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Entre la calle y el claustro ¿cuál es la dicha mayor?


Pilar Gonzalbo Aizpuru





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Naturaleza feliz
Pues ya te ves tan cercana
a conseguir tu remedio
llega a la fuente sagrada1.



Anhelo permanente del género humano, difícil de definir en cualquier época, y efímera por su propia naturaleza, la felicidad fue aspiración de los novohispanos, siempre codiciada y con frecuencia inalcanzable. Poetas, novelistas y dramaturgos recurrieron por entonces, como lo hacen hoy, a la ficción de sentimientos de alegría y de tristeza, afecto, odio o desdén, pasión o indiferencia, picardía o inocencia, en la eterna búsqueda de una felicidad que se imaginaba identificada con el amor correspondido y que difícilmente podría sintetizar una vida venturosa.

Difícil es también para el historiador reconocer las circunstancias personales, familiares y sociales que permitían a los hombres y mujeres del México colonial sentirse satisfechos con su suerte y capaces de gozar experiencias y éxitos personales. La complejidad en la definición de la felicidad se agrava por la frecuente contradicción entre su representación mental y los sentimientos individuales, eminentemente subjetivos, impredecibles y variables, y por los juicios de valor implícitos en los documentos de la época, así como por los que inevitablemente distorsionan nuestras apreciaciones.

La satisfacción de las necesidades biológicas era, obviamente,   —54→   imprescindible para alcanzar un aceptable bienestar, pero ni esto podía ser suficiente ni la mayor abundancia de posesiones materiales garantizaría un mayor disfrute de la vida. Y ya que esto es así en cualquier época y lugar, lo que en cada caso señala la diferencia entre la felicidad y la desdicha es la relativa armonía entre los valores apreciados y las oportunidades de alcanzarlos. Lo ideal tendría que considerar la conjunción de bienes materiales y espirituales. Un momentáneo deleite sensual podía convertirse en fuente de angustias y remordimientos, incompatibles con una felicidad duradera, lo mismo que una insidiosa calumnia contra el honor podía quebrantar la aparente firmeza de un bienestar sustentado en la respetabilidad y el prestigio.

En el México del siglo XVII, el rigor de la moral contrarreformista imponía normas severas y duras sanciones, espirituales y temporales, que deberían actuar como freno de la concupiscencia y como estímulo para el ascetismo y la austeridad. Entre el condenable deleite de los sentidos y la sospechosa negación del disfrute de los dones proporcionados por el Creador, la prudencia era la reina de las virtudes, capaz de encauzar a los hombres hacia aquella dorada mediocridad en la que los sabios encontraban la beatitud. La verdadera felicidad era la bienaventuranza, la misma que buscaba la naturaleza humana en el simbólico Narciso, que ofrecía una eternidad de gozos.


Finjamos que soy feliz



si os imagináis dichoso
no seréis tan desdichado.
   Sírvame el entendimiento
alguna vez de descanso [...]2



La visión beatífica del género humano redimido era una abstracción teológica demasiado remota para satisfacer las inquietudes de personas de carne y hueso. «¡Qué feliz es la ignorancia   —55→   [...]», diría la jerónima, refiriéndose a las pesadumbres del pensamiento y a las ventajas de la falta de reflexión sobre las propias desdichas. Víctima de su propia insatisfacción, Sor Juana culpó de ella a su afán de saber, del que, sin embargo, no podía, ni quería liberarse:



Si es para vivir tan poco
¿de qué sirve saber tanto?

   ¡Oh, si como hay de saber,
hubiera algún seminario
o escuela donde a ignorar
se enseñaran los trabajos!3



Trabajos, fatigas, penalidades, infortunios, eran el reverso de la moneda de la ansiada felicidad y el pan de cada día de la gente de cualquier condición. Como recomendaba la poetisa, eran muchos los que se conformaban con el apacible bienestar temporal que obtenían a cambio del olvido de los males reales o imaginarios que los cercaban. Desde las carencias cotidianas hasta las remotas pero siempre presentes penas del infierno, los novohispanos veían un horizonte tenebroso cuyos peligros sorteaban guiados por la fortuna. No por casualidad, cuando se referían a la felicidad lo hacían, preferentemente, con palabras como dicha, ventura, suerte, gusto o contento, que implicaban la intervención del azar y el goce fugaz:



Que dicha se ha de llamar
sola la que, a mi entender,
ni se puede merecer
ni se pretende alcanzar4.



