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El pobre Dionis

Mihai Eminescu

Traducción de Enrique Nogueras

...siempre es así, si cierro un ojo veo mi mano más pequeña que con dos. Si tuviera tres ojos la vería más grande y cuantos más ojos tuviera tanto más grandes parecerían las cosas que me rodean. Sin embargo, nacido con miles de ojos, en medio de visiones colosales, si todas las cuales guardaran sus proporciones en relación a mí no me parecerían ni más grandes ni más pequeñas de lo que me parecen hoy. Imaginémonos un mundo reducido a las dimensiones de una bala, con todas las cosas reducidas en proporción, los habitantes de este mundo, suponiéndolos dotados de órganos como los nuestros, lo percibirían todo en la misma forma y proporciones que nosotros. Imaginémoslo, caeteris paribus, mil veces más grande: sería lo mismo. Sin alterar las proporciones, un mundo mil veces más grande y otro mil veces más pequeño serían para nosotros igual de grandes. ¿Quién sabe si no vivimos en un mundo microscópico y la factura de nuestros ojos nos hace verlo del tamaño que lo vemos? ¿Quién sabe si cada persona no ve todas las cosas de modo diferente a los demás y no oye de modo diferente cada sonido y solo la lengua, la nominación idéntica de un objeto que sin embargo uno ve así y otro de otro modo, los une en el entendimiento? ¿La lengua? No. Quizás cada palabra suena distinto en los oídos de distintas personas, solo el individuo, que permanece siendo el mismo, los oye de una misma forma.

Y en un espacio concebido como ilimitado, ¿no es cada trozo de él, por grande o pequeño que sea, una gota en relación con la infinitud? De modo semejante, en la eternidad ilimitada, ¿no es cada fragmento del tiempo, por grande o pequeño que sea, tan solo un momento suspendido? Y he aquí cómo, suponiendo el mundo reducido a una gota de rocío y, proporcionalmente, reducido el tiempo al paso de unos momentos, los siglos de la historia de ese mundo microscópico serían instantes y en tales instantes las personas trabajarían tanto y meditarían tanto como en nuestras edades (sus edades para ellos serían tan largas como para nosotros las nuestras). En qué infinitud microscópica se perderían los millones de infusorios de los científicos, en qué infinitud de tiempo el instante de la alegría y todas las cosas, todas, serían exactamente como hoy día.

De hecho, el mundo es el sueño de nuestra alma. No existen ni el tiempo ni el espacio, simplemente ambos están en nuestra alma. El pasado y el futuro están en mi alma, como el bosque en una bellota, y lo mismo el infinito, como reflejo del cielo estrellado en una gota de rocío. Si halláramos el misterio a través del cual pudiéramos comunicarnos con el doble orden de cosas que están escondidas en nosotros, un misterio que poseyeron todos los magos egipcios y asirios, entonces, descendiendo a las profundidades del alma, podríamos de verdad vivir en el pasado y podríamos habitar el mundo de las estrellas y del sol. ¡Qué pena que se hayan perdido las ciencias de la necromancia y la astrología! ¿Quién sabe qué misterios nos habrían descubierto a este respecto? Si el mundo es un sueño, ¿por qué no habríamos de poder coordinar la sucesión de sus fenómenos como nosotros queremos? No es verdad que exista un pasado, el concepto de sucesión es algo que solo está en nuestro pensamiento, las causas de los fenómenos, consecutivos para nosotros, las mismas siempre, existen y trabajan simultáneamente. ¿Es acaso absolutamente imposible regresar al tiempo de Mircea el Grande o de Alexandru el Bueno? Un punto matemático se pierde en la falta de límites de su disposición, un instante del tiempo en su infinitesimal indivisibilidad, que no se detiene en siglos. ¡Cuánto infinito hay en estos átomos de espacio y tiempo! Si yo pudiera perderme en la infinitud de mi alma hasta aquella fase de su emanación que se llama por ejemplo la época de Alexandru el Bueno... y sin embargo...

Con razón moverá el lector la cabeza y se preguntará: ¿por la mente de qué mortal pasaban estas ideas? La existencia ideal de estas reflexiones tenía como fuente una cabeza con melenas de salvaje y enfundada en una gorra de borrego. Era de noche y una lluvia ligera caía sobre las calles sin pavimentar, estrechas y enlodadas, que pasan entre la aglomeración de casas pequeñas y mal construidas en que consiste la mayor parte de la capital de Rumanía. Y por los charcos de barro que salpicaban al temerario que se confiaba a las pérfidas aguas, pasaban unas botas tan grandes que no les habría importado ni el diluvio, tanto más que tenían unas cañas que sepultaban en ellas los pantalones del individuo que las llevaba. La sombra de nuestro héroe desaparecía entre las ráfagas de una lluvia que había dado a su cabeza el aspecto de un cordero chorreando, hasta el punto de que uno se preguntaba qué resistía mejor: los torrentes de lluvia, sus ropas mojadas o la metafísica. A través de las ventanas de vidrio de las tabernas y los comercios se difundía una luz sucia, aún más debilitada por las gotas de lluvia que habían cubierto los cristales. Por aquí y allá pasaba algún despistado silbando, ya un patán harto de vino que discutía con el viento y las paredes, ya una mujer con la cabeza hundida en un capuchón que desplegaba sus sombras pasajeras a través del tenebroso espacio, semejante a los oscuros dioses de las epopeyas nórdicas... Desde de una taberna abierta se oía un torturado violín. Nuestro joven metafísico se acercó a mirar y la luz que escapaba por la puerta le dio en la cara. No era una cabeza fea la de Dionis. Su cara tenía la dulzura morada y blanca del mármol en la sombra. Sus rasgos aunque un poco marcados no eran secos y sus ojos, cortados como almendras, tenían la intensa voluptuosidad del terciopelo negro y nadaban en sus órbitas; una sonrisa fina y con todo llena de inocencia le pasó por la cara ante el espectáculo que veía. Era este: un jovenzuelo gitano con una pequeña cabeza dentro de un sombrero cuyas alas parecían ilimitadas, calzado con unas botas en las que habría cabido entero y vestido con una levita que le llegaba a las plantas de los pies, y que sin duda no era suya, torturaba a los presentes con un violín y un arco al que le quedaban solo algunos hilos de pelo; con los dedos encallecidos movía unas cuerdas que chirriaban lastimosamente. A su lado un húngaro larguirucho atormentaba la tierra con los pies desnudos metidos en unos grandes zapatones rellenos de paja. Por muy desagradable que fuera el espectáculo para mi viajero, tuvo una saludable influencia sobre él, pues despertándole de sus fantasías metafísicas se dio cuenta de que la lluvia le había calado hasta los huesos. Entró a secarse en un café situado allí al lado. Cuando se quita la vedijosa gorra vemos una frente tersa, blanca y correctamente arqueada, en total consonancia con la agradable cara del muchacho. Solo el pelo caía, acaso un poco largo, sobre las espaldas, pero la sequedad negra y salvaje del cabello contrastaba agradablemente con la cara fina, dulce e infantil del mozuelo. Colocó el abrigo en la percha y, ante el aroma embriagador de un café turco, sus ojos blandos y brillantes se perdieron otra vez en esa ensoñación intensa que a veces sienta tan bien a los jóvenes, porque la seriedad contrasta siempre agradablemente con una cara de niño. Entre aquellos muros ahumados, llenos del olor del tabaco, del parloteo de los jugadores de dominó, y de los cadenciosos golpes de un reloj de madera ardían algunas lámparas somnolientas que esparcían franjas de luz amarilla por el aire cargado. Dionis hacía un cálculo matemático con un lápiz sobre una vieja mesa de madera lustrada y reía de vez en cuando. Su sonrisa era muy inocente, podríamos decir que dulce, y sin embargo de una profunda melancolía. La melancolía a esa edad es la señal característica de los huérfanos: huérfano era él y con una existencia, como son muchas entre nosotros, sin esperanza, pues estaba determinada negativamente por su nacimiento. En la introducción de estas líneas hemos sorprendido algunas de las reflexiones que habitualmente le preocupaban, y con una cabeza tal no llega lejos un hombre, y mucho menos uno pobre. Y un muchacho pobre era Dionis. Su predisposición natural le hacía también más pobre. Era joven, quizás menos de dieciocho años, tanto peor... ¿Qué vida podía esperarle? Quizás convertirse en un escribano competente para cultivarse a sí mismo... Precisamente esta libertad de elección entre los componentes de la cultura hacía que solo leyera lo que se acomodaba con su soñadora disposición de alma. Cosas de mística y metafísica atraían su pensamiento como un imán. ¿Era por tanto un milagro que para él el sueño fuera una vida y la vida un sueño? ¿Era un milagro que se hubiera vuelto supersticioso?

A veces se imaginaba a sí mismo cuán tristes, cuán largos, cuán monótonos habían sido los años de su vida, solo como una hoja en el agua. Falto de amor, pues a nadie tenía en el mundo, amante de la soledad, advertía la impotencia de su alma para crearse una suerte más feliz. Sabía que en este «orden de la realidad», tal como él decía, no iba a encontrar ni una sonrisa ni una lágrima; ni amado ni odiado por nadie se extinguiría como una chispa por la que no preguntaría nadie en el mundo. Su casa de ermitaño, un rincón lóbrego y cubierto de telarañas, y la atmósfera perezosa y plácida de algún café, eran toda su vida. ¿Quién le preguntaría si tenía corazón o si le habría gustado pasearse vestido con elegancia, tal como se pregunta a tantos niños? Si habría deseado amar... ¿amar? Esta idea le oprimía muchas veces el corazón. ¿Qué habría sabido el amar? ¿Cómo lo habría hecho? ¿Cómo se habría dedicado a la muchacha que le hubiese entregado su corazón? Muchas veces la imaginaba como una sombra plateada de blanca faz y cabellos de oro, porque todos los ideales son rubios, y le parecía sentir en sus manos las manos pequeñas, cálidas y delgadas de ella, y le parecía que se le fundían los ojos besándola, que se le fundía el alma, el ser, la vida mirándola eternamente.

Por aquí y allí, en las mesas del café, se divisaban grupos de jugadores de cartas, hombres con el pelo en desorden que tenían las cartas en una mano temblorosa y chasqueaban los dedos de la otra antes de jugar, que movían los dedos sin decir palabra, tragando de vez en cuando a sorbos ruidosos una gota del café o la cerveza que tenían delante: ¡una señal de triunfo! Más lejos, uno escribía con tiza sobre el tapete verde del billar; otro, con un sombrero alto en la nuca y las manos unidas a la espalda, con un cigarro alargado en la boca, a punto de escapar de los labios del individuo, miraba, el diablo sabrá si con interés o casi sin fijarse, un retrato de Dibilci-Zabalkanski que colgaba de la pared ennegrecida por el humo. El reloj, fiel intérprete de la ancianidad del tiempo, sonó doce veces con su lengua metálica, para dar cuenta al mundo, que no lo escuchaba, de que había transcurrido la doceava hora de la noche. Dionis se puso en marcha hacia casa.

