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El primer comentario crítico de «La Celestina»: cómo un legista del siglo XVI interpretaba la «Tragicomedia»

Peter E. Russell





El comentario anónimo manuscrito sobre La Celestina que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid (MS. 17631) fue escrito probablemente en la segunda mitad del siglo XVI. Por razones que luego aparecerán en este artículo, no pocos estudiosos de la Tragicomedia están familiarizados con el contenido de este manuscrito inédito sin darse cuenta de ello. En la Celestina comentada me basé fundamentalmente para una ponencia titulada «La Celestina y los estudios jurídicos de Fernando de Rojas» presentada en el IV Congreso Internacional de Hispanistas, de 1971, y que sigue a continuación. De momento (1975), sin embargo, en general, ese comentario -el más temprano estudio importante de crítica de La Celestina- sigue desconociéndose. En los estudios de Marcel Bataillon, Stephen Gilman y María Rosa Lida no se hace alusión a él, y evidentemente la que fue decana de los bibliógrafos de La Celestina, la fallecida Clara Luisa Penney, no lo vio nunca. Se han servido de él en cierta medida, y para fines limitados, el profesor D. W. McPheeters y, más especialmente, el profesor M. J. Ruggerio -éste en un reciente artículo («La Celestina: Didacticism once more», RF, LXXXII [1970], pp. 56-64). Al parecer, no cabe duda de que en gran medida ha sido el despreciativo rechazo por Menéndez y Pelayo de la Celestina comentada el responsable de la general falta de atención para con dicho trabajo. En un único párrafo situado al final de su gran estudio del libro de Rojas, Menéndez y Pelayo describía así el comentario:

[es] un centón de reflexiones morales, escrito en España hacia mediados del siglo XVI y que no conceptuamos digno de salir del olvido en que yace, puesto que ninguna luz proporciona para la inteligencia de la tragicomedia, a lo menos en la parte hasta donde ha alcanzado nuestra paciencia.


(Orígenes de la novela, III, Madrid, 19622, p. 241, n. 1)                


Aunque realmente la Celestina comentada tiene características que hacen que gran parte de él sea hoy de fatigosa lectura, desde luego que no puede rechazarse como centón de observaciones moralizantes, tampoco es cierto que no sea útil para los que quieren profundizar tanto en su propio entendimiento de la Tragicomedia como en el conocimiento del modo en que la interpretaron los lectores del siglo XVI.

En el presente artículo describiré el manuscrito y su contenido; luego, intentaré indicar con qué propósitos emprendió el anónimo comentador su onerosa labor; y, por último, apuntaré algunas conclusiones que el estudio de las fuentes de la Tragicomedia llevado a cabo por él sugiere con relación a un conocido estudio del mismo tema llevado a cabo modernamente. No se intentará aquí seguir con el análisis textual de las importantes sugerencias que presenta el comentario sobre la posible influencia en el libro de Rojas de sus estudios profesionales como jurista. Como ya indiqué, dicho análisis se reserva para el artículo que sigue a éste en el presente libro, aunque no hay discusión de la Celestina comentada que pueda evitar el tema general de la relación entre los conocimientos de Rojas en materia legal y el contenido y el estilo de la Tragicomedia.

La letra del manuscrito es la misma a lo largo de todo él, y es prácticamente seguro que se trata de un autógrafo. En la forma en que ha llegado a nosotros termina en el folio 221v, a la mitad del lamento de Pleberio del Aucto XXI (en las palabras «Que si aquella seueridad y paciencia», p. 297, l. 20)1. Así pues, las páginas finales del texto, con las notas del comentador, han desaparecido. Los últimos dos folios del manuscrito conservado (ff. 219 y 220) están gravemente deteriorados; en ambos falta la mitad superior. Faltan también los folios 18-22 (p. 29, l. 6 a p. 31, l. 2). Como consecuencia de esto también se han perdido las notas del comentador a una parte del Aucto I (nn. 34-54). La mutilación realmente grave, sin embargo, está al principio del manuscrito, pues han desaparecido totalmente los primeros trece folios; ahora la obra empieza en el folio 14r (a la mitad de la n. 9 del comentador). El texto de la Tragicomedia transcrito en esa página empieza con las palabras «de luz, O bienauenturada muerte aquella», que corresponden a la p. 24, l. 26, de la edición de Criado de Val-Trotter. Así, pues, también se han perdido las observaciones del comentador sobre todo el material preliminar y sobre las primeras cuarenta y siete líneas y media del texto del Aucto I. No deberíamos precipitarnos en suponer que el anónimo comentador no tuviera mucho que decir sobre el material preliminar, por el hecho de que en total sólo parezcan faltar ocho notas. Su costumbre es empezar de nuevo la numeración de sus notas al principio de cada Aucto. Lo probable es, pues, que las ocho notas desaparecidas cuya existencia podemos definir se refirieran únicamente a la parte inicial del Aucto I; el material preliminar debió comentarse así en notas con numeración aparte. Una o dos alusiones en las notas conservadas dejan claro que el comentador escribió por lo menos algunas sobre él. El título «Celestina comentada» fue escrito posteriormente con letra diferente en la esquina superior izquierda del primer folio conservado. No hay razón para suponer que fuera el título original de la obra; es más probable que se trate de una simple designación identificadora puesta por un bibliotecario. Antes de pasar a poder de la Biblioteca Nacional, el manuscrito había pertenecido a Pascual Gayangos.

La letra es itálica. Así, pues, suele ser clara y fácil de leer, aunque, desgraciadamente, presenta las bien conocidas dificultades de datación propias de esa escritura. Por lo que dicen los meros datos paleográficos, el comentador habría podido escribir este manuscrito en cualquier momento de la primera mitad del siglo XVI, o considerablemente más tarde2. No obstante, es seguro, por otras pruebas, que la Celestina comentada fue escrita algún tiempo después de 1550 (véase más abajo). El texto utilizado incluía el llamado «Acto de Traso», que hace de acto decimonoveno. Este acto adicional, según Penney, se encuentra únicamente en las ediciones de Toledo de 1526 y de 1538, y en la edición de Medina del Campo impresa entre 1530 y 1540. Esto confirma muchas otras indicaciones de que la mayor parte de la biblioteca del comentador consistía en libros impresos en la primera mitad del siglo XVI. [Parece ahora (1978) que Penney se equivocó al decir que el «Acto de Traso» se encuentra únicamente en las mencionadas ediciones. Mi colega exfordiano, el profesor C. H. Griffin, me señala que dicho «Acto» está incluido en la edición publicada en Estella en 1560 por Adrián de Anvers -edición conocida únicamente por un ejemplar conservado en Gracovia (Polonia).]

