle, donde estábamos esperando para entrar, se oían voces, gritos, risas y se olía el aroma a la comida que la tía había preparado. Tocamos el portero eléctrico. Ella respondió, e inmediatamente un niño abrió la puerta de entrada al edificio. Era un niño muy simpático con el rostro repleto de pecas, el pelo largo y rubio, muy rubio. Me miró y preguntó:

-¿Sos el tío Alejandro?

-Sí. ¿Y tú quién eres?

-Soy Marcelo, tu sobrino.

-No sabía que tenía un sobrino de tu edad.

-¿Sabes cuántos años tengo?

-No sé. ¿Cuántos?

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-Siete.

-¿El hijo de quién eres?

-De Beatriz y de Carlos.

-¿De Báshele, verdad?

-Sí, pero ella de verdad se llama Beatriz, antes se llamaba Báshele, cuando era chica.

Sonreí y pensé que el mío no era el único nombre modernizado, evidentemente Báshele también actualizó al suyo.

Caminamos por un ancho y triste corredor hasta llegar al último departamento de planta baja, que era donde vivieron siempre la tía Jane y el tío Itsic.

Como hacía mucho tiempo que no visitaba el lugar, cuando nuevamente lo vi, me sobrevino una pena profunda, motivada por la añoranza. Miré hacia adelante, a los costados, a mi alrededor, abajo y arriba, a todos lados. Mis ojos recorrieron desesperadamente el lugar, buscando, tratando de encontrar a alguien, sin saber a quién buscaba. Era a mi madre, era a mi madre a quien yo buscaba, a quien necesitaba. No concebía aquel lugar, aquella gente, aquella fecha sin ella.

De niño y después, más adelante, ya de joven, siempre pasábamos esa festividad en aquel sitio. Recordaba las travesuras y los juegos con los primos cuando correteábamos por aquel corredor oscuro, escondiéndonos en las escaleras, escapando de los gritos y de las reprimendas de la tía después de cometer alguna travesura. La peor ocurrió cuando la tía había cocinado varias tortas, masas, alfajores, chocolate, y jugos para el festejo del cumpleaños de Báshele. Mientras ella descansaba nosotros comimos y bebimos todo lo que estaba preparado. Hasta la torta de cumpleaños la terminamos íntegramente.

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Mi padre y yo fuimos los últimos en llegar a la cena. La familia completa estaba esperándonos para dar inicio a la ceremonia. Observé el lugar. Nada había cambiado, todo estaba igual, los mismos adornos, el samovar sobre un aparador al lado de dos candelabros de plata. Las mismas fotos enmarcadas, el mismo velador que apenas iluminaba una esquina del salón. Los muebles eran los mismos y también se sentía el mismo olor. El departamento se veía viejo y oscurecido por manchas de humedad que recorrían las paredes. De unos rieles colgaban las mismas cortinas, pesadas y amarillentas. Sobre el piso seguían las antiguas alfombras, lamentablemente gastadas. El lugar se veía descuidado y ajado. Cuando la tía Jane nos oyó entrar se acercó corriendo y contenta a saludarnos. Acerqué mis labios a su mejilla para besarla. Inmediatamente reconocí aquel olor a polvo de rostro, el mismo que usaba cuando yo era niño. A mi padre y a ella se les notaba felices. El tío Itsic también se emocionó cuando saludó a mi padre. Se veía muy envejecido, caminaba con dificultad, arrastrando el paso y ayudándose del brazo de la tía. Estaba vestido igual que siempre. Llevaba puesto un sombrero de fieltro negro, tenía una camisa blanca, corbata negra, el mismo traje de color gris, desteñido por los años, y que olía a remedio contra polillas.

A la tía también la noté avejentada, aunque muy cariñosa y risueña como era habitual. Seguía igual, con la exagerada curiosidad que la caracterizaba y el deseo de averiguar todo, absolutamente todo sobre mi vida y la de los demás. Me saludó y después me tomó de la solapa del abrigo y me llevó hasta la cocina, a un lugar donde nadie nos podía ver ni oír, y en ese rincón me sometió a un profundo y exhaustivo interrogatorio. Me preguntó por Sofía, por mi trabajo, por mis proyectos, mi situación económica, mis poemas y mis amores. Ni siquiera me daba tiempo de responder cuando ya inmediatamente formulaba la siguiente pregunta.

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Volvimos al salón donde estaba el resto de la familia.

Mírele era la hija mayor y la primera que se marchó de la casa. Apenas cumplió los dieciocho años se casó con su único novio, Carlos. Todos decían que lo hizo sólo para huir de la tía, que era una madre muy posesiva. Esa noche ella estaba con su marido y con sus cuatro hijas, muy simpáticas y muy bonitas. La otra hija, Báshele, como la llamaban sus padres y nosotros, y que después exigió que la llamaran Beatriz, también estaba con Felipe, su esposo, y sus cuatro hijos, tres niñas y un varón. Léibele, el único hijo varón de la familia y el preferido de los padres, vino sin su mujer, con sus tres hijos. Todos se pusieron de pie y se acercaron a saludarnos y a presentar a sus respectivas familias. Los niños me rodearon, curiosos por conocerme.

Sobre la mesa impecablemente puesta estaban la jalá redonda, como símbolo del año sin principio ni fin, por eso circular, y cubierto con una servilleta blanca. Las velas recién encendidas parecían flamear llenas de vida, de luz, de color, de brillo, junto a una copa de vino recién servida, también la manzana con miel y la vajilla de porcelana con los cubiertos de plata que la tía había traído de Europa.

Los hombres nos pusimos la kipá y cada uno de nosotros ocupó un lugar. El tío se sentó en la cabecera, tomó la copa de vino y recitó la bendición. Luego tomó un trozo pequeño de jalá, lo mojó en la miel y dijo otra bendición. Hizo lo mismo con una rebanada de manzana. Cuando terminó de rezar, nos deseó a todos un año dulce, un año próspero, y que el año siguiente estuviéramos, todos juntos reunidos de nuevo alrededor de esa mesa, con salud y felicidad. Los tíos no eran personas religiosas, por ello la ceremonia fue corta y sencilla, pero llena de emotividad y de fuerte tradición. Después la tía sirvió la cena. Comimos pescado relleno. A mi padre le sirvieron la cabeza del pescado, como debe ser con el jefe de familia, en recuerdo a la promesa bíblica: «Y os pondrá Dios por cabeza y no por cola, cuando obedecéis a los mandamientos del   —107→   Eterno, vuestro Dios». Después nos sirvieron sopa de gallina, pollo asado con papas, knishes, ensaladas y de postre compota de frutas secas y tortas de manzanas, de queso, de amapola, manzanas asadas y ensalada de frutas con helado. Era tanta comida que hubiera alcanzado para otra fiesta igual y otra más. En un momento de la cena, mi padre pidió silencio, llamó a la tía que estaba en la cocina, tomó su copa servida de vino y dijo:

-¡Todos llenen sus copas con vino, y levántenla!

-¡Los niños, no! -gritó Báshele.

-¡Todos, todos! ¡Los niños también!

Así como pidió mi padre, todos levantamos las copas e hicimos un brindis.

Lejaim23, Lejaim! -dijo mi padre.

Lejaim, Lejaim! -repetimos.

-Que tengamos un año próspero, un año dulce, con muchas satisfacciones, mucha salud, y en paz. Paz para Israel y paz para todo el mundo.

La cena continuó, y la tía siguió yendo y viniendo. Báshele y Mírele la ayudaban. Había tanta comida, que podrían comer un centenar de personas. Siempre sucedía lo mismo. La tía preparaba comida de una manera exagerada.

Yo decía que era el hambre de la guerra. A ella todo le parecía poco. Invariablemente temía que alguien quedara insatisfecho e insistía e insistía para que nos sirviéramos más.

Cuando veía algún plato vacío, iba y traía la fuente para llenarla de nuevo. Su insistencia a veces resultaba incómoda y desagradable, pero mi madre era igual. Temían al hambre. Y así como la tía se mostraba tan amable y simpática, en un instante podía cambiar radicalmente. Al menor descuido era capaz de   —108→   pronunciar las peores maldiciones, en yiddish, en polaco y en ruso cuando le disgustaba algún comentario o alguna actitud fuera de lugar.

El ambiente era ameno y familiar, se contaban historias, cuentos, chistes. Los niños más grandes peleaban y los más pequeños lloraban. Carlos hablaba con Felipe, Luis conversaba con Báshele, el tío y mi padre discutían sobre política. Léibele y yo nos entretuvimos hablando de economía.

El encuentro me remontó a una época de mi vida que creía olvidada. Mi primo hablaba despacio y pausadamente. Se había convertido en un ser tímido y abstraído, contrariamente a cuando era niño. En la infancia era alegre y risueño. Teníamos aproximadamente la misma edad, y a él, igual que a mí, sus padres lo criaron como único hijo, a pesar de tener dos hermanas. Cada tanto la tía lo miraba, sonreía y hacía un gesto de aprobación con la cabeza. Siempre fue el orgullo de sus padres. Cuando hablaban de su hijo, lo hacían24 con mucha satisfacción, todo lo que él hacía estaba bien. En la primaria fue un alumno muy aplicado, en la secundaria llegó a portar la bandera por ser uno de los mejores. Luego estudió Medicina. En esa época los tíos ya no encontraban palabras para admirar al hijo, además estaban tan orgullosos de él que siempre lo llamaban mi hijo el doctor. Era lo mejor, y no tan sólo en el estudio, era lo mejor en todo, ayudaba a su padre en el negocio, le reparaba los artefactos domésticos a su madre, y hasta hablaba correctamente en yiddish. Además, cuando creció, se convirtió en un hombre muy buen mozo y seductor. Mis padres siempre me comparaban con él, y en todo lo ponían de ejemplo, puesto que él no tenía ideas raras en la cabeza. A Léibele jamás se le hubiera ocurrido ser un escritor, ni sentarse durante horas frente a una máquina de escribir a pelear con un personaje, ni permanecer días enteros luchando con una palabra, para armar una rima en un poema,   —109→   ni tener amigos con ideas socialistas, ni desear, con intensidad, vivir solo, ni tampoco se le hubiera ocurrido ir a Israel a vivir en un kibutz. Menos aún se le hubiera ocurrido estudiar Periodismo y mucho menos Sociología. Para mis padres igual que para los tíos, ésas no eran profesiones dignas ni con las que uno se podía ganar la vida, ni tener un futuro asegurado. Fuimos creciendo, y a pesar de los años, mi padre igual siguió poniéndolo de ejemplo y yo continué cansado de esas molestas comparaciones.

Pero después todo cambió. Léibele no terminó sus estudios de Medicina, se casó con una joven que no era judía, de la que después se separó. Tuvieron tres hijos, a los que sólo veía una o dos veces al año, porque su ex mujer se volvió a casar y se fue a vivir a otro país.

Desde el día en que Léibele se casó, la tía cambió. Nunca se repuso de aquella desilusión. Nunca aceptó el casamiento de su hijo con una gentil. Se culpaba de todo, se martirizaba con sus propios pensamientos y decía que quizás si se hubiera ido a vivir a Israel cuando los niños eran pequeños no tendría que pasar por esa situación. Aquella decisión nunca tomada la sentenció a vivir con culpa. Su mayor ilusión fue siempre acompañar del brazo al hijo mayor, a su único hijo varón, hasta el palio nupcial. Después de aquella boda empezaron a aquejarla diferentes enfermedades. Sufría de una úlcera estomacal, de jaquecas repetidas, presión alta, y de un permanente deseo de llorar.

Terminamos de comer los postres. La tía trajo varios tipos de licores, café, té, estrudel de dulce de membrillo, nueces, almendras, pasas de uva, chocolates, caramelos y confites para los nietos.

El tío se levantó y puso música. Todavía conservaban un antiguo tocadiscos, y aquellos discos duros y negros que necesitaban girar debajo de una púa para sonar. Las canciones eran todas músicas   —110→   jasídicas. Después todos le pedimos a la tía que cantara. El que más insistió fui yo. La tía cantaba canciones que mi madre me cantaba cuando niño. Uno de sus nietos la acompañó con un acordeón y ella entonó una antigua melodía en yiddish que hizo que mis ojos se llenaran de lágrimas. Cuando niño, me causaba sorpresa y hasta me resultaba ridículo ver a mi madre y a mi padre lagrimear cuando la tía cantaba aquella misma canción que decía:


Adónde se puede conseguir un poquito de suerte.
Adónde se puede conseguir un poquito de felicidad.
Que la rueda gire y me traiga
mi suerte de vuelta.
El mundo se formó para que todas las personas
seamos iguales.
Hoy dónde puedo conseguir por lo menos un poquito
de suerte, y un poquito de felicidad.

La tía terminó de cantar, y en ese momento pensé que todos los que estábamos allí esa noche parecíamos personajes escapados de un cuento de Schólem Aléijem, que habitaban aquella antigua aldea llamada Kasrílevke. Todos habíamos retrocedido en el tiempo, con las comidas, el lugar, y los recuerdos.

Los niños más pequeños se habían quedado dormidos, uno con la cabeza apoyada sobre la mesa, otro en el sofá y otro sobre la alfombra. Los mayores fueron a mirar una película en la televisión del dormitorio de los tíos, todos acostados sobre la cama grande. Un niño correteaba alrededor del abuelo queriendo iniciar algún juego, y la niña, la más pequeña, se entretenía con las manos artríticas de la abuela, que contrastaban con las suyas, nuevas y pequeñas.

Mi padre, la tía Jane, y el tío Itsic aproximaron sus sillas y se sentaron los tres muy juntos para hablar de cosas de antes y   —111→   rememorar historias que solamente entre ellos podían compartir. Yo los observaba. Hacía años que no los veía así, y era como si el tiempo no hubiera transcurrido. Se repetía la misma escena, la misma conversación. Ellos insistían en ser los mismos de hace cuarenta años y en mantener viva la memoria. Recordaban siempre las historias de cuando vivían en Europa, de cómo se escaparon, y de cuando se volvieron a encontrar en América, creyendo que así permanecían resguardados de cualquier mal que les pudiera volver a ocurrir. El miedo, y la sensación de continuar siendo perseguidos les duró el resto del tiempo. Hablaban de los muertos como si siguieran vivos. Hablaban de la muerte como si no existiera. Hablaban de la vida con dolor. Ahí estaban un pasado injusto y un presente negado. El futuro no existía. Ese era el comportamiento de todos los sobrevivientes del holocausto. Ninguno de ellos pudo olvidar la guerra, nadie pudo borrar los números de sus brazos, y ninguno logró sobrevivir a aquel horror. Siguieron respirando, procreando, produciendo, comiendo, pero nadie logró vivir, vivir con la mente sana, sin dolor y sin miedo. Seguían estancados en los recuerdos, sin pensar que los mismos están en el pasado, sin pensar que sólo son eso, recuerdos, sin advertir que los momentos no se repiten. Ninguno de ellos era consciente de que las situaciones se crean, no se programan, de que la vida se vive y es difícil proyectarla cuando a veces en el siguiente paso la fatalidad aparece como un bufón desafiante y provocador, escapado de una caja de sorpresas.

Todo en esa casa, en esa conversación, en ese momento, tenía un significado que yo no deseaba descifrar. Allí estábamos reunidos padres, hijos, nietos, hermanos, sobrinos, evocando silenciosamente a los muertos.

Se creó un ambiente grato, familiar, amable, sencillo, un clima de tradición, de profunda y rica tradición, con mucho yiddishkait, la comida, las conversaciones, los diálogos, los olores, las fotos,   —112→   los afectos, las canciones y los recuerdos. Esa atmósfera en la que nadaba, me hizo dudar. Si yo también pertenecía a todo aquello, ¿por qué lo negaba? ¿Por qué me oponía a hablar en yiddish, si en realidad lo sabía? ¿Por qué ignoraba esa tradición si también era la mía? ¿Era por mi padre? ¿Qué escondía yo en mis negaciones? ¿Qué ocultaba él en sus reclamos? ¿Por qué insistía tanto en que yo siguiera con esa tradición? En ese lugar me resultaba muy difícil aceptar aquella situación.

Se hizo tarde. El tío se quedó dormido sentado en su sillón en una esquina del salón. Dormía con la cabeza tirada hacia un lado, la boca abierta y las manos entrecruzadas sobre el pecho. Los nietos lo rodeaban y se reían de los ronquidos que de tanto en tanto se escapaban de la garganta del abuelo. Desde que lo conocí, invariablemente terminaba igual.

Antes de salir la tía me dio una fuente llena de comida y despertó al tío para saludarnos.

Nos despedimos de los primos, de los sobrinos, abracé a la tía y sentí de nuevo su olor, aquel olor antiguo.

Después de esa noche no volví a ver con vida ni a la tía Jane ni al tío Itsic.

Quizás, tal vez, nos volvamos a encontrar en otro tiempo, en otro espacio, en otro lugar. ¿Quién sabe?



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ArribaAbajo- X -

Llegué a casa agotado, con un malestar general, sufría de mucha pesadez de estómago y de un tremendo dolor a la altura de la sien. No estaba acostumbrado a comer de esa manera, ni a beber tanta cantidad de vino. Además sentía una profunda desazón y una inconsolable tristeza. Pensé en Laura y disqué su número. Su teléfono sonó, sonó y sonó inútilmente.

Aquella fecha, la casa, esa cena, los tíos, los primos, sus hijos, revivir el pasado, despertar la nostalgia, compartir con mi padre las mismas emociones... Era demasiada pesadumbre para una noche solamente.

Mi padre también se sentía cansado. Preparó un vaso de té con limón para él y preparó otro té, uno digestivo para mí. Luego tomó sus medicinas, me deseó buenas noches, cerró la ventana, apagó la luz y se fue a dormir.

Mi mente estaba con demasiados recuerdos y mucha añoranza como para ir a descansar y pretender quedarme dormido con facilidad. Prendí un cigarrillo y con el mayor cuidado, evitando cualquier movimiento que produjera ruido y pudiese despertar a mi padre, salí al balcón. Era una noche fría, una noche de ausencias. El cielo era todo luna, claro. Las calles estaban vacías. El silencio   —114→   me acompañaba. Pensé en Laura. La extrañaba, la amaba. Después de algunos minutos sentí frío y entré. Mi padre dormía profundamente y la llamé de nuevo. Era tarde, tenía que atenderme, debería estar acostada, descansando a esas horas de la noche. No era su turno de guardia, por lo tanto no habría motivos para que no contestara, pero el teléfono sonaba y sonaba, y la llamada no tenía respuesta.

La ausencia de Laura durante todos esos días, su negativa de hablar conmigo, me produjeron mucho miedo, sobre todo miedo al abandono, pero el deseo de tenerla me creaba una esperanza. No pude contenerme y fui a buscarla.

