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ArribaAbajoLa liberación postergada

Con escasas excepciones, los ejércitos latinoamericanos han sido siempre el brazo derecho de la oligarquía criolla. Por lo general y con heroicas excepciones, cada soldado, por humilde que fuese, siempre tuvo un único discurso ideológico, basado en conceptos como «orden», «patria» y «honor», que le permitió una acción rápida e irreflexiva, llegando a matar en «cumplimiento del deber». Su tarea no era la de pensar, claro; ese sería un grave defecto en un militar de bajo rango, según el sistema al cual debe someterse y defender incondicionalmente. En un militar de alto rango el pensamiento esta permitido, aunque limitado sólo a aspectos técnicos; nunca -o rara vez- filosóficos. Pese a todo, sus acciones siempre estuvieron justificadas en la salvación de la «verdadera moral» (es el lugar donde se «hacen hombres»), al mejor estilo de la vieja Inquisición. Esto es lógico: todos sabemos que una respuesta que no acepta cuestionamientos -por la razón lógica o por las armas- es siempre la verdad.

Se comprende, entonces, por qué la tradición de los ejércitos latinoamericanos, como el de la Iglesia Católica -por lo menos hasta finales del siglo XX-, ha sido conservar los privilegios de una clase criolla acomodada, en usufructo de una ideología transparente. Aquí quisiera aclarar que, para mí, toda ideología dominante es «transparente» (nos rodea de forma invisible), mientras que cualquier otra ideología que se le oponga tendrá el carácter inevitable de «visibilidad», con lo cual son definidas, peyorativamente, como «ideologías», como si la ideología principal no lo fuera, como si formara parte de la naturaleza, del aire. Por otro lado, las ideologías dominantes suelen operar a través de falsos «pares de opuestos». En nuestra historia más reciente, esos pares fueron: orden/desorden, patriota/vendepatria y luego pacificación/memoria, etc. Una vez establecido arbitrariamente la dicotomía, se busca identificar al oprimido con el segundo término: el negativo (Jacques Derrida).

La clase dominante, junto con la Iglesia tradicionalista dictaron el discurso ideológico legitimador, la moral del terrateniente latinoamericano. Por ello Phillip Berryman llamó a las dictaduras latinoamericanas «fascismo dependiente».

Cualquiera que haya salido del continente latinoamericano puede observar cuáles son las tres instituciones que caracterizan el paisaje social e histórico de América Latina: el Estado, la Iglesia y el Ejercito. Ésta es una característica de las sociedades latinoamericanas que la diferencian de otras regiones del mundo, como pueden serlo Europa y Estados Unidos. Bien, se podrá decir que el poder del ejército norteamericano es un elemento de primer orden político e ideológico. Sin embargo, la manifestación de este poder ha sido, después de la Guerra Civil del siglo XIX, hacia fuera -característica que la hace más coherente con la propia concepción histórica de ejercito-, mientras que en el caso latinoamericano tradicionalmente su acción represiva ha apuntado hacia dentro, no en beneficio de un país -como siempre se pretendió con el conocido eslogan «salvaguardia de la patria»- sino en beneficio de una clase: la clase dominante.

La historia latinoamericana está llena de estos ejemplos. El delito del sacerdote Romero en El Salvador fue repetir que «ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios: no matarás». Por esta prédica «peligrosa» fue asesinado por el ejército mientras decía una misa. Quienes lo mataron lo hicieron bajo la convicción de «salvar a la patria del marxismo», aunque ninguno de ellos tenía una vaga idea de quién había sido Marx (más allá de que se llamaba Groucho y fumaba habanos, como el Che Guevara). Ninguno de sus asesinos sabía si el «curita revoltoso» era, de hecho, marxista o no. ¿Pero eso qué importa? ¿Cuándo importó -sinceramente- la razón, el diálogo, la reflexión? ¿Para qué pensar si eso es peligroso? ¿Para qué cuestionar? A Cristo y a Sócrates los condenaron a muerte por esa mala costumbre de «remover» las sólidas verdades donde se asienta el «honor» de una sociedad. Y por ello todas las universidades de América Latina -y de más allá- están llenas de idiotas que se dedican a investigar y a pensar. Subversivos, en una palabra. Rehenes del marxismo, de los terroristas y de Sor Juana Inés de la Cruz, sin duda, la peor de todas.

Sin embargo, la pureza no ha sido posible a través de la «limpieza». Así como todos somos freudianos en alguna medida, lo mismo podíamos decir sobre el marxismo: ¿qué corriente feminista, por ejemplo, podría decir que sus reivindicaciones no tienen un origen marxista? Por supuesto que podemos encontrar feministas que vivieron antes del siglo XIX. Sor Juana, por ejemplo. Murió silenciada por la Santa Iglesia en 1695 (vieja costumbre de la santidad: pecar y cien años después pedir perdón). Pero eso es una lectura que podemos hacer desde nuestro tiempo, hacia atrás. Si quisiéramos, también podríamos interpretar que Cleopatra era feminista, y entonces no existía eso que llamamos «feminismo». La diferencia es que el pensamiento marxista hizo consciente un cúmulo de conceptos y análisis que hoy es moneda común hasta en la derecha más reaccionaria, por lo menos como discurso. Prácticamente no existe aquel, por más antimarxista que sea, que no haya defendido algún principio de origen marxista, ya sea político, económico, metodológico o filosófico. Sólo que su ignorancia lo salva y lo purifica.

Ahora, veámoslo desde una perspectiva histórica y política. Creo que no se puede entender la resistencia latinoamericana, en su gran mayoría «izquierdista» a través de la historia, por una simple influencia cubana o soviética. Para ello, debemos considerar el insoportable peso de la clase oligárquica en América Latina desde el nacimiento como naciones «independientes», apoyada siempre por las grandes instituciones verticales de la Iglesia Católica tradicional y el ejército. Las grandes diferencias sociales que ostentó de forma obscena la familia Latinoamericana es otro elemento de tensión que explican la «reacción» de las clases desposeídas.

Nuestro país, gracias a Dios, ha sido históricamente el país más laico de las Américas. Pero su relativo laicismo nunca fue la norma en el continente. La estrecha relación del Estado y la Iglesia en América Latina es una herencia de la vieja España que, con agresividad -y confundiendo, como era costumbre en sus tratados de caballería, la cruz con la espada-, luchó contra moros y judíos y trasladó la batalla mesiánica al nuevo continente. Su estructura de dominación, rígida y vertical, encontró en los nuevos ejércitos los sustitutos de las antiguas caballerías del renacimiento que se vanagloriaban de cortar mil cabezas en los campos de batallas para imponer la «sagrada fe católica».

Este proceso no fue el mismo en Norteamérica, donde una visión más liberal de la sociedad y del individuo la independizaron de las rígidas estructuras españolas. No sólo la Reforma fue una desestructuración del poder central (al tiempo que puso el acento en el valor del individuo) sino que además los colonos de los nuevos Estados Unidos fueron capaces de una independencia más real que la que obtuvimos en América Latina que sustituyó -como dice José Luis Gómez-Martínez- la autoridad española por la oligarquía criolla. Ésta oligarquía, caudillista y dirigente, nunca fue consciente de que la liberación económica de las clases sumergidas resultaría en un beneficio general. O tal vez sí fue consciente... Por lo tanto, nunca hubo una verdadera independencia para el resto de la población. Razón por la cual siempre estamos hablando de «liberación», como si en el inconsciente colectivo estuviese presionando, de forma permanente, el trauma de «no haber sido».

Aún hoy, en América Latina, se da la norma que las instituciones de enseñanza católicas (ya sean de educación básica como universitaria) se caracterizan por servir a las clases más ricas -futuras elites de dirigentes-, en vez de ocuparse de las clases más pobres, como parece sugerir el Evangelio. Lo cual es una larga tradición que se acepta sin mayores cuestionamientos.

Sin embargo, y procediendo de una historia diferente, la potencia económica y militar del siglo XX, Estados Unidos, cuando intervino en América Latina lo hizo para contrarrestar la insurgencia de las clases pobres, de las clases obreras que se identificaban con el discurso de la izquierda, ya que no podían hacerlo con sus tradicionales opresores -la oligarquía, la iglesia y el ejército-. Esta intervención, según Berryman, «combinaba la ayuda para el desarrollo con un aumento de los ejércitos y de la policía para enfrentar el desafío de la insurgencia».

Claro, el escenario nacional e internacional ha cambiado. También cambiará el escenario político. Sin embargo, las estructuras culturales, económicas y sociales son prácticamente mismas. Un cambio político podrá impulsar grandes cambios personales y simbólicos, pero prácticamente ninguno en lo que se refiere a la estructura opresiva. Para ello serían necesarios tres pasos indispensables:

  1. 1) Toma de conciencia;
  2. 2) Toma de acción;
  3. 3) Toma del poder.

Conciencia del individuo y de la sociedad en su conjunto sobre su opresión y sobre su propia potencialidad deconstructora y creativa. Acción en tal sentido, individual y colectiva, con el objetivo de alcanzar el poder necesario para una verdadera liberación. Finalmente, me refiero al poder civil, aquel que resulte de una unión consciente y comprometida (desobediente) de cada individuo, del verdadero ciudadano del mundo, aquel que ha logrado la liberación a través de la desobediencia moral.

Sólo así se romperá el perverso ciclo que lleva al recambio y a la renovación de actores y de colores en la misma historia de opresión de siempre.

Athens.

14 de abril de 2004.




ArribaAbajo El miedo a la responsabilidad

Al igual que otros países de la región, seguramente en este año 2004 Uruguay elegirá en las urnas un cambio político. En este caso, un cambio «hacia la izquierda». Como tantas veces he repetido desde estas mismas páginas, ese cambio es urgente y necesario. Pero también -en gran medida- será un cambio que apuntalará la permanencia de los órdenes sociales y culturales antes criticados.

Con anterioridad, nos hemos ocupado de analizar cómo un orden dominante se encarga de capitalizar las fuerzas del adversario -del resistente- como un hábil luchador de judo, para fortalecerse con reacciones y otras justificaciones morales e ideológicas. Dejaremos todo esto de lado ahora para apuntar brevemente observaciones menos generales.

En nuestro contexto latinoamericano de principios de siglo, es necesario anotar algunas advertencias que pudieran evitarnos recaer en el mismo juego perverso del cual la mayoría -aparentemente- pretende escapar.

La primer ventaja de un cambio político en el gobierno de un país consiste en la remoción de los individuos asentados en el poder y las posiciones de privilegio. Todos aquellos que conocen las instituciones latinoamericanas por dentro saben de qué hablo: hablo de los tradicionales repartos de puestos laborales según los favores electorales, pasando por encima habilidades profesionales, méritos laborales, experiencias personales o colectivas, manoseando currículum privados de gente desesperada que sólo sirven para organizar estrategias comerciales o simplemente para burlarse de viejos colegas caídos en desgracia. (Cada día me encuentro con alguien de uno de nuestros países iberoamericanos y vuelvo advertir cuántas cosas nos diferencian y cuántas nos identifican como unidad; cuántas construcciones arbitrarias nos han puesto encima y de cuántas no podemos escapar...)

¿Cómo no entender nuestro atraso económico, nuestro desarrollo empantanado y nuestra decadencia cultural? ¿Cómo puede funcionar un país cuando los méritos escolares, laborales y profesionales valen menos que una pancarta o que una llamada telefónica? Todo eso cuando no significan un castigo al esfuerzo personal, una burla y una estafa moral.

¿Cómo no entender que, según un reciente estudio de la ONU, la mayoría de los latinoamericanos podría apoyar una dictadura si la misma le resolviese sus problemas económicos? Lo que no se subrayó en ese estudio que circuló con escándalo por todo el mundo, fue el hecho de que los encuestados estaban manifestando un hecho comprensible: si un dictador tuviese la capacidad de sacarlos del hambre y del fracaso económico, ¿por qué no preferirlo a una democracia que ha defraudado casi todas las ilusiones, morales y estomacales? ¿Acaso no está el estómago primero?

El problema original radica en que ninguna dictadura ha sido la responsable de la aniquilación del hambre, de la corrupción y del atraso material y moral. De lo único que han sido capaces fue negar la existencia del hambre, del atraso económico y de la corrupción -por no hablar de aberraciones físicas y morales aún peores, o de la destrucción de la confianza en el prójimo y de las instituciones. La actitud tolerante de muchos latinoamericanos a la idea del regreso de dictadores conocidos o por conocer demuestra no sólo ignorancia histórica sino también una gran frustración económica, social y moral.

Ahora, ¿quién es el responsable de todo ello?

Sin duda, nuestra realidad latinoamericana está inserta en un contexto geopolítico que nos condiciona. Pero que nos condicione no significa que nos determine. El psicoanálisis creó hace un siglo el mito del «destino condicionado» por la niñez -el pasado- estimulando el olvido de lo que los existencialistas de hace medio siglo intentaron resaltar: somos libres, por más condicionados que estemos. Por lo tanto, si la caída de una piedra está determinada por la ley de la gravedad, los seres humanos sólo estamos condicionados por la misma. Dicho de otra forma, una mujer puede ser víctima de la violencia familiar, pero, en última instancia, está en ella misma cambiar esa situación. No en el opresor que la golpea.