La forma general que adopta el comentario es en ciertos sentidos bastante similar, por ejemplo, a la de la glosa de Hernán Núñez al Laberinto de Juan de Mena, obra que el comentador pone de manifiesto que conocía de cerca. El procedimiento que este último seguía consistía en transcribir un fragmento del texto de la Tragicomedia al pasar a cada nueva página, situándolo en el espacio que quedaba después de acabar de escribir cualquier nota que quedara de la página anterior y dejando debajo de él, en la página, espacio en blanco suficiente para empezar una parte importante de las notas a los nuevos pasajes. A veces, sin embargo, notas a un pasaje del texto transcrito anteriormente en otra página ocupan totalmente una o más páginas enteras. Los números situados en el margen izquierdo junto a la pertinente línea del texto remiten a las notas numeradas del comentario que siguen bajo el texto. Como indicio del cuidado con que se hizo todo, puede observarse que, para evitar cualquier posibilidad de confusión, las notas mismas empiezan también recapitulando brevemente las palabras iniciales del pasaje que van a comentar. El comentador tenía una notable memoria de todos los libros -tanto profesionales como de recreación- que había leído, acceso a una bien provista biblioteca y un insaciable deseo de comunicar información. Ello le llevó en una fase posterior a volver de nuevo sobre las notas que había ya escrito y sobre el texto de la Tragicomedia y a ampliar dichas notas o añadir algunas nuevas. En este último caso, no queriendo interferir con las numeraciones hechas, indicaba lo añadido subrayando en los pasajes pertinentes del texto de la Tragicomedia las otras palabras que quería entonces comentar. Como el único lugar en que quedaba sitio para poner los añadidos, de cualquier tipo, eran los márgenes del manuscrito, a veces éstos también están llenos de notas. Por ello, excepcionalmente, algunas páginas llegan a incluir quinientas palabras de notas o más. Habiendo tenido que incluir el manuscrito completo, por lo menos 230 folios (460 páginas), se entenderá que la Celestina comentada es una obra de envergadura. Solamente al texto del Aucto I van unidas no menos de 191 notas distintas, algunas muy extensas.

A pesar de la similitud antes mencionada, sería un error suponer que el estilo de anotación utilizado en la Celestina comentada siguiera siempre muy de cerca el adoptado por Hernán Núñez y otros humanistas que en la época comentaron textos. El especial modo en que nuestro comentador presenta referencias a obras citadas o aludidas demuestra a menudo la influencia de su formación legal; así, por ejemplo, se inclina por la forma de referencia bibliográfica muy abreviada, tradicionalmente utilizada por los autores y glosadores de libros de texto legales, y ello sobre todo, claro está, cuando alude a estos últimos. Esto plantea problemas a los lectores modernos no familiarizados con los trabajos de Derecho civil y canónico de finales de la Edad Media y principios del siglo XVI. El comentador tiene la útil costumbre, al citar un texto latino, de ofrecer además su propia traducción al español de las palabras latinas citadas. De dicha costumbre quizá puede inferirse que, por la razón que fuera, quería que su comentario fuera accesible a los que no podían leer latín con facilidad.

Sin duda alguna, la Celestina comentada fue escrita en Granada. Lo deja claro parte de lo incluido en una nota que comenta esta observación de Melibea del Aucto IV: «Porque hazer beneficio es semejar a Dios, y mas que el que haze beneficio lo rescibe, quando es a persona que lo merece» (p. 91, ll. 5-8). Tras llamar la atención sobre las auctoritates que habían expresado opiniones similares, nuestro comentador escribía:

y ansi infiere lo que aqui dize nuestro author, que se a de hazer a quien le merezca la tal buena obra para que se consiga de ella provecho; y de aqui vino que un buen hombre llamado Juan de Dios que en esta çibdad de Granada dexo su hospital de pobres en tiempo de su vida, andando a pedir para ellos, e despues de el los que pueden para el tal hospital piden [...].


(f. 90r, n. 40)                


Aparte de decirnos donde fue escrita la Celestina comentada, este pasaje tiene un valor importantísimo para la datación de la obra. La persona a la que se hace referencia en él es San Juan de Dios (nacido en 1495), fundador del famoso hospital para los pobres de Granada; su figura fue en vida, en la ciudad, objeto de controversia3. Allí murió en 1550. La observación del comentador proporciona así un incontrovertible terminus post quem para fechar el comentario. Juan de Dios había fundado una comunidad cuya principal labor, tras su muerte, era la de pedir dinero para sostener el hospital. A quienes se hace referencia en la última parte del pasaje citado es a los miembros de ella, los Hermanos Hospitalarios de la Caridad. En 1571 una bula de Pío V les dio derecho a llevar un escapulario distintivo. En 1575, fray Jerónimo Román (en su libro Repúblicas del mundo) se refirió a Juan de Dios como a un «santo varón llamado Juan de Dios»4. En 1585 la biografía del futuro santo fue publicada en Granada por Francisco de Castro, entonces director del hospital, bajo el título de Historia de la vida y sanctas obras de Iuan de Dios5. Las primeras gestiones para la beatificación del fundador del hospital granadino empezaron hacia esa época, pero la investigación oficial correspondiente no acabó de ponerse en marcha hasta los años veinte del siguiente siglo. La beatificación tuvo lugar finalmente en 1630. Fue seguida por la canonización de San Juan de Dios al final de aquel siglo.