Las modestas alegrías de la vida cotidiana, como los afectos correspondidos, la salud robusta, la realización de un buen trabajo, el descanso reparador, los placeres de la mesa,   —56→   o la grata compañía de amigos y parientes, no parecían dignas de llamarse dicha. Y, sin embargo, tampoco eran fáciles de alcanzar, y precisamente en ellas podemos buscar los indicios de la posible felicidad que pretenderían, y alguna vez disfrutarían, los novohispanos contemporáneos de la ilustre monja. Confiar en la Divina Providencia, en la buena estrella o en el destino, eran formas de dar alas a la esperanza. En los siglos XVI y XVII era frecuente referirse a alguien en relación con su suerte: quien se casaba ventajosamente, adquiría desahogada posición económica y lograba ver crecer a su descendencia era sin duda afortunado; el soltero, sin casa propia ni riquezas, ni siquiera merecía el respeto de sus paisanos, que lo calificaban despectivamente de «hombre de poca suerte»5. También era hombre «de fortuna» el que disfrutaba de abundante y saludable descendencia y el que reunía un cuantioso caudal.

Las manifestaciones exteriores de la felicidad mostraban igualmente matices diversos, según la profundidad y trascendencia de los motivos de satisfacción. Alegría, júbilo y regocijo eran expresiones alborozadas de bienes pasajeros, mientras que gozo, y en particular «gozo espiritual», era un bienestar del alma en gracia de Dios a la que el Espíritu Santo premiaba con sus frutos6. La promesa del paraíso, como premio a los bienaventurados, llevaba consigo la confianza en la futura felicidad eterna. Los escritores místicos habían glosado los sufrimientos del alma, encadenada a la vida terrena y la gloriosa plenitud del mundo celestial. Cualquier mención a la felicidad debería, por lo tanto, considerar tal contraste y dar a la dicha material sus moderadas proporciones de alivio temporal de los sufrimientos, ya que en «este valle de lágrimas» el hombre estaba destinado a sufrir para merecer el cielo. No   —57→   es extraño que, en estas circunstancias, fueran más frecuentes las menciones a las desventuras que a las alegrías7.

Era arduo el trabajo del agricultor, del artesano o del minero, y también era penosa la sumisión servil impuesta a muchas mujeres, pero ello no exigía que renunciasen a su porción de felicidad. Si lograban ignorar la fatiga y la monotonía de su esfuerzo, el espacio sórdido en que laboraban, la raquítica o nula remuneración que recibían y el mundo de posibilidades que habrían disfrutado en una sociedad ordenada de otro modo, todavía les quedarían compensaciones en el recinto del hogar o en las manifestaciones de júbilo colectivo de los festejos públicos.

Las minorías privilegiadas que disponían de viviendas espaciosas y alimentos apetitosos, que desempeñaban funciones directivas o que vivían en la holganza disfrutando de saneadas rentas, enfrentaban, de todos modos, penalidades cotidianas que difícilmente podrían ignorar, como las muertes prematuras y las catástrofes naturales, la pérdida de bienes, las ausencias inevitables y las manchas sobre su honra. Las mujeres compartían angustias y bonanzas, así como también disfrutaban deleites pasajeros y frivolidades mundanas con las que se tejían las redes de una dicha aparente, de distinta índole según la calidad y situación de cada quien. En todo caso, no eran muchas las que podían elegir entre la vida en el claustro y en el «siglo» y aún menos las que realizarían su elección con conocimiento de lo que ello significaba.

Aun los elementos materiales de la vida cotidiana podían adquirir una valoración simbólica, dependiente de las actitudes particulares y de las experiencias personales de cada individuo. Un jacal podía considerarse adecuada vivienda en el campo, morada aceptable para los indios vecinos de la ciudad y vergonzoso refugio para los españoles pobres que convivían con indios y castas en las calles céntricas de la capital, muy cerca de las espléndidas mansiones de los más afortunados.