A pesar de la hora y del frío, caminé hasta su departamento, y después de insistir varias veces tocando el timbre, Laura abrió la puerta por fin. La miré. Sus ojos estaban adormecidos, llevaba el pelo suelto e iba descalza, tenía puesta una ropa liviana, apenas transparente. Aquel sutil desnudo le prestaba una real sensualidad. Seguí mirándola, y entonces no supe qué decirle. No encontraba las palabras que justificaran mi visita en ese horario tan inapropiado y en una noche tan fría y especial. Ella tampoco habló. Cerró la puerta, se acercó y me miró. La tomé de la mano y ella caminó, lentamente, sin prisa y en silencio hacia mí. La abracé y así permanecimos los dos, juntos en la oscuridad. Una oscuridad incitadora a la confesión, provocadora de las más íntimas declaraciones. De pronto Laura se separó de mí, dio unos pasos hacia el velador, y cuando tomó la perilla para encender la luz, yo la detuve. No quería luz, quería permanecer así. La luz nos delataría, y dejaría al descubierto nuestros pensamientos.

La volví a abrazar y entonces, le pregunté:

-¿Qué te sucede?

-¿Por qué?

-No respondes a mis llamadas.

-No estaba en casa.

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-Mientes.

Laura se alejó de mí, y de espalda siguió hablando.

-Sí, miento, pero no encuentro otra manera de evitarte.

-¿Evitarme? ¿Por qué?

-Sabes lo que pasa.

-¿Qué pasa?

Se dio vuelta, y caminó unos pasos, y de nuevo frente a mí, dijo:

-Es por tu padre. Él nunca aceptará nuestra relación.

-¿Cómo lo sabes?

-¿Por qué cuando él te visita, tú te alejas y me evitas?

-No es así. Eso no tiene relación con su rechazo.

-Entonces, ¿por qué tú cambias cuando él viene de visita?

-Yo no cambio.

-Sí cambias, te vuelves ausente y te justificas por todo lo que dices y haces, lo tienes que engañar cuando vienes a verme, y yo no puedo ir a tu casa cuando él está.

-Esa no es la verdad.

-Te alejas de mí.

-No porque me dedique a él un par de días, signifique que me aleje de ti. Sólo viene un par de veces al año. Durante ese tiempo lo quiero atender. Es sencillamente por eso que no puedo estar contigo como quisiera.

-Sí, tienes razón, pero además sentís culpa.

-Culpa ¿de qué?

-Por el dolor que le causas a tu padre.

-¿Cuál dolor?

-El que sea yo tu pareja.

-Mi padre no solamente reclama acerca de mi relación contigo. Me reclama que me haya cambiado de nombre, que haya seguido esas carreras, que trabaje en el periódico, y que sea un simple profesor, y que no tenga ambiciones. Muchas son las cosas   —116→   que mi padre rechaza de mi vida, y sobre todo no acepta que no tenga descendencia, no haberle dado un nieto.

-Pero yo no soy judía.

-Eso no tiene importancia para mí.

-Pero sí para tu padre.

-Laura, tú no me entiendes ni entiendes la mentalidad de mi padre. Él es un pobre viejo de ochenta años, con otra cultura, con una educación diferente a la nuestra, con un pasado triste, y que insiste en querer modificar la vida de su hijo, recuerda que yo soy su único hijo. Además está convencido que el único que tiene la razón en todo, es él. Todavía se cree con derecho de manejar mis sentimientos y mi comportamiento.

-A mí no me importa lo que tu padre pretende, a mí sólo me importa cómo te afecta a ti todo esto.

-A mí no me afecta en nada.

-Ahora eres tú el que miente.

-Digo la verdad.

-Una cosa es lo que dices, otra lo que sientes, y otra cómo actúas.

Caminé hacia ella, y la abracé con fuerza.

-Te amo, Laura.

-Yo también te amo, Ale.

-Entonces, ¿por qué te alejas de mí?

-Yo no me alejo, eres tú el que escapas.

-¿Escaparme? ¿De qué? ¿De quién?

-De mí.

-¿De ti?

No podía entender las palabras de Laura, puesto que siempre le demostré que lo único que deseaba era estar con ella, disfrutar de los momentos que pasábamos juntos. Ella era la primera mujer con quien mantenía una relación así, llena de afecto y respeto. Respetando los lugares de cada uno, los espacios individuales, el   —117→   tiempo de estar solos, sin imposiciones de ningún tipo. Ella era soltera y yo divorciado. Ninguno de los dos tuvo hijos ni nada que nos atara a un pasado. Ninguno preguntaba al otro sobre sus amores, sus encuentros o sus frustraciones. No hacíamos proyectos de ninguna clase, nunca hablábamos de las vacaciones, ni de planes para los feriados, ni para el día siguiente. Eran los momentos y nosotros. Nosotros, inventando los momentos. Yo conocía las noches en que ella estaba libre y las tardes cuando no iba a trabajar, y ella estaba al tanto de los días en que yo no iba a enseñar, y de los otros, de cuando la inspiración me daba tregua, entonces nos llamábamos, nos buscábamos y acudíamos callados a los encuentros.

-¿Quieres que estudie para convertirme al judaísmo, Alejandro?

-¿Para qué?

-Para ser judía

-¿Para ser judía?

-Sí, como tú.

-No te entiendo, Laura.

-Para ser igual a ti.

-Nadie es igual al otro, Laura, además con el estudio no se logra ser judío, con un estudio se logra una profesión, no una identidad.

Laura se apartó bruscamente de mí. De pronto comenzó a sollozar.

-¿Qué te sucede?

-Nada.

-¡Estás llorando!

-Porque siento tu rechazo. Tú me rechazas, Ale.

-No, no es un rechazo, ven, Laura. Ven, deja de llorar.

-Tengo miedo, Alejandro.

-¡Miedo! ¿De qué?

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-De perderte.

-No, no Laura, no temas.

Nos abrazamos. En ese momento no quedó en todo mi cuerpo un solo espacio que no se estremeciera y sin levantar la vista de su cuerpo, la deseé. Tiernamente cerré sus labios con mis manos. Ella levantó el rostro. Sus ojos simpatizaron con los míos y una sonrisa apenas trazada se dibujó en su expresión.

Estar cerca de ella me producía una sensación de vida, de alegría, de seguridad. La noche se había adormecido y yo sólo quise seguir allí, en ese lugar, con esa mujer. Muy junto a ella. Pasaron los minutos y tuve deseos de continuar igual, ausente de todo, en ese total y absoluto estado de silencio. Me mantuve quieto. Temía producir algún ruido o algún movimiento que nos distrajera de aquel encantamiento. Solos, ella, yo, y aquella atmósfera creada por mí alrededor de nosotros, para no sentir nada más que no sea a ella, a su piel, solamente su piel. Allí estábamos nuevamente los dos envueltos en un incontenible deseo, cómplices de la misma irrefrenable pasión.

Bajé los párpados, y cerré los ojos para no ver, tampoco oír ni oler otro perfume que no sea el suyo. Junté los labios y sin apuro sentí en mis manos, su piel. La sentí a ella, a toda ella, mía. Sólo y puramente mía.

Y de nuevo, la noche resultó corta, las horas pocas, y el tiempo escaso para lo que ambos necesitábamos.

El despertador sonó a las siete de la mañana, pero yo seguía con sueño. No quería moverme. Me encontraba muy bien en esa habitación en la que aún quedaba el perfume de la seducción, en esa cama tibia, en ese espacio infinito y puro, que aún olía a Laura. Di vueltas y vueltas, igual a un niño. No deseaba levantarme de su lado. La busqué pero ya no estaba, entonces recordé que me había dicho que tenía que ir al hospital bien temprano esa mañana, y que yo también tenía que volver a mi casa, pues mi padre estaría   —119→   preocupado por mi ausencia. Tenía que apurarme para llegar al departamento antes de que él se despertara. Me levanté de un salto. Tomé mis anteojos que estaban sobre la mesa de luz, me puse el reloj y después volví a mirar la hora. Luego saqué un cigarrillo de la cajetilla, y fui hasta la cocina en busca de fósforos. Había aroma a comida, y el desayuno estaba servido. Sobre la mesa había dos tazas, una jarra con leche, el azucarero, cubiertos, un par de tostadas recién hechas y todavía calientes, mermelada, manteca, y en la cafetera, café. Laura estaba en el baño tomando una ducha. No tenía apetito, encendí el cigarrillo y volví al dormitorio. Mientras me vestía entró Laura. Se veía candorosamente bella envuelta en una toalla blanca, con los pies descalzos, y el cabello mojado. Una mirada lánguida dejaba a sus ojos apagados, esos ojos verdes, casi acelestados, que me embelesaron la primera vez que los vi. La amaba, y sentí que ella me pertenecía. Yo era su dueño, y ella era mía. Luego desayunamos. Laura se vistió y nos despedimos.

-Adiós, Alejandro.

-Adiós, Laura, te llamo.

-¿Cuándo?

-Apenas pueda.

-En el tiempo que te sobre. ¿Verdad?

-No, no es así.

-No importa, yo espero.

La besé en los labios, y ella besó los míos.

Caminé, no sabía si viajar en taxi, en colectivo, o tomar un tren subterráneo.

No era una mañana cualquiera. Era diferente, radiante, como si se preparara para un día único, con un viento anticipadamente primaveral.

Las personas caminaban deprisa, agobiadas por el tiempo, por las obligaciones, abriéndose paso a empujones, igual que en una jungla. Me sentí atrapado. Caminé entre la multitud. Ahí estaba   —120→   yo siendo parte de aquella perversa sobreviviencia que nos conducía a todos hacia una misma dirección. Me aterrorizaba ver los rostros de algunos jóvenes pintarrajeados, y agredidos, o agrediendo, con todo tipo de adornos y amuletos, pinturas y tatuajes. Vestidos con ropas desteñidas y desprolijas, cabellos teñidos y mal peinados. Se veían harapientos. Era como si andando de esa manera desafiaran al resto. Como si fuesen en busca de una identidad, y como si en ese total desenfreno buscaran rebelarse contra la humanidad, desquitarse de esa sociedad que les arrebató a sus familias, los afectos, la amistad. Luchaban por el poder del individualismo y por los derechos de la familia. Se convirtieron en habitantes de un mundo sin hogar. Eran hijos pertenecientes a una familia universal, abandonados en una absoluta orfandad. Pensé que finalmente sus gestos y sus cosas eran simplemente rebeldía, la notable, estudiada, analizada y mal gobernada rebeldía.

Bajé las escaleras para tomar un subte, pero siempre me producía escozor bajar a un sótano, a aquella sombra artificial con ruidos de máquinas. El rostro de un hombre irremediablemente trastornado y fatigado me hizo daño. Volví a subir. Afuera el día imponía luz. La mañana me devolvió un grato alivio. Levanté un brazo para parar un taxi. Subí. Lo conducía un hombre de mediana edad que vestía ropa vieja y sucia. Tenía las manos y las uñas manchadas de grasa.

Pasó un trapo por el volante, miró por el espejo retrovisor, y me preguntó adónde me llevaba. No respondí. Después me volvió a formular la misma pregunta y me disculpé, bajé y preferí ir caminando. El hombre se estaría preguntando si yo no sufría de alguna enfermedad mental, porque apenas puse los pies sobre el asfalto, arrancó bruscamente. Seguí caminando hasta llegar a una esquina donde había una parada de colectivo. Me detuve frente a un puesto de venta de revistas, periódicos y golosinas. Miré algunas tapas, pero me aturdieron los gritos del hombre que vendía los   —121→   diarios. Seguí esperando que pasara otro taxi. Todos corrían a mi lado, unos iban, otros venían, y nadie se detenía, en esa carrera desenfrenada hacia la nada o hacia el fin. Una mujer me detuvo y me preguntó la hora. Miré el reloj y se la di pero pensé qué importancia tendría la hora, el día, la fecha, el mes, el año, en este mundo. Nada importaba en este manicomio abierto para todos, en este teatro donde cada habitante tenía un papel que representar, cual personaje escapado de su propia tragedia griega, en este pedazo de universo donde las personas corren, corren y corren hacia ¿quién sabe? ¿Alguien conoce su final? ¿Estaba vivo, yo? ¿El resto que estaba a mi alrededor, aún vivía? ¿Quién era yo, quiénes éramos en realidad?

Me paré frente a la vidriera de una tienda para caballeros, donde un par de maniquíes mostraban las mejores prendas que se usarán en la próxima temporada. Trajes impecablemente confeccionados, corbatas, medias, paraguas, zapatos, billeteras, pañuelos para el cuello. Tuve deseos de entrar y cambiar mi vestuario, que ya estaba desactualizado. Necesitaba calmarme, envolverme en algún tipo de frivolidad, pero no podía hacerlo. Mirar vidrieras era un juego seductor, atrayente, pero nada más. Una ráfaga de humo escapado de un caño de escape me hizo regresar a la realidad. ¿Acaso comprándome ropa nueva que quizás jamás usaría iba a calmar mi pesar? Sería un instante de distracción, apenas una caricia, y después, la nada. Mis pensamientos recuperaron la sensatez. Me arreglé el cuello del sobretodo y me ajusté los anteojos, prendí un cigarrillo y decidí seguir caminando. Miré el reloj. Era tarde, tenía que caminar más aprisa, aunque pensé ¿para qué? ¿Para discutir con mi padre? ¿Para corregir exámenes o para preparar alguna clase, para darme una ducha, o para pensar en Laura? Pero tenía que volver. Sentía la necesidad de encontrar un lugar donde cobijar mis dudas. Paré frente a un almacén en cuya puerta había un cartel que decía comida judía. Entré y compré algunas porciones   —122→   de tortas y otras comidas saladas pensando que a mi padre le gustarían.

Llegué a la plaza, y me senté unos minutos a descansar y disfrutar del lugar, del dorado suave del sol, del pasto verde, del cielo azul, de todo aquello que la naturaleza estaba ofreciéndome. No podía rechazarla, no debía, era su regalo.

Un rato después crucé la calle y en la entrada del edificio me encontré con la mujer del cuarto que sacaba a pasear a su perra, vestida con una ropa a cuadros. Los niños del primer piso salían para el colegio, y la madre a la verdulería, el portero vestido con su uniforme gris, y los zapatos negros con suela de goma, limpiaba el piso de la entrada, y miraba, con su mismo gesto de siempre, curioso por saber lo que ya conocía sobre nuestras vidas. Me detuvo y me preguntó por mi padre, por su corazón y me contó que la joven del segundo piso «B», se peleó la noche anterior con uno de los tantos novios que tenía, que la otra que vivía en el mismo piso recibió la visita de sus padres y de uno de los hermanos, y que el hijo de Don Samuel no vino el último fin de semana a buscar al padre por lo que el pobre viejo sufrió de nuevo una crisis de hipertensión y en consecuencia no pudo salir de su departamento en un par de días, y que él y la del primero tuvieron que llevarlo a poner una inyección en la farmacia de la esquina. Mientras subía las escaleras, pensaba que cada piso tenía sus propios ruidos y sus olores característicos. El ruido de un televisor funcionando. El de un tocadiscos. El olor a milanesas, a colonia, el ladrido de un perro, o simplemente el silencio.

Cuando abrí la puerta de mi departamento oí ruidos de bolsas de papel y también la radio en la que se estaba transmitiendo música jasídica, y entre canción y canción el locutor convocaba entusiastamente a hombres y mujeres solos a que llamaran al programa para conseguir parejas.

  —123→  

Fui hasta la cocina y advertí que mi padre se había ido de compras. Había estado en la panadería y en la fiambrería, comprando arenque fresco, anchoa en sal, fiambre, pan fresco, huevos, verduras y frutas.

-Hola, Iósele.

-¿Cómo dormiste, papá?

-Bien, me desperté temprano, y como no te encontré fui hasta el mercado.

-¡Papá! ¿Por qué compraste tanta comida?

-Mira, hijo, para ti compré beigalaj25, como lo hacía tu madre, también te compré un leicaj26, recordé que a ti te gustaba.

-¿Y para ti, papá?

-El resto, todas las comidas que a mí me gustan.

-Me hubieras pedido a mí, y yo te las compraba.

-¿Acaso yo te tengo que pedir? Tú no sabes que a mí me gusta hacer las compras, vivo solo y estoy acostumbrado. Antes también era yo el que hacía siempre las compras, o ya te olvidaste, Iósele.

-Papá, no puedes caminar solo por la calle con tantas bolsas, sabes que es peligroso.

-Tú no estabas para pedirte.

-¿Por qué no me esperaste?

-Cómo iba a saber a qué hora llegarías, si tú sales siempre despacio, y nunca me avisas ni te despides de mí. Te escapas, hijo.

-No es así como tú dices, papá, sólo que te veía durmiendo tan plácidamente que no quise despertarte.

-¿De dónde vienes, Iósele?

-Papá, no tienes por qué saber de dónde vengo.

-No dormiste acá.

  —124→  

-Ya lo sé.

-¿Dónde dormiste?

-Si te cuento, de nuevo vamos a discutir.

-Hijo, ¿no es suficiente todo lo que pasa entre nosotros para que también me hables con ese tono?

-¿Qué cosas pasan, papá?

-Cosas graves.

-¿Graves? ¿Cómo cuáles?

-¿Y no lo sabes?

-¡No!

-¡Tu nombre, hijo! ¡Cambiaste de nombre! ¡Prestaste un nombre!

-No lo cambié, ni presté ningún nombre, simplemente elegí uno y no es por otra cosa que para volverlo más práctico, recuerda que soy maestro, y a mis alumnos les dificultaba pronunciar correctamente mi apellido. Y que me llamara José y después eligiera cambiarlo por Alejandro no tiene nada de extraño.

-Era lo único que nos unía, hijo.

-¡Papá! ¿Qué dices?

-No hablamos el mismo idioma, porque tú lo rechazas, no comes mis comidas porque a ti no te gustan, no padecimos juntos del mismo antisemitismo, no sufrimos de iguales dolores. Tú no perdiste a toda tu familia en los hornos.

-Me culpas por algo de tu historia en la que yo nada tuve que ver.

-No te culpo, hijo, te hago ver las cosas que tú las niegas.

-Pero tenemos la misma tradición. Papá, hay una historia común que nos une.

-Pero no tenemos un nombre que nos una.

-¿Papá, tú necesitas que nos una un nombre?

-Sí.

  —125→  

-¿Por qué?

-Porque siento que así como rechazas mi apellido me rechazas a mí. ¡A mí, que soy tu padre!

-Quizás sientas ese miedo, porque en realidad no tenemos nada que nos una.

-¡Tienes mi sangre! ¡Mi sangre!

-¿Tu sangre? De qué sangre me hablas, o no sabes que la sangre no habla, no abraza, no ríe, no juega, no acompaña.

-No sabes lo que dices, hablas tonterías.

-No son tonterías. Lo que a ti te pasa, papá, es que sigues viviendo en el mismo ghetto, nunca has salido de ese lugar.

-¿De qué ghetto me estás hablando?

-De un ghetto sin muros ni soldados. Escapaste, llegaste a América, vives en un sitio seguro, pero en realidad nunca has salido de allí. Los mismos miedos te siguen paralizando, la misma angustia te deja inválido. Los mismos recuerdos te siguen carcomiendo. Piensas igual y sientes igual que cuando vivías en Lomza.