Unida esta información a la observación de nuestro comentador, queda claro que la obra de este último debió ser escrita algunos años después de la muerte de Juan de Dios; de dicha muerte no se habla como si fuera un hecho reciente, y las actividades, de petición de limosnas de los Hermanos Hospitalarios, destinadas a mantener en marcha su fundación tras ese suceso, se presentan como algo característico y establecido en la vida de Granada. Sobre esas actividades no faltó la crítica de algunos6, pero está claro que el autor de la Celestina comentada no estuvo entre ellos, pues decidió citar con aprobación el ejemplo de Juan de Dios (y el de los Hermanos) en el fomento de buenas obras cristianas que implicaban la apelación a la caridad de otros. No obstante, su referencia al futuro santo no se expresa en términos que atribuyan a Juan de Dios el carácter de santo o casi de santo. La actitud del comentador es, a decir verdad, algo superior: Juan de Dios es un «buen hombre», no el «santo varón» de fray Jerónimo Román. Quizá eso no era más que precaución natural en un conocedor profesional del derecho civil que además conocía bien el derecho canónico y no estaba dispuesto a utilizar sin rigor adjetivos como «santo». Con todo, a falta de datos que hagan necesario fechar el comentario más cerca del fin de siglo, los términos de la nota sugieren que fue escrito algunos años después de 1550; quizá antes de la bula papal de 1571, y casi con seguridad antes de la publicación de la biografía de 1585.

Las abundantes referencias bibliográficas que se encuentran en el comentario, entre las que hay bastantes que remiten a folios o páginas de muchos libros escritos en latín y publicados fuera de España, incluyen probablemente material que, tras un estudio detenido, podría permitir determinar un terminus post quem más preciso. Pero eso constituiría una ardua tarea y, entre otras cosas, implicaría investigaciones sobre el difícil mundo de la bibliografía legal del siglo XVI. La utilidad de determinar una fecha más precisa para la Celestina comentada no parece ser suficientemente importante como para compensar tales investigaciones. Lo que está claro, incluso sin ese estudio bibliográfico detenido, es que lo leído por nuestro anónimo comentador no sólo era en su inmensa mayoría en latín, sino que de lo publicado en primera edición después de la primera mitad del siglo XVI él había leído poco o nada. Confirman eso, además, sus alusiones a los pocos autores que escribían en España y que él pensaba que podían aportar algo a su obra. La obra literaria española más frecuentemente citada -aparte, claro, de la propia Tragicomedia- es el Laberinto de Mena (con la glosa de Hernán Núñez). A veces se cita a Torres Naharro, lo mismo que a Jorge Manrique. En una o dos ocasiones, y ello era menos de esperar, se alude a los sonetos de Boscán, y a éste se hace referencia en tanto que poeta que hubiera escrito «agora nuevamente» (f. 31v, n. 94); esa observación parece dar una razón más para situar la fecha de la Celestina comentada tan cerca de mitad del siglo XVI como permitan otros datos referentes a esta cuestión7.

Aunque todavía no podamos identificar al autor del comentario, por lo menos no tenemos problema alguno para identificar cuál era su profesión: lo mismo que Fernando de Rojas, era un jurista en ejercicio especializado en derecho civil (romano). Basta un rápido examen de unas cuantas de sus notas para apreciar este hecho; sólo alguien que estudiara derecho podía saber tan bien como nuestro comentador y conocer tan de cerca el contenido de los libros de texto, de las glosas y de los comentarios que entonces se usaban tanto en las facultades de derecho como en los tribunales. Pero es que, además, las propias declaraciones del comentador muy frecuentemente ponen el acento sobre su interés por el derecho y los que escribían sobre esa materia. Constantemente, al citar una obra sobre derecho medieval o «moderna», sigue la tradicional costumbre de los juristas de identificarse profesionalmente con el autor correspondiente refiriéndose a él como «doctor de nuestro derecho» (por ejemplo: «de esto también dize doctor de nuestro derecho como es Tiraquellus», f. 38r, n. 123)8. También deja ver su profesión por la clara satisfacción que le da poder declarar de una sententia u opinión expresada en la Tragicomedia: «este es principio de derecho» (por ejemplo: ff. 105v, n. 5; 159v, n. 7, etc.).

Otra notable característica de las actitudes del comentador expresadas por su comentario es su entusiasta autoafiliación a la tradición misógina de la literatura y el pensamiento europeos, particularmente en su expresión en obras de juristas. Él interpreta en gran medida la Tragicomedia como advertencia contra los engaños y ardides y la perversidad de las mujeres; dos libros muy frecuentemente citados en su comentario son la Sylva nuptialis (1516, revisada hacia 1523), famosa obra antifeminista de Giovanni Nevizzano, y el De legibus connubialibus (de hacia 1524), de André Tiraqueau (Tiraquellus), el amigo de Rabelais. Nevizzano, el distinguido jurista piamontés (muerto en 1540) que enseñó en Turín, es particularmente importante en la historia de la crítica de La Celestina, pues en la Sylva nuptialis ofrece en diversas ocasiones citas textuales de la Tragicomedia (en traducción latina). Nuestro comentador nota oportunamente la docena de casos más o menos en que Nevizzano reproduce el texto de la Tragicomedia, y sobre ellos llama la atención de sus lectores. Lo descubierto por él que, hacia 1516, un jurista italiano, escribiendo en latín, ya citaba el libro de Rojas como una auctoritas suya, no fue señalado de nuevo hasta 19669.

A pesar de todo, la mala disposición del comentador frente a las mujeres no le cegaba en lo referente a los derechos legales de éstas ni le hacía desear que se les negara una educación. Refiriéndose a la discusión entre Alisa y Pleberio en el Aucto XVI sobre el matrimonio de Melibea (p. 259), observa, por ejemplo, que es Pleberio quien tiene razón al afirmar, contra la opinión de Alisa, que la ley da derecho a los hijos a elegir a sus propias esposas o esposos, aún cuando están bajo la potestad de los padres («pero lo más verdadero es de derecho lo que aqui parece que quiso decir nuestro author, que la libertad solamente para se casar la tienen los hijos, aunque esten so el poderio paternal», f. 195v, n. 24). Al llegar a lo que dice Melibea en su parlamento final, que su padre le había animado a leer «aquellos antiguos libros» (p. 292, ll. 5-8) observa que es una idea muy buena y sensata que a las mujeres se las instruya y adoctrine en materia de letras, pues el resultado es que dejan de ser ignorantes, y la ignorancia es de por sí mala y fuente infalible de muchos vicios. En esto la autoridad que aduce es otra de sus fuentes legales más frecuentemente citadas, el comentario del jurista francés Guillaume Benedicte In cap. Raynutius [de Clera] extra de testamentis (Lyon, 1522); a pesar de lo poco prometedor de su título, el estilo y el contenido de esa obra ilustran muy bien los estrechos lazos que había entre los estudios legales formales y la literatura y el pensamiento humanistas laicos, lazos que constituyen uno de los aspectos menos advertidos en el humanismo del siglo XV10. No obstante, es característico del absoluto énfasis que pone nuestro comentador en considerar la Tragicomedia como mosaico de afirmaciones, máximas o sententiae sueltas con carácter de autoridad universal que no se dé cuenta de que, en realidad, en este pasaje en particular, Melibea está demostrando que el juicio aprendido de los libros, cuando se enfrenta a la pasión, no ayuda en nada.

