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ArribaAbajoMás acá del Bien y del Mal

Las ortodoxias pecan de vanidad y para lo único que sirven es para despreciar al prójimo, no para ayudarlo. Tal vez el puritanismo ortodoxo cree que puede cambiar este mundo -o salvarse de él- con las manos limpias de un cirujano. Pero en esta orgullosa pretensión, día a día incurren en contradicciones hasta llegar, en los casos más trágicos, a ensuciárselas con sangre. No cometen pequeñas contradicciones; sus contradicciones son faraónicas. Del puritanismo ortodoxo al maniqueísmo, político o religioso, hay medio paso hacia atrás. Y un paso más atrás y más abajo se leen, grabadas con letras de oro, advertencias faraónicas de este tipo: «O están con nosotros o están contra nosotros».

Un estimado lector que leyó una de mis novelas y luego se enteró que más de una vez entré a un McDonald's, no sólo para ir al baño sino también para comer una hamburguesa o para tomar café, le comentó a otra: «Me decepciona. ¿Cómo es posible criticar al capitalismo y entrar a un McDonald's?».

Me voy a tomar el tiempo necesario para escribir un artículo sobre la anécdota -que alguien me la comentó por correo-, no porque esté decidido a realizar una defensa de mí mismo, sino porque es un hecho sintomático y de una trascendencia implícita.

Vamos a ver. En primer lugar, el libro aludido es una novela, es decir, ficción, por lo tanto no sería necesario aclarar que allí se expresan muchas cosas, muchas de las cuales deben ser contradictorias, como lo son los seres humanos. Por otra parte, las ideas de los personajes de una ficción pueden ser o no compartidas por el autor. En esa novela de 1994 el personaje principal advierte, desde una celda y después de un análisis afiebrado: «Sobrevendrá la lucha, el materialismo contra la antigua fe. Entre Oriente y Occidente, el nuevo oponente. El ciclo se repite; el materialismo conduce a la irracionalidad, y la fe a la razón». Ideas de este tipo están muy de moda hoy -sobre todo la primer parte- precisamente cuando yo mismo comienzo a cuestionar algunas de sus interpretaciones; al tiempo que no dejo de reconocer profundas verdades en la paradójica segunda conclusión.

Pero hagamos algunas aclaraciones previas. Yo no sólo critico al capitalismo; también critico a las McDonald's. Y me critico a mí mismo, lo que en una palabra significa «autocrítica». Muchas veces me he sorprendido en expresiones hipócritas, en ironías innecesarias contra mis seres más queridos. Creo que no será necesario confesarme en público, ya que nada de eso sirve para redimirme; basta con advertirlo y remediarlo. Es decir, me critico y me juzgo muchas veces en falta, y no por eso me voy a vivir lejos de mí.

Por otro lado, estoy en contra de toda ortodoxia. Lo cual también es una forma de decir que no creo en los hombres-santos ni en las ideologías perfectas. También critico a Estados Unidos y es un país que me parece bellísimo, además de tener mucho para enseñarnos. ¿O alguien piensa que nosotros, los buenos latinoamericanos, no tenemos nada para aprender de los norteamericanos? También critico a Uruguay, mi propio país, y no por eso soy antipatriótico o «vendepatria», como se nos enseñaba en nuestras escuelas de la dictadura militar, cuando debíamos referirnos a todos los que de alguna forma habían cometido el delito de criticar a su propio país. Cuando deje de cuestionar el Orden y la Limpieza me habré convertido en aquello que el Poder y el Contrapoder quieren: un sumiso repetidor de eslóganes publicitarios. Es decir, en una especie de musulmán ateo o de capitalista creyente.

Durante mucho tiempo, mi comunicación con el mundo se basó prácticamente en Hotmail, el cual accedí durante muchos meses desde la biblioteca Artigas-Washington en Uruguay. Nada más norteamericano en nuestro país que la Alianza por no hablar de Hotmail. Fui socio allí. De pasada, leía la prensa norteamericana, que en muchos casos es menos servil que nuestra prensa oficialista, y me conectaba, sin costo, a Internet, gracias a lo cual puede recibir diariamente opiniones a favor y en contra de amigos y lectores desconocidos. ¿Contradictorio? Ni siquiera llego a tanto. Creo que más bien soy consecuente. Estoy contra todo macartismo y toda caza de brujas, contra toda inquisición y contra toda demonización de seres humanos por el solo hecho de pensar y expresar sus pensamientos. Es cierto que hoy en día pensar es peligroso, pero un riesgo mayor se corre cuando se deja de hacerlo.

En este mismo diario publiqué artículos muy duros, muchos referidos a esa enfermedad de Occidente que puede terminar por destruirlo antes que lo hagan los terroristas. Esa enfermedad es el olvido de todas las virtudes que caracterizaron a Occidente -que si bien nunca fueron muchas, una de ellas se llamaba «autocrítica»- y esa otra búsqueda, criminal, mentirosa y antioccidental, por una especie de ortodoxia puritana.

Por otro lado, ¿alguien piensa que el capitalismo y las McDonald's no tienen nada para criticar? Tengo entendido que esa cadena de fast food no permite la agremiación de sus trabajadores. Eso me parece horrible y anticonstitucional. Pero hay amigos trabajando ahí, muchachos que necesitan, en todo caso, de esa droga. ¿Por cumplir con nuestro deber de cuestionarlo, debemos dejar de ir, una vez al mes, a un fast food y exiliarnos en alguna isla del Océano Indico, donde no existe el Capitalismo?

Perdón, reconozco que el Capitalismo llegó antes que yo a España (incluso llegó antes que mi abuelo a Uruguay), pero yo soy un ser humano y reclamo mi derecho a vivir donde quiera. ¿No es ése uno de las Derechos Humanos más básicos y más violados en el mundo entero? ¿Tenemos que cerrar los ojos cuando pasemos por uno de esos restoranes, como un seguidor fanático de Alá? ¿Tenemos que quemar los libros que luego de leerlos nos parecen malos, o no leerlos porque alguien nos dijo que eran malos? ¿Procederíamos como hizo el ayatolá Jomeini cuando condenó a Rushdie por unos versos que no leyó, logrando, como obra póstuma, que hoy muchos analfabetos estén dispuestos a ejecutar la «fatwa» o pena de muerte, como forma novedosa de demostrar la superioridad de un libro sobre otro? También la ortodoxia católica es riquísima en contradicciones, y nunca han sido objeto de revisiones profundas sino, por el contrario, han sido confirmadas, siglo tras siglo, en nombre de la coherencia vaticana, como lo fue la protección de los nazis al final de la Segunda Guerra y la petición de absolución para Pinochet, hace un par de años. En principio, eso es coherencia, señor. Pero en un contexto más amplio -ya no digamos la realidad humana, sino el dogma católico- no es más que una miserable contradicción.

Como se ve, las ortodoxias puritanas sufren de miopía. Si por un principio puritano nos prohibiésemos el acceso a un fast-food porque es un producto típico del capitalismo, como una monja católica se niega a entrar a un prostíbulo donde agonizan sus hermanas -esas mismas que no viven de las limosnas sino que deberán entregárselas a la Iglesia a cambio de la absolución de sus pecados-, tampoco deberíamos viajar en aviones, ya que, excepto una o dos aerolíneas que llegan a Sudamérica, todas las demás son típicos productos del capitalismo. Diría más: típicos productos del capitalismo norteamericano. Y no quiero extenderme demasiado en otros ejemplos ineludibles, como lo es el uso monopólico que hacemos de Hotmail, de Yahoo, de todo Windows y hasta de su soporte físico.

Hay otros ejemplos históricos y paradigmáticos que no se limitan al capitalismo. Como todo el mundo sabe, Volkswagen fue la primera fábrica de automóviles de Alemania, creación original del régimen nazi de Adolf Hitler. Incluso, el diseño del austríaco Ferdinand Porsche se llamó al principio KdF-Wagen, nombre tomado del lema nazi «Kraft durch Freude» que significa «la fuerza por la alegría». Bueno, los dueños de este tipo de automóviles, si no conocían el origen de éstos, ya lo saben. Pero ¿qué harán con ellos ahora? Según un ortodoxo puritano, deberían arrojarlos al mar, ya que si optaran por venderlos estarían promocionando el mal. Y si lo convirtiesen en chatarra, su hierro impuro podría volver a alguien más en alguna forma de Ford, por ejemplo -lo que tampoco deja de tener implicaciones antisemitas, digámoslo de paso. Pero, sinceramente, no creo que ésta sea la práctica.

Existe una costumbre muy extendida en nuestra sociedad y consiste en la recomendación sistemática del destierro para los críticos. Por ejemplo, si el crítico tiene declaradas tendencias socialistas, será el objeto de una pregunta inquisidora: ¿Y por qué no se va a vivir a Cuba? O si de lo el contrario, su critica se dirige hacia los sindicatos, no sólo recibe el mote de «lamebotas», sino que se lo invita amablemente a que se vaya a vivir a la sombra del Capitolio. Pero esos razonamientos son arbitrarios y están oscurecidos por una rabia ciega y fraternofóbica.

Me explicaré con otro ejemplo. De mi vida en África recuerdo con profunda nostalgia cada día, cada madrugada cuando me sentaba frente a una ventana, a tomar café y a escribir, mientras escuchaba los ruidos de la selva que se introducían en el poblado. Recuerdo con nostalgia cada atardecer, el sol hundiéndose tranquilo sobre las trasparentes aguas del Índico. Su gente, siempre sonriente. También recuerdo el hambre y las enfermedades, los lisiados y los esclavos que trabajaban para los blancos extranjeros, muriendo aplastados por los gigantes troncos de «umbila» que se resistían a subir a los camiones, sin que su desgracia llegase a interrumpir las tareas. Tengo mucho para elogiar y para criticar de aquellos nativos y, sin embargo, no siento el deseo de vivir permanentemente allí, a pesar de que alguien me sugirió que me vaya con aquellos negros que, según yo, desconocían el salvajismo de nuestras ciudades modernas. Tampoco viviría en el medio de la Polinesia, en una isla perfecta donde no existiera la injusticia social ni las necesidades materiales. ¿Por qué? Creo que no podría vivir en un mundo perfecto porque nací en uno imperfecto. Y mi lucha, como la de tantos, es mejorarlo. Es un impulso instintivo y, por ende, irrenunciable. Por otro lado, tampoco olvidemos que en la lucha por un mundo perfecto muchas veces se terminó por destruir lo poco bueno que teníamos. Lo cual no significa conformarse con lo que se tiene, sino olvidarse que la perfección pueda llegar de un día para el otro, matanzas mediante. Digamos más: olvidémonos de la perfección; los únicos que pueden aspirar a ella son los religiosos y la condición previa es, en todos los casos, la muerte previa.

En cambio, sigo creyendo que una de las actitudes más eficaces y positivas es, precisamente, la crítica y el cuestionamiento, el corte incisivo en la mala conciencia. Si critico a nuestros países es porque me interesan. En el caso de mi país, es porque lo amo. En casos de países como Francia y Estados Unidos es porque, en gran medida, los admiro. ¿Cuándo la autoalabanza contribuyó al progreso de las naciones, como se pretende ahora en Occidente, olvidando que si por algo se caracterizaron nuestras culturas fue, precisamente, por la crítica y la autocrítica? Lo más que ha hecho la alabanza es inflamar cierto sentimiento patriótico, pero creo que, si bien una cierta dosis de patriotismo no le viene mal a ningún país, una nación no necesita de inflamaciones. Las inflamaciones producen gases. Como pueden ser los discursos políticos y la veneración religiosa de los Símbolos Patrios, que siempre son excesivamente venerados cuando ya no hay Sentido ni Patria. Y esto también lo digo por experiencia propia: en el período histórico de mi país en que los símbolos nacionales habían cobrado un valor casi sagrado, para los cuales era una afrenta que un niño de escuela tocara o señalara con un dedo a uno de ellos, donde no mover la boca para cantar el Himno Nacional era visto como una traición a la Patria y palabras como Patria y Honor eran repetidamente usadas e inyectadas vía intramuscular, fue precisamente cuando más se violaron los Derechos Humanos. Todo lo cual me hace pensar que los humanos a veces tenemos una dosis limitada de respeto, y cuando respetamos en demasía símbolos abstractos, en la mayoría de las veces alegóricos y hasta cursis, ya no queda espacio ni posibilidades de respetar a esos bípedos implumes de carne y hueso que deberían ser los primeros sujetos de derecho y de respeto.

De esta época -que si no fue triste para mí fue porque aún era un niño- recuerdo hechos significativos y sintomáticos. Uno viene al caso ahora. Yo estaba en segundo año de la escuela 127, en mi pueblo, Tacuarembó, y un día pasó la directora por nuestro antiguo salón, al que adornaban largas goteras los días de lluvia. La recuerdo con cariño, porque era una buena mujer, lo más buena que se puede ser en un cargo de ese tipo en esa época: «Niños -dijo-, en su texto de lectura hay un cuento donde un zorro se quiere comer a un búho. El Gobierno ha resuelto que es un cuento demasiado cruel para los niños. Por lo tanto, arrancad la hoja que lo contiene». La sensibilidad de aquellos gobiernos sería admirable, si no fuese porque en ese mismo instante eran secuestrados, torturados, violados, quemados y arrojados al mar seres humanos, alguno de los cuales bien podía ser el padre o la madre de cualquiera de los que estábamos allí. Ninguno fue protagonista de una fábula, sino de nuestra historia más vergonzosa, de la cual incluso hoy pocos se atreven a hablar en serio y sin caer en los discursos heredados de aquella misma época, por temor a perjudicar a la Patria. El puritanismo ortodoxo es así. No comete pequeñas contradicciones; sus contradicciones son faraónicas. Qué digo, son hitlerianas, que es lo justo decir.