La comparación me trae a la memoria la película Memorias del subdesarrollo (Cuba, 1968). Allí el protagonista compara América Latina con una joven inestable e inconsecuente. Dejando de lado cualquier observación política o feminista por ahora, creo que podemos seguir entendiendo nuestro continente como un continente de memoria frágil, inconsecuente, «incapaz de sostener un sentimiento». Observemos el caso de los peruanos que claman por el regreso de Fujimori, por ejemplo.

En otros países, como en Argentina y en Brasil, el cambio político ha ido todo lo más lejos que le es posible por el momento. Pero muchos siguen leyendo con impaciencia las noticias políticas como si en ellas se jugase el destino de sus sociedades. Entiendo que este destino se juega en la actitud de cada uno de nosotros cuando sobrevaloramos los cambios políticos. Esta sobrevaloración nos mantiene atrapados en una ilusión alucinógena. Mientas tanto, el sistema político -casado desde los tiempos de la pseudoindependencia con los sectores dominantes de la sociedad- se encarga de alimentar esta expectativa de inútiles y a veces sangrientas oposiciones; la espera del nuevo caudillo, del nuevo líder como si fuese el Mesías.

Claro que un cambio político es necesario. Pero no está en él ni en su grado de radicalismo, el logro de un cambio profundo. La idea de país es una idea política, como alguna vez la idea de nación fue una idea religiosa. Creo que hoy ambas ilusiones sobreviven por inercia de las instituciones heredadas, no por fuerza propia ni por deseo de los integrantes de la raza humana. En su lugar comienza a surgir -aunque demasiado lentamente- el ciudadano del mundo. Dependerá de su desobediencia a lo peor de la tradición que estructura su ser, su espíritu como conciencia social, un cambio profundo en beneficio propio y no en beneficio de las tiránicas minorías encaramadas en el poder llamado hipócritamente «democrático».

Ahora, volviendo a nuestro momento histórico, anotemos otro aspecto ventajoso de un próximo cambio político que incumbe a los tradicionales opositores. Deberán ellos enfrentarse con la responsabilidad, ya no simplemente de «gobernar», sino, sobre todo, de pensar soluciones, de confirmar las esperanzas propias y ajenas, de aprender a fracasar y a levantarse con humildad. Claro que en este proceso es probable que queden unos pocos de pie. Dentro de este grupo, algunos recaerán en la soberbia de sus enemigos predecesores.

Pero todo esto es parte del necesario proceso que será: 1) De maduración si los pueblos optan por una «despolitización» de sus esperanzas; o de: 2) Regreso a la infancia, si optan por las viejas estructuras de opresión, sean éstas de perfil democrático o abiertamente dictatoriales. Para estos últimos, les recomiendo El miedo a la libertad, de Erich From (1940), aunque soy consciente de la intrascendencia de los textos trascendentes ante la incontestable fuerza de la manipulación iconográfica de los grandes «medios de comunicación» -que son ideologizantes desde el título, ya que sería más preciso si se llamaran «medios de dominación».

Por otra parte, y refiriéndome concretamente e los próximos cambios políticos, debo decir que muchas cosas continuarán como están. Puedo nombrar una decena de ellas, pero creo que será suficiente si me detengo un instante en la que considero la más evidente en este proceso.

Recordaré una vez más -lo vengo haciendo desde hace años- que una de las mayores enfermedades que veo en nuestro continente iberoamericano es el caudillismo. El caudillo sirve para evitar responsabilidades a cambio de soportar el robo del destino propio de los pueblos. Como tantas mentiras que nos ha inculcado la ideología dominante desde niños, una de ellas es aquella que nos dice que para que un país funcione es necesario un líder, un caudillo. Mentira. Déjenme decirlo otra vez: un país puede funcionar muy bien, y mejor aún, si la suerte nos priva de todos tantos caudillos salvadores.

Es bajo este convencimiento que le pido al futuro presidente de Uruguay que aprenda de sus antecesores y abandone cualquier tendencia caudillista. Sólo podrá hacer un cambio importante desde su posición privilegiada si es capaz de desarticular las redes institucionalizadas del poder que oprimen a los habitantes de mi país. No basta con cambiar individuos ya que esto, a la larga, sólo ayuda a reafirmar el status quo de una sociedad que necesita un cambio cultural urgente. Por supuesto que nadie puede pretender que este cambio cultural provenga de las iniciativas de un solo individuo, de un solo partido político, aunque ese individuo sea un presidente y ese partido sea el partido gobernante. Pero no todos tenemos la misma capacidad para iniciar cambios como aquellos que están en el poder político.

A nosotros, al resto de los uruguayos, al resto de los latinoamericanos -los de adentro y los de afuera-, nos toca una tarea no menor: cambiarnos a nosotros mismos. Claro, eso si estamos interesados en hacerlo. No es obligación. Pero si elegimos evitar los cambios nos estaremos negando el derecho a protestar. Y cambiar no significa cambiar alguna postura sobre un debate como puede ser privatizar o estatizar. Cambiarnos significa remover nuestra actitud pasiva e inculpadora: significa hacernos responsables de nuestra propia libertad, del valor de nuestra libertad para revelarnos contra la opresión ajena y contra la opresión propia.

Athens.

24 de abril de 2004.




ArribaAbajo La milenaria guerra de Cómo y Por-qué

El bárbaro y sanguinario Cómo reina hace por lo menos 2500 años. O más. No podemos precisarlo. Es cierto que Por-qué ha bajado a la tierra algunas veces, pero ha debido retirarse luego de sacrificar a quienes lo encarnaron por un tiempo.

A través de la historia, Por-qué, el dios Primero -el que conocen los niños y al que luego aprenden a olvidar- ha sido el subversivo por excelencia. Hace mucho tiempo, las escuelas y las universidades emprendieron una carrera enloquecida en beneficio de Cómo, mientras Por-qué fue relegado sistemáticamente a los márgenes ilegales de la filosofía y la inmoralidad.

En la política y en el pensamiento colectivo -ese que se jacta de su pragmatismo y de no perder su tiempo filosofando inútilmente-, desde la práctica más humilde hasta aquella otra que dicta los destinos del mundo, se ha decretado que el problema de la humanidad consiste en resolver el Cómo.

Tomemos, por ejemplo, el mayor tabú y el mayor paradigma de nuestros tiempos: el terrorismo. Todos -absolutamente todos- los esfuerzos intelectuales del mundo «decente» están concentrados en resolver cómo combatirlo. Los discursos son unánimes. Aún aquellos que están en lucha dialéctica están de acuerdo en resolver el Cómo. Todos estamos en contra de eso que casi todos entendemos por «terrorismo». Pero ¿cuántos están preocupados en responder ¿por qué existe eso que llamamos terrorismo?

Cada vez que baja Por-qué a la tierra es una amenaza a la seguridad. Si el debate mundial se centrara no en el Cómo sino en el Por-qué, seguramente habría que comenzar por definir con más claridad los límites del significado del término «terrorista». Lo cual es, claro, peligroso. Muchos arrogantes insospechados caerían dentro de la misma bolsa. Muchos amigos y «adversarios» serían igualmente identificados con el mismo término.

Por lo tanto, cuando esto ocurre, se debe recurrir nuevamente a Cómo, con desesperación, para que desplace la incómoda voz de Por-qué. El cómo es una especialidad de Cómo: a Por-qué se lo neutraliza y se destruye identificándolo con el tabú, con el antiparadigma, con el peligro... Sacrificado Por-qué, una vez más, Cómo otorga sus medallas de moralismo patriota a sus ciegos servidores. Y el orgullo del guerrero eyacula, una vez más. Porque el Cómo -en términos psicoanalíticos- es eso: matar, eyacular y morir.

Sin embargo, y pese a todas estas tragedias humanas, gran parte de la resolución del Cómo radica en la correcta respuesta del Por-qué. Pero si alguien se atreviese a lanzar al viento semejante pregunta, sería etiquetado como una amenaza. Incluso, correría el serio riesgo de ser etiquetado de -ya que estamos- «terrorista».

Pero, ¿por qué el Por-qué es siempre subversivo?

Si estoy ante las respuestas de un adversario dialéctico siempre podré defenderme más fácilmente: me defenderé con mis propias respuestas. Una parte importante de una defensa consiste en identificar con claridad al adversario -no digamos «enemigo», no echemos leña a esa hoguera de radicalizaciones genocidas-. En ese caso, sabré qué debo enfrentar y, probablemente, ya conozca mis propias respuestas de antemano.

Pero, ¿qué ocurriría si mi adversario en lugar de lanzarme sus respuestas comenzara a interrogarme sobre los Por-qué de mis seguridades? Seguramente, y sobre todo si mis convicciones están fundamentadas en el barro, como es casi la norma, cada una de mis lanzas dialécticas se quebrarían en el aire, mi edificio ideológico comenzaría a crujir. ¿Por qué? Porque el mundo moderno ha entrenado hombres y mujeres obsesionados con el Cómo: cómo tener éxito, cómo hacer lo que la sociedad espera de nosotros, cómo derrotar a nuestros adversarios, cómo inventar enemigos, cómo y cómo. El Cómo es siempre combativo, guerrero, no tiene paz; al Por-qué no le interesa el triunfo ni la derrota, sino la verdad. Pero ¿a quién le importa la verdad? Al Cómo sólo le importa la verdad si le es útil; si le resulta una amenaza, simplemente se inventa otra verdad a su medida. Él siempre sabe cómo. Pero si reapareciera Por-qué en nuestras sociedades, seguramente la mayoría de las sólidas estructuras que brillan con orgullo en nuestro mundo comenzarían a crujir. Entonces atraparemos a Por-qué, como antes atrapamos a Sócrates y a Cristo, y lo sentenciaremos a muerte. ¿Por qué? Por hacer demasiadas preguntas, por preguntarse y por preguntarnos Por-qué en lugar de preocuparse de dios Cómo.

Un hombre inteligente sabe Cómo, pero sólo el sabio sabe Por-qué. Saber Cómo es saber imponer una respuesta, pero saber Por-qué es saber formularse a tiempo la pregunta. No necesitas gritar ni levantar la voz; sólo pregunta con calma y en voz baja -¿por qué?

Athens.

29 de abril de 2004.




ArribaAbajoPsicoanálisis de la unión americana

En una sociedad, las contradicciones no son un defecto sino una virtud. Peor que una sociedad contradictoria son las sociedades monolíticas, porque si un individuo es naturalmente contradictorio más ha de serlo la fusión de éstos en una sociedad cualquiera. Pero cuando una sociedad niega sus contradicciones con recurrencias obsesivas a una coherencia subliminal, puede estar revelando un aspecto neurótico de su estado actual.

La sociedad norteamericana es profundamente contradictoria y coherente, al mismo tiempo. Su coherencia es terrible y necesaria para mantener contenida todas sus contradicciones. Es una sociedad hiperfragmentada, profundamente dividida en extractos sociales, económicos y reciales. Ésta misma es la razón -y no la contradicción- de su notable patriotismo.

La misma voluntad de «unión» de estados, indica una fragmentación previa. La fragmentación está en el inconsciente de la nación más poderosa del mundo, procede de su infancia nacional. El conflicto racial marca su adolescencia, ya en la Guerra de Secesión, y no termina de resolverse nunca, a pesar de sus notables avances.

La sociedad norteamericana posee una clase media activa, productiva pero no trabajadora, orgullosa y con un sentido de la Ley y de la organización que carece, por ejemplo, nuestra América Latina. La clase media es la depositaria de los ideales y de la ética democrática de la nación. Por ello, todos en esta sociedad se consideran miembros de la misma clase media, por lo que debemos aclarar que hay una clase media alta -la de los millonarios- y una clase media baja -la de los sin techo.

Las diferencias económicas y de clases están en la Unión dramáticamente acentuadas, no de hecho sino de sospecho. La pobreza existe, pero no significa un problema nacional como en América Latina, como en otras partes más trágicas del mundo. Los pobres en Norteamérica son clase media en África, si comparamos sus ingresos y sus niveles de vida. Pero son los mismos pobres africanos si los comparamos con la clase media norteamericana. La violencia no es física, lo cual es un progreso, sino moral -lo cual no es menos doloroso.

En Norteamérica los pobres sufren de sobrealimentación hasta límites monstruosos. Hombres y mujeres que casi no pueden mover sus enormes cuerpos, recipientes de todo tipo de alimento y bebidas, recorren los supermercados en mecánicas sillas de ruedas, diseñadas especialmente para un consumo más agradable. Más agradable o más hiperbólico, porque aquí todo ha de ser mesuradamente exagerado: en verano el aire acondicionado es excesivamente frío, en invierno la calefacción es excesivamente alta; los autos son excesivamente grandes cuando sus conductoras son excesivamente pequeñas; las avenidas y autopistas son excesivamente grandes mientras que las veredas son excesivamente inexistentes -los peatones no existen mientras que el documento de identificación principal es la libreta de conducir; conduzco, ergo existo-; los cuerpos son excesivamente obesos cuando su educación es excesivamente flaca; los vasos son excesivamente grandes, la comida es excesiva -la que se come y la que se tira-, excesivas son las costumbres en esta sociedad de excesos innecesarios.

No obstante, en una sociedad marcada por el consumismo y el materialismo, sus iglesias compiten frente a frente y lado a lado en número y tamaño. Las iglesias son muchas y están llenas de gente. Casi todos los miembros de esta sociedad son religiosos o pertenecen activamente a alguna religión. Estas observaciones pueden ser contradictorias o dos partes de una rígida lógica psicoanalítica o tributaria que prefiero soslayar ahora.