Afuera la lluvia había cesado y entre telarañas y oleadas de nubes pasaba fría y pálida la luna. En medio de un jardín abandonado donde habían crecido matorrales verdinegros de armuelles y maleza, se elevaban los ojos de la ventana rota de una casa cuyo alero podrido estaba cubierto de un musgo que relucía como la bruma a la fría luz de la luna. Unos escalones de madera conducían a la planta de arriba. La puerta del balcón del piso de arriba oscilaba rechinando al viento, casi fuera de su quicio, los escalones eran negros y estaban podridos, aquí y allá faltaba alguno que otro, de modo que tenías que pasar dos de una vez y el balcón de madera temblaba bajo los pies. Cruzó Dionis el enmarañado jardín y las vallas desmoronadas y subió veloz las escaleras. Todas las puertas estaban abiertas. Entró en una habitación alta, espaciosa y vacía. Las paredes estaban negras de los chorros de lluvia que se colaban por el techo y un musgo verde se había apoderado de la cal, los marcos de las ventanas se combaban bajo la presión de los viejos muros y las rejas se habían roto, solo sus raíces oxidadas salían de la maderera podrida. Sobre vigas largas y sombrías, en los rincones del techo, las arañas ejercían su callada y pacífica industria; en un rincón de la casa, en el suelo, dormían unos encima de otros varios cientos de libros viejos, muchos de ellos griegos, repletos de sabiduría bizantina; en otro rincón una cama, es decir cuatro tablas sobre dos travesaños cubiertas con un colchón de paja y un cobertor rojo. Delante de la cama una mesa sucia, sobre cuya madera arrugada por los años había talladas letras griegas y góticas; encima libros, periódicos rotos, folletos de esos que se reparten gratis, en fin, un desorden verdaderamente pagano. La luna vertía su luz fantástica a través de las grandes ventanas blanqueando los techos hasta hacerlos parecer espolvoreados con tiza; las sombrías paredes presentaban, como si reflejaran las ventanas, dos cuadros argénteos allí donde llegaba la luz de la luna; las telarañas brillaban ante la luna y sobre los libros que dormían en el rincón se alzaba una angelical sombra de hombre. El retrato a tamaño natural de un joven de unos dieciocho años estaba colgado de un clavo, con el pelo negro y largo, con los labios delgados y rosados, con la faz fina y blanca como tallada en mármol y con grandes ojos azules bajo grandes cejas y largas pestañas negras. Los ojos azules del muchacho eran tan brillantes, de un color tan límpido y sereno que parecían mirar sobre el espectador con inocencia, con su más encantadora dulzura. A pesar de que el retrato presentaba una figura vestida de hombre, sin embargo, las manos dulces, pequeñas, blancas, los rasgos de la cara de una palidez delicada, húmeda, luciente, blanda, los ojos grandes de una inefable profundidad, la frente tersa y femeninamente pequeña, el pelo ondulado y un poco largo en demasía, habrían hecho creer que era la figura de una mujer travestida. Se detuvo el soñador Dionis frente a aquel retrato que a la luz de la luna llena parecía vivo, y se llenaron sus ojos de superstición. Susurró, despacio y con la voz ahogada en lágrimas: buenas noches papá. La sombra parecía sonreírle desde su cuadro de madera. Él se acercó y besó las manos de la figura, después la cara, la boca, los ojos de fuego morado. Anegado por el amor hacia un ser que ya no existía, hubiera deseado que aquella noche de aire fresco purificado por la luz de la luna durase eternamente, por los siglos de los siglos habría deseado mantener aquella dulce e incomprensible pero tan felicísima locura suya. Hay que decir que sobre aquella figura había concentrado él todo su amor: ¡sobre un retrato! tal forma tenía su pobre y desierta vida... Efectivamente, era su padre cuando tenía la edad que él tenía ahora. Su madre, una mujer pálida, alta, rubia, de ojos negros, le había hablado de su padre muchas veces: de aquel muchacho extraviado que seguramente procedía de las clases más bajas del pueblo. Misterioso, sin decir a nadie el secreto de su nombre, aquel muchacho residía en casa del anciano sacerdote del que era hija Maria. Ambos se habían amado. Todos los días él le prometía que, cuando la tomara por esposa, el secreto de su alma tendría fin, que les esperaba una suerte dorada. Pero un día recibió una carta con lacre negro, la abrió, la leyó, la rompió en pedazos y con ella se rompió su mente. Debía tratarse de la copia de un testamento, por lo que podía deducirse de los pedazos rotos. Después él murió en un hospital para alienados... pálido, mudo hasta el último momento, se diría que preocupado de ocultar un gran secreto. El fruto del amor de los dos había sido Dionis.

Maria, su madrecita viuda, lo había criado como pudo con el trabajo de sus manos, unas delicadas manos de damisela. Su cara pálida como la cera, sus ojos de una oscura blandura solo para él tenían cuidados y comprensión. Para él y para el retrato. Siendo niño admiraba los ojos de aquella pintura que brillaban en sus órbitas como si estuvieran vivos. ¡Qué guapo era papá! Decía sonriendo y su madre, al oírlo, se secaba a escondidas las lágrimas.

-¿Los ojos, Dionis, no es eso, los ojos?

-Sí, madre.

-¡Aquellos ojos!... Ah, si tú hubieras visto aquellos ojos una sola vez en tu vida te habría parecido que volvías a verlos en cada estrella violeta de la mañana. ¡Qué bello era aquel chico y qué joven murió! Sus bellos ojos se han petrificado en las tinieblas de mis pensamientos, como si entre las nubes hubieran quedado en la bóveda oscurecida del cielo, dos, solo dos estrellas violáceas...

Después cogía a su hijo en brazos, lo acariciaba, lo besaba. Además de los ojos negros, que eran los suyos, era igual a su padre, el joven del retrato. Ella lo malcrió. ¿Cómo podría haber sido de otro modo? ¡Lo quería tantísimo! Fue su única alegría en una vida sin esperanza, sin futuro, sin contento, no tenía otros dolores o alegrías que las de su hijito. Toda su alma era el reflejo ensombrecido y triste del alma de su niño. Cualquier cosa que con su mente ingenua pensaba el niño, una palabra, un sueño, la preocupaba días enteros, y podía meditar sobre una palabra salida de su boca alocada. Pero, consumida por las penalidades, llegó el día en que la pobre se extinguió. En su delirio, cogió las manos del niño y las escondió en su seno, junto al corazón, para que se lo calentara, un símbolo de toda su vida.

Desde entonces la fisonomía del muchacho, su sonrisa, había adquirido esa sombra dulce de tristeza que lo hacía tan interesante, casi irresistible para las primerizas de los pensionados. Si bien a él ni siquiera se le pasaba por la cabeza que alguien hubiera podido amarle, porque a él nadie lo había amado en el mundo aparte de su madre. ¿Cómo le habrían podido amar a él, tan solo, tan pobre, tan sin futuro? ¿No tiene cada uno su familia, sus amigos, sus parientes, su gente a quien amar? ¿A quién le voy a importar algo? Moriré como vivo: ni llorado por nadie, ni por nadie amado.

La luna se ocultó tras una nube negra hendida por dos hileras de largos rayos rojos. La casa se oscureció y ya no se veían ni la sombra de la escultura en las paredes ni la alta sombra de Dionis. Él encendió la luz.

Examinemos ahora también su pobreza a la luz de los rayos de una vela de sebo colocada en el cuello de una botella que hacía las veces de palmatoria. Qué visión. Y allí, allí, pasaba él veranos e inviernos. En invierno el frío helador hacía crujir las vigas de la habitación, rechinaban maderas y piedras, el viento ladraba a través de las cercas y las ramas nevadas; habría querido dormir, soñar, pero el frío gélido congelaba sus párpados y enmarañaba sus ojos. Además de esto su abrigo era más urdimbre que tejido, rozado en los filos, gastado en los codos, se diría que también el viento se reía a sus espaldas. Las gentes abrían irónicamente sus bocas cuando lo veían... Y en tales momentos, en las largas y frías noches de invierno, ¿cree alguien que él, reducido al colmo de la miseria, se ponía triste? No, pues ese era su elemento. Un mundo entero de imágenes humorísticas llenaba su cerebro, a cuál más exótica e imposible. Y se daba cuenta de que sus pensamientos se transformaban en líneas rítmicas, en frases rimadas, y entonces no podía resistirse a escribirlas en un papel... A la luz de aquella botella podía escribir sus pensamientos melancólicos...

¡Ay! La botella panzuda, hace buena palmatoria

y quemándose en su sebo arde la grasienta vela

inspírate en tal pobreza, bardo, y cántala, poeta

un siglo ya sin un céntimo, y sin vino ya una luna

por un cigarro un reino, nubes de nieves se hinchan

con quimeras ¿mas, de dónde? Rompe el viento las ventanas,

maúllan arriba los gatos, los pavos de crestas lilas

con melancólicos pasos por el corral se pasean.

¡Uf que frío! Veo mi aliento, y ya la gorra de oveja

bien hundí hasta mis orejas, los codos no me preocupan

cual gitano, despacio mete un dedo en la cabaña

como anzuelo, con mis codos miro si el tiempo se calma.

¿Por qué no soy un ratón? ¡Dios, al menos tiene pelo!

Mis libros me comería, no tendría miedo del frío.

¡Qué bueno me parecería un dulce bocado de Homero

de la pared palacio un agujero, un icono por esposa

polvo sobre las paredes, bajo el techo telarañas,

pululan las chinches rojas, ¡Cómo te gusta mirarlas!

Duro es el jergón de paja y más mi beata piel

ya no tienen que chuparme, un enjambre de tres codos

ha salido de paseo: ¡qué fiesta tan elegante!

Aquella chinche es anciana, con dificultad se mueve,

aquella es un caballero... es... ¿Pero, es que sabe francés?

La que la multitud envuelve es una niña romántica.

¡Brr, qué frío! Ved cómo en mi mano vacila una pulga negra.

¿Me mojo en saliva el dedo? ¿La pillo? Pobre, la dejo

oculta en una mujer sé que se las vería negras

pero a mí, pobre individuo, ¿qué me importa? A qué aplastarla

y el gato que es tan flemático en la estufa ronronea;

ven gato, a charlar, ven gato, puntual y único amigo;

de haber de gatos aldea, yo gobernador te hiciera

para que al menos un día, qué es ser boyardo supieras;

¿En qué piensa cuándo astuto, ovillado ronronea?

Su felina fantasía, ¿qué ideas le inspiran dulces?

¿De blanco pelo una dama sus amores solicita?

¿Le ha citado en la despensa o en un hueco del desván?

Si el mundo fuera de gatos, ¿sería yo poeta? Siempre

maullaría en altas odas trágicos «miaus»: un Garrick,

el día tumbado al sol vigilando a los ratones

y a la noche en el desván o el tejado suspirando por la luna.

Si filósofo yo fuera, siempre me sentiría en riesgo,

en lecciones populares mostraría mis ideales

y a jóvenes generosas, damiselas que relucen,

les mostraría que es la vida el sueño arisco de un gato

o si pope, allí en el templo dedicado al ser el cual

a su parecer e imagen creó el pueblo de los gatos

les gritaría: oh, gatos, oh gatos... ¡perdición

de vuestra alma felina que no guardáis el ayuno!

¡Ay! Los hay entre vosotros que no creen en el decálogo,

ni en el ser sobre los seres, la mente sobre las mentes

que el destino de los gatos hace avanzar adelante,

¡Ah!, ¿no teméis ateos el infierno o los murciélagos, sus espíritus?

¡Anatema! Que os escupan todos los gatos de bien

¿no veis cuánta inteligencia en vuestra clara factura?

¡oh, gatos, faltos de alma, para arañar os dio garras,

para el ronroneo mostachos, ¿queréis palpar con la pata?

Y pues en la palmatoria muere el cabo de la vela

gatito, vete a acostarte, ¿no ves cómo ha oscurecido?

Soñemos oro y favores, tú en tu rincón, yo en lecho.

Podríamos dormir al menos, que el sueño el pensar aplaca.

Oh, cúbreme el ser con tu armonía muda

ven oh, sueño, o ven muerte, a mí me da lo mismo,

continuar viviendo con pulgas, gato o luna

o no, ¿qué importaría? ¡Oh poesía! ¡Oh pobreza!



