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El tiempo que me tocó vivir: (ensayos)


Jorge Majfud




ArribaAbajoJorge Majfud

Escritor uruguayo radicado actualmente en Estados Unidos. Estudios universitarios y particulares lo han llevado a recorrer más de cuarenta países, recogiendo, de forma obsesiva y continua, páginas que luego formarán parte de sus novelas y ensayos. Ha sido profesor en la Universidad Hispanoamericana de Costa Rica y en la Escuela Técnica del Uruguay, donde ha enseñado Artes y Matemáticas. Actualmente, es asistente en The University of Georgia, Estados Unidos.

Entre sus libros están Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayo, 1998) y La reina de América (novela, 2002) además de otras publicaciones colectivas. Es colaborador habitual de varios medios de prensa internacionales, como Bitácora, publicación semanal del diario La República de Montevideo y autor de la serie de ensayos sobre La Sociedad Desobediente. También ha participado en diferentes conferencias y debates internacionales. Distinguido en diferentes concursos, como el Casa de las Américas 2001, sus artículos y ensayos han sido traducidos al inglés, al francés y al portugués.




ArribaAbajoNota preliminar

Los artículos que siguen se conservan tal como fueron publicados por primera vez en distintos medios de prensa, constando al pie de cada uno la fecha y el lugar de sus respectivas escrituras. En su gran mayoría, fueron publicados por primera vez en la revista Bitácora, del diario La República de Montevideo, y luego reproducidos en diferentes países de América y Europa. Muchos de ellos se encuentran traducidos al inglés, al francés y al portugués. Con pretensiones de ensayo y de testimonio, estas páginas pertenecen, por su urgencia, al género periodístico.

Aunque no siempre estoy de acuerdo conmigo mismo, cada vez que he decidido reeditar mis libros y mis artículos lo he hecho tal como aparecieron la primera vez al público, respetando la edición original, en el entendido de que deben ser considerados en sus propios contextos. La «inalterabilidad» de la serie me revela, además, cambios significativos que se han ido produciendo en mi vida, como en la vida de cualquier hombre, de cualquier mujer. Las discrepancias suelen ser prácticas, a veces ideológicas; ciertos principios éticos se mantienen inalterables.

Jorge Majfud

Athens, junio, 2004






ArribaAbajo ¿Para qué sirve la literatura?

Estoy seguro que muchas veces habrán escuchado esa demoledora inquisición: «¿Bueno, y para qué sirve la literatura?», casi siempre en boca de algún pragmático hombre de negocios; o, peor, de algún Goering de turno, de esos semidioses que siempre esperan agazapados en los rincones de la historia, para en los momentos de mayor debilidad salvar a la patria y a la humanidad quemando libros y enseñando a ser hombres a los hombres. Y si uno es escritor, palo, ya que nada peor para una persona con complejos de inferioridad que la presencia cercana de alguien que escribe. Porque si bien es cierto que nuestro financial time ha hecho de la mayor parte de la literatura una competencia odiosa con la industria del divertimiento, todavía queda en el inconsciente colectivo la idea de que un escritor es un subversivo, un aprendiz de brujo que anda por aquí y por allá metiendo el dedo en la llaga, diciendo inconveniencias, molestando como un niño travieso a la hora de la siesta. Y si algún valor tiene, de hecho lo es. ¿No ha sido ésa, acaso, la misión más profunda de toda la literatura de los últimos quinientos años? Por no remontarme a los antiguos griegos, ya a esta altura inalcanzables por un espíritu humano que, como un perro, finalmente se ha cansado de correr detrás del auto de su amo y ahora se deja arrastrar por la soga que lo une por el pescuezo.

Sin embargo, la literatura aún está ahí; molestando desde el arranque, ya que para decir sus verdades le basta con un lápiz y un papel. Su mayor valor seguirá siendo el mismo: el de no resignarse a la complacencia del pueblo ni a la tentación de la barbarie. Para todo eso están la política y la televisión. Por lo tanto, sí, podríamos decir que la literatura sirve para muchas cosas. Pero como sabemos que a nuestros inquisidores de turno los preocupa especialmente las utilidades y los beneficios, deberíamos recordarles que difícilmente un espíritu estrecho albergue una gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa. Pero, claro, una gran inteligencia, perversa y rencorosa, difícilmente pueda comprender esto. Mucho menos, entonces, cuando ni siquiera se trata de una gran inteligencia.

Montevideo.

12 de diciembre de 2000.




ArribaAbajo Nuestro tiempo de la barbarie

En realidad, el secreto no está en saber muchas cosas sino las necesarias. Y la gente cada día sabe más sobre lo que menos importa. En la educación básica, la formación de valores brilla por su ausencia, y a cambio se les impone a los muchachos un catálogo de conocimientos dispersos y casi siempre inútiles, prontos para el olvido. En la educación media, la filosofía es un estorbo curricular y las religiones no existen (cuando este tipo de conocimiento debería ser amplio, si es que nuestra educación pretende ser laica y no formadora de ateos por ignorancia.) ¿Acaso existe una historia más rica que la historia de las religiones? ¿Por qué se prioriza la historia del poder y de la guerra?

Por lo general, aquéllos que pueden hablar algo de Sartre, Buda o Buber son apenas excelentes repetidores de manuales. Es decir, eruditos. Qué decadentes son los eruditos, ¿no les parece? Jamás comprenderán que la estupidez y la decadencia son algo que se cultiva con mucho esfuerzo. Recuerdo que en mi liceo los chicos de la clase alta, y otros aspirantes, dominaban con facilidad dos o tres lenguas. Sus padres eran viejos y seguían acumulando títulos, diplomas, certificados que se expedían en cursos y congresos internacionales de quince días, trofeos de ajedrez y todo tipo chatarrezco de conocimiento disperso o especializado. Conviví algún tiempo entre toda esa gente «educada» escuchando padres que sabían pronunciar mejor que nadie «Harvard» y «Yale», porque habían estudiado allí, y no alcanzaba a darme cuenta lo lejos que estaba toda esa cultura de la sabiduría.

Habrá que pensar que a mucha gente la «cultura» les hace mal; no saben qué hacer con ella. Recuerdo el caso del padre de una compañera que vivía para su currículum, el que aumentaba de cuatro páginas en cuatro cada año y se ponía terrible cuando no lograba superar esa cifra al promediar diciembre. ¿Y el pequeño heredero? Otro cerebro portentoso (como el de todo hijo), y un adoctrinado aún mejor. El pobre muchacho no había cumplido los cinco años y ya contaba el dinero que le daba su padre en francés y en inglés, hasta los céntimos, como hacen en Norteamérica, porque la honestidad comercial de los colonos siempre estuvo rigurosamente en proporción inversa al valor de la transacción, y por eso cuando uno paga un café le devuelven hasta la más ínfima monedita de cobre de cero centavo. El padre decía que así se aprendía más rápido, y el pobre Robertito metía la cultura en su cabeza de la misma forma que metía las monedas en un chanchito amarillo, a través de una ranura en el lomo. Coin, coin, cronch, cronch. Ya cuando el Señor Contador tuvo que reventar a los cincuenta y dos años, todos elogiaron su capacidad para administrar una empresa líder en Latinoamérica, su cultura y su poderoso intelecto. Y nadie se acordó de ese pobre corazón que un día, cansado y olvidado, se partió en dos.

Hoy una licenciatura en Oxford, mañana otra en Berkeley; hoy un millón, mañana dos. Y si no, patatús en el corazón y al carajo tanta acumulación. ¡Ay, nuestro mundito! Tanto conocimiento y tan poca sabiduría, tanta superstición tecnológica, tanta violencia, tan poca vista panorámica, tanto miope urbano, tanto ruido y tan poco silencio. Tanto cerebro y tan poco espíritu. Hoy las nuevas academias y universidades son como hipódromos donde concurren los mejores caballos, nacidos para competir y para ganar, sudando por una meta que está al final de una espiral absurda, montados por un jinete que se lleva la poca gloria de un logro tan artificial. Porque ahora, casi de lo único que se habla es de Marketing y de Formación de la Empresa.

Pocos años atrás, en nuestra Universidad de la República (estratégicamente empobrecida, como la salud pública), los ricos y los pobres juntábamos los codos en una misma mesa, y allí se terminaban las clases sociales y comenzaban las diferencias de talentos. Pronto se corregirá ese error: toda nuestra elite, los futuros dirigentes y empresarios exitosos, sabrán donde hacer amigos convenientes, creando nuevas castas, aunque para ello deban pagar una fortuna, aprendiendo lo mismo que en la Universidad del Estado, pero entrenándose y acomodándose con el Futuro Éxito, tan ocupados en los Aspectos Financieros que no les quedará ni tiempo ni capacidad para detenerse un momento a reflexionar sobre los Monstruosos Resultados.

Montevideo.

26 de diciembre de 2000.




ArribaAbajoTeología del Dinero

Antes un vasallo estaba unido a su señor por un juramento. Una infracción a las reglas de juego podía significar un palo en la cabeza del campesino. Para el desdichado, lo simbólico no era el palo, sino el Rey o el Señor que emitía su deseo en forma de orden. El Señor significaba la protección y el castigo. Con todo, la injusta relación social todavía era de hombre a hombre: el campesino podía llegar a ver al Señor; e incluso, podía llegar a matarlo, con un palo igual de consistente que el anterior.

La relación que en nuestro tiempo nos une con el Dinero es del todo abstracta. En eso se parece nuestra sociedad a la del Medioevo: tememos a un ente simbólico e invisible, como hace mil años los hombres temían a Dios. Los valores de las bolsas cambian sin nuestra participación. Entre los valores y nosotros existe una teología del dinero llamada «economía» que, por lo general, se encarga de explicar racionalmente algo que no tiene más razón que poder simbólico.

Nuestras sociedades, como en todos los tiempos, están estructuradas según una relación de poder. Como en todos los tiempos, el poder está mal repartido, pero en el nuestro procede del Dinero. Gracias al dinero, todos somos accionistas del Poder que gobierna al mundo, aunque nuestras acciones representan una fracción infinitesimal. Conocemos las cifras que se acumulan en los principales depósitos del mundo: son varias veces superiores al esfuerzo conjunto de decenas de países del tercer mundo -y del mundo intermedio también. Esto, tan simple, quiere decir que el Derecho y la Libertad están especialmente acumulados en determinadas capitales financieras.

Veamos un poco esto de la libertad. En la secundaria se nos enseñaba que también un recluso era un ser libre. Esto es rigurosamente cierto, desde un punto de vista existencial, y un recurso canalla desde un punto de vista ideológico, sobre todo teniendo en cuanta que cuando se nos enseñaba este tipo de verdades, se encarcelaba a los hombres que eran libres. Hoy también vivimos en una forma de dictadura, aunque sutil y planetaria. Nuestros gobiernos no se cansan de repetir que este nuevo Orden es Inevitable. Cuestionarlo es sólo demorar su arribo triunfal. Y, que yo sepa, lo Inevitable no es producto de la libertad.

Existe una libertad inmanente a todo ser humano, cierto; somos libres desde el primer momento en que dudamos ante un cruce de caminos. Y existe otro tipo de libertad: una libertad social. Esa no es inmanente, sino eventual. En nuestro caso, la libertad social es doblemente limitada: primero, porque, de hecho, el hombre periférico no es libre; segundo, porque se le ha hecho creer que sí lo es. Decir que el hombre globalizado es socialmente libre, es como decir que es libre como un pájaro. Pero un pájaro posee una libertad de pájaro, es decir, una libertad «inhumana», ya que no puede elegir la dirección ni el momento de su migración. En cambio, un hombre verdaderamente libre debería poder hacerlo.

Bien; la elección de las aves está determinada por el poder de la naturaleza. Pero en algún momento de la historia supusimos que el hombre se había independizado de este poder, gracias a la irreverencia de su espíritu. Y probablemente lo haya hecho en alguna medida. Entonces, ¿a qué poder ha sucumbido ahora, esta increíble creatura...?

Llamémoslo Dinero.

Veamos. El poder del dinero es siempre simbólico: procede del reconocimiento ajeno. Todo el poder concentrado en los bancos proviene de aquéllos que son perjudicados por dicho poder; no por los que reciben el beneficio de poseerlo. Poseer es un acto de fe; no-poseer es una condición de fidelidad.

Existen, sin embargo, dos valores que no son meramente simbólicos: el valor de la violencia (pretendido en monopolio por todos los gobiernos) y el valor de la tecnología. En este nuevo siglo, el valor-poder de la tecnología someterá al primero y, a pesar de su posibilidad democrática, será rápidamente absorbido por el valor-poder del dinero. Sin embargo, el Dinero posee una debilidad que esconde en lo más profundo de su ser: el de ser un símbolo abstracto que necesita ser alimentado, constantemente, de significación. Es por esta misma razón que se apresura a dominar el valor-poder de la tecnología. Esta nueva arma será usada, en el siglo que comienza, para una despiadada lucha de intereses: la casta de los productivos contra la casta financiera, los Desplazados contra los Acomodados, los dueños de la Verdad contra quienes la sufren.