A pesar de su respeto por la sabiduría tradicional, en la actitud del comentador frente a algunas de las opiniones de las auctoritates hay un sentido común muy atinado. Por ejemplo, a pesar de la autoridad de las Coplas de Jorge Manrique, observa que es del todo equivocado decir que las experiencias pasadas son siempre mejores que las presentes; afirma que el pasado es a menudo mucho peor que el presente, y que lo que sentimos es el paso del tiempo en sí, y no el recuerdo de las ocurrencias pasadas. Expresa también dudas sobre la máxima de que «la mucha especulación nunca carece de buen fruto» (citada por Celestina, p. 80, ll. 5-6), señalando que tal doctrina habría de resultar fatal si se siguiese en la guerra o en otras situaciones de peligro (f. 77r, n. 2). Señala también que la pregunta de Sempronio «¿No has leydo el filosopho do dize: "Assi como la materia apetece a la forma, assi la muger al varon?"» (p. 34, ll. 25-27), supuesta cita de Aristóteles, Física, I, repetida por autoridades medievales como San Antonino de Florencia, se basa en una traducción equivocada de Aristóteles, quien en realidad había dicho que la mujer desea ser hombre (f. 31, n. 91).

Desde luego, nuestro comentador no estaba realmente interesado por el arte literario de la Tragicomedia: la tomaba por una comedia de la tradición terenciana (no parece que supiera nada de la comedia humanística) y le bastaba con señalar, cuando correspondía, elementos tomados de Terencio o similitudes con él11. No obstante, en dos ocasiones por lo menos, sí critica la obra porque ésta no llega a presentar las situaciones de un modo convincentemente realista. Así, por ejemplo, encuentra que la escena del Aucto I en la que Pármeno da a Calisto su famosa y muy extensa descripción de Celestina y de su carrera (mientras ésta y Sempronio esperan a que se les deje entrar y el propio Pármeno ya ha recibido orden de abrir la puerta) carece de «compostura a lo natural» (f. 38v, n. 127). En términos de estricta verosimilitud, esta crítica parece cierta. Mucho antes que críticos posteriores, el comentador señaló también que había un problema referente a la localización de la Tragicomedia: «porque nuestro author hizo o acabo esta obra en Salamanca finge aconteciesse esto alli»; pero, señala, la referencia a los navíos que se veían desde la azotea de casa de Pleberio, en el penúltimo acto, no se ajusta a esa localización: «no quadra que esta fiçion fuesse en Salamanca, pues no ai ribera de mar juncto a ella» (f. 79v, n. 10).

De vez en cuando, el conocimiento personal de la vida de la época que tenía el autor le permite aclarar el significado de algunos pasajes que escapan a los lectores modernos. Cuando Melibea enumera los ruidos de duelo a que ha dado lugar en la ciudad la muerte de Calisto incluye entre ellos «este estrepito de armas» (p. 290, ll. 9-10). El comentador lo explica: en otro tiempo, a la muerte de un noble, era costumbre que en la calle y en los cruces de caminos, como señal de duelo, se rompieran armas y escudos, «lo que agora en nuestros tiempos no se usa» (f. 260v, n. 15). Hay otras ocasiones en las que señala que en su tiempo costumbres sociales o modas mencionadas en el libro estaban pasadas.

Sobre los temas principales de la Tragicomedia, la Celestina comentada tiene también algunas cosas interesantes que decir. Aunque los casos en que ello es así son más escasos de lo que hubiéramos deseado, nos ayudan a entender cómo la gente de la época de Rojas podía a veces entender su libro. Por ejemplo, el comentador considera terminantemente a Calisto como un «bobo» (f. 155r, n. 14); su conducta en la Tragicomedia le parece siempre carente de sentido. El comentador no siente simpatía alguna por el amor apasionado. Para él es una fuerza destructiva de todo orden (f. 68r, nota marginal). Es además una forma de locura (f. 134r, n. 14)12: al amante apasionado debe considerársele tan fuera de sus cabales como a un borracho (ibid.). Comentando la ocasión en que Calisto afirma que Celestina «no tiene menor poderio en mi vida que Dios» (p. 40, ll. 11-12), nuestro comentador señala que es ésa una de las varias ocasiones en las que Calisto pronuncia expresiones que en sí son heréticas. Más tarde, sin embargo, considera que esas expresiones están puestas en boca de Calisto «para nos notar que uno que ama esta mui poquito apartado de ser hereje y mui fuera de su seso natural, que a su Dios y Creador niega» (f. 36r, n. 115). De que Calisto esté «fuera de su seso» se implica que sus expresiones heréticas no sean justiciables, en un sentido canónico. Como jurista del siglo XVI, el comentador, no es extraño, tampoco podía ver con buenos ojos el suicidio de Melibea, al que se refiere simplemente como a un «grave y detestable delicto» (f. 217v, n. 10).

No quiero desde luego indicar que tengamos que aceptar los puntos de vista de este comentador sobre los temas del amor y la pasión como necesariamente típicos de todos o la mayoría de los lectores de la Tragicomedia de esa época; no es sólo que él se autoconfesara misógino, sino que todo el tono de la Celestina comentada es racionalista. Se interesa, como jurista de su época, por las menudencias textuales y se desinteresa por las implicaciones de lo que se dice y por los valores estéticos, de modo que, quizá deliberadamente, las ambigüedades de la consideración del amor en la Tragicomedia pasan desapercibidas para nuestro comentador. Quizá no deba sorprender ese enfoque en un crítico que señala: «como es principio del derecho las palabras e habla esta subiecta (sic) a la intencion: que no suenen mas que lo que fue la intencion, ni otra cosa al contrario» (f. 105v, n. 5).