Todas estas contradicciones que hunden su raíz en el inconsciente nacional, se «resuelven», aparentemente -en el doble sentido de la palabra- con los omnipresentes símbolos de «unión», con el exaltado sentimiento de patriotismo. Como en pocas partes del mundo, la bandera nacional forma parte del decorado interior y exterior de los hogares. Este recurrente símbolo se expone ante los otros miembros porque confirma la Unión. En pocos casos, recuerdan constantemente al inmigrante dónde están. Pero el símbolo que tan fuertemente significa «unión» interna, representa la división exterior. La bandera de la Unión expuesta en otros países significa «el otro», el amigo o el adversario, pero siempre la División. En el reino de Mongo, significa poderosamente todo lo que no es Mongo.

La sociedad norteamericana es hermosamente cosmopolita en grandes regiones. Si consideramos que McDonald's es un tipo de comida, podríamos decir que es la comida típica nacional. Si no la consideramos como alimento, veremos que la comida típica nacional es la comida china, la italiana, la española, la tailandesa, la india y, sobre todo, la mexicana.

Norteamérica es un crisol de razas, de lenguas, de culturas, de religiones, de comidas y de costumbres. Pero un crisol donde, para bien y para mal, las partes se entreveran pero no se funden. Para bien no se confunden; para mal, conviven pero no se conocen. Para bien, hombres y mujeres conviven; para mal, no se reconocen. En pocos lugares del mundo, sino en ninguno, tantas culturas se juntan tanto y se conocen tan poco. Como en aquella famosa torre, en pocas partes del mundo se conoce tan poco del resto del mundo teniendo al mundo adentro. Pero la salva el mito de la Unión, de la unidad heterogénea.

Como hemos visto, unión y fragmentación son los componentes contradictorios de una misma lógica. Ahora, veamos cómo también la integración es parte constituyente de la exclusión.

La sociedad americana sufre una especie de «ansiedad de exclusión». Es por ello que aparecen, otra vez, la recurrencia a símbolos que unen-separan. Sociedades fraternales de todo tipo, banderas, gorros, camisetas y mucho más con la insignia del club deportivo, de la universidad a la que se asiste; música étnica, vestimentas (pseudo)étnicas, etc. Existe una clara y mitológica necesidad de exaltar los valores individuales pero, al mismo tiempo, suele existir una pérdida absoluta del individuo, de la individualidad, en el individualismo.

El individualismo se opone al individuo, ya que no lo deja ser libre: es una competencia, una asimilación en un grupo al cual, inconscientemente, se procura destruir, someter, según las mismas relaciones de poder que imperan en la sociedad. Identificarse con un grupo para diferenciarse del resto y luego identificarse con el resto para resolver la contradicción original. Por si fuese poco, esa concepción del individuo se identifica con la idea de «libertad», lo cual ayuda a glutinar el caos en virtuosa diversidad. Pero es una libertad, en todo caso, física, una libertad de competencia.

Sin embargo, el individuo está mucho más estreñido en márgenes ya asignados y preestablecidos, de lo que considera o debe considerar él mismo. La ideología dominante impone una autorepresentación de sí mismo como ser libre. Es decir, la ideología dominante resuelve la contradicción con un discurso opuesto al sospechado. Crea otra realidad a su medida. Y, en cierta forma, es muy efectiva, no sólo para mantener un determinado orden de control social, sino, sobre todo, para crear la idea de Felicidad.

Jorge Majfud.

The University of Georgia.

26 de mayo de 2004.




ArribaAbajo La enfermedad moral del patriotismo

Natural es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña. Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el patriotismo.

Por todos lados vemos inflamados discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el concepto de «interés». Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La división interna -de clases, de intereses- no desaparece, pero se vuelve invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus «intereses». Así, morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una virtual trascendencia del individuo en la «salvación» de su patria.

No voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con anotar que sólo la idea de «patriotismo» es insostenible, desde un punto de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad que busca, desesperadamente, su conciencia universal.

El sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del dominio de una tribu sobre las otras.

Ahora bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o menos definida -y siempre imprecisa-; que la idea de país tiene ventajas en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas (mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado de acrítica -a veces mínimo, a veces obsceno, pero ese grado, por mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda sentir «amor» por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este «entregar la vida por amor» no significa que la motivación de los hechos no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, pero lo que hace el amor puede ser deleznable. Y para que ese amor se identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del patriotismo consiste en identificarse -entre otras cosas- con el amor, es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la unión, la discriminación.

No podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio, arbitrario.

La reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la cárcel, y la lapidaria deshonra de «traidor a la patria». Lo que demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo -con intereses y con poder- puede administrar el significado de lo que es y no es «patriota». Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El patriota ideal no piensa.

Yo me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota como me niego a responder a una raza -otra histórica arbitrariedad de la ignorancia humana-. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el momento de jurar «dar la vida por su bandera» en su tierna infancia, gritó «no juro», alegando que ese juramento era inválido e inútil, que gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc. Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que cualquier otro.

Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad -así, sin discriminaciones.

The University of Georgia.

Junio de 2004.




ArribaAbajoEl fracaso de América Latina

La vasta literatura ensayística de los últimos años ha dejado en claro una de las obsesiones principales de la identidad latinoamericana: explicar por qué América Latina es un continente fracasado. Como sugerí en un escrito anterior, antes del cómo deberíamos practicar el marginado y subversivo por qué, ya que si el primero hace y deshace, el segundo es capaz de ver y prever. En este caso, el por qué representa la clave reconocida y se asume preexistente a cualquier cómo liberador. ¿Cómo América Latina puede salir del laberinto de frustraciones en el que se encuentra? A su vez, este desafiante «¿por qué América Latina ha fracasado?» parte de un punto fijo -el fracaso- que se identifica con una observación presuntamente objetiva.

Las respuestas a este interrogante difieren en parte o en todo, dependiendo casi siempre del mirador ideológico desde el cual se realiza la observación. Por lo general, tesis como las sostenidas en Las venas abiertas de América Latina (1970), de Eduardo Galeano, explican este fracaso fundamentalmente como consecuencia de un factor exterior -europeo o norteamericano- según el cual América Latina no ha podido ser porque no la han dejado. Una tesis opuesta, más reciente y probablemente promovida más desde el Norte que desde el Sur, predica que América Latina ha fracasado porque, en síntesis, es idiota o sufre de retardo mental. Esta tesis extremista podemos encontrarla en libros como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), muy recomendada por el expresidente argentino Carlos S. Menem. Del mismo autor, de Alberto Montaner, es un libro más serio, más respetable y -vaya casualidad- más respetuoso llamado Las raíces torcidas de América Latina (2001). El título, claro, responde a otra obsesiva necesidad de atacar la perspectiva del ensayista uruguayo. Hasta el momento, tenemos tesis y antítesis, mas no síntesis. En esta oportunidad, el escritor cubano escribe con más altura y, aunque discrepemos con algunas hipótesis sostenidas en el libro, aunque encontremos páginas innecesarias o fallos metodológicos, podemos perfectamente reconocer algunas hipótesis, argumentos y pistas muy interesantes. En fin, una antítesis digna, a la altura de la «tesis original».

Resumiendo, podemos decir que la idea de «fracaso» es un axioma incuestionado, aplicable a una infinidad de análisis sobre nuestro continente. Cada uno ve, desde su propia atalaya y siempre de forma apasionada, diferentes caminos que conducen a una misma realidad. Muchos, lamentablemente, comprometidos moral, económica o estratégicamente con partidos políticos o con comunidades ideológicas.

Existen innumerables razones para ver un rotundo fracaso en nuestro continente: crisis económicas, emigración masiva de su población, corrupción de sus dirigentes y actitud mendicante de sus seguidores, ilegalidad, violencia cívica y militar hasta límites surreales, etc. Un menú difícilmente envidiable.

Pese a todo ello, debemos cuestionar también qué significa eso que todos aceptamos como punto de partida y como punto de llegada para cualquier análisis, como si se tratase del centro religioso de distintas teologías. ¿«Fracaso», desde qué punto de vista? ¿Se entiende «fracaso» en oposición a «éxito»? Bien, ¿y cuál es la idea de «éxito» de una sociedad, de nuestra sociedad? ¿Es una idea absoluta o lo es, precisamente, porque no la cuestionamos? ¿Fracasamos por no llegar o por querer llegar y no poder hacerlo? ¿Llegar a dónde? La necesidad de «llegar», de «ser» ¿es una necesidad «natural» o autoimpuesta por una cultura colonizada, por una mentalidad dependiente?

Entiendo que la respuesta a estas preguntas está fuertemente condicionada por tres ataduras: 1), lo que hoy entendemos por «éxito» está definido por una mentalidad y una perspectiva originalmente europea y, en nuestro tiempo, por el modelo norteamericano; 2), la idea de éxito es fundamentalmente económica; y, 3), la «conciencia de fracaso» no sólo es la percepción de una realidad adversa sino su causa también.

Cuando hablamos de éxito nos referimos, básicamente, a cierto tipo de éxito: el éxito económico, al status social que toda sociedad impone sobre sus individuos. Por lo general, cuando hablamos de una mujer exitosa nos referimos a una profesional que desde «abajo» -nótese la carga ideológica que lleva cada palabra- ha alcanzado fama, poder y dinero o ha tomado el lugar del despreciable sexo masculino, sin importar cuánta frustración personal le pudo haber costado dicho «éxito» -concepción heredada de la sociedad masculina-, al tiempo que dejamos afuera de este grupo a aquellas otras anticuadas mujeres que bien pueden ser tanto o más felices con sus hijos y sus actividades «tradicionales» -o que lo fueron, antes de ser marginadas por la nueva idea del éxito, antes que tuviesen que sufrir el castigo de etiquetas como «fracasadas» o «sometidas». -Nada de esto significa, obviamente, una crítica al mejor feminismo, al verdadero liberador de la mujer, sino a ciertas ideologías que la oprimen en su propio nombre-. Cuando hablamos de un poeta exitoso automáticamente pensamos en su fama literaria, sin incluir en este grupo a aquel poeta que ha alcanzado la felicidad con sus propios versos y sus escasos lectores. Debería estar de más decir que algo puede ser exitoso o fracasado según el punto de vista que se lo mire. Desde el punto de vista del sujeto, dependerá de sus necesidades, expectativas y logros. Pero estos factores, de los cuales depende la idea de «éxito», también son, en una gran medida, relativos a la mentalidad que los concibe y los juzga -a excepción, claro, del hambre, de la miseria y de la violencia física.

En este sentido, podemos decir que un país donde su población no tiene las necesidades básicas satisfechas es un país que ha fracasado. Es muy difícil sostener que la idea de violencia o de hambre depende de una condición puramente cultural, como puede serlo la idea de violencia moral. Aunque no es imposible, claro. No obstante, para reconocernos «fracasados» en un área tan vasta, compleja y contradictoria como lo es un país o un continente -ambas, abstracciones o simplificaciones-, no sólo es necesario serlo, sino, sobre todo, debemos concebirnos como tal. Es decir, el fracaso no sólo depende de los logros económicos sino que, sobre todo, depende de una «conciencia de fracaso». Y esta conciencia, como toda conciencia, no es un fenómeno dado sino construido, adquirido y aceptado.

Cuando se habla de «éxito» se habla de economía y raramente se toman en cuenta aspectos cruciales para el desarrollo de un país. Por ejemplo, la famosa apertura de la economía española en los años '60 es considerada por muchos analistas como el «momento de cambio» en la historia ibérica del siglo XX, matriz de la actual exitosa España. Lo cual es del todo exagerado y equívoco, a mi entender. La afirmación quita trascendencia a un momento más significativo en la creación de la España moderna: la muerte de Franco (1975), el derrumbe de una mentalidad militarista y el fracaso de los golpistas de 1981. Es cierto que la economía cambió más en los años '60 que al regreso de la democracia. Pero no se considera la situación medieval de España en los veinte primeros años de la dictadura franquista, su marginación de Europa y del mundo que la hacía inviable.

También se olvidan dos puntos cruciales: 1) El desarrollo e, incluso, el progreso económico sostenido de un país, a largo plazo no depende tanto de los modelos económicos sino del grado de democracia que sea capaz de alcanzar. Muchas dictaduras en América Latina aplicaron modelos semejantes de capitalismo y unas pocas de socialismo -sin entrar a analizar la exactitud ideológica y práctica de cada una-; unas tuvieron números en rojo y otras en negro, independientemente de la mano ideológica que las gobernaba. Por esta razón podemos entender que el insatisfactorio grado de desarrollo de la mayoría de las democracias latinoamericanas demuestra que son más democracias formales que democracias de hecho. En una verdadera democracia, la libertad de sus ciudadanos y la confianza en sí mismos impulsa más vigorosamente cualquier desarrollo satisfactorio que en aquellas otras sumergidas en una estructura social rígida que es percibida como injusta y opresora -sin importar el número de parlamentarios, de partidos políticos o de elecciones que posea. Algunos economistas han afirmado la teoría de que para que exista desarrollo es necesario cierto grado de corrupción. Hace años dije, y voy a repetirlo, que la ética forma parte crucial de una economía próspera, en el sentido que establece reglas más justas de juego y, por ende, confianza en un sistema y en un país. Basta con recordar que el crédito se basa en la confianza, que los esfuerzos personales y sociales dependen también de este mismo sentimiento; 2) Por último, una observación puramente ética: el «éxito económico» sería dinero sucio si su causante fuera una dictadura despótica y genocida, lo que representa un rotundo «fracaso social». Es por ello -y atando este punto con el anterior- que no bastaba con cierto «éxito económico» en la dictadura de Franco o en la de Pinochet o en la de Stalin, para generar un desarrollo social -o puramente económico, si más les gusta- que sea sostenible en el tiempo.