El dinero es amoral, eso lo sabemos. Como dijimos, es un poder simbólico, abstracto; vale por lo que no es y es todas las cosas al mismo tiempo. Creemos usarlo y someterlo a nuestra voluntad, pero es Él quien nos somete: casi no podemos prescindir suyo, a no ser por un peligroso acto de herejía. Cada vez podemos prescindir menos.

A las antiguas «necesidades básicas» hemos agregado un conjunto innumerable de «necesidades sociales». Nacemos y nos desarrollamos en sociedades sofisticadas que nos exigen concentración. Como el ganado, estamos condenados a pastar todo el día, a rumiar y a digerir cuando descansamos. Un descuido significaría caerse del sistema. Una muerte social, la verdadera muerte del hombre postmoderno o posthumano.

En nuestro mundo rezagado la angustia es doble: el cumplimiento con las necesidades sociales (ahora básicas) ocupa casi toda nuestra libertad. Queremos ser libres, pero la libertad es cara. Entonces, miramos hacia donde el dinero no es escaso. Diferente a otros tiempos, ahora no podemos usurpar su lugar. No podemos invadirlos; por lo tanto, la solución es dejarnos invadir. Copiamos. Queremos parecernos a ellos: porque han triunfado en la guerra y en el comercio, porque son ricos y nosotros somos pobres. También es verdad: queremos dejar de ser pobres. Pero seguiremos siéndolo, mientras pensemos que la riqueza se alcanza absorbiendo los valores culturales y morales del vencedor. Porque no es lo mismo integrarse al mundo que dejarse ingerir. También nosotros pertenecemos al mundo, a la mayor parte del mundo, y, aunque sintamos vergüenza de nuestros taparrabos, debemos recordar que la pobreza no es una prueba de nuestros vicios morales. Ésa es una idea religiosa del mundo protestante que heredó el Norte y nos vendieron en el Sur.

En toda la historia existieron grandes imperios, culturas predominantes; pero nunca los pueblos periféricos (o sometidos) se empecinaron en remedar al vencedor, despreciando con alarmante frivolidad su memoria propia. Por el contrario, en el pasado fueron los pueblos conquistados los que infiltraron su propia cultura en el corazón de los invasores. Ahora no tenemos tanta dignidad; los pueblos conquistados se maquillan para parecerse al conquistador, olvidando y despreciando la profundidad moral de civilizaciones económicamente empobrecidas, a cambio de espejos y pensamiento rápido. Y, sin embargo, el mundo rico necesita tanto del mundo pobre como éstos de aquellos. O más.

Nos informan que vivimos en un mundo «globalizado», pero los únicos que aún no se han dado cuenta de su significado son ellos, los responsables de la globalización. Como práctica, la «globalización» es casi tan antigua como el cristianismo. Pero ahora vale por sí sola; es una nueva ideología, con la particularidad histórica de que fue precedida por su propia realización. Su interpretación también es particular y siempre contradictoria: «integrar» significa absorber, «conocer» significa ignorar, «diversidad cultural» significa uniformización, «informar» significa deformar, «riqueza» significa dinero, etcétera.

Las fronteras siguen siendo las mismas para los pobres, e incluso se han cerrado aún más que antes; sin embargo, han sido borradas de un plumazo para dejar pasar a Dinero, portador de nuevas promesas de riqueza en aquellos países pobres que, vaya a saber uno por qué, han visto aumentar su pobreza. Todo por lo cual se podría decir, sin temor a equivocarnos, que en nuestro mundo globalizado las fronteras han sido sustituidas por filtros.

La cultura y la educación ya no une; separa. Ambas, han sido sometidas al poder del dinero y le sirven a Él para ordenarlo en castas y acumularlo en depósitos invisibles. A las nuevas universidades ya no les importa la sabiduría, la búsqueda de la verdad, sino un único y monótono objetivo: la creación de entes competentes.

El norte representa todo lo que tiene de primitivo el hombre: la necesidad desbordada de poder, la acumulación y el consumo. Todos aquellos valores espirituales que surgieron después del mesolítico comienzan a ser dejados de lado. La reparación no está cerca (sólo los evangelistas ven las cosas eternamente próximas), porque también la histórica rebeldía de la juventud ha sido adoctrinada por la publicidad y por el éxito ajeno.

Estamos de acuerdo en que hay que cambiar. Pero, ¿en qué dirección? ¿En dirección Norte? Una cosa debe quedarnos claro: hay cambios que sólo puede generarlos una sociedad en su conjunto. Por lo tanto, no es válido ese precepto ideológico resumido en la máxima: «al que no le guste, es libre de cambiar de canal». Esta frase, tan querida por los profundos filósofos de la farándula, es contradictoria, ya no sólo con la tan mentada idea de la globalización sino, sobre todo, con la más primitiva idea de sociedad.

Yo, por lo menos, no estoy en contra del Norte ni de una globalización. Por el contrario, la apoyaría con entusiasmo. Eso sí, siempre y cuando Globalización signifique «diálogo» entre culturas, entre pueblos y entre individuos; un verdadero intercambio de símbolos y de bienes materiales, y no la simple imposición de lenguas, ideologías sociales y económicas, no la imposición de costumbres monoculturales que han llevado a la supresión de decenas de idiomas con sus conocimientos propios del cielo y de la tierra, al tiempo que una expoliación de recursos naturales que no sólo atenta contra las comunidades económicamente más débiles, sino contra el planeta entero.

Pero no seamos ingenuos. No olvidemos que Dinero no acepta ningún otro tipo de asociaciones que no sean asociaciones de capitales. Cualquier otra alianza, social o espiritual, será condenada por el Éxito. Recuerden: menos la risa y el sufrimiento todo es una Ilusión Universal: Éxito y Dinero no existen sin el valor que es concedido por aquéllos que son perjudicados por el Éxito y por el Dinero.

Montevideo.

6 de noviembre de 2002.




ArribaAbajoEl feminismo machista

El feminismo no es el que era: comienza a dejar de ser oposición combativa para integrarse a un nuevo optimismo. Y en el nuevo optimismo (no en la integración) está su debilidad y su disolución.

Durante el siglo XIX, los positivistas publicaban a viva voz que el desarrollo de las ciencias conduciría a la humanidad, inevitablemente, a la abolición de las guerras, a un desarrollo definitivo de la moral. Pero, como diría Dostoyevski en Memorias del subsuelo, el hombre no se conformará nunca conque dos más dos son cuatro. En el siglo XX la ciencia y la tecnología trajeron nuevos métodos de curación, nuevos sistemas constructivos y destructivos: la penicilina, las Torres Gemelas y los holocaustos humanos. En ninguno de los casos la moral tuvo alguna participación especial: con la penicilina no surgió un tipo superior de hombre, y en los holocaustos ni siquiera se tuvo en cuenta los principios más bajos y primitivos de lo que se conoce por «moral».

Ahora, cuando comienza un nuevo siglo, ponemos toda nuestra ingenuidad en otro comodín. Fracasada la ciencia como promotora de la paz, echamos mano a una ideología que apuesta a lo diferente. No porque sea una ideología novedosa, sino porque no hay otra. Nuestro siglo XX murió sin ideas.

Comienza un nuevo milenio y las criaturas tratan de imaginárselo. Y para ello miran a los mil años que pasaron. ¿Y qué ven allí? Un montón de esperanzas frustradas: césares, déspotas, guerras, tortura, inquisición, hogueras, más torturas y más dolor. El razonamiento es el siguiente: cambia el milenio, ergo cambia la historia. Si los mil años anteriores se caracterizaron por la guerra, la tortura y las injusticias sociales, los próximos mil años serán de paz.

Otro razonamiento arbitrario. Será que el optimismo es inagotable en la raza humana. También podíamos pensar, y con más razones: si los últimos cien mil años (por lo menos), la historia y la prehistoria humana estuvo signada por el horror y la violencia, ¿por qué habría de cambiar radicalmente en los próximos mil años, período de tiempo insignificante para una posible reivindicación humana? Pero, como ya había subrayado en mi libro Crítica de la pasión pura, en todos los tiempos las criaturas se sintieron en el ápice de la Historia, en el comienzo o en el final de un Gran Período. Y no veo por qué nosotros deberíamos ser la excepción.

Podríamos decir que las mujeres son distintas. Vaya novedad. Podríamos decir que no está en su naturaleza la guerra, como sí lo está en los hombres. Pero no podríamos decir que las mujeres están desprovistas de maldad, de violencia y de todas las demás características humanas. No sólo porque pertenecen a la misma especie animal que los hombres, sino porque los gobiernos de mujeres nunca se caracterizaron por la solidaridad y la «sensibilidad femenina», desde Cleopatra, clavando alfileres de oro en los senos de sus esclavas, hasta la impiadosa Margaret Thatcher. El Bien y el Mal son universales; no son una característica de alguno de los dos sexos.

Los hombres y las mujeres se diferencian por otras cosas. Por otras cosas. Y son esas diferencias, precisamente, las que pretenden ser abolidas por el feminismo. Se dice que el hombre está hecho para la guerra, mientras las mujeres están hechas para la reproducción de la vida (un eufemismo filosófico de «maternidad»). Al mismo tiempo, las mujeres que proclaman esta verdad abandonan su posición de integrante pacífico de la sociedad para ocupar el puesto orgulloso del macho: el éxito social, es decir, la antigua guerra sublimada. La mujer contemporánea, al mismo tiempo que logra más libertad masculina, pierde más libertad femenina. No es más libre una mujer compitiendo por el poder y el éxito que otra criando a sus hijos. ¿Dónde está escrito eso? Por un mecanismo paradójico del pensamiento moderno, en nuestro tiempo se supone que una cajera de supermercado, que pasa ocho horas del día sentada y repitiendo una de las tareas más monótonas y peor pagas de la historia, es necesariamente más libre que una mujer haciendo las compras. Todo eso, ¿no es un prejuicio ideológico?

Hace pocos días, en una almuerzo de televisión, un médico especialista en reproducción decía que la Naturaleza había sido injusta con las mujeres, porque le impedía ser madre a los cuarenta y dos años, justo cuando habían logrado su mayor «desarrollo personal», justo cuando muchas de ellas habían alcanzado el éxito. Sin embargo, cuando la Naturaleza hizo a la mujer para que fuera madre a los trece años, no pensó que un millón de años después iba a ser criticada por ese imperdonable error: una madre de trece años, ¡qué horror! Podrá ser un problema social, pero nunca una injusticia de la naturaleza. Por supuesto, la opinión del especialista fue muy bien acogida por las damas presentes, todas modelos, actrices y empresarias de mucho éxito. Pareciera que la opción era la maternidad o el éxito. Pareciera que el hombre tiene más ventajas por su incapacidad de cargar nueve meses un hijo en su vientre.

Pero todo esto está medido por una escala de valores masculinos. Totalmente. El éxito contemporáneo es aquello que los hombres han creído e impuesto como «lo más importante». Y las mujeres, en lugar de destruir esta imposición cultural, no han hecho más que someterse a la misma, con las ya anotadas injusticias. Entonces, no es la Naturaleza la injusta (la naturaleza nunca puede ser juzgada. ¿Cómo puede ser injusto que un león se coma a un ciervo?); la injusticia es una condición moral, y sólo puede ser referida a la acción humana: lo injusto es la cultura que impone a la mujer un camino que no se condice con sus necesidades más profundas: como, por ejemplo, puede serlo la maternidad. Embarazarse, dar a luz a un hijo y ampararlo por más tiempo del necesario, está en la naturaleza femenina, no en la masculina. En todo caso esa es una imposición natural. La necesidad de tener éxito, económico y académico, es un vicio que cultivaron los hombres por siglos. Ésa es una imposición cultural (y masculina) a la que están sometidas las mujeres de hoy, al mismo tiempo que se golpean el pecho y se enorgullecen de su «liberación». Como si entre la libertad y el sometimiento hubiese apenas un velo. Su ciclo biológico, su edad reproductiva, se contradice con sus modernas necesidades culturales: «por su carrera, muchas mujeres deben renunciar a la maternidad». Eso no tiene nada de malo. Y no lo tendría, si fuera una elección verdaderamente libre. El caso es que no lo es, porque las pautas y los modelos de éxito que aspiran todos los integrantes de una sociedad son imposiciones culturales. Y muchas veces no están de acuerdo ni con nuestra biología ni con nuestros más profundos sentimientos.

En mi opinión, las mujeres se han liberado tanto como los países periféricos se liberaron del Primer Mundo al que aspiran. En un mundo en que todo se mide y se compra con dinero, la libertad es como el amor en un prostíbulo: una ilusión. Nos sometemos a una herencia y no alcanzamos a velo. Como siempre, somos nosotros nuestros peores carceleros.

Montevideo.