Sobre el tema de la hechicería en la Tragicomedia el comentario no es tan útil como hubiera cabido esperar. El comentador no hace mención alguna del infame Malleus maleficarum, tal vez por la evidente desatención en él a los principios básicos del derecho canónico y civil. Se basa, en cambio, en gran medida, en el tratado De sortilegiis (de hacia 1525), del jurista toscano Paolo Grillando, aunque, entre otros, los escritos de André Tiraqueau también le proporcionan mucho material. El comentador parece creer en la eficacia de la hechicería: aunque nota que, en el Aucto I, la famosa observación de Pármeno al final de su descripción del laboratorio de Celestina parece indicar que los objetos y hechizos utilizados por ella para la philocaptio eran meros instrumentos de engaño, señala a continuación que parece, a pesar de todo, «que [...] sean bastantes para bien querer» (f. 38r, n. 123). En otro lugar, preguntándose por qué las brujas y las hechiceras siempre eligen con preferencia las horas de oscuridad para llevar a cabo sus hechizos, señala, citando a Grillando, que es porque en esas horas es cuando puede actuar con más libertad el diablo (ff. 109v-110r, n. 14). Discute si la escena del conjuro del Aucto III es un acto herético o no. Para sorpresa, quizá, de los lectores modernos, no tiene dificultad en demostrar que el conjuro de Celestina, aunque perverso y de derecho punible, no es herético. Cita la autoridad de Grillando para mostrar que una invocación del Demonio puede ser herética y puede no serlo, según su propósito:

quando la invocación es, como es esta, para provocar a amor o para tentar de la castidad, dize que aunque en si sean illicitas y malas y nos aiamos de apartar de ellas, que a lo menos no son heregia manifiesta; onde para ello allega a Sant Augustin e Sancto Thomas. E que pena se les aia de dar a estas tales que tal invocacion hazen, dizelo el mesmo Paulo Grilando en el lugar ya dicho [...]13.


El comentador parece reflejar así la actitud que parece que predominaba en su época en España ante la magia, en contraste con la de casi todos los otros países europeos: él creía en ella, aunque sin preocupación excesiva. Era uno de los muchos modos en que las mujeres ponían en práctica su inclinación por la conducta viciosa y perversa (f. 26v, n. 74).

A fin de cuentas, lo que interesa principalmente al autor de la Celestina comentada es lo que podemos llamar en sentido lato las fuentes de la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Es importante señalar, sin embargo, que él no consideraba que su labor en este campo fuera sobre todo la de identificar los determinados pasajes de determinados autores de cuya obra Rojas hubiera tomado directamente elementos luego citados al pie de la letra por él; no obstante, cuando cree haber encontrado un elemento adoptado directamente nos lo dice. Por ejemplo, discutiendo esta observación de Sempronio que aparece en el Aucto I: «no es este juyzio para moços, segun veo, que no se saben a razon someter, no se saben administrar. Miserable cosa es pensar ser maestro el que nunca fue discipulo» (p. 32, vv. 8-10), observa, correctamente: «estas palabras son sacadas de Bohecio en el libro De scholastica disciplina, cap. 2, en el principio», y señala a continuación que «tambien son palabras a la letra sacadas del C.[ódigo de Justiniano]» y que la afirmación se repite además en la Summa del Papa Inocencio [IV] (f. 27v, n. 83)14. Además, su nota sobre una sententia de Celestina que aparece en el Aucto I y que ella misma atribuye a Séneca (p. 52, ll. 19-21) revela que había comparado muy detenidamente el texto de la Tragicomedia con una posible fuente directa en dicho autor. Señala que realmente la sentencia procede de Séneca, Epistulae morales, 2, «aunque no por la misma orden las puso aqui el author» (f. 43r, n. 149). Como tan a menudo ocurre con las sentencias de escritores clásicos, también encuentra repetida la cita de Séneca en los escritos de derecho romano, en este caso en Oldradus de Ponte, Consilia et questiones, consilium, núm. 8415. El anónimo comentador resalta, además, lo primero que el texto de la obra propiamente dicha tomó de Petrarca, del modo en que lo aceptan los críticos de nuestra época (p. 64, ll. 15-16; Deyermond, The Petrarchan Sources of La Celestina, p. 61): «son palabras de Petrarcha, lib. 2, De remediis utriusque for., dia. 24: nam et incassum niti et tristitiae materiam aucupari par dementia est» (f. 61r, n. marginal).

Así pues, no cabe duda de que, cuando quería, el autor de la Celestina comentada era perfectamente capaz de determinar la existencia de una fuente directa según los estrictos criterios aplicados hoy por serios estudiosos en este difícil campo. Pero su principal propósito era el de llamar la atención de sus lectores sobre las innumerables ocasiones en que, en el texto de la Tragicomedia, opiniones, sententiae, exempla, etc., reflejan el saber colectivo de las auctoritates reconocidas -antiguas, bíblicas, medievales y humanistas- de la época de Rojas. No obstante, como ya se ha señalado, lo particularmente nuevo en este comentario es que constantemente, junto a las autoridades «literarias», se citen ejemplos de material parecido tomados de los más importantes libros de texto, comentarios y glosas utilizados en Europa en la época de Rojas para la enseñanza y el ejercicio del derecho civil y canónico16. Así pues, lejos de intentar dirigir la atención a la originalidad de la Tragicomedia, lo que nuestro comentador pretende es siempre poner el acento en que, en cuanto a las ideas, suele poderse encontrar para todo lo que los personajes dicen en ella una autoridad respetable y ortodoxa, laica o legal. Tampoco le interesaba únicamente al comentador probar que la Tragicomedia había sido una obra teológica y moralmente ortodoxa, y hasta convencional, en la época en que Rojas la había publicado. Al señalar analogías en textos de escritores posteriores como los juristas Guillaume Benedicte, Barthélemy Chasseneux y André Tiraqueau, o al mostrar que, en un famoso libro latino del siglo XVI Giovanni Nevizzano incorporaba efectivamente pasajes tomados de ella, el comentador pretendía sin duda mostrar que en el más severo clima ideológico de la España del siglo XVI su autoridad, como su ortodoxia, seguía intacta. Detrás de todo esto había también, desde luego, otro propósito: los críticos españoles de la época que trataban de la Tragicomedia a menudo se referían a ella como si se tratara de indeseable literatura ligera de entretenimiento, equiparándola a los libros de caballerías. El comentador conseguía refutar esa opinión como calumnia: quiere demostrar como, a cada momento, rebosan elementos doctrinales en la obra de Rojas.

