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ArribaAbajo- XV -

Leah y yo seguimos viéndonos. Los siguientes encuentros fueron algunas noches en mi casa, otras en la suya. Hubo veces en que yo me quedaba a dormir en su departamento, y otras, ella en el mío. Existieron días enteros o fines de semanas que también pasamos juntos, pero yo en todo ese tiempo nunca me sentí seguro. No amaba a Leah.

En varias ocasiones ella insistió en ir a visitar a mi padre, y en que hiciéramos planes de vivir juntos. Jamás puso ningún tipo de obstáculos para mudarse a mi departamento, tampoco inconvenientes para que yo me fuera al suyo, y aunque hablaba frecuentemente e insistía sobre ese tema y otros más, para mí aquellos proyectos carecían de realidad. Hacía mucho tiempo que había decidido vivir solo. Tampoco imaginaba una mudanza con todos mis papeles, libros, máquina de escribir, lápices, ropas. Verme en esa situación me resultaba imposible, igual que imaginarme a Leah viviendo en aquel desorden en el que yo me manejaba tan cómodamente. Ante las insistentes y molestas propuestas de ella, para que lleváramos a cabo ese proyecto, aparecía mi negativa, una negativa firme y rotunda.

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En los meses que duró aquella relación no dejé un solo día de pensar en Laura. Llamaba a su casa esperando que ella atendiera el teléfono. Pero siempre la respuesta era el silencio. Varias veces fui hasta el hospital a esperarla pero tampoco conseguí verla. Entonces supuse que se había cambiado de horario o pedido su traslado a algún otro hospital para así perderse de mí.

Si bien yo no me sentía del todo cómodo en compañía de Leah, esa relación me ayudaba a sobrellevar la ausencia de Laura, la tristeza que me dejó la partida de mi padre, y la profunda debilidad que me perseguía a causa de la emoción que sentí en la sinagoga el Día del Perdón.

Aquella mañana me levanté después de sufrir toda la noche una invencible somnolencia. Aunque no era viernes a la noche, llamé a mi padre.

-¡Iósele, hijo! ¿Qué té pasa?

-Nada, papá. ¿Por qué?

-¿Te sucede algo malo? ¿Qué tienes, hijo?

-Papá, está todo bien, sólo quería saludarte.

Oy, hijo, no puedo creerlo!

-¿Qué, padre?

-Que solamente llames para saludarme.

-Bueno. ¿Cómo estás, papá?

-Bien, hijo. Pero me duelen los huesos, me cuesta caminar, y agacharme para arreglar mis plantas, cada vez veo menos y escucho menos, me tiemblan las manos, y a veces me olvido dónde dejo las llaves. No puedo comer ni tomar lo que quiero, si tomo whisky me sube la presión, si como pan con fiambre me sube el colesterol, si como arenque me sube el ácido úrico, pero en general, estoy bien, hijo. Mis cotorras también están bien.

-Bueno, papá, solamente quería saludarte.

-¿Cuándo vendrás a visitarme?

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-No sé.

-Ven, hijo, yo siempre te espero. Hace mucho tiempo que no vienes a visitarme. Me hará feliz verte aquí, en casa.

-Tú también puedes venir.

-Para mí es más difícil moverme, ya mis huesos no responden al pedido de caminar.

-Bueno, papá, ya tengo que cortar porque voy a salir.

-Bueno, Iósele, gracias por la llamada.

-Hasta luego, papá.

-Hasta luego, Iósele.

Después de hablar con mi padre salí. Fui a hacer algunas compras. Más tarde pasé por el bar y saludé a José. Compré cigarrillos, periódicos, y volví a mi casa. En la vereda encontré al portero revisando la correspondencia. Me entregó la mía y me preguntó si yo subía para llevar a don Samuel la suya. Tomé mis cartas, las de don Samuel, y subí. Toqué el timbre de su departamento y como nadie me respondió, dejé los sobres debajo de la puerta.

Subía las escaleras cuando oí sonar el teléfono. Apuré mis pasos y entré al departamento rápidamente para contestar la llamada. Era mi editor. Sin dar tantas vueltas y con dos palabras me dijo que publicaría mi novela inmediatamente. Ni bien terminó de hacer aquella propuesta, me puse a reír, a reírme a carcajadas. Mi vida me causaba mucha risa. Realmente mi vida era un juego. Cientos, miles, millones de veces fui a pedir, y hasta a suplicar con la copia de algún poemario, o de unos cuentos en las manos para que me los publicaran, y nunca conseguí nada. Justo ahora, en el momento menos oportuno, cuando todavía aquella novela estaba incompleta, y ni siquiera sabía si la podría terminar alguna vez, se presentaba el editor con una oferta que esperé por años. Era realmente increíble.   —198→   Le agradecí y le pedí que me diera más tiempo para poder terminarla. Él entendió y aceptó, pero marcó como límite una fecha de entrega. Una fecha que me pareció demasiado cercana. Le pedí un par de meses más. Se negó. Entonces le rogué unas semanas, tampoco aceptó, era esa fecha, o nada.

La propuesta me dejó increíblemente contento y con un entusiasmo que pensé ya perdido. Esa misma mañana junté hojas blancas, anotaciones, cigarrillos, cenicero, y me senté a escribir. Ni siquiera revisé la correspondencia, simplemente la dejé detrás de la máquina de escribir donde siempre la ponía.

Durante aquellos días sólo leía, escribía, fumaba y escribía. Tomaba café, fumaba y escribía. Las ideas me aparecían, los temas me nacían, los escribía, quedaban en el papel, y después se iban, y entonces venían otras ideas, las escribía, y se alejaban, y venían otras y otras, y así sucesivamente. Rompía papeles, limpiaba ceniceros, preparaba café y volvía al escritorio. No atendía el teléfono, dejaba que sonara y sonara. Tampoco me movía de ese espacio. Salía solamente para ir al mercado, al kiosco, o a la fiambrería. Me sentía transportado, había hallado el temperamento de mi personaje, los lugares en donde desarrollar su vida, sus amores, sus angustias y sus dolores. Todo estaba encaminado, y yo seguía sentado sin despegar mis dedos del teclado. Era una experiencia maravillosa, extraordinaria, encantadora. Mis clases en la Facultad las seguía dictando aquel reemplazante que había contratado, así que tampoco me preocupaba en prepararlas ni me dispersaba para salir a dictarlas. Todo se centraba alrededor de la novela que hacía años escribía y nunca podía terminarla.

Los días siguientes transcurrieron de manera distinta, con un brío impresionante. Tenía nuevas ideas que contar. Mi escritura tomó un ritmo diferente, ágil, alegre y dinámico. Aquella llamada del editor fue totalmente azarosa, porque a partir de ella me sentía realmente afortunado. Tenía el triunfo cercano a mí, la feliz   —199→   oportunidad por fin se presentó y yo estaba perdiendo el temor al futuro y las dudas respecto a mi vocación.

Nuevamente me aislé. Era una necesidad permanecer encerrado, y a la vez un placer poder disponer de todo el tiempo posible para escribir, solamente para crear, para escribir. Estaba satisfecho.

Leah insistía con sus llamadas, pero yo nunca las atendía. Ella dejaba mensajes pidiendo, suplicando, reclamando por favor que la atendiera. Por supuesto que no lo hacía. Nadie, absolutamente nadie ni nada debían entorpecer aquel tiempo de creación, de encantamiento, de despertar de sentimientos, de emociones, de situaciones. Me sentía pleno.

Un atardecer sonó el timbre. Sonaba una y más veces.

Molesto me levanté y llevado por un impulso, abrí la puerta.

-¡Desaparecido! ¿Qué se ha hecho de ti?

Era Leah.

-Entra.

-Permiso -dijo ella y entró. Después de ver el desorden en el que yo vivía lanzó un ruidoso suspiro.

-¿Qué te pasó?

-Nada.

-¡Cómo que nada!

-¿Por qué me lo preguntas?

-Mira toda esta mugre.

-Estoy escribiendo.

-¿Y necesitas de esta suciedad para escribir?

-Mira, Leah, como te dije antes, y creo que te repetí en varias ocasiones, recibí una propuesta muy linda e importante de una editorial a la que es muy difícil acceder en esta época. Me dieron un tiempo límite para entregar la novela si quiero que ellos la   —200→   publiquen. Esto es muy importante en mi vida de escritor, y por lo tanto en mi vida personal, así que necesito un tiempo para estar solo. Quiero que te vayas y dejes de llamarme, y acabes con la manía que tienes de dejar mensajes en el contestador. Cuando la termine, o sea, para que entiendas mejor, cuando termine de escribir la novela yo te llamaré, pero escúchame bien, yo te voy a llamar. Yo volveré a llamarte, no tú. Por favor no te molestes, no te estoy excluyendo de mi vida, simplemente necesito un tiempo de aislamiento. Ya me falta poco, apenas la termino te llamo, no te preocupes.

-Siempre pienso en ti.

Leah se acercó, me abrazó, y pretendió que yo hiciera lo mismo.

-Por favor, Leah, ahora no. Déjame solo un tiempo.

-Estás aburrido de mí.

-No. No estoy aburrido de ti, ni de nadie. ¡No entiendes que quiero estar solo!

Caminé de nuevo hasta la puerta, la abrí y dije:

-¡Vete!

Leah se fue y volví a sentarme en la misma silla. Encendí un cigarrillo, di una pitada, lo dejé en el cenicero, y de nuevo escribí. La visita de Leah no perturbó en absoluto mi concentración, pero más tarde don Samuel prendió el tocadiscos y el ambiente se invadió de una ópera a todo volumen. Bajé, le toqué el timbre, me abrió la puerta, y entonces le pedí por favor que bajara el volumen. Aceptó. Y yo volví a concentrarme.

Había avanzado enormemente. Cada día me sorprendía de mí mismo por lo que era capaz de escribir en tan corto tiempo. La novela estaba casi terminada. Sentía que se me acababa el conflicto, que era el momento de rematar el final, y lo mejor de todo, ya lo tenía. Simplemente necesitaba unas horas y más hojas blancas. Estaba emocionado, no lo podía creer, estaba terminando un trabajo   —201→   que me había llevado mucho tiempo. Estaba satisfecho. Además por primera vez confiaba en lo que escribía. Las dudas ni me rozaban. Terminaron los largos insomnios, aquellas interminables sombras donde las dudas se arremolinaban dentro de mí. Apenas me acostaba agotado, quedaba inmediatamente dormido. Dormía profundamente hasta el día siguiente, y solamente abría los ojos con la ayuda del despertador.

Aquella noche me acosté más temprano de lo acostumbrado y lo puse para que sonara a las siete de la mañana del día siguiente. Estaba dormido cuando el timbre del teléfono me despertó. Miré la hora, eran las cinco de la madrugada. Me levanté y atendí la llamada.

-Hola.

-Iósele, hijo, soy tu padre.

-¡Papá! ¡A esta hora!

-Bueno, si no quieres hablar, te llamo más tarde.

-Bueno, llama más tarde.

Volví a la cama y dormí unas horas más.

Mi padre volvió a llamar cuando ya estaba frente a la máquina de escribir.

-Hola, Iósele.

-Hola, papá.

-Iósele, disculpa que te desperté antes, yo no quería despertarte, Iósele, es sólo que quería avisarte que estoy en el hospital.

-¿En el hospital? ¿Qué te pasó, papá?

-Me caí.

-¿Dónde?

-En el patio de mi casa, cuando regaba las plantas. El piso estaba mojado. Resbalé y caí.

-¿Qué te lastimaste?

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-La cabeza. Lo que más tengo que cuidar. Fíjate qué desgracia.

-¿En qué hospital estás?

-No lo sé, hijo.

-¿Cómo que no sabes?

-No sé cómo se llama.

En ese momento deseé que me dijera que se encontraba en el hospital donde Laura trabajaba.

-¿En el que estuviste antes, cuando enfermaste del corazón?

-No, en ése no, éste es otro, hijo.

-Papá, pásame con alguna enfermera o con cualquier otra persona que me indique dónde estás.

Una mujer tomó la llamada y me dictó el nombre del hospital y la dirección. Salí corriendo.

La preocupación no era tanta como la vez anterior, cuando se trató del corazón. Al saber que era solamente un corte en la cabeza mi agitación fue menor. Llegué al hospital y cuando pregunté por él me llevaron a un pabellón donde había varias camas.

Miré y al poco rato encontré a mi padre acostado y con la cabeza vendada. Le dije:

-¡Papá! ¿Qué te hiciste?

-Yo no me hice nada, hijo. Me caí y me lastimé.

-Te dije miles de veces que te cuidaras. Ya eres viejo para andar haciendo cosas de jóvenes.

-No sabía, hijo, que regar las plantas era cosa de jóvenes.

-¿Quién te trajo hasta el hospital?

-Don Jaime, mi vecino.

-¿Cómo fue que te encontró?

-Yo me levanté, y fui a buscarlo.

-Eso es peligroso, te podías haber matado.

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-De un corte en la cabeza nadie muere, pero de los quebrantos que dan los hijos, de eso uno puede morir y varias veces.

-¿Qué dices? ¿Cómo uno va a morir varias veces?

-De a poquito, entonces.

-Bueno, papá. ¿Dónde está el médico para preguntarle lo que te pasó?

-Allá, hijo, mira allá.

Fui a hablar con el doctor. Era un hombre joven y muy amable. Me explicó que mi padre había llegado al hospital con un corte en la cabeza, nada profundo ni preocupante, que le atendieron inmediatamente, le realizaron una sutura, y debido a su avanzada edad, después lo sometieron a algunos estudios de rutina donde detectaron una alta presión debido a una anomalía en el funcionamiento cardiaco, por lo que se suponía que la caída no se debió a un resbalón, como él relató, sino que fue a causa de un fuerte dolor que sintió en el pecho. El doctor siguió contando detalladamente los pormenores de la salud de mi padre, y también me dijo que prefería dejarlo algunos días hospitalizado, en observación.

Yo accedí. Además me pareció lo más sensato, ya que existían antecedentes de anteriores ataques.

Mi padre tampoco se opuso. Sólo me pidió que hablara con sus vecinas para que durante su ausencia cuidaran sus plantas y sus jaulas. Le pregunté si era necesario llevarles las llaves de la casa, para que ellas pudieran entrar, y él me respondió que ya las tenían. Solamente me pidió casi suplicando que fuera a visitarlo diariamente y que le trajera periódicos y revistas en yiddish.

Aquella mañana acompañé a mi padre un rato más. Luego me despedí de él y del médico que lo trataba. Dejé a la enfermera mis datos para que me llamaran por cualquier eventualidad que pudiera surgir.

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Yo volví a mi escritorio. A mi devastado y desordenado escritorio, donde habitaban mis fantasmas reencarnados en personajes que vivían en mis papeles.

Todo el día escribía y al atardecer iba a visitar a mi padre.



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ArribaAbajo- XVI -

La convalecencia de mi padre duró más de lo que él y yo nos hubiéramos imaginado, aunque su salud mejoró notablemente, la herida en la cabeza cicatrizó y su corazón adquirió el funcionamiento habitual. El cardiólogo recomendó que se quedara unos días más en el hospital, hasta que su recuperación fuera total, pues sus antecedentes, y sobre todo teniendo en cuenta que iría a vivir solo, resultaba mejor mantenerlo en observación el mayor tiempo posible, hasta que se estabilizara completamente. Aquella decisión tomada por el médico era para mí satisfactoria, ya que me resultaba menos preocupante que mi padre siguiera internado que tener que permanecer siempre ansioso y pendiente de un llamado telefónico.

Cada final de tarde, cuando iba a visitarlo, le pedía insistentemente que vendiera o alquilara su casa, dejara sus animales y sus plantas a alguna vecina y se mudara a vivir conmigo, o de lo contrario alquilara un departamento cercano al mío, aunque aquello tampoco beneficiaría mi tranquilidad. A todos estas sugerencias él respondía:

-¡Tanta desgracia! Que Dios nunca me castigue y tenga que ir a vivir contigo. Antes que me lleve.

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Mi padre, a pesar de encontrarse incómodo y preocupado en aquella cama de hospital, rodeado de enfermedades y tragedias, estaba tranquilo. Yo lo notaba bien, y hasta con un cierto contento que se percibía en su mirada y en su tono de voz. Le gustaba sentirse atendido, y sobre todo visitado diariamente por su hijo.

Todas las tardes esperaba mi visita igual que un niño espera un juguete y se exalta cuando lo recibe. Así, con esa misma excitación actuaba mi padre cuando me veía en el ancho pasillo caminar hacia él. Siempre que podía yo le llevaba periódicos y revistas en yiddish y uno que otro libro escritos también en yiddish, de esos que ya dejaron de editarse hacía muchos años, pero que todavía se podían encontrar en el parque, los domingos, en las ferias de libros usados.

Esa tarde, cuando fui a verlo, recibí una sorpresa de ésas que te dejan frío, sin voz y temblando. Cuando la vi, no lo podía creer. Sofía, mi ex mujer, se encontraba sentada al lado de la cama de mi padre. Me acerqué despacio, con cierta timidez, pero con mucha curiosidad. ¿Quién le había contado sobre aquel episodio? ¿Y qué la indujo a visitar a su ex suegro? En un momento hasta sospeché que fue él mismo, mi padre, el que la llamó con el propósito de hacernos coincidir de nuevo. Así, una vez más, insistiría con su fantasía de verme reconciliado con Sofía. Era increíble como nunca se cansaba de intervenir en los acontecimientos de mi vida.

Me acerqué a la cama, miré a Sofía, y después saludé a mi padre.

-¡Hola, papá! -dije.

-¡Hola, Iósele! ¡Mira quién vino a visitarme! ¿No te pone feliz ver que Sofía esté acá conmigo?

-Claro, papá.

-¿No la vas a saludar, hijo?

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-Hola, Sofía -dije, mientras ella se paraba para saludarme con un beso.

-¿Cómo estás, Alejandro? -preguntó ella.

-Bien, pero siéntate.