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De manera similar, se puede subrayar cómo tortillas de maíz, frijoles y chiles podían saciar el apetito de una mayoría que se conformaba con alcanzar lo mínimo imprescindible para su subsistencia, pero no satisfacían la nostalgia culinaria de los españoles pobres ni el deseo de superación de mestizos acomodados que consumían productos más prestigiados, en particular almendras y aceitunas. Y, como signo externo de riqueza, el vestido tenía una función más evidente, al conjuntar elementos tangibles, como la riqueza de la tela y sus adornos, con otros más sutiles, como el apego a la moda, el uso restringido de ciertas prendas para ciertas personas y la adjudicación de las prendas, formas y colores, que correspondían a cada «calidad».

No era desatinada la recomendación de olvidar infortunios para prepararse a gozar de posibles venturas. Por algo la sabiduría popular pretendía consolar a los desgraciados con una serie de máximas como «Dios aprieta, pero no ahoga», «no hay mal que por bien no venga», «no hay dicha ni desdicha hasta la muerte», «no hay mal que cien años dure», «Dios escribe derecho con renglones torcidos» y otras de similar contenido. Claro que el mejor camino para evitar dolores era el de la profesión religiosa, puesto que el despego anticipado de bienes terrenos y afectos mundanos evitaba la ocasión de sufrir pesadumbres.

La opción entre el hogar y el convento no sólo estaba al alcance de españolas y criollas de regular posición y limpio linaje, que podrían hacer los votos solemnes, sino también de las indias y mestizas que convivían con las monjas como mozas de servicio o niñas educandas; para ellas no existía el requisito de presentación de certificados de legitimidad y limpieza de sangre y los expedientes de ingreso de seglares en conventos muestran cuán frágil e inconsistente era la línea que separaba a futuras novicias, educandas, parientes, acompañantes de las religiosas y mozas de servicio. Precisamente a fines del siglo XVII las autoridades eclesiásticas, regulares y seculares, pretendieron poner límites a la libertad de movimientos de que gozaban las mozas de los conventos, lo que fue motivo de la salida de muchas de ellas, ya fuera con las debidas autorizaciones   —59→   o sin ellas8. Negras y mulatas esclavas no tenían opción, formaban parte de las propiedades conventuales o de la herencia familiar y se integraban a uno u otro medio como compañía de mujeres solteras, eternas «niñas», o como parte de la dote de doncellas destinadas al matrimonio o a los desposorios espirituales. Atraídas por la vida secular, que les permitía mayores libertades y ocasiones de esparcimiento, también ellas encontraron el medio de hacerse expulsar de los monasterios, en los que el encierro agravaba el resentimiento por malos tratos que podían resultar intolerables.




Los gozos del alma


[...] ¿qué importa cegar o ver,
si gozos que son del alma
también un ciego los ve?9



En espera de la eterna bienaventuranza, los limitados gozos de la vida terrena tenían que estar impregnados de cierta forma de religiosidad. No se habrían calificado de dicha los desordenados placeres de los sentidos, que podían acarrear la condenación. Y no se excluía de los «gozos del alma» a quienes vivían en «el siglo», como tampoco estaban libres de las tentaciones de la sensualidad las religiosas encerrados en sus celdas. En sentido estricto, deberían llamarse gozos espirituales tan sólo los derivados de visiones místicas o de sobrenaturales consolaciones; pero cercanos a ellos, al menos como licencia poética utilizada por Sor Juana, se encontraban aquellos en los que la naturaleza y la sociedad se combinaban para proporcionar honores y dignidades, venturosas relaciones familiares y afinidades amistosas, e incluso una larga vida, que   —60→   se festejaba como merecido premio otorgado por la providencia a una conducta ejemplar. Incluso el amor entre un hombre y una mujer podía sublimarse a tal altura que Sor Juana se refiriera a sus «gustos imaginados» como expresiones del alma.