El patriotismo inflamado -otra versión laica de las ortodoxias- sólo cree que beneficia a una nación, pero lo único que hace es anular la función del cerebro y conducir los cuerpos a guerras y a nuevas injusticias sociales. De hecho, la justicia institucional -incluida la justicia divina- no surgió para alabar a los hombres, sino todo lo contrario: los jueces y la justicia surgen en el reconocimiento de su naturaleza perversa, en la crítica y el castigo de la misma.

Las ortodoxias pecan de vanidad y para lo único que sirven es para despreciar al prójimo, no para ayudarlo. Tal vez el puritanismo ortodoxo cree que puede cambiar este mundo -o salvarse de él- con las manos limpias de un cirujano. Pero en esta orgullosa pretensión, día a día incurren en contradicciones hasta llegar, en los casos más trágicos, a ensuciárselas con sangre. Pero yo les digo que si queremos cambiar este mundo para mejor no tenemos más remedio que vivir en él. Al menos que optemos por retirarnos a un monasterio, a salvo de tentaciones y a salvo de las malas noticias que proceden del mundo exterior, las que ni siquiera llegan con las abstractas donaciones de los pecadores. Y vivir en este mundo implica ensuciarse las manos con barro y con tinta, conocer sus virtudes y sus defectos. Dicen que así lo hizo el Hijo de Dios, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros?

Del puritanismo ortodoxo al maniqueísmo, político o religioso, hay medio paso hacia atrás. Y un paso más atrás y más abajo se leen, grabadas con letras de oro, advertencias faraónicas de este tipo: «O están con nosotros o están contra nosotros», que no sólo olvidan que el mundo es mucho más que Norteamérica y el Islam, sino que también olvidan que dentro del mundo capitalista y del mundo musulmán también hay seres humanos que nacieron con cabeza propia y cometen la diaria osadía de usarla. Y son igualmente perseguidos por ello.

No se debe predicar lo que no se practica; así tampoco se deben extraer prédicas de donde no las hay, confundiéndolas luego con determinadas prácticas. Cuando no alcanzamos a ver las conclusiones debemos remitirnos a los principios. Los principios surgen del corazón y, a diferencia del cerebro, nunca falla sin pagar con su vida su error. De esta forma, estaríamos a salvo de un clásico riesgo de la teología clásica: el Gran Amor se practica con la tortura y la muerte; donde dice «blanco» se lee «negro»4.

Valencia.

12 de marzo de 2003.




ArribaAbajo La libertad y el poder

El sol comienza a sumergirse en las transparentes aguas del mar Mediterráneo. Escribo desde el bastión de Sant Bernat, de la fortaleza de Dalt Vila, cúmulo de piedras levantado por musulmanes y cristianos sobre otro no menos vertiginoso cúmulo de siglos. He vivido durante los últimos meses en uno de estos callejones que me recuerdan, en parte, al Mont-Saint-Michel. Muchas veces llegué hasta aquí con el diario cargando imágenes de niños destrozados por las bombas, pedazos de piernas colgando como muñecos rotos, rostros sin ojos pero todavía con vida; con argumentos para todo y razones para nada. Y nunca supe qué me dolía más, si las imágenes o los argumentos que las justificaban.

Desde el nacimiento de la civilización, en esa misma tierra que ha recibido el azote de la inteligencia y del progreso, la violencia organizada nunca se ha producido sin una justificación. Nunca. En todos los casos, la imposición masiva de la muerte ha sido legitimada en nombre del Bien, de Dios o de la Libertad. Tanto, que hoy me estremezco cada vez que escucho esas palabras, y me cuido de pronunciarlas en público. Porque si en la época de la Guerra Fría un ateo era un sujeto sospechoso, hoy ya no es posible mencionar a Dios sin activar todos los mecanismos de seguridad, al menos que quien lo nombre sea el dueño de las bombas. El modelo discursivo de la gran política internacional continúa rigiéndose por el antiguo modelo de la teología clásica: primero las conclusiones, luego los argumentos y las deducciones.

Antes de venir hasta aquí para tomar un poco de aire fresco y la perspectiva histórica que dan estas piedras, había estado escuchando la radio. Detrás de la voz del traductor de la Cadena Ser, aparecía la voz grabada del dictador llamando a la resistencia de su pueblo a la invasión, invocando a Dios, a la lucha contra el Mal y repitiendo, casi textualmente, palabras y conceptos usados poco antes por nuestro presidente (el posesivo es justo). La invocación a Dios por parte del libertador y del dictador al mismo tiempo, demuestra que, efectivamente, Dios está en todas partes. Si a eso agregamos que, como lo aseguró el Papa, Dios no permite las injusticias, estaría claro, por lo menos desde un punto de vista teológico, que la concepción divina de la justicia no es accesible a los seres humanos. De este atolladero dialéctico yo saldría absolviendo a ese Dios Secuestrado, y a la humanidad que no sufre de odios ni de intereses monetarios.

Pero, ¿qué puede ocurrir a corto plazo, aquí abajo en la Tierra? Uno de los argumentos más recurrentes de nuestro presidente, para justificar su invasión al Reino del Mal, fue de orden estratégico: la instauración de un régimen democrático en ese país servirá de ejemplo para el mundo islámico, y este cambio resultará en un claro beneficio para la seguridad de Occidente. Sin embargo, sólo esta expresión de intenciones -vamos a suponer sincera- encierra en toda su brevedad una gigantesca nebulosa de contradicciones reveladoras.

El que escribe estas palabras sobre la piedra vería con gusto el desplome de todas las dictaduras -incluyendo todas las formas de terrorismo- que estriñen la vida en el mundo entero, especialmente en lo que hoy es la región islámica. El sadismo, el carácter genocida y la perversión moral del dictador Satán son innegables. Pero debo reiterar, una vez más, que ni Oriente ni Occidente son tan homogéneos como pretende la propaganda. También en el mundo islámico existen países democráticos, o por lo menos tan democráticos como muchas de las democracias pasivas de Occidente. Y ninguno de ellos ha servido, hasta ahora, como «ejemplo» para dictadores como Satán. Por otro lado, recordemos que en el pasado Noroccidente empleó una estrategia diferente, más hipócrita y más inteligente, como lo fue la diplomacia, el complot y la propaganda. Bastaría sólo con recordar el caso de Chile, cuando el 11 de setiembre de 1973, para defender la Democracia y la Libertad en ese país, la Central de Inteligencia Discreta promovió y apoyó el derrocamiento a fuego de una gobierno democrático y constitucional -con el único defecto de su declarado socialismo- al que se sustituyó por una de las dictaduras más abominables que haya conocido la historia de la humanidad, diferente del nazismo sólo por la escala de sus horrores, no por su práctica y su concepción sádica del derecho.

Durante las semanas que duró la invasión al Reino del Mal, y en su agónica etapa previa, se esgrimió, en ambas márgenes del Atlántico, un argumento curioso, repetido en distintos medios. Un catedrático español, en respuesta a los millones de españoles que se manifestaban en contra de la guerra, sacudió en una radio oficial el siguiente razonamiento: Francia tenía una memoria desagradecida. ¿Cómo? En su oposición a la guerra, este país olvidó que los abuelos de aquellos soldados que en ese momento luchaban en el desierto de Irak para salvar la Libertad, habían muerto para salvar a Europa del nazismo. «De no haber sido por aquellos valientes -razonó el profesor de historia- estos mismos que hoy gritan por la paz hoy estarían de boca cerrada y bajo un régimen dictatorial».

Lo que no se discute es la valentía de aquellos doscientos mil combatientes norteamericanos que murieron luchando contra el nazismo. Pero el razonamiento que sigue a la observación es raquítico. ¿Por qué? Primero, porque suponer que los europeos no hubiesen podido liberarse del nazismo en sesenta años es arbitrario y exagerado. Hasta Franco se murió él solito, por no hablar de Stalin. Segundo, también Stalin ayudó a la derrota de Hitler. O por lo menos esos millones de rusos que murieron luchando contra el nazismo -y luego siguieron muriendo bajo el protectorado de su dictador. Ahora, por esta observación, ¿deberíamos deducir que la «vieja Europa» hoy es libre gracias a Stalin o a su régimen? Tercero, si la vieja Europa debe apoyar todas las decisiones de nuestro gobierno, porque un antecesor suyo la ayudó a liberarse del nazismo, ¿qué deberían hacer aquellos países latinoamericanos que sufrieron la opresión de dictaduras promovidas por la Central Única de Inteligencia? Agreguemos que esta última realidad es más próxima en el tiempo que los hechos acontecidos en la Segunda Guerra, tanto que bien se podría decir -si tomamos el mismo modelo de razonamiento del catedrático español- que no fueron los abuelos de los soldados que hoy están en el desierto, sino sus padres, los que lucharon contra la libertad y la democracia en países como Chile y Argentina. Pero también esta afirmación sería injusta por lo que tiene de imprecisa.

Ahora regresemos al momento actual. Observemos que incluso la «democratización» por la fuerza del Reino del Mal y de cualquier otro país árabe, más que conveniente puede resultar un problema para los intereses inmediatos de las corporaciones occidentales, si por «democratización» entendemos, por lo menos, la instauración de un sistema de «democracia pasiva». ¿Por qué? Sencillamente porque el actual contexto popular en esa región es crecientemente hostil al predominio occidental. En Arabia Saudí significaría la pérdida del compromiso de la familia Sa'ud. En otros países, se perdería el soporte de esos reyes, príncipes y dictadores árabes que hoy ven a Occidente más en términos económicos y estratégicos que afectivos o culturales. Los pueblos, en cambio, siempre más «irresponsables» que los gobiernos (si atendemos al razonamiento del presidente español María Aznar), tienden a pensar de forma distinta, más en términos afectivos y culturales. Esto no significa que los pueblos sean más beligerantes que los gobiernos -de hecho, siempre ha sido todo lo contrario- sino que son menos diplomáticos, más directos y menos estratégicos.

Claro que, por desgracia, los poderes corporativos y centralizados han multiplicado su fuerza de acción. Pero en contrapartida no han podido acumular inteligencia en la misma proporción, lo cual los hace más peligrosos y más vulnerables al mismo tiempo. El coeficiente intelectual no se acumula, como creen los militares, en las «centrales de inteligencia», de la misma forma que el capital se puede acumular en los bancos y en las bolsas. Con frecuencia, se obtienen resultados inversos. Algo parecido ocurre cuando mezclamos colores en una paleta de pintor. Cada vez que mezclamos más colores obtenemos menos color; de hecho, obtenemos un color muy similar al excremento humano.

Toda estrategia se mide por sus resultados, y el presente nos muestra cada día la derrota que los vencedores se niegan a ver: un mundo progresivamente inhumano e inhabitable, donde la violencia aumenta en la misma proporción en que disminuyen la seguridad y la libertad.

Pero no vale la pena entrar en un análisis periodístico del riquísimo cúmulo de contradicciones y barbaridades que usan los políticos para lavarse las manos una vez derramada la sangre a miles de kilómetros de distancia. Además, carece de utilidad. Por el contrario, tengo más esperanza en la conciencia ética de los pueblos que sólo se equivocan cuando confían demasiado en sus líderes. Porque aquí está el origen del derrumbe. Hasta hoy, han sido éstos, los supuestos líderes, quienes se han creído con la obligación y con el derecho de encabezar los movimientos civiles, de ir delante de los pueblos cuando en la guerra siempre van detrás. Detrás, incluso, de muchachas de 19 años que son enviadas al frente con el «cómo» muy claro y el «por qué» algo confuso. Tan confuso, que en su momento hasta fueron vistas como un símbolo del progreso de la mujer, lo cual no es más que el triunfo del espíritu machista y su ética de Rambo. Pero, ¿por qué es superior una mujer que mata a un niño -nobles razones mediante, no vamos a dudarlo- a una mujer que lo parió y le dio la leche de sus pechos? ¿Por qué es superior una mujer con un M-4 a una mujer con un biberón? ¿Por qué es más libre una recluta que no se pudo negar a la guerra a una madre que quiso serlo -a pesar de su ignorancia?

Esta idea del mesianismo, del héroe de vanguardia, bien puede proceder de los tiempos en que los líderes intelectuales eran, a la vez, los líderes en el campo de batalla. Ganar una batalla facultaba a dirigir el destino de un pueblo, su economía, su organización civil y su fundación moral (David, Alejandro, Mahoma, Napoleón, Washington, Artigas, San Martín, Bolívar, etc.), con suertes dispares, está de más decir. Este anacronismo tuvo su máxima expresión en las dictaduras militares de América Latina en el siglo XX. Dominar las armas -el Orden- legitimaba la dominación de un pueblo -la Moral. Pero el mundo se fue haciendo demasiado complejo para este tipo de liderazgo. Después de la era de los caballos -la era de los caballeros-, los líderes han pasado de la vanguardia a la retaguardia, llegando al extremo de promover guerras y batallas en las cuales nunca participarán, haciendo del nuevo guerrero el oficio más seguro del mundo, mientras el pueblo y los soldados que van a morir aceptan este hecho sin ningún escándalo, como algo lógico y natural.