-¿Y tú qué sabes? Naciste en un lugar donde te pudiste criar libre, en una ciudad donde tu vecino no te grita judío puerco, ni pisotean tu dignidad, ni llevan a las cámaras de gases a tus padres, a tus hijos, a tus hermanos, a toda tu familia. Qué sabes tú, Iósele. Tú sólo sabes pelear con tu padre.

-Papá, no te das cuentas que tú mismo eres tu propio traidor. Te traicionas a ti mismo.

-Y tú, hijo, conspiras contra tu pasado.

-No sabes lo que dices, papá.

-Estoy viejo pero todavía no perdí la razón. Exijo que cumplas con los mandatos que nosotros te enseñamos, con lo que viste, y viviste en nuestro hogar, y que no reniegues de todo eso. ¿Recuerdas cuando eras niño, cuando íbamos juntos todos los sábados al shil, y cuando los viernes de noche tu madre prendía las velas del viernes, y tú rezabas la bendición del vino? ¿Lo recuerdas?

  —126→  

-Sí, papá, por supuesto que lo recuerdo, pero entonces la esperanza de la continuidad estaba cumpliendo su proceso normal en mi crecimiento. Sin embargo crecí y me convertí en un hombre, en un ser individual, y no en una creación tuya, en quien sigues depositando toda tu historia de dolor.

-Eres mi hijo, si no es en ti, ¿en quién, entonces? ¡Oy, Dios mío, me duele todo! ¡Me duele el corazón!

-¿Te sientes mal, papá? ¿No quieres ir al hospital?

-Mi dolor no se cura con medicamentos, se cura con najes, eso necesito, hijo, najes tuyos.

-Papá, entiende que tu deseo que yo sea como tú quieres, es un anhelo tuyo profundo y sincero, pero quieres algo imposible. Pretendes que yo modifique mi manera de pensar, y que mi comportamiento sea distinto, porque según tu manera de ver, yo estoy equivocado.

Avade! ¡Estás equivocado!

-Esa es la verdad, la única verdad. Deseas transferir en mí toda tu historia, deseas que yo cumpla con lo que vos no pudiste.

-¿De qué verdad me hablas, Iósele?

-Voy hacia la verdad reflexiva, hacia la verdad filosófica, o científica, o como tú quieras llamarla.

En ese momento me entró una duda. Estaba peleando con mi padre por muchas razones, por el cambio de mi nombre, por no seguir con la tradición heredada de él, por no haberle dado nietos, pero en realidad, toda aquella discusión empezó a raíz de mi relación con Laura. Finalmente yo estaba apostando por Laura, le estaba desafiando a mi padre y me estaba desafiando a mí mismo. Aquel desafío, me hacía sentir seguro. Era una apuesta. Gozaba del riesgo que alimenta al apostador.

Mi padre volvió a hablar:

-Hijo, tú nunca necesitaste luchar para que no te saquen la   —127→   vida. Tú no luchaste en un campo de concentración para continuar existiendo, y tampoco tuviste hijos a quienes contar tu historia, ni que sigan con tu tradición.

Mi padre sin darse cuenta estaba hablando sobre las tres leyes que cumplir, la ley de la existencia, todo ser es un efecto, procura. La ley de la sobreviviencia, preservar en su ser. La ley de la descendencia, a través de los hijos continuar viviendo.

-¿Dónde tú lees tantas tonterías? ¿Para qué te sirvieron tantos estudios que hiciste, tantos libros que leíste? Sólo te hicieron mal, dañaron tu cabeza. Mira qué has hecho de tu vida. Abandonaste a Sofía, una buena mujer, que te hubiera dado hijos, a cambio de qué, de vivir así, en un lugar desordenado, mal alimentado, mírate, solo, delgado, y junto a una mujer con la que no podrás crear nada. No puedes tener futuro.

-¿Cómo tú sabes?

-Porque eres mi hijo y ella no te va a dar lo que tú necesitas para vivir en paz.

-Siempre das la misma respuesta, sin fundamentos.

-Sigues hablando como un profesor. Yo no soy uno de tus alumnos, soy tu padre, y háblame por favor más despacio, sin gritar, que aún no estoy sordo.

-Esa no es la vida, la realidad es otra.

-¿Y cuál es la realidad?

-Es un poco de filosofía, es sólo eso.

-¿Para qué estudias filosofía?

-No la estudio, la leo y la leo porque sencillamente me gusta, y me ayuda en ciertos momentos como este y como otros en los cuales me paso discutiendo contigo.

-Pero Iósele, estudia el Talmud, si en el Talmud está todo escrito. Allí están todas las respuestas.

-Las respuestas las tiene uno mismo, cada ser humano tiene que encontrar en sí mismo las respuestas a sus preguntas.

  —128→  

-¿En qué Dios crees, Iósele?

-Yo no creo en Dios, yo hablo con Dios, ya te lo dije.

-¿Y nuestro Dios? ¿El Dios de Abraham?

-Ese Dios, papá, se vive. El Dios de Abraham se vive, el Dios de Spinoza y de Aristóteles se piensa.

-Jamás te voy a entender.

-Porque tú no quieres, papá.

-¡Cállate ya, hijo!

Y callé. Callé, como callé muchas otras veces, y como tantas otras veces me escondí, porque me faltó valor para enfrentarme a mi padre, a la calle y a la noche.



  —129→  

ArribaAbajo- XI -

A pesar de estar acompañado por mi padre, me sentía solo, y con una sensación de ahogamiento. Por ello decidí salir a caminar. Quería desaparecer, perderme, no seguir pensando, ni sufriendo, ni cuestionándome miles y miles de dudas. Tampoco quería seguir discutiendo y peleando con aquel viejo caprichoso sobre los mismos temas de siempre. Mi verdad era que amaba a Laura, y ella despertaba en mí un difuso y único sentimiento irracionalmente bello. Pero de esa manera no podía continuar nuestra relación, una relación entre dos seres adultos, en la que ninguno debería seguir sufriendo la neurosis que produce el estado de enamoramiento.

No sabía adónde ir. Tenía que aturdirme, huir de mi soledad, de mis dudas, de mis miedos. Me sentía tremendamente ausente en una ciudad rodeada de avenidas anchas, llena de personas, de luces. Luces en los letreros, que parpadeaban incansablemente en una conjunción armoniosa de ingenio y colorido. Seguía inmerso en la melancolía. Caminé hasta el bar, un lugar protegido por un tiempo diferente al del mundo de afuera, con un ritmo que giraba en otra dimensión, un refugio para el tedio, para la discusión y para la creación. Estaba atardeciendo. Entré y vi a José que se encontraba sentado en la misma mesa de siempre, leyendo una partitura, y   —130→   fumando cigarrillos negros. A lo lejos parecía un personaje sacado de una historieta de espionaje. Siempre que la estación lo permitía, llevaba una boina encima de la cabeza totalmente rapada, tenía la piel blanca, y la del rostro muy ajada y arrugada, e invadido por finos hilos rojos. Sus ojos eran pequeños y celestes, tan celestes que parecían transparentes. Una nariz grande y angulosa y una boca con labios gruesos le dejaba un aspecto muy particular. Cualquiera que viera a José por primera vez notaría que se trataba de un extranjero, por su figura, y por la ropa que llevaba, y sobre todo por su acento. Era un hombre alto, fornido, siempre usaba pantalones grandes y camisa blanca. Su vida era un misterio. Nunca hablaba de ella, ni permitía que nadie le preguntara algo sobre su pasado.

El lugar estaba casi vacío, el dueño todavía no había llegado ni tampoco las demás personas que rutinariamente acostumbraban a reunirse allí. José oyó el ruido de mis pasos, levantó la mirada, y me llamó.

-Alejandro, ven, amigo, ven.

Me acerqué a la mesa, pero antes de correr la silla para sentarme me fijé en el piso y luego en el cenicero. Estaban abarrotados de ceniza y de colillas de cigarrillos. También observé la buena cantidad de partituras que estaban esparcidas sobre la mesa y principalmente la que José estaba leyendo. Había hojas sueltas en cuyos pentagramas estaban escritas algunas notas musicales.

-Estás estudiando, no quiero interrumpirte.

-¿Interrumpir? ¿Qué?

-Tu lectura, tú escritura, tu estudio, tu clase, yo que sé.

-No seas tonto, ven, siéntate.

José juntó las partituras y las guardó dentro de una carpeta roja, y luego juntó las hojas sueltas y las guardó en otra carpeta, también roja, pero más gastada.

-Estoy estudiando a un gran músico, ¿sabes? Fue uno de los mejores de su época.

  —131→  

-¿Bach? ¿Schubert? ¿Beethoven? ¿Cuál de ellos?

-No, no es a ninguno de los que nombraste, a todos ellos ya los estudié durante muchos años.

-¿Entonces, a quién estudias?

-¡Bruckner!

-¿Bruckner? ¿Pero acaso Bruckner no fue un líder alemán, nazi?

-Te confundes, Alejandro, ese se llamó Wilhelm Bruckner, en cambio el músico austríaco a quien yo estudio es Anton Bruckner.

-Lo sabes todo, José.

-Sólo conozco los temas que me interesan, como la música, el arte, la política, pero sobre otros temas, te aseguro que no sé absolutamente nada, como la Sociología, o el Periodismo, por ejemplo.

-Pienso que lo sabes, simplemente no te interesa hablar de ellos.

-Alejandro, así no podemos hablar.

-¿Cómo?

-Sencillamente, no podemos seguir hablando con la boca seca. ¿Qué quieres tomar?

-No sé. ¿Qué tomas tú?

-Café, café negro doble.

-Realmente no sé qué deseo tomar.

José llamó al mozo, éste acudió de inmediato y lo primero que hizo fue cambiar el cenicero, y después anotar el pedido.

-Mozo, otro café igual al mío.

-¿También doble? -preguntó.

-¡Igual! -respondió José.

-¿Tú ya lo decidiste? -dije.

-¡Así es!

  —132→  

Y cuando el mozo se iba retirando para cumplir con el pedido, José lo llamó de nuevo.

-Ven, trae también dos vasos pequeños, y una botella de vodka, pero del bueno.

-¿Vodka? ¿A esta hora? -pregunté.

-Qué importancia tiene la hora, ni el lugar, lo importante es el momento, la compañía, y ahora yo considero que es un buen momento para beber una de las mejores bebidas, si no es la mejor.

-Bueno, entonces también tomaré vodka.

-Te veo mal, Alejandro. ¿Qué te pasa?

-No sé qué me pasa, estoy decaído, siento que vivo en una guerra permanente.

-¿Guerra? ¿Con quién?

-Conmigo mismo, una guerra interna y externa.

-¿Por qué?

-Por miles de conflictos.

-¿Conflictos? ¿Cuáles?

-El amor, el desamor, el abandono, la soledad, la angustia, mi identidad. Mis peleas con mi padre, Laura.

-Pero, ¿y tú que piensas? Así es la vida, así se comporta la vida.

-En otro aspecto siento una agresión por parte del mundo de afuera, de la calle, de los ruidos, de los olores, de la polución, de mi padre, hasta de los tíos a quienes veo cada diez años. Una permanente y dolorosa agresión.

-¡Es la decadencia, Alejandro! Es la decadencia, mi amigo. Y sabes, hay que luchar contra la decadencia.

El mozo trajo la taza de café, el azucarero, dos vasos pequeños y la botella de vodka, acompañados de dos vasos llenos de agua, y otro cenicero.

-Es el desorden, Alejandro.

  —133→  

-¿Cómo? No te entiendo, tú siempre hablas como filósofo, y no como músico. Y después dices que no conoces nada sobre otros temas que no sea política y música.

-No puedo darte explicaciones básicas y filosóficas de la vida, con notas musicales, ni interpretando en el violín una composición. La música te puede emocionar, quizás te ayude a pensar mejor, y te transporte a una abstracción completa del entorno, pero no te puede descifrar sentimientos para ayudarte a calmar tu estado anímico.

-En mi vida todo está en desorden, mi casa, mis relaciones, mi trabajo. Ya no sé qué me gusta y qué no me gusta. No encuentro personajes nuevos sobre quienes escribir. No encuentro situaciones nuevas, sino las mismas de siempre donde aparecen mis conflictos. Intento una y más veces continuar con la novela que estoy escribiendo hace años, y lo único que consigo es romper más, y más papeles con alguna que otra palabra escrita. No logro escribir una sola página más. En mi vida nada está bien, todo es un desorden terrible.

-Sabes, Alejandro, que el orden puede crear desorden. Pero el desorden por sí mismo no se puede ordenar.

Antes de responder bebí un sorbo de café, que estaba tan caliente que me quemó la lengua. Tuve que dejar la taza y beber agua para calmar el ardor.

-Esa teoría ya la conozco, José.

-Si tú estás en total desorden, tú creaste ese desorden. Ahora solamente tú mismo puedes arreglarlo, tienes que tratar, porque sabes que por sí solo no se va a arreglar, es imposible. Entonces encárgate de poner tus ideas en orden, tus sentimientos primero, lucha con lo interno, y después verás que el mundo de afuera es hostil sólo si lo permites.

-Dime, José, ¿cómo haces tú?

  —134→  

-Mi historia, mi sufrimiento, son solamente míos. Las historias no se repiten. La tuya es una, la mía es otra. No existe la misma historia copiada. ¿Sabes qué dice un famoso dicho ruso?

-No.

-¿Quieres saberlo?

-¡Por supuesto!

-«Vivir es bailar sobre la propia tumba».

-Ese dicho es muy terrible.

-Muchos de nosotros hace tiempo que estamos muertos, a pesar de seguir con vida. Yo soy un ejemplo de ello, el presente mío no tiene nada de mi pasado, hay dos José en mi historia. Existe un desdoblamiento en mi personalidad. Imagínate Alejandro que yo fui maestro en grandes conservatorios de música, primero en Rusia y después en Polonia, junto a otros importantes maestros, y mírame ahora, apenas me gano la vida enseñando violín a uno que otro alumno, no tengo familia, y ni siquiera puedo discutir sobre los temas políticos que a mí me interesaron siempre. El comunismo ya no existe, los grandes pensadores de mi partido quedaron fuera de época. Únicamente tengo este lugar, pocos amigos, y mi música. Quisiera maldecir a muchos, inclusive muchas veces quise maldecirme, pero no se debe maldecir a sí mismo. Nunca maldigas tus propios sentimientos.

-¿Cómo sobrevives?

-El tiempo me dejó escéptico, me considero un ser condenado a creer solamente en la casualidad. Pero la vida también me obligó a aprender a sobrevivir, sencilla y simplemente a eso, pero tú Alejandro tienes que aprender que si quieres sobrevivir, debes hacerlo con alegría.

-¿Alegría?

-Kaplan dice que «Alegría es felicidad y felicidad es una situación en la cual tiene supremacía la sensación de que la vida merece ser vivida».

  —135→  

-¿Cómo lograste llegar a este estado, después de todo lo que pasaste?

-Siempre leí, estudié, y luché. Me enseñaron a ser así. Yo estuve prisionero en Lubianka, una de las peores prisiones de Moscú, y sobreviví, recuerda que fui parte del pueblo ruso, un pueblo que siempre fue fuerte, muy fuerte y también inteligente. Una parte de su pueblo también fue muy culto. Pertenecíamos a la intelectualidad. Existieron grandes músicos, grandes escritores, había también judíos militares, que pelearon en la primera guerra mundial. Otros eran dueños de bancos. La otra parte vivía en el campo, en pequeñas aldeas llenas de tradición. Eran muy trabajadores, y fueron los más sufridos. El pueblo ruso también sufrió grandes persecuciones, las cruzadas, los pogroms, grandes masacres. Hubo personajes macabros en nuestra historia, como Imelnitski, un jefe cosaco que organizó terribles matanzas de judíos. Imagínate que hasta hay un dicho cosaco que dice: «Dos judíos, dos perros, los mismos, de la misma religión». Pero la peor historia fue la del holocausto, y nadie creía que se podía cumplir tal destrucción.

Quise interrumpirlo porque me estaba contando cosas que yo conocía muy bien, pero José hablaba muy entusiasmado:

-Cuando algunos decían que el nazismo significaba la decadencia de la civilización, de la libertad, y de la moral, y que teníamos que organizarnos para aniquilarlos, nadie le daba importancia. Estábamos tan acostumbrados a los discursos antisemitas, a los panfletos, y a que se escupieran a la cara, que nos gritaran insultos, que no creíamos que se pudiera llegar a tal masacre, a tal genocidio. Y todavía antes hubiéramos tenido tiempo de escapar, pudimos ir a Praga, a Viena, a París.

-José, tú sigues con la idea del comunismo como única y mejor ideología política, pero el comunismo demostró su   —136→   incapacidad. Existieron grandes dictadores, hubo asesinatos en masa.

-Este no es el momento oportuno para que tú y yo nos detengamos a hacer un estudio sociopolítico de ese capítulo de la historia, porque ambos conocemos parte de ella, no es ajena a ninguno de los dos, y en especial a ti.

-¡Cómo! ¡En nombres de ideologías se masacraron pueblos enteros!

-¿Cuáles ideologías?

-¿Qué me preguntas? Si tú lo sabes. Ideologías políticas, el bolchevismo, el partido socialdemócrata, el nacionalsocialista, el capitalismo, el comunista, la anarquía, las religiosas, las sectas.

-La Historia no cumple una función justa, cuando deja de funcionar un sistema como el comunismo, por ejemplo, se sacan a relucir las peores atrocidades que pasaron en el periodo que duró aquel sistema, pero todo es conveniencia. ¿O cómo crees que ahora sigue lo político? La conveniencia y el oportunismo dominan al mundo. El poder, destruye. La teoría social comunista era la mejor, la única que luchaba por los verdaderos derechos de la clase social trabajadora.

-¿Cuáles fueron los principales enemigos de ese sistema?

-Entre nuestros enemigos estaba Alemania. ¿Sabes por qué?

-Creo que algo sé.

-Los bolcheviques descubrieron que los alemanes se proponían conservar bajo su fiscalización los Estados Bálticos y la Polonia Rusa. No toda Rusia estaba a favor de aquella dominación. Después de la revolución nacional, Ucrania y Transcaucasia se mantuvieron firmes frente a la dominación bolchevique en el sur de Rusia. ¡Sufro tanto cuando hablo sobre Rusia!

-Cálmate, cálmate.

-Nadie puede llegar a entender lo que fue ese país, y sufro cuando sé que los comentarios son sólo de parte de una clase, y es   —137→   el capitalismo, para desprestigiar a su oponente. Extraño las reuniones, la clandestinidad que ellas tenían, inclusive ya en América. Extraño la fuerza de un sistema.

José bebió de un solo trago todo el contenido del vaso, luego encendió otro cigarrillo.

-¿Qué más extrañas, José? -pregunté.

-A mis compañeros del movimiento, y a una mujer, la mataron. Era también una comunista acérrima. Vivíamos juntos. Habíamos decidido no casarnos nunca, y nunca hablamos de tener hijos.

-¿Cómo se llamaba?