El bautizo era el primer acontecimiento social en el que participaban todos los individuos y era, también, en el que se atisbaba por primera vez su destino. Los parabienes dedicados por Sor Juana a los virreyes, con motivo del nacimiento y del primer cumpleaños de su hijo, muestran la importancia que se concedía a ambos acontecimientos. Nacer en familia española y de legítimo matrimonio era una feliz combinación de circunstancias que allanaba no pocos caminos y facilitaba el logro de aspiraciones de dignidad y prestigio, aunque, al mismo tiempo, imponía normas de comportamiento estrictas y sumisión a los mandatos de los mayores. A juzgar por la documentación conocida, se puede calcular que menos de la cuarta parte de la población de la capital reunía estas características en la segunda mitad del siglo XVII. Entre 1650 y 1662, dos céntricas parroquias, el Sagrario y la Santa Veracruz, registraron un número total de 25160 bautizos, de los cuales 13721 (55%) correspondieron a las castas y 11439 (45%) a españoles. Los legítimos de uno y otro grupo fueron, respectivamente 7136 y 7315. Esto significa que la «buena suerte» de ser legítimo y español alcanzaba tan sólo al 29% de la población, mientras que eran legítimos, de cualquier calidad étnica, los bautizados que integraban el 57%10.

Al contemplar la vida familiar desde esta perspectiva se aprecia que algo menos de la mitad crecían sin la compañía de su padre, o acaso en convivencia con un hombre que podía ser su progenitor natural, pero carente de legitimidad. Por otra parte, los matrimonios sin hijos eran numerosos, y también los que veían morir a todos o a varios de sus descendientes; de modo que frente a los hijos sin padre eran muchos los padres sin hijos11. Una solución frecuente de esta asimetría   —61→   era la adopción, informal, sin legalizaciones ni documentos. Muchas mujeres solteras y viudas y bastantes parejas casadas tomaban a su cargo a uno o varios niños, a los que por rutina designaban como «sus huérfanos», aunque también era común que los padres se desprendieran de alguno de sus vástagos y lo entregasen para que otra familia lo criara.

Ya que para el siglo XVII no disponemos de censos o padrones que proporcionen datos cuantitativos de las estructuras familiares, podemos lograr una aproximación a través de la selección de relaciones de méritos, de fecha temprana, y de testamentos de diferentes épocas, que muestran la complejidad familiar de los primeros años y el paulatino acercamiento a los modelos más convencionales. La relación de estos datos con la felicidad accesible estriba en la valoración del bienestar físico y psicológico proporcionado a un infante por la cercanía de sus padres y la realización biológica y social de las parejas con saludable prole. Lo que puede deducirse es que las «casas pobladas» de los españoles del siglo XVI correspondían a una heterogénea mezcla de parientes, criados y allegados, y a una tolerancia general de situaciones de ilegitimidad que se aceptaban como verdaderas familias12. Cien años más tarde, las relaciones de amancebamiento seguían siendo frecuentes, de modo que a nadie escandalizaban, aun en pluma de una religiosa, desplantes como los expresados por sor Juana en uno de sus epigramas:


    Más piadosa fue tu Madre,
que hizo que a muchos sucedas:
para que, entre tantos, puedas
tomar el que más te cuadre13.



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También eran muchos los matrimonios sin descendencia, y bastantes las familias complejas, en las que convivían hijos de diferentes matrimonios, naturales y legítimos, huérfanos y abandonados, esclavos y sirvientes. En 134 testamentos de los años 1670 a 1690, correspondientes a hombres y mujeres casados o viudos, se identifican 53 familias que tenían al menos un hijo sobreviviente en el momento de redactar su última voluntad, 50 que nunca tuvieron hijos o los vieron fallecer antes de llegar a la edad adulta, y 31 en cuya descendencia contaban toda la gama de relaciones complejas, derivadas de amancebamientos, concubinatos, nupcias sucesivas y adopciones legalizadas o no14.