Es por esta razón que considero que el sostenido desarrollo económico de Estados Unidos le debe más a la percepción que han tenido sus ciudadanos de su democracia que a las puras fuerzas de un variable sistema económico que, de forma groseramente simplificada, llamamos «capitalismo». Bastaría con imaginar el capitalismo norteamericano con un gobierno de Pinochet -ejercicio que hoy en día no es tan difícil de hacer-. Bastaría con imaginar qué hubiese sido del inmenso desarrollo material de este país con una estructura social opresiva, caudillesca, patricia y politizada como la latinoamericana.

Ahora, ¿qué significa que Estados Unidos es un país exitoso? Si Estados Unidos es un modelo a seguir por otros países latinoamericanos sólo se debe a su «éxito económico». Podemos ir un poco más allá y decir que Estados Unidos también ha tenido éxito en otras dimensiones: en diferentes tipos de servicios -más «socialistas» que el que se puede encontrar en cualquier país que se precie de serlo-, cierta organización más justa de su población en lo que se refiere a las oportunidades de trabajo, la ya clásica concepción de la ley del angloamericano, etc. Pero cuando hablamos de «éxito» mantenemos en nuestras mentes la referencia exclusiva a la economía.

Deberíamos, en cambio, ser un poco más precisos. Estados Unidos ha tenido éxito en el área X, entendiendo «éxito» desde un punto de vista Y. Podríamos decir que este exitoso país ha fracasado en otras áreas -desde un punto de vista Y- e, incluso, que ha fracasado en todas las áreas desde un punto de vista Z. Por ejemplo, desde un punto de vista propio, occidental, ha fracasado en su lucha contra el consumo de drogas -legales e ilegales-, en el control de una ansiedad consumista reflejada en el inigualable nivel de obesidad de sus habitantes, en el acceso igualitario a la salud, en aceptar legalmente a millones de inmigrantes hispanos que están aquí desde hace muchos años, con más obligaciones que derechos pero sosteniendo una economía -y la economía de sus países de origen, remesas mediante- que sin ellos caería en una de las peores crisis económicas de su historia y, por ende, de su famoso «éxito», etc. Desde un punto de vista no occidental, por ejemplo, se puede decir que también ha fracasado en su lucha contra el materialismo, en su lucha contra la neurosis consumista, etc. Compartamos o no estas afirmaciones, debemos reconocer que son totalmente válidas desde otros puntos de vista, desde otras mentalidades, desde otras formas de concebir el éxito y el fracaso.

Por su parte, América Latina es un continente aún más vasto, más heterogéneo y más contradictorio, con países que comparten elementos culturales comunes y a veces irreconocibles. Quizás lo que identifica a América Latina es la idea -no carente de ficción- de una historia, de un destino común y de la idea o la conciencia del fracaso. Esta conciencia nos viene desde tiempos de la conquista, claro, y luego de la «independencia», de José Artigas y de Simón Bolívar9.

Pero esta idea de fracaso no siempre fue tan unánime como se la considera hoy en día. El Río de la Plata, por ejemplo, vivió por largas décadas, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, quizás hasta el año 1950, en la conciencia del «éxito». En mi país, la expresión más popular de estos tiempos fue la mítica frase «como el Uruguay no hay», y los Argentinos podrían decir lo mismo, más si consideramos que hasta los años '60 estaba a la par de Canadá y Australia en desarrollo científico, hasta que el dictador Onganía dijo que iba a arreglar su país expulsando a todos los intelectuales -lo que efectivamente hizo. Por otro lado, y aunque el paisaje social y urbano chileno no se diferencie mucho del argentino o del brasileño, es harto conocido que Chile goza de cierto reconocimiento en lo que se refiere a su economía. Al menos así es visto por muchos chilenos, por muchos países vecinos y, naturalmente, por muchos analistas norteamericanos. Sin embargo, y en contra de los propios deseos de los chilenos, la idea de «fracaso» como distintivo de país latinoamericano sobrevive en la obsesiva comparación con países europeos, por ejemplo.

Todo esto quiere decir que no basta con tener una economía «exitosa» para salvarse de la percepción del fracaso -es decir, del fracaso, a secas. ¿Por qué? Porque esta conciencia, como lo sugerimos más arriba, no sólo depende de una realidad sino de una construcción cultural y psicológica, lo que relativiza mucho la idea de «éxito». Sin duda, muchos países más pobres que Argentina poseen una «conciencia de fracaso» mucho menor que la de los propios argentinos. Porque es necesario «asumirse fracasado» antes de «ser un fracasado». No podemos decir que el pobretón de Mahatma Gandhi era un fracasado, no podemos decir que los «miserables» que vagan por el Ganges sean fracasados si poseen una «conciencia de superación». Hace casi diez años uno de mis personajes más difíciles de comprender por mí mismo, me hacía decir: «Los occidentales consideran que un pobre sin aspiraciones económicas y pasivo ante su pobreza, carece de espíritu de superación. Y los desprecian por ello. En India y en Nepal ocurre estrictamente lo contrario. Para ellos, un renunciante, alguien que ha abandonado todas las comodidades del mundo material y que no aspira a más que a unas limosnas, es un hombre con 'espíritu de superación'. Y los aprecian por ello».

América Latina no es India ni es Nepal. Tampoco es África. Tampoco es Angloamérica. América Latina ni siquiera es América Latina, sino -como todo- aquello que se asume ser.

América Latina dejará de ser un «continente fracasado», a mi entender, cuando: 1) Deje de definir su fracaso en función del «éxito» ajeno y de la definición ajena del «éxito»; 2) Cuando abandone su retórica de izquierda y su práctica de derecha que le impiden tomar conciencia de sus propias posibilidades y de su propio valor; y, 3) Cuando se revele contra su propia tendencia autodestructiva.

¿Debemos tomar conciencia, entonces, como paso previo? La idea de una necesaria «toma de conciencia» puede ser muy vaga, pero es vital y del todo inteligible en el pensamiento de educadores como Paulo Freire y del ensayista José Luis Gómez-Martínez.

Advirtiendo que «tomar conciencia» puede tener significados opuestos -y hasta arbitrarios, si elegimos nosotros el objeto de conciencia ajeno-, sintetizo el problema de esta forma: tomar conciencia significa salirse de su propio círculo. Lo digo desde un punto de vista cultural y estrictamente psicológico: toda «toma de conciencia» se produce cuando nos «salimos» de nuestro propio círculo, cuando somos capaces de ver un poco más allá de lo que vemos habitualmente, más allá de lo que nos rodea; cuando somos capaces de pensar más allá de los límites en los cuales hemos crecido, más allá de los límites que nos ha impuesto nuestra propia cultura y nuestra proponía educación, nuestra propia forma de entender el mundo. Siempre que nos salimos de nuestro propio círculo estamos operando una nueva toma de conciencia, independientemente del éxito o del fracaso de nuestras economías. Para un mejor desarrollo es necesaria una conciencia más amplia. Pero pensar que el éxito económico por sí mismo es una prueba de una conciencia superior o más amplia no sólo es una antigua arbitrariedad religiosa y una más moderna arbitrariedad ideológica, sino lo contrario de una «conciencia superior»: es miopía espiritual.

The University of Georgia.

14 de junio de 2004.




ArribaAbajoAristocracias burocráticas y democracias en desgracia

Nunca hubo en América Latina un país capitalista como nunca hubo un país socialista tal como lo entienden las retóricas tradicionales -no, al menos, uno que se haya consolidado culturalmente, que se haya salvado de un permanente estado de «crisis»-. Hasta ahora hemos tenido obsesiones propias de nuestras esperanzas y frustraciones, una forma propia y sospechosa de pensar y de hacer las cosas, una sensación permanente de fracaso, de angustia, de insatisfacción y de disconformidad. Y no es para menos: América Latina posee la mayor diversidad geográfica y los recursos naturales más ricos de Occidente, al tiempo que es el espacio geográfico más conflictivo y pobre de éste mismo. También poseemos la mayor diversidad étnica de esta región del mundo, groseramente simplificada en el Norte bajo el calificativo racial -y a veces racista- de «hispano». En cierta forma, África es coherente; América Latina es contradictoria.

La derecha pregonó y puso en práctica una idea muy latinoamericana, nacida y gastada desde los años de la colonización española: el progreso económico de las clases altas, de su dirigencia, de sus terratenientes, llevará inevitablemente al posterior progreso de las clases bajas. Es decir, la excesiva acumulación arriba provocaría un desborde hacia las clases bajas: «la virtud procede desde arriba hacia abajo», como el poder de Dios, según la doctrina católica y de todas las dictaduras que aniquilaron personas y libertades en nombre de la libertad, la humanidad, el orden y la moral. Sabemos que las clases altas latinoamericanas han tenido una capacidad infinita de acumulación y, por lo tanto, este «desborde» nunca se produjo. Por otra parte, esta mentalidad vertical -de arriba hacia abajo- nunca permitió el desarrollo económico suficiente para que ese desborde tuviese alguna posibilidad de producirse.

Por el otro lado, la aparente alternativa «estatista» nunca propuso algo muy distinto a este orden vertical. Tanto el socialismo como el capitalismo latinoamericano se basaron siempre en la misma concepción de-arriba-a-abajo de la sociedad, heredada de los tiempos monopólicos de la Corona española. Para unos -para la izquierda tradicional-, era necesario organizar un Estado fuerte y próspero para luego atender a las clases más bajas; para los otros -para la derecha tradicional-, esta fortaleza y prosperidad debía estar en las clases más altas, que era la única con la preparación y conocimientos suficientes de «cómo funcionan las cosas». Ambas suponían, desde un punto de vista platónico, que la mejor educación y preparación de unos pocos con poder asegurarían la posterior prosperidad del resto de la población, incapaz de asumir su propio destino.

Sin embargo, todos sabemos que ni los burócratas ni la aristocracia se caracterizaron jamás por su prolífica imaginación y creatividad. Todos conocemos el mayor nivel de corrupción de los dirigentes encaramados en el gobierno, en los mejores puestos del Estado y en la clase de los superpoderosos gerentes que, según la ideología neoliberal criolla, son los únicos capaces de hacer negocios y, por ende, de beneficiar a un país.

Ambos, izquierda y derecha latinoamericana no se distinguieron una de otra más que por sus discursos y sus violentas discusiones. Las diferencias han sido únicamente coyunturales además de discursivas, y para lo que han servido fue para mantener una misma tradición de agonía e insatisfacción permanente. La evasión de las responsabilidades consistía en que los de abajo le echaran la culpa a los de arriba mientas los de arriba hacían lo mismo con los de abajo. Y como para todos estábamos en una situación de profunda injusticia, cualquier tipo de corrupción egoísta y autodestructiva, llegado el momento, debía estar moralmente justificada.

¿Por qué el liberalismo, en sus orígenes europeos y en sus principios filosóficos defensor de las libertades individuales, ha tenido efectos contradictorios y trágicos en América Latina? Simplemente porque si trasportamos un modelo económico nacido en una sociedad cuya concepción del poder es «de abajo hacia arriba» y la trasportamos a otra sociedad cuya concepción es «de arriba hacia abajo» -denunciada por Abul Walid Muhammad ibn Rushd, Averroes, en la Edad Media-, los resultados serán necesariamente los opuestos a los originales: no tuvimos democratización de la libertad sino todo lo contrario. En nuestros países del Sur, la liberalización económica, de mercados, fue explotada sin conciencia democrática por los más poderosos -los de arriba, los del poder- agravando la situación económica de los de abajo y, por ende, disminuyendo su libertad.

Por esta razón, no es posible imponer ningún cambio político exitoso sin una previa democratización de toda la sociedad. Nuestras sociedades son, en el fondo, autoritarias. En el fondo, el autoritarismo lo ejerce una minoría tradicional, pero sobrevive en el inconsciente de gran parte de la población como alternativa al «caos» o a la desesperanza.

A mi entender, ningún país de América Latina progresará mucho sosteniendo esta misma mentalidad. No importa si sus ciudadanos eligen desesperadamente o con entusiasmo a un gobierno ultraliberalista o ultrasocialista. El problema no radica en si un país tiene un gobierno de izquierda o de derecha, fundamentalmente, sino en el grado de democracia que sea capaz de alcanzar. Muchos identifican al gobierno de Colombia como un gobierno «de derecha» y a su vecina Venezuela con uno «de izquierda». Ambos tienen graves problemas sociales disimulados por los problemas políticos que éstos acarrean. Muchos, sino todos, argumentan que los problemas de ambos países son impuestos por el gobierno de Estados Unidos, lo cual, aún sin pruebas de mi parte, no me resulta nada difícil de imaginar. Pero aún aceptando ese argumento deberíamos preguntarnos, bien, ¿y qué hacemos nosotros para resolver nuestros problemas? La idea de que «no podemos liberarnos porque no nos dejan» pertenece a la eterna excusa que sólo sirve para remover los ánimos callejeros, pero no para liberarnos.