5 de enero de 2001.




ArribaAbajo Tiempos Oscuros

Hace unos años, más precisamente seis, escribíamos respondiendo a la muy de moda teoría de Francis Fukuyama, que «podemos vivir algún tiempo en el Fin de la Historia, pero aún no podemos acabar completamente con ella. Por dos razones: es posible que aún quede algo por construir y, sobre todo, es seguro que aún queda mucho por destruir. Y basta con crear o destruir para hacer historia»1. Ahora, aún después de los trágicos acontecimientos que el mundo conoce, considero que pretender entender la tensión internacional bajo la única lupa del «choque de civilizaciones» (clash of civilizations) es una nueva simplificación, tan conveniente a intereses particulares como la anterior.

Empecemos por observar que pocas cosas hay más inapropiadas que el término «Aldea Global». De mi experiencia africana creo haber aprendido que una de las características de una «aldea»no es la riqueza ni las comunicaciones a distancia ni el egoísmo tribal, sino todo lo contrario. En una aldea de la sabana, cada mujer es la madre de cada integrante, y el dolor de uno es el dolor de todos. Sin embargo, en lo que paradójicamente se llama «aldea global», lo que predomina es la lucha de intereses: cada país y sobre todo cada minúsculo grupo financiero lucha a muerte por la imposición de sus intereses, los que casi siempre son económicos. Todo por lo cual sería más apropiado llamar a nuestro mundo (si todavía están interesados en usar metáforas indigenistas) «tribalismo planetario». «Aldea global» es sólo un triste oxímoron.

Como siempre, las diferencias más visibles son las culturales. Y en un mundo construido por la imagen y la propaganda un turbante, un kimono y un smoking tienen más fuerza simbólica que una idea transparente. Ya en otro espacio hemos defendido la diversidad de paradigmas culturales y existenciales. Sin embargo, la historia también nos dice que existieron, desde hace miles de años, culturas y concepciones religiosas y filosóficas tan distintas como se puedan concebir, conviviendo en un mismo imperio y en una misma ciudad, y no necesariamente sus integrantes se relacionaban intercambiando piedras y palos. Las piedras siempre aparecen cuando los intereses entran en conflicto. También el presente nos dice lo mismo: existen lugares geográficos donde la tensión del conflicto es extrema y otros, con la misma o con mayor diversidad cultural, donde la tolerancia predomina.

En el actual contexto mundial, lo único cierto es la existencia de intereses opuestos: las castas financieras contra las castas productivas, los ricos contra los pobres, los poderosos contra los débiles, los dueños del orden contra los rebeldes, los consumidores contra los productores, los honrados contra los honestos, and so on. Quiero decir que más importante aún que el novedoso «choque de civilizaciones» es el antiguo pero siempre oculto «choque de intereses».

Lamentablemente, esa tensión irá en aumento si no hay cambios geopolíticos importantes, porque el llamado «mundo globalizado» es, antes que nada, un «mundo cerrado», esto es, un planeta que se encoge, con áreas geográficas fijas y con recursos escasos y limitados. Ya no quedan continentes por descubrir ni provincias indígenas por usurpar en nombre de la Justicia, la Libertad y el Progreso. Después de la desarticulación de los países del Este y de su colonización cultural y económica tampoco quedan consumidores blancos. Sólo el entusiasmo de un Kenichi Ohmae pudo haber dicho: «people want Sony not soil» (entendiéndose «soil» también como «tradición» y «cultura»).

Como siempre, los métodos y las apariencias han cambiado: ya no existen «enfrentamientos» en el sentido tradicional: ahora se mata de sorpresa o a la distancia. Ya no existen «héroes» de batalla. Sin embargo, al mismo tiempo que el gran poder se ha ido concentrando en pocas manos, también ha surgido un poder atomizado, desparramado en manos de individuos anónimos y oscuros. Y también ellos disponen de un arma mortal: el conocimiento sin sabiduría.

¿Y cuál es la respuesta de nuestros sabios gobernantes? Bien, ya la conocemos. Pero no olvidemos que dividir el mundo entre Buenos y Malos sólo conduce a un violento diálogo de sordos, ya que todos se consideran a sí mismos buenos, y malos a los demás. El único camino hacia la paz y hacia la justicia sigue siendo el diálogo, la negociación y, sobre todo, una mayor cultura de la reflexión. Necesitamos más de eso que se está eliminando de nuestros programas de enseñanza porque es «improductivo»: pensamiento filosófico.

Es por esta razón (la lucha de intereses) que en el siglo XXI la mayor tensión será provocada por Estados Unidos y China. Según las perspectivas de crecimiento chino, no sería difícil suponer que esta tensión se hará crítica en el año 2015. Los países islámicos aún poseen una de las más importantes fuentes de energía de la economía moderna y los «intereses» de pocos de ellos difieren de aquellos de Occidente: el imperio teológico. Pero China la dormida e imperialista China irá en busca de aquello que Noroccidente posee: el poder económico mundial.

Sólo la destrucción de las Torres Gemelas es el símbolo más poderoso y trágico de la historia de Estados Unidos (no por el número de víctimas; el siglo XX conoció horrores mayores y debemos decir que todos eran seres humanos, aunque fuesen pobres y tuviesen la piel negra o amarilla). Pero la fuerza del símbolo impide ver otras realidades que también amenazan su primacía sobre la Tierra. Estados Unidos no perderá su posición predominante por los ataques terroristas; por el contrario, éstos han servido para consolidar su presencia militar en todo el mundo. Y no hay que dejarse engañar por las estadísticas. Cada vez que un gobernante de cualquier país, sea electo democráticamente o autoimpuesto por otro tipo de fuerza oscura, se ha embarcado en guerra con otro país, su popularidad ha crecido hasta niveles irracionales. Atacar a un país vecino o a otro más lejano es muy ventajoso para el orgullo y la ambición de un solo hombre que no alcanza a resolver los problemas propios de su país o de su lejana infancia (Si los «líderes» fuesen a las guerras que ellos mismos promueven, seguramente tendríamos un mundo en paz, por una razón doble). Es mucho más fácil ser líder en la guerra que en la paz, pero no es este tipo de liderazgo el que es propio de los gobernantes sabios. Claro, se podrá decir que el tiempo es el juez supremo. Pero no olvidemos que cuando la historia habla ya es tarde y, para entonces, los protagonistas se han convertido en piezas óseas de museos o en monumentos recordatorios.

Los años dorados de América no culminarán por las acciones de un hombre a caballo, escondido en una cueva inubicable, sino por el surgimiento de una nueva potencia. Los países árabes están lejos de alzarse con el imperio que alguna vez ostentaron. No sólo porque no están dadas las condiciones políticas y culturales que los aglutine, sino porque al Islam actual no le interesa tanto la conquista militar y económica como la conquista o imposición de una moral que no es tan rentable ni imperialista como lo fue la ética protestante de siglos anteriores.

En el año 1996 escribíamos2: «Cuando los regímenes comunistas cayeron, no cayeron por sus carencias morales; cayeron por sus defectos económicos. Y eso es, precisamente, lo que se les reprocha como principal argumento. Al parecer, la justicia sólo llega con el fracaso económico. ¿Qué diremos de este anacrónico fin de siglo cuando fracase? ¿Debemos esperar hasta entonces para decir algo? (...) Sobre el próximo siglo se terminará de dibujar un terrible triángulo, en cuyos vértices se opondrán la concentración libre del Capital, los desplazados y la Pobreza, y la Democracia, la que será el objetivo y el instrumento de los otros dos vértices que se oponen». Ahora, a seis años de estas palabras, qué es necesario que ocurra para que los entusiastas ideólogos del Orden Mundial reconozcan que han fracasado, vergonzosa y criminalmente?

En los nuevos conflictos habrá, naturalmente, muertos. Y sin duda ellos serán, como siempre, los mismos inocentes sin rostros y sin nombres para la conciencia mundial: la muerte de cientos de miles de ellos no duele tanto como puede doler la desaparición de Lady Di.

En este nuevo siglo, no sin tragedia como suele ocurrir siempre, el mundo comprenderá que la solidaridad no sólo es justa sino que también es conveniente. Lo que para una especie particularmente egoísta como la nuestra significa «suficiente». Será recién entonces cuando las obscenas diferencias y privilegios que hoy gobiernan el mundo comiencen a disminuir.

Montevideo.

23 de octubre de 2002.




ArribaAbajoLa lucha por los Derechos de la Mujer

¿Por qué el feminismo y los movimientos por los derechos de la mujer surgieron en Occidente? Creo que la respuesta es bastante sencilla: los derechos de la mujer devienen como problemática consciente luego de la declaración de los derechos del hombre, lo que podríamos fechar (sólo por comodidad intelectual) en los años de la Revolución Francesa. Sin embargo, nada de esto hubiese sido posible sin la previa revolución humanista y la revolución del Renacimiento la que, paradójicamente, aunque deliberadamente se eche al olvido, fue una consecuencia del comercio con la cultura islámica anterior. Estos derechos y libertades, establecidos explícitamente en Francia hace dos siglos, fueron confirmados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tanto en 1948 como en 1979 (año de la Convención Internacional sobre la Abolición de todas las formas de discriminación contra la Mujer) quedó explícito e insoslayable que la mitad de la población del mundo había sido, hasta entonces, relegada en sus derechos como si se tratase de una especie animal diferente a la del hombre.

En el mundo islámico -para no entrar a complicar el análisis considerando esa gigantesca región humana que es el Este Asiático e, incluso, la mitad sur de África- no existió algo parecido. ¿Pero, por qué? Si bien en la Edad Media el mundo musulmán se encontraba más inclinado hacia un humanismo que era fanáticamente negado por la Iglesia en Europa, luego del Renacimiento el hombre comenzó a tomar un lugar central. Al mismo tiempo que la astronomía, la física, la biología y, finalmente, la psicología lo sacaba del centro material, al mejor modelo ptolemaico, la filosofía (en su camino hacia la epistemología y hacia la ética humanista) lo puso en el centro de todos los objetivos terrenales y metafísicos. Mientras tanto y del otro lado del Mar Mediterráneo, el mundo islámico giraba en otra dirección, volviendo más a las raíces religiosas que le habían sido propias al cristianismo europeo en su apogeo. De esa forma, la máxima mahometana que más gustan olvidar los fanáticos, «la tinta del sabio es más valiosa que la sangre del mártir» se convirtió en la más moderna, fanática y retrógrada -«el que viva de la pluma morirá por la espada»-, la que he leído hace pocos años en el informe de una agencia de información internacional, llegada de Argelia, si mal no recuerdo. La historia es así: trágico-paradójica.

En el mundo islámico no existió nada parecido a la subversión del hombre a la autoridad divina, como sí ocurrió en la Europa del humanismo. No ha surgido dentro del seno de su cultura la reivindicación de los Derechos de la Mujer porque tampoco existió una reivindicación de los Derechos del Hombre. Esto, que puede parecer extraño a primera vista no lo es, ya que si bien las sociedades islámicas son predominantemente masculinas en su organización, el hombre no es el centro del derecho ni de la reflexión crítica de su propio destino, sino que está sometido a la fatalidad de la divinidad.

El feminismo tuvo, a mi entender, desde el siglo XIX un período heroico donde su lucha fue por el reclamo de un reconocimiento de los derechos igualitarios de las mujeres. Ya pasados la mitad del siglo siguiente, se podría decir que ese reconocimiento fue logrado. Actualmente, aceptar públicamente la igualdad de los derechos de la mujer es una posición «políticamente correcta» -lo que, dicho sea de paso, no deja de ser una amenaza a la lucidez crítica de estas reivindicaciones-, tanto que es sostenida casi unánimemente, incluso en el seno de las sociedades más machistas de Occidente.

