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El Realismo. Arte y literatura, propuestas técnicas y estímulos ideológicos

Yvan Lissorgues






El Realismo. Arte y literatura, propuestas técnicas y estímulos ideológicos

Cuando surge en Europa, a mediados del siglo XIX, el discurso sobre el Realismo, ya hace tiempo que los escritores y los artistas han puesto los ojos en la realidad circundante, pues el realismo estaba ya en germen en el Romanticismo. Los teóricos de este movimiento, en su deseo de ruptura con las normas clásicas, recomendaban la introducción de lo concreto en el arte; la poesía lírica debía aludir a objetos familiares y llamar las cosas por su nombre; el teatro debía representar la vida real y no dar de ella una idea esquematizada tras el disfraz clásico; la historia y la novela no podían dejar de evocar las condiciones materiales de la vida de épocas remotas o del tiempo presente. En el prefacio a Cromwell (1827), Víctor Hugo, en su reflexión sobre la coexistencia de lo sublime y lo grotesco, toma como punto de partida la doble postulación cuerpo y alma, nobleza y pueblo, bien y mal... En sus múltiples formas, el Romanticismo -y no sólo el Romanticismo revolucionario y utópico de Víctor Hugo (1802-1885), George Sand (1804-1876), Espronceda (1808-1842), etc.- integra una visión del entorno, no sistemática pero muy patente. Y sobre todo, basta citar a Stendhal (1783- 1842), a Honoré de Balzac (1794-1850), a Charles Dickens (1812-1878) y, ¿por qué no?, a Eugenio Sue (1804-1857), a Fernán Caballero (1797-1872), sin olvidar a los escritores y pintores costumbristas españoles, para poder hablar legítimamente de un «prerrealismo», todavía por estudiar en su conjunto. Es interesante observar que el autor que ejercitó mayor influencia, por sus obras y por sus ideas estéticas, en los novelistas españoles del gran realismo fue Balzac, que cronológicamente pertenece al período romántico. La admiración no regateada de Leopoldo Alas Clarín, (1852-1901) y Benito Pérez Galdós (1843-1920) por Gustave Flaubert y Émile Zola no se acompaña de una aceptación decisiva ni del «arte por el arte» de aquél ni de los absolutos presupuestos científicos de éste. En cambio, el modelo proclamado es Honoré de Balzac. «Yo aconsejo -escribe Clarín- a todo el que se interese seriamente en cuestiones de crítica literaria, no hablar jamás de oídas ni proceder por abstracciones; por esto recuso en esta cuestión a todo juez que no se sepa su Balzac. ¿Qué autor, ni aun Flaubert, ni aun Zola, deja la impresión de realidad que dejan muchas novelas del autor inmortal de Eugenia Grandet (Beser, 1972, pág. 59).

La cuestión del Realismo no radica sólo en la presencia de algún reflejo de lo real en la obra de arte, sino que depende del grado de atención y del papel que se le otorga a la realidad. Surge pues la orientación realista, como fenómeno de época, con la conciencia colectiva de que la realidad por sí sola (es decir, no sometida a un proceso de idealización) merece ser objeto de arte. Con el discurso sobre el Realismo entramos verdaderamente en una tendencia, una orientación, que abarca tanto la literatura como las bellas artes, dentro de la cual surge la doctrina naturalista, como un intento para relacionar la literatura con la ciencia.

La tendencia realista empieza a definirse en Francia por los años de 1850 y luego aparece en las décadas siguientes en Inglaterra, en España, en Portugal, en Italia y un poco más tarde en Alemania. Es cierto que en la extensión del Realismo a los varios países europeos influyen el pensamiento y las corrientes francesas, pero también es indudable que en todas las naciones europeas hay una evolución hacia una cierta homologación, con grandes diferencias, según las particulares situaciones históricas, de la sociedad burguesa.

En la segunda mitad del siglo XIX, Europa es un mundo en pleno desarrollo y hasta en plena mutación si pensamos en hechos de tanta importancia como la unidad italiana y la unidad alemana. Con la industrialización y la urbanización cada vez más acentuadas -en Francia y en Inglaterra sobre todo-, las llamadas «clases bajas» se convierten poco a poco en proletariado, cuya fuerza y cuyo peso impiden ya que se dé de él una representación compasiva o burlesca. Los grandes descubrimientos se dan en un contexto internacional (alumbrado eléctrico, invención de las prensas rotativas, etc.) y se produce una internacionalización acelerada de los conocimientos. «Toda la vida literaria de la segunda mitad del siglo XIX se desarrolla sobre un fondo de historia económica, social, mental y política en el que muchos acontecimientos tienen una dimensión internacional» (Chevrel, 1982, pág. 33). El desarrollo de las comunicaciones, y particularmente de una densa red ferroviaria, facilita los contactos y la circulación de libros y sobre todo de periódicos. Cambian de manera acelerada las condiciones de vida y las relaciones culturales, y desde luego cambian también las mentalidades. La burguesía, ya en el poder en Francia y en tímida ascensión en España, obtiene beneficios de la situación y se hace conservadora: de la filosofía positivista de Auguste Comte y del darwinismo saca justificaciones de su dominación y de su orden. El sistema de valores impuesto por la nueva clase dominante no es el liberalismo político que predicaban los románticos como George Sand o Mariano José de Larra y al que quedan aferrados numerosos intelectuales y escritores -Víctor Hugo, Pérez Galdós, Leopoldo Alas, etc.-, sino el liberalismo manchesteriano de una economía en plena expansión y con aspiraciones imperialistas y colonialistas. Las revoluciones europeas fracasadas de 1848 (y la de 1868 en España) marcan la ruptura entre la burguesía de negocios que tiene o aspira al poder y los intelectuales.

Como sintetiza acertadamente Juan Oleza, «el modelo cultural realista se impone en mínima conexión con la fatiga a que ha conducido el largo proceso revolucionario y con el proceso de desencanto de sus resultados: el peso de traumas, insatisfacciones y temores depositados por dos revoluciones en cuarenta años de lucha de clase, el beneficio de todo lo cual ha sido monopolizado por una clase social, la alta burguesía -que una vez en el poder no sólo se aleja de toda veleidad revolucionaria, sino que se apresta a reprimir brutalmente-, es ya muy patente en los románticos que lucharon a lo largo de este proceso, pero se acentúa mucho más en los autores realistas. De la Europa que se vislumbra esperanzadamente en las barricadas a la Europa de los banqueros a que conduce la revolución, la distancia se mide en ilusiones perdidas» (Oleza, 1984, pág. 6). Es de subrayar que los románticos y realistas comparten este desprecio por lo burgués, pero mientras que aquéllos se refugian en lo ideal, en el recuerdo, éstos se encaran con la realidad. Por más que el escritor y el artista realista desconfíen de la burguesía (de su propia clase), aunque pierdan sus ilusiones, no renuncian; tienen conciencia de su superioridad intelectual y moral, se aferran a certidumbres, a unas «ideas legitimadoras» (Lyotard, 1979, págs. 54-62), y abandonando los sueños, se enfrentan con las realidades del entorno, que quieren comprender y pintar, porque saben que tienen el poder de representarlas. Tal parece ser la justificación ideológica y ética del Realismo.

Por sorprendente que parezca, los novelistas españoles «tradicionalistas», como Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) o José María de Pereda (1833- 1905), se encuentran en una situación parecida; para ellos, el desengaño procede de la vida moderna, del «progreso», y toman, ellos también, como objeto de estudio la sociedad contemporánea para denunciar los vicios del «falso progreso» y buscar a la España eterna debajo de las apariencias de la modernidad, y sobre todo en el campo, donde permanece incólume la armonía del mundo preburgués.

Los dos primeros teóricos del Realismo son dos autores franceses; hoy más bien olvidados, Edmond Duranty (1833-1880), fundador, en 1853, de la efímera revista emblemática Le Réalisme, y Jules Husson, llamado Champfleury (1821- 1899), autor de un tratado teórico, de título también emblemático, Le Réalisme (1857). Para Duranty, el Realismo, tal como lo define en una dinámica proclama del primer número de su revista, se justifica por motivos éticos: «El Realismo tiende a la reproducción exacta, completa, sincera del medio social, de la época en la que se vive, porque esa orientación se justifica por la razón, las exigencias de la inteligencia y el interés del público y por carecer de mentira». Es interesante notar que por los mismos años, el pintor Gustave Courbet (1819-1877) afirma una intención parecida, con marcado carácter ofensivo, en el catálogo para la exposición de 1855: «Saber para poder, tal es mi pensamiento. Expresar los caracteres, las ideas, el aspecto de mi época, según mi apreciación, en una palabra, hacer arte vivo, tal es el fin que persigo» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 361). Es un ejemplo ya de convergencia ideológica y teórica entre literatura y bellas artes que, como veremos, va muy lejos.

Duranty y Champfleury ponen en aplicación sus teorías en novelas, totalmente olvidadas hoy (citemos: La malheur d'Henriette Gérard, 1860, de Duranty, y L'usurier Blaizot, 1853, de Champfleury), pero de innegable interés histórico. Los dos utilizan una documentación precisa, componen verdaderos cuadros según una técnica pictórica, utilizan la intriga para introducir descripciones de medios y tipos despreciados hasta entonces por la literatura y el arte: campesinos, artesanos, obreros (Lemaitre, 1982, pág. 361; Van Tieghem, 1946, págs. 219-222). La pretensión, proclamada por Duranty y Champfleury, de objetividad absoluta (la fotografía de las cosas es el ideal a que debe aspirar el novelista) revela una reflexión superficial tanto sobre la realidad como sobre el quehacer literario. La estética realista definida por los dos teóricos resulta sumamente estrecha en su dogmatismo. Pero lo esencial de la ética y de la ideología realistas está ya plasmado en las obras de estos dos autores. Los novelistas ulteriores, Gustave Flaubert (1821-1880), los hermanos Goncourt, Edmond (1822- 1896) y Jules (1830-1870), Alphonse Daudet (1840-1897), Émile Zola (1840- 1902), tal vez Pérez Galdós, etc., trabajan a partir de una documentación escrupulosamente reunida. Bien conocidos son actualmente los Carnets d'enquêtes de Zola (Zola, 1987), y se sabe que los Goncourt le tributaban al documento un verdadero culto («La novela actual se hace con documentos orales o con apuntes de documentos orales, como la historia se hace con documentos escritos», Goncourt, 1885-1896, I, pág. 1112).

Partiendo siempre de las obras y de las posiciones teóricas de Duranty o Champfleury, conviene evocar un aspecto de gran alcance no sólo para el estudio del Realismo decimonónico, sino para la historia del Realismo en la literatura de todos los tiempos. Se trata de lo que Auerbach llama «teoría antigua de los niveles estilísticos de la representación literaria», teoría que es la base de todas las tendencias clásicas o neoclásicas y que, en la representación de lo real, atribuye el papel cómico o burlesco (por ejemplo, el gracioso o los campesinos en la comedia española del Siglo de Oro) a las clases bajas, mientras que el aspecto noble (la tragedia) corresponde a las clases aristocráticas. El Romanticismo, al preconizar la mezcla de lo sublime con lo grotesco, se había emancipado ya de la jerarquía de los niveles, pero era más por el imperativo estético de la búsqueda del contraste que por la voluntad ética de reflejar la realidad. Stendhal y Balzac rompen con la teoría clásica cuando toman «a individuos cualesquiera de la vida diaria [...] para hacer de ellos objetos de representación seria, problemática y hasta trágica» (Auerbach, 1968).