-Qué importancia puede tener eso ahora.

-Háblame de ella, entonces.

-Fue una historia de otra época, en viejas tierras. También extraño la bandera roja, que era la de los socialistas liberales rusos, y también la de los bolcheviques.

-¿Cómo era tu vida en aquella vieja tierra como tú la llamas?

-Era muy duro vivir en Europa, antes de la Segunda Guerra Mundial. Nuestras vidas ya eran tristes y sin esperanzas. Había poco trabajo. Pasábamos hambre. Éramos segregados por el antisemitismo, pero todos nos quedábamos en nuestros lugares. ¿Quién se animaba a cruzar el río Vístula en Polonia, o el río Volga, o el puente de Praga para llegar a Bialystok que entonces estaba en poder de los comunistas, o alguna otra frontera para viajar a otro mundo? Algunos, sólo algunos que ya en América tenían familia, techo, y un trabajo asegurado; entonces se arriesgaban, pero de otro modo seguíamos en los mismos lugares, trabajando, y luchando por sobrevivir, sobre todo peleando contra el hambre, el frío, las epidemias, y más adelante también para no morir dentro de las cámaras de gas. Pero hay un dicho que dice: Hay sólo una estirpe de hombres, los hombres dolientes y rebeldes a toda racionalización.

  —138→  

-Shestov lo dijo. ¿Verdad? ¿Dónde lo leíste?

-Así es, mi buen amigo, Lev Shestov lo dijo, ya olvidé donde lo leí.

-José, me sorprendes. Tus conversaciones son siempre extremadamente interesantes, pero como esta vez nunca antes te había oído hablar, ni definir sentimientos, ni defender así tus ideales.

-¿Cómo, Alejandro?

-Con tanta emoción, con tanto conocimiento, con tanta sabiduría. Antes nuestras conversaciones eran menos profundas, y menos críticas.

-Creo que llegué a una edad en la que mis miedos se atemperaron. Dejé de temer al infortunio, al hambre, al desamparo, a la angustia. Dejé de creer en la amistad, y en cualquier otra relación incondicional, esa no existe. También dejé de creer en el secreto de una confidencia. Nadie guarda el secreto del otro, si hasta el propio es difícil de guardar. Las confidencias nos las tenemos que hacer a nosotros mismos, esa es la ley del verdadero secreto, del secreto que perdura. Pero volviendo al otro tema, eso no está bien. No está bien acumular sabiduría.

-¿Qué está mal?

-Tener tanto conocimiento. El que aumenta saber, aumenta dolor. Imagina si yo hablo de todo esto cuando están conmigo Carlos o don Samuel u otro. Nadie me va a escuchar. Se van a cansar de mí, se van a levantar y me van a dejar solo, o se van a molestar con mis comentarios. ¿Quién más cree en el comunismo? ¿A quién le gusta escuchar a un viejo tocar el violín? Los tiempos cambiaron.

-Cuéntame algo más sobre Rusia.

-Ya te dije antes, mi amigo. El pueblo ruso fue uno de los más cultos y preparados de Europa, y el que más cantidad de judíos tenía. Eran los únicos de la región que eran revolucionarios o sionistas. Jamás creímos en el Zar. Sin embargo los judíos alemanes creían en el Kaiser. Cuando los nazis les sacaron los pasaportes y   —139→   la ciudadanía alemana, y les prohibieron casarse con no judíos, tener empleados no judíos, y ejercer algún tipo de vida intelectual, tenían la falsa idea de que los judíos controlaban la economía alemana. Ellos sufrieron de una quiebra de la identidad nacional. Consideraban además que sólo aquellos que tuviesen sangre aria eran dignos de ser ciudadanos. La pureza de la sangre alemana era esencial para la existencia del pueblo alemán. Ese fue un decreto. El otro fue desarraigar a los judíos. Algunos biólogos nazis afirmaban que era suficiente que un judío cohabite con una alemana para que ésta quedara impura para siempre. ¿Y sabes Alejandro qué significa la palabra Ario en sánscrito? Significa amo, pero, ¿por qué me haces tantas preguntas si tu padre también conoce mucho de historia y política, puesto que vivió en Europa el mismo tiempo que yo, y también perteneció al movimiento político que se llamó el Movimiento Judeo-Socialista que se inició en Lituania, cuando ese país báltico igual que otros, como Letonia, Estonia, estaban anexados a la Unión Soviética, antes de la invasión alemana?

-Mi padre jamás me ha hablado de nada que tenga que ver con su vida en Europa antes de la guerra, ni tampoco después. Él nunca habló de política conmigo, no entiendo por qué él se niega a contar sus historias pasadas.

-Hay que respetar su silencio. Alguna razón tendrá por la que se niega a hablar. Quizás sea por temor.

-¿Temor? ¿A qué?

-A lo mismo que yo le temo. A los recuerdos. Si se pudiera apartar algunos y rescatar sólo esos que no producen dolor... Pero la memoria resulta cruel, puesto que es el almacenamiento de frustraciones, fracasos y pérdidas, sobre todo a mi edad y a la de tu padre, Alejandro, cuando se caminó demasiado y se está cerca al final, el cuerpo ya no responde. Las amarguras, las frustraciones y los malos recuerdos emergen, y de pronto te enfrentas a un gran jurado donde ocupas el lugar del acusado. Los recuerdos son el   —140→   jurado y tu memoria es tu único juez.

-Pero tú eres diferente a mi padre. Él se calla, sin embargo tú hablas, cuentas, transmites.

-¡De política! Sólo hablo de ello.

-¿Y por qué temes contar sobre el resto?

-Porque el temor nadie te arranca. También yo temo, pero quizás yo hable más que tu padre, porque ya no tengo familia, ni nadie a quien proteger. Pero todos los que vivimos ese período de nuestras vidas, perseguidos, sabemos de sufrimiento.

-Háblame sobre tu vida, José.

-Alejandro, lo que tú quieres, es conocer la experiencia de un viejo que se está cansando de vivir.

-¡Qué dices José!

-Sí, estoy cansado, ya no puedo con mis días, perdí las fuerzas, me queda poco tiempo. El tiempo se fue, la vida se escapó. Es terrible cuando se te desintegran los ídolos, y pierdes el miedo a los fantasmas, cuando descubres que ellos no existen, que sólo eran parte de tu imaginación. Y lo más terrible es cuando se te esfuma la admiración que creaste hacia ciertos personajes porque descubres que ni cerebro tenían.

-Pero aún eres un hombre fuerte, sano.

-Alejandro, no es la edad, ni la enfermedad, es toda una situación, es un conjunto de disposiciones. Cuando notas que la masacre sigue estando en todas partes.

-Tú fuiste siempre un luchador, un idealista, tienes tus historias, tu música, tus libros, tus ideas políticas.

-Pero también tengo la acidez que me dejó el no creer en la amistad, en las confesiones, y en las confidencias, y ahora hasta dejé de creer en el género humano. También tengo los recuerdos, esa necesidad de traerlos al presente, demasiados recuerdos, y ya no me queda tanta fuerza para luchar contra ellos.

  —141→  

-Trata de no pensar, trata de olvidar.

-Los recuerdos se enquistan en la memoria, no responden a un deseo, los hechos vividos vagabundean en la memoria. No se puede olvidar lo que se sabe. Fueron demasiados años los que me mantuvieron callado, me obligaron a callar.

-Está bien, pero eso ya pasó, fueron otros años, ahora puedes dedicarte a la enseñanza.

-¿Dedicarme a enseñar? ¿Qué cosa?

-¡Política!

-¿A quién? Eres iluso. A quién le va a interesar en esta época sobre lo que pasó durante la revolución del diecisiete, sobre Stalin, aquel asesino que llevó a la muerte a millones de intelectuales, como Máximo Gorky y a otros camaradas del partido. O de la vida de Trotsky que fue el temor de Stalin. Imagina que llegaron a confundir a Trotsky con Hitler. De esa parte de la historia a quién le interesa saber, dime, Alejandro.

-Toma más alumnos de violín.

-Tengo que agradecer a los pocos que tengo.

José apagaba un cigarrillo, e inmediatamente prendía otro. Fumaba de manera descontrolada, y solamente negros. Y aunque hubiera ceniceros en la mesa, él igual dejaba caer una que otra vez las cenizas al piso. Tenía los dedos y el bigote teñidos por la nicotina.

-Estoy preso, Alejandro, vivo en una prisión. Me siento prisionero de mí mismo. En esta ciudad donde ya no se respira, no se camina, se corre, se ahoga, se muere sin vivir.

-Sabes, José, que de pronto, siento lo mismo, en diferentes ocasiones siento esa misma sensación de opresión física y emocional.

-Esa es una realidad, no es una sensación. En mi caso yo sé a qué se debe, es mi memoria, y ella es la que me condena, pero primero se debe luchar para conseguir la libertad interior, abrir los barrotes que están dentro de uno, y después pelear por la libertad   —142→   exterior. Y a mí ya no me quedan fuerzas. Revisar mi pasado es llenarme de fracasos.

-¿Por qué nunca te casaste, José?

-¿Cómo sabes que nunca me he casado?

-Simplemente porque nunca hablas de ninguna mujer, ni vives con nadie.

-Viví algunos años con una mujer, pero no me casé, porque nunca creí en el matrimonio, para mí el matrimonio no existe, no debería haber existido nunca, es una imposición cruel. Tampoco creo en esa mentira, en aquel acto hipócrita del juramento para toda la vida. ¡Imagínate tal atrocidad! ¡Es una crueldad! Deberíamos amar con libertad, sin antes sujetarnos a ceremonias, juramentos y compromisos, injustamente creados, e impuestos. Unirte para toda la vida con una persona a la que ni sabes si al día siguiente seguirás amando, es una crueldad.

-¿Hijos?

-Uno.

-¿Por qué nunca hablas de ello? Nunca mencionas a nadie. Siempre callas cuando el resto habla de su familia. Tú simplemente tomas, fumas, y lees tus partituras, o periódicos, y discutes sobre política.

-Hablas como si eso fuera un crimen, algo imperdonable. Lo terrible y verdaderamente imperdonable es que nunca le importó a nadie saber sobre mi historia, nadie jamás me hizo ningún tipo de pregunta sobre ella. Se conforman con saber que soy un viejo que se rapa la cabeza, que fuma cigarrillos negros y que toma todos los días vodka, que toca el violín y que se mantiene dando clases a uno que otro niño al que sus padres le exigen tocar un instrumento. Conocen mis ideas revolucionarias, y saben que soy un comunista fuera de época. Un sobreviviente de un sistema derrotado por el capitalismo. Y tú, Alejandro, te sentaste a mi mesa, y te interesas   —143→   ahora en preguntar sobre mi vida simplemente porque estás atravesando un momento crítico en tu existencia. Pero no te alteres mi amigo, no te estoy reprochando, ni nada parecido a eso. El egoísmo es una de las características propias del ser humano.

-¿Y tu hijo?

-No sé dónde está.

-¿Cómo que no sabes dónde está?

-Cuando me separé de la madre, él era un niño de cuatro o cinco años. Ya no lo recuerdo con exactitud, pero era muy pequeño, y ella se lo llevó. Durante los primeros años después de nuestra separación recibía una que otra carta con una dirección, y reclamando un poco de dinero para ayudar en la educación del niño. Nunca respondí, y después de pasado mucho tiempo, fui a buscarlos.

-¿Cuántos?

-Yo qué sé. Pero ya no estaban en la casa de esa dirección, los vecinos dijeron que se habían mudado.

-¿Y por qué no los buscaste en otros sitios? ¡Era tu hijo, aquel niño era tu responsabilidad!

-En aquellos tiempos mi única responsabilidad eran mis ideas. Yo me escondía, corría, y me escapaba de la policía, seguía firme con mis ideas políticas. No había tiempo, ni lugar, ni sentimientos para otra cosa que no fuera la política, y ahora ya me ves, sin mi partido, sin familia, sin hijo, ya no me queda nada. Siempre luché por mí mismo, nunca el mundo de afuera motivó mi entusiasmo. Pero ahora es diferente, mis pasos son lentos, mis manos tiemblan, me lleva tiempo recordar fechas, y más tiempo que la memoria llegue a mis labios. Los amigos se están yendo, después de cada partida me pregunto si el próximo seré yo. Me queda este bar, aquí tomo café, un vaso de vodka, todavía me encuentro con algunos amigos con los que discuto sobre política, criticamos a los   —144→   vecinos, pero cada vez somos menos. La muerte los va llevando, cumpliendo con la ley natural, cuando es justa y se lleva a los viejos, pero cuando actúa de diferente manera, entonces deja de ser justa.

-¿Le temes a la muerte?

-No, no le temo, pero me parece un final cruel, porque se lucha tanto por vivir que no tiene sentido morir. Aunque duela vivir. Pero hay que aceptar el dolor y la muerte como parte de un destino. Así tiene que ser, así es. Me aferro a la vida, a pesar de no tener deseos de vivir, ni motivaciones. La naturaleza nos exige luchar por la sobreviviencia. Esa es la fuerza del ser humano.

-Yo la temo, José. Como le temo a tantas cosas.

-No, no la temas. El miedo vuelve supersticiosos a los hombres.

-¿Después de aquella mujer con la que tuviste el hijo, no volviste a amar a otras?

-Hubo un tiempo en mi vida, cuando era apenas un adolescente en que creía en el amor platónico, en aquel amor puro y verdadero. Fui creciendo y entonces conocí a una mujer de quien me enamoré. Fue cuando creí en el amor para toda la eternidad. Más tarde creí en las relaciones casuales, sin compromiso, me enredé con diferentes mujeres, todas hermosas, pero de ninguna me enamoré. En todas las relaciones fracasé y si ahora me preguntas en qué creo, te diré que hasta creo en la prostitución. ¿Cómo se pretende amar toda la vida a una misma persona cuando es casi imposible convivir con uno mismo?

Noté que en José existía una negación a ser feliz, como si él no mereciera disfrutar de los eventuales goces que nos presta la vida.

-José, si ya no crees en la amistad ni en el matrimonio, ¿en qué crees? ¿Qué te sostiene, para seguir luchando?

-Interpretaste mal lo que te dije, quizás no crea en el matrimonio, pero sí creo en la pareja, en la relación libre entre dos   —145→   seres adultos que se aman. Además, como ya te dije, creo en la casualidad como eje de mi existencia.

José calló. Yo lo miraba y sentía envidia. Envidiaba su fuerza. Había pasado por sufrimientos, atropellos, agresiones, y seguía disfrutando de las frívolas bondades de la vida.

Mi taza y la de José se encontraban vacías, ya habíamos bebido todo el café, y casi todo el vodka, cuando llegó don Samuel. Se acercó despacio a nuestra mesa, me pasó la mano, a José le palmeó el hombro, y sin invitación se sentó. Me preguntó por mi padre y también si me sucedía algo malo, por el aspecto que mostraba mi rostro. No respondí, no tenía deseos de continuar hablando, fueron ya demasiadas horas de mucho análisis, como para seguir explicando sobre los temas que me preocupaban. Permanecimos un rato más hablando, discutiendo sobre el clima, la temperatura, la economía, hasta que decidí retirarme. Don Samuel y José se despidieron y enviaron saludos para mi padre. Yo los agradecí.

Me sentía cansado, hueco, y pensé que mi única salida era ir a dormir, a entregarme cobardemente al sueño. Dormir, para poder huir de mi propia pena.

Llegué al departamento pensando que encontraría a mi padre acostado, no sentía deseos ni de comer, ni de discutir, ni mucho menos de escuchar reclamos, quería descansar. Pero mi padre me estaba esperando para cenar. Había limpiado la mesa del salón, guardó todos los libros que estaban sobre ella, el jarrón y los otros adornos. Puso la mesa para comer, como para un banquete, con velas y un florero con un ramo pequeño de jazmines.

-¡Papá! ¿Qué haces todavía despierto?

-Te estaba esperando, Iósele, igual a todas las noches.

-Pero, ¿y esta mesa?

  —146→  

-¿Qué tiene?

-Tan bien arreglada. ¿Esperas a alguien?

Oy, Iósele! No hagas bromas. ¿Esperar a quién? Es para nosotros dos.

-No había necesidad de preparar algo así. No debes trabajar demasiado, ya te lo dije, hubiéramos comido en la cocina como siempre. ¿Por qué este cambio de pronto?

-Ven, Iósele, ven, siéntate, y come.

Mi padre fue hasta la cocina y en una bandeja trajo toda la comida, había arenque marinado, anchoas con huevo duro, tomate y cebolla, pepinos en vinagre, pan negro, manteca, y una botella de whisky.

-¡Para qué esta cantidad de comida!

-Pasé mucho tiempo hambre, y ahora que puedo comer, no me digas nada, hijo.

-Tú no debes comer todo esto, te puede hacer daño.

-Cuando se come con felicidad nada hace daño.

-¿Y esta botella de whisky?

-Yo la traje.

-¿De dónde?

-De mi casa.

-Yo no la había visto. ¿Dónde la tenías?

-Escondida.

-Tú no puedes tomar whisky.

A bisele!27

-Está bien, pero poquito.

-¡Iósele! ¿Entendiste lo que dije?

-Sí, papá, claro que lo entendí.

  —147→  

-Hijo, yo sabía que tú entiendes yiddish.

-Sí, papá.

-Y entonces, ¿por qué no lo hablas siempre?

-Ahora no, papá, ahora no discutamos.

-Está bien. Está bien, Iósele. Tú ganas.

-¡Papá! Dime, ¿por qué nunca me contaste que pertenecías a un partido político socialista?

-¿Quién te habló de ello?

-José.

-Ese viejo, no tiene otra cosa que hacer que contar mi vida.

-No fue intencional, hablábamos de política, entonces me dijo que pertenecías a ese partido, cuéntame, papá.

-¿Para qué? ¿Acaso te importa saber?

-Por supuesto que sí, y mucho.

-¿Qué importancia tendría en tu vida saber esa parte de mi historia?

-Siempre criticaste mi manera de pensar, muy parecida a la que tú tenías, también es interesante saber cómo se manejaban políticamente en esa época en países donde el antisemitismo estaba en pleno apogeo.

-En esa época los intelectuales judíos comenzaron a desarrollar actividades con ideas socialistas igual que los agrarios, pero las actividades subversivas estaban prohibidas, penadas, y mi partido estaba entre los principales marcados. Otros compatriotas eran anarquistas, mandaban dinero a sus compañeros rusos, y si les descubrían haciendo aquello eran duramente castigados. Pero ahora no quiero hablar de eso, me hace mal, me pone muy nervioso, por favor, terminemos de comer, sírveme más whisky.

-Ya tomaste suficiente.

-Soy tu padre, y soy un hombre de edad como para saber lo que puedo tomar o lo que me hace daño, así que llena mi vaso.

  —148→  

Puse más whisky en su vaso, también en el mío, y pensé que esa era una buena oportunidad para que mi padre me hablara sobre su vida en Europa cuando era joven, de sus ideales, de su sufrimiento, de su familia. Que finalmente mis preguntas demoradas tendrían respuestas. Con una sensación de alivio y de curiosidad le pregunté sobre fechas y acontecimientos. Aguardé su respuesta, pero mi intención se echó a perder.