¿Qué aportan actualmente los «piqueteros» a la sociedad argentina? Me temo que poco. Por no decir nada. Sólo practican la perpetuación de una práctica estéril que bien usada, de forma excepcional, debería servir para detener los abusos y la decadencia de una sociedad antes que impedirle el paso a aquellos otros que día a día buscan una forma de sobrevivencia. Por otra parte, los encendidos discursos de algunos sindicalistas no se diferencian en nada de los discursos caudillescos de los políticos tradicionales que se pretenden denunciar. En ningún caso cuestiono las buenas intenciones de nadie; cuestiono una «lucha» estéril, un discurso más autocomplaciente que revolucionario.

Empecemos, mejor, por dentro. No esperemos nada de afuera, ya que de afuera -según la tradición- llegan más problemas que soluciones. Empecemos por democratizar en serio nuestras sociedades. Pero ¿qué significa «democratizar»? Muchas cosas, pero así como nos referimos a la anacrónica organización social en el sentido «arriba-abajo» -orden propio de la más antigua Iglesia Católica y de todos los ejércitos del mundo-, comencemos por ver un orden inverso: un orden social «abajo-arriba». Es decir, una mayor democratización de nuestras sociedades se logrará cuando la base social sea prioritaria, cuando el poder proceda de abajo y no de arriba, cuando la libertad la organicen los pueblos y no sus dirigentes, cuando la economía de un país dependa más de sus ciudadanos y menos de sus gobernantes o de su aristocracia. El gran derrotado, el Gral. José Artigas, hace casi dos siglos sintetizó esta idea «de abajo-hacia-arriba», tan repetida y menospreciada en la práctica. Cualquier niño de escuela en Uruguay lo recuerda, aunque con una gramática improbable: «Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana».

En tiempos de Artigas no se hablaba de izquierda o de derecha, pero igual se le hubiese puesto precio a su cabeza por «comunista» o por «pro-yanqui». Ahora, ¿qué importa si nuestros países poseen un gobierno capitalista o socialista, si cada uno de nosotros percibe que es inútil usar nuestra imaginación y nuestra natural libertad porque cada uno de nuestros proyectos, como individuos y como sociedad, están destinados al fracaso, tal como lo perciben hoy en día la amplísima mayoría de los latinoamericanos, sin importar qué tipo de gobierno se encuentre en el poder político?

Con frecuencia, el discurso del liberalismo latinoamericano se asienta en la «libertad de la iniciativa privada». Pero la práctica -la larga práctica vernácula- ha demostrado que en nuestro contexto cultural esto no ha funcionado más allá del discurso, que más que servir para estimular la libertad de la gran mayoría del pueblo ha servido para beneficiar la libertad de los mismos pocos de siempre. La práctica ha mostrado y demostrado que de esta «libertad» se han beneficiado los sectores más fuertes de la sociedad, aquellos que poseen el mayor -y casi siempre el único- crédito para emprender empresas; aquellos que, contradiciendo el mismo principio capitalista, arriesgaban menos en cada inversión que aquel modesto empresario que cuando arriesgaba no arriesgaba un millón de dólares sino su propia casa; aquellos que, contradiciendo la misma «ley sagrada del capitalismo», arriesgaban menos y obtenían los mayores beneficios; aquellos que estaban resguardados por un gran poder económico y, no por casualidad, también por el poder político.

Por el otro lado, los gobiernos de izquierda -mayoritariamente municipales- han puesto todas sus cartas -o casi todas- en los sectores más bajos de la sociedad, en los sectores más débiles. O por lo menos de eso nos habla su discurso. ¿Y qué ha ocurrido? La mayoría de las veces han cosechado frustraciones. Gran parte de estos sectores marginados por la dirigencia tradicional o por los beneficios de las grandes empresas suelen adoptar una actitud pasiva, de espera. El gobierno es bueno si y sólo si le sube los salarios, si es capaz de sacarlos de la marginación que el sistema capitalista los arrojó, construyéndole nuevas casas, modestas pero más habitables, y poca cosa más. El objetivo es votar a aquel que luego en el poder le solucione los problemas que tal vez podrían solucionar ellos mismos. Pero como ésta es una tarea imposible, la disconformidad y el conflicto persisten. Cuando no se agrava. ¿No es esta una actitud semejante a la que ha tenido siempre nuestra aristocracia? Así, ricos y pobres comparten una misma mentalidad, una mentalidad que sólo con mucha imaginación podríamos llamar «democrática» pero que merecería ser llamada «caníbal» o «autodestructiva». Es una mentalidad corporativa, partidaria, de tribu.

¿Qué haría nuestra aristocracia -terrateniente, especulativa y política- si no tuviese a la «chusma» izquierdista para echarle la culpa de que sus países no se desarrollan como en Europa o en Estados Unidos? ¿Qué harían los sectores más pasivos, aquellos que van de comité en comité político buscando arrimarse a algún señor «influyente», que piden más de lo que ofrecen, si no tuviesen esa misma dirigencia corrupta para echarle la culpa de todos sus males?

Un fenómeno típico de nuestras sociedades pobres es el comercio informal. En todos los países de América Latina ésta es una práctica eminentemente capitalista. Es el más puro modelo de capitalismo liberalista en nuestra cultura. Es decir, en América Latina los miembros más pobres de nuestras «sociedades anónimas» son ejemplos de ultracapitalismo. Se compra y se vende según la ley de la oferta y la demanda, siempre procurando deprimir los precios de consumo y, a la larga, los salarios también. El comercio informal busca siempre invertir sus capitales de la forma que le generen el mayor beneficio posible sin importar si lo hace al margen de la ley o no, sin importar si con su práctica beneficia o perjudica a otros sectores de la sociedad. Ahora, cuál es la diferencia entre estos «capitalistas de raza» y aquellos otros que operan en los extractos más altos de la sociedad? No necesito decirlo: hay sólo una diferencia de escala y de discurso; cualquier miembro de los de abajo haría lo mismo si estuviese arriba y viceversa. Cambiando el discurso, claro. O adaptándolo a las circunstancias, porque pragmáticos nunca faltan.

El problema aquí no es, entonces, ideológico sino práctico y moral: todo se justifica si partimos de una situación social de necesidad y de injusticia. Unos luchan por la sobrevivencia biológica y otros luchan por la sobrevivencia de su avaricia. La avaricia no se practica, por supuesto, sólo en los sectores más ricos. Pero ambos -y aún más los comerciantes informales, los contrabandistas y los traficantes ilegales- ejercitan el más puro principio del capitalismo liberal. Los más pobres podrían argüir que la sociedad capitalista los ha llevado a esa práctica, que no hay razones para respetar aquello que los ha marginado: quien a hierro mata a hierro muere. Bien, es totalmente comprensible, considerando algunos casos límites. Pero eso sería como justificar a un violador por su triste infancia. Además, no deja de resultar curioso que se repita una retórica y se practique otra, con más placer que necesidad, con más visión de lucro que de altruismo social. Por otro lado, todos sabemos que nadie es lo suficientemente pobre como para no tener algo que dar. Eso me lo demostraron los niños que en algunas aldeas africanas se acercaban para regalarnos maníes sin querer recibir nada a cambio.

En definitiva, siempre encontraremos justificaciones para no hacernos responsables de nuestra propia libertad. Siempre encontraremos razones para justificar cualquier contradicción y poner en resguardo nuestros propios intereses. Y en ese arte va toda una cultura, una forma de ser de un pueblo. Y hasta que no sea consciente de ello todo seguirá igual.

Ahora, la pregunta más difícil: ¿Cómo se sale de ese círculo perverso? ¿Cómo seremos capaces de lograr una mayor, y de una buena vez por todas «creíble», democracia en nuestros países? Porque no basta con votar y cambiar presidentes cada cuatro o cinco años.

No quiero pensar que «la solución y el futuro están en nuestros hijos», como se dice siempre. Si esperamos por ellos probablemente dentro de una generación se estén haciendo las mismas preguntas que nos hacemos ahora. Además, como todos, yo me voy a morir y quiero que resolvamos esto lo antes posible. No podrá hacerlo uno ni un millón. Deberemos hacerlo todos, si llegamos a un acuerdo. Deberemos cambiarnos a nosotros mismos. Deberemos superar nuestros traumas históricos como un niño supera la idea de los Reyes Magos. Deberemos asumir la responsabilidad de democratizar nuestra sociedad democratizando nuestra forma de pensar: exigir derechos y cumplir obligaciones, abandonar mentalidades mendicantes y aristocráticas, construir desde abajo la verdadera libertad: económica, jurídica, moral y espiritual -criticar sin miedo y dejar de enfurecernos con quienes nos critican.

En mi país, en Uruguay, sería un error histórico que este año (2004) volviese a ganar la derecha tradicional. Como lo he dicho antes, no porque la izquierda que ascienda al poder sea la solución sino porque es urgente y necesaria esa etapa en el «proceso de maduración» de nuestra sociedad. Una vez en el poder, la izquierda gozará del crédito que extiende la esperanza de un pueblo diezmado por años agotadores de inmovilidad social, económica y política. Pero el ensueño no durará más de dos o tres años. ¿Por qué? Porque la solución no radica, principalmente en un mejor o un peor gobierno. Por supuesto que lo mejor es mejor y lo peor es peor. Pero entre esta clase de «peor» y de «mejor» no radica la diferencia fundamental de un cambio social que promueva un desarrollo económico y moral.

La ventaja de un cambio político radica en la inmediatez de los cambios, pero no en su profundidad. La profundidad de los cambios depende, en orden creciente, de la educación de los pueblos y de la respuesta cultural que les da cada uno a sus propios problemas. Y ésta no se cambia con un gobierno ni de un año para el otro. Es un trabajo faraónico que no hay más remedio que emprenderlo algún día, superando lo que nos enferma y conservando lo que nos mantiene vivos.

Para finalizar este breve ensayo, apuntaré rápidamente dos puntos que aún quedan pendientes:

1) Es necesario reconocer en toda América Latina el genocidio de la conquista y de la expropiación. El oro ya no importa. Sirvió para hundir más rápido a España. Lo peor que hizo España al continente no fue robarle el oro y la plata sino dejarnos su mentalidad aristocrática y terrateniente, ya obsoleta en el siglo XVIII y, sobre todo, contribuir, junto con los criollos, a un genocidio de dimensiones incalculables. Pese a lo cual no existen «memoriales del holocausto indígena». En Uruguay no hay importantes monumentos recordatorios a la matanza que terminó con los charrúas, sino monumentos de dudosos líderes responsables de las mismas matanzas. La misma amnesia oficial y colectiva ha borrado años, fechas, cuestionamientos;

2) No será posible el desarrollo y la independencia económica hasta que nuestros países no se independicen de su economía basada en la exportación de materias primas. Mientras tanto, sobreviviremos agónicamente, como hasta ahora, desde hace dos siglos, con momentos de crisis interminables y euforias pasajeras. Cada vez que se planifiquen nuestros países para la explotación de recursos naturales estaremos planificando alivios y perpetuando agonías;

3) No existe mejor «know-how» que aquel que se produce en el interior del problema. Razón por la cual antes que su «importación» se debería proteger y estimular la creatividad y la experiencia propia. Es falso, como dicen nuestros gobernantes, que es más barato «comprar conocimiento» que producirlo. Etcétera.

Debo reconocer que me une a América Latina un sentimiento dionisiaco de romanticismo y frustración. Entiendo que es natural que algunos elijan una posición política de izquierda mientras otros eligen una posición política de derecha. Sin entrar a analizar el vasto conjunto de contradicciones que pueden caber en cada una de esas palabras. Pero el mal mayor, a mi entender, consiste en limitarnos a esa inútilmente sanguínea y apasionada perspectiva monodimensional -izquierda-derecha-, a ese religioso pacto de fe que define cobardes lealtades y falsas traiciones. También deberíamos poder elegir entre arriba y abajo, entre atrás o adelante.

The University of Georgia.

23 de junio de 2004.




ArribaAbajo«Hops!, me equivoqué» o El reino de la impunidad

Nota: Cada vez que me reprochan que escribo «difícil» contesto que, a mi juicio, no escribo difícil, ni siquiera escribo para gente culta; sólo escribo para lectores inteligentes y hago mi mejor esfuerzo por estar a su altura. Este breve ensayo va dirigido sólo a aquéllos que son capaces de leer más allá de la letra, es decir, aquéllos que son capaces de buscar el «logos» más allá de los hechos y de las apariencias. (Si hay de estos lectores dentro de diez años, les recomiendo que comiencen por leer la fecha que consta al pie.) Los otros, pueden continuar con el desayuno.