Los conflictos derivados de esta convivencia se reflejaron en demandas judiciales suscitadas en el seno de las familias por el reparto de herencias, por demandas de libertad de hijos de esclavas, por reclamación de legitimidad de hijos naturales o por desobediencia en la elección de cónyuge15. Parecería que la vida familiar daba lugar a pleitos y rencores más que a armonía y colaboración, pero no hay que olvidar que los desacuerdos dejan huellas documentales y la concordia no. En todo caso, las imperfecciones de la vida hogareña no eran suficientes para disuadir a las religiosas de reproducir en sus celdas el mismo modelo de convivencia que habían conocido durante su infancia. Para su complacencia o para su disgusto, las monjas vivían rodeadas de algo equivalente a una familia femenina, constituida por las propias hermanas y sobrinas, además de algunas pequeñas, doncellas o ancianas, con las que podían tener lazos de parentesco o no y que, perteneciendo a diferentes generaciones, tenían en común el carecer de marido y el recibir el nombre de niñas. La familia consanguínea se prolongaba con frecuencia dentro de la clausura, de modo que entre las monjas de un mismo convento se   —63→   encontraban varias hermanas, primas o sobrinas; y esta relación, afianzada por el patronato de los parientes seglares, que protegían con sus donativos a la comunidad, se mantenía a lo largo de varias generaciones16.

Y mientras las religiosas emulaban a las seglares en la formación de un ambiente hogareño, unas y otras competían en la búsqueda de aquellos gozos sobrenaturales derivados de excepcionales ejercicios ascéticos. Muchas monjas, encauzadas por sus confesores en el camino de la perfección, fueron motivo de admiración para sus contemporáneos, objeto de culto para los devotos y orgullo de sus respectivas órdenes, que las calificaron de venerables y promovieron procesos de beatificación.

Menos afortunadas fueron, por lo general, las seglares con pretensiones de santidad, que resultaron sospechosas de herejía, o cuando menos de superchería, salvo algunas destacadas excepciones como la célebre «China poblana» o como las humildes donadas de colegios y recogimientos que, al fin y al cabo, disfrutaron del amparo institucional necesario como garantía de respetabilidad. Las falsas beatas Teresa Romero, Antonia Ochoa y Juana de los Reyes, son ejemplos representativos de la forma en que las apariencias de santidad daban oportunidad de disfrutar satisfacciones que comenzaban con el halago de la vanidad, proporcionaban la oportunidad de superar las humillaciones de una baja condición social, y podían terminar con el encubrimiento de una conducta licenciosa17.

Mientras la ficción de santidad, las supuestas apariciones y trances sobrenaturales proporcionaban prestigio y aun beneficios económicos, al menos temporalmente, a algunas mujeres, la auténtica devoción y el ascetismo de otras, las llevaba a una vida de privaciones en la que, sin duda, encontraban compensaciones espirituales. La pobreza, voluntaria o forzosa, servía en estos casos para facilitar la felicidad eterna, al no   —64→   permitir que los sentidos se regalasen con deleites mundanos. Como dirían de la hermana Antonia de la Encarnación: «con que se conservaron sus deseos puros y alejados de todo lo terreno y tan sólo anhelando por los bienes eternos»18.

Entre las monjas destacadas por su excepcional virtud y espiritualidad ejemplar hubo muchas cuya biografía fue recogida por cronistas de su misma orden, y también fueron bastantes las que relataron sus experiencias místicas, rara vez movidas por su propio impulso y casi siempre en acto de obediencia a sus directores espirituales19. Sus testimonios literarios hablan más de la exaltación de sus sentimientos que de preocupaciones teológicas; se refieren, una y otra vez, a favores divinos, que se manifestaban en «paz, quietud» y gozos indescriptibles20. Nada más cercano al deleite físico que las sensaciones descritas por Sor María Magdalena, monja en el convento de San Jerónimo de la ciudad de México, cuyo testimonio se fechó en 1650:

Otra vez me sucede que, en recogiéndome a oración, que siento la presencia de Dios, me derraman por todo mi cuerpo y mis huesos un suavísimo licor y como a modo de fuego muy ardiente que en vivas llamas se arde mi corazón y con esto quedo enajenada de mis potencias y aquí las veces que Su Majestad es servido me hace particulares mercedes21.



Al referirse la monja a sus sentidos «interiores y exteriores» ilustraba sabrosamente aquellos gozos del alma de los que hablaba, pocos años más tarde la más famosa monja de su mismo convento.