Mi padre de nuevo calló.



  —149→  

ArribaAbajo- XII -

Desperté cuando aún era de noche, o al menos así parecía. Descorrí la cortina, y, efectivamente, el día aún no había despertado, la luz del letrero de la panadería de enfrente iluminaba el dormitorio. Me levanté con una extraña molestia en la garganta y en los oídos. Prendí la luz del velador, me calcé las zapatillas y me fui hasta la cocina por un vaso de agua. Abrí la heladera y me sorprendió que todo estuviera en su lugar. Los frascos de mayonesa y de las diferentes salsas se encontraban en su sitio. Los restos de comida que había sobrado estaban guardados en recipientes tapados, las botellas cargadas de agua, las verduras dentro de bolsas, los huevos en su lugar. No podía creer lo que estaba pasando, no había platos, ni cubiertos, ni vasos, ni ninguna otra vajilla sucia con restos de comida en el lavadero, todo estaba en su lugar, la cocina olía a limpio. Volví al salón, y con la luz que venía del dormitorio miré alrededor. De pronto creí estar dormido, porque aquel sitio no era el de siempre. Todo, absolutamente todo, estaba en su lugar, no había papeles arrugados y arrojados al azar por el piso, ni bolígrafos, ni lapiceras, ni lápices desparramados por cualquier lugar, sobre mi escritorio las hojas blancas estaban una encima de la otra en perfecto orden, como recién traídos, de la librería. Hacía días que   —150→   mi padre estaba viviendo en ese lugar, y nunca lo había visto de esa manera. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué tanto orden? Lamentablemente en aquel momento y en aquel lugar el orden era sólo exterior, porque por dentro los dos seguíamos muy mal, discutiendo y peleando por las mismas razones.

Desde que mi padre llegó el departamento se veía diferente. A él siempre le preocupó la limpieza, y los años que llevaba viviendo solo lo hicieron aún más maniático y obsesivo. Todo debía estar en su sitio, hasta las pantuflas una al lado de la otra, bien juntas, en el mismo lugar, sobre la pequeña alfombra al lado de la cama. Desde luego, invariablemente pensaba que todos los que vivimos solos por largo tiempo, éramos protagonistas de una o varias severas manías.

Prendí la radio, escuché las noticias y después el pronóstico del tiempo. Se anunciaba una mañana fría, con mucha neblina -principio de primavera-, pensé. Me asomé a la ventana y me fijé en la calle. La luz de la panadería de enfrente aún estaba prendida. Algunos jóvenes caminaban por la vereda, aunque todavía era temprano para ver a estudiantes uniformados o a vendedores ambulantes. Me fui al baño, necesitaba darme una ducha, despejarme. Me saqué el pijama, entré a la bañera, me mantuve de pie, y con un movimiento mecánico, abrí el grifo de agua caliente, esperé apartado para evitar que me salpicara. Finalmente el agua salió tibia. Mientras me bañaba, pensé que debía tomar una determinación en mi vida, pero me pregunté si hasta dónde una determinación no era una negación. Según Spinoza, sí lo era.

Volví al dormitorio envuelto en una toalla, sentí frío, me vestí rápidamente, encendí un cigarrillo y me senté en la cama con una sensación de mucho cansancio, como si no hubiera dormido en toda la noche. En la radio seguían dando noticias. Cambié el   —151→   dial, no deseaba oír más tragedias. Me detuve en una emisora que sólo transmitía melodías clásicas. No supe si fue por asociación con la música, o sencillamente por esas razones que uno desconoce, que de nuevo pensé en las palabras que me había dicho José durante nuestra conversación la noche anterior. Había hablado sobre el desorden, el orden, sobre la muerte, sobre su muerte y la de los demás. Mi padre había llegado a mi casa hacía una semana, dedicándose inmediatamente a ordenarla. Cocinaba y mantenía la cocina limpia, la ropa acomodada, los muebles y los objetos de adornos sin polvo. En toda época fue un hombre ordenado, y disfrutaba cuando todo estaba en el lugar que le correspondía. ¿Dónde estaba yo durante todo estos días, que no noté los cambios? ¿O era que no me interesaba mirar, como aquel que se niega a ver lo que no puede cambiar, ni a conocer lo que no puede aprender? Mi padre era un hombre anciano, enfermo del corazón y que probablemente continuaría vivo poco tiempo más. Mis discusiones con él eran inútiles, nos robaban tiempo, fuerzas, y nunca terminábamos poniéndonos de acuerdo con ningún tema. Yo me sentía cansado, y cada día que pasaba tenía menos ganas de discutir. La única forma para evitar seguir vinculándonos de esa manera tan destructiva, era darme una tregua. Dar una tregua a nuestras respectivas mentes enfermas, a nuestros trastornos interiores, que nos convertían en personas histéricas. Debía dejar de justificarme frente a él por mi cambio de nombre, por mi carrera, y por resistirme a hablar en yiddish. Debía darme un descanso, y darle un tiempo respetable a cada una de mis relaciones, para disfrutar de ellas, en su tiempo y dimensión justa.

Terminé de vestirme, me puse un saco abrigado, los anteojos los guardé en el bolsillo de la camisa, la cajetilla de cigarrillos y la de los fósforos en el bolsillo del pantalón, apagué la radio y fui hasta la cocina a prepararme un café para tomar un medicamento   —152→   que calmara el dolor que sentía en el cuerpo.

Mi padre ya se había despertado, y estaba en el salón sentado leyendo el periódico, con su pijama celeste con rayas muy finas y sus pantuflas marrones frente a un vaso de té.

-Buen día, hijo.

-¿Cómo amaneciste, papá?

-Bien, gracias a Dios. ¿Y tú?

-Bien, sólo que parece que me va a tomar un resfriado, o algo parecido, me duele la cabeza, la garganta, todo el cuerpo. Evidentemente me tomó una gripe.

Mi padre se puso de pie, y llevó la palma de la mano sobre mi frente.

-¡Iósele, tienes fiebre!

-¡Papá! Por favor, ya no soy un niño.

-Ven, hijo, te voy a preparar un té bien caliente, con miel y limón. Y verás lo bien que te pondrás.

-Ahora no. Gracias.

-Oy, Iósele, que todos tus pesares me vengan a mí, que a ti nunca te duela nada, hijo, ni te suceda algo malo, que Dios siempre te conserve la salud.

-Papá, sufro de un resfrío, esa no es una enfermedad, no me voy a morir, es simplemente un enfriamiento. ¿No te parece que exageras?

-No, Iósele, tienes que cuidarte, fumas mucho, tienes que dejar el cigarrillo, te va a dañar los pulmones. Tampoco te abrigas lo suficiente.

-Está bien, papá, me cuidaré.

-Iósele, me olvidaba que ayer, cuando habías salido, te volvió a llamar Leie, Luisa, ya no sé. La que ahora se llama Leah. Aquella que también se cambió de nombre, igual que tú.

-¿Dejó algún mensaje?

-Sí, quería que la llamaras hoy en la mañana, o durante la   —153→   tarde o la noche, necesitaba hablar contigo lo antes posible. Me pareció que estaba mal.

-¿Cómo lo sabes? ¿Te contó alguna cosa?

-Yo le pregunté sobre su vida, por sus padres, si todavía vivían, porque eran personas mayores que yo, te acuerdas de ellos, ¿verdad, Iósele? También le pregunté si cuánto tiempo hacía que regresó de Israel, y si cuántos años vivió allá, si va a regresar, o si se queda definitivamente acá, y si se casó, si tuvo hijos, y si cómo encontró el país después de tanto tiempo. También yo le conté que tú estabas divorciado desde hace cinco años, que también estás solo, y que no es bueno que un hombre como tú, ni de tu edad, viva en estas condiciones, que trabajas muy bien como periodista, le conté en qué diarios podía encontrar tus artículos para leerlos, y que también eres profesor en la Universidad, lo que no recordé fue el nombre de las materias que enseñabas, de eso me olvidé, ya estoy perdiendo la memoria, y le conté que también estaba escribiendo una novela, y algunos cuentos, pero no le hablé de que no estaba de acuerdo con tu elección de carrera, sin embargo le dije que estaba muy orgulloso de ti.

-¡Papá! ¿Qué hiciste?

-¿Por qué, hijo?

-No puedes hablar así con una persona extraña. No puedes contar tantas cosas sobre mi intimidad, sobre mi vida.

-Yo no dije nada.

-Dijiste todo, contaste todo.

-¿Cuándo la vas a llamar? Mira que a ella se le notaba nerviosa, como si necesitara urgentemente hablar contigo.

-¿Qué estás pensando, papá?

-¿Yo? Nada, hijo.

-No, no la voy a llamar ahora. Más adelante puede ser.

-Pero tienes que llamarla ahora, ella está sola.

-¿Cómo sabes que está sola?

  —154→  

-Porque ella me lo dijo, y, ¿sabes algo más? ¡Vive completamente sola! También está divorciada desde hace más de diez años, igual que tú, y tiene una hija y un hijo, pero no están con ella, viven en Israel. Uno de ellos ya está casado.

La conversación terminó. Mi padre se sentó frente a la radio con el periódico en la mano, y yo en el escritorio frente a la máquina a intentar escribir. Necesitaba despojarme de las caretas. El lápiz y el papel me ayudarían, pero mi intención fracasó. Inútilmente permanecí sentado allí. De nuevo estaba convertido en víctima de mi propio bloqueo. Así pues se me ocurrió preparar un tema para la próxima clase de la Facultad. Siempre me gustó proponer debates para despertar curiosidad y el sentido de la discusión en mis alumnos a través de las comparaciones de diferentes situaciones y de personajes, y me pareció interesante como propuesta enfrentar dos puntos de vista distintos, observar al individuo interiormente desde diferentes ópticas, y para ello enfocar las teorías del físico Wilhelm Roentgen, con el del psicólogo Sigmund Freud.

Era un día lluvioso. Había llovido toda la tarde sin parar. Aquel mal tiempo me obligaba a permanecer encerrado, a pensar, y a escribir compulsivamente. Adoraba esos días en los que el tiempo era cómplice de mi encierro, de mi voluntaria abstracción, sólo que cuando dejaba de llover también dejaba de haber motivos para seguir en aquel encierro, en aquel estado. Había que volver a la realidad, a la calle, al trajín, que en muchas ocasiones me dejaban de muy mal humor.

Decidí salir. Mi padre vio que me estaba poniendo el saco y me preguntó si no quería un vaso de té.

-Papá, tomaré café, gracias.

-¿Vas a salir?

-Sí.

-Así no puedes salir, métete en la cama, hijo.

  —155→  

-Cuando vuelva me voy a acostar, pero ahora tengo que salir, es urgente, papá.

-Bueno, entonces abrígate la garganta, ponte una bufanda.

-Adiós, papá.

-Cuídate, Iósele.

Mi padre se acercó y me dio un beso en la mejilla. Creo que la última vez que lo hizo fue cuando cumplí trece años.

Me despedí, le conté que estaría de vuelta para el mediodía, antes de que él me formulara alguna otra pregunta.

-No me mientes, Iósele, ¿verdad?

-No, papá.

-¿Qué quieres que prepare para comer?

-Lo que tú quieras.

Varenekes! ¿Qué te parece?

-Me encantan los varenekes, con cebolla frita encima.

-Y también te voy a cocinar una sopa de gallina.

-Bueno.

-¿Te acuerdas cuando tu madre lo preparaba?

-Claro, papá.

-Oy, hijo, qué suerte que te acuerdas. No sabes la alegría que me das, Iósele.

Fui hasta el hospital a buscar a Laura, la esperé en la puerta principal para que ella me pudiera ver. Me fijé en el reloj. Todavía faltaban algunos minutos para su horario de salida, encendí un cigarrillo, y pensé de qué manera explicarle lo que me sucedía, y cómo hacer para que entendiera la mentalidad de mi padre. Repentinamente sentí un ardor en la mano, era el filtro del cigarrillo que empezaba a quemar mis dedos. El cigarrillo se había consumido. Miré de nuevo el reloj cuando la vi acercarse hacia mí.

-Alejandro, ¿qué haces aquí?

-Te estaba esperando.

  —156→  

-¿Tu papá enfermó de nuevo?

-No, sólo vine a esperarte.

-Me parece extraño, sobre todo por la hora.

-Laura, ven, vamos a tomar un café, quiero hablar contigo.

-Está bien, espérame aquí, voy, me saco el delantal y vuelvo.

Ella volvió y caminamos juntos hasta un bar. Entramos e inmediatamente empecé a hablar.

-No podemos seguir viéndonos.

-¿Por qué? -preguntó Laura con un gesto de duda, como si con antelación percibiera de qué se trataba.

-Es por mí -dije, mientras sacaba la cajetilla de cigarrillos del bolsillo del pantalón.

-¿Qué te sucede? ¿Estás enfermo?

-No, aunque en realidad, sí, estoy enfermo.

-¿De qué?

-Sufro de un estado de mucha presión, estoy agotado, no doy más, creo que en cualquier momento voy a explotar, no consigo seguir adelante con mi novela, no preparo buenos temas para las clases en la universidad, y también mis artículos son terriblemente decadentes, con mi padre sigo peleando de día y de noche. Considero que debo darme tiempo para cada cosa, respetarme y respetar a cada una de mis relaciones y de mis afectos, sobre todo darme un tiempo para mí, necesito darle un poco de paz a mi vida.

-De nuevo es por tu padre, ¿no es cierto?

-¡No! ¡Definitivamente no! Y no insistas con ese tema. No es por él, es por mí. No puedo pretender que ahora un viejo de ochenta años entienda situaciones de mi vida sobre las que tampoco nunca hice nada para que las entendiera. Es como pretender que un niño aprenda a comer con buenos modales, a caminar solo, a hablar correctamente, sin que nadie le haya enseñado, y de pronto cuando se equivoca o se cae, corregirlo severamente. Es inútil, eso o algo   —157→   parecido a lo que ocurrió entre mi padre y yo. Continuamente me puse a la defensiva, siempre creí que sus ataques eran hacia mí, cuando en realidad no fue así, fueron agresiones hacia un cambio que él nunca podrá entender ni menos aceptar. Su ataque es hacia cualquier ser humano judío que no cumple con lo establecido. Él pretende que el judaísmo perdure todo el resto del tiempo de la manera como él lo concibe. Pero ese viejo caprichoso y hasta quizás ignorante es mi padre, y el poco tiempo que está junto a mí lo tengo que respetar. No puedo pretender que ahora él entienda algo, un estilo de vida, una conducta diferente a la suya.

-Entonces es el fin.

-No, y tampoco dramaticemos sobre una conversación.

-A ti no te importa, puesto que tú eres el que viene como si nada, como si yo no tuviera sentimientos, a decidir sobre nosotros dos.

-No es ninguna decisión, es simplemente explicarte que durante estos nueve días que mi padre se va a quedar a vivir en mi casa, tú y yo nos dejemos de ver. Definitivamente quiero dejar de discutir con él y dedicarle todo el tiempo que él necesite para ayudarlo a sentirse seguro y satisfecho conmigo, con su hijo, así sea por solamente nueve días. Termina el Día del Perdón y él regresa a su casa y yo a mi vida. Es una actuación que tengo que hacer no por él sino por mí mismo. Y sobre todo para salvaguardar lo que resta de una relación totalmente deteriorada, entre un padre superviviente de una cultura en exterminio y un hijo sobreviviente de un mundo muy diferente al que a él le tocó vivir.

-Yo no acepto lo que me propones, Alejandro.

-¡Sólo te pido unos días!

Laura calló. Ese silencio, sin saberlo yo, anticipaba su ida.

-¡No me respondes! ¿Por qué permaneces callada?

-No son unos días, es una vida -respondió.

  —158→  

-No, no es así. Mientras mi padre esté viviendo en mi casa, debo cumplir con ciertos requisitos, con ciertos compromisos a los que mi condición de hijo me obliga, aunque tenga que engañarlo. ¿Acaso no notas que se comporta como una criatura caprichosa, que reclama tiempo y atención? Disculpa, Laura, es que tú jamás lo entenderías.

-Tu padre es un anciano caprichoso y tú eres un niño enfermo. Cuando decidas crecer, avísame. Por ahora prefiero mantenerme alejada de ti. Discúlpame, pero me voy. Me produce mucho daño estar sentada aquí contigo.

Laura estaba frente a mí, hablando con un tono de rabia en su voz. Me miraba con ojos desafiantes. Exquisitos.

-No, Laura, por favor, tienes que entenderlo. Espera. Hablaremos como dos personas adultas. Te explicaré de nuevo. Así, de esta manera, no te puedes ir. Espera, por favor.

-¿Qué intentas que entienda? ¿Cómo puede sentir, pensar, y actuar un hombre que a los cincuenta años todavía le teme a su padre? Eso nadie puede entender por más que se lo explique un millón de veces.

Entonces el que calló fui yo. Callé, no porque no tenía respuesta a sus planteamientos, sino porque sabía que de nuevo mis palabras la apenarían.

-Ahora eres tú el que guarda silencio.

-¿Qué estás diciendo, Laura?

-Adiós, Alejandro.

Laura tomó su cartera, corrió la silla, se levantó y se marchó, calladamente, sin despedirse y sin volver la mirada.

Sentí rabia cuando la vi irse, la amaba, ella era capaz de despertar en mí las actitudes más débiles, que convierten a un hombre en amante.

  —159→  

Permanecí sentado en el mismo lugar, mirando, sin saber a quién miraba. Miré allá, afuera, la calle, miré la mañana, una mañana oscura y húmeda. Miré donde los ojos no alcanzan a ver. Con voz de enojo y palabras cortantes, Laura me dijo que se iba, se iba de mi vida, se alejaba de mí. Me resultaba difícil entender su partida. Me sentí vencido. No lo podía creer, estaba ahí sentado solo, con rabia, pisoteando mi omnipotencia. Bebí un sorbo de agua, encendí un cigarrillo, y traté de no pensar, de no detenerme a analizar mis palabras, ni mi comportamiento, ni el de Laura, ni a revisar la situación por la que acabábamos de pasar. Sentí la necesidad de abandonar por un tiempo la culpa, y cualquier otro sentimiento que no me permitiera actuar con libertad, y no mantener en ese momento ninguna otra relación que no fuera con mi padre. Me era imprescindible descansar. Alejarme de todo, luchar con las hojas en blanco, tratar de encontrar la manera de que mis personajes de aquella novela inconclusa siguieran padeciendo situaciones conflictivas, siguieran sufriendo. Debía seguir desarrollando mis clases en la facultad, y ordenarme emocionalmente. Salí del bar. La mañana estaba tan oscura que parecía ser de noche. El cielo se había puesto negro y una lluvia torrencial se precipitó de pronto. El viento me cruzaba, corría a mis costados. Sentí un terrible escalofrío que no me permitía seguir caminando. Fue como si me quedara atrapado, como si estuviera en una prisión. Pero luché y seguí caminando con dificultad y con mucho frío.