Hasta que llegue el momento en que el destino de los pueblos deje de estar en la retaguardia y regrese a la vanguardia, es decir, esta vez al pueblo mismo. Más esperanza tengo en que llegará el día en que sean los pueblos quienes indiquen el camino a sus dirigentes o, mejor, que puedan decidir sus propios destinos sin la complicidad de una supuesta impotencia. No cada cinco años y en el momento más deliberadamente confuso, sino todos los días.

Superado este período en que la libertad será acorralada desde los cuatro puntos cardinales, sobrevendrá su expansión en lo que antes he llamado la «Sociedad Desobediente», ese estadio maduro de la globalización donde los individuos serán menos proclives a la manipulación de sus pensamientos y más responsables de su libertad. Incluso antiguas organizaciones de resistencia social, como los actuales sindicatos -en decadencia, si se me permite- continuarán su declive hasta convertirse en otra cosa. Podrán seguir jugando un papel tímido de resistencia, pero serán totalmente incapaces de oponerse a los poderes centrales. Mucho menos como instrumentos de cambio. Los gremios que no han sido absorbidos por el «pragmatismo» del poder central han sucumbido al dogma y al corporativismo. Sus estrategias de lucha y de organización, que significaron un importante aporte a los derechos humanos del siglo XX, comienzan a evidenciarse estériles a gran escala.

La alternativa de cambio estará en la interacción casi contradictoria del individuo y la sociedad global. Cuando el desequilibrio entre fuerza bruta y razón ética se vuelva evidente e insostenible, los individuos del mundo se volverán conscientes de su poder social. Entonces, la antigua «democracia pasiva» se mostrará obsoleta y divorciada de su primera razón de ser: el pueblo. Dado su carácter mestizo, unos de sus principales enemigos serán las corporaciones racistas, que aflorarán por su parte con mayor fuerza. Pero la Sociedad Desobediente tenderá siempre a oponerse a los poderes predominantes, siguiendo de esta forma un padrón psicológico antiguo, probablemente inmanente a toda sociedad desde sus orígenes y hasta hora nunca puesta en práctica en toda su plenitud. Durante toda la historia, los individuos y los pueblos han tendido a la liberación. Solo que, paradójicamente, ese proceso ha pasado por largos períodos de sometimiento a poderes individuales o centralizados -reyes, tiranos, sacerdotes, iglesias, sistemas religiosos, militares o civiles-. Pero este padecimiento, que casi siempre pagó seguridad con libertad en el antiguo mercado del miedo y del terror, nunca fue un objetivo social sino un medio engañoso de dominación por parte de las minorías de las clases poderosas.

Libertad y poder conforman un par dialéctico: no se puede ser libre sin cierta dosis de poder. Ni siquiera se puede ser libre si el otro posee un poder excesivo. En un mundo donde aumentan las diferencias sociales y geopolíticas, donde la libertad y el poder se encuentran privatizadas o estatizados en beneficio de microminorías, la tensión irá inevitablemente en aumento hasta que se produzca la ruptura. No es posible mantener un determinado orden basado en la injusticia, indefinidamente y sin ejercer algún tipo de dictadura. Y si bien en este sentido se pueden prever muchos escenarios, podríamos nombrar alguno de ellos a modo de ejemplo: la deuda externa de la mayoría de los países subdesarrollados nunca se pagará. Mejor dicho, nunca será cancelada. Las deudas históricas que desangran a los países periféricos se extinguirán, junto con los acreedores, poniendo fin de esa forma al sistema capitalista, tal como lo entendemos hoy.

Esta etapa de la humanidad auto-responsable, más madura y equilibrada, con mayor dominio de su propio destino, significará también un progreso espiritual. ¿En qué sentido? Debemos entender que desde un punto de vista existencial y ontológico, cada uno de nosotros no es solo el sujeto que se relaciona con los demás. Sobre todo, los humanos somos esa-relación. No hay moral de ningún tipo sin sociedad, ya que la moral es, en su camino Tierra, renuncia del individuo a favor del grupo, la conciencia de la especie (en su camino Cielo es renuncia del sexo en beneficio del más allá*). Por ende, tampoco hay individuo sin sociedad; no hay «yo» verdaderamente humano sin el otro, aunque ese otro se encuentre físicamente ausente. Si el otro está enfermo, yo también lo estoy, lo que equivale decir que no existe individuo sano en una sociedad enferma -considerar la situación «privilegiada» de un hombre rico en una ciudad con favelas y con violencia callejera: su privilegio es su condena.

Si en algún momento de la historia hemos tenido una profunda y crítica conciencia de nuestra soledad metafísica (la pérdida de Dios del hombre renacentista y luego moderno, destilado de la naturaleza mucho antes, en el Gótico) ha sido, precisamente, en función de nuestra relación con el otro. Dicho de otra forma, el espíritu humano y la relación que mantenemos con el otro, con los otros -vivos y muertos- son la misma cosa.

A una escala familiar, esas relaciones son principalmente afectivas. Pero a una escala mayor, la relación se establece en términos de poder y de libertad. El desequilibrio entre estos dos términos significa, para una sociedad, la misma catástrofe que para una familia puede serlo el conflicto entre la obediencia y el afecto.

Pero no me voy a extender más sobre este punto. El sol ya se ha sumergido en el mar y no hay luna ni luces de sodio por aquí cerca. Mañana estas piedras seguirán donde están y yo me habré ido.

Fuerte Dalt Vila, Mar Mediterráneo.

4 de junio de 2003.




ArribaAbajo Libertad y Liberalismo

Libertad y liberalismo no son sinónimos; son antónimos, al igual que, por ejemplo, fraterno y fraternidad, Cristo y cristianismo, pacífico y pacifismo, razón y racionalismo, mercado y mercantilismo, justicia y justicialismo, Batlle y batllismo, and so on. Por no mencionar esa larga lista de nombres de políticos célebres que, después de su muerte, terminan siendo asociados al inevitable «ismo» y a una práctica en todo diferente a la original. Más adelante nos ocuparemos de otro par problemático que es fundamental para descifrar la nueva Sociedad Desobediente: individuo e individualismo. Todos son pares de opuestos aunque, por lo general, los segundos términos surgen de los primeros y, al separarse, terminan por negarlos -como en toda herejía.

Lo único que «libertad» y «liberalismo» tienen en común, además de su raíz etimológica, es su relación con el poder. Como lo definimos antes, no existe libertad sin cierta dosis de poder; ni siquiera se puede ser libre si el otro posee un poder excesivo. Hasta aquí, podemos entender cualquier tipo de libertad, incluida la libertad de conciencia de un prisionero.

Pero cuando hablamos de «liberalismo» lo estamos haciendo en un campo más restringido -el sociológico- y, por lo tanto, al tratar de analizar qué relación mantiene con la «liberad» no tenemos más remedio que restringir ésta misma al campo de la otra, ya que la libertad, a secas, es una condición humana que puede abarcar casi toda su existencia humana.

El liberalismo, como todo «ismo», es una ideología, a pesar de que fueron los neoliberalistas los que proclamaron, hace unos años, la muerte de las ideologías. Una ideología de la misma categoría que el marxismo, por ejemplo, aunque menos compleja y menos incómoda -y aquí radica una de sus ventajas estratégicas: es apta para todo público, como Tom y Jerry. Pero lo que a mí me interesa del liberalismo es su propia paradoja: con un origen etimológico común a la libertad, y con pretensiones semejantes, su resultado ideológico se opone a la libertad, por la misma relación luterana que mantiene con el poder. El conflicto se origina en el objeto de sus buenas intenciones. En su estado ideal, el liberalismo elitista propone la libertad irrestricta de los mercados como paso previo a la felicidad de los seres humanos, lo que lleva, inevitablemente, al sometimiento del resto de los individuos que no participan de sus beneficios ni logran convertirse en mercancía. Para superar esta contradicción -libertad de los mercados, sumisión de los individuos-, los liberalistas insisten en que el progreso material de una clase verdaderamente libre arrastrará al resto de la población -obediente y libre sólo en potencia y hasta su muerte- a un estado de bienestar. Lo cual es ética y teóricamente dudoso, pero podría llegar a ser aceptado si la experiencia en laboratorios, como el latinoamericano, hubiese dado resultados positivos alguna vez. La experiencia parece demostrar lo contrario, y para ello basta con estudiar cualquier estadística mundial de organismos confiables, como los de la ONU o de ciertas ONGs.

En este momento, es valioso distinguir, creo yo, entre otro de los pares de opuestos: mercado y mercantilismo. El segundo es la perversión del primero. Veámoslo desde un punto de vista histórico. Durante miles de años, el mercado fue el principal instrumento de intercambio entre los pueblos, no sólo de bienes sino, y quizá sobre todo, de cultura. Con las caravanas de camellos y de barcazas viajaron y se difundieron conocimientos científicos y tecnológicos, religiones y lenguas exóticas. Y hasta es probable que gracias al comercio se hayan evitado muchas guerras. El mercado funcionó, muchas veces, como excusa para las relaciones sociales y para las relaciones entre naciones que se desconocían, a través de los objetos. Incluso el regateo, que se practica hoy en muchas partes del mundo sospechoso, es más una tradición folklórica que una prueba de la avaricia individual. En algunas partes del mundo hemos experimentado cómo el vendedor se molestaba cuando pagábamos el primer precio propuesto sin pedir rebaja, con lo cual no sólo le negábamos el diálogo sino que, además, le demostrábamos arrogancia.

Sin embargo, en su esencia, el mercado actual es todo lo contrario. Su paradigma es la agresión y la supresión del otro -de las otras lenguas, de las otras formas de ver el mundo-. Porque el mundo se ha convertido en un gigantesco campo de fútbol americano, donde los gerentes juntan manos y cantan victoria en el centro del campo antes de aplastar al adversario. Incluso las universidades y las academias más especializadas no dejan lugar a dudas: la competencia es a muerte, y la nueva ética se basa en la eficacia y el éxito impiadoso. Hasta los problemas psicológicos y existenciales de los perdedores se trata en sesiones místico-deportivas donde el paciente debe lograr sacar lo mejor de sí: el ansia irrefrenable de éxito, ya sea a través del grito temerario de «yo venceré» o por algún sacrificio físico como sostener en cada mano una piedra caliente. Hasta que el aprendiz logra la iluminación y queda pronto para el asenso a subgerente. La más mínima debilidad en la estrategia por imponer un jabón, un «buen libro», el mejor sistema para adelgazar sin sufrimientos o para creer en la verdadera religión sin padecimientos puede terminar en la desaparición de la empresa y, por ende, del puesto de trabajo de decenas de personas. Por ello se necesitan gerentes y empleados agresivos -la agresión es la nueva virtud, así como antes lo era la valentía o el altruismo-, verdaderos subjefes de tribu, mercenarios que no tengan misericordia por el adversario. Si el adversario desaparece, es decir si los dependientes de la competencia quedan en la calle, habremos tenido éxito y nuestro camino habrá sido allanado a la gloria bancaria. Pues bien, ésta es la ética contemporánea del mercantilismo. Pero el mercado es otra cosa.

Recuerdo que cuando hace muchos años apareció el Manual del perfecto Idiota latinoamericano, escrito por tres notables liberalistas que explicaban por qué nuestro continente no progresaba, un periodista me preguntó qué opinaba del mismo. Le dije que no podía hacerlo porque aún no lo había leído, pero estaba seguro que iba a tener un gran éxito de ventas. Primero, porque no se puede esperar otra cosa en estos tiempos de tres liberalistas a ultranza, sino ventas; segundo, porque estaba escrito por especialistas en la materia, si nos remitimos al título. Pocos años después, una ola neoliberalista, inteligente, cubrió el continente de costa a costa y, cuando las aguas bajaron un poco, todos pudimos ver el desagradable espectáculo de desolación que había provocado: pueblos y estados empobrecidos, quebrados, marginalización de la clase media, desempleo a niveles nunca vistos, recesión, hombres y mujeres asaltados por banqueros, niños violados en sus derechos más básicos, violencia, hambre, suicidio y, sobre todo, derrumbare moral, en el doble sentido de la palabra. Si antes América Latina había sido un continente pobre, ahora era un continente desmoralizado. Si alguna vez fue una india violada, ahora era una prostituta avergonzada. Con la particularidad, como escribimos el año pasado, de que la ausencia de la experiencia del fin impediría el cambio. («El progresivo e irremediable fracaso del sistema mercantilista y neoliberal [...], si no es asumido por sus viejos defensores, se debe a que el mismo no provocó en Argentina el derrumbe del obelisco ni de cualquier otro objeto, como lo fue la caída del muro de Berlín -el derrumbe de objetos, el No, ha sido siempre el hecho con más fuerza simbólica que ha experimentado la raza humana desde la época de los megalitos; en segundo lugar ha estado la erección de los mismos, el Si, como pudieron ser las pirámides de Egipto, los obeliscos, las torres y otras excitaciones-. Por desgracia, en Argentina sólo ocurrieron hechos concretos: desempleo, violencia, hambre y desesperación por doquier. La muerte por desnutrición de niños no es un hecho simbólico, pese a su significación. Nada de eso es simbólico [...] y, por lo tanto, hasta los argentinos se resisten a asumir el fracaso del liberalismo mercantilista».

Por otra parte, consideremos que este modelo de sociedad liberalista se da a una escala planetaria en relación con las naciones. Existe una clase nacional que tiene el poder de ser libre y otra clase de naciones que tiene el derecho de permanecer callada. Como ya lo intuimos antes, esta relación entre «naciones» tenderá a desaparecer por muchos motivos, uno de los cuales consiste en el progresivo anacronismo del concepto de «país» o de «nación», desde un punto de vista político (no cultural). Pero éste no es el punto ahora.