Pero aquella noche Dionis estaba contento sin saber por qué. A la luz del cabo de la vela que aleteaba rojiza y enfermiza en el cuello de la botella abrió un viejo libro encuadernado en piel y roído por las polillas, un manuscrito de astrología. Dionis era, como muchos otros, un ateo supersticioso. Las letras iniciales de aquel libro estaban escritas con una tinta roja como la sangre, en caracteres eslavos de una apariencia piadosa, enrevesada y fantástica. Una astrología más bien de origen bizantino, basada en el sistema geocéntrico, un sistema que coloca a la tierra en el centro de la arquitectura del mundo y al hombre como la criatura para cuyo placer habría creado Dios el mundo. El título estaba también escrito en latín: Architecturae cosmicae sive astronimiae geocentricae compendium. Se trataba de una explicación del divino ordenamiento del mundo según como todas las cosas se muestran creadas en la tierra desde la grandeza divina, traducido del griego al rumano, y con adicción de la influencia zodiacal sobre la humana vida. Llevaba una dedicatoria: a aquel en su esencia ilimitado, entre las creaciones de sus manos prodigioso, Nuestro Señor, en eterna alabanza dedicado. Estaba lleno de tablas con los esquemas de un imaginario sistema del universo, con los retratos de Platón y Pitágoras y con sentencias griegas en los márgenes. Dos triángulos entrecruzados rodeados de la sentencia: Director coeli vigilat noctesque diesque, qui sistit fixas oras terrigenae. Constelaciones dibujadas en rojo, cálculos matemáticos construidos sobre un sistema místico e imaginario, seguidos de muchas interpretaciones de los sueños ordenadas alfabéticamente, un libro que no dejaba nada que desear para inflamar algunos cerebros supersticiosos, ya predispuestos a semejante alimento. En la última página estaba dibujado San Jorge luchando con el dragón, bello símbolo que representa a la verdad aniquilando la ignorancia. El oro del lomo de la encuadernación en piel se había borrado en unos sitios y relucía sobre otros como en salpicaduras doradas. Con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos, Dionis descifraba el oscuro texto con inusitado interés, hasta que el cabo de la vela empezó a echar un humo agonizante. Se apagó. Él acercó la silla a la ventana después de abrirla, y a la luz pálida de la luna pasaba las hojas una tras otra mirando las extrañas constelaciones. En una página encontró una multitud de círculos que se cortaban entre sí, tantos que parecían una madeja de hilo rojo o una tela de araña pintada con sangre. Después levantó los ojos y miró soñador hacia la cara blanda de la luna, que pasaba bella y clara por un cielo límpido, profundo, transparente, a través de nubes de plata fluida, a través de estrellas grandes de oro fundido. Parecía que encima hubiera otros mil cielos cuya presumible existencia se transparentase a través de su profundidad azul... Quién sabe, pensaba Dionis, si no contendrá este libro el signo que podría trasponerte a las profundidades del alma, a mundos que se forman de verdad tal y como los deseas, a espacios iluminados por un azul espléndido, húmedo y fluyente.

Frente a la residencia de Dionis se alzaba una casa blanca y bonita. Procedente de una ventana abierta de la planta superior, Dionis oyó temblar a través del aire de la noche las notas de un piano y la voz joven y temblorosa de una muchacha que musitaba una oración suave, se diría que perfumada, fantástica. Cerró los ojos para soñar libremente. Le pareció entonces estar en un desierto árido, extenso, arenoso como la misma sequedad, sobre el cual relucía una luna fantástica y pálida como la cara de una virgen moribunda. Es media noche. El desierto calla, el aire está muerto y solo su aliento vive, solo su ojo vive para que vea sobre una nube de plata, en lo alto del cielo, un blanco ángel arrodillado con las manos juntas que canta una oración divina, profunda, estremecedora: la oración de una virgen. Entreabrió los ojos y vio por el arco de la ventana abierta, en medio de un salón reluciente, a una chica joven embutida en un vestido blanco estremeciendo con sus dedos delgados, alargados y dulces las teclas de un sonoro piano, acompañando los delicados sonidos de unas notas divinas con su voz dulce y blanda. Se diría que el genio divino del británico Shakespeare hubiese espirado sobre la tierra a un nuevo ángel lunático, a una nueva Ofelia. Volvió a cerrar los ojos hasta que, caído de nuevo en el extenso desierto, el palacio blanco se confundió con la nube de plata y la joven muchacha con el ángel arrodillado. Después, apretando los ojos con mucha fuerza, ahogó su sueño en la oscuridad, ya no veía nada, solo escuchaba cómo desaparecía, tal un recuerdo entre las sombras, la oración de una virgen. La música había cesado hacía mucho, pero él, presa de la impresión que le había causado, apretaba todavía los ojos cerrados. Cuando se despertó de su ensoñación, la ventana de arriba del palacio estaba cerrada. En el salón a oscuras, los cristales de las ventanas brillaban como la plata a la luz blanca de la luna. El aire era rubio y veraniego y los rayos de la luna, penetrando en la habitación de Dionis, golpeaban su cara pálida y llenaban su alma de lágrimas y de una indecible melancolía.

-Si -repetía su idea fija- bajo nuestra frente está el mundo (ese extenso desierto), ¿por qué solo vemos el espacio, por qué no el tiempo, el pasado?

Miró de nuevo la telaraña de líneas rojas y las líneas empezaron a moverse. Colocó el dedo en el centro y una voluptuosidad espiritual lo embargó: primero le pareció oír el susurro de los viejos y ancianos que, cuando era chico, le contaban en invierno, sosteniéndolo sobre las rodillas, cuentos fantásticos sobre hadas vestidas de oro y luz cuyas límpidas vidas transcurrían en palacios de cristal... parecía que había sido ayer cuando él rebuscaba con sus dedos en sus barbas blancas y en su voz sabia y reposada, y escuchaba de la sabiduría del pasado, de las noticias de los viejos... Ya no tenía dudas... había sido traído al pasado por una mano invisible, veía aparecer señores con ropajes de oro y marta, los escuchaba hablar desde sus tronos, en sus antiguos castillos, veía el diván de los ancianos, el pueblo entusiasta y cristiano que se agitaba como las olas del mar en una corte señorial, pero todas estas cosas estaban aún mezcladas.

Y las líneas del signo astrológico se movían tan rápidamente como serpientes de ascuas. La tela de araña se hacía cada vez más y más grande.

¿Dónde estamos? Oyó una voz desde las brasas del centro del libro.

¡Alejandro el Bueno! Pudo susurrar él con la voz ahogada porque la alegría, el asombro, le oprimían el alma. Poco a poco la tela de araña roja se había ido ensanchando y haciendo cada vez más diáfana hasta que se convirtió en el círculo rojizo de una puesta de sol. Estaba tendido sobre un campo segado, el heno amontonado olía, el cielo del anochecer era azul, claro, profundo, nubes de ascuas y oro llenaban con sus huestes el cielo, las colinas estaban cargadas del peso de la púrpura, los pájaros en el aire, los espejos de los ríos rojizos, la voz temblorosa de la campana llenaba la tarde y llamaba al oficio vespertino, ¿y él? Él... ¡qué vestiduras más extrañas! Una sotana de paño tosco, un capuchón negro y el libro de astrología en la mano. ¡Y qué familiares le parecían todas las cosas! ¡Él ya no era él! Le parecía tan natural haberse despertado en aquel mundo. Estaba seguro de que había venido al campo a leer y que se había quedado dormido leyendo. La oscura habitación, la vida pasada de una persona que se llamaba Dionis, qué raro, le parecía que todo eso lo había soñado. ¡Ah!, pensaba, el libro me ha gastado esta broma, después de leerlo he soñado cosas extraordinarias. Qué mundo tan extraño, qué personas tan raras, qué lengua, se diría que era la nuestra, pero sin embargo otra... ¡Qué extraño!

Le parecía que él, el monje Dan, había soñado con un laico llamado Dionis... ¡parecía que su vida hubiera tenido lugar en otros tiempos, entre otras gentes!: ¡Qué extraño! ¡Ah, maestro Ruben, dijo sonriendo, tu libro es en verdad maravilloso!... solo le falta no perturbar la mente. Ahora yo, el monje Dan, siento que el alma viaja de siglo en siglo, la misma alma, solo que la muerte le hace olvidar que ya ha vivido. Bien dices, maestro Ruben, que los egipcios tenían razón con su idea de la metempsicosis. Bien dices que el tiempo y el espacio ilimitados están dentro de nuestra alma y solo nos falta la varita mágica que nos trasponga al punto cualquiera de ellos que hayamos decidido. Ahora vivo en la época del voivoda Alexandru el Bueno, pero quizás he sido llevado por una mano invisible a tiempos escondidos en mi alma futura. ¿Cuántos hombres hay en un solo hombre? Tantos como estrellas caben en una gota de rocío bajo el límpido cielo de la noche. Y si agrandaras esa gota para poder mirar en lo más hondo de ella, allí verías de nuevo todos los millares de estrellas del cielo, cada una un mundo, cada una con sus países y sus pueblos, cada una con la historia de sus épocas escrita sobre ella, un universo en una gota pasajera. ¡Qué profundo es este judío! Pensó sobre el maestro Ruben.

Se levantó de la hierba con su viejo libro en la mano. A lo lejos, vio las montañas, con la frente ceñuda a causa de los bosques y las faldas perdidas en valles con blancas fuentes, y encima grandes nubes redondas que parecían cargadas de tormenta y cruzaban un cielo profundamente azul a través del cual los montes elevaban sus recovecos y sus generosas pendientes, bloques de piedra negros y truncados hendían las nieblas aquí y allá, y un abeto solitario y alcanzado por un rayo se alzaba sobre la cima de una montaña frente al sol que caía. Cuando el sol penetró en las nubes, estas se pusieron rojas y moradas, orladas con un oro que alumbraba detrás de ellas. Sepultaban, subida una sobre otra en montones de elevados arcos y profundas grutas, la luz del emperador celestial, y solo de cuando en cuando, desgarrándolas, se derramaban por entre sus negras ruinas lagos de púrpura; después, lentamente, se disiparon en rizos violáceos. El sol caía hacia el valle y parecía, sobre la cima del abeto solitario, como un frente de rayos sobre unos hombros negros. Descendió a continuación entre las ramas hasta parecer un nido de rubí entre la fronda y, tras ello, desde detrás de un tronco grueso, proyectó franjas de luz rojiza sobre los bloques de piedra de las montañas y las hizo que parecieran encender las brasas de plata de sus frentes, y por último se hundió completamente tras un monte negro que destacaba en el aire azul sus contornos orlados de rojo. Anochecía despacio, las estrellas grandes brotaron sobre los campos azules del cielo y temblaron voluptuosas en el aire blando y claro de la tarde, y la armonía del campo llenó la tarde con sus miles de voces, todas distintas y todas contribuyendo a la dulce y voluptuosa somnolencia de la luna.

Por la luz bermeja del hermoso poniente pasa nuestro monje sin participar del encantador estado de la naturaleza, lleno todavía de las impresiones de su extraña peripecia. De lejos se ven las torres brillantes de las iglesias de Iasi, casas bellamente encaladas, con aleros viejos sobre los cuales vierte la luna naciente una luz violácea. Apresuró los pasos hasta que entró en la aldea, en una callejuela angosta con casas viejas y cascadas, cuyos pisos superiores eran más anchos que los de debajo de manera que la mitad del piso superior se apoyaba sobre postes de madera, y solo la mitad sobre el de abajo, con galerías altas y pesadas adelantándose bajo los altos aleros y cubiertas de musgo verdinegro. En sus galerías los viejos se sientan a hablar de sus cosas; las chicas jóvenes dejan ver sus caras coloradas como una manzana a través de los postigos abiertos de ventanas con rejas, a través de las cuales se ven potes con flores amarillas como el oro. Solo aquí y allí derrama la luna alguna franja de luz larga y estrecha entre las sombras del callejón, solo aquí y allá pasa alguien silbando; poco a poco se adormecen las callejuelas, se cierran los postigos, se apagan las velas, los guardias nocturnos pasan con las cabezas hundidas en las capuchas de sus capotes blancos y nuestro religioso pasa como una sombra apenas esbozada a través de las largas y oscuras callejas.