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Estense allá en su esfera los dichosos22

En el abismo del dolor, mal se tolera la convivencia con la alegría; como contrapartida, gozos y sufrimientos se presentan en la vida alternativamente, de modo que aquellos dichosos a quienes pedía Sor Juana que se mantuvieran alejados del dolor de una viuda, no tardarían en llorar ellos también. En el hogar familiar y en la clausura conventual había tiempos y espacios para el esparcimiento y para la meditación, para el jolgorio y para la mortificación. Fuera de las rejas quedaban los pretendientes desdeñados y los amores inalcanzables, los padres rigurosos y las estrecheces y rencillas de hogares infelices; pero acompañando a las novicias entraban sus recuerdos de infancia, que ya formaban parte de su personalidad. Entraban también con ellas las vanidades del mundo, la soberbia del apellido ilustre y el gusto por los chismes y murmuraciones, y entraban, con las frecuentes visitas y la convivencia de las seglares, los cortejos, la galantería, la frivolidad de la moda y las melodías profanas. Como diría un religioso, confesor y consejero de varios conventos, «si no tienen obligación de rezar ni de ir al coro, ni ha de dar a Dios más culto que la seglar encerrada, yo no sé para qué se hicieron monjas»23.

No les habría sido difícil responder a esta pregunta a aquellas enclaustradas que habían vivido en el convento desde los 3 o los 5 años y, por lo tanto, no conocían, ni deseaban conocer, un mundo que lejos de tentarlas las asustaba; o a las que perteneciendo a familias de abolengo carecían de dote suficiente para asegurarse un matrimonio digno de su alcurnia. Tampoco dudarían en responder las profesas que al pronunciar sus votos habían ascendido a un nivel de prestigio social que les habría regateado su mediocre soltería. Se encontraban   —66→   también, dentro de los claustros, mujeres que buscaban tan sólo gozos espirituales y relegaban a la vida de ultratumba cualquier expectativa de felicidad; pero para éstas no eran adecuados los conventos de concepcionistas, clarisas o agustinas, relativamente confortables y apegados a una sociabilidad que permitía las visitas del exterior y las amistades en el interior; ellas podían asegurar el cumplimiento de sus deseos de perfección dentro de la más severa regla de los monasterios de descalzas. También entre las calzadas hubo quienes ejercían duras penitencias y mortificaciones, por las cuales eran muy admiradas, pero la mayoría pretendía lograr en la vida monástica una estancia placentera, en celdas amplias, con grata compañía y servidumbre eficiente, con tertulias cotidianas y actividades amenas.

Según su conveniencia, las religiosas tomaron en cuenta las recomendaciones de los prelados diocesanos o las de los superiores de las órdenes masculinas de las que dependían. Los priores franciscanos denunciaron la falta de asistencia al coro para la oración comunitaria, la frecuencia de visitas en los locutorios o rejas y las continuas invitaciones a comer o beber a personas de ambos sexos, seglares o regulares. También fue motivo de escándalo el que entrasen al convento o se aproximasen a sus ventanas «músicas extrañas» con las que amigos o familiares agasajaban a las religiosas y a sus compañeras seglares24. La amplitud del horario de visitas, en el locutorio y la portería, facilitaba los convites y tertulias en los que fácilmente se deslizaba la plática a las «conversaciones ilícitas»prohibidas por las reglas25. Las inocentes novicias y colegialas preguntaban si sería pecado tener «devoto» amoroso, a lo que sus confesores contestaban con una enérgica reprimenda, que no sería suficiente para desterrar inquietudes de adolescente y espontáneas expresiones de afecto26. Las joyas y los primores en el vestido también tentaban a las   —67→   enclaustradas, aunque siempre moderaron sus aficiones ante la exigencia de vestirse con el hábito reglamentario.

La vida mundana ofrecía diversiones más variadas y frívolas, aunque muchas señoras seglares disfrutaban en los locutorios los momentos de charla y esparcimiento más placenteros27. Sin necesidad de permisos ni limitaciones horarias, los clérigos, y en particular los religiosos de las órdenes masculinas correspondientes, podían acudir a los conventos femeninos como confesores, directores espirituales, consejeros de las superioras o supervisores de la disciplina. La gravedad de sus responsabilidades no les impedía saborear deliciosos manjares, mantener largas conversaciones y escuchar música entonada por las religiosas28.