Sin embargo, ahora la lucha de las mujeres se orienta en otra sentido: lograr que ese reconocimiento se materialice (se da la paradoja que en el mundo islámico han existido muchas mujeres presidentes, pero ninguna en Norteamérica ni en la mayoría de los países occidentales). Para ello, existen multiplicidad de organizaciones estatales, privadas, ONGs, etc., que se están encargando del trabajo. Las estrategias son varias y los resultados dispares. Podemos reconocer algunas corrientes: 1) el clásico feminismo combativo, otrora fructífero pero que, al haber obtenido su primer objetivo (el reconocimiento) se ha vuelto más bien inoperante y panfletario; 2) una corriente autocomplaciente en la cual se procura afirmar que las mujeres no sólo son víctimas de un tirano llamado, indiscriminadamente, Hombre, sino que además son buenas, sacrificadas, solidarias, inteligentes y bonitas. Esta ideología simplista tiene un campo fértil en Internet, en la televisión y hasta en simposiums y congresos muy bien organizados. Recientemente, en uno de éstos se llegó a la siguiente conclusión: «Hay que montar redes de mujeres 'triunfadoras' que pueda establecer una relación solidaria hacia el resto de mujeres que quieran 'triunfar'.(...) Ser solidarias. Hay que evitar decir: 'La culpa es de las mujeres'; y evitar criticarnos entre nosotras». Todo esto acompañado por novelas proselitistas donde no se indaga en la condición humana (o mujereada) ni se incomoda con cuestionamientos o reflexiones molestas, sino todo lo contrario: se dice lo que las mujeres quieren oír decir de sí mismas lo que, por otro lado, le viene como anillo al dedo al siempre expansivo mercado de consumo; 3) una corriente que ve en el hombre no sólo al objeto de sus frustraciones personales sino su enemigo y rival con el cual es necesario competir: cuando exista igual número de científicas, de políticas, de conductoras de camiones, de ajedrecistas y de hombres que menstrúen y den a luz se habrá logrado el próximo objetivo; para esta corriente, está demás decir, o la naturaleza es injusta o el ciclo de reproducción de la mujer es una imposición cultural del macho que nunca quiso darle el pecho a sus críos; 4) un grupo que ha entendido que las mujeres deberían tener los mismos derechos que los hombres, pero éstos no se materializan porque existe una pesada herencia social, económica y cultural que estructura los símbolos y hasta los espacios físicos en función de un poder masculino. Dentro de este grupo, incluso, podemos encontrar mujeres que alcanzan a comprender que la herencia cultural del machismo también somete a los hombres, aunque de una forma menos evidente: el mayor acceso de las mujeres a las universidades también significa la presión laboral y elitista de la sociedad hacia los hombres; la sociedad tolera menos un hombre que estudia y es mantenido por su esposa que trabaja que la situación inversa, por no hablar de las presiones sexuales a la que están sometidos los adolescentes varones por parte de la sociedad y de sus propias madres.

De mi paso por la Universidad de la República del Uruguay siempre he rescatado muchas cosas. Una de ellas, por ejemplo, fue la total ausencia de discriminación de género entre nuestros compañeros de aula, hecho que ha sido reconocido en una pasada discusión con otros ex-compañeros. Si bien es cierto que las estadísticas pueden decir que hay más mujeres alumnas y menos académicas que hombres (es una realidad mundial, incluso en los países más desarrollados), es probable que el número de los dos grupos cambien y se equilibren en un futuro próximo. Sin embargo, creo que es valioso destacar que los varones estudiantes (y luego profesores) nunca nos sentimos disminuidos por tener a nuestro lado una compañera con un mejor rendimiento curricular que el nuestro, ni por tener a una académica grado cinco como jefa de cátedra, sino todo lo contrario: la mayor discriminación siempre estuvo en base a los méritos morales e intelectuales de cada uno, independientemente del sexo. Entiendo que esto sólo puedo referirlo, a título personal y que, sin duda, habrá testimonios contrarios. Sin embargo, rescato que exista el hecho en sí, el cual me gustaría ver ampliado a una escala más universal, a riesgo de estar cometiendo una nueva falta de orgullo o vanidad.

Como todo movimiento de resistencia, la lucha de las mujeres históricamente ha tenido un sustento sólido, justo y humano. Con el tiempo ha logrado importantes avances para la humanidad en general, con lógicos tropiezos y otros argumentos pobres que sólo han logrado confundir sus objetivos más nobles. Es de esperar que su lucha -crítica y autocrítica- siga siendo apoyada, no sólo por los hombres más inteligentes sino, también, por mujeres inteligentes. Tampoco ellas son perfectas.

Montevideo.

2 de diciembre 2002.




ArribaAbajoFatwa, Shari'a y la guerra de los sordos

¿Hasta cuándo resistirá la Humanidad que se la asesine todos los días? Podemos ser irracionales la mayor parte de nuestras vidas, pero nunca podemos permitirnos ese lujo o debilidad cuando estamos juzgando a otro y mucho menos cuando su vida depende de ese juicio. El silencio nos convertirá en el árbol que sostenga a los inocentes asesinados por la Ley. En otras oportunidades hemos recordado algunas de las interminables contradicciones de las ortodoxias y de las ortopraxias -ambas son, por lo menos, incompatibles. En nuestras propias culturas y sociedades, en nuestras propias historias y en nuestros presentes descubrimos caudales inagotables de crueldad y de hipocresía. No hay diálogo sin el Otro, y en el otro también descubrimos -era inevitable- tantas virtudes como abominables defectos, tanta incomprensión ajena como la hay en nosotros. Y lo que es peor: sordera. La Globalización no ha mitigado ese desconocimiento sino que lo ha agravado en muchos aspectos, porque la comprensión y el conocimiento no llegan necesariamente con los medios de comunicación sino con la comunicación entre los pueblos y entre los individuos. Cuando en África sonó el primer tambor para comunicar intenciones ajenas, éste facilitó la información a distancia, pero también la traición y la guerra: la destrucción del otro3. Y esa comprensión del otro hoy está más amenazada, como puede estarlo el grito de un niño en un estadio de fútbol: se le ha otorgado el derecho de gritar sus verdades y sus angustias, pero ya nadie puede escucharlo en medio del griterío.

En rigor, no podemos conocer algo que previamente deformamos en el proceso de conocimiento. Esto sucede en la ciencia que se ocupa de las escalas infinitesimales, pero a escala humana no es inevitable. Por suerte, en nuestra escala humana todo, o casi todo, se puede cambiar, y Ésa es la gran tarea cuando nos enfrentamos a nuestras propias contradicciones y a las ajenas también.

También en el otro descubrimos brutales arbitrariedades. O lo que es peor: defectuosas virtudes, verdaderos monstruos celestiales. Como, por ejemplo, alguna vez recordamos y escribimos algunas líneas sobre la negativa del ayatolá Jomeini de mirar por la ventanilla del auto que lo llevaba desde el aeropuerto de París a su casa en el exilio, para evitar contaminarse con el corrupto Occidente que en ese mismo instante lo protegía de su propio gobierno. O su posterior condena a muerte al autor de un libro que nunca había leído, por supuesto, ya que ofendía a Dios. Siguiendo con ejemplos islámicos (Occidente los tiene también, y a montones) habíamos recordado que la frase de Mahoma que los mahometanos radicales más gustan olvidar es aquella que previene que «la tinta del sabio es más valiosa que la sangre del mártir». Este deliberado olvido se hizo trágico en Argelia, cuando los más radicales islamistas advirtieron que «todo aquel que viva de la pluma morirá por la espada». Y también pasaron de la letra a la acción. Esto, en rigor, es teología clásica; como no se pueden cambiar las escrituras, se interpreta: allí donde dice «blanco», en realidad quiere decir «negro». Con esta nueva interpretación, los fundamentalistas lograron destruir lo que sus antecesores habían construido en sus años de apogeo económico, religioso y cultural.

Para no quedarse atrás en este extraño proceso de santificación, recientemente y con motivo del concurso de Miss Mundo que se debía celebrar en Nigeria, la periodista Isioma Daniel fue condenada a muerte por un artículo en el cual expresaba que Mahoma hubiese elegido una de sus esposas entre las concursantes. No es necesario detenernos a probar que la posibilidad es alta. Esto no hace al centro del problema. Lo que no podemos dejar de contar son los doscientos muertos que dejaron los incidentes y, quizá más importante aún, la condena arbitraria de una persona por sus opiniones. ¿No fue el propio Mahoma, como Jesús, un perseguido por sus expresiones?

Por desgracia, del pasado imperio islámico, tolerante y humanista, conservador y renovador de las artes y las ciencias en los tiempos de la fanática Edad Media europea, apenas quedan escombros, y todos sirven para ser arrojados contra el pasado y contra el futuro por igual. Lo cual es, a todas luces, más una reacción contra Occidente un Occidente que también tiene las manos teñidas de sangre que una construcción propia. En Nigeria, por ejemplo, la «Shari'a» se impuso recién en el año 1999, en algunos estados del norte. Según este riguroso conjunto de leyes religiosas, el adulterio se paga con la lapidación y la opinión, aparentemente, con la «fatwa» de muerte. En esta situación se encuentran aún varios hombres y mujeres, entre las cuales la más conocida de los últimos meses fue el caso de Amira Lawal. Amira fue condenada a morir bajo una lluvia de piedras luego de dar el pecho a su hijo, prueba, inocente e irrefutable, del delito imputado a su madre divorciada. Por suerte, Amnistía Internacional logró presentar, ante el gobierno de Nigeria, una carta en oposición a tan salvaje condena, firmada por más de un millón de personas de todo el mundo, lo que persuadió a las autoridades para suspender lo que no se puede llamar ajusticiamiento, sino tortura primitiva o sadismo refinado en nombre de Dios. Sin embargo, este Código Sexual seguirá vigente. Como Amira, muchos hombres y muchas mujeres serán condenadas a morir bajo una lluvia de piedras, no arrojadas desde el cielo sino desde las manos de verdugos, cada uno de los cuales se considerará a sí mismo extensión de la mano de la justicia divina. Y todo por alguno de esos «delitos» sexuales que deberían ser jurisdicción exclusiva de Dios o de la privacidad del individuo. Claro, se podrá decir que también un hombre que mata a su mujer por celos (o viceversa) está cometiendo un crimen. De acuerdo. Pero, en todo caso, su acto es pasional e ilegal, y su drama afectará a su entorno, no mucho más. Sin embargo, cuando se ejecuta a una persona bajo una lógica del absurdo, rica en arbitrariedades y en contradicciones institucionalizadas, no sólo se está asesinando a una persona concreta sino a toda la dignidad humana y, por lo tanto, estamos ante la presencia de un crimen universal.

Se me podrá decir que en Estados Unidos y en China también existe la pena de muerte, y lo sé. Pero no distraigamos la discusión. También yo estoy totalmente en contra de la pena de muerte, ya sea en una silla eléctrica o bajo una lluvia de piedras. Mi razonamiento es simple: primero están los principios, y al final también. Y el primero de los principios será siempre la protección de la vida, o dejaremos de discutir cuando ya no haya humanidad. Luego, en apoyo a los principios elementales, existe una serie de principios más complejos y, por lo tanto, más difíciles de advertir. Por ejemplo, existe un principio elemental que es el principio de no-contradicción. Podemos ser irracionales la mayor parte de nutras vidas, pero nunca podemos permitirnos ese lujo o debilidad cuando estamos juzgando a otro y mucho menos cuando su vida depende de ese juicio.

Ahora, ¿por qué en este artículo me ocupo de Amira y de Isioma, cuando cada día mueren miles de niños de hambre o bajo el aséptico bombardeo de algún gobierno de turno? Porque de «los nuestros» nos ocupamos con frecuencia; porque no sólo estas mujeres aún no han muerto, no sólo porque aún se las piensa matar, sino también porque en este proceso se violan los principios más elementales sobre los cuales se construye cualquier forma de humanidad. Y, sobre todo, porque los crímenes de unos no justifican ni mitigan los crímenes de los otros. En esa trágica escalera de deducciones y contradicciones, se termina por negar y destruir lo que al comienzo era el objeto y el propósito de toda Ley. Así, se fabrican armas para proteger la Paz, se asesina para proteger la Vida, se persigue, se encarcela y se tortura para proteger la Libertad, se insulta a la razón y se impone la arbitrariedad religiosa para alcanzar la Justicia Humana... Uno de estos principios, tal vez uno de los más tímidos y vulnerables, dice que para llevar a cabo un acto de tamaño significado, como lo es el enjuiciamiento de un ser humano, se debe proceder con un mínimo de racionalidad. Y muchos saben que no soy un racional empedernido ni pongo a mi cultura ni a mis costumbres por encima de las otras que me son ajenas. Todo lo contrario. Entonces, ¿de qué «razón» estoy hablando?

Por lo general, las Sagradas Escrituras son arbitrarias. Y esta arbitrariedad no las descalifica cuando procede de una divinidad superior a la razón humana. Sin embargo, un juez o un teólogo que se arrogase la misma arbitrariedad en sus procedimientos estaría cometiendo, por lo menos, blasfemia o usurpación del poder divino. La única posibilidad que le queda es el camino de la racionalidad, aunque parta de principios arbitrarios, de la misma forma que un jugador de ajedrez procede con un razonamiento racional sin quebrantar las reglas de juego que, desde su fundación, son arbitrarias. Ahora, ¿a dónde quiero llegar?

Sabemos que para cualquier musulmán, Cristo es uno de los principales profetas, y que el Nuevo Testamento es uno de sus principales libros sagrados, que pueden estar después que el Corán en importancia pero que lo preceden y le dan sustento histórico y religioso. Sin embargo, de la misma forma que el cristianismo se basó siempre en las palabras de Cristo y en los Libros Sagrados para hacer precisamente todo lo contrario, en cada «fatwa» se repite la misma trágica historia. Me refiero a aquel momento superior de las Escrituras, cuando los maestros de ley y los fariseos arrastraron hasta Jesús a una mujer condenada a muerte. (San Juan 8, 3-11). Interrogados por el motivo, los judíos de la época argumentaron que aquella mujer había cometido adulterio y que, por lo tanto, debía morir bajo una lluvia de piedras, según las leyes dictadas por Moisés. Fue entonces cuando Jesús profirió esa frase que a diario se la usa casi vacía de significado: «el que esté libre de culpa que arroje la primera piedra». Obviamente, todos se retiraron, ya que alguien que afirmara estar limpio de culpas estaría cometiendo una falta doble: la mentira y la soberbia. Cuando Jesús estuvo solo con la mujer adúltera, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están los hombres que te trajeron? Ninguno te ha condenado. Yo tampoco te condeno».