Finalmente se detuvo delante de una casa aislada en medio de un terreno desierto. A través de las rajas de los postigos cerrados se divisaba luz. La casa tenía un tejado puntiagudo, las paredes eran de piedras finas como las que se usan para empedrar los pozos y de ellas había caído un poco de mortero de modo que parecía parte de las ruinas de una ciudadela. Los postigos eran mucho más anchos que las estrechas ventanas, y en un porche sostenido en el aire por cuatro pilares cuadrados de fábrica arrancaban unas escaleras que llegaban hasta la mitad de la altura de la casa. Ningún árbol, ningún cobertizo junto a la casa. El solar grande cubierto de hierba seca se extendía amarillento bajo la luna y solo un pozo gemía moviendo su cigüeñal al viento. El monje subió velozmente las escaleras y golpeó con fuerza en la puerta del zaguán. En el zaguán resonaron pasos.

-¿Quién es? -preguntó una voz profunda pero tranquila.

-Yo, Dan.

La puerta se abrió y justo enfrente de Dan apareció un hombre alto, con barba larga y gris, la frente amplia, que llevaba sobre la coronilla un pequeño fez, parecido a la kippa de los judíos. Tendió la mano al monje y lo hizo pasar a una habitación. En viejos armarios de madera había libros encuadernados en piel, cráneos humanos y pájaros empajados sobre estanterías, una cama y una mesa llena de pergaminos y papeles, y en la atmósfera pesada por el olor de las sustancias guardadas en ampollas, un cirio arrojaba una luz turbia, rojiza, amarilla y somnolienta.

Era el maestro Ruben un anciano de antigua belleza. Una frente alta, calva, rizada por los pensamientos, los ojos grises, hundidos profundamente en su cabeza inteligente, y la larga barba, que iba desde los pómulos de sus hundidas mejillas hasta el pecho siempre un poco doblado, le daban la apariencia de un sabio de la antigüedad. Su apariencia era serena pero no blanda, solo en el contorno de su boca se veía la dulzura amarga de la duda. Era un judío instruido, exilado de España en Polonia, de donde sin embargo, no pudiendo ejercer la docencia en público, ya que había permanecido fiel a su Ley, le había llamado el Señor de Moldavia como profesor de matemáticas y filosofía de la Academia de Socola. El monje Dan era uno de los escolares de la Academia, pero especialmente del maestro Ruben, que compartía con él todas sus dudas y también todos sus descubrimientos secretos. El sabio hebreo miraba con curiosidad la cara soñadora de Dan.

-¿Qué hay?

-Tal y como me habías dicho, Maestro, hoy tengo la creencia de que el tiempo infinito es una criatura de nuestra alma. He vivido en el futuro. Te digo que ahora hay dos hombres completamente diferentes dentro de mí: uno, el monje Dan, que está hablando contigo y vive en los tiempos del señorío del voivoda Alexandru; el otro, con otro nombre, está viviendo unos cinco cientos de años después.

-Una tras otra -dijo Dan-, puedes pasar por la vida de todos los seres que han dado origen a ti y de todos aquellos cuya existencia tendrá origen en ti. Por esto, los hombres tienen un oscuro sentimiento por salvaguardar y engrandecer sus estirpes. Son siempre ellos quienes renacen en sus tataranietos. Y esta es la diferencia entre Dios y el hombre. El hombre contiene en sí solo sucesivamente la existencia de otros hombres que han de venir y que han pasado. Dios comprende al mismo tiempo todos los pueblos que han de venir o que han pasado; el hombre abarca un lugar en el tiempo. Dios es el tiempo mismo, con cuanto sucede en él, pero el tiempo en un lugar se asemeja a una fuente cuya aguas retornaran a ella misma, o se asemeja a una rueda que girase eternamente y que comprende a la vez todos sus radios. Nuestra alma también tiene en sí la eternidad pero solo fragmento tras fragmento. Imagínate que a una rueda fija que gira se hubiera pegado un hilillo de polvo, este hilo pasaría por todos los lugares por los que pasara la rueda al girar, pero solo sucesivamente, mientras que la rueda incluso en el mismo momento está en todos los lugares que la forman.

-Estoy convencido, maestro, en lo que se refiere al tiempo. ¿Pero y el infinito, y el espacio?

-Es tal como el tiempo, sucesivamente puedes estar en el lugar que desees pero no puedes abandonar el vacío. Conoces la fuerza de una ley: no puede haber espacio vacío, no hay un medio de escapar de esta dificultad, una dificultad impuesta por el perecedero cuerpo humano. Has visto que en cada hombre hay una fila de hombres. Deja que uno de esta fila ocupe tu lugar durante el tiempo que faltarás de él. Se da por sabido que esto no va a poder suceder por completo, pues si así fuera habría de negarte la existencia. En la práctica, sin embargo, el hombre eterno del que se deriva toda esa fila de hombres pasajeros está contenido en cada cual en todo momento; lo ves aun si no puedes cogerlo con la mano: es tu sombra. Por un tiempo podéis intercambiar vuestras naturalezas: tú puedes darle a tu sombra toda tu esencia pasajera de hoy y ella darte a ti la suya eterna y, como sombra dotada con la eternidad, alcanzarás incluso una migaja de la omnipotencia divina, los deseos se te cumplirán según los pienses... se sobrentiende que siguiendo las fórmulas, porque las fórmulas son eternas como las palabras de Dios, que las pronunció durante la creación del mundo, fórmulas que tienes todas escritas en el libro que te he prestado.

-¿Maestro Ruben, llegaré alguna vez a comprender tu profundidad?

-Mi profundidad la tienes en ti, solo que aún sin descubrir ¿crees que comprenderías lo que digo si no tuvieras mi naturaleza? ¿Crees que te hubiera elegido como discípulo si no te supiera diligente y profundo? Tú eres como un violín en que están encerradas todas las melodías, solo que es necesario que una mano maestra las despierte, y la mano que va a despertar tu interior soy yo...

-¿Y si esta noche intentara conducirme a un espacio en todo construido según mi voluntad?

-Podrás hacerlo... porque lo tienes en ti, en tu alma inmortal, ilimitada en su profundidad. En el séptimo folio del libro están todas las fórmulas que necesitas. Y también en el séptimo folio encontrarás lo que tienes que hacer después. Está claro que entonces es preciso que nos despidamos para siempre, porque, en los espacios que deseas, un día será un siglo y cuando regreses ya no encontrarás a Ruben sino a otro hombre análogo a mí, al cual encontrarás fácilmente... solo que puede que él no te conozca, puede que haya perdido los secretos de su sabiduría y sea un hombre como todos los hombres. Enseñanzas no te doy más, porque serían inútiles; cuando tu sombra, todavía como sombra, empiece a hablar, será omnisciente y te dirá lo que tienes que hacer; cuando tú te mudes a su ser, entonces tú serás omnisciente y en cualquier caso ya no tendrás necesidad de mí. Pero te habrás dado cuenta de una circunstancia: mi libro, leyéndolo una página tras otra, resulta incomprensible... sin embargo, si se hojea desde la séptima página resulta de una claridad divina en cada línea. Este es un misterio que yo tampoco comprendo, pero se dice que el hombre confiado en la existencia divina puede alcanzar el pensamiento oculto en tan extraña cuestión. En vano interrogarías también a tu sombra... ella no sabe nada sobre este misterio. Se dice que al diablo le habría estallado en la mente esta oscura idea antes de su caída, y que a causa de ella cayó. Si alcanzases la idea del saber, todas las cosas se desvanecerían a tu alrededor, el tiempo y el espacio huirían de tu alma y te quedarías como una rama seca de la que el tiempo parece haber huido. No sabiendo yo este misterio, porque, como ya te he dicho, ni siquiera estoy en situación de que se me pase por la mente, tampoco te puedo aconsejar respecto a ello.

Ruben se acarició despacio la barba y una tristeza profunda estaba escrita en su cara anciana y despierta. Dan le besó la mano. ¿No iban a separarse para siempre? Ruben despabiló la vela con los dedos y a la luz avivada se vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Ambos se levantaron y Dan se arrojó a su cuello llorando como un hijo que no ha de ver más a su padre.

Pero en cuanto Dan salió, en cuanto bajó las escaleras con el libro bajo el brazo y levantando con la mano la larga falda de la sotana de paño... la casa se transformó en una cueva con paredes negras como la tinta, la lámpara de cera en un carbón flotando en el aire, los libros en grandes vejigas de cristal tapadas con pergaminos en medio de las cuales temblaban, en un fluido luminoso y violáceo minúsculos diablos colgados de los cuernos que trapaleaban con sus piececillos. El mismo Ruben se arrugó, la barba se le volvió peluda y bifurcada, como dos barbas de macho cabrío, los ojos le brillaban como ascuas, la nariz se le encorvó y se le secó como el tocón de un árbol y, rascándose la cabeza peluda y con cuernos, empezó a reír y contorsionarse horrendamente: ji, ji, ji, dijo, otra alma más completamente aniquilada. Los diablillos se retorcían riendo en sus vejigas y se golpeaban la cabeza, y Satanás extendió sus patas de caballo resoplando con dificultad.

-Mucho ha hecho falta para pillar con el lazo a este monje piadoso... pero al final... je, je... y sin embargo... sin embargo, mi viejo enemigo lo aniquilará ¿Le he dicho que el pensamiento de la fórmula oculta del libro no puede llegar a su mente?... debe de llegarle... debe de llegarle. ¿A mí por qué no me ha llegado? ¡Porque habría debido llegarme!

Mientras tanto, Dan pasaba velozmente por la parte de la ciudad en que habitaba la nobleza, por patios albos como la plata con verandas y escaleras cuyas tablas limpias y enceradas relucían bajo la luna, perdidas en medio de frutales. A un lado de la calle la mitad de las ramas de cada árbol de los jardines colgaba por encima de las vallas... hileras de nogales de hojas anchas, membrillos y cerezos... aquí y allá se divisaba entre el verde oscuro de los jardines algún que otro rayo de luz amarilla a través de los postigos cerrados. Caminaba de prisa... solo de vez en cuando pasaba a su lado algún que otro joven caballero tocado con una gorra de lana de oveja, envuelto en una capa de la cual el sable en que apoyaba la mano elevaba el faldón trasero... en otros sitios veía a caballeros que saltaban las vallas y avanzaban por el jardín hasta debajo de una ventana que se abría de cara a la luna, dejando aparecer una blanca sombra que inclinaba su joven cabeza hacia los bastidores bajo la ventana. En otro lugar, alguien colgado de las rejas hacía estudios florísticos uniendo sus labios con los de la criatura que había sacado su cabeza entre los barrotes. Por aquí y allí oía los perros aullando a la luna, a los guardianes nocturnos que gritaban, o a grupos de caballeros que regresaban de una fiesta. Estos arrancaban las hojas de las ramas colgantes y las arrojaban detrás del monje imberbe y pálido... Las estrellas guardaban la bóveda celeste, la luna pasaba como un escudo de plata entre la oscuridad de las nubes, había oro en el aire y en los jardines olor, y una profunda sombra violácea que rompían las franjas de luz blanca que pasaban entre las redes de hojas como entre cedazos de luz.