-No, por favor, ven, siéntate tú -dio unos pasos como para alejarse de la silla, y permitir que me sentara-. Ya me estaba despidiendo de tu padre. Se me ha hecho tarde, me tengo que ir.

-¡No! ¡No te vayas! ¡Espera!

Mientras mi padre suplicaba a Sofía que no se marchara, yo acerqué otra silla y me senté frente a ella. Se creó un silencio largo que mi padre interrumpió:

-¿Me trajiste el yidishe tzaitung?

-Sí, papá, acá está.

Le pasé el periódico en yiddish, y una bolsa con frutas. Él los tomó, luego me pidió que le alcanzara los anteojos. Se los puso, y se acomodó para leer, ignorándonos por completo a Sofía y a mí.

Me llamó la atención su actitud, porque normalmente por ninguna razón dejaría de hablar con sus visitantes. De pronto, enmudeció. Fue entonces cuando no dudé de que él había llamado a Sofía contándole sobre su enfermedad, y programando aquel encuentro.

Sofía y yo quedamos mirándonos, tratando de decirnos alguna cosa.

-Se te ve bien -dijo ella.

Yo sabía que mentía. El cansancio se reflejaba en mi rostro.

-A ti también, se te ve muy bien, como si no hubiera pasado el tiempo -respondí. Aunque lo mío no era un engaño. En realidad la veía bien, se había dejado crecer el pelo, lo llevaba suelto por detrás del hombro, se lo había aclarado, y con un arreglo más prolijo y moderno. Su rostro también había mejorado. Estaba delgada, y con buena figura. De pronto recordé sus ojos, los miré y sentí lo mismo que había sentido la primera vez que los vi. Eran oscuros,   —208→   casi negros, pequeños, pequeñísimos, tan pequeños que no conjugaban con aquel rostro impregnado de seducción. Me pregunté si aún yo seguía enamorado de ella a pesar de los años que llevábamos separados, ya que, al volver a verla, al tenerla frente a mí, me provocaba una incontrolable inquietud.

Continuamos así, sentados en las mismas sillas, mirándonos fijamente, y mi padre, en medio de los dos, leyendo el periódico y actuando de cómplice de aquel encuentro supuestamente casual.

Sofía habló de su trabajo y yo del mío. Me contó sobre sus hijas, y en un momento de la conversación hizo un comentario, como justificando aquella visita. Habló sobre las casualidades de la vida, de las oportunidades, de los encuentros, de las pérdidas, de las coincidencias que de pronto, en un lugar, en un instante se presentan, como en este caso que había venido al hospital a visitar a una amiga enferma y la sorpresa mayúscula que se llevó al encontrar a mi padre allí. Aun así y después de escuchar aquel comentario, yo seguí convencido que esa no era la verdad. El diálogo siguió. Le comenté acerca del buen momento que estaba viviendo como escritor, y la satisfacción que sentí con aquella propuesta hecha por el editor. Ella me contó que se había vuelto a casar y que tenía dos niñas, olvidándose que ya me habló de ellas. Me contó además sobre las travesuras que eran capaces de hacer, y sobre la muerte de sus padres.

Mientras ella hablaba yo pensaba en todos los años transcurridos desde la última vez que nos vimos. Fue cuando se marchó del departamento llevando todas sus cosas. En ese momento no tuve la suficiente fuerza para pedirle que se quedara, aunque después lamenté su partida. Hubo noches en que la soledad me hacía extrañarla, pero después, al conocer a Laura, aquella necesidad desapareció. Ahora, al verla nuevamente, las dudas empezaban a carcomerme. No podía evitar recordar aquel periodo de mi vida donde nada era sencillo, todo era complicado y hasta existir era   —209→   penoso. Estaba lleno de ideas, fracasos y proyectos que se entremezclaban desordenadamente unos con otros, confundiéndome aún más. En mi vida existieron permanentes dudas. Dudas sobre mi identidad, mis sentimientos y mis decisiones. Había vuelto de Israel sintiéndome un fracasado. Mi madre estaba muerta. Tenía que encontrar un nuevo trabajo, o de lo contrario seguir ayudando a mi padre en el negocio, cosa que no era nada gratificante. Finalmente no era eso lo que yo aspiraba en mi vida, dedicarme simplemente a vender medias, sombreros, portaligas y otras prendas de mujer en la tienda de mi padre. Pero siempre me fue difícil tomar decisiones. Las dudas me rondaban. También tenía que retomar mis estudios. Antes de mi viaje a Israel había empezado a estudiar economía, pero abandoné la carrera en el segundo semestre, acobardado por las Matemáticas. Aquella frialdad de números no coincidía con mi temperamento. A mi vuelta me interesó la Psicología, llevado por las lecturas de Freud y de Viktor E. Frankl, pero con leerlos sólo a ellos no era suficiente. No todo era tan sencillo. Además investigar la mente humana me aterrorizaba. No era lo suficientemente audaz para estudiar esa carrera. Después vino el Periodismo que sí consiguió atraparme, puesto que estaba en una edad en que se es idealista, y se cree poder conseguir todo. También en ese momento me enamoré y todo se volvió mucho más agradable, sencillo y grato. Fue cuando conocí a Sofía.

Salía de un período de mucha tristeza, después de la muerte de mi compañero y amigo Javier Ponchelli. Entonces la tía Jane me llamó una tarde para comentarme que conocía a una joven muy bonita, hija de una amiga, a quien quería presentarme. La idea me entusiasmó, y fue así como conocí a Sofía. La tía hizo una reunión en su casa, y allí nos presentó. Sofía me pareció una joven muy bonita. Tenía una voz suave y su conversación era interesante. Después de aquel primer encuentro en la casa de la tía Jane, la invité a ir al cine, otro día al parque. En nuestras citas hablábamos   —210→   sobre mis estudios, comentábamos sobre mi fracaso en Israel, y sobre otros fracasos que también ella tuvo que vivir para crecer.

Teníamos gustos en común, fumábamos la misma marca de cigarrillos, nos gustaban las mismas películas, leíamos a los mismos autores. Todo aquello hizo que me enamorara de Sofía. Estuve enamorado de ella, pero nunca la amé.

Al poco tiempo, después de aquel encuentro, Sofía y yo nos casábamos en una importante sinagoga, bajo el palio nupcial, y en una hermosa y emotiva ceremonia religiosa, donde la tía Jane fue mi madrina y mi padre, el padrino. Después fuimos a un salón donde se realizó la fiesta. Los padres de Sofía y mi padre organizaron y se hicieron cargo de los gastos. Aquella noche bailamos, brindamos, y pensamos que siempre seríamos felices. Mi padre me deseó que tuviera una gran familia, con muchos niños y muchas satisfacciones.

A la vuelta de nuestro viaje de bodas nos instalamos en el departamento donde yo vivía, el que mi padre me había regalado cuando se marchó a vivir solo.

El matrimonio siguió. Yo jamás le pregunté a Sofía si estaba satisfecha y feliz conmigo, ni tampoco me pregunté si era feliz con ella. Los días transcurrían con la mayor tranquilidad. Mi padre nos visitaba todos los fines de semana, y siempre íbamos los viernes a la noche a cenar a la casa de los padres de Sofía. Los paseos de los domingos eran ir al cine, y el resto del tiempo yo estudiaba y trabajaba. Ella hacía lo mismo, estudiaba Administración de Empresas y trabajaba en una compañía de seguros para autos. Fue así como transcurrieron todos esos años. Después yo terminé la carrera de Periodismo, y decidí estudiar Sociología. En un par de años más, también la terminé. Yo continuaba trabajando en el periódico, con un horario más flexible ya que me permitían llevar los trabajos para escribirlos en casa. Todo transcurría en la mayor   —211→   calma. La vida siguió su curso normal hasta el momento en que Sofía me planteó que deseaba tener un hijo. Yo me negué rotundamente y le expliqué las razones por las que rechazaba tenerlo en ese momento, puesto que todavía no estábamos estabilizados económicamente. Pero Sofía insistía, y reclamaba, pedía y suplicaba. Quería tener un hijo, y mi padre, en cada visita de fin de semana, también exigía tener un nieto para poder convertirse en abuelo. Me parecía demasiado apresurado tener un hijo en tan corto tiempo que llevábamos de casados. Sería una terrible irresponsabilidad. Un niño significaba muchos cambios que yo no estaba dispuesto a dar.

Con el tiempo Sofía dejó de hablar del tema, y yo creí que finalmente se había convencido de esperar más tiempo. Los días siguieron tranquilos, demasiado tranquilos para ser verdaderos. Ya ni siquiera intercambiábamos algún comentario, ni discutíamos, ni nos agredíamos de ninguna forma. Dejamos de reclamarnos cosas. Sencillamente cada uno vivía encastrado en su propio estilo de vida, en sus horarios y gustos. Hasta el día en que ella me pidió el divorcio. Los trámites fueron largos, y llevaron mucho tiempo, aunque no teníamos por qué pelear. Ni siquiera teníamos hijos por los cuales discutir la tenencia, o los días de visita. Bienes materiales tampoco poseíamos. Sería absurdo y ridículo discutir sobre quién se quedaría con el televisor, la estufa o la heladera. El departamento era de mi padre, por eso una vez obtenido el divorcio por la ley civil y también por el gran Rabinato, Sofía se mudó.

Tarde me di cuenta de que nunca debí casarme con ella, y la imposición determinó el fin. Aceptar, finalmente, que nunca nos amamos, fue reconocer aquella orden que ambos aceptamos, llevados por el entusiasmo y por la presión familiar.

Para Sofía tomar esa decisión de divorciarse significó su liberación y para mí volver al lugar del que nunca debí salir.

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Después del divorcio, cada vez que conocía a una mujer me predisponía a un bloqueo emocional. Me enamoraba de sus ojos, o de su figura, o de su conversación. Siempre disfruté de la sensación que producía una nueva aventura, pero nunca amé a nadie antes de conocer a Laura. A Laura la amé, la amo, con ella todo fue diferente, bello.

Mi padre permaneció mucho tiempo enojado conmigo a raíz de aquella ruptura. Dejó de hablarme y de visitarme. Para él mi divorcio significó el mayor fracaso que vivió como padre, y mi peor fracaso como hombre.



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ArribaAbajo- XVII -

Se había hecho tarde y el horario de visita terminó. Sofía se despidió de mi padre. Yo hice lo mismo. Juntos salimos caminando por el ancho corredor, sin decirnos una sola palabra. Sólo caminamos uno al lado del otro, como antes, como cuando éramos un matrimonio y creíamos amarnos. Llegamos a la calle. Seguimos caminando. Ella al lado de mí, muy cerca. Cruzamos una calle, después otra. La noche estaba fría y una llovizna muy tenue nos obligó a refugiarnos bajo el toldo de una cafetería. La tomé del hombro para protegerla de una ráfaga fría de viento. Ella dio vuelta, me miró y dijo:

-Entremos al bar, hace frío, un té nos vendría bien.

-¡No! Sigamos caminando.

Caminamos unas cuadras más. Ella se tomó de mi brazo, y yo le tomé la mano. La tenía tibia y con la misma suavidad de siempre.

Paré un taxi.

-¿Adónde vamos? -preguntó sin mucha curiosidad.

-¿Adónde quieres ir? -pregunté yo.

-Donde tú quieras.

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Fuimos a mi departamento.

Entramos. Sentí que todo era un sueño, un sueño extraño, como si entre Sofía y yo nada hubiera cambiado. Seguíamos igual a quince años atrás, igual, y juntos.

Aquella situación me resultaba común, familiar. No tenía nada nuevo que descubrir en esa mujer con quien estuve casado, con quien viví durante cinco años. Sofía seguía siendo una mujer bella. Además de belleza, tenía el toque sensual que adquieren las mujeres en la adultez, y que las deja más atractivas y seductoras. Caminé hasta el dormitorio en silencio. Sofía me siguió, también en silencio. No hablamos, seguimos callados, sin música, sin luces, sin palabras, y en penumbra. De pronto sentí su cuerpo. Su desnudez resbalándose sobre la mía, y algo más, que después de mucho tiempo me volvió a estremecer.

Sofía quedó dormida y yo a su lado más despierto que nunca. La había extrañado, la extrañaba todavía. Pensé que quizás si nos hubiéramos conocido de otra manera, sin imposiciones, ni presiones, tal vez nos amaríamos de la manera que cada uno necesitó.

Me levanté con cuidado, me vestí, caminé hasta el balcón, abrí la puerta. La noche seguía igual, fría y húmeda. Los letreros estaban apagados y las calles parecían tristes. Fui hasta la cocina y preparé una taza de café, encendí un cigarrillo, volví al salón, me senté frente a la máquina de escribir, pero estaba demasiado inmerso en muchos recuerdos de mi pasado con Sofía, en esa historia lejana. También pensaba en Laura. Así no podía escribir. Volví a la pieza, y a Sofía. Me detuve en la puerta a mirarla. En una mano llevaba el cigarrillo y en la otra la taza de café. Bebí un sorbo, aspiré una bocanada profunda de humo, y mientras lo expulsaba por la boca la seguí mirando. Su figura estaba igual, a pesar de haber tenido hijos. Su cuerpo no delataba las secuelas que deja la maternidad. Aún seguía cercado de pasión. En ese momento quise con locura descifrar qué sentimiento me unía todavía a aquella mujer. ¿Por   —215→   qué la traje a mi departamento? ¿Por qué la extrañaba? ¿Por qué seguía una foto suya debajo del vidrio de mi mesa de luz, si ella ya no era mía, si ella ya estaba casada con otro hombre y yo enamorado de otra mujer?

Sofía despertó. Abrió los ojos, miró a su alrededor y pudorosamente se cubrió los senos con sus manos. Dio vuelta en la cama dejando su espalda al descubierto. Me acerqué y la abrigué.

Fui a la cocina, dejé la taza vacía y apagué el cigarrillo.

-Vas a sentir frío -dije.

-¿Después de cuánto tiempo volvimos a estar juntos?

-No sé. Mucho. ¿Verdad?

-¿Te sientes bien?

-¡Sí! -respondí. Pero en realidad no lo estaba. Tenía dudas, sentía culpas.

-Dime, ¿qué hora es?

-Son las cuatro de la madrugada.

-¿Qué?

-Son las cuatro, pero, ¿por qué te asustas?

-¡Dios mío! En mi casa no saben dónde estoy.

-¿Qué vas a decir?

-No sé, ya se me ocurrirá algo en el camino.

-Vístete, te acompaño.

-¡No! No es necesario, sé dónde estoy, y sé cómo llegar a mi casa. ¿O te olvidas que yo también viví en este lugar?

-No. Eso jamás lo podría olvidar.

Mientras hablábamos la seguí mirando. Se vistió rápidamente. Fue hasta el salón, tomó su cartera y volvió a decir:

-Me tengo que ir, es muy tarde. Tengo que llegar a mi casa antes de que las nenas despierten para ir a la escuela, y sobre todo antes de que mi marido esté lo suficientemente lúcido para preguntarme de dónde vengo.

-¿Estás bien?

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-Sí, estoy bien.

-¿Estás segura?

-Claro que estoy bien. Necesitaba este encuentro, quizás por egoísmo, evidentemente soy muy egoísta. Actué mal. Te utilicé, aunque fue involuntario, yo no programé este encuentro como tú lo imaginas, fue casual. Hice mal, no debí haber venido a tu casa, pero inconscientemente necesitaba reafirmarme como mujer. Me sentía una fracasada. Por años me sentí culpable de nuestro divorcio. Me sentí responsable por haberte dejado. Ahora ya no, Alejandro, ahora recién me siento libre.

-¿Libre de qué? -pregunté, y después encendí otro cigarrillo.

-De mis dudas y de mis culpas. Siempre me sentí responsable de nuestra separación. Creí que yo no te entendía, que no entendía el trabajo que hacías, que nunca te acompañaba en todos tus largos períodos de creación, cuando tu abstracción y el encierro en ti mismo eran permanentes. Y entonces te reclamaba, te suplicaba atención, porque sentía que ocupaba el lugar de un objeto en tu vida y en esta casa. O cuando insistía cada mes en que tuviéramos un hijo. Y tú te negabas. Mira Alejandro lo que es la vida, la ironía de la vida. Yo deseaba con intensidad un niño y paradójicamente un niño siempre jugó entre nosotros. Entre tú y yo. Entre dos seres adultos. Siempre un niño se interpuso en el juego íntimo y amoroso que debería haber entre un hombre y una mujer, y hasta en ese intercambio rutinario que existe en un matrimonio.

El humo del cigarrillo puso una cortina gris entre su rostro y el mío. Allí estábamos los dos jugando con los dramas del pasado, en un escenario ajeno y que ya nada tenía de común en nuestras actuales vidas.

De nuevo los dos habíamos caído en una nueva trampa que   —217→   la vida nos tendía. Sujetos a encuentros y desencuentros, en un juego permanente e indebido del azar.

-¿De qué niño hablas, Sofía?

-De ti.

-¿De mí? ¿Te sientes bien, Sofía?

-Sí, Alejandro, me siento muy bien, mejor que nunca. El que no se siente bien eres tú. Yo tenía dudas, dudas que me carcomían la mente y el alma, pero en cambio tú tienes culpas. No te sientas culpable por haberme dejado ir, no te culpes por haberte acostado conmigo, por haber hecho el amor con una mujer casada y traicionado a otra, o porque yo haya traicionado a mi marido, o porque aquella mañana dejaste que me marchara con todo mi equipaje, o por no haber querido hijos. Yo no me siento así. Hace mucho tiempo que estaba buscando este momento, que estaba necesitando este encuentro. Soñé contigo millones de veces. Durante muchas noches te deseé con todas mis fuerzas, intensamente, pero recién ahora me doy cuenta que en realidad no eras tú el hombre aquel de mis sueños, ni de mis fantasías. Aquél era otro, un hombre de verdad, no un niño que busca quien lo cuide, que busca protección. Yo no soy tu madre, Alejandro. Ni yo, ni ninguna otra mujer cumplirá el papel de madre contigo. ¡Tu madre está muerta! Deja ya que Iósele juegue con Alejandro. Elige de una buena vez quién quieres ser. Deja de prestar nombres, para cambiar quien eres.