Está claro que no necesito explicar la metáfora. El que tenga ojos que la lea; el que tenga cabeza que la use. Es más; ni siquiera es necesario tomarla como metáfora. Probablemente, haya sido un hecho real y aleccionador para el resto de la humanidad, hasta el final de sus días sobre la faz de la Tierra. En el caso de Nigeria ni siquiera es necesario cambiar la palabra «piedra» por otra cosa, ni «mujer adúltera» por otra persona. No es necesario cambiar nada. Lo único que se necesita es un poco más de respeto por la humanidad toda. Lo único que necesitamos es poner a Dios en el cielo y a los hombres en la tierra y no confundir los roles que luego producen seres híbridos, deformaciones monstruosas, con barba o pulcramente afeitados, con túnicas o con uniformes, con corbatas o con polleras, como dioses mezquinos o como hombres que se creen dioses. Sin duda, la lección del nazareno es doble: ante la mujer condenada a muerte, Jesús no sólo recuerda la imperfección del resto de los hombres, sino, y aquí radica lo más importante, también deja en claro que la racionalidad debe ser el agente que revise y cambie las leyes preestablecidas, aunque éstas posean un origen divino.

Compañeros de viaje: aunque el absurdo y la injusticia nos abrumen, no debemos rendirnos. Denunciemos estas trágicas contradicciones y juicios arbitrarios, provengan de donde provengan, ya sea desde el Este o desde el Oeste, desde el Norte o desde el Sur, desde Arriba o desde Abajo. O nuestra existencia no tendrá mejor significado que el de un árbol que otros usan para ahorcar a un inocente.

Montevideo.

4 de diciembre de 2002.




ArribaAbajo Las trampas psicológicas de la ética económica

A mediados del año 2002, el presidente de la República Oriental del Uruguay, Dr. Jorge Batlle, protagonizó uno de los capítulos más divertidos de nuestra historia nacional: creyendo que las cámaras de la televisión que momentos antes lo habían entrevistado estaban apagadas, mantuvo un diálogo áspero con uno de los periodistas de la cadena Bloomberg. En esa oportunidad, el presidente uruguayo se expresó con sinceridad sobre lo que pensaba de la realidad que lo rodeaba. No dijo: «la Argentina / tiene / una economía sana», como tantas veces había repetido hasta un día antes del conocido quebranto de salud de nuestros vecinos. Entre otras cosas, se refirió a los argentinos como «una manga de ladrones, desde el primero hasta el último». Pero como Gran Hermano no perdona, sus palabras dieron varias veces la vuelta al mundo, lo cual no provocó la inquietud de ningún mercado ni la subida del petróleo ni la caída de la bolsa de ningún delincuente conocido, sino la risa del mundo entero lo cual, de paso, le sirvió a nuestro presidente para cumplir con la única promesa pre-electoral de hacer un gobierno divertido. Paradójicamente, el que menos disfrutó con la anécdota fue su propio protagonista, el cual debió hacer un viaje lacrimógeno a Buenos Aires para pedir disculpas por tanta sinceridad, confesando, finalmente, ante el presidente Duhalde y ante el mundo entero, que también él se sentía un argentino más -aunque no aclaró si de los primeros o de los últimos.

Pero éste hecho, que si bien es memorable y de sumo interés para comentaristas de prensa y humoristas en general, no trasciende la anécdota. Me interesa más otra expresión del presidente, mucho menos divertida, quizá la que se tomó como la única razonable y atinada. La voy a repetir, y estoy seguro que todos la volverán a considerar razonable. Sin embargo, si lo hago es, precisamente, porque creo que no es correcta sino todo lo contrario: es la lógica trágica que guía un equívoco ético a escala global.

Refiriéndose a las frustradas peticiones de la Argentina al FMI, Batlle dijo, otra vez con obviedad, como es su característica y la de todo caudillo latinoamericano que llega al poder: «Si usted me viene a pedir plata prestada a mí, es obvio, mi estimado periodista, que yo voy a poner condiciones para prestársela». Sencillita y crucial. He aquí escondida, bajo la letra, la raíz de todos los equívocos éticos.

Veamos. ¿De dónde deriva la aparente claridad de este razonamiento? Creo que deriva de una percepción correcta, del sentido común. ¿Y entonces? Es correcta cuando nos referimos a una relación entre dos personas, o entre un grupo limitado de individuos, en la cual los actores son parte activa y responsable de las causas (por ejemplo, de un préstamo) y las consecuencias (devolución). Es más, el código de conducta ahora globalizado se origina, desde su prehistoria, en este mismo tipo de relaciones. Pero es un equívoco de trágicas consecuencias cuando hacemos la traslación directa de una situación conocida a una totalmente novedosa y diferente, como lo es la relación Nación-Directorio Internacional, o Pueblo-Corporación Financiera. El equívoco trágico ocurre cuando se confunde a un individuo o a un grupo limitado con un país entero; y a la antigua situación de un mundo abierto y desconectado con el mundo actual, cerrado y globalizado, como un barco a la deriva, donde el resfrío de uno de sus pasajeros hace destornudar a la tripulación entera -y viceversa. Esta confusión, que en el pasado alimentó los caprichos de algún que otro dictador y que en el presente se usa en las reuniones y sobremesas de los Centros Decisorios Financieros para referirse a los pueblos, es más grave y trágica de lo que puede parecer a primera vista, y deriva más de la psicología individual que de la racionalidad sociológica y moral. Si bien yo soy responsable de una deuda adquirida por mí mismo, no soy responsable en la misma medida de una deuda adquirida por una generación anterior y por una sucesión de gobiernos, mucho de los cuales fueron dictaduras, es decir, ilegales e ilícitos. Si así fuera, no veo por qué los europeos no devuelven las toneladas de oro robadas a las Américas; o por qué no devolvemos nosotros, los americanos, las tierras usurpadas a los indios nativos. Y no compliquemos el análisis recordando la responsabilidad de los mismos acreedores en las fabulosas y desangrantes deudas impuestas a los pueblos del estúpidamente llamado tercer mundo. Sólo recordemos que la deuda externa es la primera causa del estancamiento y sumisión de los países «deudores». Dicho en otras palabras, las deudas externas de los países pobres es la primera razón por la cual estos países no pueden salir de su pobreza y, por ende, la primera razón por la cual no podrán terminar nunca de pagarla. Lo cual no tiene por qué ser una mala noticia para los acreedores. La ayuda financiera de los Centros Financieros Mundiales es tan necesaria como responsable de la agonía, como lo puede ser la droga que alivia el dolor en un enfermo terminal.

Por suerte, no está lejos el tiempo en que los habitantes de este planeta, cerrado y agotado, cambien su forma de relacionamiento internacional. Es inevitable. Nada de esto quiere decir que un país no tenga responsabilidad sobre los compromisos asumidos. Quiere decir que las responsabilidades no son las mismas: son, en todo caso, relativas; nunca absolutas. Es decir, los super-directores que firman acuerdos con los mini-presidentes, deberían entender que están obteniendo una garantía relativa y, por lo tanto, deberán asumir los mismos riesgos que más tarde impongan las necesidades humanas de los pueblos heridos por una ayuda que no es tal. O tendrán que resignarse que algún día países como Argentina terminen por salir a flote sin ayuda del FMI, lo cual podría poner en jaque al actual Orden Mundial. Y es en éste punto donde estamos por ingresar a la dimensión ética del problema.

Ingresemos. Cuando un país entero está en situación de emergencia (como lo están Argentina y muchos países africanos) y no sólo se compromete su futuro productivo y financiero por el pago de onerosos intereses de deuda, sino que la vida de miles de sus habitantes está en peligro, la imperativa moral se invierte: ya no es una obligación cumplir con los «compromisos» de deuda sino lo contrario: sería inmoral cumplir con los mismos mientras miles de hombres y mujeres son arrojados literalmente a la basura. Es en este momento que debemos preguntarnos ¿qué responsabilidad tiene un niño que agoniza por desnutrición sobre los «compromisos» de deuda firmados por algún presidente, elegido por la mitad de ciudadanos -como ocurre casi siempre- o por tres o cuatro -como ocurre en los casos restantes? Cuando ponemos los principios financieros y la ética comercial sobre el primero de los principios, el de la vida, ¿no estamos invirtiendo el orden moral de los mismos?

«Si usted me viene a pedir un préstamo, es lógico que yo ponga mis condiciones», había dicho nuestro dócil presidente. Sí, muy obvio su razonamiento, señor presidente, pero aplíquelo al sujeto correcto -y le hablo directamente a usted, porque sé que lee este diario. Entiéndalo de forma literal y no metafórica: «yo» significa «yo», y no «pueblo». Aplíqueselo a usted mismo, no a aquellos inocentes que jamás se enterarán cuáles son los compromisos que están asumiendo en ese momento, mientras buscan con avidez un pedazo de pan verde entre los basureros de algún restaurante de renombre internacional, el que luego negociará con su bondad, como es el estilo de la actual ética mundial.

Montevideo.

18 de diciembre de 2002.




ArribaAbajo El lento suicidio de Occidente

Occidente aparece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo sobre siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende ahora, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La mayor esperanza y el mayor peligro para Occidente están en su propio corazón. Quienes no tenemos «Rabia» ni «Orgullo» por ninguna raza ni por ninguna cultura sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos.

Actualmente, algunas celebridades del pasado siglo XX, demostrando una irreversible decadencia senil, se han dedicado a divulgar la famosa ideología sobre el «choque de civilizaciones» -que ya era vulgar por sí sola- empezando sus razonamientos por las conclusiones, al mejor estilo de la teología clásica. Como lo es la afirmación, apriorística y decimonónica, de que «la cultura Occidental es superior a todas las demás». Y que, como si fuese poco, es una obligación moral repetirlo.

Desde esa Superioridad Occidental, la famosísima periodista italiana Oriana Fallaci escribió, recientemente, brillanteces tales como: «Si en algunos países las mujeres son tan estúpidas que aceptan el chador e incluso el velo con rejilla a la altura de los ojos, peor para ellas. (...) Y si sus maridos son tan bobos como para no beber vino ni cerveza, ídem». Caramba, esto sí que es rigor intelectual. «¡Qué asco! -siguió escribiendo, primero en el Corriere della Sera y después en su best seller La rabia y el orgullo, refiriéndose a los africanos que habían orinado en una plaza de Italia- ¡Tienen la meada larga estos hijos de Alá! Raza de hipócritas». «Aunque fuesen absolutamente inocentes, aunque entre ellos no haya ninguno que quiera destruir la Torre de Pisa o la Torre de Giotto, ninguno que quiera obligarme a llevar el chador, ninguno que quiera quemarme en la hoguera de una nueva Inquisición, su presencia me alarma. Me produce desazón». Resumiendo: aunque esos negros fuesen absolutamente inocentes, su presencia le produce igual desazón. Para Fallaci, esto no es racismo, es «rabia fría, lúcida y racional». Y, por si fuera poco, una observación genial para referirse a los inmigrantes en general: «Además, hay otra cosa que no entiendo. Si realmente son tan pobres, ¿quién les da el dinero para el viaje en los aviones o en los barcos que los traen a Italia? ¿No se los estará pagando, al menos en parte, Osama bin Laden?»... Pobre Galileo, pobre Camus, pobre Simone de Beauvoir, pobre Michel Foucault.

De paso, recordemos que, aunque esta señora escribe sin entender -lo dijo ella-, estas palabras pasaron a un libro que lleva vendidos medio millón de ejemplares, al que no le faltan razones ni lugares comunes, como el «yo soy atea, gracias a Dios». Ni curiosidades históricas de este estilo: «¿cómo se come eso con la poligamia y con el principio de que las mujeres no deben hacerse fotografías. Porque también esto está en El Corán», lo que significa que en el siglo VII los árabes estaban muy avanzados en óptica. Ni su repetida dosis de humor, como pueden ser estos argumentos de peso: «Y, además, admitámoslo: nuestras catedrales son más bellas que las mezquitas y las sinagogas, ¿sí o no? Son más bellas también que las iglesias protestantes». Como dice Atilio, tiene el Brillo de Brigitte Bardot. Faltaba que nos enredemos en la discusión sobre qué es más hermoso, si la torre de Pisa o el Taj-Mahal. Y de nuevo la tolerancia europea: «Te estoy diciendo que, precisamente porque está definida desde hace muchos siglos y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de una u otra forma, quieren cambiar nuestro sistema de vida. Nuestros valores. Te estoy diciendo que entre nosotros no hay cabida para los muecines, para los minaretes, para los falsos abstemios, para su jodido medievo, para su jodido chador. Y si lo hubiese, no se lo daría». Para finalmente terminar con una advertencia a su editor: «Te advierto: no me pidas nada nunca más. Y mucho menos que participe en polémicas vanas. Lo que tenía que decir lo dije. Me lo han ordenado la rabia y el orgullo». Lo cual ya nos había quedado claro desde el comienzo y, de paso, nos niega uno de los fundamentos de la democracia y de la tolerancia, desde la Gracia antigua: la polémica y el derecho a réplica -la competencia de argumentos en lugar de los insultos.