Llovía y aquella lluvia infernal terminó por empeorar mi salud.

Llegué hasta la oficina de mi editor. Quería conocer algo más sobre la actualidad de los libros, saber cuánta expectativa poner en la novela que estaba escribiendo, puesto que el último libro que había publicado fue muy corto, y de poemas. Nos sentamos frente a un escritorio. Yo me encontraba totalmente mojado. Le pedí   —160→   disculpas por ensuciar el sillón y manchar el piso. Me dijo que no tenía importancia. Encendí un cigarrillo, e hice las preguntas corrientes, que a uno se le ocurre en esos momentos, cuánto tiempo le llevaría editarlo, costos, formatos, pero él me dijo con claridad que no me apurara, el mercado estaba terriblemente duro, la competencia con los libros importados era deshonesto, y finalmente para completar mi desilusión, dijo que me tomara mi tiempo, ya que últimamente existían más escritores que lectores, y que por ello no me apresurara en concluir nada.

Regresé a casa. Era la hora del almuerzo, llegué a horario, como se lo había prometido a mi padre. La mesa para la comida estaba nuevamente puesta en el salón. Ahí estaban los varenekes28, y la sopa de gallina, bien caliente, especial para curar mi resfriado. Comí poco, mi estado empeoró, ya sentía una quemazón en la garganta, la cabeza me pesaba una enormidad, me dolía todo el cuerpo y tenía una sensación extraña como de mucho cansancio.

-¿Por qué no comes más, Iósele?

-No me siento bien, papá. Tengo un terrible humor.

No salí en toda la tarde, me mantuve reposando, escribiendo y ordenando papeles. Entre ellos encontré un antiguo documento, de cuando todavía mi nombre era otro. Lo miré y recordé lo difícil que fue entonces haber tomado esa decisión, pero era inevitable, no podía seguir llamándome de esa manera. Además aquel fue un momento en que deseaba realizar cambios en mi vida, y empecé con mi nombre. Yo quería ser el que eligiera mi propio nombre, y el que eligiera con absoluta libertad lo que deseara ser en la vida, sin imposiciones ni absurdas sugerencias.

A causa del cambio, algunos amigos se burlaron, otros rieron, y otros ni siquiera prestaron atención. Simplemente dejaron de llamarme José y se acostumbraron a mi nuevo nombre, Alejandro.

  —161→  

Para mi padre aquel nombre prestado fue un terrible dolor. Él decía que ese cambio de nombre le causó una gran desilusión de la que nunca se pudo reponer. Me acusó de que renegaba de su nombre. Afirmó que mi cambio significaba un rechazo de toda una tradición. Nunca lo aceptó, por eso jamás dejó de llamarme Iósele.

Se puso la noche, y me acosté. Mi padre me sirvió la cena en la cama. Después me trajo un preparado caliente en un cucharón: aceite, miel y limón. Él mismo se encargó de dármelo en la boca. Me arropó, apagó la luz, cerró la puerta y yo dormí.



  —162→     —163→  

ArribaAbajo- XIII -

La decisión que había tomado de apartarme de todo, me permitió disfrutar de un estado de mucha tranquilidad, que no me dejaba sufrir por nada. José había tenido razón cuando me dijo que tenía que ordenarme, y así lo hice. Los días que siguieron fueron de mucha calma, y si bien extrañaba a Laura, y pensaba gran parte del día y de la noche en ella, empezaba a templarme interiormente, a permitirme tiempo para disfrutar o vivir cada estado, cada situación así como se presentaba, sin pelear por cambiar absolutamente nada. Me había puesto al día con los artículos para el periódico, inclusive conseguí escribir dos nuevos, por adelantado. Eso también me dejaba con menos nerviosismo. Las clases en la universidad seguían igual, iba a todas, y con temas preparados con antelación. Dejé de improvisar frente a los alumnos, y ellos, al notar ese cambio, comenzaron a prestarme más interés. También empecé a29 ordenar las hojas de la novela que hacía años estaba escribiendo. Tomé la carpeta y fui revisando página por página. Las iba leyendo, despacio, con cuidado, con tiempo, una por una. Leía, corregía y releía, cambiaba un adjetivo, buscaba un nuevo sustantivo, cambiaba el significado de alguna idea. Aquella tarea me permitió   —164→   inmiscuirme de nuevo en esa historia que tenía abandonada, y donde yo, finalmente, era el protagonista.

Mi padre pasaba el mayor parte del día arreglando, ordenando, cambiando de lugar los objetos de adorno, lustrando los bronces, buscando discos nuevos para oír, esperando la hora de los noticieros en la radio o de alguna serie entretenida para verla en la televisión, o leyendo todos los diarios vespertinos y matutinos. También se interesó en leer las pocas páginas de mi novela. Para mí fue muy extraño y curioso notar aquel nuevo interés de su parte por leer algo que yo escribía, cuando antes jamás lo hubiera hecho, ni aceptado que yo lo pudiera hacer.

Los días siguientes transcurrieron en una particular y deliciosa tranquilidad. La mayor parte del tiempo estábamos juntos, y cuando el tiempo lo permitía dábamos paseos cortos hasta el café, donde manteníamos largas conversaciones con don Samuel, José, y don Carlos, o íbamos hasta la plaza. En dos ocasiones fuimos al cine a ver un par de películas de acción. El resto del tiempo él leía mientras yo escribía, o miraba televisión mientras yo dormía. Él escuchaba las noticias en la radio mientras yo iba a la Facultad. Hacíamos juntos las compras, y él se encargaba de preparar la comida, y todas las noches, regularmente durante la cena, tomábamos un poquito de whisky con hielo, y todas las mañanas desayunábamos té en vaso, con limón, y endulzado con azúcar en terrones. Dejé el café e intenté también abandonar el cigarrillo que ya bastante daño le estaba causando a mi salud, aunque no lo logré. Todas las tardes subía hasta nuestro departamento el niño del primer piso a jugar al dominó con papá, o a algún otro juego con cartas, o con dados. Se habían encariñado uno con el otro. También don Samuel subía todas las tardes acompañado siempre de una bandeja de masas dulces o de galletitas, y entonces los dos viejos se sentaban, comían, tomaban té y hablaban por horas. Siempre tuve curiosidad   —165→   por saber cuál era el tema que les llevaba tanto tiempo de conversación. Por otra parte, la joven que vivía sola, visitaba diariamente a mi padre, y justificaba sus venidas aludiendo que él le recordaba a su abuelo. Todo en mi vida estaba aparentemente en calma, tampoco hacía nada para que aquel estado sea modificado.

Mis lecturas se tornaron más sencillas. Dejé de lado a los filósofos y sociólogos y me dediqué solamente a los novelistas clásicos. Mis anotaciones con respecto a la novela siguieron, y las hojas escritas empezaron a sumarse. Mi padre dejó de molestarme con los temas acostumbrados. Laura dejó de llamarme, y yo a ella. Tampoco Leah volvió a llamar, y entonces le permití a mi angustia reposar un tiempo.

Pasaron los nueve días siguientes a Rosh Hashaná, y todo se presentaba perfecto. Llegó el diez de Tishrei en el calendario hebreo, la fecha de inicio de la celebración del Día del Perdón.

La mañana despertó esplendorosa. Mi padre y yo desayunamos, y después salimos a caminar. Fuimos hasta la panadería, a la confitería, a la verdulería y a otros lugares para hacer alguna que otra compra necesaria, puesto que faltaban tan sólo dos días para que regresara a su casa. Además me pidió que lo llevara a una tienda a comprarse ropa para estrenarla la noche de Kol Nidré30. Se trababa de una sastrería donde antiguamente acostumbraba comprarse los trajes. Caminamos hasta aquel lugar dudando que todavía existiera esa tienda, pero finalmente, y después de muchas recorridas, la encontramos. Era un local viejo, largo y obscuro, que olía a telas, polvareda y olvido, con unos mostradores grandes, fabricados con maderas opacas y macizas, y estantes altos pegados a la pared, que servían para exponer unos pocos rollos de cartón envueltos de géneros. Una luz lóbrega envolvía el lugar, y   —166→   un silencio penetrante le daba un aspecto de total abandono. De pronto, y del fondo, por detrás de una cortina salió un hombrecito de poca estatura, delgado, y con unos ojos claros de mirada gastada que vestía pantalones negro y camisa blanca. Con voz ronca, nos preguntó si en qué nos podía servir, pero cuando mi padre le respondió en yiddish, inmediatamente aquel hombre parecido a un personaje escapado de un cuento de Sholem Aleijem lo miró y los dos se saludaron como antiguos amigos. Me presentó, y entonces recordé aquel lugar y aquel hombre. También era un inmigrante judío venido de Galitzia, y que igual que mi padre hablaba en yiddish, pero con un acento diferente. El negocio ya tenía pocas mercaderías, sólo algunos trajes pasados de moda, con solapas anchas y telas con brillo. Mi padre se probó algunos, y finalmente terminó comprándose un traje azul muy oscuro, una camisa blanca y una corbata bordó con rayas también azules. Insistió para que yo me comprara un traje nuevo, pero ante mi negativa, ofreció regalármelo para ir con ropa nueva a la sinagoga. No acepté el ofrecimiento poniéndole como excusa que ya tenía suficientes trajes, y uno más no cabría en el ropero.

Volvimos, almorzamos, luego descansamos, para empezar el ayuno al atardecer.

Después del baño nos vestimos para ir a la sinagoga. Mi padre se puso su traje nuevo y yo también vestí un traje. Nos sentamos a la mesa, a una mesa impecablemente puesta, frente a las llamas amarillas de dos velas. Mi padre cocinó sopa de gallina, y compota de frutas secas de postre, una comida liviana para no cargar el estómago antes del ayuno. Después de la cena tomamos té y luego mi padre rezó en silencio frente a una sola vela, que se mantendría prendida hasta finalizar Yom Kippur en recordación de sus familiares muertos. Luego dijo:

-Abre la puerta del balcón, hijo, así vemos cuando sale la primera estrella, para empezar con nuestro ayuno.

  —167→  

Me levanté, abrí la puerta y la claridad invadió el salón, la tarde aún estaba presente.

-Sí, padre, pero sólo tú vas a ayunar -dije.

-¿Por qué?

-Yo no ayuno.

-Y si no ayunas en Yom Kippur, ¿para qué ir a un shil en Kol Nidré, la fecha más importante para el pueblo judío?

-Conozco de Historia, y sé lo que significa el Día del Perdón para el pueblo judío, pero eso no tiene relación con mis palabras ni mis creencias.

-Conoces de historia, pero no de religión.

-No es así, conozco también de religión, es sólo que no creo en los ritos.

-Pero tienes la obligación de creer y respetar los ritos.

-Obligar a cumplir con los ritos es condenar al pensamiento libre.

-¿Dónde leíste eso?

-Ya se me olvidó.

-Cambiar ahora todo tu pasado es traicionar. Me estás traicionando, hijo.

-Papá, no es una traición, no tomes así mi manera de pensar.

-Un judío no piensa como tú.

-Un judío puede pensar de distintas manera. Eso no hace la diferencia entre uno u otro.

-Un judío con fe piensa diferente.

-Yo soy judío.

-Eres un hombre sin fe, eso no es ser judío.

-Cultural e intelectualmente, yo sigo siendo judío.

-¿Cuál es tu cultura? ¿De qué cultura hablas cuando no respetas tu pasado, ni ayunas en Yom Kippur? Sí, quizás eres un judío, pero eres un judío sin fe.

-Pero eso no marca una diferencia.

  —168→  

-No entiendo tus pensamientos, ni tus palabras, ni tus ideas. Somos muy diferentes, hasta ni pareces mi hijo.

-Tú no entiendes, ni quieres entender lo que yo digo, o lo que pienso, o lo que siento, porque no te interesa, no aceptas que sea diferente a ti. Que piense distinto a ti.

-Tú piensas mucho, hijo. Debes pensar menos y rezar más.

-El poder pensar es de todos los hombres, sin embargo la capacidad de fe es de algunos hombres, papá.

-Hijo, ¡dices cada barbaridad! que a veces prefiero no escucharte. No entiendo cómo puedes hablar de esa manera, si la fe está ligada a Dios.

-¡Papá! Yo hablo de Dios, no con Dios. ¿Entiendes?

-¡No! ¡No! ¿Qué tienes en la cabeza?

Permanecí callado.

-¿Por qué no respondes, Iósele?

-¡Papá! Cuando uno no encuentra las palabras para responder correctamente debe permanecer callado. Cuando uno no cree en la pareja, debe permanecer solo. Eso es lo que tú nunca entiendes. La naturaleza nos privilegió con la elección de la libertad. Libertad de creer o no creer, de tener fe o no tener fe.

-El día de hoy tienes que pensar y comportarte de otra manera, hijo, es el Día del Perdón. La Torá dice: En este día os perdonaré y os purificaré de todos vuestros pecados, y quedaréis puros delante de Dios. Es el día que cada judío tiene la obligación de tender su mano a su enemigo como reconciliación. Debe olvidar las agresiones, las ofensas recibidas, y disculparse por las inferidas a los demás. Así que no peleemos, está bien hijo, no ayunes, pero ¿vas a acompañarme al shil, verdad? Y vamos a ir caminando, y también vamos a volver caminando, hoy y mañana. ¿Verdad?

-Sí, papá, voy a acompañarte. Iremos juntos a la sinagoga, caminando.

  —169→  

-Está bien, pero, ¿a cuál vamos a ir?

-A la que está más cerca. Así no caminas tanto, tú sabes que no debes agitarte.

-Oy, Iósele, se nota que hace muchos años que no vas a esa sinagoga.

-¿Por qué, no está más?

-¿Qué dices? ¿Cómo un shil se va a mudar?

-¿Entonces?

-Ahora pertenece a los reformistas.

-¿Y qué importancia tiene eso?

-¿Cómo? Acaso no sabes que en esos shil, las mujeres usan kipá y Talit31, también suben a leer la Torá. Y los rezos son todos en castellano.

-Mejor. Me parece correcto que se les dé esa oportunidad a las mujeres. Ellas siempre estuvieron relegadas. Además, ¿por qué ese privilegio tiene que ser solamente de los hombres? Todo evoluciona y hay que aceptar los cambios, y que los rezos sean en castellano me parece todo un adelanto, así a personas que no entienden hebreo les resulta más agradable y fácil entender los rezos. Todo evoluciona, todo se moderniza. Kaplan dice que el judaísmo es un fenómeno dinámico.

-Lees cada libro, hijo, que sirve sólo para trastornarte. Así no se reza, esa no es la verdadera religión judía, ese no es el modernismo. ¿De qué modernismo hablas? Tú eres el menos indicado para dar una opinión.

-¡Papá! ¿Qué debía haber sido para que te sintieras satisfecho con el hijo que tienes? ¿Un estudiante de un Rabinato, el dueño de una tienda donde se vende prendas femeninas?

  —170→  

-Me gustaría que fueras creyente, que creyeras en...

-¿En qué?

-En tu religión, en el Mesías y en el mundo venidero, como un judío piadoso.

-Bueno, papá, terminemos de discutir, que ya saldrá la primera estrella, y tenemos que elegir alguna sinagoga adonde ir.

-Vamos a ir a donde siempre íbamos. ¿Recuerdas?

-Sí, pero queda a unas cuantas cuadras de acá. Tengo miedo de que te sientas mal.

-Caminar en Yom Kippur no me va hacer sentir mal. No te preocupes.

Mi padre le echó a su vaso lleno de agua unas gotas de whisky, y luego se puso en la boca un medicamento y lo bebió. El vaso quedó vacío. Después tomó de otro frasco otra píldora más pequeña que la anterior, se la puso debajo de la lengua, y esperó unos segundos.

-¿Qué haces, papá?

-Me preparo para el ayuno.

-No puedes tomar tu medicación con whisky.

-Así es bueno, baja mejor.

-¿Te sientes bien?

-Sí. ¿Por qué?

-Te llevaste a la boca el otro medicamento, aquel para el corazón.

-Es solamente por si me ataca el dolor en el pecho, para prevenir.

-Esa enfermedad no se previene.

-Cállate, Iósele. Ve y prepárate para ir a la sinagoga.

Fui hasta el dormitorio. Me puse el saco, me arreglé la corbata, y quedé unos minutos sentado sobre la cama, pensando. Hacía muchos años que no asistía a una ceremonia de Kol Nidré.   —171→   Después de mi regreso de Israel y de la muerte de mi madre, dejé de ir a la sinagoga y de creer en los ritos. Estaba cohibido, con muchas dudas, no sabía interpretar qué sentía, ni por qué tanta emoción. Recordé cómo me preparaba para esta fecha cuando era niño. Volví al salón y vi a mi padre diferente, contento, rejuvenecido. Me causó risa, y satisfacción verlo así. Se acercó a mí y puso sus manos sobre mi cabeza e impartió una bendición: Dios te haga como Efraín y Menashé. También me deseó una vida prolongada y feliz. Luego fue hasta la cocina, tomó una bolsa de papel y puso dentro el forro donde iba guardado su Talit y su kipá, por temor a que en la calle algún antisemita se atreviera a gritarle una grosería. Se había olvidado que ya no estaba en Lomza, que ya no vivía en aquel lugar de Polonia. En otra bolsa cargó unas alpargatas blancas. Después se arregló la corbata, se pasó una buena cantidad de colonia por la cabeza y por el rostro, se puso el sombrero y se paró de frente a mí. Me paso una mirada de arriba hasta abajo, controló si mis zapatos estaban bien lustrados, el largo de mi pantalón y el ancho de la botamanga, mi camisa, la corbata, el saco. Inspeccionó que estuviera bien peinado, también que llevara una kipá, y me preguntó dónde tenía mi Talit. Le respondí que lo había guardado, y que se me olvidó en cuál cajón estaba. No agregó ni una sola palabra más. Sólo que limpiara los cristales de mis anteojos, y que dejara la cajetilla de cigarrillos.

-En Yom32 Kippur tampoco se fuma, uno se abstiene de placeres mundanos; ese día sólo rogamos a Dios que nos perdone los pecados que hemos cometido contra Él -dijo.

Salimos a la calle. La tarde se alejaba plácidamente. El cielo se veía claro, era un cielo distinto, algo lo volvía distinto. Pasamos frente al bar. Allí vimos a José sentado, leyendo el periódico junto a un vaso de vodka. En la calle todo estaba igual, nada se veía diferente a no ser por el olor a comida, el mismo aroma que se sentía los viernes y en Rosh Hashaná. Era un atardecer, común, y   —172→   en ese momento, extrañamente, pretendí que el mundo cambiara, se detuviera, porque los judíos estábamos celebrando una importante festividad. La mayoría de los negocios estaban abiertos, salvo aquellos cuyos dueños eran judíos. Las personas seguían su ritmo acostumbrado, su trajín diario. El tránsito también era el mismo de siempre, infernal. Los peatones no respetaban a los que iban a su lado, atropellaban, empujaban, todo por ganarle un minuto a su aburrida, y rutinaria existencia. Pero la realidad era que vivíamos fuera de Israel, y éramos hijos de la diáspora.