El auténtico Realismo es el que no excluye nada de la representación artística; para él no hay cosa o tema más digno que otro. En el capítulo particularmente interesante que dedica a la novela de los Goncourt Germinie Lacerteux (1864), Auerbach muestra, a partir de análisis textuales, que los Goncourt no van más allá de una estética de lo feo, mientras que sólo Zola es capaz en Germinal (1885) de hacer una pintura al nivel mismo del objeto y de captar en una escritura casi mimética la profunda realidad de la vida de los mineros (Auerbach, 1968). Cuando, en 1881, se publica La desheredada de Pérez Galdós, Leopoldo Alas dedica un vibrante homenaje a esta novela en la que Galdós «ha procedido como los autores realistas». El joven crítico insiste particularmente en la novedad que constituye la representación exacta del pueblo, del bajo pueblo, en una obra artística: «El pueblo que se pinta en La desheredada no es aquel pueblo inverosímil, de guardarropía, de las novelas cursis [...], tampoco es el pueblo idealizado de las novelas idealistas de Eugenio Sue [...] Galdós, observador atento y exactísimo en la expresión de lo que observa, nos lleva, en La desheredada, a las miserables guaridas de ese pueblo que tanto tiempo se creyó indigno de figurar en obra artística alguna» (Clarín, 1881, págs. 135-136).

En cuanto al proceso realista, se inicia verdaderamente en España en 1870 con la publicación de La Fontana de Oro de Pérez Galdós (Beyrie, 1988, págs. 33-40), y el primer discurso crítico sobre la nueva orientación del arte es el fundamental artículo de este autor titulado Observaciones sobre la novela contemporánea en España (1870). En él, el novelista aboga por «una novela nacional de pura observación» que tome por objeto «la clase media, la más olvidada por nuestros novelistas», pues «ella es hoy la base del orden social: ella asume por su iniciativa y su inteligencia la soberanía de las naciones» (Bonet, 1990, págs. 105- 120). Es de notar que en un principio, por los años sesenta, le cuesta trabajo a Francisco Giner de los Ríos hacer entrar el Realismo y la novela como representación de la realidad en su concepción idealista del arte y expresa sus reticencias en un importante artículo de 1862: «El arte exige que el objeto tenga ya en sí condiciones sin las cuales jamás promoverá en nosotros la pura simpatía que debe procurar»; lo cual significa que hay temas que no son dignos de representación artística. Y el eminente crítico krausista concluye terminantemente: «El sentimentalismo, el realismo y el individualismo han sido, pues, los tres principales extravíos de la literatura moderna» (Giner de los Ríos, 1973, pág. 140).

En España median pocos años entre la aceptación tardía del Realismo y el apasionado debate sobre el Naturalismo, debate que se inicia cuando se conocen las primeras obras de Émile Zola (Thérèse Raquin, 1867; L'Assommoir, 1877, etc.) y sobre todo cuando llegan, a partir de 1880, las ideas teóricas del autor de La novela experimental. En 1879, Manuel de la Revilla (1846-1881), en un mismo artículo, defiende con entusiasmo «un Realismo combinado con lo que hay de verdadero en el idealismo» y condena el Naturalismo que «se complace en lo vulgar, lo ruin y lo pequeño» y no es más que «la demagogia del Realismo» (Revilla, 1973, pág. 179). Durante el período que separa La Fontana de Oro (1870) de la publicación en 1881 de La desheredada (primera novela española influida, directa o indirectamente, por el Naturalismo), período de agitación política y social (Sexenio Revolucionario, primeros años de la Restauración), la producción novelesca y la crítica literaria son un reflejo de la lucha ideológica, hasta tal punto que, para varios estudiosos, es cuestionable el realismo de las novelas de tesis que son Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), etc., de Pérez Galdós, por un lado, y, por el otro, El escándalo (1875) de Alarcón o El buey suelto (1877), Don Gonzalo González de la Gonzalera (1877) de Pereda. El mismo Clarín, que había escrito en 1876 que «aquí todo libro debe ser hoy de combate», rectifica en 1890 su juicio sobre las primeras novelas contemporáneas de Pérez Galdós, diciendo que «pertenecen francamente al idealismo tendencioso» (Lissorgues, 1989, II, págs. 137-148). Para López-Morillas, «el despotismo de las ideas es [...] lo que da carácter polémico a la novela del período 1870-1880 [...] Por eso, no parece muy adecuado el calificativo de realista que de ordinario se aplica a esa manera de entender la ficción novelesca. Si bien se mira, es todo lo contrario, por su intención al menos: es una novela idealista, alimentada por ese deseo de que las cosas sean distintas de lo que son» (López-Morillas, 1956, págs. 137-138). Comentando estas palabras de López-Morillas, Sergio Beser añade que «la novela de aquellos años es idealista por su intención y realista por sus medios» (Beser, 1972, pág. 88). A partir de 1880, el cambio de mentalidad a que lleva la desconfianza en la idea de revolución y la adaptación a la nueva situación sociopolítica de la Restauración y, sobre todo, la reflexión ideológica y estética suscitada por el Naturalismo desemboca en una concepción más serena y más profunda del Realismo (La Regenta se publica en 1884-1885 y Fortunata y Jacinta en 1886-1887).

De una manera u otra, una situación sociocultural determinada condiciona el pensamiento y la sensibilidad de una época. No puede sorprender que en cada época haya cierta correlación de tendencias dominantes entre la literatura y las bellas artes. La historia comparada de la literatura y de la pintura en el siglo XIX revela una evolución paralela y analogías de orientaciones que se suelen expresar con los mismos conceptos generales de Romanticismo, Realismo e incluso Naturalismo. Tal vez en pintura sea más fuerte el peso de las escuelas, de los mandarinatos (como el de la «dinastía» de los Madrazo; Gaya Nuño, 1966) y de la Academia de Bellas Artes (situación algo parecida en Francia; Bourdieu, 1992, págs. 189-197), lo que puede explicar la pervivencia a destiempo de algunas tendencias, como, por ejemplo, el historicismo contra el cual se alza Pérez Galdós en 1884 (Gaya Nuño, 1975, pág. 146). Pero, en general, hay coincidencia; y al respecto, merece citarse el juicio sintético sobre el período romántico de Juan Antonio Gaya Nuño: «En estos treinta y cuatro años [de 1834 a 1868] de pintura romántica [...] donde aquella efusividad cálida y alta de voz, alternando el optimismo con el duelo afectado, la proeza con la fechoría vulgar, barajando héroes o semihéroes con bandidos, logra los mismos pronunciados acentos, graves y agudos, que la historia o la literatura del mismo largo momento» (Gaya Nuño, 1966, pág. 88).

Con el Realismo no sólo hay analogía de orientación sino interferencia o, por mejor decir, la pintura ejerce una influencia directa en la literatura, el arte de escribir se beneficia del arte de pintar. Es un aspecto insólito en la historia de la literatura, todavía no sistemáticamente explorado. Esta convergencia se debe a que, por primera vez, el pintor y el novelista dirigen sus miradas hada el mismo objeto: la realidad, es decir, la naturaleza, el hombre, la sociedad. Para los dos se trata de «ver, y de ver justo», como decía Guy de Maupassant (1850-1893), y de representar toda la realidad, sin establecer jerarquías entre lo alto y lo bajo, entre lo bello y lo feo. Esta posición ideológica y estética común hace que se estrechen, cuando es posible, lazos de amistad entre pintores y escritores, entre Maupassant y Claude Monet (1840-1926), entre Zola y Gustave Courbet (1819-1877), Édouard Manet (1832-1883), Paul Cézanne (1839-1906). En París, entre 1850 y 1860, se reunían los realistas, escritores y pintores, en tomo a Courbet en La Brasserie, donde el pintor tenía su taller.

Los pintores representan escenas o personajes sacados de las novelas (por ejemplo el famoso cuadro Nana de Manet) y los escritores sienten la necesidad de hablar de pintura y muchos se hacen, de manera más o menos ocasional, críticos de arte. Es el caso de Duranty, Champfleury, Maupassant, Huysmans, los Goncourt y sobre todo Zola, cuya obra como crítico de arte, recientemente publicada, constituye un volumen de 520 páginas (Zola, 1991). Una novela entera de la serie de Los Rougon-Macquart, L'Oeuvre (1886), está dedicada a la vida y a la obra del grupo de los impresionistas, y el personaje de Claude Lantier deja transparentar a su modelo, Cézanne, aunque algunos rasgos del personaje puedan hacer pensar en Manet o en Courbet (Zola, 1974). Precisamente a propósito de Courbet, Zola escribió la famosa frase: «Una obra de arte es un trozo de creación visto a través de un temperamento» (Zola, 1991, pág. 44).

En España, los contactos entre literatura y arte son más ocasionales. Al parecer, no se produce una simbiosis tan estrecha como en Francia. Sin embargo, Pedro Antonio de Alarcón se ocupa de las exposiciones de 1856, 1858, 1866; Federico Balart (1836-1873) publica varias crónicas en las que alaba a Eduardo Rosales (1836-1888) y a Mariano Fortuny (1838-1874); Francisco María Tubino (1833-1888) contrapone las tendencias idealistas y realistas para mostrar la superioridad del Realismo en El arte y los artistas contemporáneos en la Península (1871); el mismo Pérez Galdós da excepcionalmente su parecer, en 1884, sobre la pintura del momento, expresa su recelo ante la supervivencia de la escuela histórica y exhorta a los jóvenes pintores: «Pintad la época presente, pintad vuestra época; lo que veis» (Gaya Nuño, 1975, pág. 196).

Estas coincidencias y convergencias entre pintores y escritores y entre literatura y arte son de interés -según Pierre Bourdieu (1992), la que se produce en los años sesenta y setenta supone de hecho una nueva coalición contra los poderes exteriores: Academia, etc.-, pero mucho más importante es la influencia que las técnicas pictóricas ejercen en la escritura y en la composición de las novelas. La preocupación por el documento y la necesidad (y la voluntad) de dar a la representación del medio, del espacio y de las cosas la importancia que tienen en la realidad hacen que la composición de la obra novelesca sea menos dramática aún que en Balzac o en Dickens y más plástica. Muchas noveles (de Flaubert, de Zola o de Clarín, etc.) se presentan como una sucesión de cuadros; al respecto, Madame Bovary y La Regenta son ejemplares, con, en aquélla, los comicios, el baile, Rouen, etc., y en ésta, la catedral, la sacristía, el casino, la casa de Vega- llana, el baile, etc. Varios estudiosos de los Goncourt, de Maupassant, de Zola, de Alphonse Daudet, de Clarín, han subrayado algunos aspectos en la técnica de la descripción, en la composición de cuadros, en la dosificación de la luz y de la sombra, que podían, en los textos, proceder del arte realista de pintar. Sin embargo no se ha emprendido todavía un análisis completo de las novelas realistas y naturalistas según esta perspectiva; por eso son muy oportunos los trabajos que se orientan en tal dirección (Latorre, 1992, 1996, 1997).

Algunas páginas de Daudet, Maupassant, Clarín, Pereda o Zola parecen transposiciones de los medios de expresión pictórica al campo de la escritura, pero sólo el análisis textual puede dar la exacta medida de lo que los Goncourt llaman la escritura artista. Los pintores y los novelistas son paisajistas, se empeñan en captar, cada cual según la técnica propia, las vibraciones de la naturaleza, el juego de los colores, en expresar superficies y volúmenes. Las descripciones se componen como cuadros, con sus varios planos, sus zonas de luz y sus lontananzas más o menos difuminadas (Mitterand, 1986b, págs. 271-280). Varias descripciones de Daudet o de los Goncourt se caracterizan por largas frases nominales, en las que ningún verbo marca una acción, pero que captan y fijan impresiones, como toques sugestivos, con adjetivos y sustantivos. A veces es perceptible el deseo de disolver, cómo en un cuadro impresionista, las líneas y lo recortado del esbozo en adjetivales vibraciones fugitivas. También se trasluce la voluntad de fijar con palabras una visión, un instante privilegiado, de la misma manera (si fuera posible) que Monet, cuando, delante de Maupassant fascinado, «cogió a manos llenas un chaparrón que se derramaba en el mar y lo echó en el lienzo» (Forestier, 1974, pág. XXXI). La visión del novelista es indudablemente influida, a veces mediatizada, consciente o inconscientemente, por la representación de los pintores realistas e impresionistas. En su artículo Sobre la descripción, Zola, que nunca, afortunadamente, consigue ahogar del todo bajo sus doctrinas al gran poeta que lleva dentro, confiesa que las largas descripciones de París en Une page d'amour proceden de una imagen vivida, de un cuadro interiorizado desde los tiempos de la juventud miserable cuando «este gran París inmóvil e indiferente [...] se destacaba siempre en el cuadro de mi ventana». Un cuadro vivo que se pinta luego con palabras y con el calor afectivo del recuerdo. En el mismo artículo, en el que el doctrinario del Naturalismo condena la complacencia del novelista en la descripción (y es difícil saber hasta qué punto es consciente de la contradicción en que incurre), Zola deja transparentar su entusiasmo al evocar la escritura artista de los Goncourt. «Todo el genio de los Goncourt reside en esta traducción tan vibrante de la naturaleza, en este estremecimiento, estos cuchicheos balbucientes, estos mil soplos hechos sensibles» (Bonet, 1988, págs. 199-204). Sin darse cuenta, el crítico Zola demuestra lo que debe el arte de los Goncourt a los impresionistas.