-Sofía, tus palabras son muy crueles.

-Me voy, Alejandro, disculpa.

-No, no, espera, por favor espera, sólo unos minutos más, por favor, necesito hablar sobre lo que terminas de decir.

-No, ya no tenemos nada más que decirnos. Siempre creí que el fracaso fue por mi culpa, por no saber manejar bien situaciones que se presentan a lo largo de un matrimonio. ¿Sabes   —218→   lo duro que fue para mí convivir con esas dudas? ¿Con esa culpa? Esa maldita culpa que tú me transmitiste, que tú transferiste en mí. Pero ya no más, se terminó. Tuvo que pasar mucho tiempo, muchos años pasaron para que así fuera. ¡Mira cuántos! Tanto tiempo, y lo más terrible es que nos tuvimos que encontrar nuevamente para conseguir liberarme de todo ese pesar.

-Estás siendo muy cruel conmigo, Sofía.

-No es crueldad. Y fíjate, sigues hablando como un niño.

-¡Deja de seguir comparándome con un niño!

-¡Defiéndete! ¡Defiéndete! Pero como un hombre. ¿Por qué no te defiendes? ¿Por qué permites que siga ofendiéndote?

-No lo sé.

-Alejandro. Tienes que crecer. Es muy duro vivir cuando la edad mental no tiene el mismo nivel que la edad emocional. Tú siempre fuiste muy inteligente, conseguiste colgar dos títulos en tu pared, con buenas calificaciones. Te recibiste de sociólogo, de periodista, eres escritor, crítico de arte, profesor en una Universidad. Has logrado todo lo que te propusiste. Pero en lo afectivo, ¿quién eres? El mismo niño que caminaba en medio de sus padres, tomado de sus manos, por temor a que algo malo le sucediera. El hijo único que tenía que llenarles de satisfacciones a sus padres, para que se sintieran conformes con su descendencia, y mientras tanto tú te llenabas de debilidades y miedos. El único hijo varón que tuvo que casarse con una joven judía para que el padre la aceptara gozoso. ¡Basta! ¡Basta, Alejandro! Esa víctima, tu víctima, ¿sabes quién fue? ¡Fui yo! Deja ya que Iósele intervenga en la vida de Alejandro. Permítete ser un hombre, para amar como debe amar un hombre.

-Sofía, no es así como tú dices.

-¿En qué estoy errada?

-Yo creo que me enamoré de ti. Además quise que mi padre se sintiera conforme con mi casamiento. En ese momento tú eras la mujer ideal para elegir como esposa.

-Alejandro, tú siempre dijiste que no creías en Dios, y entonces, ¿cómo sigues teniendo sentimiento de culpa?

-¿De qué hablas?

-De tu sentimiento de culpa, de lo contrario, ¿por qué te justificas?

Me mantuve en silencio. Luego Sofía me besó en la mejilla. Yo no respondí. Permanecí parado, inmóvil. Quieto.

-Adiós -dijo.

Cerró la puerta de un golpe, y yo permanecí en el mismo lugar, sufriendo. Me sentí diferente. Experimentaba una sensación nueva, extraña e indescriptible. No eran deseos de llorar, ni de reír, ni de ponerme alegre, ni de sentirme triste. Todo estaba muy confuso dentro de mí.

Volví a la máquina. Tomé una hoja blanca y me preparé para escribir. Necesitaba escribir, necesitaba escribir desenfrenada e irracionalmente, para evitar hundirme de nuevo. Necesitaba liberarme de aquel fracaso que me produjo mucho dolor. Necesitaba olvidar a Sofía. ¡Qué tarde me di cuenta de que nunca la había amado, o de que no me permitieron escogerla para amarla!

Miré por la ventana. Ya había amanecido. También la mañana se presentaba fría. Miré la calle. La vecina del cuarto «A» paseaba a su perro por la vereda. Don Samuel iba a la panadería con una bolsa colgada del brazo. La pareja del tercero «C» se despedía con un beso, la del primero llevaba a sus hijos a la escuela a estirones, y peleando. En el aire se sentía el olor a colonia barata de la joven del segundo. El día había tomado su giro habitual.

Aquella fue una mañana irremediablemente gris.

No volví a ver a Sofía hasta el día del entierro de mi padre.



  —220→     —221→  

ArribaAbajo- XVIII -

Era el final de una fría y melancólica tarde de domingo. Angustiosa y pálida tarde de domingo, en la que los miedos se acumulan y las dudas cercan y anulan las ideas. Tarde de domingo, día fatal para convivir con uno mismo.

Ahí estaba yo, luchando contra la angustia del final.

Tenía que distraerme. Pensé en ir al cine. Tomé el periódico y busqué el título de alguna película que atrapase mi curiosidad y mi necesidad de recreación, pero ninguna me atraía, ni siquiera sus actores. Detestaba el nuevo cine sensiblero y melodramático, con actores bellos de físicos privilegiados, que sólo saben exponer sus desnudos pero se hallan carentes del menor talento. Vivimos la era de la decadencia de las artes.

Volví a mi escritorio. Mi trabajo había adelantado enormemente. La novela estaba prácticamente terminada. Sólo me faltaba hacer algunos que otros cambios, y escribir el último capítulo. Tomé un lápiz y comencé a trabajar en las correcciones. Estaba escribiendo cuando de pronto sentí un hormigueo y luego calambre en una mano. Dejé el lápiz y me levanté, encendí un cigarrillo y caminé hasta el sofá a descansar.

  —222→  

Hacía horas que estaba trabajando, y me sentía agotado. A pesar del reposo la molestia de la mano no pasaba. La levanté, la miré y descubrí que me había crecido un callo en el dedo índice. Bajé de nuevo la mano y repetí el mismo movimiento con la izquierda, donde tenía el cigarrillo prendido. Debía dejar el tabaco, pero era tan débil hasta para abandonar aquel vicio apagado en un cenicero.

Llamé a mi padre que ya se encontraba en su casa totalmente restablecido. Me tranquilizó escucharlo. Su voz era clara y apacible. Después de hablar unos cortos minutos, me despedí y decidí dar un paseo. Me cambié de ropa, de anteojos, y salí.

Todavía hacía fresco. El sol aún no calentaba las calles de la ciudad.

Caminé por veredas gastadas. Sendas pobladas de angustia y dolor. Bajo un cielo abierto para el desgano y la desazón. Me detuve frente a una vidriera y mi atención se distrajo mirando unos muñecos vestidos con ropa de temporada, pero aquello me pareció una real pérdida de tiempo. Pensé en ir a visitar a algún amigo para esquivar mi aburrimiento y el miedo a enfrentarme a aquel atardecer de domingo. Domingo cualquiera, donde se acumulan miedos y se acentúa mi temor por las ausencias.

Caminé hasta el parque para ver llegar la primavera.

Me gustaba pasear por ese lugar abierto y perderme entre los cientos de libros exhibidos sobre tablones. Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Dickens, Hemingway, Joyce, Kafka, escritores a quienes ya nadie leía. Novelas todavía escritas magníficamente bien. En la actualidad el mercado mató el talento. El consumismo dejó a los clásicos casi en el olvido. La literatura se convirtió en recetas de autoayuda. Tonterías sobre cómo solucionar de la manera más fácil los conflictos más terribles que sufrimos los seres humanos. Estupideces sobre cómo resolver en una semana las relaciones   —223→   terribles entre padres e hijos, entre parejas, y la sabiduría donde encontrar un camino nuevo para hallar la felicidad.

Me senté en un banco a observar las expresiones en los rostros de las personas que caminaban delante de mí, tratando de imaginar sus vidas. Ésas, éstos, éstas, aquéllos, todos eran personajes míos, y sus alegrías y sus dolores eran mis temas. En otro banco estaban sentados un par de jóvenes estudiantes que vestían el uniforme del colegio besándose en los labios. Dos hombres de la edad de mi padre, sentados en sillas plegables, jugaban al ajedrez, sobre un improvisado tablero de cartón. Las palomas se acercaban, buscaban migas de pan o restos de otros alimentos. Las envidié. Se movían juntas, siempre juntas. Todavía confiaban en su especie, no pensaban ni analizaban su destino. Tampoco sufrían. Sólo volaban, iban y venían en inagotables viajes. Eran libres.

Unos niños gritaban en los juegos del sube y baja. Otros reían mientras descendían a toda velocidad del tobogán. Otros lloraban en las hamacas, otros se ensuciaban jugando en el arenal mientras sus madres los miraban y cuidaban. Aún eran atendidos. Una mujer pasó delante de mí, caminando erguida. Iba bien vestida, llevaba lentes ahumados, paseaba a sus animales, un par de enormes perros que tenían adornos de cintas coloridas en las orejas. ¿A quién le sobra tiempo todavía para cuidar de esa manera el pelaje de sus perros? -me pregunté-. ¿Hasta dónde llegaba y adónde llevaban el tedio y la aflicción?

Siempre paseé por esa plaza, pero nunca me senté en un banco a observar los árboles, las hojas desfalleciendo en el piso, arrastradas por el viento. Nací en esa ciudad, conocía sus olores, sus calles, sus ruidos, sus colores, su tráfico, su locura, pero nunca me senté en un banco de la plaza a mirarla. ¿Qué me estaba pasando? ¿También estaba envejeciendo?

  —224→  

Sentado en el banco sentí miedo. Reaparecía el temor a perderme, el miedo a no poder regresar al lugar de donde partí, necesitaba a mi madre para sentirme seguro.

De pronto me había convertido en un observador compulsivo, de rostro empobrecido.

La tarde se volvió pálida y crepuscular.

Continué sentado, y entonces recordé las tardes de domingo en el parque, cuando todavía era un niño. En ese mismo parque paseando con mis padres. Caminábamos por ese mismo lugar. También nos sentábamos en un banco y mirábamos a nuestro alrededor, respirábamos aire puro, y luego volvíamos a nuestra casa. Durante toda la semana sufría pensando en las tardes de domingos, y en esos paseos. Sufría con ellos y por ellos. Yo hubiera preferido ir a jugar a la pelota con un grupo de amigos, o al cine, a ver una película de aventuras, o simplemente quedarme en la casa a leer alguna revista de historietas o a mirar la televisión, pero mis padres insistían. Tampoco peleaba tenazmente para no ir. Nunca fui muy valiente, ni arriesgado. Fui temeroso, y muchas veces esperé que la fatalidad se encargara de situaciones que yo no podía resolver.

De nuevo era domingo, de nuevo estaba sentado en un banco de la plaza, encontrándome con los recuerdos y con el pasado que me volvía.

La luna ya alumbraba. Se había hecho tarde y decidí volver a mi casa. Tenía que continuar escribiendo. Caminé pensando que a pesar de ser noche de domingo las calles estaban igualmente transitadas y convulsionadas, la ciudad no daba tregua al continuo trajín de los noctámbulos. Iba caminando, yo era parte de aquel lugar, de la calle, de la noche, mientras mi vida seguía envuelta en sus miedos. La soledad me había enseñado a convivir con ellos. Muchos, muchísimos, infinitos miedos, miedo de mis recuerdos, miedo hasta de mis propios pensamientos. Miedo de morir, y miedo a vivir.

  —225→  

Quise escapar de aquel vaivén del mundo, ese permanente y duro tránsito del tiempo.

Volví a mi casa. Necesitaba estar allí. ¡Mi lugar! Para salvaguardarme del mundo de afuera. Sentía frío. Pensé en mi padre. De pronto y extrañamente lo necesitaba. Era el frío, era la noche, era el desamparo que me dejaba así, en un clima de añoranzas.

Decidí estar solo un tiempo. Estaba cansado, muy cansado de pensar, de recordar. Cualquier intromisión entorpecería mi equilibrio, un equilibrio inestable y casual.



  —226→     —227→  

ArribaAbajo- XIX -

Desperté buscando a una mujer. Abrí los ojos y llamé a Laura. ¿Era a Laura? ¿Sofía? ¿Leah? ¿A quién buscaba?

Me preparé una taza de café y salí al balcón a disfrutar de aquel cielo libre, limpio, liberado de nubes, que daba paso al sol luminoso y tibio.

Encendí un cigarrillo y observé la calle. Una de mis debilidades era mirar. Mirar los autos que iban y venían. Mirar a los peatones que esperaban ansiosos al borde de la vereda -a punto de ser atropellados-, el cambio de luces de los semáforos, para abalanzarse al pavimento, cruzar la avenida y seguir corriendo, empujados por la rutina, el cansancio, el hambre. Pensé en Sofía, en todos esos años que estuvimos juntos sin decirnos nada. Vivíamos juntos, dormíamos juntos, compartíamos la comida, los gastos, pero nunca compartimos los proyectos. Detrás quedaron las palabras no dichas, los deseos incumplidos, los placeres insatisfechos y los años mal gozados, la rabia, todo atrapado en el devenir.

Yo seguía solo y pensé que los que jugábamos al juego de estar solos corríamos el riesgo de caer en un pozo doloroso, profundo, terrible, y permanecer allí interminablemente. En ese momento sonó el teléfono y fui a atenderlo. Era Leah. Llamaba   —228→   para invitarme a dar un paseo. Acepté y marcamos el encuentro en el café habitual.

Era una mañana tranquila y un sol ardiente caía sobre mí.

Experimentaba una sensación de alivio, de contento. Me resultaba difícil creer que finalmente estaba terminando mi novela. Ya habíamos marcado una fecha fija y definitiva con el editor. La entrega era inaplazable.

Tenía que empezar el trabajo final. Por lo tanto me dispuse a ir enumerando las hojas y después los capítulos, pero para ello, antes, tenía que empezar por ordenar mi escritorio.

Las hojas blancas escritas a máquina iban en una carpeta, las demás escritas a lápiz o a bolígrafo iban al basurero, los recibos los guardé en un cajón, y los sobres todavía no abiertos los dejé sobre la mesa para revisarlos más tarde. Después de unas horas, finalmente la carpeta estaba ordenada, igual que mi escritorio.

Antes de empezar mi trabajo de corrección y enumeración de hojas revisé la correspondencia que hacía tiempo se hallaba sin tocar. Fue ahí cuando encontré un sobre donde estaba escrita mi dirección, pero el destinatario era una persona extraña, cuyo nombre no me era familiar. Jamás había leído ni escuchado aquel nombre: Elías Kohenz. ¿Quién era Elías Kohenz? Di vuelta el sobre. Tampoco conocía el nombre del remitente. Esas señas no me traían nada a la memoria ni podía asociarlas con ninguna persona a quien hubiera conocido. Antes de tirarlo, volví a leer la dirección y sentí un llamado de alerta. La calle, el número, el piso, todo coincidía exactamente con los datos de mi edificio y de mi departamento. Pensé que quizás fuera para algún inquilino que hubiera vivido allí antes de que mi padre comprara el inmueble. Pero ya habían pasado demasiados años. Esa posibilidad tampoco era coherente.

Bajé y pregunté al portero si él conocía a una persona que había vivido en ese edificio, con aquel nombre. Su sorpresa fue   —229→   igual a la mía. También le pregunté a don Samuel, pero tampoco conocía a nadie con ese nombre. Qué horror. Mi curiosidad se volvió obsesiva. Quería saber quién vivió anteriormente en ese departamento. ¿A quién iba dirigida esa carta?

La última, y única, posibilidad que se me ocurrió fue que quizás mi padre tuviera alguna información sobre aquel nombre. Lo llamé.

-¿Papá?

-¡Iósele, hijo! ¿Cómo estás?

-Bien, papá.

-Gracias a Dios.

-¿Y tú?

-Muy bien, hijo.

-¿Tu cabeza?

-Toda curada, y mi corazón también. El whisky cura todo.

-Papá, no tomes mucho.

-Nada, hijo, una gotitas todas las noches no pueden hacer ningún daño.

-Que sea solamente a la noche, y no también al mediodía.

-¿Qué dices, Iósele? Jamás, hijo, jamás.

-Papá, quiero hacerte una pregunta.

-¿Qué, hijo?

-La semana pasada recibí una carta y recién hoy la abrí.

-¿Y qué quieres de mí?

-Acá tengo un sobre que lleva mi dirección, pero que no coincide con mi nombre, ni con el tuyo, y me inquieta saber para quién es.

-¿Nu?

-Y no entiendo, quizás sea para una persona que vivió antes en este departamento, o quizá que tú conociste.

  —230→  

-Antes de nosotros, de tu madre y de mí, nadie vivió en ese departamento. Yo lo compré mientras el edificio aún estaba en construcción. Se terminó y nos mudamos. Más tarde sólo tú viviste ahí.

-Entonces realmente no entiendo nada.

-Iósele, deja de preocuparte por tonterías.

-No es ninguna tontería.

-Bueno, Iósele, no hables más de la carta. Cuéntame cómo anda tu novela, y tu trabajo.

-Todo está bien. Bueno, papá, hablemos en otro momento.

-¿Ya quieres cortar?

-Sí, papá.

-Hace un minuto que llamaste y ya quieres cortar. ¡Oy, Iósele!

-Papá, es tarde, estoy cansado y voy muy atrasado con la corrección de mi novela.

-Tú siempre estás apurado o cansado cuando tienes que hablar conmigo.

-Adiós, papá.

-Adiós, Iósele.

Dejé la carta en el lugar de siempre. Y continué con mis correcciones. Se hizo de noche y salí para encontrarme con Leah.

Cuando llegué al lugar de nuestra cita, ella ya estaba aguardándome. Su actitud al saludarme y su expresión en los ojos demostraban ansiedad y evidente nerviosismo.

Me senté y pedí un café. Extrañamente, Leah también había pedido café, cuando que su bebida siempre era cerveza. La miré y ella movió la cabeza, desviando sus ojos de los míos. Se tomó las manos y nerviosamente se fregó una con la otra.

-Leah.

  —231→  

-¿Sí?

-¿Qué te sucede?

-¿Por qué?