Me importa observar que el liberalismo contemporáneo es la legitimación ética e ideológica del abuso que una minoría hace del resto de la sociedad -si cabe el término «sociedad» en una relación semejante-. Desde un punto de vista psicológico, no es raro, entonces, que aquellos caracteres personales más autoritarios, que en otros tiempos apoyaron dictaduras militares en América Latina sean, en su amplia mayoría, los nuevos «liberalistas». (Lo cual no quiere decir que no haya liberalistas honestos y democráticos, casi liberales, como unos cuantos amigos que tengo.)

Un ejemplo histórico y paradigmático de este carácter, creo yo, lo constituye Martin Lutero: reformador libertario, inventor de una especie de liberalismo religioso, mantuvo siempre una relación conflictiva con el poder. En su teología, el autoritarismo se aplicaba siempre a los que estaban por debajo y la sumisión a los que estaban por arriba. Claro que no se discutía las razones de por qué alguien estaba abajo o arriba, o debía ser considerado en esa posición social. Por otra parte, está de más decir, esta relación vertical de abajo y arriba no se corresponde con una sociedad verdaderamente justa, es decir, libre. Como testimonio histórico y psicológico del autoritarismo liberal quedaron estas palabras del reformador religioso: «Dios permitiría la subsistencia del gobierno, no importa cuán malo fuese, antes que permitir motines de la chusma, no importa cuán justificada estuviese». «Por lo tanto, dejemos que todos aquellos que puedan hacerlo castiguen, maten y hieran abierta o secretamente, pues debemos recordar que nada puede ser más vergonzoso, perjudicial o diabólico que un rebelde» (Against the robbing and Murdering Hordes of Peasants, 1525).

En su raíz, el liberalismo asume que la libertad no puede ser un bien democrático. A esa versión democrática de la libertad llaman, de forma imprecisa, despectiva y amenazante, anarquía. A la anarquía se la suprime con el Orden; a la desobediencia con el Sometimiento y -para usar una expresión clásica- a la inseguridad se la arregla con «mano dura». Mano dura para imponer orden a los de abajo, según Lutero, un orden militar, un orden financiero. Porque, como ya dijimos en otro espacio, por regla general cada clase social siempre teme más a los que están por debajo que a los que están por encima; teme más al desorden de los de abajo que a la sumisión hacia los de arriba y, por ende, teme más al cambio que a la perpetuación de un orden injusto. Por esta razón -y hasta el advenimiento de la Sociedad Desobediente-, los pueblos siempre han sido más conservadores que los líderes individuales que en algún momento de la historia terminaron por encabezar grandes movimientos sociales. Cada tanto ocurren singularidades históricas; a las tensiones crecientes siguen rupturas, revoluciones. Y éstas, las revoluciones, cuando se dan en su más profundo sentido, generalmente excluyen la violencia, la cual ha sido, históricamente, la mejor excusa para la imposición de una continuidad. Porque si los terroristas usan el miedo para cambiar un orden social, el poder usa el mismo miedo para mantenerlo. Ambos conciben a la sociedad como una agrupación inmadura, incapaz de ser libre y proclive a la manipulación por su propio bien.

No es casualidad, entonces, que los modelos verticales de organización social, como lo es la estructura jerárquica de los ejércitos, de las iglesias tradicionales y del antiguo orden de castas, sea parte indisoluble de la mentalidad autoritaria. Y porque la autoridad siempre se ejerce desde arriba -lo cual ya ha sido comprendido hace millones de años por los animales salvajes que se yerguen para dominar o impresionar al adversario-, no puede ser verdaderamente satisfecha en una sociedad horizontal, verdaderamente libre y democrática -la futura Sociedad Desobediente.

Es, en este sentido, que podemos entender que pocas cosas hay tan antidemocráticas como el sistema de clases sociales, ya sea de derecha o de izquierda. Y si bien podemos asumir que las formaciones de clases en cualquier sociedad es un hecho humano e inevitable -según el estadista María Sanguinetti-, no veo razón alguna para defender una ideología que estimule un fenómeno antidemocrático en lugar de combatirlo. Ésta es otra prueba, entiendo yo, de que en ocasiones la utopía es más constructiva que el pragmatismo. De igual forma, entendemos que el crimen y la violencia son inherentes a la raza humana, y no por ello debemos hacer una apología de esas desgracias que todos podemos llevar dentro. ¿Qué es la moral sino la represión de los instintos propios en beneficio de esa novedad que es la sociedad? Sin sociedad no existe ningún tipo de moral; sin el otro no existe el espíritu humano, en el entendido de que éste es, en sí, esa relación.

Cualquier orden es siempre una variación arbitraria del desorden. Mi orden es el desorden del otro, y cuando lo impongo me convierto en un ser autoritario y sólo libre en términos liberalistas. El liberalismo da libertad efectiva a los más poderosos y una promesa imposible de liberar a los más débiles. Su orden social es, necesariamente, vertical.

En el modelo de sociedad neoliberalista no hay individuos, como se presume, sino mercenarios sociales. Liberalismo es libertad del poder, legitimación de la autoridad del comercio, sumisión del hombre ante el símbolo. El símbolo es el dinero (hoy ya ni siquiera con la presencia concreta del cobre o del oro) que relaciona, de forma abstracta y sin cuestionamientos, al opresor con el oprimido. Lo simbólico del liberalismo es la libertad. Pero la libertad de una sociedad es otra cosa: es la madura y serena desobediencia -la sociedad esférica.

Montevideo.

Junio de 2003.




ArribaAbajo La vida humana como efecto colateral

Cada vez que regreso a Uruguay me impacta lo previsible. No descubro novedades pero mi capacidad de asombro se renueva. Siempre he considerado que la sensibilidad es la mejor aliada de la razón: es aquello que nos sorprende lo que nos obliga a reflexionar. Es la intuición la que guía a la razón y no a la inversa, como se presume siempre. Sin las emociones el análisis se pierde, como un forense buscando el origen de la vida en una morgue. Y es eso, precisamente, en lo que se está convirtiendo nuestro querido país, pequeña región geográfica y humana con un pasado brillante: en una morgue donde sus directores discuten sobre el número de muertos, sobre las causas de cada fallecimiento, sobre cómo evitar el olor nauseabundo que se incrementa día a día sin dar suficiente tiempo de recuperación a las narices que se anestesian junto con los ojos que todavía miran pero ya no ven. De vez en cuando alguno de los directores de la morgue se queja de los cadáveres: hemos diseñado todo tipo de planes sociales, les hemos inyectado suero, el aire acondicionado ha mejorado, pero ellos se niegan a levantarse. Hay gente que prefiere seguir tirada en la calle a vivir como la gente.

Hace unos días murió un niño de hambre y otro de diarrea. Poco después los gusanos comieron vivo a un pequeño de trece meses. No es necesario entrar en detalles descriptivos. Bastará con apuntarlo y no dejarlo pasar como un fenómeno climático sino de verdadera injusticia social. Al mismo tiempo que todo esto ocurre, nuestro vicepresidente continúa su heroica batalla por demostrar que los criterios para medir la pobreza son erróneos y, por lo tanto, deberíamos considerar una cifra un poco más baja de la que publican los técnicos de la salud.

Pero estos niños muertos son niños de la periferia. Marginados. Son efectos colaterales. No duelen.

En este momento me interesa entrar en el pantano. Está en juego la relación con el otro y las instituciones en general, porque cada vez que un niño muere de hambre el Estado pierde su razón de ser. Y en esto hay que decir que el Estado ha perdido la razón reiteradamente. Si la mayor Institución que se ha dado la sociedad es capaz de reparar un semáforo cada vez que se descompone, ¿cómo no es capaz de evitar que un niño se muera de hambre? He escuchado muchas veces que un gran porcentaje de los seres humanos que duermen en las calles, con la cabeza apoyada en la vereda a cero grado centígrado, bajo la violencia del clima y bajo la violencia moral de ser vistos en esa degradación, se niegan a concurrir a un local donde tienen comida y colchones. Ergo esos individuos son responsables de su desgraciada condición. En inglés hasta suena distinguido: son homeless. Pero cuántos de nosotros no nos volveríamos dementes en situaciones de violencia semejantes y reiteradas como lo están esas personas?

Pero como los pobres son «responsables» de su pobreza, así como los alcohólicos y los drogadictos son responsables de su vicio, podemos dejarlos tirados y el mundo seguirá andando. Ahora, si un hombre amenaza con tirarse de un décimo piso, ¿qué hace el Estado? En teoría, ese hombre está en su derecho de hacer con su existencia lo que quiera. Sin embargo, a nadie se le ocurriría dejarlo ejercer su derecho. ¿Por qué? Siempre argüiremos que esa persona no está bien de la cabeza y, por lo tanto, debemos ayudarla a desistir de su intento. Entonces enviamos bomberos, policías y psicólogos para «persuadirlo» de su intento, no vaya a ser que ensucie la calle y cunda el mal ejemplo. ¿Está bien esto? Más allá de una discusión filosófica sobre el derecho, la intuición nos grita que sí. Entonces, ¿por qué dejamos a un hombre tirado en la calle? ¿Por qué la mayor organización de la sociedad, el Estado, no se hace responsable por cada niño que muere de hambre, en lugar de echarle la culpa a una madre que vive en un basurero y ya ha dejado de pensar?

Mal, esto es el árbol de hojas secas. Ahora tratemos le ver el bosque.

Durante décadas, el Río de la Plata fue un río de inmigrantes. Millones de hombres y mujeres bajaron de los barcos a esta tierra desconocida para plantar su raza y sus costumbres. En su gran mayoría eran europeos, representantes orgullosos de una cultura avanzada, de una historia llena de grandes imperios y ominosas dominaciones, que muchas veces se confundió con una raza inexistente: la raza blanca. Sin embargo, aquellos abuelos nuestros que bajaron de los barcos en su mayoría eran analfabetos, víctimas de las más obscenas persecuciones o delincuentes comunes. Por lo general, gente que no tenía muchas razones para sentirse orgullosa. No porque fueran pobres y analfabetos, sino porque venían de una Europa enferma, guerrera y puritana, la mayoría de las veces arrastrando profundos prejuicios, inútiles rigurosidades morales que se parecían más a la inhumanidad y a la mentira que a la sabiduría.

Un minúsculo hecho acontecido en el puerto de Buenos Aires retrata con perfecta economía algunos de aquellos conquistadores, que no carecieron de virtudes pero que por regla general hicieron todo lo posible por olvidar sus defectos, esos mismos que la antropología intentó disimular en los libros. El milagro me lo transmitió mi tío Caíto Albernaz, un campesino sin universidad pero con muchos libros al lado del arado y una inteligencia ética demasiado fina para ser escuchada sin fastidio, destruido hace ya muchos años por la dictadura militar. Yo era un niño aún y le escuché contar, con la misma brevedad, mientras escuchábamos el canto o la queja de un ave nocturna, inubicable en el extenso horizonte del atardecer: «Todavía con las valijas en las manos, un grupo de inmigrantes se cruzó con otro grupo de otra nacionalidad, probablemente de algún país periférico de Europa. Entonces, uno le dijo a otro: 'Nuestra lengua es mejor porque se entiende'».

Con el tiempo, esta iluminación de la ignorancia se fue ocultando bajo una espesa capa de cultura. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro corazón occidental, aún sobrevive la actitud primitiva que considera nuestra propia lengua la mejor lengua, nuestra moral la mejor moral y, aunque nos duela, nuestros muertos las únicas víctimas. Y para darse cuenta de esto no es necesario una universidad sino la sensibilidad de aquel campesino que sabía escuchar a los pájaros.

Durante todo el siglo XX, uno de los principios éticos que justificó cada genocidio y cada matanza, en masa o a pequeña escala, fue aquel en el cual se establecía que «el fin justifica los medios». Como era de esperar, los nobles fines nunca llegaron y, por ende, los medios terminaron por perpetuarse, es decir, los medios se impusieron como fines. (Así suele ocurrir con las Causas cuando se transforman en ideologías, o con la Fe cuando se transforma en dogma.) Lo cual es doblemente lógico, ya que si uno pretende defender la vida con la muerte, el uso de este último recurso hace imposible el logro perseguido. Al menos que el logro sea la resurrección indiscriminada.

Con el transcurso del tiempo, las retóricas y las ideologías han ido cambiando. Sólo cambiando; no han desaparecido en ningún momento. De hecho, el precepto de que «el fin justifica los medios» se encuentra tan vigente hoy como pudo estarlo en tiempos de Stalin o de Nerón. Ahora, de una forma más técnica y menos filosófica, se entiende el mismo concepto con la expresión «efectos colaterales».

Veámoslo un poco más de cerca. En los últimos cincuenta años se han venido realizando intervenciones militares, por parte de las mayores potencias mundiales, con el objetivo de mantener el Orden, la Paz, la Libertad y la Democracia. No vamos a ponerlo en duda -esto complicaría el análisis ya desde el comienzo-. En cada una de estas intervenciones en defensa de la vida ha habido muertos, por supuesto. A diferencia de las antiguas guerras, los muertos escasamente son militares (lo que hace de este oficio uno de los más seguros del mundo, más seguro que el oficio de periodista, de médico o de obrero de la construcción) y nunca son los promotores de tan arriesgadas empresas. Por regla común, los nuevos muertos son siempre civiles, algún viejo que no pudo correr a tiempo, algún joven inconsulto, sin voz ni voto, alguna mujer embarazada, algún feto abortado.