La descripción en la novela realista tiende a sugerir una representación plástica parecida a la que puede ofrecer un cuadro. No puede sorprender, pues, que el lenguaje de la crítica literaria sea el que emplea el crítico de arte. Para evocar la «admirable fuerza descriptiva» de Dickens, Pérez Galdós, ya en 1868, utiliza un vocabulario que procede de la pintura porque es el único que puede dar cuenta de un arte de la descripción que es ante todo pictórico. Dickens -escribe Galdós- «os describe una tempestad, por ejemplo, y os la presenta, no en un relato minucioso de los varios fenómenos que la determinan, sino en un cuadro que aparece formado y compuesto de una sola pincelada: os presenta un momento de la tempestad, el sublime momento pictórico del relámpago, en que con la vista abarcáis un espacio sin límite, y veis innumerables objetos, sin poder examinar ninguno. Os describe un paisaje, y en su descripción lo veis como en la naturaleza, vago, grandioso en su conjunto [...] Dickens es como un gran colorista que produce sus efectos con masas indeterminadas de color, de sombra, de luz [...]» (Bonet, 1990, págs. 220-221).

Entre los novelistas realistas es un procedimiento bastante usual remitir a un cuadro de Courbet, de Manet, de Watteau, de Rafael, etc., para «iluminar» una descripción o simplemente para excusarla. El caso más significativo tal vez sea el del personaje de mayor relieve y de mayor corporeidad de toda la literatura española decimonónica, Ana Ozores, que no da lugar a ningún retraso en toda La Regenta, pero que el narrador compara a menudo con La virgen de la silla de Rafael.

Esta simbiosis entre literatura y bellas artes, o más precisamente en esta influencia de la pintura en el lenguaje literario realista, es un apasionante tema de estudio... por hacer.




El debate sobre la estética realista

A pesar de su aparente transparencia, el concepto de Realismo es uno de los más complejos y difusos entre los que debe manejar la crítica literaria. Una historia de la literatura no puede ser un tratado de filosofía del arte y, sin embargo, la única realidad literaria, la de las obras, plantea, por lo que respecta al Realismo, insoslayables problemas técnicos, filosóficos e incluso metafísicos. Por otra parte, sin que se pueda negar que el conjunto de la producción literaria o artística de un período determinado esté condicionada por la orientación general del pensamiento, tributario a su vez de toda una situación histórico-social, es imprescindible subrayar que cada obra tiene su originalidad propia y que lo que separa a los autores es infinitamente más que lo que los reúne. Se justifican las etiquetas, como expresión de un cierto sentido del sentido, pero no se les puede conceder más valor que el de alumbrar la perspectiva (en primer lugar para que se puedan escribir historias de la literatura). A Flaubert, que se irritaba contra las etiquetas, contra los -ismos, le contestó Zola: «Sin embargo son necesarias las palabras que dan cuenta de los hechos; hasta ocurre que las descubre y las impone el mismo público para poder situarse en medio del trabajo de su tiempo» (cit. en Pagès, 1989, pág. 38). Eterno problema del conocimiento, eterno problema de la necesidad de abstracciones.

En su acepción moderna, la del siglo XIX, el Realismo es la concepción del arte y de la literatura que se da como objetivo la representación (no la reproducción como pudo decirse sin pensar bien en el sentido de la palabra) de la realidad, es decir, del hombre y de la sociedad contemporáneos. El novelista y el pintor realista rechazan la imaginación como agente activo de la construcción literaria o pictórica, pero pintan los ensueños y las fantasías de sus personajes, porque la imaginación y los sueños son una realidad. Los personajes pueden ser románticos (Isidora Rufete en La desheredada, Ana Ozores en La Regenta, Emma Bovary, etc.), pero la representación de su romanticismo quiere ser meramente realista, aunque a menudo sea mucho más y, a veces, hasta cierto punto lírica, en la medida en que expresa aspiraciones y deseos, reprimidos o no, del autor: es el caso, bien conocido, de Flaubert y también de Clarín...

El artista realista quiere atenerse a la realidad -lo cual es para él un imperativo ético- porque «la realidad -proclama Clarín- es lo infinito, y las combinaciones de cualidades a que lo infinito puede dar existencia ofrecen superiores bellezas a cuanto quepa que sueñe la fantasía e inspire el deseo» (Clarín, 1887b, pág. 91). Pero ¿qué es la realidad? La historia de la filosofía muestra que no hay respuesta definitiva a tal pregunta. Sin embargo podemos aceptar que para el escritor y el artista realistas la realidad es lo que ven los ojos y la conciencia del que mira y observa. La representación es primero una visión: la voluntaria captación de lo de fuera a través de la (hasta cierto punto inconsciente) interpretación de una conciencia, en la que obra tanto la razón como todo el complejo afectivo. La razón organiza la visión en función de su propio ideario, de su propia ideología, y la «sensibilidad», en las grandes visiones (en la gran literatura), intenta llegar al «alma» de las cosas. Además, se percibe o se interpreta la realidad extraliteraria a través de una multitud de referencias personales, culturales, literarias, etc. Esta conciencia, personal, debe encontrar su lenguaje, su estilo (y ese encuentro feliz se llama «talento»...) para que se transmute la realidad no literaria en realidad literaria.

Conviene añadir que si la representación es una visión, es también una técnica. La estética realista, y más aún la naturalista, se empeña en adecuar la técnica -los medios estilísticos empleados- a la visión. Como ésta es ante todo un «ver», según dijo Maupassant, se comprende que la actitud del novelista frente a la realidad sea parecida a la del pintor.

Para terminar con este largo -y, sin embargo, esquemático- planteamiento de problemas, hay que abordar el aspecto ideológico, o, por mejor decir, ético, implicado por la visión del pintor o del novelista. La voluntad o el deseo de representar la realidad toma apoyo en una «idea-fuerza legitimadora», que se convierte en certidumbre o, si se quiere, en fe. El artista realista, a pesar de los posibles pesimismos y desengaños, va movido por una fe: fe en la perfectibilidad de las condiciones de vida en Balzac, fe en el arte más que en el objeto de arte en Flaubert y, hasta cierto punto, en Maupassant y en los Goncourt, fe en la Historia y en el progreso en Pérez Galdós, en Alas, en Zola, en los pintores Courbet, Manet, Ramón Martí y Alsina, Joaquín Sorolla, fe en la tradición en los escritores y pintores costumbristas, en Pereda, en Alarcón, fe y confianza en la moral católica en Alarcón, Pereda, Emilia Pardo Bazán, etc. Convendría añadir que casi todos los novelistas realistas españoles tienen una conciencia más o menos aguda del misterio de la realidad; para Clarín, la realidad es, pero es misteriosa. Esta certidumbre (esta fe) orienta la visión hacia una cierta finalidad e informa la obra, como puede hacerlo una idea superior, pero personal, subjetiva, dando al arte realista, e incluso naturalista, una dimensión ideal, no necesariamente idealista, casi, casi romántica.

Ya se ve que -como dice Francisco Ayala- es difícil «marcar los contornos de un supuesto arte realista» (Ayala, 1974, pág. 70). Hasta tal punto que algunos estudiosos piensan que «no hay realismo, sólo hay realistas y muy diversos por el temperamento, el talento, las ideas» (Dumesnil, 1945, pág. 28).

La problemática realista, de cuya complejidad dan idea las anteriores consideraciones epistemológicas, no exhaustivas, enfocadas desde una perspectiva enriquecida por más de un siglo de reflexiones teóricas y críticas, dio lugar en el último tercio del siglo XIX a apasionados debates en los terrenos estéticos e ideológicos.

Conviene repetir aquí que por los años setenta aparece con pretensión hegemónica, dentro de la orientación realista, una doctrina que pretende aproximar la literatura a la ciencia. El Naturalismo teórico de Zola, expuesto en muchos artículos, desde 1866 hasta 1880, intenta definir para la literatura un método de aproximación a la realidad parecido al de las ciencias experimentales -observación, experimentación, impasibilidad ante los hechos...- y quiere hacer entrar en el campo literario los nuevos datos proporcionados por las ciencias: ciencias naturales, biología, fisiología, psicología, sociología, etc. Cuestión controvertida y no del todo zanjada todavía es la de la relación entre la orientación general realista y la doctrina naturalista. Para algunos críticos del siglo XIX, Manuel de la Revilla, Juan Valera, Ferdinand Brunetière, etc., el Naturalismo es una perversión del Realismo, «la demagogia del Realismo», según Manuel de la Revilla (Revilla, 1973, pág. 179), un indebido intento para acercar la literatura a la ciencia, pretensión que niega la especificidad de lo literario; y para todos sus impugnadores, la teoría naturalista es una torpe justificación de las «vulgaridades», «obscenidades» e «inmoralidades» que ostentan las novelas de Zola y de sus seguidores. Pero si dejamos a un lado las estridencias epidérmicas del momento más agudo de la polémica y si consideramos el conjunto del último tercio del siglo XIX, es indudable que la asimilación por los novelistas (aun por los que se declaran opuestos a la doctrina, como, por ejemplo, Pereda) de no pocos elementos tanto técnicos como temáticos propugnados por el Naturalismo contribuye a enriquecer notablemente el arte de escribir novelas, en el intento realista de «asimilación de la novela a la vida», como escribe Gonzalo Sobejano en un estudio de imprescindible consulta (Sobejano, 1988).

En todos los países europeos, el debate sobre el Naturalismo suscita una reflexión sobre la finalidad de la literatura y sobre el quehacer literario; sobre todo, el análisis crítico de las novelas de Zola, los Goncourt, Daudet, etc., que trae a colación las obras de los grandes autores realistas anteriores, Stendhal, Balzac, Dickens, provoca una discusión de gran alcance sobre la problemática de la novela y cuya influencia en el proceso mismo de creación es determinante. La penetración de las ideas y de la estética naturalistas produce una inflexión en todas las «literaturas nacionales» e informa, en un sentido u otro, la orientación realista cuando ya existe. Es el caso de Portugal, y basta citar a José María Eça de Queiroz (1845-1900); de Italia, donde el Realismo vivificado por el Naturalismo se denomina «verismo» (Petronio, 1984, págs. 59-66). Y es el caso también en España, donde, después de la publicación de La desheredada (1881) y después de la «polémica naturalista» (1880-1883), el Realismo se acerca a su verdadera dimensión ideológica y estética que seguirá profundizándose hasta el final del siglo.

En todas partes, el debate sobre Realismo (y Naturalismo) se centra en tomo a un género, la novela, por ser el más adecuado a tal orientación literaria. Para Clarín, la novela es «la épica del siglo», es el género más «oportuno», el que permite mejor captar y reflejar la realidad y el que alcanza mayor difusión: «Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar el pensamiento general a la cultura como el germen fecundo de la vida contemporánea» (Clarín, 1881, pág. 82). Sólo la novela posee la libertad expresiva que permite la representación artística de la complejidad de la vida. En el discurso crítico de la época, cuando se habla de Realismo se sobreentiende novela, y viceversa, así lo dicen los mismos títulos de las obras teóricas de Zola, La novela experimental, Los novelistas naturalistas,...