Pero como yo no poseo un nombre tan famoso como el de Fallaci -ganado con justicia, no tenemos por qué dudarlo-, no puedo conformarme con insultar. Como soy nativo de un país subdesarrollado y ni siquiera soy famoso como Maradona, no tengo más remedio que recurrir a la antigua costumbre de usar argumentos.

Veamos. Sólo la expresión «cultura occidental» es tan equívoca como puede serlo la de «cultura oriental» o la de «cultura islámica», porque cada una de ellas está conformada por un conjunto diverso y muchas veces contradictorio de otras «culturas». Basta con pensar que dentro de «cultura occidental» no sólo caben países tan distintos como Cuba y Estados Unidos, sino irreconciliables períodos históricos dentro de una misma región geográfica como puede serlo la pequeña Europa o la aún más pequeña Alemania, donde pisaron Goethe y Adolf Hitler, Bach y los skin heads. Por otra parte, no olvidemos que también Hitler y el Ku-Klux-Klan (en nombre de Cristo y de la Raza Blanca), que Stalin (en nombre de la Razón y del ateísmo), que Pinochet (en nombre de la Democracia y de la Libertad) y que Mussolini (en su nombre propio) fueron productos típicos, recientes y representativos de la autoproclamada «cultura occidental». ¿Qué más occidental que la democracia y los campos de concentración? ¿Qué más occidental que la declaración de los Derechos Humanos y las dictaduras en España y en América Latina, sangrientas y degeneradas hasta los límites de la imaginación? ¿Qué más occidental que el cristianismo, que curó, salvó y asesinó gracias al Santo Oficio? ¿Qué más occidental que las modernas academias militares o los más antiguos monasterios donde se enseñaba, con refinado sadismo, por iniciativa del papa Inocencio IV y basándose en el Derecho Romano, el arte de la tortura? ¿O todo eso lo trajo Marco Polo desde Medio Oriente? ¿Qué más occidental que la bomba atómica y los millones de muertos y desaparecidos bajo los regímenes fascistas, comunistas e, incluso, «democráticos»? ¿Qué más occidental que las invasiones militares y la supresión de pueblos enteros bajo los llamados «bombardeos preventivos»?

Todo esto es la parte oscura de Occidente y nada nos garantiza que estemos a salvo de cualquiera de ellas, sólo porque no logramos entendernos con nuestros vecinos, los cuales han estado ahí desde hace más de 1400 años, con la única diferencia que ahora el mundo se ha globalizado (lo ha globalizado Occidente) y ellos poseen la principal fuente de energía que mueve la economía del mundo -al menos por el momento- además del mismo odio y el mismo rencor de Oriana Fallaci. No olvidemos que la Inquisición española, más estatal que las otras, se originó por un sentimiento hostil contra moros y judíos y no terminó con el Progreso y la Salvación de España sino con la quema de miles de seres humanos.

Sin embargo, Occidente también representa la Democracia, la Libertad, los Derechos Humanos y la lucha por los derechos de la mujer. Por lo menos el intento de lograrlos y lo más que la humanidad ha logrado hasta ahora. ¿Y cuál ha sido desde siempre la base de esos cuatro pilares, sino la tolerancia?

Fallaci quiere hacernos creer que «cultura occidental» es un producto único y puro, sin participación del otro. Pero si algo caracteriza a Occidente, precisamente, ha sido todo lo contrario: somos el resultado de incontables culturas, comenzando por la cultura hebrea (por no hablar de Amenofis IV) y siguiendo por casi todas las demás: por los caldeos, por los griegos, por los chinos, por los hindúes, por los africanos del sur, por los africanos del norte y por el resto de las culturas que hoy son uniformemente calificadas de «islámicas». Hasta hace poco, no hubiese sido necesario recordar que, cuando en Europa -en toda Europa- la Iglesia cristiana, en nombre del Amor perseguía, torturaba y quemaba vivos a quienes discrepaban con las autoridades eclesiásticas o cometían el pecado de dedicarse a algún tipo de investigación (o simplemente porque eran mujeres solas, es decir, brujas), en el mundo islámico se difundían las artes y las ciencias, no sólo las propias sino también las chinas, las hindúes, las judías y las griegas. Y esto tampoco quiere decir que volaban las mariposas y sonaban los violines por doquier: entre Bagdad y Córdoba la distancia geográfica era, por entonces, casi astronómica.

Pero Oriana Fallaci no sólo niega la composición diversa y contradictoria de cualquiera de las culturas en pleito, sino que de hecho se niega a reconocer la parte oriental como una cultura más. «A mí me fastidia hablar incluso de dos culturas», escribió. Y luego se despacha con una increíble muestra de ignorancia histórica: «Ponerlas sobre el mismo plano, como si fuesen dos realidades paralelas, de igual peso y de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas».

¿Será necesario recordarle a Fallaci que entre todo eso y nosotros está el antiguo Imperio Islámico, sin el cual todo se hubiese quemado -hablo de los libros y de las personas, no del Coliseo- por la gracia de siglos de terrorismo eclesiástico, bien europeo y bien occidental? Y de la grandeza de Roma y de su «concepción de la Ley» hablamos otro día, porque aquí sí que hay blanco y negro para recordar. También dejemos de lado la literatura y la arquitectura islámica, que no tienen nada que envidiarle a la Roma de Fallaci, como cualquier persona medianamente culta sabe.

A ver, ¿y por último?: «Y por último -escribió

Fallaci                


- está la ciencia. Una ciencia que ha descubierto muchas enfermedades y las cura. Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión... Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?».

Respuesta fatal: detrás de nuestra ciencia están los egipcios, los caldeos, los hindúes, los griegos, los chinos, los árabes, los judíos y los africanos. ¿O Fallaci cree que todo surgió por generación espontánea en los últimos cincuenta años? Habría que recordarle a esta señora que Pitágoras tomó su filosofía de Egipto y de Caldea (Irak) -incluida su famosa fórmula matemática, que no sólo usamos en arquitectura sino también en la demostración de la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein-, igual que hizo otro sabio y matemático llamado Tales de Mileto. Ambos viajaron por Medio Oriente con la mente más abierta que Fallaci cuando lo hizo. El método hipotético-deductivo -base de la epistemología científica- se originó entre los sacerdotes egipcios (empezar con Klimovsky, por favor); el cero y la extracción de raíces cuadradas, así como innumerables descubrimientos matemáticos y astronómicos, que hoy enseñamos en los liceos, nacen en India y en Irak; el alfabeto lo inventaron los fenicios (antiguos libaneses) y probablemente la primera forma de globalización que conoció el mundo. El cero no fue un invento de los árabes, sino de los hindúes, pero fueron aquellos que lo traficaron a Occidente. Por si fuera poco, el avanzado Imperio Romano no sólo desconocía el cero -sin el cual no sería posible imaginar las matemáticas modernas y los viajes espaciales- sino que poseía un sistema de conteo y cálculo engorroso que perduró hasta fines de la Edad Media. Hasta comienzos del Renacimiento, todavía había hombres de negocios que usaban el sistema romano, negándose a cambiarlo por los números árabes, por prejuicios raciales y religiosos, lo que provocaba todo tipo de errores de cálculo y litigios sociales. Por otra parte, mejor ni mencionemos que el nacimiento de la Era Moderna se originó en el contacto de la cultura europea -después de largos siglos de represión religiosa- con la cultura islámica primero y con la griega después. ¿O alguien pensó que la racionalidad escolástica fue consecuencia de las torturas que se practicaban en las santas mazmorras? A principios del siglo XII, el inglés Adelardo de Bath emprendió un extenso viaje de estudios por el sur de Europa, Siria y Palestina. Al regresar de su viaje, Adelardo introdujo en la subdesarrollada Inglaterra un paradigma que aún hoy es sostenido por famosos científicos como Stephen Hawking: Dios había creado la Naturaleza de forma que podía ser estudiada y explicada sin Su intervención (He aquí el otro pilar de las ciencias, negado históricamente por la Iglesia romana). Incluso, Adelardo reprochó a los pensadores de su época por haberse dejado encandilar por el prestigio de las autoridades -comenzando por el griego Aristóteles, está claro. Por ellos esgrimió la consigna «razón contra autoridad», y se hizo llamar a sí mismo «modernus». «Yo he aprendido de mis maestros árabes a tomar la razón como guía -escribió-, pero ustedes sólo se rigen por lo que dice la autoridad». Un compatriota de Fallaci, Gerardo de Cremona, introdujo en Europa los escritos del astrónomo y matemático «iraquí», Al-Jwarizmi, inventor del álgebra, de los algoritmos, del cálculo arábigo y decimal; tradujo a Ptolomeo del árabe -ya que hasta la teoría astronómica de un griego oficial como éste no se encontraba en la Europa cristiana-, decenas de tratados médicos, como los de Ibn Sina y iraní al-Razi, autor del primer tratado científico sobre la viruela y el sarampión, por lo que hoy hubiese sido objeto de algún tipo de persecución.

Podríamos seguir enumerando ejemplos como éstos, que la periodista italiana ignora, pero de ello ya nos ocupamos en un libro y ahora no es lo que más importa. Lo que hoy está en juego no es sólo proteger a Occidente contra los terroristas, de aquí y de allá, sino -y quizá sobre todo- es crucial protegerlo de sí mismo. Bastaría con reproducir cualquiera de sus monstruosos inventos para perder todo lo que se ha logrado hasta ahora en materia de respeto por los Derechos Humanos. Empezando por el respeto a la diversidad. Y es altamente probable que ello ocurra en diez años más, si no reaccionamos a tiempo.

La semilla está ahí y sólo hace falta echarle un poco de agua. He escuchado decenas de veces la siguiente expresión: «lo único bueno que hizo Hitler fue matar a todos esos judíos». Ni más ni menos. Y no lo he escuchado de boca de ningún musulmán -tal vez porque vivo en un país donde prácticamente no existen- ni siquiera de algún descendiente de árabes. Lo he escuchado de neutrales criollos o de descendientes de europeos. En todas estas ocasiones me bastó razonar lo siguiente, para enmudecer a mi ocasional interlocutor: «¿Cuál es su apellido? Gutiérrez, Pauletti, Wilson, Marceau... Entonces, señor, usted no es alemán y mucho menos de pura raza aria. Lo que quiere decir que mucho antes que Hitler hubiese terminado con los judíos hubiese comenzado por matar a sus abuelos y a todos los que tuviesen un perfil y un color de piel parecido al suyo». Este mismo riesgo estamos corriendo ahora: si nos dedicamos a perseguir árabes o musulmanes no sólo estaremos demostrando que no hemos aprendido nada, sino que, además, pronto terminaremos por perseguir a sus semejantes: beduinos, africanos del norte, gitanos, españoles del sur, judíos de España, judíos latinoamericanos, americanos del centro, mexicanos del sur, mormones del norte, hawaianos, chinos, hindúes, and so on.

No hace mucho otro italiano, Umberto Eco, resumió así una sabia advertencia: «Somos una civilización plural porque permitimos que en nuestros países se erijan mezquitas, y no podemos renunciar a ellos sólo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagandistas cristianos (...) Creemos que nuestra cultura es madura porque sabe tolerar la diversidad, y son bárbaros los miembros de nuestra cultura que no la toleran».

Como decían Freud y Jung, aquello que nadie desearía cometer nunca es objeto de una prohibición; y como dijo Boudrilard, se establecen derechos cuando se los han perdido. Los terroristas islámicos han obtenido lo que querían, doblemente. Occidente parece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo sobre siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Tanto tiempo imponiendo su cultura en otras regiones del planeta, para dejarse ahora imponer una moral que en sus mejores momentos no fue la suya. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La Democracia y la Ciencia nunca se desarrollaron a partir del culto narcisista a la cultura propia sino de la oposición crítica a partir de la misma. Y en esto, hasta hace poco tiempo, estuvieron ocupados no sólo los «intelectuales malditos» sino muchos grupos de acción y resistencia social, como lo fueron los burgueses en el siglo XVIII, los sindicatos en el siglo XX, el periodismo inquisidor hasta ayer, sustituido hoy por la propaganda, en estos miserables tiempos nuestros. Incluso la pronta destrucción de la privacidad es otro síntoma de esa colonización moral. Sólo que en lugar del control religioso seremos controlados por la Seguridad Militar. El Gran Hermano que todo lo escucha y todo lo ve terminará por imponernos máscaras semejantes a las que vemos en Oriente, con el único objetivo de no ser reconocidos cuando caminamos por la calle o cuando hacemos el amor.