Llegó a su casa. Residía en una pequeña celda, en una de las casas de un gran boyardo. Pasó despacio por la larga galería sobre la cual sobresalían los aleros suspendidos de postes blancos... pasó como una sombra y cuando entró en su celda resopló profundamente. ¿No estaba a punto de emprender algo extraordinario? La oscuridad de la celda, recargada por el olor a resina, solo era atravesada por el punto rojo de una candela que ardía sobre un estante cargado con albahaca seca y flores debajo de un icono del Redentor enmarcado en plata. Un grillo ronco cantaba en la estufa. Encendió una lámpara negra llena de aceite. Su luz humeaba parpadeando... poco a poco el ojo de la llama se puso rojo... él se sentó a la mesa... abrió el viejo libro de complicada caligrafía y oscuro sentido. El silencio era tan grande que parecía escuchar el pensamiento, el olor, y hasta el crecimiento de un bello y rojo clavel que había en un pote entre los visillos de su ventana. Miraba en la pared ahumada su propia sombra, grande y fantástica. La llama aleteaba alargándose como si quisiera llegar al techo y su sombra... como una negra red, con la nariz alargada, con la gorra caída sobre los ojos, parecía que hubiera empezado una conversación íntima con él. Que él le preguntaba meditando y ella le contestaba con reflexiones deshilvanadas... un diálogo aunque, admitiendo la verdad, no era sino un diálogo entre sus propios pensamientos, de él consigo mismo. ¡Extraño! Esta división de su individualidad se convirtió en la fuente de un pensamiento extraño. Observó áspera y detenidamente su sombra. Y esta, molesta por el examen, formó poco a poco sus contornos sobre la pared y se volvió clara como un viejo retrato pintado al óleo. Dan abrió y cerró los ojos: ella volvió a ser una simple sombra.

Es un momento muy importante, debo reflexionar, pensó Dan. ¿He deseado desde que existo algo para mí, solo para mí?... No. ¿La he dejado alguna vez a ella fuera de mis oraciones? ¿Ha salido un instante ella de mi pensamiento? ¿Maria? ¡Oh, no! Cuántas veces he deseado un poder extraordinario, solo por ella lo he deseado... ¡Oh! Llevarla a un desierto donde no hubiera nadie, nadie salvo yo y ella, bajar las estrellas del cielo y extender su blancura para que parezcan ejércitos de flores de plata y oro; sembrar bosquecillos de laureles con umbrías veredas, con lagos azules y límpidos como una lágrima, para que ella corra por veredas secretas fingiendo que huye de mi amor, para que yo la persiga... no, sin ella el paraíso estaría desierto.

¿Y quién era ella, quién era Maria?

Era la hija de Tudor Mestecan, un ángel rubio como una lágrima de oro, esbelta como un lirio de cera, y con ojos azules y devotos como azul y devota es la profundidad del cielo y su divina eternidad. Muchas veces ella había desviado la mirada desde el libro de oraciones hacia la faz hundida y pálida del monje. Muchas veces la había visto aparecer como una flor en la ventana, y en las noches de luna dejaba a un lado la sotana y se vestía la capa de caballero para velar bajo sus ventanas de cristal... hasta que estas se abrían y surgía su carita pálida de vigilia y de amor, hasta que los rayos de los ojos de ella se deslizaban al fondo de los ojos negros de él. Alguna palabra, un apretón de manos y ella desaparecía otra vez en su perfumada alcoba llenando las noches de sueños dulces e inolvidables... También ahora pensaba en ella.

Su lámpara ondulaba cada vez más fantástica, las viejas letras cobraban sentido y se introducían en los sueños y pensamientos que, al margen de su voluntad, le llenaban la mente; su sombra, además, comenzó a adoptar otra vez los contornos de un icono pintado al óleo, de frente alta, pálida, despejada, de mirada fija y profunda, de cabellos entreverados de gris, de mirada profunda que se sostuvo largo rato sobre el libro abierto ante Dan. Su sombra le susurraba en prolongados pensamiento precisamente aquello que él quería oír.

-Tú sabes -pensaba su sombra y él le oía los pensamientos-, tú sabes bien que desde el comienzo del mundo hasta ahora tu alma ha hecho un largo viaje a través de miles de cuerpos de los cuales hoy solo polvo queda. Ella es la única que no lo sabe, porque cuantas veces lo ha interrumpido, tantas veces ha bebido el agua del olvido del Leteo; y nadie sino yo la ha acompañado en su olvidado viaje, la sombra de los cuerpos en que ha vivido, tu sombra; en cada entierro y en cada nacimiento he estado a su lado; estuve en tu cuna y estaré en tu entierro. Tu alma, sin que lo recuerde hoy, estuvo una vez en el pecho de Zorastro, quien con su voz profunda y el cálculo combinado de sus cifras hacía que las estrellas cambiaran de lugar. El libro de Zorastro, que contiene todos los secretos de su ciencia, está abierto ante ti. Durante siglos han estado descifrándolo y no han podido hacerlo por completo. Solo yo podría hacerlo, porque hablaba con Zoroastro desde una pared tal y como hablo contigo hoy.

Dan vio claramente la separación de su ser en una parte eterna y otra perecedera. El libro de Zorastro era su legítima propiedad. Pasó siete hojas y la sombra adoptó la forma de un bajorrelieve, pasó otras siete y la forma comenzó a desprenderse despacio, como desde un cuadro, saltó fuera de la pared y dijo nítida y respetuosamente: ¡buenas noches! La lámpara con su luz rosácea estaba entre él y la sombra corporeizada.

-Continuemos -dijo la sombra devanando aún más el hilo de sus pensamientos, pensamientos que Dan escuchaba como si hubieran sido sus propias invenciones-. Cuando por hechizo te apropies de mi ser y me des a mí el tuyo, yo me convertiré en un hombre común y olvidaré absolutamente mi pasado, más tú te volverás como yo, eterno, omnisciente y, con ayuda del libro, omnipotente. Tú me dejas a mí tus circunstancias: la visión encarnada de tu amada, tus amigos, me condenas a olvidar mi esencia visionaria; mas tú emprenderás, llevando también a tu amada, un viaje a cualquier lugar del universo que te guste... a la luna por ejemplo. Allí vivirás un siglo que te parecerá un día. Hasta puedes, si lo deseas, llevarte contigo la misma Tierra; la conviertes en una perla montada y la añades a la gargantilla de tu amada. Y créeme que, aunque un millar de veces más pequeñas, todas las proporciones permanecerán siendo las mismas, los hombres se creerán tan grandes como ahora. ¿Su tiempo? Una hora de tu vida será para ellos un siglo. Unos instantes serán decenios, y en esos decenios habrá guerras, se coronarán reyes, se extinguirán y nacerán pueblos, en fin, todas las tonterías de ahora sucederán también entonces, aunque a tamaño análogamente reducido, y sin embargo, la misma cosa.

-Bien -dijo Dan cogiendo la mano fría y diáfana de la sombra.

-Ahora, te conmino a escribir las memorias de tu vida para que yo las encuentre y las lea cuando vuelva a la tierra. Tu juicio es frío y sabrás describirme la naturaleza visionaria y engañosa de todas las cosas del mundo; desde la ingenua flor que con ayuda de sus vistosos ropajes miente que hay dicha en el interior de sus órganos delicados, hasta la humana criatura que cubre con grandes palabras, con una hipocresía tan larga como la historia de la Humanidad, la negra semilla de maldad que es la raíz verdadera de su vida y sus hechos: su egoísmo. Vas a ver cómo se nos miente en la escuela, en la iglesia, en el Concejo, cómo se nos dice que entramos en un mundo de justicia, de amor, de santidad, para darnos cuenta al morir que ha sido un mundo de injusticia, de odio. ¡Ah! ¿Quién habría querido seguir viviendo si de niño, en lugar de cuentos, le hubieran explicado el verdadero estado de cosas del mundo en el que iba a entrar?

-¿El llamamiento de un filósofo? -dijo la sombra sonriendo con amargura-. ¡Muy bien! Lo que dices ha decidido mi suerte. Encenderé mi lámpara y buscaré hombres así. Las memorias de mi vida las encontrarás en el cajón de esta mesa cuando regreses. Yo por mi parte estaré muerto y enterrado, porque las horas de tu vida serán multitud de años enteros en la Tierra. Pasa otras siete hojas y tente de mi mano. ¿Qué sientes?

-Siento que mis brazos perecen en el aire y que sin embargo adquieren poderes gigantescos; siento como, al despegarse los pesados átomos de mi cerebro, mi mente se vuelve clara como un pedazo del Sol.

-Yo -dijo la sombra despacio- siento oscurecerse y perecer la conciencia de mi eternidad; siento que mis pensamientos se hacen pesados como plomo... Pasa otras siete hojas y nuestra metamorfosis se habrá completado.

Dan pasó las hojas, susurró, y la sombra se convirtió en un hombre. El hombre era igual a él y miraba a Dan asustado y desconcertado, examinándolo como a un prodigio, con labios temblorosos y pasos vacilantes. Dan era una sombra luminosa. Levantó su brazo largo y vigoroso en el aire. ¡Duerme!, dijo imperativo. Con un sonido ronco el reloj dio la una de la madrugada... La sombra encarnada en humano cayó como muerta sobre la cama.

Dan se echó su larga capa sobre los hombros, apagó la lámpara, atravesó el zaguán de puntillas y cuando salió afuera cerró la puerta tras de sí y empezó a caminar despacio a la luz de la luna por las anchas calles de la ciudad, con las ventanas y las puertas cerradas, con muros blancos que la luna amarilleaba, con los visillos corridos, con algún que otro vigilante nocturno de mostachos hundidos entre el embozo y la capucha del capote; una calma, en fin, somnolienta, un airé cálido de verano, una luna centelleante, estrellas de oro que cerraban y abrían los parpados una y otra vez, un cielo azul y sin nubes, casas altas cuyos aleros de tejas miraban a la luna: tal era el cuadro. Sus pasos de sombra no se oían en la calle... se envolvió completamente en su capa y, con el sombrero hundido hasta los ojos, anduvo por las calles iluminadas sin que la luma le proyectase sombra alguna sobre los muros, porque la suya la había dejado en casa, de modo tal que a él mismo le parecía ser solo una imagen incompleta que huía sobre los muros de las casas alineadas una junto a otra. La casa del final del callejón era amarilla, con las ventanas tamizadas por la luna, con visillos blancos. Tocó en la ventana.

-¿Eres tú? -respondió una voz tierna y querida.

-Yo... abre la ventana, no hay nadie en la calle, nadie puede verte, y además aunque te viera...

La ventana se abrió despacio, los visillos se corrieron a un lado y entre sus pliegues apareció pálida y bella la cabeza rubia de un ángel. La luna le caía directamente en el rostro haciendo que sus ojos brillaran más fuerte y parpadeasen como golpeados de un rayo de sol. El camisón blanco traicionaba debajo del cuello las puntas de los senos, y las manos pequeñas y los brazos blancos y desnudos hasta el hombro se habían tendido hacia él, que los inundaba de besos. Un momento y él saltó por la ventana, le rodeó el cuello desnudo con sus brazos, le cogió la cara con las manos y la besó con tanto ardor que pareció que iba a bebérsele la vida entera de su boca.

-Amor mío -dijo él acariciándole el pelo de oro-. Amor mío, vente conmigo al mundo.

-¿Dónde?

-¿Dónde? A cualquier parte. Viviremos tan felices allí donde estemos, sin que nadie nos turbe. Tú para mí, yo para ti. Con nuestros sueños construiremos castillos, con nuestros pensamientos surcaremos mares con miríadas de espejos undulantes, con nuestros días siglos de felicidad y amor. ¡Vamos!

-¿Pero, qué dirá mi madre? -dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.

La sombra de ella se reflejaba sobre la pared. Dan miró fijamente hacia allí, y entonces la sombra se desprendió lentamente y subió por un rayo de luna hasta caer sobre la cama.

-¿Quién hay ahí? -dijo Maria temblando, asida a su pecho.

-Tu sombra -respondió él sonriendo-, va a quedarse en tu lugar. Mira cómo duerme.

-¡Oh cuán libre y ligera me siento! -dijo ella con una voz timbrada de oro-. Ningún dolor, ningún sufrimiento en mi pecho, ¡oh! Muchas gracias... Y cuán bello me pareces tú ahora... parece que eres otro... parece que eres de otro mundo.

-Ven conmigo -musitó él en su oído-, ven a través de ejércitos de estrellas, de miríadas de rayos, hasta que, lejos de esta tierra desdichada y negra, nos olvidemos de ella, porque solo nos tendremos en mente a nosotros.