La forma de la Celestina comentada muestra que el comentador probablemente esperaba que su obra fuera publicada. Su intención era claramente la de dar una respuesta eficaz a las muchas voces que pedían en la España de la época que se prohibiera la Tragicomedia por inmoral o por algo peor. Una campaña parecida en Portugal dio por resultado la prohibición total de la obra en el Índice portugués de 1581. En España, a pesar de lo ocurrido en Portugal, no fue condenada en ningún Índice español de esa época.

Es obvio que no podemos atribuir ese resultado a nuestro comentador, pues su obra no llegó a publicarse, pero no podemos estar totalmente seguros de que no fuera estudiada, y hasta quizá encargada, por las autoridades españolas responsables de la censura de libros. El estricto interés únicamente por lo que el texto efectivamente dice, y no por posibles implicaciones, ambigüedades o contradicciones que pueda haber detrás de las palabras, puede ser, desde luego, que refleje simplemente la actitud de un jurista ante un texto literario: la creencia, expresada, como hemos visto, por el propio comentador, en que las palabras sólo debieran significar lo que parecen significar (véase más arriba). Pero no debería olvidarse que un similar interés, exclusivo, por lo literal era también, para irritación de muchos moralistas, el tipo de actitud que guiaba a los censores inquisitoriales cuando examinaban una obra cuya ortodoxia había sido puesta en tela de juicio.

Por todo lo que hasta ahora se ha dicho en este artículo, puede verse, como ya sugerí, que, aunque a su modo, la Celestina comentada se interesa principalmente por las fuentes de la Tragicomedia. Se plantea entonces el problema de la relación entre sus hallazgos y el primer estudio moderno de dichas fuentes, el de Castro Guisasola, estudio que, aunque es de hace cincuenta años, sigue siendo la única obra dedicada totalmente a este aspecto de la Celestina y que continúa disfrutando de un respeto que, a la vista de sus evidentes deficiencias, algunos pueden encontrar algo sorprendente17. Castro Guisasola conocía la obra del anónimo comentador del siglo XVI y, de hecho, en una nota introductoria a pie de página, le rendía generoso tributo (hasta quizá demasiado generoso). Tras observar que era de justicia refutar el rechazo por Menéndez y Pelayo de la Celestina comentada y reconocer al comentador lo que merecía «entre los tratadistas de fuentes de la tragicomedia», Castro Guisasola se refería a él como

conocedor como pocos de los numerosos y complejos orígenes de La Celestina, cuyas fuentes, a excepción de las castellanas [condición que no es del todo exacta18] señala punto por punto con sorprendente exactitud y acierto [...] (Observaciones sobre las fuentes literarias de «La Celestina».


(p. 8, n. 1)                


Unas pocas referencias de pasada al «Comentador anónimo», que se encuentran en el texto propiamente dicho, sirven para recordarle su existencia al lector de la obra de Castro Guisasola.

Desgraciadamente, ello está claro, Castro Guisasola no consiguió realizar con éxito su expreso deseo de rehabilitar la obra del comentador del siglo XVI. Demuestra su fracaso la falta de interés por la Celestina comentada que en general han mostrado los críticos de la Celestina desde la publicación de su libro, en 1924. Dos causas probablemente explican ese fracaso. Una es la omisión en las Observaciones de toda descripción de la forma y contenido del manuscrito de la Biblioteca Nacional. La otra es la de que la escasez de alusiones al comentario en el texto del libro de Castro Guisasola, a pesar de la generosidad del tributo que se le rinde en la nota introductoria, deja inevitablemente en el lector la impresión de que el manuscrito ha servido de base en ocasiones más bien escasas. En realidad, es fuente directa de una parte sustancial del material presentado en las Observaciones. Lo ilustra bien el tratamiento que hace esta última obra del problema de las influencias de Petrarca en la Tragicomedia.

A Castro Guisasola se le ha atribuido, y se le sigue atribuyendo, el mérito de haber descubierto por primera vez que, aparte del Prólogo, en el texto de Fernando de Rojas propiamente dicho las obras latinas de Petrarca también habían sido usadas por extenso. El mérito de ese descubrimiento corresponde en cambio a nuestro comentador del siglo XVI. Ya se ha citado un significativo ejemplo de identificación de una fuente en Petrarca (véase más arriba). A título de ejemplo, pueden añadirse unas pocas más, tomadas puramente al azar. De la observación de Calisto en el Aucto II (p. 66, ll. 23-24): «¿No sabes que el primer escalón de locura es creer ser sciente?», por ejemplo, se dice correctamente en las Observaciones (p. 121) que está tomada de Petrarca, De Remediis, I, 12 (véase Deyermond, op. cit., p. 114); la nota de la Celestina comentada sobre ese mismo pasaje reza: «estas son palabras de Petrarcha en el Libro de próspera fortuna que dize ansi: credere se sapientem primus ad stultitiam gradus est, proximus confiteri» (f. 65v, n. 25). También fue el anónimo comentador quien por primera vez identificó la serie de citas del De remediis (p. 106, ll. 28-107, v. 2) señalada por Castro Guisasola (op. cit., p. 139; Deyermond, op. cit., p. 143). También observó que la advertencia de Celestina a Melibea en el Aucto IV: «Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del dia, quisiesse boluer de comienço la jornada para tornar otra vez aquel lugar» (p. 87, ll. 28-88, l. 1) estaba tomada de Petrarca. Al comentar «son palabras de Petrarcha», las refiere, acertadamente, al De remediis, II, 83 (Celestina comentada, f. 86r-v, n. 28). Otro caso en que se adelanta el comentador aparece con la referencia al principio del Aucto XVI (p. 256, l. 24-26), donde él dice que la observación de Pleberio «ninguna virtud ay tan perfecta que no tenga vituperadores y maldizientes» (Observaciones, p. 149; Deyermond, op. cit. p. 147) está tomada del De remediis, II, 28 (Celestina comentada, f. 190r, n. 6). También advierte que la siguiente frase pronunciada por Pleberio procede de otro lugar de la misma obra de Petrarca -De remediis, I, 84.