En mi pasada vida de arquitecto -no me he jubilado, tengo 34 años; simplemente he cambiado de profesión-, en muchas obras he tenido que dirigir numerosos grupos de obreros. Una obra de construcción es, en principio, una dictadura. A veces es sólo una dictadura técnica, otras veces se convierte en una dictadura social, porque, antes que nada, es parte y reflejo de la sociedad en la cual está inserta. Generalmente estos grupos humanos suelen ser muy heterogéneos y, como en todas partes del mundo, suelen ser hombres pobres o con serias necesidades económicas. (Las necesidades económicas de los pobres siempre son necesarias para sostener las necesidades económicas de los ricos. En los países pobres y en los países ricos.) La construcción es, además, el sector económico de mayor riesgo junto con la agricultura. Yo diría que, incluso, la industria de la construcción es tan peligrosa como la guerra, si leemos con cuidado las estadísticas. Como en la guerra, como siempre, los grupos humanos que más arriesgan la vida son los pobres, especialmente aquellos que integran un grupo étnico marginal. Cuando un obrero muere aplastado por una viga o por diez toneladas de tierra o por caída libre o por choque eléctrico, nadie le dedica discursos exaltando su contribución a la sociedad a la que casi perteneció. Pero cuando un gran empresario o un político que jamás arriesgó su vida o la de sus hijos en su trabajo muere, pareciera que el resto de la sociedad le debemos el pan y la vida. Las frases más repetidas afirman la idea de que «sirvió toda la vida a su país», cuando más razonable sería decir que «el país le sirvió toda la vida», razón por la cual los que más hablan de «la patria» siempre pertenecen a acomodados grupos conservadores.

Ahora, veamos un poco cómo se administra la responsabilidad en esta actividad social. Según los códigos civiles de muchos países, «el arquitecto es culpable hasta que se demuestre lo contrario». Es decir, cuando ocurre un «accidente» en el proceso de construcción o dentro de los diez años de construido un edificio, el responsable es el técnico que proyectó y dirigió su construcción. Al menos que demuestre que dio las órdenes correctas para evitar el accidente. Lo cual es lógico: si un obrero, al menos en teoría, no está capacitado para advertir el peligro al que se expone y, además, «recibe órdenes» y debe cumplirlas, entonces sólo puede haber un responsable: aquel a quien la Ley le ha confiado la fe de su conocimiento y, además, se le ha entregado el poder de hacer y deshacer.

Muchas veces en mi pasada vida como proyectista o director de obras -las cuales, debo reconocer, nunca fueron monumentales, pero sí muy diversas, en distintos continentes- he pasado por momentos de alto riesgo, en los cuales muchos obreros pudieron morir en un solo derrumbe, en el vuelco de una grúa de treinta toneladas empantanada en el barro, en la explosión de un cubo con cientos de miles de litros de agua. En ningún momento se me pasó por la cabeza que si alguien moría a consecuencia de una orden mía yo hubiese podido alegar «error de cálculo» en mi favor. Tampoco sería un argumento exculpatorio para un médico o para cualquier otra profesión. Por el contrario, un «error de cálculo» sería la prueba de nuestra culpabilidad como técnicos responsables.

Razón por la cual si de algo debemos de carecer, aquellos a los cuales la Ley y la sociedad nos han conferido de cierto poder, es de frivolidad a la hora de tomar decisiones en las cuales está en riesgo la vida ajena, la vida de aquellos que confían en nuestros conocimientos y en nuestra seriedad ética, la vida de aquellos que son los únicos que se arriesgan por necesidades económicas -y no por esa moda frívola que practican aquéllos que nacieron sin problemas, llamada «deportes extremos»- En definitiva, por la vida de los más débiles, porque cuando un pobre muere suele morir con él el futuro de sus hijos también.

Si salimos de los ejemplos profesionales y nos referimos a actividades diarias que cualquiera realiza con riesgos y responsabilidades, podemos analizar un momento la aparentemente sencilla actividad de conducir un auto. Supongamos que vamos por una autopista y, por una breve distracción, salimos cincuenta centímetros de nuestra senda. Sin advertirlo, tocamos levemente a un motociclista y éste cae sobre las vallas de contención o le toca en suerte alguna otra desgracia y se muere.

¿Qué hago en ese caso? Me detengo, me bajo. Llega la policía y una docena de testigos. Yo comienzo a argumentar que el motociclista iba muy rápido, que se pasó a mi senda y chocó contra mi auto. Sin embargo, la policía o los testigos me demuestran que hay unas marcas de gomas de mi auto dentro de la senda paralela, con lo cual demuestran que la culpa fue mía.

Voy hasta las marcas y, ante semejante evidencia, reconozco mi error.

-Hops!, me equivoqué -digo.

-La próxima vez -me dice el policía- trate de poner más atención.

-Así será -contesto yo y me voy.

Me voy impunemente.

La escena se resuelve de forma absurda, me dirán. Sin embargo, observemos, así funcionan las cosas cuando el que conduce es un hombre al cual la sociedad o el «sistema social» le ha conferido una gran parte o casi todo el poder. Por supuesto que cada vez que ese hombre se salte las normas más básicas de la responsabilidad, la moral y la justicia dirá -y nos convencerá- que lo ha hecho para salvar la responsabilidad, la moral y la justicia. Es lo que un kierkegaardiano de mala fe llamaría una «suspensión ética». La vieja y criminal fórmula de «los fines justifican los medios» se ha transformado en «los fines conocidos siempre son los medios de otros fines por conocer». La diferencia de escala en los efectos humanos, transforma lo absurdo en obsceno, un crimen en un genocidio imperdonable. Con la diferencia, claro, que los crímenes menores se suelen castigar, mientras que los genocidas siempre obtienen su «descuento para mayoristas» -cuando no se lo llevan gratis.

Si volvemos a los ejemplos anteriores, donde no hay fracciones de segundo para pensar sino días y meses enteros para calcular y prever riesgos de vidas humanas, sería de igual grado de impunidad que un arquitecto o un ingeniero enviase a la muerte a diez obreros a un pozo o a un andamio mal calculado y, ante el desastre, el calculista reconociera, impunemente, «hops!, me equivoqué». Y todo siguiese igual: la obra en construcción y la vida del técnico irresponsable como si nada hubiese pasado. Al fin y al cabo los obreros eran unos pobres muchachos, no tenían grandes apellidos -porque los grandes apellidos nunca arriesgan su vida en una obra o en una guerra- y, sobre todo, porque murieron heroicamente por la construcción de un país. Porque los discursos éticos que justifican la impunidad de los que mandan siempre están a la orden del día. Y son tan emocionantes que hasta dan ganas de morir por la patria -no importa si todo es mentira o, simplemente, «un error de cálculo».

The University of Georgia.

Julio de 2004.




ArribaAbajo Herederos de Superman y de la Verdadera Fe

En diferentes ocasiones he recurrido en mis ensayos a una expresión breve y significativa: «nuestro idioma es mejor porque se entiende». Según una historia que escuché en mi niñez, esta declaración habría sido formulada por unos inmigrantes europeos que acababan de poner pie en un puerto del Río de la Plata y encontraron algunas dificultades tratando de comunicarse con los demás. Pudo ser en Buenos Aires o en Montevideo; pudo ser inventado o real, da igual.

Más allá de la precisión histórica de este hecho minúsculo, podemos tomarla como herramienta y modelo para desvelar la misma actitud en otros aspectos de la vida humana.

Observemos que la misma actitud egocéntrica y arbitraria se repite no sólo en la valoración que han hecho los pueblos de: 1) Su propia lengua, sino también en la valoración que los grupos humanos han hecho y aún hacen; 2) De su propia raza; 3) De su propia religión; 4) De su propia moral; y, 5) De su propia ideología política.

Aún hoy se encuentran personas cultas que, encontrándose de viaje por países que hablan su mismo idioma pero con variaciones regionales, se quejan de que «no saben hablar». Este juicio taurino no se refiere a la riqueza o a la pobreza de una persona en el uso de un idioma, sino a las mismas reglas gramaticales y al vocabulario particular que cada región -un pueblo- desarrolla según sus propias necesidades.

De esta percepción estrecha, que por percepción no deja de ser más fuerte que una conclusión matemática o que la arremetida de un toro, se deriva la idea de una «lengua pura» y los sucesivos mitos de «en El Escorial se habla el mejor español», «en Oxford se habla el mejor inglés», and so on.

La misma idea de «pureza» se deriva de aquellos que se consideran elegidos por su raza, como los nazis, los neonazis o los neoracistas de todos los colores, según los cuales «mi raza es la mejor porque es hermosa» o «nuestros muertos son verdaderos porque duelen».

No muy lejos se encuentra la obviedad religiosa, el temeroso y temerario espíritu dogmático. Sus miembros no se encuentran en la búsqueda del misterio, no se arriesgan a la duda y al cuestionamiento. Simplemente defienden el confort y la autocomplacencia espiritual ejercitando la desesperada confirmación de pertenecer a la secta correcta, a los pocos elegidos que están destinados a habitar el Paraíso, diseñado éste, claro está, a la medida de sus propios valores, ganado según sus propios prejuicios y su elegantemente disimulado desprecio por el resto de los que no piensan ni sienten igual. Según esta clase de ególatras, «Dios me ha elegido a mí porque yo lo he elegido a Él», y con eso basta.

La cuarta actitud fundadora y tribal es propia los conservadores, según los cuales «nuestras costumbres son mejores porque se pueden practicar», y por lo tanto los demás también deben hacerlo, renunciando a sus intentos fallidos de innovación. Para todo conservador, el Paraíso es apenas una versión mejorada de la vida aquí en la tierra. Si ellos no tienen hambre nadie puede tenerla, si ellos no sufren frío el frío no es tan terrible como lo describen los pobres, los liberales, los revolucionarios. Para los que se consideran en el centro de los «valores morales», todos aquellos que se alejen hacia el margen son inmorales, terroristas. Todos los que se revelan contra el centro son enemigos del Bien. Así, amigos son los sumisos, los obedientes. «El caballo es el mejor amigo del hombre», decían los jinetes, sin advertir que si los caballos tuviesen religión los hombres serían los demonios que los esclavizaron haciéndolos trabajar de sol a sol o llevándolos a la muerte, en las guerras o en los frigoríficos. Pero, para el punto de vista del jinete, el caballo debía estar agradecido de su bondad, de su moral clara, de su posesión justa, de su clarividente sentido de la conducción, del liderazgo...

Por último, el centro ideológico. Cuando la Posmodernidad creyó superar la Modernidad desarticulando el «centro de la verdad» -en base al propio discurso moderno-, reconoció la posibilidad relativa de distintas lenguas, de distintas razas, de distintas religiones, de distintas ideologías. Según la nueva retórica, no había razones para considerar que un idioma imperial, avasallador y omnipresente, era superior por sí mismo a los demás; no había razones para pensar que la raza blanca era más apta, más hermosa o más inteligente que las razas que no habían tenido el mismo éxito económico que ella; no había razón para afirmar que, como declaró el cristianismo oficial durante toda su lucha contra el Islam, contra el Judaísmo y luego contra las «supersticiones» en América, había una «verdadera fe» (tal como lo sostienen hoy los fanáticos musulmanes y el papa Juan Pablo II); no había razones para imponer un sistema político dictado por un imperio o por una ideología producto de la pura especulación intelectual... Etcétera.

No había razones para nada de ello. Pero, claro, como siempre las razones poco importan. Después de todas las deconstrucciones y todas las reivindicaciones aun hoy hay lenguas privilegiadas, hay unas razas que ocupan determinados puestos en los gobiernos o en las universidades o en las fiestas de beneficencia, mientras otras limpian inodoros o cortan el pasto; hay religiones que están casadas con el gobierno de sus países o con el gobierno del mundo, mientras otras son combatidas como sectas, mientras los laicos o los ateos son vistos con condescendencia o con desprecio; hay hombres y mujeres que son marginados por sus costumbres sexuales, cuando no se les niegan derechos humanos que se defienden para los que pertenecen al centro arbitrario del momento; hay disidentes que son tratados como amenaza pública, hay culturas que se consideran depositarias de los Valores y el Progreso, siempre dispuestas a cumplir con su misión mesiánica sin escuchar gritos de dolor, sin ver la sangre derramada -pese a que es siempre roja, nunca azul; o no «a pesar» sino por eso mismo-, contando minuciosamente los cadáveres propios y nombrando vagamente los cadáveres ajenos con un único término, como «terroristas», «criminales» o, en el mejor de los casos, «rebeldes», sin nombres y sin estadísticas forenses.

Es decir, somos sociedades abiertas, tolerantes. Pero podemos tolerar cualquier cosa menos una verdadera diferencia. Podemos cuestionar cualquier cosa menos a nosotros mismos. Podemos dudar cartesianamente de todos los valores, menos de los Nuestros. Podemos dudar de cualquier cosa menos de nuestra propia Tolerancia. Podemos cambiar cualquier sistema de gobierno, cualquier forma de vida, imponiendo nuestras propias formas, pero no toleramos que otros intenten hacer lo mismo con nosotros -porque nosotros somos tolerantes y ellos no-. Si Nosotros lo hacemos, es para salvar a la humanidad; si ellos lo hacen, es para destruirla, y por lo tanto deben ser destruidos primero. Es decir, no hay posibilidades de diálogo ya que estamos en presencia de «culturas que desean destruir el mundo» -comenzando por destruirnos a Nosotros, que siempre hicimos el Bien-, culturas que representan el Mal en la tierra, que están al servicio del Ángel de las tinieblas, que no visten pulcra y civilizadamente, como nosotros, sino con descoloridos harapos que bien no pueden hacer al espíritu ni a la moral.