La lucha no es -ni debe ser- entre orientales y occidentales; la lucha es entre la intolerancia y la imposición, entre la diversidad y la uniformización, entre el respeto por el otro y su desprecio o aniquilación. Escritos como La rabia y el orgullo de Oriana Fallaci no son una defensa a la cultura occidental sino un ataque artero, un panfleto insultante contra lo mejor de Occidente. La prueba está en que bastaría con cambiar allí la palabra Oriente por Occidente, y alguna que otra localización geográfica, para reconocer a un fanático talibán. Quienes no tenemos Rabia ni Orgullo por ninguna raza ni por ninguna cultura, sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos.

Hace unos años estuve en Estados Unidos y allí vi un hermoso mural en el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, si mal no recuerdo, donde aparecían representados hombres y mujeres de distintas razas y religiones -creo que la composición estaba basada en una pirámide un poco arbitraria, pero esto ahora no viene al caso. Más abajo, con letras doradas, se leía un mandamiento que lo enseñó Confucio en China y lo repitieron durante milenios hombres y mujeres de todo Oriente, hasta llegar a constituirse en un principio occidental: «Do unto others as you would have them do unto you». En inglés suena musical, y hasta los que no saben ese idioma presienten que se refiere a cierta reciprocidad entre uno y los otros. No entiendo por qué habríamos de tachar este mandamiento de nuestras paredes, fundamento de cualquier democracia y de cualquier estado de derecho, fundamento de los mejores sueños de Occidente, sólo porque los otros lo han olvidado de repente. O la han cambiado por un antiguo principio bíblico que ya Cristo se encargó de abolir: «ojo por ojo y diente por diente». Lo que en la actualidad se traduce en una inversión de la máxima confuciana, en algo así como: hazle a los otros todo lo que ellos te han hecho a ti -la conocida historia sin fin.

Montevideo.

Diciembre de 2002.




ArribaAbajo Espasmos del Poder Global

Cuando el FMI aconseja al gobierno uruguayo que liquide los bancos en quiebra, esos mismos que se quedaron con los ahorros de miles de trabajadores y pequeños empresarios, está diciendo que no pague su deuda a aquéllos que necesitan su dinero para vivir. ¿Cómo es posible, entonces, que se moleste cuando algún pequeño latinoamericano sugiere no pagar la deuda externa? El poder no necesita argumentos para sostenerse, pero los argumentos pueden terminar por destruirlo. El poder necesita de símbolos. El fracaso de la ideología argentinista provocó hambre y muerte, pero no la caída del Obelisco, hecho que impidió la experiencia del Fin.

Durante el pasado año 2002, Uruguay vivió la peor crisis económica, social y moral de su historia -les pido, por favor, que no me recuerden que en la época de Artigas no había teléfonos celulares; les pido por favor-. El descalabro del sueño primer mundista de Argentina fue uno de los factores que desencadenaron la crisis. El otro factor fue la incapacidad de nuestro propio gobierno para justificar su permanencia. Reconocerlo no significa que estemos amenazando la Democracia y la Libertad, como nos increpa siempre nuestro ex presidente María Sanguinetti, manotazos mediante, con esa habilidad estratégica que tiene para convencernos, cada cuatro años, que el mundo terminará como Sodoma y Gomorra si un día le retiramos nuestro voto de confianza al antiguo régimen de Dirigencia Hereditaria. Según este viejo discurso, los simples mortales le debemos la vida a los «padres del pueblo», todos los cuales, se dice, dedicaron la suya a servir al país. Pero hay algo que nunca me quedó claro. ¿Un señor que ha vivido toda la vida ocupando cargos públicos, con remuneraciones ya conocidas por todos, ha servido a su país o el país le ha servido a él? Porque en la mayoría de los casos «servir al país» significa, para un político perdedor pero acomodado, el exilio en el extranjero, con algún cargo de cónsul o de embajador, lo que tal vez para ellos no es más que un premio consuelo, pero para el millón de compatriotas que luchan toda su vida sin saber si al día siguiente tendrán pan y trabajo, sería por lo menos la salvación en el paraíso. Y no me digan que existe alguna razón de competencia e idoneidad, ya que cualquiera sabe que entre el almacenero del barrio y el embajador de Cucha-cucha no suele haber una universidad ni un currículum meritorio de por medio sino un amigo cómplice en el poder. Sin embargo, nunca escuché decir a ningún patriarca que el panadero de la esquina ha servido toda la vida a su país ni que ellos le deben la vida y el pan. No por lo menos fuera de esos breves períodos de embriaguez fraterna que les asalta cada cuatro años.

En la crisis, la única virtud de nuestro sistema político consistió en mantener un cierto orden institucional, pese a la avanzada degradación económica y moral de la región. Lo cual no significa, necesariamente, una virtud, ya que todavía está por probarse si es mejor que un sistema que fracasa reiteradamente se sostenga a fuerza de un capricho supersticioso o se sustituya por algo diferente. El argumento de «más vale malo conocido que bueno por conocer» ha funcionado siempre en Latinoamérica, tanto que en el Titanic un uruguayo hubiese exclamado: «suerte que tenemos un capitán que sabe lo que hace, si no ya nos hubiésemos ahogado mucho antes». Ambas, inoperancia y moderación, no son más que dos de las principales características de nuestro país; están en la raíz de nuestra historia y de nuestra topografía, rodeada por países como Argentina y Brasil donde todo es más grande y más ostentoso: la geografía, las avenidas, los estadios de fútbol, la riqueza y la pobreza, la idolatría humana y las crucifixiones, los dioses y los demonios. Incluida la corrupción, por supuesto, resumida en los versos más populares del tango: «el que no llora no mama / y el que no afana es un gil».

Me resisto a pensar que la historia de los pueblos esté regida por un régimen de casualidades. Sin duda, está la contingencia. Pero si algunos hechos pueden ser «casuales», en todo caso son, al mismo tiempo, «probables». En otras palabras, todo tiene una explicación, y la crisis sudamericana tiene la suya. Para emprenderla, deberíamos empezar por un contexto histórico y cultural de por lo menos cien años, como ya sugerí al mencionar ese producto clásico de la cultura del Río de la Plata, que es el tango. Allí se encuentra expresada y resumida gran parte de las virtudes y los defectos de nuestros pueblos descendientes de los barcos, sin pasado y -por lo menos por ahora- sin futuro. Luego deberíamos continuar por el contexto internacional y las nuevas leyes éticas y financieras que rigen el presente de casi todos los pueblos del mundo. Como todos saben, gran parte de esas reglas de relacionamiento están dictadas por el poder, en nuestro tiempo concentrado casi exclusivamente en los centros financieros. Pero el poder no es tal si su contraparte dominada no reconoce la relación simbólica que los une y, por ende, debe alimentar permanentemente el símbolo. El poder no necesita de argumentos para sostenerse -tal como nos lo demuestra la experiencia internacional-, pero los argumentos pueden acabar con el poder. A su vez, esa relación simbólica se asienta, sobre todo, en una determinada ética y en una determinada creencia. La creencia puede ser religiosa o materialista; en ambos casos, es una promesa sobre un logro futuro, ya sea la conquista de la felicidad o la salvación de la catástrofe. Estas creencias, materialistas o religiosas, son las que hace a los humanos seres únicos en la naturaleza: su presente no se explica únicamente por su pasado sino, sobre todo, por su futuro.

Pero no vamos a extendernos sobre este punto. Echemos un nuevo vistazo al otro, a la relación ética que sostiene el poder financiero internacional. En otro espacio tocamos este tema, muy brevemente, con un ejemplo concreto. Voy a reincidir, porque la realidad es más estimulante que la imaginación pura y, por otra parte, ése es el signo de nuestros tiempos: la historia y la imaginación han sido destronados por un presente simbólico, construido por el poder hegemónico.

Al igual que en Argentina, en Uruguay los bancos, públicos y privados, se quedaron con el ahorro de miles de empresarios y trabajadores. Esta catástrofe no sólo se debió al patriótico fraude de algunos grandes capitalistas, a esos mismos que los gobiernos de todo el mundo tratan con reverencia y los parlamentos protegen con leyes para que sean bienvenidos a sus países, únicos enviados celestiales de las salvadoras inversiones, sobre los cuales jamás recaerá un ajuste fiscal. También se debió a un progresivo e irremediable fracaso del sistema mercantilista y neoliberal, hecho que, si no es asumido por sus viejos defensores, se debe a que el mismo no provocó en Argentina el derrumbe del obelisco ni de cualquier otro objeto, como lo fue la caída del muro de Berlín -el derrumbe de objetos, el No, ha sido siempre el hecho con más fuerza simbólica que ha experimentado la raza humana desde la época de los megalitos; en segundo lugar ha estado la erección de los mismos, el Si, como pudieron ser las pirámides de Egipto, los obeliscos, las torres y otras excitaciones-. Por desgracia, en Argentina sólo ocurrieron hechos concretos: desempleo, violencia, hambre y desesperación por doquier. La muerte por desnutrición de niños no es un hecho simbólico, pese a su significación. En un país que fue el granero del mundo, que aún hoy su producción agrícola duplica la de varios países africanos, en un país donde la naturaleza continúa produciendo ciegamente lo que los hombres y las mujeres le piden, miles y millones de personas han caído de golpe en la miseria y en el hambre, cuando dos años antes vivían al límite de la ostentación primer mundista y en la televisión se había puesto de moda arrojar comida en los banquetes organizados por la farándula. Nada de eso es simbólico y, por lo tanto, hasta los argentinos se resisten a asumir el fracaso del liberalismo mercantilista. Y si lo reconocen de palabra, en cambio no lo hacen de hecho, lo que quedará demostrado cuando vuelvan a votar por los mismos hombres y mujeres en las próximas elecciones. -Tal vez incluso dejen a las mujeres de lado, si recordamos el discurso del presidente Duhalde al asumir el poder, cuando, no sin euforia, aseguró que había elegido a «los mejores hombres» para salvar a la patria.

Aquí, en Uruguay, muchos políticos de derecha, refiriéndose a los ahorros que la gente perdió en los bancos privados, dijeron que todos debían resignarse, ya que ése es el riesgo que se corre cuando se invierte. Incluso el presidente de la República calificó de «traidores a la patria» a aquellos que pusieron sus ahorros en la banca extranjera con representación en nuestro país, como una forma de justificar las pérdidas ilícitas que el Banco Central debió controlar y no hizo. La teoría de que en un sistema capitalista el inversor corre con todos los riesgos, al parecer, se aplica a los pequeños capitalistas, no a los grandes, lo que es una nueva discriminación de clases: meses antes, esos mismos políticos, comandados por nuestro presidente, desviaron de las arcas del Estado decenas de millones de dólares para auxiliar a los mismos bancos que luego llevaron el efectivo a una isla del tesoro en el Caribe. Recientemente, otro ex ministro de economía, Ignacio de Posadas, declaró que los ahorristas debían resignarse a perder sus ahorros. ¿Por qué? «Porque así funciona el sistema -dijo, con obviedad de acero-; así funciona el sistema en todo el mundo. Pero aquí no se quiere entender cómo funciona el mundo».

Quienes reclamaban sus ahorros, entre los cuales se contaban pequeños empresarios y trabajadores asalariados, muchos de los cuales tenían depositados allí el esfuerzo de treinta años y toda su fe en el sistema (el ahorro es la base de la fortuna), se sintieron desahuciados.

Veamos cómo aquí aparece de nuevo la relación de la ética financiera que rige al mundo. Una relación hipócrita, si se me permite. Si el sistema -supongamos que no nos estamos refiriendo al sistema comunista- funciona así, como lo describe nuestra «clase dirigente» (vaya adjetivo), si los ahorros de una vida entera pueden ser echados a la basura, o peor, si los ahorros de una vida entera de un modesto trabajador pueden ser «aspirados» por los Grandes Capitalistas, ¿por qué el FMI no se resigna a perder sus préstamos y, en cambio, impone intereses desangrantes a pueblos que se encuentran anémicos y sin recuperación?

Last, but not least, escuchemos lo que dijo el FMI al respecto. Cuando una parte del sistema político uruguayo, junto con esos horribles sindicatos, estuvieron concentrados en evitar el cierre definitivo de los bancos en cuestión, con el objetivo de salvar el dinero de los ahorristas y los puestos de trabajo, el FMI se expresó, sin ambigüedades: los bancos debían ser liquidados. Sugerencia que llegó por escrito y fue enseguida rubricada por nuestro presidente y demás deudos. En otras palabras, para que el FMI enviara su salvador préstamo -el cual fue y será destinado al pago de la deuda generada por el préstamo- la condición era que no se reconociera la deuda del sistema con los miles de trabajadores y pequeños empresarios que habían confiado en el sistema.