En cuanto al teatro, no supo o no pudo ponerse a la altura de los tiempos. No fue el género altruista de la regeneración artística y moral que, según Francisco Giner, debía imponerse después del predominio, en la primera parte del siglo XIX, de la poesía lírica (Giner, 1973). En el artículo El Naturalismo en el teatro, Zola nota, por los años de 1880, que «el espíritu del siglo, con su retorno a la naturaleza, con su necesidad de investigación exacta, iba a abandonar la escena, en la que le molestaban demasiados convencionalismos, para afirmarse en la novela, en la que el cuadro no tenía límites» (cit. en Bonet, 1990, pág. 138). A pesar de su gran afición al teatro, Clarín, que durante toda su vida de crítico aboga por una renovación de la escena apelando a Ibsen, a los experimentos del Teatro libre de Antoine, etc., acaba por confesar, como Zola, que el teatro (el de José Echegaray, de Victorien Sardou, de Alejandro Dumas hijo, de Émile Augier, etc.) no consigue librarse de convencionalismos, de cierto Romanticismo superficial y de procedimientos efectistas y novelescos que perjudican lo que Zola llama «la moralidad de lo verdadero». Zola, en su afán de unanimismo naturalista, quiere que el teatro, a pesar de los obstáculos con los cuales tiene que enfrentarse el dramaturgo, pueda llegar a ser un género auténticamente realista y hasta naturalista. En cambio, para Clarín la superioridad de la novela, cuando se trata de representar la complejidad de la vida, es incuestionable. La convención teatral impone traducir, de manera inadecuada, en «discurso bien compuesto lo más indeciso del alma, lo más inefable a veces», mientras que la novela, libre de cualquier traba, permite que el autor pueda «ir viendo en las entrañas de un personaje» mucho más de «lo que el mismo personaje puede ver dentro de sí y decirse a sí propio» (Beser, 1972, pág. 259).

Es, pues, de sumo interés mostrar cómo se plasma en España, poco a poco, una estética de la novela que si bien está siempre en estrecha relación con ideologías diversas, trasciende, en cierto modo dichas ideologías y permite que se pueda hablar de un gran Realismo del siglo XIX que agrupe autores de opciones históricas tan opuestas como pueden serlo, pongamos por caso, las de Pereda y Galdós, las de Alas y Alarcón, Emilia Pardo Bazán y Valera.

Para todos estos autores «la materia novelable» es la realidad humana y social inmediata. Así, el espacio y el tiempo novelescos son trasuntos del espacio -rural o urbano- y del tiempo real en que vive el novelista. Es decir, que la imaginación no interviene para elaborar mundos y ficciones extraordinarios. La ficción, pues toda novela es ficción, es ficción mimética regida por leyes que son imitación de las que imperan en la realidad. En cuanto a los personajes, deben tener tal grado de verosimilitud y de credibilidad como para suscitar la impresión de que son representaciones de seres vivos. Tales son los elementos estéticos de base que encontramos como denominador común en todas las novelas realistas. Es un aspecto de sobra conocido para que sea necesario insistir; tan sólo merece subrayarse que lo primordial es la ilusión de realidad que cualquier novela realista debe proporcionar. Para conseguir este resultado, la misión del artista -escribe Clarín en 1885 en su estudio crítico de Lo prohibido- «es este trabajo de reflejar la vida toda, sin abstracciones, no levantando un palmo de la realidad, sino pintando su imagen como la pinta la superficie de un lago tranquilo» (Beser, 1972, pág. 243). La comparación con «la superficie de un lago tranquilo» parece una petición de principio teórica y superficial, ya que prescinde de la realidad profunda del objeto pintado y presupone la objetividad y la impersonalidad de quien lo pinta. Afortunadamente los grandes novelistas saben -y Clarín más que nadie- que la realidad es compleja y que no hay realismo fuera de la visión del artista. Pero la cita, elegida entre muchas, dice bien que el artista debe guardarse de abstracciones, o sea, de generalizaciones indebidas o de ideas previas, es decir, que debe desconfiar de cualquier conato idealista.

Ahora bien, si consideramos el conjunto de la producción novelística del período, tanto en Francia como en España, y conjuntamente el discurso crítico que esta producción generó se evidencia la idea de que nunca se fija una fórmula definitiva de novela realista. A partir de los principios básicos evocados anteriormente, principios muy generales y por eso comúnmente aceptados, la novela es objeto de una problemática siempre abierta, y cuya evolución, esencialmente pragmática, es resultado de una constante interacción entre las obras y el discurso crítico. Además, tanto las obras como el discurso resultan influidos, condicionados por las ideologías, que sin cambiar sustancialmente después del período revolucionario (1848 en Francia, 1868-1874 en España) se ajustan a las situaciones político-sociales del entorno. Todo ello contribuye a que la novela sea el centro de la geometría variable de un conjunto de elementos que se ven constantemente en vías de perfeccionamiento. Y para el crítico, es sobremanera perturbador pensar que la novela realista más perfecta, Madame Bovary, sea obra de un autor que proclama y manifiesta su desprecio por la realidad y su odio al Realismo. Pero dejemos el vertiginoso caso de Flaubert que fascina (Bourdieu, 1992; Sartre, 1971; Vargas Llosa, 1975)1 y seguirá fascinando a todo aquel que intente explicar, si no el misterio, por lo menos la «alquimia» de la «ciencia» literaria, e intentemos clarificar lo que se puede aclarar.

Antes de enfocar el problema desde el ángulo de la creación literaria, es decir, antes de asomamos a la insoluble cuestión de la visión del novelista, es oportuno abordar dos aspectos determinantes, y hasta cierto punto relacionados, de la estética realista: el del lenguaje, y desde luego del estilo, y el de la impersonalidad.

«Uno de los problemas más importantes -escribe Sergio Beser- con que tuvo que enfrentarse la novela realista fue la creación de un lenguaje apto para la que era su intención primera: la transformación de la vida cotidiana en una realidad literaria autónoma» (Beser, 1972, pág. 47). A partir de la conciencia de que -según Clarín- las formas de expresión «son moldes estrechos para los pensamientos de que han de ser vehículos» (Ibid., pág. 65), todos los novelistas realistas se plantean el problema del lenguaje, pero lo hacen de manera pragmática reflexionando sobre los ejemplos de estilos ofrecidos por las novelas de otros. Así se explica que se vaya creando un lenguaje cada vez más adaptado al objeto y, desde luego, cada vez más adaptado al contenido, un lenguaje que permite traer la novela hacia la «mayor edad de la literatura» (hay notable diferencia entre la prosa de La Fontana de Oro, 1870, o de Doña Perfecta, 1876, y la de Fortunata y Jacinta, 1886-1887). Pero no debe perderse de vista que, para cada autor, la progresiva creación de un estilo cada vez más maduro y más flexible está en estrecha relación con la profundización de la visión de lo real. Sea lo que fuere, el lenguaje de la novela realista aparece en su conjunto como una progresiva conquista a la que todos los autores contribuyen. Por ejemplo, Clarín considera «digno de encomio y de imitación la manera de escribir» de Juan Valera «en cuanto se refiere al tecnicismo del arte del lenguaje literario», «a la llaneza del escribir», aunque no le parezca digno de recomendarse el estilo del autor de Pepita Jiménez, por no seguir éste «el movimiento natural de los sucesos e imponer el de su propio humor». Galdós, en el prólogo a El sabor de la tierruca, alaba a Pereda por haber hecho «la gran reforma» que consiste en introducir «el lenguaje popular en el lenguaje literario, fundiéndolos con arte y conciliando formas que nuestros retóricos más eminentes consideraban incompatibles». En el mismo prólogo advierte que «una de las mayores dificultades can que tropieza la novela en España consiste en lo poco hecho y trabajado que está el lenguaje literario para asimilarse los matices de la conversación comente» (Bonet, 1990).

El estudio más relevante y más profundo al respecto es la serie de artículos de Clarín titulada Del estilo en la novela (1882-1883) (Beser, 1972, págs. 52-86), que por sí sola bastaría para hacer del autor de La Regenta uno de los críticos europeos más lúcidos y más enterados. ¿Cuál es -pregunta Clarín- el estilo más adecuado a la novela moderna? (Para él, «la novela más moderna» es la llamada «naturalista», término que merece aclaraciones). La respuesta es en realidad una búsqueda, que permanece abierta, a través de las obras y de los estilos de Balzac, Flaubert, Zola, los Goncourt, Galdós, Pereda, etc., examinados según un método pragmático dinamizado por una firme convicción ideológica y estética. Por lo que se refiere al aspecto estético, lo primero es la ilusión de realidad que debe ser lo más perfecta que se pueda, para hacer que «el lector olvide el medio literario por el cual se le comunica el espectáculo de la realidad imitada». Tiene por excelente el estilo de Flaubert y el de los Goncourt y expresa su admiración por el autor de Madame Bovary, pero no le parece que el «estilo por el estilo» de éste o el «estilo artista» de los Goncourt sean «la condición esencial en la novela moderna» (Ibid., pág. 53). Pues «si el estilo ha de ser un primor que se admira por separado, que por sí solo encanta, haciendo olvidar el asunto [...] no salimos de la pura retórica de la declamación más o menos discreta» (Ibid., pág. 61). No tiene importancia que se equivoque Clarín al afirmar que Balzac es el novelista que mejor consigue «humillar el estilo» y «hacer olvidar al lector que hay una cosa especial que se llama estilo», cuando es bien sabido que el realista más «puro» es Flaubert; lo que importa aquí es la caracterización del estilo «modesto», el que huye de toda pretensión lírica, el que no hace alarde de humor, reprime cualquier expresión moralizadora; en una palabra, el estilo que «no se subleva para tiranizar el arte» (Ibid., pág. 62; sobre Clarín y el «arte por el arte», véase Vilanova, 1990, págs. 30-47).

Esta «modestia» del estilo implica, además del abandono de cualquier retórica, que el narrador se haga lo más discreto que pueda para que no transparezca su punto de vista; en una palabra, para que se llegue a la impersonalidad «a lo menos aparente», y la restricción debe subrayarse, que han conseguido Flaubert y Zola. Es evidente que esa «regla» de la impersonalidad es una superación de las posiciones ideológicas que inducían a Clarín a alabar las «novelas tendenciosas» de Galdós anteriores a La desheredada; es, a lo menos aparentemente, una conquista estética sobre las ideologías. En realidad, esta nueva posición es resultado de un traslado de fe. La reflexión sobre el Naturalismo desemboca en la certidumbre de que la verdad es «inmanente» a la realidad y que desde luego es más «objetivo», de mayor credibilidad y, por tanto, más eficaz, pintar las cosas como son que mostrar cómo deberían ser, es decir, que es inútil añadir cualquier dimensión idealista a la novela, ya que la realidad no puede deparar sino provechosas enseñanzas (Lissorgues, 1989, II, págs. 160-162).

Tanto más cuanto que la impersonalidad no debe confundirse con la neutralidad. Sobre este punto conviene citar la siguiente síntesis de Gonzalo Sobejano: «Podría decirse, pues, que la impersonalidad es una meta a la que estos escritores naturalistas se aproximan, pero a la que no sacrifican ciertas tendencias autoriales: la tendencia satírica y la elegiaca, Leopoldo Alas; la ironizadora, Palacio Valdés; la educativa, Galdós; la moralizante, Pereda. Y, a decir verdad, debe reconocerse que la impersonalidad es un ideal, como todos los ideales "imposibles". La prosa impávida de Flaubert disimula, pero no anula, el impulso romántico reprimido del gran artista, que siembra de líricos destellos el bien labrado tapiz del relato. La prosa de Zola, tan atenta a la del mundo que minuciosamente describe, estalla de vez en cuando en relámpagos de impresiones y en nimbos simbólicos. Pues de lo que se trata no es de que el creador, o experimentador, suprima su personalidad (ésta aparecerá como manifestación de su temperamento, si bien sujeta al control de la verdad). Se trata de que el narrador no descubra su subjetividad, guarde para sí sus emociones y exponga, sin parcialidades ni tesis, lo observado» (Sobejano, 1988, pág. 591). Cuando Zola afirma que la obra de arte es «un trozo de creación visto a través de un temperamento», o cuando Emilia Pardo Bazán escribe que «la novela es traslado de la vida y lo único que el autor pone en ella es su modo peculiar de ver las cosas» (Pardo Bazán, 1881), confiesan que tienen conciencia de que la representación es resultado de la visión que el pintor o el novelista tienen de la realidad observada. Lo que llamamos visión traduce la irreductible implicación del sujeto en cualquier intencionalidad de objetivismo y escapa a cualquier pretensión de definición, como tampoco es explicable la noción de temperamento. A lo más podemos, desde fuera y acudiendo a categorías racionales extrañas a la naturaleza misma de lo que denominamos visión, intentar deslindar campos en algo que es irreductiblemente homogéneo.