-Estás nerviosa, nunca te vi así antes.

-¿Cómo?

-Leah, por favor, escúchame, estás tan nerviosa que ni prestas atención a mis palabras.

-Lo que me pasa, Alejandro, es que, definitivamente, no puedo vivir sin ti. Todo este tiempo que estuvimos alejados, sufrí. Sufrí como una loca, sufro al no estar a tu lado, quiero vivir contigo, tú elige el lugar, tu casa, mi casa, alquilemos otro sitio, el que tú quieras, donde tú quieras, pero juntos.

-Leah, cálmate.

-¡No! -gritó.

-Entonces me voy. Si no hablas despacio y escuchas lo que te tengo que decir, me levanto y me voy.

-Espera, por favor, Alejandro, no te levantes.

Leah se veía angustiada, suspiraba y suspiraba, como si le faltara aire a sus pulmones, el rostro le sudaba. Y yo sufría la exaltación propia de aquellos que aún no decidieron cómo resolver una situación en su vida.

-Mira, Leah, yo te expliqué que no deseo vivir con nadie. En este momento de mi vida estoy bien solo. Necesito terminar mi novela. Me quedan un par de semanas, nada más. El tiempo me ahoga. Además necesito ordenar mis sentimientos. Y para todo eso tengo que estar solo, solo y solo. En tu compañía me siento muy bien, pero no puedo vivir con nadie.

Leah se largó a llorar desconsoladamente, igual a un niño a quien le sacaron su golosina.

-Deja de llorar, por favor.

-No puedo. ¿No te das cuenta que estoy sufriendo o eres   —232→   un tonto? ¿Acaso no te gusto? ¿Y todas esas noches que pasamos juntos, esos momentos íntimos que disfrutamos, dónde los dejas? Si tú me rechazas no sé qué puede llegar a pasar. ¿Es que todavía amas a esa enfermera que te dejó?

Sus palabras sonaban burlonas. Si había algo que odiaba de una persona era justamente eso, la ironía y la extorsión. Suficientemente manipulado estuve en mi vida como para seguir tolerando este vil chantaje.

-Cuando empezamos esta relación, yo fui muy claro contigo. Somos personas adultas, con una historia cada uno, ya dejamos la juventud con sus estúpidas promesas hace bastantes décadas. Así que por favor no insistas con algo irreal.

-¿Te parece irreal querer vivir con el hombre a quien una ama?

-¡Esa es sólo tu fantasía! Tú ni siquiera me amas. Lo que te sucede es otra cosa.

-¿Qué es?

-Búscate otra persona que te lo diga.

-Alejandro, por favor, ven conmigo.

-Leah, no quiero volver a verte. Hoy es la última vez que nos encontramos. Tampoco vuelvas a buscarme a mi departamento, ni a llamarme, ni mucho menos a dejar mensajes en el contestador. Olvídate de que yo existo y de que alguna vez existí.

-Alejandro, dame un tiempo más. Estoy organizando una reunión con algunos de los que hicimos aquel viaje, que ahora están acá.

-¡No! No, por favor, ese programa no lo acepto.

Me imaginaba lo que sería para mí reencontrarme con personas que hacía mucho tiempo no veía, empezar a responder preguntas estúpidas y repetidas a cada uno, como qué pasó en mi vida durante todos esos años, a qué nos dedicamos, en fin, no estaba   —233→   dispuesto a un retroceso más, ni a recordar esos momentos invadidos de fracasos, ni mucho menos engañar con que en mi vida todo estaba particularmente perfecto.

-Sólo para esa reunión, por favor, Alejandro.

-Definitivamente, no.

-Si yo dejo de ir, ¿tú irás?

-No es por ti que no voy a ir, es por mí, sencillamente es por mí.

-Está bien, pero igual la voy a organizar.

-Me parece correcto.

El llanto paró. Leah se secó las lágrimas, y después callada, casi desapercibidamente, se marchó. Su objetivo había fracasado.

Salí a la calle, y la vi alejarse. Yo tomé otro rumbo, hacia mi casa.

Era una noche sombría, taciturna. Más tarde cayó una lluvia pasajera, de esas que mojan los veranos.

Unos meses después de aquel encuentro, recibí un mensaje de Leah en el contestador. Se despedía diciendo que se marchaba de vuelta a Israel.



  —234→     —235→  

ArribaAbajo- XX -

Transcurrió un par de semanas luego de haber recibido aquella correspondencia que me dejó curioso e intrigado, cuando de nuevo recibí otra igual, con el mismo nombre del remitente, y la misma dirección que coincidía con el nombre de la calle del edificio donde yo vivía, y con el número de mi departamento.

Eran demasiadas coincidencias para que me quedara con la duda. ¡Dos cartas en tan corto tiempo! Ya no me pareció un simple error. Y así fue como la curiosidad ganó, y la abrí. Rompí el sobre con cuidado para no estropear lo que pudiera haber dentro, y saqué el contenido que consistía en dos hojas amarillentas, escritas a mano, y en yiddish.

Traté de leer, pero con mucha dificultad, puesto que apenas conocía el idioma. Sólo entendía algunas que otras palabras. Podía traducirlas fácilmente pero ellas no bastaban para comprender todo lo escrito. En un instante de la lectura, y sobre una línea, ya casi al final de la carta, cerca de la firma, estaba escrito el nombre de mi madre. Eso alimentó aún más mi curiosidad. Ya eran demasiadas las dudas como para seguir conjeturando, aunque con la carta en la mano era aparentemente fácil descifrar la confusión. Se me ocurrió que don Samuel o José podían hacerme el favor de traducirla, puesto   —236→   que ellos leían perfectamente yiddish. Guardé la carta y fui directamente al bar, a buscarlos.

Como de costumbre los encontré sentados, jugando al dominó. También me senté y les expliqué toda esa historia de las cartas. Luego saqué las hojas y se las entregué a don Samuel. Él se puso los anteojos y leyó en voz alta. Desde luego, como lo hacía en yiddish, yo seguía igual, sin entender prácticamente nada, sólo que el nombre de mi madre estaba escrito allí.

Mientras don Samuel leía pausadamente, iba cambiando la expresión de su rostro.

-¡Dios mío! ¿Qué es esto? -dijo, llevándose las manos sobre la cabeza.

-¿Qué pasa, don Samuel? -pregunté.

En ese momento el viejo dejó la carta, mientras yo seguía sin entender nada. Aquella incertidumbre me irritaba aún más. No sabía si la había terminado de leer o sencillamente se había cansado de hacerlo, aunque su rostro se veía completamente transformado.

-¿Qué le sucede? -pregunté.

-Mira, Alejandro. Toma esta carta y ve urgente a lo de tu padre.

-¿Qué dice, don Samuel? ¿Cómo me pide que vaya, así, de pronto, a la casa de mi padre, con esta carta, si ni siquiera sé lo que dice?

-Ahora, ve ahora, en este momento, sin pensar. No tienes tiempo que perder.

Don Samuel no dijo una sola palabra más, permaneció callado y tieso.

-¿Qué le pasa, don Samuel? -pregunté asustado por su reacción.

-Vete, Alejandro. Vete a lo de tu padre, como te digo, ahora mismo. ¡No pierdas tiempo! Esta carta es muy importante para él y para ti.

  —237→  

-Pero dígame algo, no me puede dejar con esta incógnita.

-No te puedo decir ni una sola palabra. Es tu padre el que debe hablar.

Tomé las dos hojas, las metí de nuevo en el sobre y volví a mi casa. Guardé un par de pantalones, algunas camisas y otras prendas de vestir en un bolsón, también la máquina de escribir y hojas blancas. Bajé, llamé un taxi, y fui hasta la estación del ferrocarril a tomar el primer tren que me llevara al pueblo donde vivía mi padre.

Sentado en el tren me sentía el protagonista de una película de suspenso. Yo ahí viajando en busca de un secreto revelado en una carta. Finalmente la situación me causó risa. Estaba seguro de que era una exageración de ese viejo y hasta se me ocurrió ser de pronto víctima de una perversa confabulación armada entre mi padre y don Samuel, para crear en mí este impulso de ir a verlo, porque de lo contrario jamás iría a su casa a visitarlo, de ninguna manera, y menos aún así, sorpresivamente. Siempre era él quien venía a la mía.

Miré por la ventana. El cielo se había puesto de un tono claro, mientras que el paisaje era de un verde amarronado. Permanecí así, observando aquella mañana que con lentitud se abría envuelta de color.

Llegué, bajé del tren y caminé hasta la casa de mi padre. No quedaba lejos de la estación, nada más que a unas cuantas cuadras. De todas formas, caminarlas le haría bien a mis piernas. Aquel era un barrio en el que la mayoría de sus habitantes eran viejos. Esos típicos lugares donde todavía las personas se sentaban en el atardecer frente a las puertas de sus casas, a mirar, o a tratar de olvidar. Todavía, en ese lugar, los vecinos se conocían, se visitaban, hablaban entre ellos y se hacían compañía. Casas amplias   —238→   en cuyos patios se extendían largas sogas, de donde colgaban prendas de vestir como testimonio de pobreza.

A lo lejos distinguí la casa de mi padre. Parecía vieja. Había envejecido junto a su ocupante.

Las persianas de las ventanas estaban cerradas para evitar que la luz y los ruidos irrumpieran la quietud de aquella casa donde sólo habitaban la soledad y el abandono.

Golpeé la puerta una vez, dos veces, y a la tercera mi padre la abrió.

-¡Dios mío! -dijo.

-¡Hola, papá!

-¡Iósele! ¿Quién murió?

-Nadie, papá. ¿Por qué?

-¿Qué haces aquí, hijo?

-Vine a visitarte.

-¡No lo puedo creer!

-Aquí estoy.

-¡Estás enfermo! Entra hijo, yo te atiendo, pero entra, entra, Iósele.

Mi padre caminó detrás de mí, e inmediatamente me acercó una silla. Luego tomó mi equipaje y lo llevó a su dormitorio.

Después de verlo en ese estado de ansiedad y preocupación, finalmente me convencí de que no era una treta suya creada para provocar mi visita con la ayuda de los otros dos viejos.

Realmente mi padre estaba tan sorprendido al verme, que ni podía disfrutar de mi llegada, sencillamente para visitarlo, aunque tampoco ése fuera mi real propósito. Observé la casa, y a través de los objetos reconocí ciertos olores, colores y ruidos de mi infancia.

Me fijé en el trinchante, con todos los objetos adentro, igual a cuando mi madre vivía. Las mismas copas, vasos en juego con   —239→   sus jarras, unos platos de porcelana que quedaron del juego completo que mi madre trajo de Europa, los candelabros de plata que dejaron de tener utilidad después de su muerte, algunos recuerdos de viajes, que también seguían guardados dentro de aquel mueble. La casa olía a encierro. Los objetos olían a viejo y en mi padre se percibían la tristeza y la soledad. Me sentí abrumado por ese entorno. Abrí la ventana para permitir que entrara un poco de aire puro y reviviera aquella habitación asfixiada por el abandono.

-Iósele, ¿tienes sed? ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo? ¿Quieres tomar un café, un vaso de té o un poco de whisky?

-Nada, papá, después. Después voy a comer algo, pero después.

Mi padre corría por la casa, iba a la cocina, volvía, salía al patio y regresaba, daba vueltas alrededor de mí. Su contento era algo indescriptible.

-¡Papá! Ven, siéntate.

-No puedo, hijo, tengo que arreglar el patio, la pieza. La casa se ve sucia, hay que limpiarla.

-Deja, después yo te ayudo.

-Hijo. No puedo creer que sólo viniste hasta aquí para visitarme. Me haces tan feliz. Pero cuéntame, ¿cómo sigue tu novela?

-La estoy terminando. Traje mi máquina de escribir y algunas hojas para continuar trabajando durante el tiempo que voy a estar aquí.

-Eso quiere decir que te quedarás muchas semanas.

-No. No, papá, sólo unos días.

-No importa, no importa. Que hayas venido a visitarme para mí es suficiente. Mira, hijo, arregla tus cosas. Yo iré al mercado y a la panadería a comprar algo para comer.

-Papá, deja de preocuparte, por favor.

  —240→  

Mi padre salió y yo llevé mi equipaje a su cuarto. Abrí la puerta, y allí me encontré de vuelta con mi pasado. Las antiguas fotos enmarcadas seguían colgadas de la pared. Sobre la cama estaba la colcha de pluma de ganso hecha por la tía Jane. La almohada estaba cubierta por la misma funda amarillenta sobre la que dormían mis padres y en cuyos bordes iban bordadas randas de flores, haciendo juego con la sábana. Sobre el piso y a un solo lado de la cama estaba una pequeña alfombra sobre la que descansaban las pantuflas de mi padre, gastadas y desteñidas.

La puerta de entrada se abrió y aquel ruido me distrajo, pero igual permanecí en ese lugar abarrotado de un pasado lejano, de un pasado inmediato. Y de la decrepitud que predice el final.

-Iósele, ¿dónde estás?

-Aquí, papá, en tu pieza, tratando de acomodar mis cosas.

-Deja, hijo, ven a comer algo, después yo te ayudo.

Dejé mi bolso sin abrirlo. Saqué la carta y la guardé dentro de un cajón de la cómoda. Aún no era momento de hablar sobre ella, a mi padre le produciría una enorme desilusión notar que mi visita se debía exclusivamente a la intriga despertada por esa correspondencia, y no al deseo de verlo, como él imaginaba.

Fui hasta la cocina a buscarlo, mientras observaba los espacios de aquel lugar donde todo se veía ruinoso. Nada había cambiado ni mejorado. Todo permanecía igual, estático. Con olor a viejo.

-Preparé café para ti, y té con limón para mí. Compré algunas masas. Ven, hijo, ven a descansar.

-Espera un momento, papá. Primero quiero recorrer la casa. Hace tiempo que no la veo.

-Bueno, Iósele. Lo que tú quieras. Esta casa también es tuya. Recuerda siempre eso, hijo.

Caminé hacia el patio. Aquel jardín era un lugar muy   —241→   particular, pequeño pero saturado de plantas y de jaulas llenas de pájaros. Cotorras pequeñas, de diferentes colores, que cantaban dentro de ellas. Pero era extraño, allí sucedía algo muy particular, porque a pesar de que el lugar se hallaba impregnado de colorido, de canto y de frescura, todo olía a muerte.

Después de unos segundos fui hasta la última pieza, la del fondo, aquella que mi padre usaba como depósito. La puerta estaba cerrada con un candado, no hubo necesidad de que hiciera demasiado esfuerzo para abrirla y entré. Adentro estaban las cabezas de los maniquíes sobre las que mi padre exhibía los sombreros en la vidriera de su negocio. Cabezas sin rostros a modo de trofeos de otra época. Se me ocurrió decirle a mi padre que tirara todo aquello, que sólo servía para acumular polvo y telarañas, pero preferí no sugerirlo, porque sería el motivo para el principio de alguna discusión. Cerré la puerta, volví a dejar el candado como estaba y salí de nuevo al patio.

Permanecí sentado pensando en Laura, mientras la tarde se alejaba plácidamente. De pronto la oscuridad fue total, y entré nuevamente a la casa.

Los días siguientes a mi llegada, me dediqué a escribir. Era agradable hacerlo en ese lugar. Mi padre me atendía y no permitía que me distrajera con nada. Ni siquiera dejaba que lo ayudara a cocinar o a limpiar la casa.

Durante las tardes siempre venía de visita algún vecino para conocerme. Mi padre se llenaba de satisfacción cuando me presentaba a sus amigos.

Pero todo cambió cuando vino la mujer que se encargaba de cuidar sus jaulas durante el tiempo en que él iba a verme. A aquella mujer no se le ocurrió otra pregunta que formularme sino cuál era la razón de mi soltería. Al no recibir respuesta, ella comenzó a contar sobre sus yernos, sus nueras y sus nietos, y que eran como quince. Mientras ella hablaba a mi padre le subía la rabia al rostro.   —242→   Ni bien ella se fue me preguntó cuándo iba a casarme nuevamente. Entonces le respondí que la próxima vez que me volviera a preguntar aquello regresaría a mi casa y nunca más me vería la cara.

-¡Dios me guarde si tengo que seguir escuchándote hablar así! Ya basta, Iósele, si no me respetas porque soy tu padre entonces respétame porque soy un hombre mayor -respondió.

Dejé de discutir. Reprimí mis deseos de decirle a mi padre lo que sentía. Me fui a la cocina, me preparé una taza de café y encendí un cigarrillo.

-¡Apaga ese cigarrillo, Iósele! Me molesta -gritó.

Olvidaba que entre las muchas cosas que a mi padre le molestaban prevalecía el hecho de que yo fumara dentro de su casa, aunque en varias oportunidades lo encontré escondido fumando en el cuarto de baño, creyendo que así yo no lo olería.

-Bueno, papá, voy afuera a fumar.

-Mejor será que dejes definitivamente de fumar. Eso le haría mejor a tu salud.

Salí al patio, era una noche plácida. Desde ese lugar el cielo se veía más claro, y el aire olía a limpio.

A los pocos días había olvidado el motivo que me había traído a esa casa. La mayor parte del tiempo pasaba escribiendo. Siempre me sucedía lo mismo, cuando entraba era aquel trabajo, olvidaba al resto.

Una mañana mi padre me interrumpió para mostrarme una antigua caja de cerámica, pintada en diversos colores, que fue de mi madre y que yo recordaba, porque era ahí donde ella guardaba las pocas alhajas que tenía.

-Mira, Iósele. ¿Recuerdas?

-Claro, era de mamá.

-Bueno, te lo regalo. Ahora quiero que sea tuyo, quiero que lo lleves a tu casa, como un recuerdo de tu madre.

-Gracias, papá.

  —243→  

Mi padre me pasó la caja y en el momento de tomarla, se cayó. Miré el piso y la pequeña caja estaba hecha añicos.

-¿Qué hiciste, Iósele?

-Se me cayó, papá.

-¡Dios mío! ¿Qué hiciste?