Cuando el FMI aconseja al gobierno uruguayo que liquide los bancos en quiebra, esos mismos que se quedaron con los ahorros de miles de trabajadores y pequeños empresarios, está diciendo que no pague su deuda a aquéllos que necesitan su dinero para comer. ¿Cómo es posible, entonces, que se moleste cuando algún pequeño latinoamericano sugiere no pagar la deuda externa?

Toda situación de injusticia se sostiene a la fuerza y tiende, tarde o temprano, a desmoronarse. Esto, en principio, no dice mucho, porque toda justicia que tarda no llega. Pero a algunos siempre nos queda el consuelo de la historia. El FMI -por lo menos éste- tiene los años contados. Sería un éxito para ese organismo internacional que pudiese sobrevivir dos décadas más. Sin argumentos éticos se puede imponer, pero nunca suprimir. Si no, pregúntenselo a los grandes tiranos de la historia.

Montevideo.

22 de enero de 2003.




ArribaAbajoLa sociedad desobediente

Esta vieja Europa que encuentro después de tan pocos años, ha cambiado tal vez de forma invisible, pero profética.

He sido amablemente invitado por el gobierno de Tenerife y por Editorial Baile del Sol para presentar mi último libro en España y para participar en algunos debates en vivo. Sobre todo, he escuchado y leído todo lo que he podido y, en cualquier caso, he sentido la misma preocupación por la guerra -o, para ser más exactos, por el bombardeo- y por la inmigración de los pobres al centro del mundo. La ruptura de Occidente es menos evidente.

Sobre estos problemas no voy a agregar mucho más. Además, de ellos ya se han encargado las mentes más lúcidas, y de poco y nada ha servido hasta el momento. Del otro lado, hemos escuchado y leído discursos que, si no tuviesen consecuencias tan trágicas serían, por lo menos, cómicos, travesuras más propias de estudiantes que de los Servicios de Inteligencia más poderosos del planeta, de los cuales depende la vida o la muerte de millones de personas.

Si se me permite el atrevimiento, quisiera ir a un problema que considero más de fondo, no sin antes una breve introducción.

Estoy leyendo en El País de Madrid un documento salido de la oficina de Condolezza Rice, el cual fue ratificado por el Congreso norteamericano. Dice: «Existe un único modelo sostenible de éxito nacional -el de Estados Unidos- que es justo para toda persona en toda sociedad». Dejo los comentarios a los lectores que, a diferencia del filósofo que escribió estas líneas, siempre presumo inteligentes. Y si, además, son cultos, seguramente recordarán el esquema de pensamiento europeísta que imperaba en el siglo XVIII, o versiones más dictatoriales, fanáticas y mesiánicas del Islam moderno. A esta altura de la historia, daría toda la impresión de que algunas personas no pueden comprender que una gran democracia nacional puede ser, al mismo tiempo, una gran dictadura mundial. Y lo digo con pesar, porque admiro la cultura y la belleza de ese gran país del Norte, donde tengo tantos amigos.

Pero vayamos más a fondo. Desconcentrémonos por un momento de la coyuntura actual de esta guerra y veremos esos cambios invisibles que, inexorablemente, están ocurriendo en todo el mundo.

Lo que hoy llamamos «globalización» no es otra cosa que el ensayo, conflictivo y con frecuencia criminal, de un cambio a mayor escala. Y, por el contrario a lo que se afirma casi unánimemente, a mi juicio es el inicio crítico de tiempos mejores para la paz mundial. No ciertamente por la victoria de ningún imperio policíaco, sino todo lo contrario.

Nuestro tiempo es crítico porque es el tiempo en que el mundo se ha cerrado, dejando dentro de su unidad física una pluralidad contradictoria y a veces incompatible de intereses. Paradójica y suicida. Desde los primeros globalizadores -los fenicios- el comercio había sido también una actividad cultural. Desde entonces, junto con las cedas y los condimentos, viajaron culturas enteras, costumbres, artes, religiones y conocimiento científico. Hoy el comercio significa, lisa y llanamente, la destrucción de las culturas que no le son rentables, al mismo tiempo que la vulgarización de aquellas otras de las cuales se sirve. Es un proceso de barbarización que se confunde con el progreso de los medios. Pero, entonces ¿cuál es la próxima etapa de esta globalización?

Hace unas décadas, el científico británico J. Lovelock concibió la teoría de Gaia, es decir la teoría según la cual se entendía nuestro planeta como un ser vivo. En un ensayo de 1997 quise complementar esta idea de la siguiente forma: si el cuerpo de Gea es la biosfera, su mente ha de ser la estratosfera -esa nueva corteza pensante- y cada habitante del planeta sería, así, como una neurona, unida a otras neuronas por dendritas vinculantes -ondas de radio, Internet, etc. Inmediatamente supuse que nuestro planeta sufría de autismo o de una crónica descoordinación, y que si los ecologistas se habían ocupado de su cuerpo, nadie lo había hecho hasta ahora con su mente. Si la contaminación ambiental es su cáncer, la geopolítica es su esquizofrenia. Sin embargo, hoy creo que esa conducta no es producto solo de una fobia -como lo fue la Segunda Guerra- sino que es propia de un recién nacido que mueve sus manos sin advertir aún su individuación.

Y creo que ésta es la próxima etapa de la globalización. Con la movilidad de los individuos aumentará la conciencia de nuestra soledad cósmica. Después de una profunda crisis del antiguo modelo internacional, basado en el egoísmo y en la fuerza, seguirá un tiempo donde no habrá lugar para un imperio basado en una única nación. Una mayor conciencia de nuestra soledad cósmica será, al mismo tiempo, la mayor conciencia de nuestra humanidad, y los rígidos límites nacionales se ablandarán hasta disolverse en la historia. Tendremos, entonces, límites y regiones culturales, pero no políticas ni militares. El mismo fenómeno de los zapatistas de Marcos, en México, se explica por este fenómeno que no aspira al triunfo de la fuerza sino de la opinión del mundo. Aunque hoy parezca utópico, creo que cada vez importará más lo que piensen los pueblos.

La paz será, entonces, más probable en la segunda mitad del siglo XXI que en todo el siglo pasado. Su mejor garantía no será la imposición de un Gobierno supranacional, como quiso serlo el proyecto fracasado de la ONU: la mayor garantía será la conciencia individual, la fuerza de los sin-poder. Está claro que no todos aceptarán al mismo tiempo este mestizaje racial y cultural, pero el proceso será irreversible. Incluso la actual inmigración de los musulmanes a los países occidentales es positiva y un preámbulo de este nuevo «dialogo de culturas». Es la forma más efectiva de que ellos nos conozcan mejor y vean que también nosotros podemos ser hombres y mujeres de valores morales sin pertenecer a su religión ni a su cultura. Lamentablemente, aún no se da la relación inversa, si entendemos que el turismo no es más que la deformación del conocimiento, la vulgarización del antiguo viajero. Pero tarde o temprano el cruce se producirá, dejando lugar al mestizaje nos salvará del «tribalismo planetario» en el que estamos inmersos hoy.

Entonces surgirá el «ciudadano del mundo» con una característica psicológica y cultural que hoy cuesta mucho comprender, dado el tiempo de crisis que estamos viviendo, la que no se debe a este cambio que se está produciendo sino a la profundización del antiguo modelo.

El nuevo ciudadano será mucho más exigente y mucho menos obediente que cualquiera de nosotros lo es hoy. La desobediencia es una virtud que el poder siempre se ha encargado de presentar como un defecto, ya sea éste el poder paterno, religioso, económico o estatal. Y si bien la obediencia al padre es útil en la infancia, luego, en su propia continuidad, deja de serlo y se convierte en un vasallaje que ignora el logro de la madurez, de la responsabilidad individual del nuevo adulto. Es, en este sentido, que una persona verdaderamente libre es desobediente. Ésta, la desobediencia del habitante Tierra, será quizá la mayor revolución del siglo XXI. La democracia representativa dejará lugar a la democracia directa, para convertirse con el tiempo en una antigüedad, base de los caprichos personales del líder de turno que hace que la posición geopolítica de un país como España, con respecto a la guerra, se base exclusivamente en el criterio de un solo hombre, elegido algunos años antes, e ignorando deliberadamente la voluntad del noventa por ciento de la población que se ha manifestado categóricamente en contra. Los gobernantes se justifican de incumplir sus promesas preelectorales o de tomar decisiones contra la voluntad de la mayoría poselectoral argumentando que la realidad es cambiante. Pero no aceptan ese mismo argumento cuando esa mayoría lo contradice o pide la revocación de una decisión o de sus ministros.

Hoy todas las relaciones internacionales están basadas en las relaciones personales, como en los antiguos sistemas monárquicos. (José María Aznar: «Hay una corriente de simpatía entre Bush y yo»; «Nos entendimos desde el primer día que nos vimos») Así, el destino de millones de personas sigue dependiendo del ánimo y de las relaciones amorosas entre dos o tres caballeros.

Más al Sur, vemos cómo los gobiernos «democráticos» de los países periféricos ya no tienen poder de decisión sobre sus propias políticas económicas, sociales e impositivas. Dependen de sus acreedores, de las directivas de los Centros Financieros Internacionales, como el FMI. Sin embargo, éstos Centros dependen, a su vez, de los débiles gobiernos de la periferia, ya que son ellos los vasos comunicantes que se relacionan «legítimamente» (o legitimados) con sus poblaciones. Son ellos los recaudadores de impuestos que, en suma, irán a financiar al Poder Central, es decir, al poder económico y militar que decide el destino de los pueblos. Y si estos gobiernos son demasiado pobres, por lo menos sirven para controlar la desobediencia.

Pero cuando los líderes imperiales, y los grandes centros financieros pierdan su poder, el individuo tendrá menos posibilidades de ser manipulado en su opinión y en sus sentimientos.

No habrá otra salida a la actual psicopatología mundial que no sea el mestizaje. Mestizaje de razas y de culturas, el cual no pondrá en peligro la diversidad, como sí lo está haciendo la uniformización cultural de las superpotencias. La ruptura de las fronteras y la libre circulación de los individuos hará prácticamente imposible la manipulación de los pueblos.

Por otra parte, los poderes legitimados se encuentran enredados en una lucha contra el terrorismo. Pero este terror también es una consecuencia de su entorno, no sólo de su propia cultura política sino de las políticas ajenas -la crisis de la globalización naciente. El terrorismo no es el mero producto de la naturaleza humana sino de su historia. Tanto acción como reacción son, en este caso, productos simultáneos de un determinado Orden mundial. Reestructurada la actual relación mundial del poder, también declinarán los fenómenos terroristas de nuestro tiempo. Sería tonto pensar que el auge del Islam en la segunda mitad del siglo XX es independiente del creciente poder político y militar de Occidente capitalista.

Pero antes de la gran revolución civil habrá una profundización de la crisis de este orden obsoleto. Esta crisis será en casi todos los ámbitos, desde el orden político hasta el económico, pasando por el militar. La Superpotencia es actualmente muy frágil debido a su recurso militar, con el cual ha minado el arma más estratégica de la antigua diplomacia. De hecho, ha inaugurado la anti-diplomacia: mañana, si Estados Unidos no derroca a Sadam Hussein, terminará por fortalecerlo, ante su pueblo y ante el mundo. Es decir, no hay salida a su poco inteligente estrategia. Por otra parte, no podrá resistir un contexto crecientemente hostil porque su economía, base de su poderío militar, se debilitará en proporción inversa. Hoy está en condiciones de ganar cualquier guerra, con o sin aliados, pero los sucesivos triunfos no podrán salvarla de un progresivo desgaste. El resultado inmediato será una gran inseguridad mundial, aunque ésta se superará con la revolución civil. En este momento de quiebre, Occidente se debatirá entre un mayor control militar o en la desobediencia civil, la cual será silenciosa y anónima, sin líderes ni caudillos, sin masacres. Será la primera revolución del individuo de la historia que se opondrá al individualismo, así como la libertad se opondrá al liberalismo.

Los pueblos nunca le declararon la guerra a nadie. Las guerras siempre las promovieron y provocaron individuos que se arroparon con todo el poder de un pueblo al que, de una forma u otra, sometieron, ya sea de forma dictatorial o «democrática», en el sentido actual y antiguo del término. Las guerras surgen con las civilizaciones, no con la humanidad. Y si bien es cierto que con la humanidad surgió la violencia -ya que ésta es inherente a toda forma de vida, inclusive la vegetal-, también es cierto que tal vez la misión más noble de nuestra especie en su evolución espiritual sea aprender a dominar esa violencia, como alguna vez lo hicimos con el fuego, para convertirla en creación y no en destrucción, en vida y no en muerte.

Madrid.

26 de febrero de 2003.



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