Miremos por un momento estos muertos que no nos tocan ni nos salpican. ¿Son muertos imprevistos? Creo que no. A nadie puede sorprender que en un ataque militar haya muertos. Los muertos y las guerras poseen lazos históricos, así como las guerras y los intereses corporativos. Tan previsibles son estos muertos que han sido definidos, en bloque, como «efectos colaterales». No es cierto que las «bombas inteligentes» sean tontas; hasta un genio se equivoca, eso lo sabemos todos. Ahora, el problema ético surge cuando se acepta sin cuestionamientos que estos «efectos colaterales» son, de cualquier manera, inevitables y no detienen nunca la acción que los produce. ¿Por qué? Porque hay cosas más importantes que los «efectos colaterales», es decir, hay cosas más importantes que la vida humana. O por lo menos de cierto tipo de vida humana.

Y aquí está el segundo problema ético. Aceptar que en un bombardeo la muerte de centenares de inocentes, hombres, niños y mujeres, puedan ser definidos como «efectos colaterales» es aceptar que existen vidas humanas de «valor colateral». Ahora, si existen vidas humanas de valor colateral, ¿por qué se inicia una acción de este tipo en defensa de la vida? La razón y la intuición nos dice que el precepto lleva implícita la idea, no cuestionada, de que existen vidas humanas de «valor capital».

Un momento. Ante tan grotesca conclusión, debemos preguntarnos si no hemos errado en nuestro razonamiento. Para ello, debemos hacer un ejercicio mental de verificación. Hagamos el experimento. Preguntémonos ¿qué hubiese ocurrido si por cada cinco niños negros o amarillos destrozados por un «efecto colateral» hubiesen muerto uno o dos niños blancos, con nombres y apellidos, con una residencia legible, con un pasado y una cultura común a la de aquellos pilotos que lanzaron las bombas? ¿Qué hubiese ocurrido si por cada inevitable «efecto colateral» hubiesen muerto vecinos nuestros? ¿Qué hubiese ocurrido si para «liberar» a un país lejano hubiésemos tenido que sacrificar cien niños en nuestra propia ciudad, como un inevitable «efecto colateral»? ¿Hubiese sido distinto? Pero cómo, ¿cómo puede ser distinta la muerte de una niña, lejana y desconocida, inocente y de cara sucia, a la muerte de un niño que vive cerca nuestro y habla nuestra misma lengua? Pero ¿cuál muerte es más horrible? ¿Cuál muerte es más justa y cuál es más injusta? ¿Cuál de los dos inocentes merecía más vivir?

Seguramente casi todos estarán de acuerdo en que ambos inocentes tenían el mismo derecho a la vida. Ni más ni menos. Entonces, ¿por qué unos inocentes muertos son «efectos colaterales» y los otros podrían cambiar cualquier plan militar y, sobre todo, cualquier resultado electoral?

Si bien parece del todo lícito que, ante una agresión, un país inicie acciones militares de defensa, ¿acaso es igualmente lícito matar a inocentes ajenos en defensa de los inocentes propios, aún bajo la lógica de los «efectos colaterales»? ¿Es lícito, acaso, condenar el asesinato de inocentes propios y promover, al mismo tiempo, una acción que termine con la vida de inocentes ajenos, en nombre de algo mejor y más noble?

Un poco más acá, ¿qué hubiese ocurrido si los gusanos dejaran de comer niños pobres y comenzaran a comer niños ricos? ¿Qué ocurriría si por una negligencia administrativa comenzaran a morir niños de nuestra heroica e imprescindible well to do class?

Una «limpieza ética» debería comenzar por una limpieza semántica: deberíamos tachar el adjetivo «colateral» y subrayar el sustantivo «efecto». Porque los inocentes destrozados por la violencia económica o armada son el más puro y directo Efecto de la acción, así, sin atenuantes eufemísticos. Le duela a quien le duela. Todo lo demás es discutible.

Esta actitud ciega de la Sociedad del Conocimiento se parece en todo a la orgullosa consideración de que «nuestra lengua es mejor porque se entiende». Sólo que con una intensidad del todo trágica, que se podría traducir así: nuestros muertos son verdaderos porque duelen.

Montevideo.

25 de junio de 2003.




ArribaAbajoLa sensibilidad de los números

Ya terminando este año 2003 quisiera enviar unas memorias a mis queridos compatriotas que luchan, sueñan y sufren en el Sur. El resto del mundo no ha mejorado, ustedes lo saben. Ha empeorado. Y continuará empeorando. Entonces, me escriben con frecuencia, ¿cómo aún sostiene esa utópica teoría de la Sociedad Desobediente? La respuesta no se ajusta al espacio de una carta o de un artículo. Pero si atienden a los hechos que continúan desencadenándose observarán que la gran revolución de este siglo será la desobediencia civil, y será no el inicio de la violencia sino su disminución.

En Uruguay ustedes han tenido, recientemente, una pequeña muestra. Todavía quedan largos años de conflictos en que las fuerzas monopolizadoras continuarán sometiendo a grandes masas de población. Sin embargo, esta relación es cada vez más difícil de sostener por muchas razones, dos de las cuales podemos nombrar brevemente:

1) La dominación económica y moral (par inseparable) ya no se ejerce sobre hordas incultas y desinformadas, como en la Edad Media, y cada vez lo será menos;

2) Tampoco se ejerce sobre ejércitos de trabajadores industriales, rígidamente limitados a un espacio y a una actividad mecánica, engranajes entre los gerentes de las grandes empresas y los grandes sindicatos.

La verdadera crisis enfrentará los intereses de la sociedad global a las antiguas cúpulas de poder. Es, en este sentido que no puedo estar de acuerdo con una ciega resistencia a la Globalización, ya que es esta misma una de las principales esperanzas de las futura Sociedad Desobediente.

Desde las páginas de este mismo diario he repetido que la mayor debilidad de nuestras «democracias» es el sistema representativo, ya que cada vez es menos «representativo» y cada vez lo será menos. No sólo porque los gobiernos han perdido la mayor parte de su poder a manos de los sistemas financieros, sino porque ya no responden a las necesidades físicas e intelectuales de los nuevos habitantes.

Los políticos del siglo XX son incapaces de comprender esto y se enfurecen cada vez que lo menciono. Seguramente porque además de no comprenderlo no les conviene perder sus actuales posiciones de «representantes del pueblo». Cada día se hará más evidente la brecha que existe entre los antiguos sistemas de gobierno (de Estados) y la nueva sociedad. Si en mi país los políticos tradicionales se enfurecen con la frecuencia anual de los referéndums, que les resta legitimidad, tendrán que acostumbrarse a algo «peor»: la Sociedad Desobediente no aceptará resoluciones de los «sabios representantes» y cada vez más exigirá su derecho a decidir por sí misma, no cada cuatro años, no cada diez meses, sino todos los días sobre una infinidad inabarcable de tópicos comunitarios.

Siempre se confunde la democracia con los sistemas representativos que, en nuestros tiempos, son cualquier cosa menos representativos. Colombia, por ejemplo, no es una democracia. Para que exista una Democracia real primero es necesario que los integrantes de la sociedad en cuestión sean realmente libres. Y la libertad individual y colectiva suele estar amputada por el poder, la economía y la educación. Una sociedad obediente, ¿obediencia a qué, para qué, para quién?, nunca es libre en términos reales sino a través de un discurso. Una sociedad se puede creer libre, justa, independiente y no ser ninguna de estas tres cosas.

Uno de los peores defectos en las llamadas «democracias representativas» de América Latina es el «caudillismo». Su mayor defecto es que se confunde con una virtud: la genialidad carismática del líder. Su mayor contradicción es que se supone democrática. Considero que en países como Uruguay es urgente la derrota del antiguo sistema hereditario de poder (de castas económicas y burocráticas). Sin embargo, pasada esta etapa sobrevendrá otro problema: la izquierda (en este caso concreto) es heredera del caudillismo tradicional. Y éste será su mayor contradicción con los nuevos impulsos democratizadores. También aquí seremos testigos de un conflicto. Pero, recordemos, que será un conflicto necesario en el camino de los pueblos a su propia autodeterminación, a un mayor grado de libertad.

Los individuos y los pueblos no pueden ser libres bajo un régimen de apropiación de los recursos por parte de una minoría, también llamada «privatización». Tampoco puede ser libre sumergida en un sistema burocrático estatal.

A una semana de iniciada la invasión de Mesopotamia, la ministra de Relaciones Exteriores del reino Ibérico fue interrogada por un periodista de radio sobre las muertes de niños inocentes que habían ocurrido en un mercado de Bagdad, aunque aún no se había confirmado la información. «Aún cree en los resultados positivos de esta guerra?», preguntó el periodista. «Hablemos de hechos -respondió la ministra, con un contundente acento castellano-. Las bolsas: han subido. El petróleo: ha bajado. Hoy, a cada español el litro de combustible le cuesta unos céntimos más barato. Esos son Hechos, señor periodista, hechos, no palabras».

Pero si bien a veces es inútil acudir a la sensibilidad de los ministros, se puede buscar algo de sensibilidad por otro lado. La sensibilidad de las bolsas existe, por ejemplo, y quedó demostrada en la Guerra del Golfo II. El mundo pudo presenciar el espectáculo bursátil con menos conmoción de la que mostraron los actores. A cada avance o retroceso de las tropas aliadas, las bolsas subían o bajaban en la misma proporción. Claro que las bolsas no son perfectas. A cada bomba que caía sobre un mercado callejero, suprimiendo a unas pocas decenas de seres humanos, las bolsas reaccionaban con una respetuosa indiferencia. Ni un punto para arriba, aunque tampoco medio punto para abajo. No sé si es conveniente o no para la economía del mundo, pero sería deseable, en consideración al resto de las personas que no tenemos acciones en las mismas, que no continúen dando muestras tan descaradas de cuáles son sus verdaderos intereses. Sus únicos intereses, vale precisar.

En Uruguay y Argentina, el índice que mide el «riesgo país» tuvo una vertiginosa escalada en el año 2002, cuando se temió por la seguridad de los grandes capitales extranjeros. Lo cual, por otro lado, es lógico, ya que este índice es un invento de los capitales extranjeros, en defensa de sus propios intereses. La no-devolución de los ahorros de la clase trabajadora no influyó demasiado en este índice que, actualmente, ha comenzado a descender al mismo tiempo y en la misma proporción que aumenta la pobreza y la marginación. La desnutrición, el hambre y, finalmente, la muerte de muchos niños no es una variable de la ecuación que mide el riesgo país. O es una variable que, por error, alguien pasó del numerador al denominador resultando, en consecuencia, que a mayor marginación menor riesgo país, tal vez porque se ha comprendido que por debajo de un determinado nivel de dignidad los seres humanos pueden perder incluso su capacidad de rebeldía.

Athens.

24 diciembre de 2003.




ArribaAbajo El recurso del miedo

Robert Kagan, refiriéndose a la oposición de la «vieja Europa» al uso de la fuerza en Irak, escribió: «Cuando no se tiene un martillo, no se desea que nada se parezca a un clavo». La referencia al martillo alude a la indisposición de la Unión Europea de un ejército poderoso (el cual será una de sus prioridades en los próximos años, como resultado del fracaso del Derecho internacional). La refutación ética y dialéctica puede formularse invirtiendo la metáfora: cuando se tiene un martillo -y se carece de escrúpulos- cualquier cosa se parece a un clavo, incluso los seres humanos.

Lo que queda claro, por lo menos, es que las relaciones internacionales continúan basándose, como hace miles de años, en la fuerza, ya sea económica o militar, es decir, en el poder. No quiero decir que en un futuro próximo la psicología de las naciones vaya a cambiar, sino que la unidad fundamental dejará de ser, predominantemente, el país o la nación, para atomizarse en grupos más pequeños hasta concluir en los individuos. Pero en este proceso existe una contradicción implícita: la dominación de las corporaciones y la liberación de los pueblos a través de los individuos. Probablemente estemos viviendo el ascenso de los primeros, y es de esperar su derrumbe a manos de los segundos.

Aunque sea un poco incómodo para un artículo, echemos una breve mirada hacia atrás y veremos parte de este proceso histórico, que no se debe confundir con una especie de neohegelianismo.

Para el reformador religioso Martin Lutero (1483-1546), fundador del cristianismo anglosajón, si se me permite, la primera condición para ser amado era la sumisión. Si bien Lutero se había revelado contra la autoridad del Papa y de la estructura vertical de la Iglesia católica, condenó la rebeldía de aquellos que, a su juicio, eran incapaces de ser libres. A pesar de su manifiesto fatalismo, parecería que, muy en el fondo, Lutero hubiese sentido que la predestinación terminaba donde comenzaba el poder. Autoridad con los de abajo y sumisión con los de arriba, era su fórmula y la fórmula de los neoliberalistas.

En este sentido, para un artesano o para un campesino, era lo mismo someterse a la autoridad del Papa o de un emperador que someterse a la autoridad de un príncipe o del nuevo reformador religioso. Su relación con el poder no había cambiado substancialmente. De hecho, era la misma relación que se había establecido desde los orígenes de los monoteísmos religiosos, base espiritual y psicológica del actual mundo islámico y occidental. Hasta el advenimiento de Cristo, el temor a Dios era más importante que el amor. Abraham es un ejemplo moral en el Génesis porque teme desobedecer a Dios y, por lo tanto, no duda en matar a su hijo como prueba de su fe. Intento por el cual fue históricamente elogiado por la teología y sin duda hubiese sido condenado a prisión o a un manicomio por cualquier juez contemporáneo. Hasta el más ortodoxo abrahamista condenaría hoy a cualquier padre de familia que viniese con la misma historia.