Mi padre se agachó e intentó juntar con las manos los pedazos esparcidos sobre las baldosas. Casi no podía sostenerse. Se veía débil e inseguro inclinado sobre aquellas curuvicas, tratando de juntar sus piezas.

-Espera, no toques nada, papá, te puedes cortar, voy a traer algo con que limpiar.

-¡No! -gritó mi padre-. Deja, Iósele, yo voy a juntar.

De pronto mi padre empezó a llorar.

-¿Qué te pasa, papá? -pregunté.

-¿Sabes lo que significaba esta caja para mí? ¡Era de tu madre!

-Lo entiendo, pero es una caja, vamos a comprar otra.

-¿Qué dices? ¿Otra?

-Sí, otra.

-¿Dónde? No entiendes hijo, no es el objeto. Es el recuerdo de la persona que la tenía.

-Papá, tú no necesitas de un objeto para recordar a mamá, yo tampoco necesito algo de ella para recordarla permanentemente. Los recuerdos están siempre presentes en nuestras mentes. ¿O necesitas mirar un objeto para recordarla?

-No, pero era de ella. Yo lo guardaba.

-Ya está, papá, no te pongas mal.

Pero mi padre no podía consolarse. Miraba los pedazos y sufría. Rememoré cuando mucho tiempo atrás me había pasado algo semejante. Se me había roto una alcancía en la que yo juntaba monedas durante años, para romperla el día de mi cumpleaños, pero una de las veces que introduje una moneda que era bien grande,   —244→   el cofre se me cayó y se rompió. También lloré. Mis ojos se habían quedado rojos y lastimados de tanto llorar, y mi boca seca de tanto sollozar. Aquella vez mi padre se acercó y me consoló, diciéndome que no tenía importancia que se destruya un juguete, ese no era suficiente motivo para llorar mientras que a mí no me sucediera nada malo, pero en aquel período mi padre era un hombre fuerte, de carácter firme y severo. Sus palabras tenían valor.

-En realidad, hijo, no importa. Pensándolo bien, si algo malo nos tenía que pasar, mejor que le pase a la caja antes de que te pase a ti.

Mi padre finalmente encontró la manera de convencerse para no seguir sufriendo por aquella pérdida. El objeto pagó por nuestras culpas.

Me agaché para juntar los trozos que quedaron esparcidos sobre el piso, y pensé en los recuerdos transmitidos por los objetos. ¿Cuál era el sentido que ellos tenían? Era como si mientras los objetos vivían, los recuerdos se mantenían intactos. Era una manera de preservarlos a través de los objetos.

Después de aquel episodio mi padre continuó mal. Parecía que necesitaba castigarme porque rompí aquella caja. De alguna manera tenía que cobrarme la pérdida. Fue así como una de esas noches, antes de la cena, empezó su conversación preguntando si terminé encontrándome con Leah. Le contesté que sí, y de nuevo empezó con aquel viejo y gastado tema de que tenía que volver a casarme, y tener hijos. Indagó por qué para mí no tenían importancia los objetos que transmitían recuerdos, y si qué iba hacer con sus cosas cuando él se muriera. Repliqué que cuando llegara ese momento lo decidiría. Pero aquella respuesta no lo convenció. Se dio cuenta que era simplemente una evasiva para evitar una discusión todavía postergada. Pero insistió. Él necesitaba discutir. Necesitaba castigarme.

  —245→  

-¿A quién regalarás esos candelabros?

-No lo pensé.

-¿Y las fotos? ¿Y los cuadros? ¿Y los adornos? ¿Y mis muebles?

-¡Papá, basta! Ven, vamos a comer. Te prepararé algo rico.

-No te molestes, hijo, no tengo hambre.

Pero igual fui hasta la cocina y preparé comida.

-Papá. Mira, hay pan negro untado con queso blanco y cebollita verde picada. Y anchoas con huevo duro, tomate y cebolla.

-Gracias, hijo, pero no tengo hambre. Déjame un rato solo. Tengo muchas cosas en qué pensar.

De pronto los papeles se invirtieron. Mi padre se había convertido en un niño, al que yo, su propio hijo, lo tenía que alimentar.

Se sentó en el sofá con los ojos cerrados, y de pronto, habló. Pero no entendía lo que decía:

-¿Qué dices, papá? No te entiendo.

-Nada, Iósele. Hablo solo. La soledad me enseñó a hablar conmigo mismo en voz alta.

Retornó el silencio.

-¿Y ahora en qué piensas, papá?

-¡En el majamuves!

-¿En qué?

-¿No lo oíste?

-Sí, pero no lo entiendo.

-¡En el majamuves!

-¿Quién es?

-El ángel de la muerte.

-Deja de decir tonterías y de pensar en cosas raras. Ven y come.

-No voy a comer, no tengo hambre.

  —246→  

-Creo que mañana me voy.

-¡Iósele! ¡Hace unos días que llegaste y ya te vas!

Mi engaño funcionó. Mi padre se levantó del sofá de un salto, como si alguien lo hubiera asustado, y corrió a la mesa, se sentó y comió.

-¿Te gusta?

-Sí, tu comida tiene el mismo gusto que la mía. Y hablando de comidas, ¿qué quieres que te cocine mañana, Iósele? ¿Qué te gustaría comer?

-¡Papá! Yo como cualquier cosa. No te tomes tanto trabajo en pensar en la comida.

-¡Sí, hijo! Pero para mí eso no es trabajo. Si no, ¿en qué quieres que piense?

-Bueno, papá, mañana prefiero comer algo liviano.

-Bueno, hijo, ya pensaré qué prepararte.

-Sabes, papá, ahora recuerdo que tengo algo que mostrarte.

-¿Qué es, hijo?

-Una carta.

-¿Una carta?

-Así es. ¿Te acuerdas que hace un tiempo te llamé para preguntarte si conocías a alguien que vivió antes que tú y mamá, en nuestro departamento?

-Claro que lo recuerdo, todavía no estoy con esa enfermedad que uno olvida las cosas. Sólo ésa me falta, después tengo todas.

-¿Te acuerdas qué me dijiste?

-Sí. Te dije la verdad, hijo. Tu madre y yo fuimos los primeros y los únicos que vivimos en ese departamento hasta que te lo regalé a ti.

-Bueno. Resulta que hace unos días, llegó otra carta, con el mismo nombre. Muy sorprendido la abrí, pero estaba escrita en yiddish. Entonces le mostré a José y a don Samuel.

-¡A Schmuel!

  —247→  

-No me interrumpas, papá, por favor. Don Samuel la leyó y dijo que te la trajera a ti.

-¿Era por eso que viniste a visitarme? ¿Para mostrarme una maldita carta que ni siquiera sabes de quién es? Oy, Iósele, ahora sí me va a dar un ataque. Tráeme mi pastilla.

-Papá, espera, yo estaba saliendo para tu casa cuando ocurrió aquel episodio. Yo estaba en la calle para venir a verte, cuando el portero me entregó la carta.

-Ah, bueno, si es así, el dolor ya me pasó, no me traigas la pastilla.

-¡Papá! Yo vine a escribir tranquilo acá, sólo vine para eso, pero de paso como don Samuel...

-¡Schmuel!

-Como Schmuel me dijo que te la mostrara, yo la traje, eso fue todo. Él también me dijo que no podía esperar, que tú la tenías que leer lo antes posible. Que era urgente.

-Bueno, muéstrame la carta.

Mi padre no descubrió mi engaño, o si lo hizo disimuló muy bien la mentira. Fui hasta el dormitorio, abrí el cajón de la cómoda, tomé las dos hojas amarillentas, dobladas, y se las llevé a mi padre.

-Toma, papá.

-¿Esta es la carta?

-Sí.

-¿Cuál es el nombre a quien va dirigida?

-Elías Kohenz.

-¿Qué? -dijo mi padre, e inmediatamente la expresión de su rostro cambió.

-Elías Kohenz -repetí.

Oy, Iósele!

-¡Papá! ¿Qué pasa?

  —248→  

-¡Iósele! Esto es un error, no puede ser verdad.

-¿Por qué?

-Porque ese nombre no existe.

-¿Cómo que no existe?

-Espera, hijo. Dame la carta. La voy a leer.

Mi padre se puso los lentes, tomó las hojas y las leyó. Después las dejó sobre la mesa, se paró y se echó a llorar.

-¡Papá, por favor! ¿Qué pasa?

-Ahora no puedo hablar, hijo.

-¿Qué dice la carta? ¡Por favor!

-Ahora no, hijo, por favor llévame a mi cama, creo que solo no puedo caminar.

Lo tomé del brazo, y en realidad mi padre estaba duro, no podía dar un solo paso.

-Papá. Voy a llamar al médico.

-No. No, hijo. No es necesario.

-Pero estás muy mal.

-No puedo caminar, eso es todo. Déjame aquí, aquí en el sofá.

-Bueno, pero te traeré una almohada, y una manta para taparte.

-Tráeme también un vaso de agua, por favor, Iósele.

Mi padre era otro hombre. Jamás lo había visto así, ni cuando estuvo hospitalizado, ni cuando volví de Israel, después de la muerte de mi madre.

-Papá, ven, recuéstate.

-Bueno, hijo.

-Papá, ¿qué pasa con esa carta? ¿Qué dice?

-No puedo hablar. Mañana, hijo, ahora no puedo.

Apagué la luz y mi padre se quedó acostado en el sofá. Yo fui a mi pieza a tratar de descansar.




ArribaAbajo- XXI -

Mi padre me despertó cuando aún era de noche. Abrió la puerta de mi dormitorio, y en medio de aquella tiniebla me habló:

-¡Iósele! Levántate.

-¿Te sientes mal?

-No. Quiero hablar contigo.

-¿A estas horas?

-Es como dijo Schmuel. Él tenía razón.

-¿Qué dijo?

-No queda tiempo. Ven, hijo.

-¿Adónde?

-Vamos al salón. Tengo algo que contarte.

-Bueno, papá, ve tú y espérame allá. Yo me lavo la cara, y en un momento estoy contigo.

Me levanté y tomé una ducha para despejarme, porque de lo contrario temía quedarme de nuevo dormido. Después fui al salón. Allí encontré a mi padre sentado en el sofá, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre el respaldo, las manos tomadas entre sí, y en silencio, abstraído. En ese momento pensé que se había quedado dormido, pero al escuchar mis pasos abrió los ojos:

-Iósele, ven, siéntate aquí.

  —250→  

Me senté en la silla que estaba al lado de él, encendí la luz del velador, y pregunté:

-¿Qué pasa, papá? ¿Por qué tanto misterio alrededor de esas dos hojas de papel?

-Llegó el momento, hijo. Ya no puedo esperar, fueron demasiados años de mucho dolor y de mentiras. Ahora mi historia ya no puede esperar, ya no hay tiempo, ya queda poco tiempo, la vida es terrible, nunca nos deja en paz, nunca nos deja descansar. Llegué a la vejez pensando, creyendo que ya me había liberado de tantos años de engaño. Y al final, de nuevo la vida me vuelve a jugar sucio. La propia vida que no me deja vivir.

-¿Qué dice esa carta, papá?

-Antes de que te cuente lo que dice esta carta, tienes que saber otras cosas, hijo. Pero tengo que pedirte perdón, Iósele. Ahora eres el único que me queda. Sólo a ti me faltaba pedir perdón. Tu madre me perdonó. Ella me perdonó muchos años atrás.

-¿De que te ha perdonado mamá, y de qué tengo que perdonarte yo, papá?

-De algo terrible que hice en mi vida.

-¿Qué es eso tan terrible que has hecho?

-¡Prestar un nombre!

-¿Prestar un nombre?

-Así es, hijo.

-No veo lo terrible de eso.

-Tú cambiaste el tuyo, Iósele, porque dices que Alejandro es más fácil de recordar para tus alumnos, o por otros motivos que ahora no me interesan. Yo también cambié mi nombre, hijo, pero yo presté un nombre, presté el nombre de un nazi para salvarme. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Sabes que tu apellido no es Polniaskyn, ni el mío, ni el de tus abuelos?

-¿Cómo dices?

  —251→  

-Nuestro apellido es otro, el que tú en realidad heredaste no es Polniaskyn.

-¿Cuál es?

-Otro, hijo.

-¡Papá! ¿Por qué nunca me hablaste de esto?

-Espera a saber todo, hijo.

-¡Papá! ¡Habla, por favor!

Mi padre se tomó de la cabeza como si le fuera a estallar. Luego se largó a llorar. Lloraba, lloraba de una manera inconsolable.

Me acerqué a él, le tomé de la mano y dije:

-Papá, por favor, ¿qué pasa?

Se secó el rostro, la nariz, y dejó de llorar. Entonces comenzó a contar aquel relato terriblemente estremecedor, e increíble.

-¿Sabes por qué nunca hablé de mi pasado, Iósele?

-No, papá. Nunca me lo dijiste, tampoco mamá me lo contó.

-Ahora si Dios quiere, si mi corazón me lo permite y mi salud me da fuerzas, te voy a contar, pero si me llega a pasar algo malo, hijo, prométeme que te irás a buscar esta dirección. Busca y encuentra a esta persona, al hombre que escribió esta carta, aunque tampoco él sabe toda la verdad. Tienes que encontrarlo y contarle todo, toda la verdad.

-¿Cuál verdad?

-La que ahora te voy a contar.

-Habla, papá, habla, por favor.

-Yo nací en una ciudad pequeña.

-¿Lomza?

-No, tu madre era de ese lugar, yo era de otro.

-Pero ustedes siempre me dijeron que cuando niños fueron vecinos y después se enamoraron y vinieron a América a casarse.

-No. Ésa no es la verdad.

-¿Me mintieron?

  —252→  

-Yo te mentí, hijo, no tu madre.

-¿Cuál es la verdad?

-La verdad es otra. Yo nací en una ciudad llamada Lodz.

-¿Lodz?

Io!

-¿Por qué nunca me lo dijeron? -pregunté.

-Pronto te voy a contar, hijo.

El rostro de mi padre se había puesto morado. Sus ojos parecían desorbitados y sus labios le temblaban igual que sus manos.

-En ese lugar también entraron los alemanes. Los alemanes entraron a todas partes, a masacrar.

-Después, papá, sigue hablando.

-Nosotros éramos una familia tranquila. Mi padre no tenía fortuna, pero vivíamos bien. Él era constructor, y mi madre lavaba, almidonaba y planchaba manteles y sábanas de algunas familias adineradas judías y también no judías. Mi abuelo paterno era rabino, un hombre correcto, y buena persona. Ellos vivían en un pequeño schtetel. En una aldea al Este de Europa. Recuerdo cuando viajábamos a verlos. Yo era apenas un niño pequeño, y los visitábamos para todas las fiestas. Aún tengo en la mente cómo era su casa durante los diferentes festejos, en Pesaj cuando rezábamos la Agada y comíamos matza, y el abuelo escondía un pedazo envuelto en una servilleta, para que los niños lo buscáramos después de la cena. Era todo un juego, en Shavuot, aquella fiesta campestre donde solamente comíamos lácteos y pastelitos de miel. No olvido las cabañas que construíamos en su patio en Sucot, los disfraces que mi abuela nos confeccionaba y nos ponía en Purim. Las fogatas en Lag Baómer, cuando bailábamos con las Torá, en Sinja Torá, todos alrededor de mi abuelo cantando y bailando, y la religiosidad que sentíamos durante Rosh Hashaná, y Yom Kippur.

-¿Qué pasó con esos abuelos?

-Todos murieron.

  —253→  

-¿Y tus otros abuelos?

-Mis abuelos maternos también murieron. Todos eran muy buenas personas, pero nadie de ellos era religioso. A mi abuelo le gustaba ir a manifestaciones obreras, era medio comunista. Pero de mis abuelos te hablaré después. Lo más importante ahora es contarte lo que le pasó a mi vida. En lo que yo convertí mi vida.

-¿Qué hiciste con tu vida?

-La asesiné.

-¡Papá! ¿Qué dices?

-Así es, hijo.

-Cuéntame sobre tus padres. ¿Tenías hermanos?

-Nosotros éramos en total cinco hermanos, una sola era mujer, el resto todos varones.

-¿Dónde están todos?

-Todos murieron, eso es lo que yo pude averiguar. Dijeron que, después de terminar la guerra, los mataron a todos en los campos de exterminio, pero resultó que me dieron mal la información, porque uno, mi hermano mayor, se había salvado y yo no lo sabía. Mira, Iósele, qué tristeza, uno de mis hermanos vivía y yo nunca lo supe. Sabes qué terrible es eso.

-¿Cómo lo supiste?

-Está escrito acá, escrito en la carta, pero déjame contarte toda la historia, hijo.

-Habla, papá.

-Tú, hijo, cuando joven, te parecías mucho a mí durante mi juventud. Yo también discutía sobre política y me gustaba pelear por sostener la teoría a favor del liberalismo, del socialismo. Pertenecía a un grupo de jóvenes que luchábamos por nuestros ideales, pero allá, en aquellos años, eso era común.

-¿Por qué entonces siempre me reprimiste esas actividades, esa manera de pensar, si tu corriente también era liberal?

  —254→  

-Tenía miedo, sabía el peligro que uno corría perteneciendo a esos círculos, en esas actividades. Tú eres mi único hijo.

-Sigue contándome, papá.

-Bueno, seguiré con mi relato.

-¿Y tú, papá? ¿Qué lugar de hijo ocupabas?