Finalmente mi padre y yo caminamos hasta a la antigua sinagoga donde cuando era niño acostumbraba ir, y a la que él continuó yendo los siguientes años, cuando yo ya no lo acompañaba, ni mi madre tampoco. En aquella sinagoga donde todavía se rezaba en hebreo, las mujeres llevaban la cabeza cubierta con un velo, y se sentaban arriba, apartadas de los hombres, por temor a que su belleza encandilara sus ojos y a causa de ello distrajera sus mentes mientras rezaban.

Entramos. El lugar mostraba un aspecto imponente, solemne, iluminado con una luz clara y limpia. Había pasado tanto tiempo desde que no entraba a una sinagoga que me sentía tímido y extraño. Mi padre y yo ocupamos unas sillas ubicadas frente al Arca Sagrada, uno al lado del otro, juntos, bien juntos. Permanecer a su lado y con su presencia tan cercana a mí, en ese lugar y en ese momento no me provocó cansancio, ni opresión. Él sacó del forro de terciopelo bordado su manto sagrado, lo extendió, rezó las bendiciones, y se lo puso sobre la espalda. Se había cambiado los zapatos de cuero por los de tela. Luego saludó a un par de amigos, personas a las que también yo conocía porque vivíamos en el mismo barrio. Después saludó al rabino. Aquel hombre se veía con el rostro compungido y ataviado con su ropaje blanco, el mismo ropaje que después llevaría cuando muerto, pues sirve para humillar los ojos   —173→   arrogantes de los hombres. Se hallaba cubierto con un gran Manto Sagrado sobre las espaldas y puesta sobre la cabeza una kipá también blanca con un fino borde de cinta plateada. Después de saludar a todos sus feligreses se paró sobre una tarima para dirigir el servicio religioso de su comunidad. Una comunidad a la que yo también pertenecí, en la que me crié, en donde celebré mis trece años y de la que recibí la religiosidad que después abandonaría.

Se hizo un silencio seco y absoluto. Todos los presentes nos pusimos de pie y el rabino dio inicio a los primeros rezos de Kol Nidré.

Un hombre de edad y de los más venerables de esa comunidad abrió el Arca Sagrada. Tomó un Rollo de la Ley, y paseó con él mientras los fieles se acercaban a besarla, la abrazaban y pedían perdón. Después otros dos hombres retiraron dos Rollos más, se pararon a cada lado del rabino y los tres rezaron juntos. Inmediatamente el rabino recitó Kol Nidré. En ese momento me sentí un transgresor, un traidor por seguir en aquel recinto. Yo era distinto, diferente, era ajeno a todo el resto que oraba en silencio acompañando al rabino. Yo no debía participar en el servicio cuando mis convicciones nada tenía en común con la de los ellos, pero no podía abandonar aquella silla, no debía salir, no sería correcto desilusionar de esa manera a mi padre. Para él sería una terrible humillación y un imperdonable dolor que yo me alejara de su lado. Además, por más que lo intentaba tampoco tenía la suficiente fuerza para moverme de aquel lugar impregnado de fe, de seguridad, y de compañía.

El servicio religioso continuó y después de que el rabino terminó de recitar para pedir las bendiciones y que la congregación le respondió, los Rollos fueron devueltos al Arca Sagrada y los dos hombres que lo llevaban regresaron a sus lugares.

Me senté y observé, sólo miré, atento. Finalmente yo no era diferente al resto, yo era igual a los demás, hasta era igual a mi   —174→   padre, no era ajeno ni estaba apartado de ese entorno que me envolvía. Todos, absolutamente todos los que nos encontrábamos en aquel momento en ese templo, estábamos unidos, unidos por un lazo de fuerza y de tradición.

Tomé un libro, lo abrí, y en unas de las páginas leí: En tres cosas se apoya el mundo: en la justicia, en la verdad y en la paz.

Todos estaban rendidos ante la fe, aunque con diferentes códigos e inquietudes, en un mismo entorno creado para saciar las dudas frente al dolor, a la fe, a la razón, y para evitar enfrentarse a los tres. También estaban los que no rezaban como yo, pero igual permanecíamos sumidos en esa atmósfera de inmunidad creada como protección, llamada identidad.

Ahí estaba mi padre, aquel viejo inmerso en el rito, aquella figura impregnada de fe, cuyo cuerpo deteriorado se balanceaba una y otra vez, como símbolo de sumisión. Ahí permanecía, retraído en sus oraciones, y yo, su hijo, junto a él, compartiendo el rito, luchando y haciendo lo posible para evitar que aquel hombre, mi padre, se avergüence de su herencia.

Recordaba cuando muchos años atrás me sentaba en la sinagoga a su lado, en el mismo lugar donde estábamos aquella noche, en las mismas sillas, y allá, allá arriba, estaba mi madre, con la cabeza cubierta con una mantilla de encaje negro, rezando. Cada tanto yo levantaba la vista para mirarla, necesitaba su aprobación, y entonces, también yo, me sumergía en la ceremonia, y recibía la emoción mística de la religiosidad. En aquel tiempo mis dudas estaban lejos y mis cambios ni siquiera eran una posibilidad.

Mientras el rabino recitaba yo recordaba y sufría por las ausencias acumuladas en tiempos de mi infancia, cuando todavía mi madre vivía y éramos una familia. Aquel ambiente, aquel silencio despertaba en mí los recuerdos, recuerdos oscurecidos y añejados   —175→   por el tiempo, y entonces el pasado se volvió presente, y los dolores se volvieron más agudos, terribles. No podía soportarlos. Temí caer en lo más profundo del dolor. No encontraba en mí la suficiente fuerza que necesitaba para seguir de pie, y me embargó una conocida melancolía que me viene cuando pretendo emerger de estas profundidades, después de escarbar e indagar en los más terribles y tristes recuerdos, buscando causas que justifiquen mis emociones.

Un hombre de mucha edad, casi anciano, con una cabellera blanca y abundante, que hablaba despacio y entrecortado, casi en susurros, y que se paseaba entre las sillas ofreciendo, de una caja de hueso tallado, rapé, se acercó a nosotros a ofrecernos un poquito para aspirarlo.

En ese momento el rabino pidió que nos pusiéramos de pie para rezar una de las oraciones principales de Kol Nidré, en donde todas las categorías del pecado están mencionadas y la confesión se hace en plural, pues la comunidad entera pide el perdón de Dios.

Allí estábamos todos, niños, jóvenes, viejos, ancianos, mujeres, varones y religiosos, entregados a su fe mediante el cumplimiento de los ritos. A pesar de mis ideas diferentes a la del resto, y de mi negación de recurrir a los ritos, y de mis convicciones ajenas a las de los demás que se encontraban presentes en aquella sinagoga, yo también me conmoví. Sentí el furor religioso, una emoción que no se puede controlar, y que ni siquiera obedece a mandatos de ningún tipo. Finalmente yo era igual al resto. De pronto me vino una oleada de dudas, de nostalgia y recordación, de soledad y tristeza al escuchar aquel cántico. Más tarde, con un tono de voz grave, el rabino dio su prédica de esa noche. Habló sobre los malos sentimientos como la envidia, el odio, el rencor, y se detuvo en el egoísmo, leyó una parte del Talmud donde decía que el nombre de la cigüeña se debe al amor que profesa a su compañero, y a sus hijos. ¿Y por qué entonces las Escrituras la clasifican entre las aves impuras? Porque da amor sólo a los suyos.

  —176→  

Quedé pensando en la idea que dio el rabino en cuanto al egoísmo y en otras ideas que se enfrentaban entre sí, como el Dios de Abraham y el Dios de Spinoza. Pensé en esos dos mundos que se oponían, el bíblico y el filosófico, en dos tipos diferentes de hombres, el que cree en la ética, y el que cree en la religión.

En un momento observé a mi padre y lo encontré con la cabeza gacha, los ojos cerrados, las manos tiradas a cada lado de la silla, y su libro de rezos abierto sobre su regazo. Pensé en ese hombre, ese padre que quería salvarme del mal del escepticismo, ese padre que sólo quería mi redención frente a mis antepasados, y que sea yo, su hijo, el transmisor de esa tradición para mis descendientes, ese padre que mantuvo vivo el idioma de su villorrio, la consigna de todo sobreviviente.

-¡Papá! ¡Papá!

-Dime, Iósele.

-¿Te sientes bien?

-Sí, hijo.

-No te veo bien papá. ¿Qué te sucede?

Mi padre levantó el rostro, y lo noté pálido, muy pálido. Abrió los ojos, me miró, y dijo:

-Nada, Iósele, es sólo una aflicción hijo, una aflicción judía.

El rabino pidió nuevamente que nos pusiéramos de pie para dar inicio al último rezo de Kol Nidré.

Otra vez se oyó su canto, una melodía desgarradora, un canto estremecedor, lastimero, que despertaba a golpes mi pasado aún no enterrado, y las dudas que llevaba, viviendo. Allí estaban mis conflictos, mi niñez con sus miedos fijados en mi memoria. Allí estaba yo, junto a mi padre, extrañando el pasado. Faltaba mi madre. Sentí un dolor sordo y profundo, y no pude frenar el deseo de llorar.

  —177→  

La ceremonia terminó, nos saludamos y mi padre y yo regresamos caminando de vuelta a mi casa.

La noche estaba clara y en el cielo ya se percibían algunas que otras estrellas.

Llegamos. El edificio estaba en silencio. Entramos y fui directo al dormitorio, y de inmediato me acosté. No sentía sed, ni hambre, ni tampoco deseos de fumar. Pensé en mi padre y en su historia. Vivió una guerra mundial, dejó de tener sueños, perdió las esperanzas mientras sufría los horrores del holocausto, durmió en barracas, perdió a sus padres, hermanos, sobrinos. Perdió su historia. Era uno de los últimos sobrevivientes de una cultura que se fue, o que se iba, sostenido por un pasado de lucha, por la religiosidad y la tradición a las que se aferraba para seguir con las enseñanzas de su abuelo rabino. A pesar de todos los sufrimientos él siguió rezando, estudiando, suplicando, luchando de la manera que conocían, con la misma fe y tradición que heredó de su padre. Eso lo sostuvo y lo ayudó a sobrevivir.

A la mañana siguiente, bien temprano, mi padre me despertó y con el mismo ritual de la noche anterior, nos preparamos para ir juntos, en ayunas y caminando, hasta la sinagoga y allí permanecimos hasta finalizar el Día del Perdón.

Después de la oración por los difuntos, a la que se le agregó una en memoria de los mártires del judaísmo, el rabino me llamó a leer la Torá. Era un honor ser convocado para ello en un día como ese, pero yo me sentí avergonzado. No sabía cómo hacerlo, ni sabía si todavía recordaba el hebreo. Tampoco llevaba puesto el Talit, pero mi padre se sacó el suyo y me lo puso sobre la espalda. Luego me besó en la mejilla y dijo:

-Ve, hijo. Sube.

El rabino me preguntó mi nombre, y yo respondí, Alejandro.

  —178→  

-¿Ben? -preguntó de nuevo el rabino. Entonces mi padre se puso de pie, se subió también y respondió:

-¡Iosef! Iosef ben Haim

-¿Y usted? -preguntó de nuevo el rabino a mi padre.

-Haim ben Jacov.

Leí el párrafo que el rabino me indicó, en voz alta pero insegura. Después bajé a sentarme nuevamente en la silla al lado de mi padre.

-Hijo, ¿cómo te has olvidado de tu nombre en hebreo y del mío? Tú eres Iosef, hijo de Haim. Y yo soy Haim, hijo de Jacov. ¿No lo recuerdas?

-Sí, papá, sólo que estaba muy emocionado.

La tarde pasó, y el rabino leyó la última parte del rezo de clausura de Yom Kippur, mientras el sol iba enrojeciendo las puntas de los árboles. Concluyó cuando la primera estrella se tornó visible. Después se cubrió la cabeza con el Manto Sagrado, tomó el Shofar33, lo acercó a su boca, lo elevó y aquel cuerno sonó, lanzó su voz, una voz gimiente, que sonaba a lamento, a súplica, a perdón. Aquel sonido envuelto en la más antigua congoja, me estremeció. No pude contener el llanto. Las lágrimas me corrían por el rostro.

Había concluido una de las festividades más importantes, conmemorativas y tristes del pueblo judío.

Mi padre me abrazó, lloró y dijo.

-No te olvides, hijo, de volver el año que viene, si Dios quiere.



  —179→  

ArribaAbajo- XIV -

Mi padre se fue, concluyó el Día del Perdón y se marchó. Juntó su ropa, la guardó ordenadamente en la valija así como la trajo. Lo llevé hasta la terminal de colectivos. Allí nos despedimos.

-Hasta pronto. Si Dios quiere, Iósele -dijo él.

-Buen viaje, papá -respondí.

Volví a mi casa pensando que por fin mis días volverían a ser iguales a unas semanas atrás cuando estaba solo. Retomaría mi relación con Laura, mis lecturas, mis anotaciones, respondería la llamada de Leah, y dejaría de escuchar todo el día las reprimendas de mi padre como si fuera un niño.

Antes de llegar a mi casa me detuve en el bar a tomar un café. Allí encontré a don Carlos discutiendo con José. Luego de saludarnos, los dos preguntaron por mi padre, les respondí que ya se había ido y ellos lamentaron su partida.

Después regresé. Entré al departamento y lo primero que hice fue apretar el botón del contestador para escuchar los mensajes. De nuevo había uno de Leah que decía:

-Terminaron las dos festividades, supongo que tu padre ya se marchó, y que entonces tendrás tiempo de responder mi llamado.   —180→   Te dejo el número del teléfono y la dirección donde me puedes encontrar con seguridad.

Anoté el número y la dirección y pensé que pronto la llamaría.

Los días siguientes transcurrieron de la misma manera y en el mismo desorden que antes de la llegada de mi padre. Papeles, libros, apuntes, y lápices, expuestos al primer requerimiento de la inspiración. El desorden volvió a mi vida. Laura no respondió a mis llamadas, y cuando fui a buscarla al hospital para conversar con ella y explicarle mi situación, sencillamente me dijo que no me extrañaba y que necesitaba dejar de verme por un tiempo. Insistí, pero ella también insistió en que no la volviera a llamar, ni a buscarla a la salida del trabajo, ni en la casa, ni en ningún otro sitio.

Después de aquel rechazo necesité recluirme. Para ello contraté a un profesor que me sustituyera por algún tiempo y pedí34 permiso en la Facultad con la excusa de que era conveniente reposar porque mi salud estaba dañada.

Mi intención fue dedicarme solamente a escribir y a fumar. Pero cada vez que lo intentaba me resultaba difícil. Sentía miedo, el miedo propio que siente el escritor frente al desafío de la creación. Dudé. Dudaba de mi vocación. Siempre fui un creador inseguro, aunque pasé más tiempo hablando con mis personajes que con cualquier otra persona. Escribir era lo único que me abstraía del mundo externo, y lograba hacerme huir de mi realidad. No sé qué era peor en mi vida, si ser profesor, periodista, hijo único, o padecer el impulso de escribir, la necesidad de crear.

En todo ese período de encierro, muchas veces llené una taza con café, tomé la cajetilla de cigarrillos, pero no antes de verificar que estuviera llena. Quedarme sin cigarrillos implicaba tener que salir a cualquier hora en busca de ellos. También me   —181→   aseguraba de que hubiera suficiente papel blanco, y cuando mi control llegaba a su fin me cambiaba los anteojos por los que sirven sólo para leer, y me sentaba frente a la máquina de escribir. Pero continuamente la intención se frustraba. Era totalmente imposible introducirme en ninguno de los temas o rematar situaciones en algunos de los cuentos. También intenté con los poemas. También luché con mi novela. Tampoco conseguía terminarla, ni siquiera avanzar. Daba vueltas y vueltas sobre los mismos conflictos, sobre las mismas situaciones, pero nunca alcanzaba la suficiente concentración, ni imaginación necesaria para crear. No lograba escribir para ahuyentar los miedos, o para huir del aburrimiento. Sufría de la patología que ataca y acecha en algún momento a todos los escritores y para la cual no existe cura. Mientras seguía en ese camino angustioso, tortuoso, de la creación, sufría. Los fantasmas vivían dentro de mí, se nutrían de mí, se alimentaban de toda mi energía, permanecían siempre al acecho, y yo me hundía cada vez más en una decadente melancolía.

El tormentoso encierro llevaba ya varios días, mi aspecto era deprimente, mis pulmones estaban colmados de nicotina, mi casa en desorden y mis sentimientos a la deriva. El enclaustramiento empezó a perturbar mi concentración, y el abandono de la inspiración me dejó pensando en la soledad y en la frustración que padecía al pretender crear nuevas historias, aunque siempre supe que yo no era el creador de nuevos conflictos ni de nuevos personajes. El escritor es, simplemente, el revisor de conocidos y viejos conflictos, ya revisados por otros diferentes sociólogos, filósofos, historiadores y muchos otros escritores. Todo sigue igual, las mismas tristezas, las mismas alegrías, los mismos dolores, los mismos sentimientos, miedos, angustias, amores, y desamores. Todo gira y vuelve a su lugar original, no existe nada nuevo que contar.

  —182→  

Me sentía derrotado. No era la primera vez que pasaba por ese estado, pero no por ello dejaba de sufrir.

Estaba solo, tan solo, que solamente escuchaba el zumbido de mi propia voz. Esperaba una llamada, una visita, no podía sostener la soledad que me apabullaba. Necesitaba de alguien. Una extraña sensación de pérdida me dejó prisionero durante todo ese tiempo. Daba vueltas y vueltas alrededor de mi vida, hasta llegar a lo más velado de mi niñez, queriendo encontrar la causa por la que mi padre y yo seguíamos manteniendo esa relación tan destructiva. Una melancolía me acechaba, trayéndome a la memoria episodios del pasado, de mi infancia. Estaba a punto de naufragar, sin equipaje, sin familia, pero no podía dejarme hundir, debía sobrevivir, era un deseo que me venía de adentro, como a mis antepasados. Había heredado el arte de la sobrevivencia.

Me alejé de la máquina de escribir y caminé por el departamento. Las ventanas estaban cerradas, no sabía si afuera había luz u oscuridad, me sentía perdido. Abrí la puerta del balcón, miré la calle. Aquel día tampoco conjugaba con mi estado de ánimo. A veces también la naturaleza me tendía una mala jugada. Era una mañana esplendorosa, con un viento suave que la volvía aún más deliciosa. ¿Qué hacía yo ahí encerrado cuando la naturaleza me convidaba a disfrutarla? Pero irónicamente y por más que lo deseara no podía salir de aquel espacio de infinita tristeza y de profundo desamparo. Hubiera preferido que fuera un día gris, lluvioso, acorde con mi estado de ánimo y que en definitiva justificara mi encierro, así al menos le culparía al mal tiempo por el deseo de continuar encerrado.