Sería pesado continuar señalando más estos paralelos entre el comentario y el estudio de Castro Guisasola en la presentación de las fuentes petrarquescas. Nuestro comentador del siglo XVI está claro que no sólo fue el descubridor original de la importancia de las obras latinas de Petrarca en su influencia en el texto de la Tragicomedia, sino que llevó a cabo su tarea de investigar la cuestión de modo muy completo. Debería señalarse que sus notas al Aucto I también se refieren de vez en cuando a las obras latinas de Petrarca, pero esas referencias se basan en similitudes de pensamiento, y creo que probablemente no invalidan la opinión, generalmente aceptada, de que dicho acto no muestra elementos tomados directamente, con seguridad, de Petrarca.

Una similar dependencia de la información e indicaciones proporcionadas inicialmente por la Celestina comentada marca también la consideración de fuentes clásicas de diversos tipos que presentan las Observaciones sobre las fuentes literarias de «La Celestina». El modus operandi puede ilustrarse en relación con la discusión que hace Castro Guisasola de esta máxima de Celestina del Aucto I: «Nunca, pues, a los padres y a los maestros puede ser hecho seruicio ygualmente» (p. 57, ll. 16-18). En las Observaciones (pp. 30-31) se nos dice que la máxima deriva probablemente de Aristóteles, Ética, VIII. Se cita una versión latina del pasaje correspondiente: «In honoribus iis, quos diis inmortalibus et parentibus habere solemus, nemo est qui honorem iis dignum tribuere possit». En una nota a pie de página (p. 31, n. 2) da Castro Guisasola más información:

Séneca tuvo presente este pasaje en su tratado De beneficiis, libros III y VI, como después de el Boecio en su De consolatione. Citan, sin embargo, a Aristóteles directamente Guillermo Benedicto, c. Rainuncius, s. v., in eodem testam., 2, núm. 29, Tiraquellus, Palacios Rubios y algunos más. Entre los nuestros también recordaré al doctor Duque, Flor. de dich. y hech., núm. 81. Rojas nombra con los padres a los maestros mientras que Aristóteles nombraba a los dioses inmortales; pero Torres Naharro (Calamita, jornada 4.ª) los juntó a todos:


Es gran caso de conciencia,
dice el filósofo nuestro
que a Dios y a padre y maestro
no se halla equivalencia


Sobre este mismo pasaje el comentador anónimo tiene una nota muy larga (f. 53r-v, n. 177). Lo que a continuación se publica es un extracto de ella; a veces se han omitido alusiones a la «Gran Glosa» de Accursius, a Bartolus de Saxoferrato, a Johannes de Legnano y a otros escritores y textos legales, pues Castro Guisasola no los menciona:

«Pues a los padres y a los maestros». Estas son palabras del Philosopho en el lib. 8 de las Ethicas [...] y ansi lo refiere Palacios Ruvios en la Repeticion del c. per vestras, fol. 87, n.º 18. Tiraquellus tambien lo allega por dicho del Philosopho aunque el alli dize negat Aristoteles (Lib. 9 Ethicorum, c. 1): parem sive equivalentem gradam diis atque parentibus posse rependi -que en lugar de «a los maestros» dixo el «a los dioses».

También Guillermo Benedictus en el c. Rainuncius en la palabra in eodem testamento..., 2.ª, n. 29 de testamentis, allega estas palabras (por el Philosopho y por otros) por de (sic) Seneca en el libro 3 De beneficiis, que dize magistris et parentibus reddi non posse equivallens. También Torres Naharro en la commedia (sic) llamada Calamita dize lo mismo citando al Philosopho... «que a Dios, padre y maestro no se halla equivalencia», y ansi también dize la Glosa [...].


La nota del comentador termina citando finalmente por entero, en latín, el pasaje de la Ética, VIII, que había omitido al principio.

Una simple comparación de los dos pasajes expuestos más arriba mostrará claramente que el material de las Observaciones procede prácticamente todo de la Celestina comentada. La alusión de Castro Guisasola a Boecio parece que es original. Su referencia a Mathias Duque remite a una compilación española escrita en 1669 y no publicada hasta 1917. Es difícil de explicar su aparición en este contexto. Todo lo restante deriva del comentarlo19.

La influencia, evidentemente importante, de la obra de nuestro anónimo comentador granadino sobre las Observaciones sobre las fuentes literarias de «La Celestina»20 no debe sorprender a nadie que haya advertido y considerado las implicaciones de la nota introductoria a pie de página de esta última obra, mencionada anteriormente en el presente trabajo. Era de esperar, evidentemente, que un investigador del siglo XX de las fuentes de la Tragicomedia, que considera que su predecesor del siglo XVI había estudiado dichas fuentes «punto por punto con sorprendente exactitud y acierto», usara abundantemente los descubrimientos de éste. El que el alcance de esa deuda no sea manifiesto para los lectores de las Observaciones se debe, como he indicado, a que el autor de dicha obra, cuando utiliza la Celestina comentada, no da ninguna referencia exacta a su texto (y a menudo no da referencia de ningún tipo. Tampoco sería justo dar a entender que, al incorporar el material del comentador a su obra, Castro Guisasola no hubiera llevado a cabo investigaciones propias. Está claro que a veces las realizó. Por ejemplo, el seguir los elementos tomados por Rojas de Petrarca remitiéndose a la famosa edición con índice de 1496 de la Opera, por lo que yo sé, es algo a lo que no apunta la Celestina comentada. Por lo que se refiere a las fuentes literarias en español, las más importantes que se presentan en las Observaciones no proceden del comentario. No obstante, parece claro que, sin la información proporcionada por este último, las Observaciones habrían sido casi con seguridad un tipo de estudio muy diferente del que son, y, por ello, para hacer justicia a la obra del comentador del siglo XVI, debe aclararse más exactamente la naturaleza de la deuda. En cierto sentido, además, de tal aclaración, el libro de Castro Guisasola más bien gana que pierde valor, pues resulta verse que se basa sustancialmente, para gran parte de su información, en un autor del siglo XVI casi coetáneo de Fernando de Rojas, para el cual el mundo intelectual de este último todavía estaba muy próximo y que había pasado seguramente por un aprendizaje muy similar en la profesión de jurista.