-Yo era el menor. Todavía los nazis me dieron tiempo de ir a la escuela. Cuando aprendí a leer y a escribir, mi padre me llevó con él a trabajar, pero por las noches iba a una escuela, con otros muchachos vecinos, no judíos, a estudiar en polaco. Vivíamos bien, no nos faltaba comida ni abrigo en el invierno. Siempre sufrimos el antisemitismo, pero teníamos tan buenos vecinos, que ellos siempre hacían lo posible por cubrirnos antes de que alguien nos produjera algún daño. Principalmente el panadero y su familia eran muy buenas personas. Su hijo era mi compañero en las clases nocturnas, y todos los viernes aquel buen hombre le preparaba a mi madre una jala enorme que nos duraba toda la semana. La vida en Europa para los judíos era muy difícil, dura, y muy peligrosa. El antisemitismo estaba en su apogeo. El pueblo polaco era el más antisemita que existía. Ellos empujaban a los judíos al sufrimiento, y mira lo que es la vida, que después un polaco fue el que me salvó. Imagínate, hijo, que en esa época cada judío podía mandar a alguien solamente una postal por mes, y tenía que ser escrita en alemán y sólo podía escribirse un saludo. Se debía mandar a Berlín y desde allí salía para su destino. Pero todo eso ocurrió antes de la guerra. Después todo fue imposible.

-¿Y el panadero?

-No, ellos no eran judíos. Ellos vivían bien. Parecería que en este momento lo estoy viendo a él usando un gorro enorme y blanco de cocinero, un delantal también blanco y con las manos rojas llenas de sabañones de tanto amasar, y por el frío.

-Espera, papá. No sigas hablando. Traeré un poco de agua y un cigarrillo.

  —255→  

-Tráeme también mis medicamentos, Iósele.

-¿Te sientes mal, papá?

-Sí, Iósele.

-Entonces no sigas hablando. En otro momento continuarás contándome.

-Ya no hay tiempo, hijo. Debí hacer esto muchos años atrás. Ahora el tiempo se acaba, hijo, por eso tiene que ser hoy, hijo. Hoy.

Traje la cajetilla de cigarrillos, fósforos, un vaso de agua y los medicamentos para mi padre. Tomó una pastilla, de ésas para el corazón, se la puso debajo de la lengua y después continuó:

-La vida en Polonia para los judíos fue empeorando. La fábrica se cerró, mi padre se quedó sin trabajo, y después nos encerraron dentro de un ghetto, creo que fue uno de los peores ghettos de la historia.

-¿Cómo era, papá?

-Terrible, al que intentaba escapar, lo fusilaban. Pasábamos hambre, enfermedades. Al poco tiempo de vivir allí, mi madre murió. Hacía mucho frío y le tomó una pulmonía. Ése fue mi primer dolor. Después hubo otros, otros dolores tan terribles como ése, que duelen como si una fiera estuviera clavando sus garras dentro de mi pecho.

-¿Cuáles fueron los otros dolores?

-Déjame contarte cómo fue que me llevaron del ghetto. Una mañana, llegaron los camiones y nos alzaron. Fue la última vez que vi a mis hermanos, a mi hermana y a mi padre. Nos despedimos y nunca más supe de ellos, ni adónde los llevaron. Ya en América y después de muchas averiguaciones supe que los mataron a todos.

-¿Tú adónde fuiste?

-Allí uno no se iba, te llevaban.

-¿Adónde te llevaron, papá?

-Me tenían que llevar a Chelmo o Kohlenhof, cerca de Lodz,   —256→   pero me llevaron a un campo de exterminio llamado Auschwitz, que también era el nombre de una pequeña aldea al oeste de Karkov, lugar horrible, con niebla, humedad, pantanos y montes de arena, agua infectada.

Mi padre seguía hablando cuando de pronto la mañana palideció, y una lluvia torrencial cayó precipitadamente. Él se levantó, fue hasta el patio y juntó la ropa seca que estaba tendida. Yo también me levanté y lo ayudé. Después volvimos al sofá.

-Papá.

-¿Sí?

-Sigue por favor.

-Antes de seguir contándote sobre la guerra, quiero decirte por qué siempre peleé contra tus ideologías, Iósele. No era solamente por miedo. Tus ideologías son de un ignorante viviendo lejos de su historia. Siempre hablaste y hablas porque crees que leíste suficiente, pero, ¿cómo vas a hablar de un kibutz, si no viviste lo suficiente en Israel, y estuviste en uno solamente seis meses? ¿Cómo vas a hablar de terrores, persecuciones, miedos, libertad y atropellos, hambre, si no viviste en un ghetto ni en un campo de concentración? ¿Cómo vas a saber qué olor tiene la muerte si nunca viste lo que sucede en un campo de exterminio? ¿Qué sabes tú de los partidos políticos de Rusia, ni del comunismo, si no estuviste en la revolución trotskista? ¿Cómo vas hablar de hambre si tu estómago nunca crujió en las noches frías dentro de una barraca? Yo también pertenecí a un movimiento social comunista, pero después los alemanes nos arrebataron todo, hasta el deseo de luchar.

-Papá, no es así como tú piensas.

-Tienes que leer el Talmud, hijo. Del Talmud importa el pensamiento y su capacidad revolucionaria de volcar sobre viejas palabras nuevas luces, inauditos significados. Pero ahora no, no ahora. No, hijo, ahora no perdamos tiempo en discutir sobre ello, ahora sólo tienes que escucharme.

  —257→  

-Está bien, papá. Está bien, yo sigo escuchándote.

-En el ghetto todo era terrible, hambre, frío, por las noches se oían gritos, voces que trepaban por las cercas de alambre que recorría el ghetto. Después de ver morir a mi madre, me pareció que ya no tenía derecho a seguir viviendo. Una mañana me tomaron prisionero y a la fuerza, a punta de fusiles, me obligaron a subir a un camión. A partir de ese momento nunca más supe nada de la vida del resto de mi familia. No sabía si los mataron, si seguían con vida, esa fue la última vez que vi a todos, después nunca más. Más adelante nos bajaron de los camiones y nos dejaron en un campo de trabajo, donde nos obligaban a trabajar día y noche. En ese lugar estuve un tiempo, hasta que nuevamente nos obligaron a subir, sólo que esa vez ya no era a un camión, era a un tren. Nunca en mi vida podré olvidar aquel viaje.

-¿Es por eso que no quieres subir a un tren, papá?

-No es que yo me niegue a subir a un tren porque le tenga miedo, es que no puedo, hijo. Cada vez que lo intento, escucho los gritos y los llantos de las personas que viajaban conmigo esa vez, y veo los rostros de las mujeres, esos rostros de niños, y no puedo aguantar. Es muy doloroso. Por eso cada vez que voy a visitarte, hijo, lo hago en colectivo y nunca en tren.

-Papá, ¿por qué callaste? ¿Por qué nunca me lo dijiste?

-Si te contaba esa historia, me ibas a preguntar muchas más cosas que nunca quise que supieras, hijo.

-¿Qué cosas, papá?

-Que tu padre fue un traidor. ¿Eso querías que te cuente? Que tu padre fue y seguirá siendo un traidor mientras viva.

-¿Por qué un traidor?

-Porque traicioné a mi raza, a mi familia, a mi descendencia y ahora recibo el castigo. Éste es mi castigo.

  —258→  

-¿Cuál?

-Que tú, que tú, que eres mi hijo, reniegues de mí, de mi yiddishkait.

-Pero yo no reniego de ti, ni de tu tradición, papá. Simplemente yo vivo otra época, otra historia que tú no quieres ni tampoco quisiste entender.

-Sí, lo haces.

-Sigue hablando, papá.

-Lo que se vivió en el campo no se puede contar. Nadie puede creer todo lo que pasamos. Imagínate, hijo, yo era un joven con ideales, con ilusiones, con familia, y de pronto me quedé sin nada, ni siquiera me quedaron ganas de vivir. Trabajaba todo el día y había épocas en que también trabajaba de noche, acarreaba piedras para construir caminos, cavaba pozos, pero de pronto enfermé, me tomó una fiebre muy alta, con mucha tos. Por suerte no fue tifus, porque de lo contrario inmediatamente me iban a matar. Era un enfriamiento, y como allá no querían gente enferma, o te mataban o te mandaban a trabajar hasta que tu cuerpo resista, y a mí como era joven y fuerte me mandaron a la cocina. Al poco tiempo, una mañana bien temprano, en medio de una neblina terrible, vi a un hombre vestido de blanco y con un gran delantal haciéndome señas con la mano. No respondí, creí que se trataba de un error, pero el hombre insistía e insistía, entonces me acerqué, y él me habló en polaco. Enseguida lo reconocí, era nuestro antiguo vecino, el panadero, aquel hombre bueno que siempre nos ayudó. Me pidió que disimulara que lo conocía y que simplemente lo ayudara a llevar los canastos de pan. Después de aquel día, los siguientes, le ayudé al panadero a bajar el pan, siempre disimulando que lo conocía, hasta que una vez, me dio en la mano un bollo de pan y me dijo que no lo comiera, que lo escondiera, porque dentro había un papel para que yo lo leyera. Escondí el pedazo de pan, pero no solamente porque dentro estaba el papel, también porque si me encontraban   —259→   los nazis con un pedazo de pan fresco en la mano, me mataban. A nosotros nos daban pan duro, todo negro, lleno de moho, pero justo en el momento en que el panadero me dio el bollo, una niñita nos vio, y se acercó a mí a pedírmelo. Tendió su mano pequeña y sucia y dijo: shtickele broit. El panadero me pisó el pie, y luego me hizo un gesto de negación con la cabeza. Y Iósele, no le di, no le di ese pedazo de pan a aquella niña hambrienta. Después de varios días vi cómo la llevaban a matarla a los baños y al sistema de inhalación, como estaba escrito a la entrada de las cámaras de gas, porque de esa manera los nazis engañaban a los judíos. Jamás podré olvidar el rostro de esa niña.

-¿Qué pasó con el pan, papá?

-A la noche, con mucho cuidado lo abrí y dentro estaba un papelito, así como dijo el panadero, donde estaba escrito que me preparase, porque en los próximos días me iba a sacar de allí. Aquella idea me pareció absurda, ridícula. Nadie podía escaparse de aquel campo de exterminio. Ni muertos podíamos salir de allí, era una locura. Los días siguientes me parecieron eternos. Durante las noches miraba a los demás hombres, y me entraba un dolor terrible. ¿Cómo les iba a dejar a todos, allí sufriendo, y yo iba a escapar? Era una cobardía, una traición.

-¿Y pudiste escapar?

-Sí, pero espera. Después de leer la nota me quedé asustado, y dudando, de que aquella proposición no fuera un simple engaño del panadero para que los nazis me descubrieran y después me mataran. Pero igual, de cualquier manera me iban a matar, así que no perdía nada. ¿Y sabes lo más triste, Iósele? Que al día siguiente hice un pozo, luego besé el pan, y lo enterré. Yo no lo comí, no podía, los ojos de esa niñita no me lo permitían.

-¿Por qué no le diste a alguna otra persona?

-Si los soldados le veían a alguien comiendo pan fresco, inmediatamente era fusilado, o ahorcado. Una mañana después de   —260→   varios días de haber recibido la nota dentro del pan, llovía y llovía sin parar, de una manera terrible, torrencialmente, hacía frío, había viento, la gente moría de frío, de enfermedades, era terrible, el barro nos llegaba hasta las rodillas, y como siempre lo hacía, ayudé al panadero a bajar el canasto donde iba el pan. Mi salud estaba mejorando, así que iban a ser los últimos días que me dejaban en la cocina, de vuelta me iban a llevar a cavar zanjas, o a las grutas. Estaba levantando el canasto cuando el panadero me empujó y luego me hizo una señal de silencio haciendo una cruz con el dedo sobre los labios. Me metió en la parte trasera de su camión, que cubrió rápidamente con una carpa, y me dijo muy despacio que dentro estaba escondido el traje de un soldado nazi, y que me lo pusiera rápidamente encima de mi uniforme. No sé cómo lo hice, no podía respirar de los nervios, temblaba, pero me cambié, y de pronto me convertí en un soldado nazi. ¡No podía ser! Yo no podía disfrazarme con la ropa que usó un asesino, vestido como la S.S., de un soldado que quizás mató a mi familia, que estaba exterminando a mi pueblo, pero el deseo de vivir me empujó a seguir. El hombre me ayudó a salir de nuevo y me sentó en la parte delantera del camión, al lado de él, me pasó un sombrero, me lo puse, pero el único problema era que no tenía botas, iba descalzo, así que si nos paraban y nos revisaban o si me pedían que me bajara estábamos muertos. Sabía que esa era mi única oportunidad de salir de aquel infierno con vida. El camión se puso en marcha, y mientras nos acercábamos a la barrera, yo temblaba. Jamás en mi vida sentí tanto miedo, y no solamente por mi vida. Me sentí mal porque también iban a matar al pobre panadero, un hombre bueno que sólo quería ayudarme. Lentamente iba disminuyendo la velocidad de la camioneta hasta detenerse frente a dos soldados que custodiaban la salida. Llovía, seguía lloviendo de una manera despiadada. Bajo aquella lluvia revisaron la parte trasera del camión, dijeron algunas palabras en alemán, luego levantaron los manteles que cubrían los canastos, y   —261→   volvieron a hablar. Un soldado se acercó a la ventanilla del lado del panadero y le dijo algo, y él respondió. El otro soldado se acercó a mi ventanilla y me hizo una reverencia. Yo también levanté el brazo derecho. Luego me pidió mi documento. Con los ojos, el panadero me indicó que estaba dentro del bolsillo del saco. Lo saqué y se los enseñé. Ellos miraron la foto, después mi rostro. Me devolvieron el documento. Las barreras se abrieron, el panadero los saludó con un movimiento de cabeza y nos fuimos.

-¿Lograste escapar?

-De aquel campo sí, hijo, pero no de los recuerdos ni del dolor. Nunca escapé del sufrimiento, del hambre, del frío, de los ojos de esa niña pidiéndome un pedazo de pan. Nunca pude escapar de las otras personas que murieron porque no encontraron alguien como ese panadero, que los ayudara a escapar. Tampoco pude escapar de la vergüenza de tener que vestirme de nazi para vivir, de usar un nombre prestado, para salvarme. Esa vergüenza y esa culpa, nadie jamás me las podrán quitar.

Mi padre estaba sentado en un sillón, sobre un almohadón que mi madre había tejido al crochet. Sus pies estaban apoyados sobre una pequeña alfombra que cubría sólo el espacio que sus pies ocupaban, y su cuerpo se hamacaba y se hamacaba. Sus manos se desvanecieron como si quisieran dejar de vivir. Miró fijamente mi rostro, y no pudo contener el llanto. Era terrible ver llorar a un hombre de su edad y sobre todo cuando ese hombre era mi padre. Pero teníamos que seguir, no podía permitir que permaneciera más tiempo en silencio, tenía que terminar de contar aquella historia.

-Papá, ¿nunca pensaste hablar con algún psicólogo, o con un rabino, o con alguna otra persona que te pudiera ayudar? ¿Cómo pudiste vivir así?

  —262→  

-Acaso vivo.

-¿Por qué no buscaste ayuda?

-¿A quién?

-De un psicólogo.

-¡Psicólogo! -dijo con un gesto de desaprobación en el rostro.

-Sí, papá, deberías haber buscado alguna terapia que te ayudara a sobrellevar todo este sufrimiento.

-¡Por favor! Tú piensas que estoy loco. Hijo, deja de decir estupideces. ¿Acaso una persona que no haya estado dentro de aquel horror podrá entender mi sufrimiento, mi dolor? No existen tratamientos ni remedios para todo lo que yo vi y sufrí. No hay ni médicos, todavía no se inventó la manera ni la droga para combatir los recuerdos que nos dejaron los campos de concentración.

-¿Por qué no hablaste con algún rabino?

-Cómo un rabino va a justificar a Dios en esos momentos. No existe nadie que pueda sacarme de la memoria aquel olor a gas, a podredumbre, el gusto a muerte, los ruidos a llantos, a súplicas, a alaridos, las imágenes de niños camino a la cámara de gas, abrazados a sus madres.

Callé, no era justo insistir en que quizás pidiendo ayuda se hubiera salvado de tanto dolor y tanta culpa.

-¿Cómo fue que el panadero consiguió el uniforme y ese documento, papá?

-El panadero me contó que formaba parte de un grupo de polacos no judíos que ayudaban a judíos, y por eso durante un bombardeo, donde murieron algunos soldados, de la S.S., el panadero recogió un cuerpo, lo escondió y después le robó el uniforme y los documentos. Y enterró el cuerpo.

-¿Cómo no se dieron cuenta los guardias del campo?

-No sé, hijo, quizás porque jamás iban a sospechar del panadero.

  —263→  

-¿Él siguió llevando pan al campo?

-Sí, hijo, y siguió llevándome comida y salvándome la vida. Luego de sacarme del campo me llevó a un refugio. Y fue él también quien me ayudó a salir de Europa.

Mi padre hablaba mientras se ahogaba en su propio dolor, en su propia vergüenza.

-¿Dónde estuviste escondido?

-El panadero me llevó a una casa donde vivían unos familiares suyos, también buenas personas, porque para ayudar en esa época a un judío, había que ser muy valiente y bueno. Era muy peligroso, arriesgaban sus vidas. Era una casa humilde dentro de un bosque. Entramos y rápidamente fuimos a un dormitorio. Con otro hombre que se encontraba allí, el panadero movió un ropero, luego levantaron una madera que hacía de puerta y me indicaron que bajara por la escalera, y no dijeron ni una sola palabra más. La puerta se volvió a cerrar, y oí el ruido del ropero que volvía a su lugar. Bajé por las escaleras. Observé que me encontraba en un sótano, un lugar oscuro donde me refugiaría para salvar mi vida. Arriba estaba la muerte, una muerte segura. No tan sólo la mía sino también la de los que me ayudaron a escapar.

-¿Qué comías?