Será Jesús, el eterno subversivo, el que pondrá en tela de juicio todas las reglas éticas, la nueva relación del hombre con la Ley. Entonces el individuo descubrirá, por primera vez, la libertad a través del amor. ¿Cómo es esto? Más allá de una reforma en la concepción de la naturaleza divina, Jesús operó un cambio ético, es decir, un cambio en las relaciones entre los individuos. De la obligación mosaica y sumeria de «no matarás» se pasa a su traducción al positivo de «amarás a tu prójimo», especialmente si se trata de un pordiosero, de una prostituta o de cualquier otro ser humano marginado por el poder y la moral oficial. Amor, claro está, del todo utópico, si los hay, ya que la humanidad jamás pudo lograr la democratización de este sentimiento, el que se encuentra aún circunscripto a la vida privada y lejos de la vida pública. En el área pública, lo más que los individuos han logrado sentir es compasión por el extraño -probable reflejo del amor propio, ya que un extraño nunca lo es en valor absoluto; un extraño es una variación desconocida de nosotros mismos o de un familiar nuestro, y por ello sentimos dolor por su dolor-. La compasión pública luego se traduce en limosnas y, más tarde, en previsión social. Pero no en amor. Sin embargo, la utopía del amor democrático e indiscriminado es noble, aunque no haya impedido que en los sucesivos siglos los seguidores de Cristo lo hayan predicado con la persecución, la tortura y la muerte. El mismo amor que impúdicamente y sin arrepentimientos proclaman hoy en nuestros países aquellos que fueron cómplices o responsables directos de las violaciones a los derechos humanos más básicas.

Pero lo importante de su reforma -hablo de Cristo, pero no como religioso- consistió en introducir no sólo la libertad a través del amor, sino también a través de cierta racionalidad en la interpretación y en la reforma de las leyes inamovibles de las Sagradas Escrituras. Hecho que, por lo menos, resulta milagroso desde un punto de vista teológico: la posibilidad de cambiar una orden dictada por Dios usando la razón y el análisis ético, es decir, la libertad individual. Esta idea podríamos demostrarla citando pasajes bíblicos, pero no es el momento ahora.

Es interesante observar que hasta hoy la enseñanza de Jesús ha sido sólo un paréntesis en la historia de la humanidad. Por lo general, el espíritu autoritario y la orden de sumisión al Poder -al padre, al Estado- han prevalecido. Tanto como para que desde tiempos faraónicos hasta Bordaberry, pasando por «reformadores» como Martin Lutero, se haya considerado el poder como un don de origen divino, sin importar si procedía de un rey sabio o de un tirano impiadoso. «Aún cuando aquellos que ejercen la autoridad fueran malos o desprovistos de fe -escribió Lutero-, la autoridad y el poder que ésta posee son buenos y vienen de Dios». (Römerbrief).

Está claro que la «sociedad desobediente» es un paso casi imposible de la humanidad, si consideramos sus últimos cuatro mil de años de historia religiosa. Mucho más cuando vemos el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos en Oriente y en Occidente, el aumento del control militar y sanitario, y la restricción de la libertad en términos policiales y aduaneros. Sin embargo, y aún ante tan grandes obstáculos, una batalla social y psicológica a gran escala se está produciendo en el resto de la población que lejos de beneficiarse del poder económico y ético, que ostentan los grupos fundamentalistas, lo sufren.

Cada vez será más difícil someter a la población mundial a la coacción estatal, primero, y corporativa después. Luego de exterminar la violencia no oficial, la violencia ilegal, la violencia del débil (si realmente existe el interés de exterminarla), el poder dominante deberá cambiar su estrategia cambiando las armas de fuego por la dialéctica y la propaganda. ¿Por qué? Sencillamente porque cada individuo que no participa directamente de la violencia, legal o ilegal, comienza a tener parte en la generación de riqueza de forma independiente, y eso significa desestructuración del dominio vertical. La insumisión es la negación del poder y, a lo largo de la historia, ha sido variadamente maldecida con palabras como «revolución», «subversión» o «rebeldía». En la modernidad la idea de «revolución» perdió su maldición teológica para convertirse en una virtud de la nueva sociedad. Luego, en la posmodernidad, es probable que la idea de «rebeldía» corra la misma suerte, ya no en figuras aisladas como las del Che Guevara sino a través de toda la sociedad. Sin embargo, algo es permanente: para el poder dominante, cualquier tipo de insumisión será siempre su negación, el mal. Recordemos que en francés y en inglés, «peligro» se escribe «danger», palabra que a su vez se derivó del latín «dominiura», que en español significa «dominación reforzada».

Si bien la era del trabajo industrial fue una período de mayor seguridad para el individuo, también es cierto que su total dependencia lo hacía un engranaje más del sistema de producción, casi siempre pasivo o impotente ante el capital e, incluso, ante su propio sindicato. Todo lo cual favorecía una relación muy estructurada entre las partes; una relación de solidaridad y dominación, de agradecimiento y sumisión. La posición espacial del mal era clara: para los sindicatos estaba en la gerencia; para los gerentes estaba en los sindicatos.

Actualmente, el mal aparece muy bien definido en los grupos terroristas, por unanimidad, y sobre grupos económicos y estatales según sea el caso del discurso alternativo. Pero nada de esto explica las relaciones de poder y de orden actuales. Es probable que el destinatario final de este antiguo producto -el miedo inducido- sean las millonarias poblaciones de ciudadanos que comienzan a independizarse de los poderes centrales, de aquellos que necesitan de la estructuración rígida de las sociedades con el fin de dominarlas. Y será aquí cuando la ideología secreta del miedo alcance su máxima expresión.

El miedo y la esperanza están relacionados con el futuro de la misma forma que la nostalgia lo está con el pasado. Al mismo tiempo que son sentimientos universales, por lo menos en la raza humana, constituyen tres de los puntales más importantes de la política. En los mejores momentos, el poder político actúa sobre las causas que producen estos sentimientos para prevenirlos o para estimularlos. Es decir, la acción de un grupo o de un líder puede perseguir resultados concretos que signifiquen un aumento de la esperanza y una disminución del miedo (inseguridad) de una sociedad. Sin embargo, en su versión más oscura y perversa, el poder, político o de clase, actúa directamente sobre la nostalgia, la esperanza y el miedo para lograr resultados que beneficien su posición estratégica, su propio poder. Como un gurú que en lugar de ingerir alimentos prefiere actuar directamente sobre la sensación de hambre hasta lograr la ilusión de una correcta ingestión. Esta versión de la acción del poder político y económico, tal vez la más común, es la perversión de su razón de ser.

El resultado es la manipulación de los sentimientos en procura de una acción social, mientras se pretende lo contrario. Esta estrategia es básica para los grupos llamados terroristas, pero también lo es para la política tradicional: si los grupos marginales siembran el miedo en una sociedad para destruir el poder que la domina, los grupos en el poder persiguen el mismo objetivo. Porque si una sociedad teme el caos y la inseguridad, se someterá más fácilmente al poder vertical que debería protegerla contra el desorden, aunque para ello deban perder su libertad.

De mi vida en África recuerdo la especial disposición de los actores de una tribu para representar escenas que sólo ellos consideraban ficción. La mujeres no; ellas creían en la representación de los demonios como algo real-onírico. El objetivo de esta danza era atemorizar a las mujeres con demonios venidos desde afuera. Los demonios eran los invasores. De esta forma se ponía a las mujeres lo más lejos de una posible pérdida, del peligro, pero a través del miedo. Lo cual podría resultar válido en el cuidado de un niño, pero es del todo erróneo cuando se perpetúa en un adulto, porque es una forma no sólo de desvalorizarlo sino de impedir su propio desarrollo -su libertad.

Si bien el terrorismo psicológico es casi tan viejo como la tortura física, probablemente será la estrategia más usada por los poderes dominantes que verán amenazada su permanencia. Y nada más fácil y efectivo que la búsqueda de fantasmas. Un hombre puede salir a cazar jabalís, pero si no encuentra uno, volverá a su casa sin la presa. Pero yo les digo que pocas búsquedas hay tan seguras como la búsqueda de fantasmas. Quien sale a buscar fantasmas siempre regresa a casa con alguno de ellos, acompañados, la mayoría de las veces, por dos o tres cadáveres.

Athens.

el 7 de octubre de 2003.




ArribaAbajo Desobediencia y disentimiento

Para Zavarzaeh, la relación entre el centro y el margen es una relación de oposiciones, conflictiva, entre exclusión e inclusión. Su crisis es uno de los síntomas de la Posmodernidad: «[The] relation between the center and the margin […] is itself a symptom of the crisis of posmodernity and uncertainty about the norms that might 'justify' and 'explain' the acts one undertakes»5.

Sin embargo, ¿qué significa, exactamente, «crisis» de la relación tradicional entre el centro y el margen? Sin duda que ésta no ha cambiado desde el neolítico: hay un centro desde el cual se emite un discurso predominante que es, al mismo tiempo, excluyente. Quienes son perjudicados por ese discurso o quienes lo resisten deben, necesariamente, ubicarse al margen. La crisis de esta relación dialéctica significa, antes que nada, una conciencia y un cuestionamiento ético de esta relación, mucho antes que un cambio estructural espacial del centro tradicional.

Ahora bien, ¿cómo somete el centro y cómo se defiende el margen, cómo reacciona el margen y cómo se reorganiza el centro?

Es importante anotar que el centro es el principal productor de «legitimaciones», es decir, el principal redactor del discurso ético predominante. Pero este discurso necesita de un enemigo: el margen. Personalmente, creo que una de las fortalezas del centro en relación con la «res intermedia»6 consiste en mantener una clara relación ético simbólica con el margen. Es decir, el centro necesita del margen. Sin el peligro y la amenaza, no podría existir una dominación ideológica efectiva. Es por esta razón que el centro debe combatir el surgimiento ético-contestatario del margen, pero nunca suprimirlo completamente. Si no existiera un margen hecho dialécticamente imposible en la Sociedad Obediente el centro lo inventaría. En este sentido, podemos entender la existencia endémica y simbiótica de los grupos «guerrilleros» colombianos y las estructuras de dominación sociales tan características de las sociedades latinoamericanas, como lo son el ejército, la Iglesia católica y el «patriarcado político». Esa relación perversa que se alimenta de antagonismos ha sido una característica de casi toda América Latina. Su herencia, incluso, se ha trasmitido invisible pero poderosamente a «democracias» como la uruguaya o la argentina.

Una segunda forma de «manipulación ideológica» que practica el centro, aparte del antagonismo, es la «absorción». Lo que también podríamos llamar, «integración de la exclusión» o «anulación del disenso»7.

Lo que aún queda sin aclarar es si el centro es plural o no. Sabemos que el margen lo es, pero la respuesta no es tan clara cuando interrogamos al centro. Cabrían dos posibilidades: a) el centro es único, por naturaleza ideológica y de organización jerárquica; o b) el centro es una pluralidad «coherente», es decir, capaz de integrar los distintos niveles y categorías de discursos de dominación: racial, de clase, económico, de género, etc. Una mujer de clase dominante sería, de alguna forma y al mismo tiempo, marginal por su sexo.

Sabemos que parte fundamental de la ideología dominante, la ideología «central», consiste en asociar al margen con descalificativos éticos, como pueden serlo de orden social, sexual o de producción. Es decir, el margen es improductivo, desordenado, peligroso para el orden y la seguridad, sexualmente desviado o contra natura, inmaduro, etc.

En las películas de Hollywood, el margen finalmente se integra al centro el hippie, el bohemio, el contestatario, la mujer «libertina», etc., terminan fracasando o integrándose a la estructura capitalista. En ocasiones, el margen aparece como una forma inocente que cumplirá una función «reformadora» de algunos elementos disfuncionales del centro, al que deberá ayudar a recuperar su propia centralidad en tiempos de «desviación». En otros momentos, el margen aparece reconociéndose a sí mismo como incapaz de cambios serios y como característica de la inmadurez psicológica, ideológica, productiva y moral de la sociedad a la que critica.

Por el contrario, en películas latinoamericanas como El crimen del padre Amaro el centro triunfa finalmente en la trama, pero este triunfo significa una derrota ética necesaria en la meta-trama, es decir, en las lecturas probables del espectador. El centro se revela, esta vez, como inmoral, corrupto. También en esta película se da una paradoja que, aunque pueda sorprender, no es para nada propiedad de la posmodernidad, sino de los orígenes del cristianismo: el centro representa la fuerza y el poder social, la dominación, al mismo tiempo que la marginalidad ética. Desde este punto de vista, este discurso es marginal. Sólo el poder del dominante puede imponer una censura de expresión; pero el censurador es, históricamente, el que ha perdido la batalla por la legitimación ética, porque su discurso es insuficiente. El personaje del padre Natalio representa al típico marginado: se encuentra en la clandestinidad política y eclesiástica. También se encuentra marginado por el poder político, civil, representado por el periódico del pueblo. Sin embargo, es el único «héroe-ético» que sobrevive en la aniquilación ética de la película. Su derrota, la excomulgación, la separación definitiva de la corrupción y del poder, como la de Jesús, es la única forma efectiva de triunfo moral.