Los viajeros europeos que escribieron sus impresiones de la vida en la Nueva España comentaron con escándalo la libertad de las mujeres para distraerse con juegos de naipes, para salir a la calle con la excusa de sus devociones religiosas, e incluso para convidar a sus casas a caballeros más o menos desconocidos29. También solían acudir las señoras a las comedias y disfrutaban, sobre todo de los paseos campestres, ya fueran breves recorridos en carroza por la Alameda o en canoa por los canales de Iztacalco y Jamaica o, en excursiones de uno o varios días, al santo desierto de carmelitas, en el bosque de los Leones, a San Agustín de las Cuevas (hoy Tlalpan) o a las frescas y frondosas huertas del convento de San Ángel30.

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En reuniones y visitas, por la calle o en sus casas, sorprendía a los extraños la fastuosidad del vestuario de las damas y el vibrante colorido de la indumentaria de las mulatas. En el ajuar de las novias y en los avalúos de los bienes de difuntos, los vestidos constituían una parte importante, reforzada con las alhajas, que se heredaban por generaciones. Se diría que lo sorprendente no era el despilfarro en objetos suntuarios sino su inmoderada ostentación cotidiana31. Las cartas de dote del siglo XVII muestran que las cantidades aportadas en dinero por la familia de la novia correspondían al 46% en las dotes inferiores a 1000 pesos y al 48% en las superiores. El resto se distribuía entre el mobiliario, la ropa blanca, la personal y las joyas. En las dotes menos cuantiosas, el valor de los vestidos superaba al de las joyas, mientras que en las más elevadas se invertían las proporciones, de modo que provoca la duda de si realmente podremos considerarlas como simple ornato femenino o más bien como parte de la fortuna familiar. En todo caso, el cultivo de las apariencias no exigía gastos desmesurados en proporción con los bienes familiares32. El lujo se extremaba cuando se celebraban festejos religiosos o profanos, siempre dentro de los espacios domésticos o de los templos. En los inventarios se definían como vestidos «de iglesia» los que combinaban la seriedad del corte con la riqueza de las telas, mientras que los más vistosos y escotados se lucían en los frecuentes bailes o saraos y daban motivo a que los predicadores clamasen desde los púlpitos contra la desvergüenza o la irreflexión de las mujeres, «doncellas en el cuerpo, y en el alma peor que rameras»33. Las jóvenes eran quienes gozaban con mayor afición del eterno juego del coqueteo y la seducción, en el que también participaban algunas casadas, para mayor escándalo de las almas piadosas. En fiestas y tertulias, el lujo halagaba la vanidad, la belleza excitaba la sensualidad   —69→   y las conversaciones y galanteos propiciaban peligrosos acercamientos; como diría un alarmado jesuita: «aquellas Elenas y Dianas tan provocativas, aquellas Circes y Sirenas tan engañosas [...] ¿cómo será posible que podáis resistir sus asaltos?»34.

Las grandes celebraciones públicas, cívicas y eclesiásticas, apenas dejaban espacio a las mujeres, que sólo podían participar como simples espectadoras. Desfiles, procesiones y mascaradas eran asunto de hombres, clérigos o laicos, miembros de gremios o de cofradías, solemnes representantes del Cabildo o estudiantes que escenificaban jocosas parodias. También caminaban en determinadas procesiones las doncellas agraciadas con dotes sorteadas por fundaciones benéficas. El desfile de las jóvenes casaderas por las calles de la ciudad servía de acto de gratitud hacia los bienhechores que las beneficiaban, y daban oportunidad de que las conocieran los presuntos pretendientes que pronto aspirarían a su mano y a los 300 pesos de dote. Pero seguramente también las mujeres disfrutaban de los espectáculos callejeros y a una de ellas, testigo de excepción, le debemos la más atractiva descripción de la entrada del virrey Marqués de Villena a la capital del virreinato35.