-Cada dos o tres días bajaba el hombre y me traía un plato de sopa, pan y agua, o café, a veces alguna carne. Y un recipiente con agua para mi baño, y cada tanto alguna ropa limpia. Vivía en medio del miedo, las dudas, el terror y la culpa. Miraba aquel uniforme del soldado nazi y parecía como un juego, era una complicidad absurda entre la vida y la muerte. Sentía frío, y sufría de mucho dolor que me producían la soledad y la oscuridad, una oscuridad permanente. La soledad era tan intensa que me llevó a hablar con mi propia sombra y a oír mis propios pasos, a escuchar diferentes voces de diablillos que venían a visitar mi sueño. Tenía sueños que se mezclaban con la realidad. No sabía qué día era, ni   —264→   qué fecha, ni sabía cuánto tiempo dormía, ni cuánto pasaba despierto. Era igual a un animal, respetando sólo su instinto. Oía el murmullo de la noche sin saber que afuera todo estaba umbrío. Veía al sol reposando sobre el pastizal sin saber que era el amanecer. Todo a mi alrededor era silencio, todo tenebroso, agobiante y atroz. Soñaba y temía, también dudaba, dudaba si qué era mejor, aquella barraca, donde mi muerte era segura, o esta prisión donde la muerte también llegaría con seguridad. Ese lugar sólo tenía una pequeña ventana, desde donde yo observaba las copas de los árboles, y por eso sabía cuándo caía nieve y cuándo no. Afuera el mundo era hostil, doloroso, asesino, y adentro mi mundo era un pequeño refugio, tan pequeño que no había lugar ni para el sueño ni para la esperanza. Pero de nuevo el instinto de sobrevivencia emergía en mí, y el deseo de vivir no me permitía derrumbar aquella puerta que me separaba de la muerte segura. No sabía si era de día o de noche, confundía horas, días, meses, estaciones, siempre tenía hambre, frío y miedo. Sabía de memoria la cantidad de ladrillos que tenían aquellas paredes, y las baldosas. Las contaba una y mil veces. La mudez de ese lugar te rasgaba el alma. También repetía frases célebres, y me ejercitaba hablando en voz alta palabras en polaco, siguiendo las instrucciones del panadero. Muchas veces, me salía sin darme cuenta alguna palabra en yiddish, entonces lo arreglaba inmediatamente, ya que esa palabra se podía convertir en mi peor enemigo, y hasta en mi verdugo. Pero nunca me sentí tan mal como después de aquel sueño que tuve, cuando supe que mi familia estaba toda muerta. Fue como una experiencia real. Soñé que todos estábamos en nuestra casa, cenando un viernes a la noche alrededor de la mesa, mi madre con la cabeza cubierta y mi padre haciendo las bendiciones, mis hermanos y yo estábamos observando atentamente a mi padre, respetando aquel momento de religiosidad, cuando de pronto sentí que el fuego de las velas me quemaba, me quemaba las manos, los brazos, la cabeza, todo el cuerpo, mientras   —265→   mis oídos escuchaban el cántico de mi padre. Yo pedía socorro, que me sacaran de aquella hoguera, pero nadie oía mis gritos, y ellos cada vez se iban alejando más de mí, como fantasmas a los que yo quería detener, pero se me iban, se me escapaban, no los podía agarrar. Esa mañana sentí que ellos estaban muertos.

-¿Cómo escapaste de ese lugar?

-Yo no escapé de allí, yo no estaba preso, estaba escondido.

-¿Cómo saliste de ahí?

-Después de un tiempo, no sé cuánto, el hombre bajó una noche. Me trajo unas botas, y me dijo que me pusiera de nuevo el uniforme de la S.S. Me vestí sin hacer ni una pregunta, no sabía qué pasaba afuera, era como si estuviera viviendo de nuevo un sueño, como si nada me importara. Salimos, hacía mucho frío, nos subimos a una camioneta muy parecida a la que tenía el panadero. Anduvimos por el monte, luego cruzamos una ciudad, yo no sabía cuál era, después llegamos a la orilla de un río, el hombre bajó del camión, me dijo que hiciera lo mismo, y subí a un bote repleto de cajones de manzanas. Entré y otro hombre que también hablaba en polaco me dijo que entrara a una de las cajas. Le dije que mi cuerpo jamás entraría en ese espacio tan pequeño. Él respondió que sí, y me dijo que dentro de todos los demás cajones había un judío. Miré y fue así, entonces me saqué el uniforme de la S.S., me quedé tan solo con una camiseta y un pantalón muy fino, y entré. El hombre pidió que no hiciéramos ningún movimiento, y que tampoco habláramos. De pronto escuchamos el ruido del motor de la camioneta, y sentimos un movimiento de agua. El buen hombre que me tuvo escondido en su casa se había marchado, y yo no le pude agradecer. La pequeña embarcación cargada con cajones de manzanas también se puso en movimiento.

Toda esa noche viajamos, y únicamente se oía el ruido de los remos chocando con el agua. Casi al amanecer sentí un ruido fuerte, y un movimiento brusco que me asustó, pero todos   —266→   permanecimos en silencio. El polaco bajó y a los pocos minutos volvió y nos dijo que saliéramos rápidamente de los cajones para subir en otra embarcación que estaba muy cerca, sin mirar ni hacer preguntas, rápido. Y así lo hicimos.

-¿Eran muchos los que viajaban?

-Iósele, yo me sorprendí cuando vi tanta gente.

-¿Cuántos eran?

-Como unas veinte personas. ¿Te imaginas esconder dentro de cajones a veinte judíos, y remar toda la noche para salvarlos? A personas que según los nazis no merecían vivir.

-¿Qué pasó luego, papá?

-Subimos a otra embarcación, pero ya era una más grande, y lo más sorprendente era que dentro de aquel barco también estaban escondidos unos cincuenta judíos más. Allí fue donde encontré a Schmuel.

-¿Allí estaba Schmuel, también escondido?

-Así es, hijo. Él pudo escapar de un ghetto. Todavía no lo habían llevado a un campo y también un polaco lo ayudó a escapar.

-¿Adónde fueron?

-Nadie lo sabía, ni tampoco queríamos preguntar. Nos escondieron debajo de pescados recién sacados del mar. El olor era terrible. Imagina, hijo, nosotros nos acostamos sobre el piso del barco, y arriba nos tiraron todo el pescado. Así navegamos mucho tiempo. En las noches salíamos a cubierta, comíamos, respirábamos aire fresco, y apenas al clarear de nuevo nos escondíamos.

-¿Cuánto tiempo estuvieron así?

-¿Qué me preguntas, hijo? En esos momentos y en esos lugares, ¿quien podía pensar o tener idea del tiempo, semanas, meses? Después bajamos de nuevo. Allí sí supimos que aquel lugar era Portugal. Bajamos, y nos permitieron tomar un baño, nos dieron ropa limpia, y nos subimos de nuevo a otro barco, que fue el último, y el que nos trajo después de un largo viaje hasta América.

  —267→  

-¿Y los documentos?

-¿Qué documentos? Nadie tenía nada, pero como éramos refugiados de guerra, algunos países de Sudamérica nos dejaron bajar.

La tarde seguía bañada por una fuerte lluvia, y pensé en aquel día en que mi padre escapó en el camión del panadero. Lo miré y por su rostro corrían las lágrimas. Su mirada estaba perdida en algún lugar del pasado donde su memoria se ocultaba.

-Papá, todavía no has comido nada. ¿No quieres un vaso de té mit límene?

-¡Iósele! Has hablado en yiddish.

-Io, tate.

-Oy, Iósele. Me dijiste papá en yiddish. Sólo esto yo le pedía a Dios, sólo esto, nada más. Gracias, Iósele.

-Pero ven, papá, te voy a cocinar algo.

-No, hijo, tráeme el té, y un poco de pan negro, eso es todo.

Traje el vaso de té con un poco de pan para mi padre. Y él continuó con su relato. Pregunté:

-¿Y tu familia?

-Quedó allá.

-¿Nunca los buscaste?

-Yo no, pero tu madre sí. Ella se encargó de mandar cartas a entidades que se dedicaban a buscar sobrevivientes.

-¿Y nunca tuviste ninguna noticia?

-No, hasta que llegó esta carta.

-¿Qué dice esta carta, papá?

-Esta carta la escribió el hijo de un hermano mío.

-¡Tu sobrino!

-Sí, Iósele. Él también me buscó por años, y recién ahora me encontró.

-¿Y cómo fue que te encontró?

  —268→  

-Tu madre sí conocía esta historia. Fue la única persona a quien se la conté.

-¿Alguien más lo sabe?

-Io.

-¿Quién?

-Schmuel.

-¿Y tu hermano? ¿Dónde está?

-Murió.

-¿Por qué escribió con este nombre?

-¿Cuál, hijo?

-Elías Kohenz.

-Ése era mi antiguo nombre. Y Kohenz era nuestro apellido.

-¿Cómo, papá?

-Elías Kohenz era mi nombre antes de la guerra. Cuando terminó todo y pude escapar, no tenía documentación, no tenía ningún papel que dijera mi nombre. Tuve que elegir otro nombre, me cambié de nombre. ¡Cómo iba a seguir con aquel al que tanto ensucié! Tenía vergüenza, me avergonzaba de mí mismo.

-¿Por qué no usaste el tuyo?

-Tenía vergüenza, cómo iba a usar un nombre que ensucié.

-¿Por qué Haim...?

-Hay una historia de treinta y seis justos. En ellos se vierten todos nuestros dolores. Uno de ellos se llamó Jacob, y mi padre se llamaba así. En la historia el hijo de Jacob se llamó Haim, y su significado es danzarín de Dios.

-¿Y el apellido?

-Polniaskyn era el apellido de un vecino de Polonia, judío. El hombre era matarife ritual, muy buen hombre. Me acordé de él y utilicé aquel apellido, pero en las correspondencias que tu madre mandaba a las entidades para encontrar parientes vivos, escribía mi verdadero nombre, y no éste, el prestado.

  —269→  

-¿Y a mamá? ¿Dónde la conociste?

-En la calle. Yo vine a esta ciudad, sin idioma, sin conocer a nadie. Suerte que Schmuel estaba conmigo. Llegamos y unos judíos que pertenecían a una entidad de personas que sufrieron la guerra nos estaban esperando. Ellos nos consiguieron hospedaje, comida y trabajo. Yo empecé a trabajar en una fábrica donde se confeccionaban abrigos de piel, y Schmuel también, hasta que aprendimos el idioma y después cada uno comenzó a trabajar por su cuenta.

-¿Cómo conociste a mamá?

-Una tarde fui a entregar un par de sacos, a una dirección que yo no conocía. Creo que di cinco vueltas alrededor de un edificio sin saber que era ése el que buscaba. Una joven muy bonita que estaba parada en una esquina esperando un colectivo se dio cuenta de que yo me encontraba perdido. Se acercó y me preguntó si adónde quería ir. La entendí muy poco, pero por su tono de voz me di cuenta que ella también era extranjera. Le mostré la dirección escrita en un papel e inmediatamente me preguntó: ¿Ir farshteit yiddish?

-¿Te preguntó si entendías yiddish? ¿Verdad?

-¡Sí!

-¿Y tú que le respondiste?

-Que sí, hijo.

Después ella me mostró el edificio. Cuando lo vi frente a mí, me causo mucha risa, y ella muy amablemente me acompañó. Subimos en el ascensor hasta el departamento donde entregamos el pedido, y después caminamos juntos por la calle. Estaba por ser pesaj, y ella me preguntó dónde iba a cenar esa noche. Le respondí que en mi casa, con el amigo con quien vivía. Ella inmediatamente me invitó a ir a cenar en la suya y me pidió que lo llevara también a mi amigo. Me dio su dirección y me recomendó por favor que no me perdiera. También me anotó el número de su teléfono por si surgiera algún problema.

  —270→  

-¿Era don Samuel?

-Era Schmuel. Él y yo alquilamos un par de trajes y nos vestimos de etiqueta. Compré flores y fuimos a cenar. La casa donde vivían tu madre y el tío Itsic estaba ubicada a unas pocas cuadras de donde tú vives ahora, hijo.

-¿En ese lugar?

-Sí, ella y su hermano se habían escapado antes de la guerra, y vinieron solos a América. Consiguieron pasaporte y pudieron escapar, pero toda su familia quedó allá. Sólo ellos dos se salvaron.

-¿El tío sabe tu historia?

-Te dije que sólo tu madre y Schmuel, saben. Al tío nunca le conté.

-¿Qué pasó después entre mi madre y tú?

-Aquella noche de pesaj recuerdo que fue hermosa y triste a la vez. Era la primera vez que yo pasaba esa festividad lejos de mi país, pero la primera después de mucho tiempo que me sentaba a comer en una mesa linda, limpia, arreglada, y con buena comida. Tu madre preparó una mesa que parecía un festín, y éramos solamente cuatro personas tristes y solas. Pero ella no dejó que nos pusiéramos a recordar ni a extrañar. Puso música alegre, nos dio de comer hasta llenarnos, y contaba chistes, y episodios de cosas que les pasaron en el barco. Nos hizo reír toda la noche. Después de aquel encuentro seguimos siendo amigos, íbamos al cine, leíamos juntos, íbamos a la plaza, hasta que terminó la guerra y entonces todo el tiempo solamente nos dedicamos a averiguar sobre nuestros familiares que quedaron allá. Íbamos al puerto, a las oficinas de inmigración, a todos los lugares a preguntar, y fue allí cuando le tuve que contar la verdad a la que sería tu madre. Ya no podía ocultarle, cómo seguir engañándola cuando iba a preguntar por la familia Polniaskyn, si yo en realidad me llamaba Elías Kohenz. Entiendes, hijo, Haim Polniaskyn es un nombre prestado.

  —271→  

-¿Por qué no volviste a llamarte con tu verdadero nombre?

-Tenía vergüenza.

-¿Y con mamá? ¿Qué pasó?

-Nos casamos. Ella no encontró a nadie de su familia, todos habían sido asesinados.

-¿Y tu familia?

-También los mataron a todos.

-¿Y cómo te encontró ahora este sobrino?

-La guerra terminó, y según las noticias que recibimos, no había quedado nadie de nuestras familias. Pero tu madre nunca se convenció de ello, y siguió insistiendo. Mandó cartas, fotos, direcciones, durante años, con datos de su familia y datos de la mía, y resultó que un hermano mío se había salvado, y después de la guerra se fue a vivir a Israel.

-¿A Israel?

-Así es, hijo.

-¿Qué, papá?

-Mira cómo es la vida, él estaba en Israel, y yo no lo sabía. ¿A qué juega la vida con nosotros?

-¿Y cómo te encontró?

-Él también se había cambiado de nombre. En Israel eligió otro, y nunca me buscó. ¿Quién podía salvarse de Auschwitz? Pero hace unos meses él murió, y entre sus papeles los hijos encontraron un documento antiguo con su viejo nombre, y se pusieron a buscar a algún pariente. Fue así como ahora me encontraron.

-¿Cuántos hijos tuvo tu hermano?

-Dos. Dos hombres.

-¿Viven en Israel?

Io!

-¿Qué va a pasar ahora con ellos, papá?

  —272→  

-Les voy a contestar la carta, porque si aún yo estoy con vida, ellos quieren venir a conocerme. Y yo quiero verlos. Mira, Iósele, todavía queda personas que sufren.

-Conozco esa historia, papá, leí mucho sobre la Segunda Guerra Mundial.

-En los libros no está escrita toda la verdad. La verdadera historia es la mía y la de otros sobrevivientes como yo. Jamás podré olvidar, hijo, y ¿para esto quise vivir? Para esto, para ver a mi hijo que también se cambió el nombre, renegando de su padre.

-Papá, eso que dices no es verdad. Las personas no son un nombre, no son un montón de letras que se juntan para formar una palabra. Las personas son seres con sentimientos, con color, con razas. No es un nombre el que da la identidad.

-Creo que no me siento bien, hijo.

-¿Qué te duele, papá? Deja ya de hablar.

-Hijo, las huellas de dolor y vergüenza todavía están en mi cuerpo, en mi alma, que no tiene paz. Soy un hombre sin paz, hijo, sin descanso. Luego de lo que vi y sufrí, creo que hubiera sido mejor que muriera. Muchas veces pensé en el suicidio, pero, ¿cómo iba a traicionar así a Dios, a Dios que me sacó de aquel infierno, que me dio la posibilidad de escapar?

Cómo explicarle a aquel viejo que fue él, él mismo, solamente él quien se salvó. La oportunidad y su deseo de vivir lo sacaron de aquel infierno, ese instinto de sobrevivencia que impulsa a la vida y después a la reproducción. Era por eso que mi padre deseaba tanto que yo tuviera un hijo, no era simplemente ese egoísmo característico suyo de ser abuelo lo que le llevaba a ser obsesivo en su petición. Además el hecho encerraba algo más, que recién después de su confesión podía yo descifrar, como otras tantas cosas que marcaron una relación negativa y destructora entre nosotros dos.

  —273→  

A partir de ese momento, sentí que estaba ligado a él, cercano a mí. Dejó de ser el extraño de toda la vida. Ya no necesitaba a mi madre para estar junto a él.

La noche se llenó de truenos y de relámpagos. La lluvia seguía. Mi padre había bebido todo el contenido de té que estaba en el vaso. Se levantó y fue hasta la cocina a preparar más. Yo lo seguí y puse más agua dentro de la pava. La llevé al fuego y mientras rebanaba un limón para ponerlo dentro del vaso, el agua se evaporó y la pava quedó sin contenido. Mi padre iba a tomarla del mango cuando lo vi.

-Deja, papá, no hay más agua.

Mi padre igual llevó la mano hacia el mango de la pava.

-¡Papá! Espera. ¡Te vas a quemar!

-¿Qué dices, hijo?

-Espera, papá.

Mi padre estaba ausente, estaba en otro continente, en otro tiempo. Era víctima de ese placer mísero que nos hace apropiarnos de los recuerdos más terribles, para volvernos víctimas frente a los ojos de los demás.

Llevé las tazas servidas con té y algunas galletitas, y volvimos a la sala. Fue un día largo en el que ni siquiera habíamos comido.

-Papá. No te entiendo.

-¿Qué, hijo?

-¿Por qué callaste tanto tiempo?

-Desde aquella época dejé de vivir. Amé a tu madre, a ti, fueron las personas que más quise en mi vida, pero siempre sentí que mi vida estaba cerca de la muerte.

-Papá, sigo sin entenderte.