Por estas mismas razones, y retomando conceptos que ya analizamos en ensayos anteriores sobre la Sociedad Desobediente, debo aclarar que, para mí, «desobediencia» no significa quebrantamiento de las reglas sociales. Contrariamente a lo que nos dice la ideología dominante, la desobediencia es una actitud de madurez social e individual, de insumisión que lleva a cambiar las reglas democráticas, a desplazar aquellos códigos sociales, legales o culturales, que oprimen al individuo en beneficio de los intereses particulares del poder central, del poder de clase, de raza, de género, etc. Precisamente, la desobediencia es lo que diferencia a un adulto joven de un niño de pocos años.

Quebrantar las reglas establecidas en una sociedad, por injustas que éstas sean, es una forma de perpetuar el poder. Esto ya lo entendieron Sócrates y el mismo Jesús, personaje verdaderamente subversivo, si hubo alguno en la historia de la humanidad, tanto que para matarlo de verdad fue necesario su oficialización dogmática, es decir, su fabulosa integración al centro, al poder.

Como afirma el profesor de la Universidad de Berkeley, Mas'ud Zavarzaeh, el disentimiento es parte de la tradición de los sistemas actuales de dominación. La tradición integra y resuelve dos tópicos fundamentales de las sociedades capitalistas: lo nuevo y lo permanente. Para ello, la tradición recurre a la «deshistorización» de los hechos sociales y políticos. Integra en su propio discurso al «disidente», al rebelde, como resultados necesarios de una sociedad dinámica, moderna y pluralista, democrática.

«[Dissent] is ineffective because it is an idealistic distancing from the existing institutions of capitalism and not a materialist critique of its operations nor an intervention in its economic order and class organizations of culture»8.

En el caso de América Latina, el rebelde, el subversivo, cuando no logra en un gran movimiento revolucionario destruir la estructura de dominio social, lo cual constituye la regla general, termina integrándose a una tradición aún más perversa: opera como justificación del dominio despótico de los poderes políticos, religiosos y militares.

La ideología dominante llena todos los intersticios sociales: desde la educación hasta la cultura, desde el trabajo hasta la televisión, desde los medios de prensa hasta el diálogo callejero. Todo está teñido por el discurso dominante. Así no sólo somos los objetos del dominio y de la opresión de clase, de grupos financieros, de minorías políticas, de imposiciones sexuales, etc., sino que, además, somos nosotros mismos los «sujetos de propagación» de la misma ideología dominante. Este mecanismo se puede observar ya desde épocas del más grande subversivo de la historia: Jesús. Jesús fue un trasgresor en todo sentido y, paradójicamente, no lo hizo en nombre del Demonio sino de su Padre, Dios. Al cuestionador de las Leyes y de las costumbres, al hombre que se rodeaba de prostitutas (estoy escribiendo en Word. El programa me subraya esta palabra en rojo. Se niega a reconocerla. Es parte de la ideología dominante, es el sutil perfil de más de mil años de moral opresora, filtrado en los orgullosos sistemas informáticos), de mendigos y de homosexuales, ésta es una hipótesis que veremos más adelante. Así como Jesús revindica a la prostituta, absuelve a la adúltera, así debió hacer con los homosexuales. Sin embargo, el concilio de Nicea, o probablemente mucho antes, debió censurar estas «insinuaciones» como apócrifas. ¿Por qué? Porque la homosexualidad recordaba a la Roma de los césares, a la Grecia de los clásicos, es decir, al paganismo. Es cierto que en el antiguo Testamento Dios destruye a Sodoma y Gomorra. Sin embargo, no es menos cierto que también, según la tradición farisea, ordenaba matar a las mujeres adúlteras. Jesús, de una forma clara y a través de cierta racionalidad, abolió esta Ley. ¿Cómo no haría lo mismo con una convención que no estaba escrita en Ley?). Es decir, Jesús es el reivindicador del oprimido, del hombre y de la mujer marginados. Jesús es el enemigo del Poder, contrariamente a los que históricamente han afirmado que éste, el poder, es de «origen divino» («al César lo que es del César», dijo; y, efectivamente, la traición de Judas consistió en entregarlo al César, a Constantino, al Papa). El Mesías no se opone al poder directamente, lo cual nunca aprendimos correctamente. Su mensaje ha sido integrado y silenciado en el centro, pero sobrevive, como no podría ser de otra forma, en el margen. Paradojas de la historia, o no, gracias a laicos y ateos, la mayoría de las veces. La lucha consiste, entonces, en la conquista del espacio central: la sociedad.

Pero el Poder se toma revancha. A Jesús no lo asesinan cuando lo crucifican. Esa fue una derrota para el poder romano. A Jesús lo asesinan 297 años después, cuando el cristianismo sale de la clandestinidad, con Constantino y los sucesivos concilios terminan por esculpir un falso ídolo de piedra: el Dogma Católico. Es cuando su nombre se transforma en la más efectiva negación de su mensaje original. Cuando se transforma en el poder moral, en la ideología dominante.

Diferente a la dinámica moderna de los últimos doscientos años, la futura Sociedad Desobediente no procurará crear un «nuevo margen tradicional», el cual es ocupado hoy en día por el rebelde y por el disidente. Tampoco buscará desplazar el centro sobre sí mismo, lo cual significaría una contradicción. La sociedad Desobediente no se reconocerá en el margen ni en el centro, no reconocerá autoridad ni desplazados, aunque estos dos pares no desaparecerán completamente. La Sociedad Desobediente será la esfera cuyo centro está en todas partes. Sin embargo, la Sociedad Desobediente no es inevitable; su probabilidad y la de su opuesto, el control físico, ideológico y económico, la permanencia del control social de una clase, se parecen. Y de esto depende, una vez más, el destino de la humanidad: no de un proceso inevitable, sino del éxito o de la derrota de una justa revolución. La mayor amenaza que sienten los poderes sociales, económicos, financieros, militares, de clase, etc., es la progresiva anarquía de los procesos de producción. A este «descontrol» deben responder con una mayor tensión entre el centro y el margen, publicidad ideológica mediante: el mundo se hace cada vez más inseguro; las sociedades necesitan pagar seguridad con libertad, control con independencia. La lucha será más dura de lo que calcula la tradición. Los poderes hegemónicos, los controladores éticos e ideológicos ya no se enfrentarán a medievales hordas de campesinos analfabetos. Desde la Edad Media no hemos ganado en inteligencia, pero sí tenemos mejores posibilidades de usarla y de malograrla. Es cierto que muchas veces, cuando vemos las realidades de África y de América Latina sentimos que este proceso tardará aún cincuenta años en llegar. Sin embargo, está naciendo y, paradójicamente, las últimas regiones en reconocerlo no serán los continentes del Sur, sino el gran continente del Norte. Y, aunque hoy no lo reconozca y prefiera seguir mirándose el ombligo, este cambio lo beneficiará, porque será al fin la verdadera liberación del individuo como ser social, como ser verdaderamente espiritual.

Nunca alcanzaremos la Paz ni la Justicia definitiva. Pero esas dos aspiraciones humanas serán más probables en un orden que en el otro. Precisamente, para controlar el orden es necesario el desorden. No hay policía sin delincuencia; no hay militares sin guerra. Sin embargo, los delincuentes y las guerras son necesarios para el control que mantiene el poder a través de la policía y los militares. Lo mismo ocurre con los poderes religiosos, financieros, con el dominio del capital sobre la sociedad. Una de las tareas de la Sociedad Desobediente es superar los antagonismos que diariamente son inyectados en su cuerpo, para mantenerla adormecida, controlada.

Athens.

29 de octubre de 2003.




ArribaAbajo Memoria y Olvido latinoamericano

La relación de la historia y la memoria es compleja y conflictiva en cualquier sociedad y, probablemente, lo es aún más en sociedades latinoamericanas como la rioplatense. Especialmente cuando sus historias más recientes están atravesadas por las peores violaciones a los Derechos Humanos.

¿Qué recordar y qué olvidar? ¿Es bueno recordar o sólo sirve para atarnos al pasado? Hasta el momento, preguntas de este género no han sido nunca consideradas desde el discurso oficial y público sin una fuerte dosis de carga ideológica. En ocasiones, la izquierda política se ha servido de la memoria para su propia reivindicación; por otro lado, la derecha, autodefinida, no sin razón, como eterno «centro», ha manipulado el olvido como forma de aumentar su radio de dominación económica, bajo la amenaza del «regreso al desorden» que, contradiciendo a la bandera brasileña, nos impida alcanzar el «progreso». Y en esta carrera hacia el progreso, confundido sistemáticamente con el modelo materialista del primer mundo, todo es válido. Incluso el olvido.

En el caso del Río de la Plata, el olvido fue organizado por la clase política y confirmado, de alguna forma, por la resignación o la complicidad de gran parte de la población. En Argentina se llamó «Punto Final», e incluyó el clásico perdón que en sociedades inmaduras, o con tendencia a la hipocresía, está reservado siempre para mayoristas del crimen organizado. En Uruguay ni siquiera existió la oportunidad de iniciar juicios contra los violadores de los Derechos Humanos, ya que una previa ley de amnistía a los llamados subversivos debía legitimar una amnistía posterior a los militares, la que llegó con la ley de Caducidad Punitiva del Estado, caducidad de la justicia o Ley de la Impunidad, para evitar los eufemismos de siempre, la cual fue confirmada por la población en un referéndum que dividió al país en dos, en 1989. También aquí se podría aplicar las palabras de Marina Pianca: «Los que continuaron tercamente preguntando, indagando, aparecieron señalados como arqueólogos subversivos, desenterradores de muertos o, simplemente, provocadores».

La voluntad de la mayoría de un pueblo cambia con el tiempo. Madura o se enferma, pero cambia. No tiene sentido que los hijos queden prisioneros de la voluntad de sus padres, y así como una constitución se puede cambiar con una mayoría especial, así debería poder revocarse una decisión cuando el consenso ha cambiado dramáticamente, como es el caso uruguayo.

En la película argentina El hijo de la novia (2002) subyace esta problemática de la desmemoria, quizá con mayor fuerza que la más actual «crisis económica», que también es aludida explícitamente. Norma Alejandro representa a la Argentina: ese pasado de inmigrante, casi romántico, que se ha enfermado de olvido. (Su personaje no usa otro nombre: se llama «Norma»: el olvido). Al mismo tiempo su hijo, los argentinos, luchan por lograr su reconocimiento y lo hace a través del éxito económico, o de su apariencia, sin que este mecanismo sea más efectivo que pernicioso.

El discurso del éxito fue una marca profunda en la Argentina y el Uruguay de los años '90, con su sueño de estar ya en el «primer mundo», promesa del presidente Carlos Saul Menem. Es necesario olvidar para progresar, para evitar el conflicto, el pasado. El pasado es imperfecto, problemático, en nuestro caso también es vergonzoso, y, por lo tanto, se debe construir una tradición a la medida.

Pero toda tradición es una mentira que el presente proyecta sobre el pasado. A veces una mentira necesaria, nostalgiosa. Otras veces, cobarde e hipócrita. Lo nuevo del primer mundo es la imagen de progreso que ha sido impuesta por una ideología dominante, una ideología del éxito y, al mismo tiempo, del olvido como requisito previo.

También el culto por la «apariencia del éxito» se cultivó en la margen izquierda del Río de la Plata. El paradigma del éxito nacional de los países del Norte, especialmente del paradigma del éxito, Estado Unidos, son los rascacielos. Por lo tanto, la construcción de este perfil fue una de las preocupaciones de los gobiernos tradicionalistas de los '90, aunque luego estos edificios quedasen a medio construir o resultasen obsoletos antes de acabados, ya que no expresaban la verdadera realidad de la sociedad en la cual surgían sino que eran el mero y vergonzoso reflejo de las sociedades a las cuales se imitaba en sus formas y apariencias.

Cuando un inspector de tránsito lo detiene por conducir hablando por teléfono, Rafael, el protagonista de El Hijo de la novia, mentirá una situación que lo justifique (el embarazo de una mujer). Como es la norma, procurará salir del paso mediante el uso de la «coima». Sin embargo, el billete que le extiende al oficial es falso, lo cual es advertido por éste. La escena es una exposición satírica pero realista de la mentira, la simulación y la falsificación, características de nuestras sociedades.

Zuzana M. Pick, recordando los tiempos de militancia política de los años '60, apuntó: «As I have written elsewhere, the films of the movement called for 'direct political actions': denouncing injustice, misery and exploitation, analyzing [their] causes and consequences, replacing humanism by violence».

Podemos observar un cambio y conjeturar una explicación: luego de las dictaduras latinoamericanas de los años '70 y '80, el llamado de una acción violenta como forma de provocar un cambio, el eterno cambio que nunca llega, ha dejado lugar a una búsqueda más «humanista», ¿o simplemente moderada, discreta?, del mismo cambio. Aunque con mayor escepticismo, en los años noventa el arte latinoamericano ha buscado la transformación de la sociedad pero ya no a través del sacrificio del individuo sino, precisamente, reivindicándolo. Revindicándolo ante los discursos abstractos de las ideologías de la izquierda tradicional y del llamado de la ideología dominante, la capitalista, para una renuncia a sus reivindicaciones presentes con la esperanza de un logro futuro que nunca llegó.

La transformación que ha sufrido la memoria colectiva en América Latina se puede observar patente a través de alguna de sus películas más celebradas y resistidas. En ese conjunto de realizaciones que van desde 1968 hasta nuestros días, se pueden ver tres significativas etapas:

  1. 1. Tiempo de la utopía social;
  2. 2. Tiempo de la resistencia y la denuncia;
  3. 3. Tiempo de la derrota y el nihilismo.