Podemos aceptar, por ejemplo, que la percepción de las cosas esté condicionada por cierta intencionalidad de tipo moral o ideológico. «Por lo que toca a la realidad, que no está compuesta -escribe Clarín en un artículo de 1890 dedicado a La prueba de Emilia Pardo Bazán-, se ha de ver que la realidad no es cosa artística; pero desde el momento en que se imita la realidad para ser contemplada, hay que tener en cuenta que se transforma en espectáculo, y entonces aparece la perspectiva, la composición en el arte, la cual en la realidad, como tal, no existe, pues no se presenta sino con el espectador» (cit. en Lissorgues, 1982, págs. 49-50). La única verdad cognoscible se sitúa, pues, en la relación dialéctica entre lo real y la conciencia, entre la realidad y la «idea», y ésta tiene el papel activo en la organización del sentido. El artista debe respetar la realidad, «humillar el estilo», pero no puede renunciar a la superioridad de su mirada sobre las cosas. Y esta percepción está condicionada por la «idea» previa, legitimadora de la existencia, o por la ideología, aun cuando no se manifieste intencionalidad. «La representación artística -habla siempre Clarín y en Del Naturalismo, 1882 (Beser, 1972, pág. 121)- requiere siempre la intervención de la finalidad del artista y de su conciencia y habilidad».

Otro aspecto que podemos relacionar con cierta forma de intencionalidad, pero que también procede del concepto mismo de realidad, es el afán de representación total a que tiende la novela realista. No hay representación artística verdadera y, por tanto, no hay perfecta ilusión de realidad, si falta, por incapacidad o por propósito deliberado, la gran trascendencia artística de copiar «toda» la vida. «El arte -concluye Clarín- debe ser reflejo, a su modo, de la verdad, porque es una manera irreemplazable de formar conocimiento y conciencia total del mundo bajo un aspecto especial de totalidad y sustantividad que no puede dar el estudio científico» (Beser, 1972, pág. 143). El arte es, pues, para los verdaderos realistas -los que tienen conciencia de que la realidad no literaria es compleja y misteriosa- superior a la ciencia, ya que ésta no puede ir más lejos de lo que permite la razón, es decir, que se detiene en la «geometría» de las cosas. Sólo el artista, «ayudado de esas facultades que en general se llaman intuitivas» -Clarín es quien lo dice y, merece subrayarse, en el artículo en que defiende el Naturalismo (Ibid., pág. 147)-, puede ir más allá de las fronteras de lo positivo. Desde luego, este Realismo que bien podemos llamar poético, ya que trasciende las fronteras de lo positivo, es el Realismo de Leopoldo Alas, el de Pérez Galdós a veces, y también a veces, afortunadamente, el de Zola, a pesar de sus doctrinas (Lissorgues, 1992, págs. 25-33).

La visión está también enriquecida por un complejo de influencias diversas de varias procedencias: las bellas artes, como se ha mostrado anteriormente; la música, cuya influencia en la novela realista está por estudiar, y todos los elementos que pertenecen al tesoro cultural personal del artista. También se sabe, gracias a la psicocrítica y a la crítica psicoanalítica, que la visión está informada por todo el complejo afectivo, por los mitos sepultados, por lo subconsciente, por lo inconsciente...

Así que, después de tantas teorías críticas yuxtapuestas sobre la literatura y sobre el Realismo, bueno sería volver al estilo, al estudio del estilo que lo contiene todo, ya que es el encuentro de una conciencia (con todas sus dimensiones, incluso inconscientes) con su lenguaje. Es casi una perogrullada... que hemos olvidado. También era una evidencia para Zola, no el teórico sino el crítico y, por supuesto, el creador. El verdadero Naturalismo literario es el que intenta conciliar el método analítico del científico con el temperamento del artista.

A pesar de lo que afirmaron y siguen afirmando los manuales de historia de la literatura, que sólo han definido el Naturalismo a partir de la doctrina, Zola crítico tiene conciencia, aunque no profundiza nunca este aspecto, de la especificidad de la literatura; pero no era éste el caso de Duranty y Champfleury, teóricos algo superficiales del Realismo. En la novela, la representación de la realidad, la expresión de la verdad, el análisis del documento..., son inseparables -dice Zola- de un estilo, expresión a su vez de un temperamento que da «a lo verdadero el poder de una resurrección por medio de la intensa vida» (cit. en Mitterand, 1986a, pág. 27). Para el autor de Germinal, «un gran novelista es aquel que tiene el sentido de lo real y que expresa con originalidad la naturaleza, haciéndola vivir con su propia vida» (Bonet, 1988, pág. 193).

El estilo para el novelista realista es el crisol en el que se funde la representación racional de la realidad con la compleja visión de esta misma realidad. En suma, el estilo es la expresión del talento, como afirma el mismo teórico de la novela «científica», es decir, de algo que la ciencia no puede explicar. Como cualquier literatura, la literatura realista es una transgresión, o sea, como afirma Kant, un deseo poético de ensanchar los límites de la condición humana.




El modelo teórico del Naturalismo. Ciencia positiva y literatura. Propuestas estéticas y temáticas. El debate sobre el Naturalismo y el Simbolismo

Esta especificidad de la literatura a la que se alude en las últimas líneas del apartado anterior no se impone hoy como primera evidencia en el caso del Naturalismo, cuando éste se ve, de manera demasiado exclusiva, a través de la doctrina absoluta elaborada por Émile Zola (1840-1902) y de las doctrinas relativas derivadas de ella, como la de Leopoldo Alas o de Emilia Pardo Bazán. Si bien es imprescindible que el crítico y el historiador de la literatura acudan al discurso por el cual cualquier movimiento literario intenta definirse y justificarse, no deben concederle -y en general no le conceden- más valor que el de ser un discurso. Ahora bien, el Naturalismo doctrinal, tanto el de Zola como el de Alas o de la condesa de Pardo Bazán, es tan significativo, de tal peso cultural e ideológico que fue, y sigue siendo a veces, previo y privilegiado objeto de estudio, hasta tal punto que las obras, las novelas, pudieron aparecer como consecuencias coherentes de un discurso coherente; lo cual sólo es exacto hasta un cierto punto: aquel en que empieza la literatura. Seguir los caminos de una doctrina rigurosamente cuadriculada por abstracciones y conceptos (encuesta, experimentación, determinismo, herencia, fisiología, etc.) antes de alcanzar el bosque de la creación es exponerse a cruzar el bosque siguiendo sólo los caminos doctrinales y a reducir los monumentos literarios que son Los Rougon-Macquart, La Regenta, Fortunata y Jacinta, Los pazos de Ulloa, etc., a mapas documentales.

Cuando uno de los más eminentes especialistas en Zola, Henri Mitterand, confiesa que todavía no se han desvelado las enormes potencialidades encerradas en la escritura de Los Rougon..., se comprenderá que el historiador de la literatura, consciente de la dificultad de su tarea, ponga salvedades para que no se confundan dos actividades de naturaleza distinta, aunque fuertemente relacionadas: la que construye el discurso naturalista y la que se dedica a la creación imaginativa (no imaginaria) de un mundo novelesco. Y eso que no puede prescindirse del discurso, porque condiciona previamente la construcción del universo literario, el cual a su vez ejemplifica la doctrina. No existiría novela naturalista si, fuera de las fronteras del quehacer literario, no se hubiera desarrollado el discurso sobre Naturalismo; y éste, sin aquélla, sería únicamente lo que es: un mero (y discutible) ensayo sobre literatura y ciencia.

Dos consideraciones previas se imponen antes de caracterizar al Naturalismo literario.

Ante todo, Naturalismo, como doctrina completa y coherente, sólo hay uno: el elaborado, definido y difundido por Émile Zola desde 1868 (prefacio a la segunda edición de Thérèse Raquin) hasta 1880-1881 (Le Roman expérimental, 1880, y Les Romanciers naturalistes, 1881). Sin embargo, no puede olvidarse el papel desempeñado por los hermanos Goncourt en el paso del Realismo, definido por Duranty y Champfleury, al Naturalismo; Thérèse Raquin, como novela, se relaciona más con Germinie Lacertenx (1864) que con «la historia natural» de la familia Rougon. Sea lo que fuere, el Naturalismo de Zola es el que se difunde en Francia suscitando adhesiones y encarnizadas polémicas y el que pasa las fronteras e influye en todas las literaturas nacionales europeas, en las que aparece, por algunos años, si no como la panacea de la nueva verdad literaria, por lo menos como una avanzada de la modernidad, como, según Clarín, «la doctrina del arte sincero, apropiado a las reales necesidades estéticas de la vida moderna» (Beser, 1972, pág. 113).

En segundo lugar, no se puede entender bien el Naturalismo si no se sitúa en el contexto cultural e ideológico de la época. Si llega a ser, en Francia, la doctrina literaria dominante durante algunos decenios es gracias al dinamismo y a la fuerza de convicción de Zola, pero sobre todo gracias a la capacidad del autor de L'Assommoir y de Germinal para captar y plasmar la «poesía» del momento, es decir, el sueño mesiánico de lo que entonces aparecía como las infinitas posibilidades de la ciencia.

Es preciso, pues, en un primer momento, evocar brevemente qué papel representa la ciencia en la mentalidad más o menos ilustrada de la segunda mitad del siglo XIX, hasta la última década. Se sabe que la situación histórica y las condiciones socioculturales de España no permiten que el pensamiento positivo y la adhesión a la ciencia alcancen el nivel hegemónico que tienen en Francia. Como el Naturalismo es el corolario, en el campo literario, de la filosofía positivista y del pensamiento científico, el grado de aclimatación de la doctrina en cada país europeo y en España depende de lo que se cree la «idiosincrasia» colectiva, del peso de las tradiciones nacionales y, desde luego, de las posibilidades de implantación de la mentalidad positiva. Es importante, pues, subrayar las características de lo que, para los demás países europeos, es el modelo francés (admirado u odiado) del pensamiento moderno que permite la construcción de una doctrina literaria completa en total consonancia con el estado de la ciencia y que algunos autores califican de «Naturalismo íntegro» (Lemaitre, 1982, pág. 438).

Durante la segunda mitad del siglo, la ciencia sale del estrecho campo de los especialistas, se seculariza y, entroncando con la doctrina elaborada por Auguste Comte en su Curso de filosofía positiva (1830-1842), suscita una verdadera fe en la razón y en el descubrimiento progresivo de las leyes que rigen los fenómenos naturales. La fe en la ciencia desencadena una entusiasta sed de conocimiento, en Francia primero y también en otros países donde surgen sistemas filosóficos (el de Haeckel, el de Spencer) que pronto se hacen internacionales y alimentan en todas partes apasionadas y acaloradas discusiones. Esta ebullición intelectual trasciende el campo de la intelectualidad, se populariza gracias a la prensa y a la publicación de un sinnúmero de obras de vulgarización, diccionarios, enciclopedias, etc. En Francia, la editorial Hachette, en la que el joven Zola tiene un empleo, desempeña un papel de primer plano en la popularización y en la difusión del «nuevo enciclopedismo», del positivismo y de la libertad de pensamiento científico y político (Mitterand, 1986a, pág. 13). Así, en la clase media y en la burguesía, se forma poco a poco un nuevo público más enterado y capaz de interesarse por la antropología, la etnografía, la medicina, la biología, etc.