-¡Vamos, pues! -murmuró ella rodeándole el cuello con sus blancos brazos y pegando su boquita a sus labios.

El beso de ella lo llenó de una nueva fuerza. Así, abrazados, echó su negra y brillante capa sobre los blancos hombros de ella, le rodeó el talle estrechándole el pecho con fuerza y, agitando con la otra mano un lado de la capa, se elevaron en el aire terso y empapado de rayos lunares a través de las nubes negras del cielo y de enjambres de estrellas, hasta que llegaron a la luna. Su viaje fue solo un largo beso.

Dejó Dan en el suelo su dulce carga, a la orilla fragante de un lago azul que reflejaba en su fondo toda la corona de bosquecillos que lo rodeaba y abría a los ojos un mundo entero en su interior. Tomó otra vez el camino hacia la tierra. Cerca de la tierra se sentó sobre el flanco de una nube negra y contempló por última vez la tierra, larga y meditativamente. Cogió el libro de Zoroastro, pasó algunas hojas y se puso a leer el juicio de la tierra, y cada letra era un año, cada línea un verdadero siglo. Era algo aterrador cuántos crímenes habían podido cometerse sobre ese átomo tan pequeño en lo ilimitado del mundo, sobre esa bola negra e insignificante que se llamaba tierra. Las migajas de esta bola se llamaban imperios, los infusorios apenas visibles a los ojos del mundo se llamaban emperadores, y millones de otros infusorios representaban, en este sueño confuso, a los súbditos... Extendió la mano hacia la tierra. Esta se contrajo rápidamente cada vez más hasta que se convirtió, juntamente con la esfera que la rodeaba, en una perla azul rociada con gotas de oro y con un núcleo negro. Puesto que el tamaño es relativo, entiéndase que los átomos del núcleo de aquella perla cuyos márgenes eran su cielo, su sol, la luna y las estrellas, aquellos enanos infinitamente pequeños, tenían sus reyes, hacían sus guerras y sus poetas no encontraban suficientes metáforas en el universo para glorificar a sus héroes. Dan miró con anteojo la corteza de aquella perla y se maravilló de que no reventara de tanto odio como contenía. La cogió y, regresando, colgó la perla azul en la gargantilla de su amada.

¡Y qué cosas tan bellas había hecho en la luna!

Dotado de una imaginación gigantesca, puso dos soles y tres lunas en la profundidad azulada del cielo y levantó su palacio señorial de una cadena de montañas. La columnata de pilares grises y aleros parecía un bosque antiguo que llegaba hasta las nubes. Altas escaleras descendían por laderas erosionadas, entre retazos de bosques derribados en el fondo de las pendientes hasta un valle muy grande cortado por un río que parecía llevar sus islas como bajeles cubiertos de floresta. El espejo terso de sus linfas reflejaba en su fondo los iconos de las estrellas de modo que, al mirarlo, parecía que estabas mirando el cielo.

Alzábanse las islas con hilos de incienso y arenas de ámbar. Los bosques umbríos de sus orillas se dibujaban tan bien en el fondo del río que parecía que la misma raíz del paraíso se levantara hacia la luz del amanecer, al mismo tiempo que se hundía en lo más hondo de las aguas. Hileras de cerezos sacudían graves la nieve rosada de su generosa floración, que el viento había amontonado en pilas. Las flores cantaban en el aire con las hojas cargadas de escarabajos como piedras preciosas y su murmullo llenaba el mundo de un voluptuoso temblor. Los grillos cantaban roncos como relojes arrojados entre la hierba, y arañas de esmeralda habían tejido desde una orilla a otra de la isla un puente de tela diamantina que destellaba violeta y transparente de modo que los rayos de la luna, al atravesarlo, teñían de verde el río con sus miles de ondas. Con su cuerpo alto y flexible Maria pasó por aquel puente, blanca como la plata de la noche, trenzándose el cabello cuyo oro se deslizaba entre sus manos de cera. Sus gráciles miembros se transparentaban a través de sus ropas plateadas y sus pies de nieve apenas rozaban el puente y, a menudo, sentados en una barca de cedro descendían por las dóciles olas del río. Él apoyaba en las rodillas de ella su frente coronada de flores, y sobre el hombro de Maria cantaba un pájaro Maiestra.

El ancho río se ahondaba entre bosques umbríos donde el agua apenas destellaba de vez en cuando tocada por algún rayo, los troncos de los árboles se juntaban por las ramas y formaban sobre el río altas bóvedas de una verdura impenetrable. Solo aquí y allá alguna franja fulgurante sobre las aguas. Las olas reían y aguijaban oscuras su mundo azul, hasta que de pronto el río obstaculizado por rocas y montes se remansaba entre bosques como un gran espejo y se aclaraba bajo los soles, tanto que podías contar todos los objetos de plata de su fondo.

Para divertirse habían inventado un juego de naipes. Los reyes, reinas e infantes eran figuras copiadas de los cuentos que se contaban por las tardes. El mismo juego era una historia larga y rebuscada, como un folletín, en la que las reinas se casaban, los reyes tomaban esposa y los infantes vagaban enamorados. Un cuento al cual no ponían término hasta que no se detenían derribados por el sueño.

¡Más que sueño el suyo!

Antes de dormirse Maria le cogía las manos y, mientras las blancas estrellas tocaban en las cuerdas del aire la plegaria del universo, sus labios murmuraban sonriendo; después su cabeza, pálida del dulce aliento de la noche, caía sobre las almohadas. ¿Quién habría visto algo semejante? Nadie, solo él, que cubría de besos el brazo de ella que colgaba a un lado de la cama. Dan se quedaba dormido de rodillas. Soñaban los dos el mismo sueño. Cielos de espejos, ángeles que flotaban con altas alas blancas y cinturones de arco iris, portales elevados, galerías de un mármol como la cera, estratos de estrellas azules sobre techos plateados, todo lleno de un aire fresco y oloroso. Solo una puerta cerrada no pudieron pasar nunca. Sobre ellos, dentro de un triángulo, había un ojo de fuego, y encima del ojo un proverbio en las curvadas letras del oscuro arábigo. Era el domo de dios. El proverbio, un enigma hasta para los ángeles.

¡Mas, por alguna causa el ser humano no disfruta nunca de la felicidad! Los eternos signos árabes sobre el domo de Dios ocupaban a diario la mente de Dan; en vano buscaba en el libro de Zoroastro, que permanecía mudo ante sus preguntas. Y con todo este sueño se repetía cada noche, pues cada noche él iba con Maria al mundo solar de los cielos, y cada vez que iban, él llevaba consigo el libro de Zaroastro y buscaba en él la resolución del enigma. En vano los ángeles que pasaban llevando en sus faldas las súplicas de los mortales lo miraban con interés; en vano uno le musitó pegándose a su oreja: ¿por qué buscas lo que tu mente no puede alcanzar? Y otro: ¿cómo quieres sacar del cobre el sonido del oro?, no es posible.

Pero lo que más extraño le parecía es que cuantas veces le pasaba por la mente que los ángeles obraran según su voluntad, estos obedecía y satisfacían al punto sus pensamientos. Él no se podía explicar esta armonía preestablecida entre su propio pensamiento y la vida de las legiones de ángeles.

-¿No ves, Maria, que todo lo que yo pienso, los ángeles lo cumplen al instante?

Ella le tapó la boca con la mano. Luego le susurró en la oreja:

-Cuando llueve crecen todos los granos; cuando Dios lo quiere, tú piensas lo que piensan los ángeles.

Pero era en vano. Su mente estaba preocupada, y sus miradas apuntaban hacia aquella puerta cerrada eternamente.

-Quisiera ver la cara de Dios -le dijo a un ángel que pasaba.

-Si no lo tienes en ti, para ti no existe y es en vano que lo busques -dijo gravemente él ángel.

Por último, sintió que su cabeza se llenaba de pronto de cánticos. Semejantes a un enjambre de abejas, las arias zumbaban nítidas, dulces, distintas en su mente ebria, las estrellas parecía moverse a su ritmo; los ángeles que pasaban sonriendo tarareaban las canciones que pasaban por su mente. Con ropajes de plata, con frentes como la nevada, con ojos azules que lucían oscuramente en aquel mundo solar, con dulces senos lisos como mármol, pasaban los hermosos ángeles, con las cabezas y los hombros inundados por sus melenas; y un ángel, el más bello que había visto en su sueño solar, tocaba en su arpa un cantar conocido... él lo iba anticipando palabra por palabra... La voluptuosidad del canto ruborizaba el aire. Solamente los signos árabes lucían rojos, como ascuas en la noche.

-Esta es la pregunta -dijo Dan en voz baja-, el enigma que penetra mi ser. ¿Acaso no se mueve el mundo como quiero yo?

Con un sombrío dolor, estrechó a Maria contra su corazón. La cuenta de la tierra ardía en su gargantilla de perlas... ¿acaso no seré sin saberlo yo mismo Di...?

¡BUUUM! Antes de que terminara la frase estalló todo. Y el sonido de una campana gigantesca, la muerte del mar, la caída del cielo, las bóvedas que se quebraban, su esmalte azul que se agrietaba y Dan que se sintió fulminado y hundido en el infinito. Ríos de rayos lo perseguían, pueblos de truenos antiguos y el rugido del infinito que temblaba agitado... ¡Oh, qué pensamiento tan desafortunado!, deliraba Dan. Espasmódicamente apretaba en su mano el libro de Zoroastro, instintivamente arrancó la perla de la Tierra del cuello de Maria. Ella caía de sus brazos como un sauce sombrío que tendiera hacia él sus ramas y gritaba al caer: oh, Dan, ¿qué has hecho conmigo?

Y una voz resonó detrás de él: infeliz, ¿qué has osado pensar? Para tu fortuna no has llegado a pronunciar la palabra entera.

Dan caía como chupado por un imán hacia el infinito, en cada instante la distancia de un millar de años. De repente, la oscuridad a su alrededor se tornó calma, negra como la muerte, sin sonido y sin luz. Abrió el libro, arrojó la perla y empezó a leer: la perla caía brillando a través de la oscuridad y crecía cada vez más. Se iluminaba cada vez más grande hasta que la vio lejos como una luna en tanto él descendía entre nubes gruesas con el libro bajo el brazo, se acercaba a la tierra, veía ya las alturas brillantes de una ciudad, luces diseminadas, el aire rubio de una tarde veraniega, los jardines perfumadas y... abrió los ojos.

Se sacudió hasta cierto punto el sueño. El sol se alzaba como un globo de oro ardiente sobre un cielo profundamente azul; el jardín debajo de la ventana en la que Dan se había quedado dormido era de un verde húmedo y fresco después de una noche de lluvia, las flores, refrescadas, levantaban al sol sus coquetas cabezas infantiles y sus ojos llenos de lágrimas frías e inútiles. En la casa de enfrente los visillos blancos estaban todavía corridos, en las veredas del jardín, guindos y cerezos florecían, las acacias de dulce olor encubrían los senderos esparcidos en una sombra violácea y melancólica.

¿Había sido un sueño ese sueño suyo tan real, o el efecto de la naturaleza visionaria de toda la realidad humana? La cortina de enfrente se corrió un poco a un lado y entre sus blancos pliegues apareció una cabeza rubia de niña. Reía.

-¡Maria! -murmuró con el corazón encogido.

El pelo rubio y recogido en trenzas le caía sobre la espalda; una rosa de púrpura en la sien, la boca pequeñita como una guinda madura, y la cara blanca y roja como una manzana real. Después de reírse ¿quién sabe de qué?, volvió a dejar caer la cortina.

Pero el corazón de Dionis se había encogido con violencia, porque había entendido el sentido de sus sueños, pero también la imposibilidad de realizarlos. Ahora sabía que amaba. ¿Qué falta me hacía a mí esto? Pensó con el alma llena de lágrimas. ¿No es bastante la miseria en que he vivido, que por lo menos era una miseria sin deseos? ¡Y mi primer y puede que último deseo, irrealizable!