Por árida que su forma la haga, difícilmente puede negarse que la Celestina comentada es una obra que merece ser sacada del olvido a que la relegó Menéndez y Pelayo. Nos da algunas importantes aclaraciones textuales y temáticas de la Tragicomedia en la forma en que se les presentaban por lo menos a algunos de los que leían el libro de Rojas en el siglo XVI. La más importante aportación que puede hacer a los estudios de la Celestina la constituye, sin embargo, el modo en que efectivamente destruye la idea de que Rojas, el jurista profesional, tuviera que olvidar o dejar de lado necesariamente, al escribir la Tragicomedia, sus conocimientos y sus intereses profesionales. Nos recuerda que en el siglo XV, e incluso antes, el estudio del derecho romano tendía cada vez más a situarse dentro de una tradición intelectual común a juristas y a otros hombres de letras. Para los estudiosos del humanismo italiano, la relación entre humanismo y derecho es, desde luego, algo perfectamente conocido21; los investigadores de las corrientes humanísticas en la España del siglo XV, en cambio, quizá no la han entendido suficientemente. Suelen suponer, demasiado precipitadamente, que los estudios jurídicos estaban entonces tan separados de las letras humanas como tienden a estarlo en las modernas facultades universitarias. De ese modo, a la bien conocida observación de Rojas en la Carta del Auctor de que «siendo jurista yo» la Tragicomedia era necesariamente «agena a mi facultad» se le ha concedido inmediatamente el carácter de verdad. En realidad, observaciones de ese tipo eran lugar común de la captatio benevolentiae utilizada por los juristas al dirigir su atención a la composición de obras de literatura.

El corpus de derecho civil y canónico, en su conjunto, ni en los días de más tempranos glosadores y comentadores había carecido de contacto con la sabiduría tradicional, colectiva, de los letrados de la Edad Media. Pero muy pronto, ya en el siglo XIV, algunos juristas autores de textos legales abrieron más su obra a las nuevas corrientes humanistas. Por ejemplo, Lucas de Penna (1320-h. 1390) en sus Commentaria in tres libros Codicis -como ha mostrado Walter Ullmann- hace uso de abundante material extralegal, que sirve en sus escritos para extender y ampliar las perspectivas del pensamiento jurista. De ese modo resulta que tienen un peso importante en la obra de Lucas de Penna Aristóteles, Boecio, Cicerón y Séneca y los estudios filosóficos y literarios en general22. Petrarca había atribuido la decadencia de los estudios legales en la Europa medieval a la disolución de la relación entre el derecho y la elocuencia literaria, que era norma de la antigüedad. Hacia el final del siglo XV esa relación entre los estudios legales y los estudios humanos se restableció sustancialmente, como revela hasta el más superficial estudio del tratado sobre testamentos de Guillaume Benedicte (véase arriba). Sirva para ilustrar la cuestión el Proemium a esa obra, con sus abundantes citas de escritores clásicos de todo tipo; en el texto propiamente dicho, además, Benedicte apoya sus argumentos estrictamente legales haciendo frecuente uso de sententiae, exempla y alusiones a la mitología clásica, a la historia antigua y a elementos parecidos23.

No hay razón para dudar de que tales influencias afectaran también a la facultad de derecho de Salamanca en la época en que Rojas estudiaba allí. Llamativo indicio de ello es el hecho de que el humanista Antonio de Nebrija escribió un Lexicon juris civiles. La importante Copilación de leyes (1485) de Díaz de Montalvo -obra seguramente conocida por Rojas- revela también, en la dedicatoria de su autor a Pedro González de Mendoza, su evidente familiaridad con las sententiae y otro material que él relacionaba particularmente con los nombres de Séneca, Valerius Maximus y otras autoridades clásicas parecidas. Ambos escritores (y otros) revelan también la fuerte influencia del pensamiento ético de Aristóteles, influencia claramente visible también en la Tragicomedia. La insistencia de la Celestina comentada, por una parte en el número de ocasiones en que las preocupaciones de Rojas como jurista influyen en lo que ocurre en su libro, y por otra en la coincidencia parcial entre las fuentes literarias y las legales, sirve así para refutar la idea de que se deba conceder valor aclaratorio a la citada afirmación que hace Rojas con evidentes fines puramente retóricos en la Carta.

Desde luego, para la obra del anónimo comentador tampoco pueden tenerse demasiadas pretensiones. Lo más decepcionante de ella es quizá su aparente insensibilidad ante la originalidad del libro de Rojas como obra de literatura. A diferencia de lo expresado en 1624 por Gaspar von Barth, en lo que alcanza mi lectura de su obra, el autor de la Celestina comentada apenas dice, ni indirectamente, una sola palabra de aprecio para el logro literario y la originalidad artística de Rojas. Como hemos visto, lo que pretende es poner el acento en la tradicionalidad de la Tragicomedia (no en su novedad) y en su supuesto carácter definido (no en sus ambigüedades). No obstante, estas características no significan necesariamente que el comentador no apreciara las cualidades literarias de la obra de Rojas; dados sus particulares objetivos al ponerse a escribir su comentario, pudo muy bien considerar irrelevante y hasta contraproducente el referirse a ellas; en la España de finales del siglo XVI la defensa del «mérito artístico» era difícil que convenciera a la censura ni a los moralistas. Realmente, si consideramos el inmenso esfuerzo que debió costar escribir la Celestina comentada y el evidente deseo del comentador de hacer ver a sus lectores la importancia doctrinal de la Tragicomedia y de defenderla contra la crítica hostil hacia ella, es difícil creer que el intento no surgiera por un aprecio auténtico del libro de Rojas como obra de literatura.

Además, para el historiador de las ideas en la España del siglo XVI, la Celestina comentada tiene un interés que es del todo independiente de su relación con la Tragicomedia: puede dar reveladoras ideas sobre la preparación intelectual y las actitudes culturales de los juristas formados en la universidad, que en la época de Felipe II tan importante papel desempeñaron en los asuntos de estado españoles.





 
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