Más importante, para nuestro propósito de aclarar las condiciones de la emergencia y del arraigo del Naturalismo literario, es la aparición, en la estela del positivismo y de la ciencia popularizada, de una mentalidad y hasta diremos, forzando un poco el término, de una filosofía que se cree unitaria y totalizadora y que suele llamarse scientisme en francés y cuyo imperfecto equivalente español es cientificismo. Además de los conocimientos proporcionados por la ciencia experimental -la química, la física, la biología y luego la medicina, la psicofisiología, etc.-, el cientificismo se enriquece con todas las grandes teorías científicas, como el transformismo de Georges Cuvier (1769-1832), el evolucionismo de Charles Darwin (1809-1882) (El origen de las especies por medio de la selección natural, 1859; traducción francesa: 1862; recordemos que la traducción española se publica entre 1876 y 1885). A su vez, el mismo cientificismo es capaz de generar sus propias hipótesis y teorías; por ejemplo, las leyes del determinismo biológico de la herencia, tales como las asienta el doctor Prosper Lucas en su, tan importante para Zola, Traité philosophique et physiologique de l'hérédité naturelle (1850), o el positivismo sociológico de Hippolyte Taine (1828-1893), de tanta resonancia en todos los países europeos (Histoire de la littérature anglaise, 1864), son más productos del cientificismo filosófico que de la ciencia pura. Es una evidencia, como lo es también, a pesar de que nos atañe demostrarlo, que la doctrina del Naturalismo literario de Zola es producto del cientificismo que impregna el espíritu de su autor. En resumen, podemos decir que el cientificismo aparece como la avanzada dinámica y, por la parte de fe que implica, utópica, de la mentalidad positiva.

Como el positivismo, el cientificismo se desentiende de lo no explicable, porque lo no explicable es meramente lo no explicado todavía. Basta tener confianza, fe en el poder infinito de la ciencia, para creer que un día se explicará toda la vida, y las causas primeras y las causas finales. En tal pensamiento no caben la religión y la metafísica, que según Comte son supervivencias anacrónicas de las edades teológicas y metafísicas en los nuevos tiempos de la edad positiva. Renán, en L'avenir de la Science (escrito en 1848 y publicado en 1890), exalta la revolución científica: «El mundo verdadero que nos revela la ciencia es muy superior al mundo fantástico creado por la imaginación [...]. Al método experimental, que algunos se complacen en representar como estrecho y sin ideal, estaba reservado revelamos, no ese infinito metafísico cuya idea es la base misma de la razón humana, sino ese infinito real, que nunca alcanza el hombre en las más atrevidas excursiones de su fantasía» (cit. en Tadié, 1970, pág. 76). Los adeptos del cientificismo adoptan por mimetismo el lenguaje de la ciencia: hechos, nada más que hechos, y nada más que relaciones de causas a efectos entre los hechos, experimentación, evolución, determinismo... Se atrae a la ciencia fuera de sus fronteras para que lo informe todo -la sociedad, la política, la literatura- en espera de que lo explique todo: las pasiones, los pensamientos..., la vida. El texto siguiente de Paul Bourget -sacado de Études et portraits (1906)- resume bastante bien, aunque con la distancia del desprecio, la tendencia dominante: «Taine pretende encontrar la ley fija que domina toda la producción de las obras de arte en un país. Renán se propone determinar las condiciones exactas que rigen el nacimiento, el desarrollo y la decadencia del fenómeno religioso. Luego, Zola titulará una serie de relatos Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Levantará un "árbol genealógico" de sus personajes, el cual es un código de las leyes de la herencia. [...] Los sociólogos y los políticos de la misma época pretenden, ellos también, poner al servicio de sus teorías los métodos de esa ciencia experimental. [...] Hasta los poetas se precian de renovar el arte de los versos por la ciencia [...]» (cit. en Tadié, 1970, pág. 75).

En Francia, por los años sesenta, el escritor, por lo menos el novelista, que ya se ha puesto a la altura de los tiempos y sigue por motivos éticos y estéticos la orientación realista, no puede quedar al margen de la corriente cientificista. Del anhelo de observar y pintar la realidad surge el deseo de comprenderla y explicarla, para lo cual se acude naturalmente a la ciencia, cuyo prestigio por aquellos años fascina e impregna las mentalidades y el imaginario colectivo. Además, la fe en la ciencia y la certidumbre inmediata que proporciona ofrece a los intelectuales y artistas una dinámica compensación ante la desilusión política causada por el fracaso de la Revolución del 48 y por la imposición del Segundo Imperio y ante el despreciado orden burgués. La intelectualidad española encuentra también en el conocimiento y en la ciencia una justificación de su dinamismo (Véase 1.4.)

Al artista «realista» que, como Flaubert o los poetas parnasianos, se refugia por odio a la vulgaridad del entorno en el arte, única verdad que reconoce y acata, sucede el novelista naturalista, para quien la materia de la novela es lo primero, pues se le atribuye los caracteres de un objeto científico, mientras que la forma se quiere considerar como mero soporte del estudio. Teóricamente -sólo teóricamente, hay que insistir- el paso del realismo flaubertiano al Naturalismo de los Goncourt o de Zola, se traduce por una inversión estética en la relación fondo y forma. La doctrina naturalista, completa y coherente, es decir, la de Zola, es un producto del cientificismo imperante en los primeros decenios de la segunda mitad del siglo: representa el deseo y el intento -nunca repetido en la historia de las letras- de hacer entrar la literatura en el campo de la ciencia. El discurso naturalista nos aparece hoy como una pretensión, algo ingenua, nacida al calor del sueño cientificista. En su forma más cumplida -la que se da en Le Roman expérimental-, debe tomarse por lo que fue, un sueño de época, expresión del deseo de «una construcción fantasmática de una teoría del relato» (Mitterand, 1986a, pág. 33). Prueba de ello, de que fue un sueño de época, es que casi todos los novelistas realistas de los años setenta (Alphonse Daudet, 1840-1897; Joris Karl Huysmans, 1848-1907; Paul Margueritte, 1860-1918; Guy de Maupassant, 1850-1893; Rosny Ainé, 1856-1940, y otros menos conocidos hoy: Paul Adam, 1862-1920; Paul Alexis, 1847-1901; Henry Céard, 1851-1924, etc.: véase Colin, 1988) compartieron las ideas de Zola, que se impuso como jefe de escuela. Los que manifestaron dudas y reticencias (Flaubert, Maupassant, Huysmans) lo hirieron acudiendo sólo a argumentos estéticos y no se les ocurrió impugnar las bases «científicas» (herencia, determinismo biológico y sociológico) del sistema. Otra prueba es que en los demás países europeos, donde las condiciones socioculturales no autorizaban en igual medida que en Francia el desarrollo del cientificismo, sólo arraigaron algunos aspectos del Naturalismo zolesco, los menos «fantasmáticos». Al respecto, el «Naturalismo» español es particularmente sintomático y significativo.

Por lo demás, Zola no es el primero que intenta acercar la novela a la ciencia. Los Goncourt proponen ya desde 1864 un modelo de novela conforme con la teoría positivista de Taine, que, en 1863, en el prefacio a Historia de la literatura inglesa, escribe: «El vicio y la virtud son productos como el vitriolo y el azúcar, y cualquier dato complejo nace del encuentro con otros datos más sencillos de los que depende», y estos datos más sencillos son «la raza, el medio, el momento». El prólogo a Germinie Lacerteux de los Goncourt es, en el plano del discurso sobre la novela, una etapa decisiva en el paso del Realismo (definido por Duranty y Champfleury) al Naturalismo, etapa magistralmente estudiada por Auerbach (1968). Son los primeros en establecer un paralelismo entre el desarrollo de la ciencia en el siglo XIX y el de la novela. Entre ciencia y novela no hay diferencia de principios ni de métodos. «La novela se ha impuesto los estudios y los deberes de la ciencia» y su carácter científico le otorga derecho para tomar como objeto todo lo real, incluso las miserias y los vicios de los de abajo, de los pobres, que nunca hasta la fecha han accedido con dignidad a la representación artística: «Las lágrimas de abajo podrían hacer llorar, de igual manera que las de arriba». Aspiran, y lo proclaman, a escribir una novela total que abarque tanto lo bajo como lo alto. Pero no lo consiguen, no pueden ir más allá de la novela monográfica de casos patológicos (Charles Dumailly, 1860; Soeur Philomène, 1861; Germinie Lacerteux, 1864, etc.). Su cientificismo encuentra escrupulosa aplicación en casos aislados, pero no llega hasta el descubrimiento de una estructura general que unificaría el mundo novelesco. Por eso también sus novelas se atienen a un modelo más bien tradicional: el relato se construye alrededor de un personaje principal, que constituye el lazo unificador y da el título. El estilo no debe alterar la pureza del documento, y el estilo artista, intento de redención literaria de la narración, por su carácter pictórico e impresionista, tiene como finalidad «hacer ver» y comunicar la emoción... del documento. A pesar de sus limitaciones -yuxtaposición monográfica, ausencia de visión sintética de la sociedad, etc.-, la obra de los Goncourt es el primer intento de acercamiento de la literatura a la ciencia, la primera manifestación cientificista de lo que todavía no se llama Naturalismo; además, proporciona modelos.

Con Thérèse Raquin, Zola aparece en efecto como un discípulo de los Goncourt; como ellos, elige un caso de patología humana y como ellos centra el relato en un personaje (más bien en dos), cuyo nombre da el título a la novela. Pero el prefacio a la segunda edición (1868) revela que la doctrina esbozada por los Goncourt se hace más coherente, se afirma rotundamente la voluntad de imitación del modelo científico: «He querido estudiar temperamentos, no caracteres», «he hecho en dos cuerpos vivos el trabajo analítico que el cirujano hace en los cadáveres». Thérèse Raquin muestra, y el prefacio lo subraya, que Zola ha encontrado el primer principio unitario de la explicación del hombre y, desde luego, el primer principio de unidad del mundo novelesco: el determinismo biológico, presentado en varios tratados como verdad inconcusa (Prosper Lucas, Traité philosophique et physiologie de l'hérédité naturelle, 1847-1850; Jacques Moreau de Tours, La Psychologie morbide dans ses rapports avec la philosophie de l'histoire ou De l'influence des névropathies sur le dynamisme intellectuel, 1859; Charles Letourneau, Physiologie des passions, 1868, etc.).

La actividad de Zola en los años que siguen es verdaderamente asombrosa; hasta 1881 es conjuntamente periodista, crítico literario, teórico de la literatura, apasionado polemista, creador de novelas. La enorme popularidad que alcanza su nombre en Francia y fuera de Francia se debe a la fuerza militante con la que construye y defiende una doctrina que, por un tiempo, unifica en tomo a la literatura, es decir, dentro y fuera del campo literario (Bourdieu, 1992, págs. 183-189), elementos y aspiraciones de lo que se cree la forma más moderna de pensar y ver el mundo; pero se debe sobre todo a la capacidad creadora y visionaria del autor de L'Assommoir (1877), Nana (1880) o Germinal (1885), obras que, según los códigos de recepción de la época, aparecieron como audaz expresión de una aspiración liberadora (por lo que se refiere al cuerpo, al erotismo), atrevida sátira de la corrupción moral y social, escandalosa ostentación de lo sucio, de lo «pútrido», y peligrosa puesta a la luz del día de aspectos y problemas sociales que la burguesía quería ignorar.

Por lo que hace a la relación entre el pensamiento teórico y la creación novelesca -relación hoy no totalmente aclarada y tal vez no del todo aclarable- es de interés estudiar la arquitectura de la serie de Los Rougon..., tal como lo planea el autor antes de la redacción. Cuando empieza a emplear el término de Naturalismo, poco después de la segunda edición de Thérèse Raquin, Zola tiene ya el proyecto bastante claro de una construcción novelesca estructurada por principios que se creen derivados de las últimas aportaciones de la ciencia. El primero es el del determinismo biológico que ya da unidad a Thérèse Raquin; pero para superar el modelo monográfico de los Goncourt e ir hacia la novela total, falta un principio unificador de alcance social. Zola lo encuentra en la teoría del determinismo sociológico que procede de Comte y en el cual Taine fundamenta parte de su teoría científica de la crítica literaria. De la conjunción sistemática entre la teoría del determinismo biológico y la del determinismo sociológico nace la definición de la novela naturalista, «gracias a la síntesis entre la representación exacta de lo real y una filosofía mecanicista del hombre y de la sociedad» (Lemaitre, 1982, pág. 441). También Zola ha reflexionado sobre el fresco humano y social que es La comédie humaine de Balzac, representación realista de la sociedad francesa de los años treinta, pues su ambición es hacer la historia natural del mundo del Segundo Imperio. Ahora bien, estructurar la serie de Los Rougon a partir de los lazos generacionales que unen a los miembros de una misma familia le permite hacer la síntesis naturalista de lo biológico (transmisión de lo atávico que determina a cada personaje) y de lo sociológico (exploración de los varios medios sociales, altos y bajos, de los que dependen esos personajes y en los que evolucionan).