El proceso muestra, además, la evolución de una derrota que va desde la acción hasta los aspectos anímicos e ideológicos. Sin embargo, no se circunscribe únicamente a un número de realizadores cinematográficos con particularidades ideológicas, sino que se extiende al contexto social desde donde surge. Los nuevos cambios políticos no se producen por el impulso de la esperanza y la utopía, sino por el pesimismo y la resignación que condenan al fracaso cualquier verdadero cambio surgido de las estructuras éticas e ideológicas tradicionales.

En resumen, este dramático proceso no es otra cosa que el diálogo desigual de la región, América Latina, con el centro ideológico, económico y militar del mundo. La propia identidad latinoamericana se define en función de sus hermanos mayores, de forma conflictiva, con resabio y admiración, con demostraciones de rebeldía y sometimiento, de joven madurez y de amnesia senil.

Si bien encontraremos una tradición intermedia donde la memoria se convierte en la denuncia, en la reescritura de la historia olvidada, también tendremos un género «documental», en el amplio sentido de la palabra, donde se recoge el presente y se lo convierte en memoria futura, como son los casos de La virgen de los sicarios (Colombia, 1997) y La vendedora de rosas (Colombia, 1998), Aparte (Uruguay, 2003).

Dentro del primer grupo podríamos ubicar, como ejemplos, a La historia oficial (Argentina, 1983), Amanecer Rojo (México, 1989), Botín de Guerra (Argentina 1999), Kamchatka (Argentina 2002). En todas, el discurso es de denuncia contra «la historia oficial», contra la historia escrita por el poder, ya sea estatal, religioso o económico. La principal motivación de esta reescritura es política y, en todos los caos, consiste en una lucha por la recuperación de la memoria, no sólo aquella memoria ocultada por el poder sino aquella otra deformada por el mismo.

Si al comienzo decíamos, refiriéndonos a los años revolucionarios de los '60, que no había conciencia sin memoria (Memorias del subdesarrollo, Cuba 1968), ahora debemos decir que sin memoria no hay verdad.

Una tercera etapa en esta vía crucis de la memoria latinoamericana la constituye la pérdida de la memoria colectiva la que, paradójicamente, se transformará en un documento futuro: en memoria del olvido. En esta etapa ya mencionamos, como ejemplos, las dos películas colombianas. Ambas, desde propuestas diferentes, desafían la tradicional estructura del cine hollywoodense y revierten el precepto de arte como medio de diversión o de belleza, del arte como objeto estético, puramente, si alguna vez existió realmente esta forma puritana del arte sin implicaciones éticas. Ambas películas no sólo procuran exponer una realidad dramática y conocida por muchos, sino que serán un día la mejor fuente documental para aquellos que procuren entender algo de nuestros presentes, concretamente del presente de las sociedades marginales de América Latina.

Sin embargo, aquí ya no tenemos la denuncia con el objetivo de una reescritura de la historia. Ya no se busca «recuperar» una memoria perdida, sino exponer la tragedia del olvido más desgarrador y absoluto. Mucho menos relación tiene con la memoria de la Utopía. Aquí no sólo ya no se busca alcanzar la sociedad perfecta, sino que ni siquiera se pretende la resistencia de una sociedad derrotada: un profundo y oscuro nihilismo, a veces autocomplaciente, recorre estas propuestas cinematográficas. Una violenta concordancia con la realidad, la degradación de la vida, la muerte, el olvido. Aquí el presente contrasta violentamente y nos señala el género cinematográfico de ciencia-ficción-catástrofe, donde el mundo ha sucumbido al caos y la gente, una clase sumergida, lejos de los poderosos, como siempre, busca desesperadamente sobrevivir entre la peor miseria y abandono, entre la violencia y la alineación. La vendedora de rosas nos dice que ese futuro ya llegó, que el caos es ahora, que el mundo ya se ha perdido. La destrucción, la decadencia moral y material conviven con elementos de la modernidad, con símbolos de un lejano mundo desarrollado, con el recuerdo fragmentado de objetos que alguna vez fueron útiles, que alguna vez formaron parte de un orden lleno de memoria. Sólo que aquí, a diferencia de Hollywood, no hay promesas de redención, no hay héroes organizando la resistencia, incubando la rebelión. No hay esperanza, sino la muerte. La muerte para alcanzar la liberación virginal; la muerte, como de hecho sucede, para volver a los brazos de la madre.

Para los personajes de La vendedora de rosas, los símbolos, la memoria colectiva, han perdido su significado; el texto, su memoria. El hecho de la «pérdida de la memoria colectiva», está acentuada no sólo por las drogas, que todo lo borran, sino también por la edad de sus protagonistas principales: niñas, niños, y por la pobreza del lenguaje que es, en suma, memoria colectiva.

No hay ficción, en el sentido tradicional del término; los actores no son profesionales y su papel es representarse a sí mismos. O, más aún, no representan nada, sino que continúan su vida como si la cámara no estuviese presente. Ya no se trata del neorrealismo nacido de los barrios pobres de Italia y de América Latina: es crudo hiperrealismo, desechos humanos, excretados a las cloacas de la ciudad moderna.

Paradójicamente, así como los huesos de un hombre primitivo sirven hoy para recordar al resto de los hombres y mujeres que lo rodearon, sin que alguno de ellos se lo haya propuesto nunca, así servirán estas memorias del olvido, para recordar lo que fuimos alguna vez.

Athens.

28 de enero de 2004.




ArribaAbajoCultura e ideología

La argentina Mariana Pianca dice, recordando a Eduardo Grünter, que vivimos en un mundo que se construye y deconstruye a partir de «hechos discursivos». Cuando «percepción» y «hecho discursivo» entran en contradicción, vence el hecho discursivo, dado que tales hechos discursivos han sido legitimados por sectores hegemónicos que han logrado equiparar dicho discurso con la idea de desarrollo, de progreso, de éxito. Siguiendo a Grünter, coincidimos plenamente: «la victoria de una cultura y una ideología dominante es tanto más poderosa en la medida en que el proceso de su imposición haya pasado desapercibido». Esta ideología del olvido, reconocible en la posmodernidad y, sobre todo, con la aparición meteórica de los legitimadores del poder, del orden actual, del orden inevitable, del mejor de los mundos posible de F. Fukuyama, no es una novedad, sino que había sido advertida ya en 1966 por Ángel Rama.

Esta dialéctica es una de las bases de la dominación moral de nuestras sociedades. Pero la estructura de esta dominación es compleja y está compuesta por distintos niveles, por esferas de dominio que no siempre son concéntricas, no siempre coinciden y, por lo general, se yuxtaponen.

Dos de estas esferas, quizás las más importantes para comprender a nuestras sociedades, se refieren a la cultura y a la ideología.

Veámoslo un instante, más de cerca.

La primera (la cultura) forma y refleja la sensibilidad de los pueblos, es objeto y sujeto al mismo tiempo; la segunda (la ideología) enmarca y, en ocasiones, dirige el pensamiento que se traduce luego en una acción de organización con fines específicos. Que sepamos, hasta ahora, toda ideología ha servido los intereses de un determinado grupo social en desmedro de otro, lo que tal vez es una antigua herencia de las guerras intertrivales y de la insoslayable lucha de clases. Ricos sobre pobres, hombres sobre mujeres, blancos sobre negros, etc.

Repito que, a mi entender, una ideología cualquiera tiene por objetivo único la conquista del poder social, el control y dominio en el proceso de evolución del espíritu humano. (En otro momento hemos hecho la categorización de «espíritu» como la presencia del «otro» en el individuo y en la sociedad al mismo tiempo. Sin el otro, vivo o muerto, no hay espíritu humano. El «yo humano» es la composición de la herencia social e histórica, es decir, cultural; el «yo animal», físico y psicológico, es lo único verdaderamente individual que poseemos los seres humanos).

A su vez, el poder es el principal narrador de la historia. Su narración describe sus propios actos y los predice; los provoca. A la ideología dominante (aquélla que ha conseguido monopolizar el poder) se opondrán ideologías de resistencia, las que, por lo general, deberán recurrir al mismo instrumento: la moral, base legitimadora de cualquier empresa, justa o injusta, democrática o despótica, pacífica o guerrera. Por supuesto que quiero decir que también la ética es una construcción ideológica. Sin embargo, y en base a determinados principios morales, podríamos llegar a decir que la mejor de las ideologías posibles sería aquella que oprimiese al menor número de personas en beneficio del número mayor [coeficiente ideológico tendente a cero: Ik=(Im/Imx); Ik?0, Ik?0].

Por absoluto que fuese, el poder nunca actuó sin una legitimación ética, ya sea poder religioso, económico, financiero, político o militar. Para el poder absoluto, de nada importa la racionalidad o la justicia ética de un determinado discurso legitimador: lo que importa es que el discurso ético sirva a sus intereses. Cuando deja de servirle, simplemente lo pasa por encima con un nuevo discurso. Los que sufren o resisten este poder, sólo les quedará la posibilidad de recurrir a la razón y a la construcción de una justicia, es decir, a un nuevo discurso basado en los principios construidos por la historia para nuestro tiempo: democracia, libertad, igualdad, fraternidad. El poder dominante procurará integrar estos principios a su discurso, pero nunca a su acción, ya que por regla general interfieren con sus intereses. Y éstos siempre estarán primeros.

A la cultura le corresponde organizar el lenguaje semiótico, instrumento omnipresente que es monopolizado por la ideología dominante. Y todos sabemos que no hay nada más difícil de ver que aquello que se encuentra en todas partes.

A la ideología dominante le corresponderá la articulación de un discurso que establezca cuál es el bien y cuál es el mal (es decir, en nuestro tiempo, el progreso y el fracaso, el orden y la violencia, lo patriótico y lo antipatriótico, el héroe de guerra y el terrorista, etc.) A la cultura, en cambio, la corresponderá el papel de traducir ese discurso al lenguaje local, cuando la ideología procede de afuera, o deberá expandirla por toda la comunidad internacional, cuando el discurso procede de un sector interior de la misma. Por lo general, el principal instrumento transmisor de este discurso es la clase dirigente, en primer lugar, y la clase política, en segundo. El disidente se puede encontrar dentro de este segundo grupo, pero difícilmente logre infiltrarse con alguna posibilidad dentro de los primeros, sin correr el riesgo de ser absorbido o expulsado por su fuerza.

Apropiándose del material de la cultura, de la tradición, el discurso del éxito, de lo eternamente nuevo, deberá ser identificado con los personajes que en el pasado fueron figuras positivas para la cultura actual, personajes que, a su vez, fueron dibujados por la misma ideología imperante o por una ideología dominante pasada. Así, cuando la ideología del varón dominante se ve debilitada por un discurso contestatario femenino marxista, la ideología hegemónica procurará apropiarse de dicho discurso en beneficio propio. De esa forma, los hombres, en ocasiones y en la dosis justa, son reemplazados por mujeres, pero la dominación económica, religiosa y financiera de una determinada clase se mantiene. Lo mismo ocurrirá con la reivindicación de los negros. Seremos testigos de un espectáculo obsceno: el reemplazo de hombres blancos, de algunos sectores más visibles del poder, por mujeres negras. Los iconos culturales de la posmodernidad cambian al mismo tiempo que la estructura de dominación se mantiene: las masas de poblaciones negras continúan sumergidas en los extractos más bajos de las sociedades, disimuladas por brillantes excepciones públicas.

Para mantener una antigua estructura de explotación y dominación, identificándose al mismo tiempo con la modernidad, el progreso y el éxito, el capitalismo posmoderno debe manipular los recursos culturales con los que cuenta a cada instante. Debe trascender los límites de su propia región cultural, identificándose con la Libertad, la Justicia, el Bien y la Seguridad. Sus valores deben presentarse como universales, no importa sobre qué cultura, sobre qué religión extienda su Ley. Y, sobre todo, debe convencernos de que no hay alternativa a su modelo.

Pero sí la hay. Es la Sociedad Desobediente.

Sin embargo, la alternativa a una ideología dominante no es una ideología opositora que busque destronar a la primera para imponerse, a su vez, en el trono, en el centro, como fue el proyecto marxista. También las ideologías resistentes, como puede serlo el feminismo, terminan por inmovilizar el valor crítico de los individuos en beneficio de un aparato bélico. Es probable que esa construcción que llamamos Sociedad Desobediente termine por desaparecer a manos de las Fuerzas del Orden o cobre las características de una ideología. Pero aún en este caso debería tomar conciencia y distancia de los prejuicios y perjuicios que esta transformación conlleva siempre: la disfunción del pensamiento libre, radicalmente crítico, indomable, eternamente joven, porque una sociedad madura tendrá un espíritu joven o volverá a la obediencia de su infancia; paradójicamente, a la obediencia de una nueva ideología.

Bertolt Brecht alguna vez dijo que: «Si las vacas hablaran no existirían los mataderos». Yo creo que si las vacas hablaran igualmente existirían los mataderos, porque existiría una ideología que las condujera adonde los ganaderos quieren que éstas vayan. No existirían los mataderos, en cambio, si las vacas hablaran y no dejaran de cuestionar el discurso, la religión de los ganaderos. Para ellas, entonces, existiría una alternativa. ¿Cómo no habría de existir, entonces, una alternativa para los hombres y mujeres que, por lo general, son más inteligentes que las vacas?

Athens.

17 de diciembre de 2003.



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