Roma administra la Verdad, y quien ose cuestionar el sistema del Imperio, la Pax romana, debe ser crucificado. Mucho más si el subversivo lo hace desde el margen, desde una provincia de Medio Oriente como lo hizo Cristo.

Ahora reconozcamos otra parte importante del «progreso» de nuestra orgullosa civilización. La caricatura de «nuestro idioma es mejor porque se entiende» se materializó hace más de medio siglo en las historietas de los superhéroes. Veamos que nunca antes en la historia moderna el escenario se ha reproducido tan perfectamente a imagen y semejanza de las antiguas tiras cómicas de los héroes infantiles: Superman luchando por «la verdad y la justicia» contra el villano que se esconde en una caverna, amenazando a la humanidad indefensa con comunicados televisados, buscando apoderarse del mundo para imponer el Mal. Pero para evitarlo están los héroes luminosos, los Superamigos, dispuestos a sacrificarse para salvar a la humanidad. Su lucha aérea es por la libertad, contra el inescrupuloso que impondrá su tiranía al mundo -o que lo destruirá, si no se cumplen con sus peticiones, ya que posee temibles Armas de Destrucción apuntando hacia el centro del Bien-. Hay por lo menos dos posibilidades: 1) En los «comics» estaba escrita ya la Verdad, en esos dibujitos estaba resumida la Moral, como antes pudo estarlo en otros antiguos Libros Sagrados; o, 2) Hay algo de la actual lectura del mundo que no es seria y, a juzgar por las víctimas, es también trágica, simplista y perversa.

En este producto de la mentalidad simplista de las historietas, nunca se alcanza a advertir que quizás Superman y los Superamigos sólo están defendiendo un dominio preexistente a la amenaza; que quizás Superman es otra extensión necesaria de las Fuerzas Ocultas que no procuran dominar al mundo porque ya lo han dominado -de la forma más efectiva: en nombre de la «justicia y la libertad».

Sin villanos no serían necesarios los Superhombres; pero sin Superhombres tampoco tendrían sentido los villanos, ya que si no existiese una estructura de dominación no habría forma de dominar, si la humanidad no delegara cada día, cada hora, su poder a un centro no habría centro a conquistar. ¿Cómo haría el Bien o el Mal de turno para dominar una humanidad pacíficamente anárquica? ¿Qué sentido tendría conquistar un gobierno que no existe? Un toro se puede dominar por las guampas, o por la nariz, pero cómo atrapar un cardumen con un solo anzuelo?

Aún yo, que de entre todas las culturas existentes en el mundo elijo mi propia cultura, por algo que en ella reconozco como paradigmático -la tolerancia a la diversidad-, reconozco que también nuestra «cultura tolerante» está construida en base una antigua estructura mental que todavía considera que «nuestro propio idioma es mejor porque se entiende». Y aún con esa falta, según mi juicio, no condeno mi propia cultura, no la desprecio ni la ensucio más de lo que ya está, pero tampoco puedo hacerlo con todas las otras culturas que no siento como propias -sin considerar el Factor Humano que es siempre trascendente a todas y cada una de ellas, a todas y cada una de las famosas «diferencias culturales».

No me refiero a los fanáticos y radicales que gritan en estos tiempos que «la cultura occidental es superior a cualquier otra» e, incluso, como Oriana Fallaci, que es la única cultura, la verdadera cultura, la única que ha aportado al progreso de a humanidad (dejando de lado, claro, genocidios e inquisiciones, campos de concentración, salas de tortura, desapariciones, infiernos atómicos y otras demostraciones del progreso humano). No me refiero ni siquiera a ese tipo de puristas extremistas, que no sólo creen en la superioridad de su propia gramática, sino también asumen la pureza de una raza, de una moral, de una religión y, por si no fuese suficiente, de una cultura. Resulta escolar tener que recordar que así como los idiomas, las razas, las religiones, tampoco existe una cultura que no sea el resultado de una inconmensurable mixtura, que todas las religiones son mestizas, que todas las lenguas son sectas, que todas las razas son síntesis, que todas las morales son sincréticas. No me refiero a esa mayoría de gente que se sorprende de que la virgen de Guadalupe en México sea negra. No me refiero a ese otro conjunto aún mayor al que le llama la atención que haya iglesias con un Cristo negro en la cruz, cuando más sorprendente es salirse de lo obvio: Cristo no era rubio ni tenía los ojos azules, tal como lo pinta la tradición del centro occidental, y es difícil imaginar un tipo caucásico o escandinavo entre los judíos que habitaban Medio Oriente hace dos mil años.

No me refiero a esa gente que -de buena o de mala fe- ha hecho de su propio mito el centro de la Verdad universal. No, no me refiero a ninguna de esas perversas o inocentes caricaturas de lo que fue la cultura occidental hasta ayer y que, pese a todas la libertades ganadas nunca dejó de albergar dentro de sí misma a la intolerancia, lingüística, racial, religiosa, moral y política. Me refiero, sin embargo, a algo más sutil, imperceptible y, por eso mismo, poderoso.

Lo he adelantado más arriba. En Occidente casi todos estamos de acuerdo que la mejor forma de gobierno es la democracia y la mayor virtud de un individuo y de una sociedad es la libertad. Y por lo tanto, queremos democracia y libertad para todos los demás pueblos del mundo. Pero demostramos que continuamos atrapados dentro de nuestro propio centro legitimador, ignorando o despreciando los centros ajenos cuando decidimos imponer la Democracia y la Libertad en otras partes del mundo, sin advertir que cuando pretendemos imponer la libertad en alguna parte del mundo la estamos violando. Porque el problema no está en la libertad sino en la imposición. ¿Quién dijo que todos los países del mundo deben estructurarse según ese modelo de sociedad que llamamos «democracia»? ¿Quién dijo que no puede haber países en el mundo basados en una teocracia, sea del signo religioso que sea? ¿Por qué no somos capaces de convivir en un mundo realmente diverso, tan diverso y libre que reconozca incluso el derecho de una región del mundo a no organizarse según las normas consumadas de la democracia occidental? Si no somos capaces de comprender esto, nosotros, quienes pertenecemos a una cultura «tolerante», cómo podemos esperar que lo comprendan los otros, los «intolerantes»? Cuando imponemos la Libertad y la Democracia a fuerza de sangre, ¿no estamos recurriendo a la peor de las intolerancias? Es decir, no estamos, acaso, negando siglos de conquistas, que según nosotros nos han enseñado a ser libres y «abiertos»? ¿No nos estamos olvidando de nuestras supuestas virtudes para asimilar los supuestos «del enemigo»? ¿Cuándo los otros, los diferentes, hayan sido derrotados en el campo de batalla, en los salones diplomáticos, en los despachos financieros, ¿habremos salvado un simulacro de «libertad», de «democracia», de «tolerancia», de «diversidad» ajena, al tiempo que habremos perdido todo eso en nosotros mismos? Llegado ese momento, la victoria de las armas no habrán significado una profunda derrota de todo aquellos Valores que pretendíamos defender?

Si bien los Derechos Humanos pueden ser considerados innegociables, aquello que entendemos por «sistema democrático» no es un requisito ético. Y cuando un país, un pueblo, una cultura no reconocen al otro y se arroga el derecho de intervenir en sus asuntos internos porque su sistema no es «democrático» -es decir, cuando no reconoce el derecho de ser diferente- está actuando con la misma intolerancia que ahora encuentra en los demás o en su propio pasado. Los inquisidores europeos eran intolerantes, como los fundamentalistas musulmanes, sí, pero también lo son los llamados «países democráticos» cuando pasan por encima de otros pueblos o les imponen su propia forma de vivir y de pensar, por la fuerza de las armas o por la fuerza del hambre, en nombre de la Democracia, la Diversidad y la Libertad, en nombre de los Valores y en nombre de Dios, en nombre de la Justicia y la Libertad. -Y todo esto sin entrar a considerar la sinceridad de todas estas atribuciones; debería estar de más decirlo.

Jorge Majfud.

The University of Georgia.

Agosto de 2004.




ArribaAbajo José Artigas, el terrorista

Para el maestro y más tarde presidente de la República Argentina, Domingo F. Sarmiento, la civilización y la barbarie compartieron un único acuerdo: la lucha por la independencia. No obstante, ésta no se hubiese logrado sin el brillo del semáforo europeo. El origen de la independencia de los países americanos, según Sarmiento, estaba en «el movimiento de las ideas europeas», como más tarde el progreso estará en la imitación de Estados Unidos y en la importación de razas bendecidas por la Providencia y aptas para el Progreso.

«Los indios no piensan -escribió el educador en Civilización y barbarie- porque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano».

«[En Estados Unidos] los indios decaen visiblemente -escribió luego el humanista, con una extraña mezcla de Charles Darwin y teólogo fatalista, producto quizás de sus viajes por Inglaterra y sus antiguas colonias-, destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de razas superiores...».

El modelo dialéctico de Sarmiento es simplificador y se basa en la oposición entre ciudad -civitas- y campo, entre civilización y barbarie. Si algo o alguien era identificado con uno de los primeros dos términos, corría el riesgo de ser atado inmediatamente con uno de los dos últimos. Y el término negativo debía ser combatido: «Pregúntesenos ahora por qué combatimos? Combatimos por volver a las ciudades su vida propia».

La ciudad es el destino de la historia y todo lo que no pertenezca a ella pertenece al pasado y al terror. «La guerra de la revolución argentina -dice

Sarmiento                


- ha sido doble: primero guerra de las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura; segundo, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de liberarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último no ha sonado todavía».

Pero si «las masas» son incapaces de ver el destino de la historia -el futuro-, tampoco alcanzan a ver algo más probable: el pasado. Sarmiento se queja de que el pueblo -las masas- no son capaces de ver más allá del presente, razón por la cual tampoco ven la decadencia y la destrucción de las ciudades, de los pueblos del interior.

Al comparar la decadencia de los pueblos del interior demuestra su perspectiva española: «Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida», olvidando o ignorando que gran parte de la cultura griega -paradigma de lo clásico y la civilización para un europeo del siglo XVIII- se salvó por la reproducción que hicieron de sus textos los árabes.

Refiriéndose al dictador Juan Manuel de Rosas, nos da una idea de un buen morir, de un matar civilizado: «el ejecutar con cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar todavía a la muerte formas gauchas y al asesino placeres horribles». Es decir, se identifica al gaucho, al habitante de las pampas- con lo bárbaro y terrible: el gaucho no faena corderos como en los saladeros, sino degollando. Lo mismo acostumbra hacer cuando mata a otro hombre. Morir por una bala de cañón o morir fusilado es una forma civilizada de morir, no una «forma gaucha».

Repetidamente compara lo bárbaro con África (con el interior de África) y con los pueblos asiáticos «que no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España».

Así resulta que un rebelde rural como Artigas debía ser identificado con lo bárbaro, olvidándose lo más valioso para la historiografía de la época, es decir, los documentos escritos, y haciéndose eco de anécdotas orales, característica de lo mitológico, de lo bárbaro -según sus propios parámetros-. El hombre que, al vencer en la Batalla de las Piedras (1811) pidió «clemencia para los vencidos», es retratado por Sarmiento como «terrorista», como un caudillo bárbaro, como un tártaro.

Así deja en sus escritos el relato de la forma en que la montonera de Artigas mataba a sus enemigos, dejando lo peor del horror a la imaginación herida de sus lectores: «los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta».

«La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa» ( Sarmiento).

Como todo bárbaro, como todo terrorista, la lucha del milico de campaña no podía tener un signo positivo: «Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez». Su principio era el mal, la destrucción de la civilización, la barbarie. Sus instintos son, necesariamente, «hostiles a la civilización europea y a toda organización regular. Adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad». El bárbaro debe ser anárquico, amante del desorden, que es lo opuesto a la «civilización europea» -salvando la redundancia.

Contrariamente a estos juicios, José Artigas propuso, a principios de 1813, veinte artículos que serán rechazados por Buenos Aires, la gran ciudad centralizadora, el paradigma -después de Londres y París- de la civilización sarmentiana.

En el Segundo artículo de Las Instrucciones del año XIII, los bandidos, los terroristas del General José Artigas propusieron que la nueva unión de provincias «no admitirá otro gobierno que el de confederación [y] promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable [artículo 3.º]. Como el objeto y fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los Ciudadanos y los Pueblos, cada Provincia formará su gobierno bajo estas bases [Artículo 4.º], así éste como aquel se dividirán en poder legislativo, ejecutivo y judicial [Artículo 5.º]. Estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independientes en sus facultades [Artículo 6.º]».

Todo lo cual demuestra no sólo conocimiento de las nuevas ideas que estaban naciendo en la civilizada Europa y la futura gran nación de los Estados Unidos, sino también una sensibilidad difícilmente calificable como bárbara, aún en el sentido arbitrario que le confería el propio Sarmiento, como cualidad de imitación de los pueblos anglosajones. Esto demuestra, una vez más, el desconocimiento del educador argentino sobre su propia tierra y la gran muralla que le impedía salirse de su propia metáfora que oponía la ciudad al campo, el traje al chiripá.