El árbol genealógico de la familia de los Rougon-Macquart (publicado al principio de Une page d'amour, 1878, y de Le Docteur Pascal, 1893), elaborado según las «verdades» deparadas por las últimas teorías científicas, permite la construcción de un mundo novelesco que cobra unidad y coherencia. Es la primera demostración, según el cientificismo de Zola, de que la ciencia puede, y debe, informar la literatura. El riesgo radica en que si uno de los pilares «científicos» se revela huero, todo el edificio puede desmoronarse. Efectivamente, el mismo Zola, hacia 1890, se enteró de que el determinismo biológico no era más que una hipótesis, muy discutible y muy frágil. La arquitectura científica se desmoronó, pero permaneció incólume el monumento literario. Prueba de que la literatura, aún estrechamente condicionada por elementos exteriores a sí misma, como puede serlo un discurso teórico, es infinitamente superior a esos elementos exteriores y a cualquier teoría.

El término Naturalismo es interesante por la superposición de sentidos depositados en él por la tradición filosófica, científica y artística, sentidos con los cuales Zola parece jugar para recortar una etiqueta significativa. El Naturalismo, movimiento literario impuesto por los nuevos tiempos, no es, sugiere Zola, un fenómeno fortuito, ya que se percibe su presencia en los siglos anteriores: «La palabra Naturalismo -escribe en 1881- se encuentra en Montaigne, con el sentido que le damos hoy», cit. en Mitterand, 1986a, pág. 22). Así puede relacionarse el movimiento con, por ejemplo, Diderot y el Enciclopedismo: «Los naturalistas -dice Diderot- no admiten Dios, sólo creen en una sustancia material» (cit. en Pagès, 1989, pág. 23). Pero el vocablo figura también, y desde el siglo XVIII, en el campo léxico de las bellas artes; lo emplea Baudelaire en su crítica de arte para designar a los pintores que, como Courbet o Millet, toman como motivos escenas y personajes de la vida cotidiana, de la vida natural. Los varios sentidos separados de la palabra se juntan en la denominación elegida, para que sea la representación unitaria de lo que Zola quiere que sea realmente el Naturalismo: una teoría sincrética de la literatura que acoja la filosofía materialista, las ciencias naturales, la pintura realista... Así, la etiqueta cobra valor de categoría conceptual capaz de alzarse al mismo nivel de empleo clasificador que Romanticismo o Realismo.

Tanto es así que el mismo Zola, a pesar de proclamar que el Naturalismo no es una escuela ni siquiera un movimiento, se porta como el jefe que dedica, con ardor mesiánico, toda su actividad de teórico, crítico y polemista a la elaboración y a la defensa de una doctrina exclusiva y con pretensiones hegemónicas («La República será naturalista o no será»; cit. en Guedi, 1971, pág. 343). Para ensanchar la base del Naturalismo y darle una tradición literaria, Zola emprende una nueva lectura crítica de las obras de Stendhal, Balzac, Flaubert, lectura que le lleva a considerar a estos novelistas como precursores del movimiento que alcanza cierta madurez con los Goncourt, Dumas hijo, etc., y por supuesto él mismo.

Por otra parte se empeña en delimitar el campo de la escuela véase la tesis de Bourdieu (1992) sobre este punto-, que se define también por lo que rechaza, es decir: el idealismo místico de los simbolistas que se basa en «lo sobrenatural», o sea, el idealismo «de los escritores que se apartan de la observación y la experiencia para basar sus obras en lo sobrenatural y lo irracional, que admiten unas fuerzas misteriosas más allá del determinismo de los fenómenos» (Bonet, 1988, pág. 49); el idealismo clásico, que estudia al hombre abstracto, el Romanticismo, que huye de lo real y se complace en lo imaginario; e incluso el Realismo (tal como lo han definido Duranty y Champfleury), que no quiere ser más que fotografía impersonal de la realidad.

En cuanto a las ideas matrices de la doctrina, incansablemente repetidas, son fáciles de resumir. La primera es la idea de verdad que se sitúa en el seno mismo de la problemática cientificista e ideológica de la segunda mitad del siglo: verdad en la representación del medio, de las pasiones... Correlativamente, se insiste en la lógica de las relaciones entre los hechos y en la lógica del encadenamiento de las situaciones. Por fin, Zola proclama reiteradamente la total independencia del Naturalismo con respecto a los dogmas religiosos, filosóficos, estéticos.

Las palabras clave, en tomo a las cuales el autor de Le Roman expérimental y de Les Romanciers naturalistes explicita la doctrina son: realidad, naturaleza, observación, encuesta, documento, análisis, lógica, experimentación, determinismo, etc., palabras todas que proceden del campo de la ciencia experimental.

El historiador de la literatura se ve obligado a evocar Le Roman expérimental (1880; traducido tardíamente en España -1890-, pero conocido y comentado desde los primeros años de los ochenta) por ser la obra teórica más conocida, más difundida en Francia y en los demás países europeos. Pero es la más discutible, desde el punto de vista de la teoría literaria, pues es una ejemplar extrapolación cientificista, que más perjudica que aclara el Naturalismo literario y da argumentos a los enemigos del movimiento como Brunetière (véase Le Roman naturaliste, 1883). Le Roman experimental es un intento de adaptación de la novela al método científico expuesto por Claude Bernard en su Introduction à la médecine expérimentale (1865): «Si el método experimental ha podido ser trasladado de la química y de la física a la fisiología y a la medicina, lo puede ser de la fisiología a la novela» (Bonet, 1988, pág. 40). Esta concepción de la literatura sólo puede entenderse según la lógica cientificista y positivista que limita la realidad a lo cognoscible y no quiere saber nada de la parte de lo real que está en la sombra; ahora bien, la novela es una representación de la vida -de un «trozo de vida», si se quiere, según la estética naturalista- y la vida no puede reducirse a mero encadenamiento de hechos visibles. Además, la novela, por fuerte que sea la intención mimética, no puede eximirse de la representación imaginativa, de la visión del novelista, sin la cual dejaría de ser novela y se reduciría a mero tratado. Estas evidencias no perturban el entusiasmo del redactor de Le Roman expérimental, que, sin embargo, cuando se deja llevar por la escritura novelesca intenta captar (¡y por empatía!) esas cosas de la vida tan poco científicas que no tienen nombre («les sentiments innommés» bien presentes en la «historia natural» de la familia Rougon-Macquart). A pesar de eso, el teórico repite incansablemente frases como la siguiente: «En una palabra, debemos operar sobre los caracteres, sobre las pasiones, sobre los hechos humanos y sociales, como el químico y el físico operan sobre la materia inerte» (Bonet, 1988, pág. 43).

Pero si se lee bien Le Roman expérimental (que no se ha leído siempre bien), la novela de que nos habla no existe, nunca se ha escrito (Mitterand, 1986a, pág. 48). Le Roman expérimental es más expresión de una utópica aspiración que una teoría de la novela: «Ser amos del bien y del mal, regular la vida, regular la sociedad, resolver a la larga todos los problemas del socialismo, aportar sobre todo bases sólidas para la justicia resolviendo cuestiones de criminalidad, todo ello, ¿no es acaso ser los más útiles y los más morales obreros del trabajo humano?» (Ibid., pág. 44). Es la prueba de que el más voluntarioso defensor de lo positivo en literatura no escapa del idealismo y hasta encuentra los acentos del romántico y mesiánico lirismo: «Nos lanzamos a la conquista de lo ideal utilizando todos los conocimientos humanos» (Ibid., pág. 58).

Y, de hecho, en las novelas de la serie de Los Rougon, dos principios opuestos están en perpetuo conflicto: el principio determinista que lleva al pesimismo, y un principio de vida y acción que se afirma cada vez más y desemboca (en Le Rêve, 1888; en Le Docteur Pascal, 1893, y hasta en Germinal, 1885) en la libertad y la esperanza. Este conflicto, perceptible en la novela, es reflejo del íntimo conflicto de Zola, «víctima» de las «verdades» científicas de la época y movido, por otra parte, por un dinamismo creador que en sí mismo es una afirmación de esperanza. En ese dinamismo que le lleva, más allá de los fundamentos científicos del Naturalismo, a la representación épica del mundo humano y social de la época (Lemaitre, 1982, págs. 446-448).

Cuando, a la altura de la última década del siglo, Zola se da cuenta de que las «verdades» de la ciencia no son tan absolutas como creía, su natural optimismo se impone y las novelas de las series Les trots villes (1894-1898) y Les Quatre Évangiles (1899-1902) pueden ya calificarse de idealistas. Sigue viva la confianza en el progreso humano y social fundado en la ciencia y se afirma la fe en la justicia y en el triunfo de las fuerzas de la vida (Lemaitre, 1982, pág. 451).

Así pues, la parte más discutible de la obra teórica de Zola es verdaderamente Le Roman expérimental. Sin embargo, es la que proporciona argumentos, en pro y en contra del Naturalismo, en los debates, más ideológicos que literarios, del Ateneo de Madrid y de la prensa cuando irrumpe «la cuestión palpitante» en España (Pattison, 1969). Pero gracias al discernimiento de algunos críticos y novelistas -Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Rafael Altamira (1866-1951), Urbano González Serrano (1848-1904), etc.- la influencia del Naturalismo y de la obra novelesca de Zola es infinitamente más fecunda de lo que la «historia externa» del movimiento puede dejar suponer.

En nuestra época, varios investigadores y críticos se han dedicado, según diversas perspectivas críticas, al análisis de la escritura misma de Zola, y poco a poco han revelado algunos de los innumerables sustratos de la creación literaria de uno de los novelistas más sistemáticos (Auerbach, 1968; Chevrel, 1982; Mitterand, 1986b; Pagès, 1989; etc.). El talento no se «sistematiza»... Baste un ejemplo. El análisis de las metáforas animales y vegetales que afloran constantemente en el estilo del autor de Los Rougon-Macquart revela la presencia de un núcleo inconsciente que informa la escritura y que está en contradicción con el pensamiento científico que anima el texto. Las metáforas vegetales y el árbol genealógico hacen emerger mitos subyacentes: el hombre nace, como las plantas, de la tierra, y los individuos del «árbol» alejados del tronco degeneran porque no les llega la savia y necesitan volver al campo para regenerar el organismo agotado por la vida urbana. Así la representación mítica se sustituye a la idea científica de la herencia y aparece la oposición campo/ciudad, fundamentalmente romántica (Van Buuren, 1984).

Intentar establecer una relación de causa a efecto entre el discurso sobre la novela y la novela misma es como querer demostrar que la naturaleza de un tejido es reflejo de la vara que lo mide.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la bien recortada luminosidad positivista, ensanchando su radio gracias a una ciencia cuya energía creadora se cree, por un tiempo, infinita, y generando doctrinas para todos los sectores de la actividad humana, descarta fuera de campo otras luces que alumbran caminos hacia otros mares de no positivas riberas. La novela, como representación de la realidad y como género «oportuno», se hace hegemónica, intenta avasallar al teatro y arrincona a la poesía. Pero ésta no se rinde, en Francia por lo menos. La mera cronología proporcionada por la historia literaria basta para restablecer el equilibrio y mostrar que, frente a los grandes monumentos de Flaubert o de Zola, se alzan faros que se llaman Charles Baudelaire (1821-1867), Paul Verlaine (1844- 1896), Arthur Rimbaud (1854-1891), Lautréamont (1846-1870), Stéphane Mallarmé (1842-1898).