Un rictus fino y amargo se acentuó visiblemente alrededor de su boca. Su alma se sobresaltó con el pensamiento de que no iba a poder sacudirse el peso de aquel amor. ¿Esperanza? Él no podía tenerla. ¿Un sentimiento que nunca había conocido debería nacer también con el amor?

Ella reapareció, sonreía. Esta vez retiró completamente las cortinas y se quedó allí con un clavel en su pequeña mano blanca mirando con aire pensativo el cáliz de púrpura de la flor. ¡Inestimable! Susurró mirándola. ¡Ah! ¡Ella tenía que ser buena! ¿Por qué sonreiría, por qué? ¿Y precisamente en la ventana? ¿Es que no lo veía? Pero, ¿y si lo veía, y si estas sonrisas tenían una intención... por pequeña que fuera, coqueta al fin y al cabo? Desapareció otra vez.

Le escribiré, le rogaré... le rogaré que no sonría, que no me llene el alma de una vana y dolorosa ilusión. Esto no me lo negará ella... Es tan buena. Le rogaré que sea mala.

Con una voluptuosidad dolorosa y nunca antes sentida le escribió: Estrella, pobre de bienes, de belleza y espíritu, mi corazón está tan enfermo como una chispa de sol en la noche, y te amo. Y tus ojos, estrellas fundidas de la mañana, miran tan feliz y profundamente en la noche de mi alma que te sueño velando y, aunque dormido, ante la imagen de tu luz me despierto. ¿Puedes acaso adivinar el sentimiento con el que te he escrito, ángel? ¡...Oh no! En tu vida luminosa no ha podido surgir ni siquiera la sombra de un dolor semejante al que aniquila mi corazón. ¡Lo aniquila! Imagínate que dentro de un ser humano con sentimientos, dentro de una criatura auténtica no hubiera quedado sino una larga y corpórea desesperación. Tú no conoces a personas así. Ellas no pueden pertenecer a los ambientes en los que te mueves. Yo estoy abajo. Cuando un corazón perdido en la miseria, en la pesadumbre, en la imposibilidad de cultivar sus sentimientos, porque cada sentimiento halla su límite en las fuerzas de quien lo tiene, si un corazón así hubiera alzado sus aspiraciones hasta ti, si las hubiera alzado contra su voluntad, luchando para sofocarlas sin poder resistírseles, ¿qué habría sentido un hombre así? ¿Tristeza? Esto no es tristeza. ¿Desesperanza? Esto no es desesperanza. Es la agonía del alma, una lucha vana, cruda, sin voluntad. La desesperación mata, este sentimiento trabaja. Martirio es el nombre de mi amor. Cada fibra rota es un dolor sin límites. Y fibra a fibra se rompe mi corazón. La muerte es un momento, la desesperación es un absurdo, un sentimiento como este es un infierno. Maria, ¿puedes tú imaginarte una tortura semejante sin llorar, no de pena, de horror? Aunque un corazón sea de piedra, hay un punto en que se conmueve; por venenosa que sea un alma, hay dolores que por fuerza la dulcifican, y no hay dolor mayor que el mío. ¿Si tú estabas destinada a existir, por qué estoy yo en el mundo? ¿Por qué han caído mis ojos sobre ti, por qué te he visto? De haber sido ciego, ¡de cuánta amargura me habría librado! Si no hubiera sido de ningún modo, me habría librado de una vida torturada, vacía, sin luz. ¡Oh flor! Cuando sonríes en el jardín de tus días, no sabes que un corazón se rompe; ¡estrella! cuando brillas en tu cielo, no sabes que un alma muere. Y eres aún más hermosa en tu ignorancia, eres aún más la causa de unos dolores crueles. ¡Ah! Qué bella eres, y cuanto más lo eres, tanto más desdichado soy yo y cuanto más lo soy tanto más bella eres tú. Nunca tuve esperanzas, poco me ha importado. Nunca tuve deseos, ninguno en el mundo, poco me ha importado; de uno he sido capaz, de uno que comprenda toda mi vida, y ese irrealizable eres ¡tú! Por muy grande que fuera tu compasión, hasta ahí no podría descender. ¡No me sonrías! Tu sonrisa me llena de esperanzas vanas. ¡Amarme no te está permitido, despréciame! ¡Te lo suplico! Quizás tu desprecio me mate y la muerte no es nada al lado de mi sufrimiento actual. Beso las huellas de tus pasos, beso los muros por los que ha pasado tu sombra, ¡despréciame! Me es imposible no amarte. Tú no sabes por qué, y no puedo decírtelo, y sin embargo tu rostro, la sombra que has proyectado sobre el lienzo de mis pensamientos, es la única felicidad que he tenido en el mundo.

¡Maria!... es ese tu nombre. Era imposible que te llamaras de otra forma... no te puedo nombrar de otra manera... ¡adiós, adiós!

Y a pesar de las cosas que había escrito, una esperanza de dolorosa dulzura, vacía pero única, le aturdía el alma. Se imaginaba que ella podría ser suya. ¡Ella! El mundo entero cabía dentro de esa palabra. Cuando pensaba cómo cogería con sus manos su cabeza de oro y derretiría sus ojos a besos, cuando pensaba que su dulce talle podría descansar acogido en su brazo, que podría coger su pequeña mano blanca y mirar sus dedos transparentes durante horas enteras, estaba a punto de enloquecer. ¿Qué es la vida? Sentía que una hora junto a ella habría valido más que toda la vida. ¡Cuánta y qué intensa felicidad dolorosa y sin nombre en una hora de amor! ¡Y él mismo, cómo le hablaría! ¡Cuántos apelativos habría encontrado!, a cada cual más enamorado, más ininteligible, más insólito, por una sonrisa en sus labios, una sonrisa fugaz, la sombra de un pensamiento nacido de la felicidad; cuánta gratitud por una mirada, cuánto sentimiento si le dejara durante un momento sus dulces dedos en las manos, pues él sentía como si los hubiera llevado hasta su corazón para hacerle sentir sus latidos frenéticos y descontrolados. Habría llorado y habría reído de felicidad, como un niño, habría enloquecido después y habría soñado eternamente esa hora inigualable.

¿De dónde este sentimiento desmesurado, de dónde esta irresistible locura? Él no se sentía la cabeza, no se sentía el corazón, todo giraba a su alrededor bajo una luz rosácea, le parecía que no veía sino los visillos blancos y que detrás de cada uno ellos aparecía, sonriendo con una perfidia asustada e infantil, la cabeza de ella. ¿Enamorado de ella? Eso habría sido poco. No de ella, de cada pensamiento de ella, de cada paso, de cada sonrisa, y con un amor inmenso. Si hubiera sido Dios se hubiera olvidado del universo para buscar otro en sus ojos azules; si hubiera encontrado... no se sabe qué, la búsqueda habría durado eternamente. ¡Cómo la amaba! Si lo hubiera despreciado hubiera amado su desprecio. Una idea de odio de parte de ella habría sido abrazada por su amor mientras hubiera vivido.

-¡Ah -sonrió él con una especie de dolorosa borrachera-, si pudiera besarla una vez! Creo que no querría nada más en el mundo... ¡o acariciarle las manos o destrenzarle el pelo o besarle los hombros! ¡Ángel mío!

Le había enviado la carta. Estaba en la ventana intranquilo, como si esperara su sentencia de muerte, no sabía qué pensar ni pensaba nada, era una mezcolanza de iconos turbados, embriagadores. ¡Ah! Había pedido desprecio y esperaba amor.

Ella se presentó en la ventana. Él se retiró tras las cortinas para observarla. Se le secaban los ojos de pasión y relucían de un deseo enfermizo; ella surgió bellísima, sus ojos grandes y profundos estaban llenos de lágrimas y miraba hacia adelante sosteniendo la carta en las manos unidas y caídas hacia abajo con una expresión indefinida en la cara, ahogada por el deseo de llorar como un niño culpable. Él se mostró en la ventana y los ojos de ella enmarañados de lágrimas apuntaron hacia él... profundos, abandonados, compasivos... arrugó la carta con la mano, se la llevó al corazón... y un dolor agudo y crudo penetró en el corazón de él; sentía que su vida se rompía, se le cortaba el corazón en dos... una blanca tiniebla le cubrió la vista... y después nada, nada. Había caído cuan largo era sobre el suelo de su habitación.

La chiquilla huyó asustada de la ventana.

-Maria, ¿qué carta es esa que tienes en las manos? ¿Y qué pinta tienes? ¿Qué te pasa? -dijo amistosamente su padre, un anciano que apareció precisamente entonces en la ventana, mientras tomaba en sus manos la fina barbilla de la muchacha. Ella intentó sonreír, más con tanto dolor y tanto cuidado...

-¡Enséñamela! -le arrebató de entre las manos la carta arrugada con una dulce violencia... empezó a leerla y su rostro se endureció cada vez más. Llegó a la firma.

-¿De quién has recibido tú esta carta? ¿Dónde vive este hombre?

Las lágrimas la inundaron y se colgó suspirando del cuello de su padre.

-Mira -dijo ella entrecortadamente-, allí está el desdichado... en esa casa abandonada del otro lado de la calle... lo he visto caer desde aquí... quién sabe si no habrá muerto. Corre, padre... puede que aún no sea demasiado tarde.

-¿Qué aspecto tiene? -preguntó el hombre, preocupado por la situación.

-¡Oh, es guapo! -dijo rápidamente ella- y además se muerde los labios cuando sonríe.

Apareció todavía otro hombre calvo y con gafas, con el que el anciano habló rápido y en voz baja, mostrándole la carta. El calvo meneó la cabeza.

Descendieron velozmente las escaleras y en un momento estuvieran en la casa de al otro lado. Aunque los dos eran viejos se apresuraron de un modo tal que mostraba el vivo interés que parecía llevarlos hacia Dionis. Abrieron la puerta. Dionis estaba tendido en el suelo, el pelo en desorden, los ojos cerrados con vehemencia. El calvo lo levantó despacio del suelo y le descubrió el pecho.

-Por poco se le rompe una vena del corazón -dijo en voz baja-. Parece muy sensible. Una gran alegría le habría matado. Ni siquiera hace falta que lo despertemos, lo voy a cloroformizar, para que pase del mareo a un sueño profundo.

Mientras que el doctor (habréis adivinado ya que nuestro hombre calvo era médico), hablaba consigo mismo, movía la cabeza, alzaba las cejas y se colocaba las gafas en la frente, el padre de Maria miraba fijamente el cuadro de la pared. Se daba cuenta de que la persona que se hallaba ahora en las manos cuidadosas de nuestro Esculapio tenía derechos sobre una herencia. Las pruebas eran la semejanza del retrato y muchas otras circunstancias que él conocía, ligadas al origen hasta ahora oscuro de Dionis. Basta con decir que desde aquel momento su suerte material había cambiado.

Dionis estaba ahora tendido en la cama. La cabeza levantada sobre las almohadas y caída sobre el pecho, la palidez calma y marmórea del rostro contrastaba con el pelo en desorden. Una mano, con la que se apretaba con fuerza el corazón, comprimía convulsivamente el dolor que allí sintiera; la otra colgaba hacía abajo a un lado de la cama. Lo cubría una manta negra a través de cuyos pliegues se dejaban ver sus formas delicadas y correctas. El padre de Maria se inclinó hacia él y lo miró con agrado e intención.

-¡Ajá! -dijo con socarronería el doctor.

Una densa niebla de brillante ceniza... luego un cielo de eterna y azul oscuridad con estrellas humedecidas por el aliento de la noche, con nubes fruncidas, con el aire caliente... y otra vez, otra vez la vieja ciudad de calles estrechas, de casas acurrucadas con aleros mohosos bajo la luna, y Dan que pasaba rápidamente por las calles. La luna arrojaba todavía algunas franjas por entre su oscuridad... él entró en su casa por entero consciente de su prolongado sueño.