Los últimos artículos de las Instrucciones, breves como los anteriores, advierten de un mal que se reproducirá en el continente por casi doscientos años más: «Artículo 18.º: El despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos» (Instrucciones). Recomendación que resulta aún más significativa por lo temprano de su fecha histórica, por la formación militar de José Artigas y por haberse reunido esta asamblea en un campamento militar. Cualquiera de estos factores, por sí solos, fue suficiente para que en años más recientes de nuestra orgullosa modernidad se violasen cada una de estas recomendaciones constitucionales, humanas y democráticas, en cada uno de los países latinoamericanos. Y en la amplia mayoría de los casos, el crimen, la violación de los Derechos Humanos y la barbarie fue delicadamente administrada por las elites más cultas y «civilizadas» de la sociedad.

El estilo de Sarmiento es directo y provocador. Su estilo llega a ser, por momentos, agresivo, olvidando el recurso a los argumentos con digresiones como: «Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento del derecho, y que son, además, hombres estúpidos en toda la extensión de la palabra». Cuando analice su propio tiempo y lo compare con sus modelos personales de éxito nacionales, a los cuales recomendó imitar casi toda su vida, reconocerá tristemente el fracaso de América Latina, de un pueblo, una raza y una cultura que nunca reconoció como propia. En su ensayo Sarmiento y el desarraigo iberoamericano, José Luís Gómez-Martínez concluirá con una observación inevitable: «De este modo se ocultaban las verdaderas causas del fracaso iberoamericano: La falta de originalidad, la imitación absoluta, el despego de las propias circunstancias que preferían ignorar. Nunca se había contado con el pueblo para gobernarlo; se le había dado constituciones que no sentía, leyes que se oponían a sus tradiciones y que le eran desconocidas y, ahora, se les acusaba también de fracaso de unas formas de gobierno en las cuales no le habían permitido participar».

Athens.

Agosto, 2004.




Arriba Las fronteras mentales del tribalismo

«Race mixing is communism» (1958).


Cohabitation multiethnique c'est propagande déculturé et sans projet (2004).                



2000 ans d'Historie qui nous ont civilisés

Hace un tiempo, en un ensayo anterior, critiqué la valoración ética del patriotismo. Un lector francés que leyó una traducción de este artículo hecha por el escritor Pierre Trottier -La maladie morale du patriotismo10-. Escribió un largo alegato a favor de las fronteras nacionales. Su fundamentación giró en torno a la siguiente idea: Los países tienen distintas culturas, cada uno concibe diferente la «libertad» y, por lo tanto, no es posible considerar el mundo como una «tabla rasa», ignorando las diferencias culturales. De las diferencias culturales se concluye en la necesidad de las fronteras y, más aun, de los valores «patrióticos».

[...] c'est à que servent les frontières: à defender des espaces de liberté dont la valeur diffère d'un côté et de l'autre. L'abolition des frontières viendra quand l'humanité se sera dissoute dans le même moule culturel universel, unique, et total.


(Oulala / Le Monde, 29 de agosto de 2004).                


Sin negarle el derecho voltaireano, entiendo que este lector no comprendió que mi crítica al «patriotismo» -tal como es entendido hoy y creo ha sido bandera nacionalista en toda la Era Moderna- no ignoraba las diferencias culturales sino, precisamente, las tenía en cuenta. Cosa que no hace el autor de estas palabras en su respuesta, cuando dice que no todas las libertades valen igual, lo cual es bien sabido en los países con conflictos étnicos y culturales, menos por «nous, pauvres français idéalistes décérébrés par la propagande de la cohabitation multiethnique et culturellement diverse, festive et altermondiste, métisse et déculturée, déracinée et sans projet».

En otro lugar hemos analizado cómo la retórica ideológica procura identificar unos símbolos con otros, unas ideas con otras sin una relación causal o necesaria entre ellas, de forma que se logra una valoración negativa del adversario identificándolo con un concepto negativo. Es el ejemplo de las pancartas que en los años cincuenta, en el sur de Estados Unidos, podían leerse en contra de la integración racial: «Race mixing is communism» (es decir, literalmente, «integración racial es comunismo»). En el contexto donde se producían estas manifestaciones, «comunismo» connotaba el mal y, por lo tanto, se establecía un nexo entre los significados consolidados de una idea -el comunismo- y los significados inestables de otra idea en disputa -la integración racial-. No obstante, en otro contexto o para otras personas, lo que debía representar una ofensa («la integración racial es comunismo») tenía una valoración opuesta: para un marxista, el comunismo era inconcebible sin una integración racial, por lo cual la acusación podía -debía- entenderse como la revelación de una virtud de su ideología. La misma simplificación llevó, en tiempos de la Guerra Fría, a que cualquier soldado justificara una muerte o una masacre de un disidente con la rotulación de marxista, aunque ninguno de ellos hubiese leído un solo párrafo de Marx o se alguno de sus deudos. Está de más decir que la peor política se vale de estos métodos simplificadores para cometer y justificar los peores crímenes contra la humanidad.

Aquí estamos ante al mismo método, el cual se podría resumir de esta forma, aunque esta vez en francés: «cohabitation multiethnique» es: 1) «propagande»; 2) «déculturé»; 3) «et sans projet».

Por si la asociación arbitraria con el objetivo de identificar al adversario -o, en el mejor caso, a la idea adversaria-, no hubiese sido suficiente, el método ideológico cierra su retórica con una frase que, sin nombrarlo, alude a una expresión acuñada por el nazi Hermann Wilhelm Goering hace sesenta años: «Peut-être avez-vouz envie de sortir votre revolver quand vous entendez le mot ‘Culture'?» (En español, la intolerante frase traducida del alemán sería: «cuando oigo la palabra ‘cultura' saco el revólver»).

No obstante, luego de haber atacado el mismo concepto de diversidad cultural, al final mi lector francés pretende identificarse a sí mismo con los defensores de la ‘Culture', en general, cuando en su caso omitió, deliberadamente, escribir el adjetivo «française» al lado del sustantivo en singular. (El criminal Goering sólo podía concebir «Cultura», con mayúscula y en singular; mientras que nosotros preferimos el plural «culturas»; la diferencia no es simplemente gramatical, sino de vida o muerte, tal como lo demuestra la historia.) De acuerdo con el conjunto de su artículo, lo único que ha demostrado defender, antes que nada, es su propia cultura, en el entendido que los demás harán lo mismo porque el mundo es «un combat que je suis prêt à embrasser face à la menace du totalitarisme intellectuel, celui qui joue au révisionnisme des 2000 ans d'Historie qui nous ont civilisés».




Mi tribu es el centro del mundo

No me voy a detener recordando estos arbitrarios y simplificados «dos mil años de historia» europea, cruzados por una multitud de culturas «impuras» -de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur-, de intolerancia religiosa, de totalitarismo francés -dentro y fuera de fronteras- y de libertad y derechos humanos, también franceses.

Ahora demos un paso más allá. Observemos que la «otredad» no tendría mucho sentido si el «otro» fuera un reflejo especular de nosotros mismos. El desafío y la virtud de nuestro mundo consiste, entonces, no en enfrentarnos con otras culturas y otras sensibilidades éticas sino en aprender a dialogar con las mismas. Ninguna de ellas podría fundamentar un derecho superior o natural sobre la otra, tal como lo sostienen explícitamente algunos intelectuales del centro, como Oriana Fallaci. Sólo la fuerza es capaz de establecer esta diferencia jerárquica, pero recordemos que en un mundo que se ha cerrado en su geografía, la fuerza puede lograr victorias económicas y militares, pero no la justicia necesaria para la paz y el progreso sostenido de la humanidad. Para no hablar sólo de justicia como fin en sí misma.

Por supuesto que en esta diversidad cultural -a la cual no estamos tan acostumbrados como presumimos; aún nos pesa la sensibilidad moderna de «mi tribu como centro del mundo»- es posible siempre y cuando unos y otros sen capaces de compartir ciertos presupuestos morales. Para entenderme con un chino, con un norteamericano o con un mozambiqueño no necesito exigirle que se vista como yo, que acepte mi preferencia de Sartre sobre Hegel, o de Buda sobre John Lennon o que modifique su política impositiva. Incluso no debería ser necesario, para reconocer al «otro», que el otro comparta mis tendencias sexuales, mi heterosexualidad, por ejemplo. Sí es rigurosamente necesario que ambos, el otro y yo, compartamos algunos axiomas morales como alguno de aquellos que se encuentran resumidos en la Segunda tabla del Decálogo de Moisés: «no matarás; no robarás; no calumniarás...».

Pero observemos que estos preceptos -que también son prejuicios que podemos llamar positivos o fundamentales, ya que no necesitan ser confirmados por un análisis o pensamiento- no son propios únicamente de la tradición judeo-cristiano-musulmana. Muchas otras religiones, en muchas otras civilizaciones que se desconocían mucho antes de Moisés, ya observaban estos mismos mandamientos. Si bien el psicoanálisis nos advierte que «se prohíbe aquello que se desea»11 también es cierto que podemos reconocer una «cultura común» que ha ido consolidado normas interiorizadas que se reflejan en una determinada conducta individual y social que nos pone a salvo de la incomunicación y la destrucción. Además, que la tendencia a la conservación de la vida es mayor que la tendencia humana a la destrucción y al genocidio se demuestra con la misma existencia de la raza humana. Sería inimaginable concebir una ciudad de diez millones de habitantes, por monstruosa que parezca controlada por el miedo y una fuerza represiva infinita. Es decir, sería inimaginable concebir apenas una avenida en Nueva Delhi, en Estambul, en París o en Nueva York sin una «conciencia ética» fuerte y compleja que facilitara la vida y la convivencia, mejor que cualquier sistema de tránsito facilita el flujo vertiginoso de los vehículos por una red compleja de autopistas.




Las culturas no necesitan fronteras

Ahora, si estos argumentos no fueran suficientes para contestar a las observaciones de mi lector francés, procuraría expresarme con un ejemplo tomado, precisamente, de una gran ciudad cualquiera. Pongamos una que suele ser paradigmática por su cosmopolitismo: mi admirada Nueva York. Para este análisis, dejemos de lado por el momento consideraciones geopolíticas -de las cuales ya nos hemos ocupado varias veces y nos seguiremos ocupando en otros ensayos-. Observemos sin prejuicios ideológicos esta región del mundo, como un laboratorio, como un experimento posible de ser extendido a una posible sociedad global sin fronteras nacionales. No hablo aquí de exportar una ideología -¡sálveme Dios!- sino de advertir una situación humana posible, que no se diferencia mucho de otros ejemplos como la Bagdad de las Mil y una noches o la Alejandría egipcia que albergó la biblioteca más grande del mundo antiguo, además de africanos, romanos, griegos, semitas, judíos y comerciantes de todo el mundo -hasta que las masacres de algunos césares, que nunca faltan, terminaron con la población y con su ejemplo.

En Nueva York podremos reconocer una gran variedad de culturas conviviendo en un área relativamente pequeña, donde se hablan más de una docena de idiomas, donde hay más restaurantes italianos que en Venecia o más restaurantes chinos que en Xi'an, sin contar sinagogas, mezquitas, e iglesias de todo tipo. En un artículo anterior anoté que muchas veces esta convivencia no resulta en un conocimiento del «otro», pero creo que sigue siendo un valioso progreso el hecho de que sean capaces de convivir sin agredirse por sus diferencias.

Ahora, ¿qué rescato de esta metáfora llamada Nueva York? Muchas cosas. Pero para estas reflexiones, entiendo que resulta un ejemplo en que una gran diversidad cultural -política, económica, ética, religiosa, filosófica o artística- es totalmente posible en un área tan pequeña como Manhattan. Y, no obstante, ni el barrio chino, ni el italiano ni el irlandés necesitan de ningún sentimiento patriótico para sobrevivir como comunidad barrial ni para salvaguardar la existencia pacífica de la ciudad entera. Lo único que necesitan es compartir unos pocos principios morales, muy básicos, como aquellos que anotamos más arriba. Principios que, por supuesto, no compartían quienes estrellaron los aviones en el World Trade Center en el 200112 ni aquellos higiénicos jefes y soldados que violaron prisioneros en Irak o suprimieron aldeas en Viet Nam «porque molestaban demasiado». Pero observemos que una confusión también criminal se produce cuando el mundo musulmán es identificado con este tipo de mentalidad intolerante, «terrorista». De esa forma, identificamos al enemigo en el otro, en la otra cultura y, por lo tanto, justificamos nuestro pulcro, higiénico y estúpidamente orgulloso patriotismo, echando de esa forma más basura sobre la humanidad.

Por supuesto que el mundo no es Nueva York, y muchos lo festejarán. No obstante, con este ejemplo no me refiero a ciertos «valores nacionalistas» que deberían ser extendidos por el mundo sino todo lo contrario: la superación de estos valores arbitrariamente sectarios, tribales que amenazan a la «otredad» y, con ello, a la raza humana.

El ensayo en cuestión -La enfermedad moral del patriotismo- ha sido reproducido en muchos medios y ha sido recibido de muchas formas. Con elogios y con insultos, con comprensión y con «rabia y orgullo». Mientras tanto, procuro repetir sobre el teclado lo que fue capaz de hacer el francés Philippe Petit, aquel francés que, con cierto aire delicado, caminando sobre el vacío, de una torre a la otra nos dejó una lección para la posteridad: el equilibrio y el miedo, la serenidad y el vértigo desesperado, todo, está en la mente humana. De ella depende dejarnos caer en el imponente vacío o sonreírle a los pájaros.

Jorge Majfud.

The University of Georgia.

30 de agosto de 2004.







 
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