Dos grandes orientaciones literarias, la orientación realista y otra que no es fácil caracterizar por una palabra -¿romántica?, ¿«sobrenaturalista»?, ¿simbolista?-, coexisten a lo largo de la segunda mitad del siglo. Las teorías positivistas de Taine aplicadas a la literatura se expresan en obras que se publican de 1855 a 1864, y durante el mismo período se dan a conocer obras teóricas y críticas representativas de tendencias opuestas, las de Baudelaire, por ejemplo, entre 1846 y 1863. Madame Bovary sale a la luz el mismo año que Les Fleurs du mal, expresión, según confesión del mismo autor, de una poética «sobrenaturalista».

En los años siguientes, las obras de Zola y Mallarmé se desarrollan paralelamente. Y 1885 es a la vez la fecha de publicación de Germinal y el año de la consagración de Mallarmé como jefe de la nueva escuela simbolista, cuyo manifiesto, Le Manifeste Symboliste, firmado por Charles Moréas (1856-1910), aparece en 1886 en la revista Le Symbolisme. De hecho, entre 1870 y 1900, se difunde por toda la literatura europea una concepción del arte que está en los antípodas del positivismo dominante, por orientarse hacia lo desconocido y por su carácter metafísico.

Se relacionan de una manera u otra con esta corriente la estética de John Ruskin (1819-1900), particularmente la que informa Los pintores modernos (1843-1871), las posiciones de Nietzsche contra el cientificismo y sus concepciones artísticas (expresadas en Orígenes de la tragedia, 1872), como síntesis de las artes plásticas y de la música. Significativa es la música de Richard Wagner (1813-1883), de enorme resonancia en toda Europa; a ella se refiere a menudo Baudelaire; influye de manera decisiva en compositores como Claude Debussy (1862-1918), algunas de cuyas obras se inspiran en obras simbolistas (Prélude à L'Après-midi d'un faune de Mallarmé o Pelleas et Melisande de Maeterlinck). En pintura se produce igualmente una reacción contra el Realismo y el Naturalismo, patente en el simbolismo alegórico y mitológico de Gustave Moreau (1826-1898), en las litografías, de título significativo, Dans le Rêve (1879), de Odilon Redon (1840-1916), en las estilizaciones simbólicas de Puvis de Chavannes (1828-1898). Dignos de mención son el pintor inglés Burne-Jones (1833-1898) y el poeta y pintor, también inglés, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882) por la fuerte influencia que ejercen en el arte de fin de siglo, incluso en España (López Estrada, 1977). Cobran singular relieve las obras de Edgar Alan Poe (1809-1849), a las que Baudelaire dedica varios artículos, y sobre todo las de los poetas románticos alemanes (magistralmente estudiados por Albert Béguin, 1954): Jean-Paul Richter (1763-1825), Novalis (1772-1801), Ernst Theodor Hoffmann (1776-1822), redescubiertos por Baudelaire y cuya influencia es cada vez más profunda hasta el final del siglo en los poetas simbolistas franceses y en algunos poetas modernistas españoles (Antonio Machado); el poeta belga Maurice Maeterlinck (1862-1949) reconoce su deuda con Novalis, traduciendo al francés y comentando, en 1895, Fragmentos (Novalis, 1802). Es de considerable impacto la obra de Heinrich Heine (1797-1856), en Francia, y en España (en Bécquer y Rosalía de Castro). En el campo filosófico, el alemán Eduard Hartmann (1842-1906) estudia las zonas oscuras de lo imaginario y de lo inconsciente; su Filosofía de lo inconsciente (1877), justificación del «sobrenaturalismo», es la antítesis de la estética expresada por Taine en La philosophie de l'art (1872).

En Francia, frente a la novela realista y naturalista y también frente al formalismo parnasiano de Leconte de Lisie (1818-1894) y de José María de Heredia (1842-1905), se desarrolla una corriente poética, variada, multiforme, compleja en sus manifestaciones individuales y cuya característica fundamental es el intento de captar a través del lenguaje una realidad que se sitúa más allá de lo positivo, en el campo inexplorado de lo desconocido, del ensueño, del misterio. Puede considerarse como un Romanticismo que sobrevive al Romanticismo histórico, pero se trata de un Romanticismo esencial, preocupado por las aspiraciones y nostalgias más profundas de la naturaleza humana, un Romanticismo que se abre a un universo a la vez interior y trascendente. En un principio, por los años cincuenta, Baudelaire emplea para calificar esta orientación el término de «sobrenaturalismo», que, según confiesa, toma de Heine («En arte -dijo el poeta alemán-, soy sobrenaturalista»), y que parece pertinente para designar una actitud poética que postula como borrosamente divina (Lemaitre, 1982, págs. 129-130). Algunos críticos, como Lemaitre, no vacilan en emplear el término para caracterizar la corriente poética que, desde Baudelaire, Gérard de Nerval (1808-1855), Charles Nodier (1780-1844), etc., Verlaine, Rimbaud, y luego los poetas simbolistas, y, en España, las de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) y Rosalía de Castro (1837-1885), corriente a la cual cada autor aporta el sello de su originalidad (Lemaitre, 1982, págs. 129-162, 473-553; Van Tieghem, 1946, págs. 242-264).

En España, exceptuando los ilustres casos de Bécquer y Rosalía de Castro, la corriente «sobrenaturalista» no prospera y hasta parece que se agota después de la publicación de En las orillas del Sar (1884) de Rosalía de Castro. Las obras de los versificadores de la segunda mitad del siglo, la de Campoamor (1817-1901), en su fracasado intento de acercar el verso a la prosa (Borja, 1983); la de Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), solemne y arquitectónica, y de una pléyade de poetas mediocres (Manuel del Palacio [1832-1906], José Velarde, Emilio Ferrari [1850-1907], Federico Balart [1831-1905], etc.) no colma sino que acentúa el bache lírico que se extiende hasta la renovación modernista de fin de siglo. Ricardo Gullón califica de este modo a los poetas de la Restauración: «Poetas burócratas, poetas hampones, poetas burgueses; más cercanos al adjetivo que al sustantivo» (Gullón, 1969, pág. 25). Si se piensa que casi en el mismo período se publican en Francia Les Fleurs du mal (1857), los Fêtes Galantes (1869), de Verlaine, Les illuminations (1873) de Rimbaud, L'Après-midi d'un faune (1876) de Mallarmé, «parece hacérsenos evidente la diferencia o el atraso, según se mire, de la lírica española respecto de la europea» (Borja, 1983, pág. 69).

En el panorama de la poesía europea del medio siglo se yergue, sí, como un faro (véase el poema VI, Les phares, de Les Fleurs du mal) la figura de Baudelaire. A pesar de no haber reunido nunca todos los elementos de su pensamiento estético, que por su carácter ecléctico y abierto no puede considerarse como doctrina, su obra y sus ideas teóricas son decisivas para el desarrollo ulterior de la poesía: influyen en Verlaine, en Rimbaud y en los poetas simbolistas (Van Tieghem, 1946, págs. 243-250). Queda por estudiar la influencia que tuvo en España sobre Bécquer, Rosalía de Castro, Augusto Ferrán (1836-1880) y otros poetas menores, aunque hay algunos estudiosos sobre este punto (Pageard, 1969). Es interesante notar que tanto Baudelaire como los poetas españoles aludidos se inspiran en la misma fuente, la de los románticos alemanes y particularmente Heine, pero también Jean-Paul Richter, Hoffmann, Novalis. Es bastante conocida la influencia de Heine en Bécquer (Pageard, 1954), en Rosalía de Castro (Machado da Rosa, 1957), y es patente en Augusto Ferrán, una de cuyas obras se titula Traducciones e imitaciones del poeta alemán Enrique Heine (1861).

El movimiento simbolista francés representa en la historia de la poesía una etapa importante en el proceso de renovación temática y formal que arranca de Baudelaire y que prepara y anticipa las evoluciones y etapas ulteriores, como, por ejemplo, el Superrealismo. Influencia o coincidencia, varios aspectos formales y temáticos del Modernismo hispánico presentan fuertes analogías con el Simbolismo francés.

La única semejanza entre los simbolistas y los naturalistas (o más exactamente Zola) es que unos y otros son a la vez creadores y teóricos de su propia creación. Hay también un discurso simbolista, opuesto al discurso naturalista, que profundiza la relación entre poesía y metafísica. La metafísica poética del Simbolismo estriba en el postulado de la vanidad de lo real. Para los simbolistas, la verdadera realidad se sitúa más allá del mundo sensible y la intuición de ese «más allá» es fuente de una angustia existencial que se supera por un fervor nostálgico hacia la plenitud platónica de una posible identidad entre lo Verdadero, lo Bello y el Bien. En Le Manifesté Symboliste, Jean Moréas escribe que la naturaleza, las acciones humanas, los fenómenos concretos «no son más que experiencias sensibles destinadas a representar sus afinidades esotéricas con ideas primordiales» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 557). La poesía es la única posibilidad de alzarse hacia lo ideal -misterioso- y la única aspiración capaz de trascender la vacuidad de la vida.

De esta metafísica dimana una estética -a no ser que sea lo contrario-, fundada en un principio idealista. Las dos palabras clave de la estética de Mallarmé son Verbo e Idea; el Verbo desvela la idea pura y es, pues, el símbolo que aparece como elemento de un lenguaje revelador (¿creador?) de una realidad suprasensible. Según Mallarmé, se llega a la «idea pura» a partir de la palabra aislada, «desconectada de cualquier relación con la realidad ordinaria» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 555). Para Maurice Maeterlinck, el más místico de los simbolistas, el símbolo es también revelación de lo inconsciente; el más puro es el que nace espontáneamente, cuando el poeta se deja llevar por necesidades interiores no dominadas por la conciencia. Tal concepción casi anticipa el Superrealismo. Para todos, el Simbolismo es un arte de la sugestión: «La sugestión -escribe Charles Morice en 1890- es el lenguaje de las correspondencias y de las afinidades del alma y de la naturaleza» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 557). «Las correspondencias», otra palabra clave, común a la estética de Baudelaire (véase el Soneto IV de Les Fleurs du mal) y a la de los simbolistas, y que procede de la creencia casi mítica de que las realidades concretas con indicios o reflejos de la realidad misteriosa. El poeta es el ser capaz de establecer analogías, correspondencias, entre esos reflejos para, gracias a las asociaciones de símbolos, captar y sugerir algo de la realidad profunda.

La poesía, para alcanzar la plenitud de su valor sugestivo, debe sacar partido de todos los recursos formales: ritmo, sonoridades, musicalidad (ya característica esencial del arte de Verlaine: «Música ante todo»), correspondencias sinestésicas, etc. El Simbolismo es también, sobre todo, una renovación sin precedente del instrumento poético. Estamos muy lejos de la prosa ritmada y rimada de Campoamor, pero muy cerca de Juan Ramón Jiménez y sobre todo del Antonio Machado de Soledades, galerías y otros poemas (1907).

El somero panorama evocado sugiere con bastante claridad que sigue viva, en Francia y en Europa, durante la segunda mitad del siglo, la concepción metafísica del arte frente a la dominación positivista. Cuando al final del siglo nuevas condiciones socioculturales hagan vacilar las certidumbres que informan el Realismo y el Naturalismo (Lissorgues & Salaün, 1991), se impondrán tendencias idealistas con, como siempre, sus derivaciones espiritualistas. Pero será una reacción lentamente preparada, no una revolución.

El carácter absoluto de la concepción (del discurso) tanto simbolista como naturalista no puede matizarse.

Sin embargo, no es del todo justo, en literatura, ver las cosas en blanco y negro. Más allá de las posiciones conceptuales (más allá de los discursos), los poetas y los novelistas, que tan disconformes parecen, al encararse como creadores con la realidad («vista» o creída), traspasan los límites del conocimiento racional y desde luego del lenguaje conceptual. Entre el poeta que postula un misterio superior y el novelista que, como Clarín, pasando las fronteras de la «geometría» de las cosas (Lissorgues, 1992, págs. 27-32), intuye poéticamente los misterios de la realidad, no hay tal abismo.





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