-Se me ha pasado por la mente esa idea desdichada que Ruben creía imposible en la cabeza de un ser humano.

Su sombra dormía en la cama. Leyó en el libro de Zoroastro... ella se levantó despacio con los ojos cerrados... y se volatilizó... se pegó a la pared y se sentó irónica, fantástica y larga frente a él.

Dan se sentía enfermo, abatido, aplastado por el peso de sus pensamientos. Aparte de eso, un rayó le había pasado exactamente por el corazón durante su caída; todavía sentía la punzada del rayo. Se tendió sobre la cama y se cubrió con la sotana. Ante él pasaban seres extraños a los que nunca había visto. ¡Ah!, pensó, voy a morir pronto, estas son ya las sombras del otro mundo. Solamente su sombra se mantenía fija en la pared, parecía sonreír y extrañamente tenía ojos azules. El diablo te lleve, pensó, también mi sombra se burla de mí ahora.

La puerta se abrió y entró el maestro Ruben.

-Pardiez, maestro, ¿desde cuándo te has dejado crecer esas guedejas y desde cuándo llevas el caftán de los judíos? -dijo Dan como si fuese la primera vez que le veía.

-¡Ay de mí, señor mío, desde hace mucho!, desde que tengo memoria. ¿Pero, alguna vez me has visto de otra guisa en la Corte Vieja?

-Junto a la vieja Corte está Riven el vendedor de libros, pero no tú, maestro Ruben.

Ruben lo miró fijamente, dudando de que estuviese en su juicio.

-Por Dios que tú no estás bien -dijo Ruben seriamente.

-Me muero, maestro Riven. Mira en mi mesa, ahí están las memorias de mi sombra, de esa sombra que ves en la pared, escritas mientras yo estaba en la luna.

El hebreo miró largamente al joven enfermo y sacudió la cabeza.

-Esa sombra tuya es solo un retrato que se te parece.

-Maestro Riven, te has vuelto muy tonto desde que dejamos de vernos -dijo el joven sonriendo-, o yo me he convertido en un ser superior a mi maestro... eso también es posible.

El hebreo se acercó a la cómoda que le había señalado el enfermo, abrió el cajón y dio efectivamente con unos legajos de papeles amarillentos y vetustos cosidos con hebras de hilo azul... los sacó, los miró y los puso sobre la mesa. En aquel momento entraron en la celda dos hombres a los que Dan no había visto nunca. Uno de ellos, calvo y enjuto, vino a tomarle el pulso, el otro hablaba con Ruben. Este le enseñó los papeles, el otro les echó un vistazo:

-No hay duda -dijo para sí mismo-. ¿Desde cuándo lo conoces? -añadió volviéndose hacia el judío.

-Desde hace mucho. Me compraba libros. En general los más viejos y siempre aquellos que no habría podido vender a nadie más en el mundo. Yo soy el único que los compra a montones, bibliotecas dilapidadas de hombres ancianos cuyos herederos me las venden a precio de nada, como simple papel. Y él hojeaba semejantes libros con una especie de pasión y me compraba los más oscuros e ininteligibles. Hoy precisamente tenía algunos vejestorios de esos y he venido a enseñárselos..., seguro que me los habría comprado... ahora sin embargo... lo he encontrado en el estado en que lo veis. Y además ya no me llama Ruben, sino Riven. Sabe Dios como se habrán revuelto todas las cosas en la cabeza de la infeliz criatura.

El enfermo oía todo esto y no sabía qué sentido darle. Estos hombres están locos, pensaba, y el maestro Ruben ha perdido completamente la cabeza... ya no lo reconozco. ¡Ajá!, pensó a continuación, yo me he muerto y Ruben ha venido con estos médicos para venderles mi cuerpo. Hace bien... con tantos cambios por los que he pasado mi cuerpo tiene que haberse convertido en un fenómeno. ¿Pero de verdad son médicos estos dos? Me parece que ambos se asemejan a Satanás... o bien es un hombre dividido en dos viejos fantasmas con los cuales se divierte a mi costa el astuto Ruben... una mitad con pelo y otra calva. La calva me toma el pulso y la que tiene pelo examina mi sombra colgada de un clavo en la pared. ¡Vaya! Ahora la descuelga de la pared y se la pone a Ruben en las manos. ¡Bravo! Maestro Ruben, tus demonios son hábiles en descolgar sombras de las paredes, y este calvo tiene que cogerme a mí, porque como veo juega al doctor en este momento... ¡Bravo! ¡bravo! Batía palmas y reía.

Ruben cogió el cuadro y los papeles y salió de la casa cerrando la puerta con estrépito.

-Te has ido, hebreo, te has ido y me has vendido al verdugo de las almas -murmuró Dan con una resignación dolorosa, volviendo a dejar caer la cabeza en las almohadas.

-Tiene escalofríos... está delirando -dijo serio el calvo.

Es de noche... una brisa dulce penetra por las ventanas abiertas y Dionis, tendido en la cama, tiembla de fiebre con los labios secos, con la frente llena de sudor y la cabeza pesada. Le parece que se ha despertado de unos sueños largos, oscuros y sin sentido, y mira a su alrededor sin confianza en la realidad. De la pared falta el retrato de su padre. También los viejos libros... la casa es la misma, aunque los muebles son nuevos y elegantes, hay alfombras sobre el suelo, solo la cama es la misma. Qué extraño, piensa él, de milagro en milagro yo no sé ya qué sucede conmigo. La luna vierte todo su oro en la habitación y bajo este esmalte diáfano los muebles y las alfombras destacan somnolientos y mates. Un reloj tintinea lento y sutil en la pared y por su mente pasan veloces, turbios, mezclados todos los sucesos recién pasados. Y todos le parecían sueños; su mente le parecía fresca, fría, clara frente a la mente que había tenido antes. A su alrededor había desaparecido el mundo entre penumbras de su juventud; él miraba hacia el futuro como habría mirado en el fondo de un lago sereno y límpido como una lágrima. Aunque no podía explicarse aquella limpidez de su mente. Cerró los ojos. De pronto sintió que al borde de su cama había alguien sentado... Luego sintió una mano pequeña y dulce en la frente. Abrió los ojos a medias. Vio a un muchachito de cara oval, pálida, un poco delgada, el pelo de oro cubierto con un sombrero de terciopelo negro de alas anchas, vestido con una blusa de terciopelo que envolvía, ceñida por un cinturón lustroso, el talle más delicado del mundo. Los ojos de Dionis, cerrados a medias, no traicionaban que estaba despierto. Lo miró a sus anchas, desde la cabeza inundada de oro hasta los minúsculos botines que brillaban radiantes sobre la alfombra florida.

-Ah -pensó él, y su corazón se estremeció-, es Maria.

¡Sí! ¡Su tesoro! Ella era. Hablaba sola... las muchachas hablan muchas veces solas...

-Me he escapado de casa disfrazada... siempre me lo aplazaban, que si hoy no, que si mañana... El bruto del doctor dice que podría ser peligroso... ¿Lo oyes: peligroso? ¡Yo no soy peligrosa! -dijo ella furiosa-. Aunque si se despertara... entonces... ¡Duermes, duermes!

Dijo ella acercándole la boca a la frente... Él sintió que un rocío húmedo corría por su pelo... Y en ese mismo momento él atrapó su cuello... ella, asustada, quiso apartarse, pero el brazo de él la mantenía con fuerza acostada así sobre su pecho. Él se levantó.

-Déjame -dijo ella roja como la púrpura.

Pero él la abrazó, y acarició su blanca frente haciendo caer su sombrero y que su cabello rubio corriera en oleadas hombros abajo... después tomó en las suyas las dos minúsculas manos de Maria... Ella ya no se resistía... La miró, le besó los dedos... ella ya no resistía...

-¿Maria, tú me amas?

-¿Pero, y si yo no me llamase Maria? -respondió ella bajo la inspiración de un relámpago de malicia.

-¿Cómo es eso?

-¡Sí! ¡Sí! Maria -dijo ella con su vocecilla de plata-, pero cállate, no te he perdonado que hayas hablado... no te he perdonado. No te levantes, porque tampoco te he perdonado -lo empujó sobre las almohadas.

Él quería hablar pero sintió que le tapaba la boca con besos... cerró los ojos y sintió que se le partía el corazón en el pecho... después los abrió otra vez para abarcar con ellos el dulce cuerpo que se reía, con una especie de infantil locura, de la sonrisa y la sorpresa de él, de su propio espanto... de cualquier cosa, de todo...

Tiempo después, durante las noches de invierno, después de que ella se hubiera convertido en el tesoro de su casa, cuando por voluntad propia vivían exilados en una aldea para amarse lejos del ruido del mundo, Maria entraba de repente en el salón caldeado e iluminado solo por los rayos rojizos de las brasas de la estufa, entraba vestida de muchacho, como en la noche en que se habían visto de cerca por primera vez. Sus esbeltos miembros en la blusa de terciopelo negro, el sombrero de alas anchas sobre su pelo rubio y los piececitos más pequeños del mundo en botines de hombre. Y ella se acercaba a él. Sus pequeñas manos blancas y transparentes como la cera contrastaban con las mangas sedosas y negras, y así se paseaban del brazo en la penumbra cálida de la sala. De vez en cuando se enlazaban boca sobre boca, de vez en cuando se paraban ante un espejo con las cabezas apoyadas una en la otra, y reían. Era un agradable contraste: la cara de él, chupada y fina, de la que todavía no había podido borrarse la amargura de una juventud abrumadora y aún conservaba los rasgos de una absoluta ingenuidad alrededor de la boca, junto a la fisonomía ovalada, rotunda y blanca de ella... El rostro de un joven demonio, junto al rostro de un ángel que no ha conocido nunca la duda.

Dos palabras del autor, a modo de conclusión. ¿Quién es el verdadero protagonista de esta historia? ¿Dan o Dionis? Muchos de nuestros lectores habrán buscado la clave de sus vicisitudes en las cosas que los rodeaban, y habrán encontrado los elementos constitutivos de su vida espiritual en la realidad: Ruben es Riven, la sombra de la pared, que desempeña un papel tan grande, es el retrato de los ojos azules; con su desaparición desaparece lo que habréis convenido en llamar una idea fija; en fin, con el hilo de la causalidad en la mano muchos pensarán haber adivinado el sentido de sus vicisitudes reduciéndolas simplemente a los sueños de una imaginación enferma.

¿Han sido sueño o no? Esta la pregunta. ¿No hay acaso tras de los bastidores de nuestra vida un director cuya existencia no podemos explicar? ¿No somos como esos figurantes que queriendo representar un gran ejército pasan por la escena, rodean el telón de fondo y vuelven a aparecer una y otra vez? ¿No es quizá la Humanidad semejante a un ejército que desaparece en una compañía vieja para reaparecer en una nueva, un ejército grande para el individuo constituido en espectador pero que para el director de la obra es siempre el mismo y está limitado en su número? ¿No son los actores los mismos aunque las piezas son distintas? Es verdad que no estamos en disposición de ver tras el telón de fondo ¿Y no podría ser que alguien, estando vivo, tuviera momentos de lucidez retrospectiva que nos parecieran como las reminiscencias de alguien que desde hace mucho ya no está?

No dudamos en citar algunos pasajes de una epístola de Téophile Gautier que de alguna manera dibujan esta idea:

No siempre somos del país que nos ha visto nacer y por eso buscamos nuestra verdadera patria. Quienes han sido hechos de esta manera se sienten exilados en su ciudad, extranjeros en su hogar y atormentados por una nostalgia invertida... sería fácil designar no solo la tierra sino hasta el siglo en que habría debido transcurrir su verdadera existencia... me parece que viví una vez en oriente y, cuando en tiempo de carnaval me visto con un caftán creo recuperar mis verdaderas vestimentas. Siempre me ha sorprendido no hablar fluidamente el árabe. Debo haberlo olvidado.


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