-Después, cuando ya todo terminó, y Alemania empezó a indemnizar a la gente, porque necesitaba lavar su culpa, pagar por sus errores, y yo también necesitaba comer, acepté el pago. Tenía   —274→   miedo de que a ti también te faltara comida, por ello acepté aquel dinero bañado de sangre, y eso hizo que me sintiera peor, mucho peor.

-Ese dinero te correspondía, papá, no solamente por las muertes y los sufrimientos, por las consecuencias que tuvo la guerra en tu ciudad. Te quedaste sin casa, sin techo, sin tierra, sin familia.

-Esta es mi historia, hijo. Ahora ya la conoces.

Se hizo tarde, miré la hora, y era casi medianoche. Ahí seguíamos los dos, mi padre y yo, desenterrando dolores y fantasmas.

Sentí una terrible desazón, la casa, la estación, la historia de mi padre me dejaron así.

-Bueno, hijo, ahora podemos ir a dormir. Esta será una noche difícil. Mañana no sé cómo voy a amanecer. Ya sabes la historia de tu padre, su vergüenza, sus dolores, sus odios y sus penas.

-Spinoza dice, papá: «No hay que reír, ni hay que llorar, ni hay que odiar, sino tan sólo entender».

-Ya no me interesa ni reír ni llorar, ni odiar ni entender. Ya todo terminó, hijo.

Los ojos de mi padre se volvieron hacia la ventana, pero su mirada se perdió quién sabe en qué lugar de su penosa historia.

-Hay dolores y hay sentimientos que se instalan, se enquistan y duelen, duelen tanto, hijo.

-¿Cuáles, papá?

-¡La vergüenza y la tristeza! El dolor que siento en el pecho, punzante y permanente, empezó aquel día, y durará hasta mi muerte. No es el corazón, no es la presión alta, no es la angina, es otra cosa. Es peor. Es un dolor causado por la tristeza. Y para eso no hay cura ni medicamentos. Tendría que ir hacia atrás para no volver a cometer el mismo error.

  —275→  

-¿Cuál fue ese error, papá?

-¡Querer seguir viviendo!

-Ese no es un error.

-Sí lo es, cuando ya no mereces vivir.

-¡Papá! ¿Qué dices?

Con voz apagada mi padre respondió:

-Hay recuerdos, hijo, que sólo se pueden compartir con uno mismo. Quizás nunca debí contártelo, para que nunca tuvieras que avergonzarte de tu padre. Hay recuerdos que entorpecen la vida, ahogan hasta el más escondido deseo de vivir, apagan hasta el último hálito de esperanza.

-¿Quién eres tú para juzgarte a ti mismo? ¿Por qué no perdonarse a uno mismo por querer sobrevivir? ¿Por qué no perdonar y para siempre jamás a quien quiso seguir con vida, a quien peleó por vivir, a pesar de su cruel pasado? ¿Acaso por todo ello no mereces ser feliz? ¡Eso, ser feliz!

-No tener najes, ése es mi castigo, y quizás yo sea el culpable. ¡Oy, Dios mío!

-Papá, no te impongas a ti mismo el castigo. Tu decisión por vivir no tiene que ver con tu culpa. Aunque todo tenía relación.

-La sobrevivencia era el resultado de permanentes luchas.

Ya era de noche, una noche mojada, envuelta en tristeza. Las calles permanecían en silencio. Las luces se hallaban ausentes y la verdad que laceraba el ánimo. Decidí ir a descansar, y obligué a mi padre a hacer lo mismo.

Me acosté pensando en aquella confesión que me dolió como los dolores duelen a los adultos, perdurable e inconsolablemente.



  —276→     —277→  

ArribaAbajo- XXII -

Decidí permanecer más tiempo en compañía de mi padre. Llamé a mi editor y le expliqué cuál era la situación que estaba atravesando y la causa por la que me era imposible entregar la novela terminada. Le pedí más tiempo. El hombre me preguntó cuánto, pero en realidad yo no sabía cuánto más necesitaba para reponerme completamente de aquella confesión que hizo mi padre. Necesitaba aceptar una nueva historia del pasado, distinta a la que conocía. Necesitaba entender por fin sus ausencias durante toda mi vida, sus reproches y exigencias, y aceptar que en algún lugar de Israel estaba un hombre, un primo mío esperando una respuesta para encontrarnos. De pronto todo a mi alrededor era nuevo, y hasta mis sentimientos habían cambiado. El editor aceptó esperar. No fijó una fecha como plazo fijo de entrega, permitió que lo hiciera yo. Le agradecí.

Los días que siguieron a aquella confesión fueron terribles para mi padre. Había envejecido notablemente. Se había convertido en un anciano desprolijo y amargo. Llevaba la barba crecida y el rostro oscurecido. Hablaba con dificultad. Sus palabras se volvieron ininteligibles y el pasado retornaba en cada conversación. Hablaba y hablaba de los que ya no estaban y contaba episodios de su vida en Europa. Recordaba constantemente a sus padres y hermanos.   —278→   Sus muertos volvían y con ellos mantenía largas conversaciones. Muchas veces intervine preguntando qué recuerdos lo invadían, y él respondía que ellos archivaban penurias y anidaban desvaríos. Cada tanto tomaba la carta y la leía y releía. Había perdido peso, se veía muy demacrado. No se sacaba el pijama, y siempre llevaba puestas las pantuflas. Casi no salía al patio. Sus plantas empezaron a secarse. Dejó de alimentar a sus canarios, y ellos abandonaron el canto. En aquella casa y en la vida de mi padre todo se volvió diferente, sórdido, extraño, a partir de aquel relato sobre su huida.

Mientras él continuaba callado yo no terminaba de entender aquel celo de tanto tiempo por ocultar su pasado.

Ya había pasado un par de semanas y en mi padre no se notaba ningún cambio. Seguía igual. El único momento en que volvió a comunicarse conmigo fue cuando me pidió que le ayudara a redactar una carta para el sobrino. Yo le dictaba en castellano pero él la escribía en yiddish. Dentro del sobre donde iba la hoja también incluyó una foto mía, y otra de él.

Aquella tarde, al regresar del correo, donde dejé la correspondencia, le serví a mi padre el té con algunas masas dulces. Llevaba días sin alimentarse bien.

-¡Papá! -dije mientras ponía la bandeja sobre la mesa.

-¿Iósele?

-Sí, soy yo. ¡Toma, papá!

-¿Qué me traes?

-Té y algo para comer.

-No tengo hambre, hijo.

-Debes comer, papá.

-Sabes, Iósele. Todavía tengo algo que me pesa en el pecho y que no te dije.

-¿Qué es, papá?

-Tengo rencor, hijo. Deseé que los culpables de tantas muertes y de tantos sufrimientos pagaran por lo que hicieron,   —279→   respondieran ante Dios, o ante un tribunal de hombres o ante la sociedad, ante cualquier justicia. Deseé mucho, siempre, con fuerzas, que se cumpliera esa ley, la ley del castigo. Ellos debían pagar por lo que hicieron. Pero finalmente la única ley que existió para algunos de ellos fue la ley del olvido. Muchos dirigentes nazis, asesinos, encontraron refugio en distintos países y allí vivieron cómodamente, protegidos y resguardados por años.

-Cálmate, papá. Por favor, deja de pensar y de sufrir. Ya pasaron demasiados años desde aquello. Ya es tiempo que descanses. Que dejes de estar triste. Deja que yo te cuide ahora.

-¡Iósele! ¿Acaso no sabes que desde afuera no se puede calmar el dolor?

-¿Papá?

-¿Sí, Iósele?

-¿Qué te pasa?

-Siento dolor.

-¿Dónde? Dime si quieres ir al hospital.

-No, Iósele. No es necesario que vaya a ningún lado. Soy un viejo. A mi edad todo duele, duelen los huesos a causa del reuma, ya ni se puede ver ni leer sin ayuda de los anteojos, la comida deja de tener sabor, los medicamentos se convierten en una necesidad para poder sobrevivir, ya no quedan fuerzas para caminar. ¡Oy, Iósele! La decrepitud humilla a la vejez como el hambre humilla a la pobreza.

Mi padre finalmente bebió el té, pero no comió nada de lo que le había servido, ni tampoco comió durante la cena.

La mañana siguiente amaneció con un viento norte caprichoso que sacudía las persianas de las ventanas. Me levanté precipitadamente pensando en la salud de mi padre y en la necesidad que tal vez hubiera de llevarlo al hospital. Preocupado lo busqué por toda la casa. Finalmente lo encontré en la puerta de calle, parado y pensativo. Lo tomé del brazo. Su cuerpo apenas se movía. Lo   —280→   llevé hasta el dormitorio, lo senté en la cama. Le pregunté si quería ir al médico. Él me miró a los ojos, y no dijo una sola palabra.

-¡Papá! Habla, dime qué te sucede.

-Nada, hijo.

-Te voy a llevar al hospital.

-Sí, hijo, llévame. Llévame porque ya no me quedan fuerzas. Me siento derrotado.

Llegamos al hospital más cercano. Allí lo subieron a una camilla y mientras lo llevaban a la Unidad de Cuidados Intensivos yo caminé a su lado, cuidándolo. En el trayecto mi padre me hizo un gesto con los ojos. Pedí a los enfermeros que se detuvieran un momento. Me acerqué. Él besó mi mejilla. Después preguntó:

-¿Dónde estoy, hijo?

-En el hospital, papá -le tomé de las manos. Ellas yacían pálidas.

Mi padre habló bajo. Apenas se oía su voz y sus palabras eran prácticamente incomprensibles.

-¿Todavía estoy con vida?

-Sí, papá, pero no hables porque te agitas.

-¿Por cuánto tiempo más?

-Mucho tiempo, papá.

Sus labios se corrieron ligeramente a cada lado del rostro, como si quisieran reír.

-¿Sabes cuánto tiempo hace que dejé de vivir?

-Calla ya, papá. No sigas hablando.

-Iósele, hijo, quiero descansar. Déjame dormir.

-Duerme, papá, duerme.

La camilla de nuevo se movió y yo seguí caminando a su lado con mis manos apretadas a las de mi padre, sujetas a aquellas manos delgadas que se desvanecían como si, cansadas, dejaran escapar la fuerza que las mantenía con vida.

  —281→  

Mi padre murió un día de mucho frío, un día de invierno oscuro y entristecido que se fue sin ver el sol.

Siempre le temí al final. Siempre temí enfrentarme con la muerte. Siempre fui un cobarde, también aquel día en el cementerio, cuando enterré a mi padre. Por primera vez me enfrentaba con la muerte. Por primera vez sufrí la sensación del dolor inigualable que produce la pérdida. Sentí la orfandad.

La ceremonia de entierro fue corta. Una vez finalizada saludé a los pocos que se habían reunido aquella mañana para el entierro de mi padre. Estaban don Samuel, José, Carlos, el dueño del bar, mis primos Báshele, Mírele, y Leíbele, algunos conocidos más, y también, estaba Sofía. Ella se acercó, me abrazó. Le pregunté cómo se había enterado de la muerte de mi padre, me respondió que eso carecía de importancia en aquel momento. Después no dijo una sola palabra más, me presentó al marido, que la estaba acompañando. Todos se alejaron, pero yo permanecí más tiempo en aquel lugar. Quería estar solo frente a la tumba de mi padre.

Volví a rezar un kaddish35. Toqué mi camisa en el lugar donde el rabino la había rasgado como símbolo de duelo. Dejé una piedra sobre la tierra recién removida y me alejé. Caminé entre lápidas, algunas negras, otras blancas, otras carcomidas por el tiempo, otras nuevas, otras abandonadas. En algunas crecían hierbas, en otras flores, algunas tenían fotos, otras no. En algunas ya ni siquiera se distinguían las letras, pero cada una de ellas guardaba un pensamiento que quizás nunca se pudo reproducir, ni emociones que tal vez jamás se pudieron contar, que quedaron sepultadas en la memoria, y la muerte se las llevó. Secretos que los labios no pudieron contar. Sentimientos que no se pudieron manifestar. ¿Y ahora qué?, me pregunté. No sabía adónde ir ni qué hacer con mi duelo. Había olvidado que los duelos son para vivirlos. Tuve frío. Sentí un temblor extraño. Era miedo. Un miedo   —282→   incontrolable frente a aquella situación en aquel lugar donde yo extrañamente sentía que era parte de la vida y de los muertos.

Salí a la calle. La tarde se perdía teñida de desesperanza y yo me teñí de gris, de aquel gris que tiñe la tristeza. Detrás de mí todo quedó en silencio. Pensé que todo terminaba en ese silencio. En ese silencio cruel y absoluto.

Caminé. Caminaba cuando me sentí cansado, muy cansado, agotado. Me senté en el borde de una vereda y lloré, lloré por la muerte de mi padre, lloré por mi padre. Sufría, sufría por la ida de aquel viejo que me dejaba solo, por los recuerdos que me legaba, por su confesión, por aquella época de su vida que ignoré. Cómo me dolía en ese momento enterrar a mi padre, pero más me dolía enterrar el pasado.

No podía creer que unos pocos minutos atrás yo había rezado un kaddish por Elías Kohenz o Haim Polniaskyn. Qué importancia tenía el nombre. Terminaba de rezar un kaddish por un hombre, por un padre, por mi padre.

Después de dar vueltas y vueltas llegué al edificio. Entré a mi departamento y de pronto sentí un silencio profundo, y tuve la sensación de que me faltaba algo, me faltaba alguien. Miré el sofá, y me pareció ver a mi padre sentado con la mirada perdida detrás de la ventana, abstraído y sin tiempo. Vestía su pijama celeste con rayas, muy finas, y en los pies llevaba sus gastadas y desteñidas pantuflas. Me encontraba solo frente a la presencia miserable de la muerte. Sentí la sensación de vacío, un tremendo vacío parecido al que sufrí cuando volví de Israel y no encontré a mi madre. El mismo que sufrí el día en que Sofía se fue, pero nunca acompañado de tanta tristeza y de tanto abandono. Temía quedarme solo, aunque era un hombre, un adulto, pero igual me sentía desvalido y solo.

Salí al balcón, el cielo estaba lleno de estrellas, la noche era clara, la calle estaba vacía, el silencio me acompañaba.

Me sentía abandonado, abandonado en una profunda y absoluta orfandad.



  —283→  

ArribaAbajo- XXIII -

El avión en el que venía el primo Uri estaba sobrevolando el aeropuerto. Miré el cielo y de pronto empecé a sudar, a sentir mucho nerviosismo, y una inmensa ansiedad. Hubiera querido que mi padre me acompañara en esta ocasión. Este era su momento, no el mío. Era el reencuentro con su historia, no la mía. Pero de nuevo estaba yo allí, enfrentándome al pasado, aguardando a una persona a la que nunca antes había visto, de la que nunca antes había oído hablar, de la que ni siquiera conocía su existencia. Era un extraño, un verdadero extraño, pero con antepasados, con historia y con un nombre igual al mío.

Laura notó mi estado. Me tomó de la mano. Luego apoyó su cabeza sobre mi hombro y así permanecimos hasta que el avión aterrizó. Entonces ella y yo caminamos hacia la puerta de salida de los pasajeros. Miraba atento y nervioso a través de una pared de vidrio cuando de pronto, a lo lejos, vi aproximarse un hombre que insólitamente iba vestido igual que mi padre. Llevaba puestos zapatos de lluvia, sobretodo gris, un sombrero de fieltro negro y paraguas en la mano. Caminaba despacio, con cierta dificultad. Le tomé fuerte la mano a Laura. Estaba seguro de que aquél al que estaba mirando era mi primo Uri. El hombre esperó la llegada del   —284→   equipaje, recogió una valija y vino hacia mí, despacio, con pasos inseguros y rostro bondadoso. También él me había reconocido.

En ese momento y por un instante dudé de mi teoría sobre la descendencia. Pensé que quizás hubiera sido bueno haber tenido un hijo.

Allí estábamos los dos frente a frente sin saber qué decirnos, sujetos a una situación creada por una simple casualidad.

El destino, la guerra, la vida, nos habían separado, y de nuevo el destino nos ubicaba uno frente al otro, jugando una vez más con los que estamos señalados a vivir.

Nuevamente nos hallábamos todos reunidos. Los muertos, los vivos, los buenos y los malos, la muerte y su misterio, los muertos y sus secretos, el pasado y el presente sometiéndonos a un sutil y perverso juego tendido por el destino.



  —285→  

Arriba- XXIV -

Y fue como imaginé. Aquel hombre que bajó del avión llevando zapatos de lluvia, un sobretodo gris, un sombrero de fieltro negro y un paraguas en la mano, y que después caminó hacia mí, con pasos inseguros y rostro bondadoso, el que tienen casi todos los hombres mayores, y que parece otorgarles paz, era el primo Uri.

No hicieron falta presentaciones. Ya nos conocíamos. Todo fue como un reencuentro, como si nos conociéramos desde antes, desde mucho tiempo atrás, desde toda la vida.

Se instaló en mi departamento y su visita duró un par de semanas en las que hicimos varios paseos. Visitamos el cementerio, hablamos de nuestros respectivos padres, de nuestra infancia, miramos fotos, y en varias ocasiones nos emocionamos mientras recordábamos a nuestros muertos.

Antes de su partida prometimos escribirnos, volver a visitarnos, y nos comprometimos a seguir cultivando esa relación construida sobre cenizas.

Uri se marchó.

Terminé mi novela y finalmente ésta se publicó. Vendí la casa de mi padre, pero antes regalé las jaulas con los pájaros a la   —286→   vecina de al lado, la que siempre los cuidaba. Las plantas las regalé a la otra vecina, la del frente, la que aprendió cuánta cantidad de agua necesitaba cada una y de qué manera limpiar sus hojas. Dejé algunos muebles en la casa, otros los traje conmigo. También conservé las fotos y los objetos de adorno.

Puse en alquiler mi departamento y me mudé a vivir con Laura.

Cada tanto iba al bar a tomar un vaso de vodka con José, o a jugar al dominó con don Samuel, hasta que la muerte fue llevándolos uno a uno, cumpliendo con la justa ley.