No quería seguir pensando. Tenía que buscar algo que me sacara de aquel ambiente opaco y triste. Decidí llamar a Leah.

Recordaba el número de su teléfono. Lo disqué y ella misma respondió mi llamada. Nos saludamos y curiosamente noté que   —183→   Leah no se sorprendió al escuchar mi voz. Después de hablar por unos minutos, la invité a tomar un café, contestó que le encantaría volver a verme. Quedamos en encontrarnos esa misma tarde en un bar que estaba a pocas cuadras de su casa.

Corté la llamada y permanecí con la curiosidad propia que sobreviene cuando sabes que en algunas horas volverás a encontrarte con una persona a la que no ha visto en mucho tiempo.

Me recosté y dejé que los recuerdos de aquel viaje a Israel volvieran al presente.

Miré el reloj, me vestí, tomé un libro como compañía para el tiempo de espera y salí.

La posibilidad de volver a ver a Leah me sacó en ese instante del estado de abandono, pero no colmó las expectativas que llena una ilusión, aunque tampoco podía negar que me entusiasmaba el hecho de volver a ver a una antigua amiga. Salí a la calle un par de horas antes. El día estaba saturado de luz, demasiado sol para una tarde primaveral. Caminé entre personas que se cruzaban unas con otras, y me sentí parte de ese hormigueo humano.

Llegué al lugar que me había indicado Leah, entré y me senté en una mesa bien escondida cerca del ventanal. Era uno de esos bares antiguos donde el desgano y el tedio se instalan y se reproducen en el tiempo que duran un café, dos o más, o en la lectura concentrada de un periódico doblado en cuatro partes, y que no tiene que ser precisamente de ese día. Lugares comunes en esquinas bulliciosas, donde aparentemente nunca pasa nada y las esperas son permanentes.

Estaba curioso. Quería ver a Leah cuando se acercara. Con un gesto de la mano pedí al mozo un café chico, pero igualmente él se acercó y me preguntó si lo quería negro o cortado. Le dije que lo quería negro.

  —184→  

Me sentía raramente tranquilo. Había olvidado la sensación que se experimenta al dejarse llevar por la seducción de un encuentro casual. Abrí el libro y cuando me disponía a leer a partir de la página que el señalador indicaba, pensé en nosotros, en todo ese grupo de jóvenes con metas comunes que creíamos en el sionismo, que éramos capaces de arriesgar y si era necesario, entregar nuestras vidas por la causa, luchando contra cualquier enemigo. Estábamos seguros de que en ese viaje a Eretz Israel, íbamos a salvar al país de todas las invasiones, de todos los ataques de los países vecinos. También estábamos convencidos de que conseguiríamos cultivar todo el desierto, y nuestras plantaciones se expandirían por el territorio Israelí. Íbamos a acabar con el desierto, la aridez de esas tierras, convirtiéndolo en inmensos, arbolados y florecidos jardines. También íbamos a ocupar un lugar en el Senado y ser colaboradores directos de Golda Meir, Moshé Dayan y Menajen Begin. Toda Palestina esperaba por nosotros. Éramos importantes e imprescindibles para el pueblo israelí.

Llegué y todo fue diferente a lo que urdí en mi fantasía. La gente me sorprendió. Eran muy diferentes a lo que yo pensé. Los cultivos, el desierto, el Senado ya no nos necesitaban. Israel estaba hecha. Nos llevaron a un kibutz en la frontera con Jordania. Era un lugar bello y tranquilo. Los fines de semana hacíamos paseos, y en cada lugar que conocí, me quedaba fascinado con algún paisaje, o con el color de la tierra, o con la sensación que prestaba el desierto.

La vida agrícola me entusiasmó por un tiempo, hasta el día que me avisaron que mi madre había muerto. Entonces mi estadía en Israel no se justificaba. Ya no tenía de qué huir.

Fui uno de los primeros en tomar la decisión de regresar y uno de los primeros para quien el sionismo se esfumó tempranamente. Tras aquella triste noticia no dudé en marcharme.   —185→   Tampoco estaba seguro si fuese capaz de realizar todas las actividades que se suponía tendría que hacer en un kibutz. Era demasiado cobarde para recibir instrucción militar, o para arriesgar mi vida en una frontera. Lo más probable hubiera sido que durante la guerra en uno de los ataques, huyera del frente y me resguardara en una biblioteca, en un sótano, o en un altillo a idear panfletos de protesta. Por el contrario Leah y los demás eran jóvenes que sí se arriesgarían y hasta pondrían en peligro sus vidas con el fin de proteger su territorio.

La recordaba perfectamente. Me pregunté si aún seguiría igual, entusiasta y enérgica como era a los dieciocho años. A los cincuenta, teóricamente debería ser de otra manera. Quizás un poco más racional y menos crédula, más dependiente y menos irresponsable. Más crítica y menos idealista. Pero siempre dudé que pudiera existir en realidad un hombre con el prototipo del comportamiento ideal de un adulto. Quedé abstraído, pensando en ese período de mi vida tan lejano, tan diferente. Me acordé de la despedida de mis padres en el aeropuerto, cuando iba a Israel. Esa fue la última vez que vi a mi madre. Recordé también aquella mañana cuando el telefonista del Kibutz me avisó que había una llamada para mí. Era la tía Jane quien llamaba para contarme que mi madre estaba muerta.

Pensaba en mi vuelta cuando en ese momento entró al bar una mujer. La miré y dudé que fuera Leah. No podía creerlo. No, no era Leah. Aunque se parecía a ella. Entonces mi desconfianza aumentó. Hacía más de treinta años que no la veía. ¡Estaba tan cambiada! Era otra mujer. Yo también era otro. Había acumulado canas, pesares, cansancio y sobrepeso.

Mientras esa mujer caminaba por el bar con una actitud de curiosidad, la miré mejor. ¡Era ella! Mi intuición no falló. De   —186→   inmediato me vinieron a la mente como ráfagas de luces, episodios cortos de nuestra estadía en Israel. Uno de ellos fue cuando ella y yo nos envolvimos en una relación romántica, luego ella despidiéndose de mí, de mí que me alejaba como un desertor. Leah fue la única de aquel grupo a la que atrapó el sistema del kibutz. Era muy trabajadora, además de ser una socialista compulsiva y una sionista verdadera. Después de mi regreso nunca más volví a tener noticias suyas ni pregunté sobre su vida. Ni siquiera volví a cruzarme con sus padres, ni a caminar por el barrio donde siempre vivió, hasta el día aquel del mensaje en el contestador. Sentía vergüenza de enfrentarme de nuevo a ella. Me sentía un fracasado, quizás porque ella logró lo que yo no pude. Ella siguió fiel a sus principios.

Levanté la mano y finalmente Leah me vio, y se acercó hacia mí.

Vestía una pollera larga, clara, y una remera ceñida al cuerpo. Llevaba el pelo corto, muy corto como lo usa un hombre, y teñido de rojo, rojo intenso, rojo sangre, un rojo casi fuego. Usaba lentes pequeños y un par de enormes aros que le llegaban casi hasta los hombros. Estaba convertida en otra mujer. Su figura lucía desgastada. Ya no era la misma, ya no era igual a aquella joven que conocí, aunque había algo en su cuerpo que todavía desplegaba sensualidad.

Se acercó y con ojos alborotados, propios de la excitación, me preguntó:

-¿Tú eres Alejandro?

-Sí, soy yo.

-¿El nuevo Alejandro?

-Sí. ¿Y tú eres Leah? ¿La nueva Leah?

Ambos pusimos ironía en nuestras preguntas.

-¿Todavía te acuerdas de mí? -preguntó.

  —187→  

Me besó en ambas mejillas. Y sentí su perfume de aroma fuerte. Detestaba a las mujeres que usaban mucho perfume.

-Siéntate, Leah. ¿O cómo quieres que te llame?

-Leah, está bien. En definitivas este es ahora mi nombre.

La observé. En su rostro aún había huellas de belleza, aunque algunas arrugas delataban su madurez. La miré a los ojos y recordé su color.

-¿Qué se ha hecho de ti en todos estos años, Alejandro?

-Aquí me ves, ¿y tú?

-Yo quedé en Israel. Volví algunas semanas atrás.

-¿Por qué volviste?

-Porque mi padre enfermó.

-¿Cómo está?

-Bien, muy bien. Mi presencia ayudó a que se pusiera mejor. Pasaron más de veinte años sin vernos.

-¿Tanto tiempo?

-Tampoco nosotros nos vimos durante todos esos años.

-Nunca me escribiste ni supe nada de tu vida -dije.

Los labios abiertos de Leah dejaban entrever la blancura de una dentadura saludable.

-No, nunca escribí a nadie -respondió.

-Yo tampoco escribí.

-¿Sabes Alejandro que me resulta ridículo llamarte con este nuevo nombre? Y me siento extraña sentada aquí, contigo, después de tanto tiempo. Estoy cohibida, como tímida.

-Tranquila. No pienses en el tiempo que dejamos de vernos, porque en realidad nos asustaríamos ambos. Bueno, pero a mí me sucede lo mismo, para mí el nombre Leah nada tiene que ver contigo.

-Te veo bien, Alejandro.

-Tú eres otra mujer, casi no te reconocí.

-¿Tanto envejecí?

  —188→  

-No, sólo que estás distinta, eso es todo.

-Estoy un poco nerviosa.

-¿Quieres tomar algo?

-Sí, una cerveza, por favor.

Leah era una de esas mujeres en las que era difícil adivinar su edad y su estado civil, si era soltera, divorciada, viuda o si seguía casada. Por lo general las mujeres llevaban su estado civil exhibido con un anillo en el dedo, o en el impulso de querer contar al inicio de una conversación todo lo que padeció durante su divorcio, o lo que sufría viviendo en soledad, o los días de la semana que lo niños pasaban con el padre.

-¿Qué se ha hecho de tu vida, Leah?

-Me casé, tengo hijos, un nieto, me divorcié, trabajo.

Leah contaba aquellos episodios de su vida como si en unos cortos minutos me pudiera explicar todo lo que le ocurrió, sintió, y sufrió en ese largo tiempo que habíamos dejado de vernos.

-¿Siempre vives en el mismo kibutz?

-Esa fue otra época. Dejé el kibutz y me fui a vivir a una ciudad muy linda llamada Tiberiades. Pero si tú la conociste, ¿verdad?

-Claro, por supuesto. ¿No recuerdas que viajamos juntos a conocer Tiberiades y Safed?

-No, no lo recordaba. Bueno, hasta ahora ese tema me apasiona, soy una estudiosa de la Cábala.

Hablaba con un tono diferente de voz. No sólo su nombre se había hebraizado, también su castellano. El mozo trajo una botella de cerveza, otra taza de café y un cenicero limpio.

Continuamos hablando y recordando cuando éramos jóvenes. Jóvenes idealistas que carecíamos de toda responsabilidad y que ilusamente creíamos que el mundo era nuestro. Teníamos la soberbia propia del adolescente.

  —189→  

Oírla fue como volver a estar en Israel. Habló también del Zohar, aquel texto principal de la Cábala. Recordé que ya en aquel viaje que hicimos juntos, Leah se veía muy entusiasmada con ese tema, estaba muy compenetrada en aquel esoterismo judaico. Leah siguió hablando de la cábala con mucho entusiasmo, se refirió a las tres etapas ligadas entre sí, a Dios, a la Torá de Israel, me dio todas las definiciones habidas. La creencia en Dios, la reverencia que Dios hizo de la Torá a Israel, e Israel como pueblo que vive de acuerdo a la Torá en obediencia de Dios. Leah habló sin parar durante casi una hora, mientras yo fumaba, la miraba y pensaba.

-¿Por qué te llama tanto la atención ese tema? -pregunté.

-Es la búsqueda de lo oculto. Imagínate todo lo que encierra su definición. Todo los secretos están guardados allí, todas las causas. Es lo más grande que existió y que existe.

-Realmente pones mucho entusiasmo cuando te refieres a ese tema.

-Así es, pero creo que ya hablé suficiente. Cuéntame ahora algo de tu vida, Alejandro.

-Mi vida fue y sigue siendo muy aburrida.

-¿Y tu padre?

-Sigue bien.

-¿Siempre viven juntos?

-¡No! ¡No, por favor! Él se mudó hace muchos años.

-¿No se volvió a casar?

-¿Quién?

-¡Tu padre!

-¿Mi padre?

-Sí, tu padre. ¿Tan raro te resulta que tu padre se vuelva a casar?

Aquella pregunta me causó risa. ¡Mi padre vuelto a casar! Era una total y absoluta utopía.

  —190→  

-¿Y tú?

-¿Yo qué?

-¿Te casaste? ¿Tienes hijos?

-Sí me casé, pero después de cinco años de matrimonio nos separamos.

-¿Hijos?

-No.

-¿Ninguno?

-No.

-¿Por qué?

-No quise.

-¿Y ahora?

-Ya es tarde, tampoco sé si lo quiero.

-¿Estás solo?

-Vivo solo.

-Te pregunto si no te volviste a casar, o tienes alguna pareja, o alguna relación.

-Estoy solo.

-¿Puede un hombre estar solo?

-¿Puede estar sola una mujer?

-No.

-Cuéntame algo sobre tu matrimonio.

-Me casé con la hija de una amiga de mi tía Jane. Ella nos presentó. Vivimos juntos cinco años. Después vino el divorcio. Fue cuando me di cuenta de que no necesitaba precisamente una relación seria para vivir. Más tarde conocí a muchas mujeres. Algunas me gustaron, otras no. Con cada una experimenté una historia diferente. De algunas me enamoré, otras fueron buena compañía, pero sólo por un tiempo. También hubo relaciones ocasionales, aquellas que nacen con la pasión y mueren entre la aurora y el crepúsculo.

-Siempre hablas como poeta. ¿Sigues escribiendo?

-A veces.

  —191→  

-Bueno, pero continúa contándome.

-Parecería que me estuvieran sometiendo al interrogatorio previo a una tortura.

-¿Tanto te molesta contarme de tu vida?

-No, no me molesta, es sólo que me parece ridículo que dos personas de nuestra edad estén poniéndose a contar cosas importantes que les ocurrieron a otros. Estamos igual que un alumno durante un examen, relatando sistemáticamente fechas cronológicas de los episodios históricos de un país. El año de su descubrimiento, los diferentes gobiernos, las guerrillas, en fin. Me encantaría contarte los momentos en que más sufrí, en que más fui feliz, en que mayor satisfacción recibí, pero espontáneamente y en diferentes momentos y lugares, sin imposición.

-¡Cuéntame más sobre tus amores! -Leah insistía.

-Está bien, te sigo contando. Después conocí a Laura, y con ella fue todo diferente. A ella la amé, o mejor, a ella la amo, la sigo amando. La amo profundamente.

-¿Dónde la conociste?

-¡Leah, basta! Si seguimos así, será mejor que te escriba un libro con mi biografía, vamos a ganar tiempo.

-¿Qué pasó?

-¿Con quién?

-Con Laura, dices que la sigues amando, pero estás solo. ¿Cómo se entiende eso?

-Manejé mal una situación, presionado por mi padre. Laura se enojó y ya me ves, aquí, de nuevo solo.

Recordé a Laura y mientras lo hacía, las imágenes llegaban embebidas de una incorregible tristeza, teñidas de soledad.

Leah me tomó de la mano. Observé en su brazo una cantidad inmensa de pulseras, y en cada dedo un anillo. Me dijo que seguía pensando en mí, que nunca encontró otro hombre como yo, que   —192→   todavía dudaba de si me seguía amando, que le encantaría iniciar una relación de amigos, que me veía igual a treinta años atrás, que mis ojos seguían atractivos. Ella estaba utilizando una táctica de seducción demasiado fingida, barata y vulgar.

No di respuesta. Me mantuve callado y me detuve sólo a mirarla.

Después seguimos hablando. Le conté sobre mi trabajo, mi padre, mi soledad. Ella me habló sobre sus hijos, su divorcio y también sobre su soledad.

Se había hecho tarde. Le pedí marcharnos. Ella me pidió que nos quedáramos unos minutos más y entonces me propuso realizar un viaje el próximo fin de semana, juntos. Ir de paseo al mar, o a la montaña, para volver a estar juntos, para revivir una historia de amor antigua, pero no olvidada. Pero yo ya no estaba en condiciones de establecer ninguna relación basada en el pasado. Era imposible. Dejamos de ser dos adolescentes inseguros. Ahora éramos otras personas, diferentes, desconocidas y ajenas.

Seguí mirándola. Ella tampoco despegó sus ojos de los míos. Quise adivinar qué guardaban sus intenciones en ese momento, si realmente me amaba todavía, o me utilizaba para salvarse de la soledad.

-Siempre soñé con volver a verte -dijo.

-Lo siento, Leah, pero tal vez soñaste con Iósele. Yo ahora soy Alejandro. Otra persona, otro hombre, con diferente nombre.

-Déjame cumplir con mis fantasías.

-Tú todavía tienes las fantasías de una adolescente. Las fantasías en los adultos se resuelven de otra manera y en otro escenario.

A Leah le cambió la expresión del rostro.

Pedí la cuenta. Pagué y salimos del bar. Caminábamos cuando ella me propuso que vayamos hasta su casa. Vivía sola, estaríamos tranquilos, nadie nos molestaría en ese lugar. Podríamos   —193→   seguir hablando todo el tiempo que quisiéramos. Yo me opuse. Seguimos caminando hasta llegar a un lugar. Un lugar donde los nombres quedan sin registrarse, los amantes pierden identidad y el deseo se libera de toda prohibición.

Encendí un cigarrillo y pensé en lo incómodo que me sentía y en lo ridículo que me veía dentro de esa habitación. Hacía mucho tiempo que no necesitaba recurrir ni ocultarme en un lugar así para amar a alguien. Y mientras el cigarrillo se consumía en el cenicero, pensé que Leah y yo ya habíamos pasado la edad en que las pasiones se apoderan de uno y sólo se respira para vivirlas.

Leah hablaba, y se paseaba desnuda delante de mí, burlándose de mi cobardía, tentándole a mi hombría, desafiando a las dudas, que yo sufría. Pero finalmente las preguntas quedaron sin respuestas y yo, libre, para amar. Permanecimos juntos toda esa tarde, Leah muy junto a mí. Su cuerpo olía a mujer que recién amó.

Ella necesitaba aquel encuentro para reafirmarse en una antigua relación. Quería retroceder a otra época, donde estaba la juventud. Quería recuperar parte de ese pasado común. Un pasado muy lejano. Aunque en ese momento Leah no previó que el enamoramiento no es privilegio exclusivo de los jóvenes.

Continuamos tan abstraídos que no nos dimos cuenta que el día iba cediendo paso a la noche. Efectivamente, ya era de noche cuando salimos. Dejé a Leah frente al edificio donde vivía, y volví a mi casa.

Entré y me dirigí al dormitorio. La habitación estaba triste, solitaria, y un perfume a ausencias hacía que se viera aún más quieta. Aquella quietud, compañera de soledades.

Pensé en la noche, en Leah y tuve la sensación de que en la vida todo llega tarde.