Mediando el siglo XVII, decía Thomas Gage que era común la frase de que las cuatro cosas más hermosas de la ciudad de México eran las mujeres, los vestidos, los caballos y las calles. A juzgar por sus propios informes y por cuanto conocemos hoy de la vida femenina en la capital del virreinato, se podría afirmar que estas cuatro cosas eran inseparables, puesto que las hermosas mujeres que tanto impresionaron al viajero europeo iban ataviadas con lujosos vestidos, se trasladaban en suntuosas carrozas, tiradas por briosos corceles y recorrían las calles contribuyendo ellas mismas a engalanarlas36.



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El caprichoso equilibrio

El dilema entre la vida secular y regular no dejaría lugar a dudas si se tratase de un asunto exclusivamente de fe, de vocación y de fervor religioso; pero como se trataba de una opción de vida en la que las mujeres ponían en juego su propia felicidad, es indudable que ellas esperaban también alguna recompensa terrena, aquel ciento por uno ofrecido en el Evangelio, como anticipo de la gracia, que les proporcionaría además la vida eterna. Y se diría que no se engañaban quienes en busca de los gozos del alma se encerraban en monasterios que también les darían grata compañía, seguridad económica, prestigio social y actividades diversas. A falta de otros alicientes, la profesión religiosa ofrecía al menos estabilidad y carencia de riesgos, de los que nunca estaba exenta la vida profana.

Las diversiones y jolgorios, las vanidades y galanteos, estaban al alcance de una minoría, que además podría disfrutar de todo ello durante los breves años de juventud. Los matrimonios bien avenidos, las familias con hijos saludables y la prosperidad económica también eran regalos de la fortuna que pocos podían gozar.

En todo caso, al ambiente familiar y el pasado personal pesarían decisivamente en el momento de la difícil elección de estado; pero no se puede olvidar que los padres y tutores de las jóvenes criollas eran los responsables de que ellas se inclinasen por una u otra opción, y por tanto, eran quienes formaban su propia imagen de la felicidad deseable. Al enclaustrarlas desde la infancia (siempre con el objetivo de darles la más esmerada educación) y al dejar correr los años sin gestionar el matrimonio que podría asegurar su porvenir, ni permitirles salir para conocer por sí mismas lo que «el mundo» ofrecía, convertían en definitivo un encierro que se originó como pasajero. Y no sería casualidad el que tantas jóvenes novicias fueran huérfanas al menos de uno de los dos progenitores. La convivencia con seglares también contribuiría a afianzar el temor hacia un mundo hostil del que las recogidas en el convento habían huido tras penosas experiencias de abandono, viudez y soledad.







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Apéndice

Expresiones referentes a la felicidad en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias, editado por primera vez en 161137.

Dicha: la buena ventura, por estar ya decretada por quien nos haze dichosos y bienaventurados, dándonos su gracia y sus dones; que todo lo demás es desdicha.

La palabra felicidad no aparece en el Tesoro. En cambio se anota:

Feliz: llamamos al dichoso, infeliz al desdichado.

Gozo: del nombre latino gaudium [...] es verdad que entre gozo y alegría [...] ponen esta diferencia [...] otro texto latino que afirma que la alegría se expresa en el rostro, el gozo se mantiene en el alma. Esta es muy buena consideración para advertir la compostura de los reyes y príncipes que profesan la severidad y rostro alegre y gozoso, pero muy sereno en las cosas de contento, no se alterando tampoco, ni turbando, en las de dolor y desgusto.

Regocijo: gran gozo.

Regocijarse: holgarse con cantos y bailes y otras fiestas y mostrar gran contento.

Suerte: algunas veces significa ventura buena y mala.

Ventura: la buena suerte de cada uno.

Expresiones similares en el Diccionario de Autoridades, publicado por primera vez en 173738.

Dicha: felicidad, fortuna, acontecimiento feliz, logro venturoso de lo que se desea.

Dichas: se llaman también los honores, riquezas, dignidades y placeres y la possesión de quanto puede hazer la vida agradable y feliz.

Felicidad: dicha, buena fortuna, sucesso próspero que redunda en utilidad y provecho de alguno.

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Gozo: gusto, complacencia, aquiescencia y quietud del bien posseido.

Suerte: acaso, accidente o fortuna.

Ventura: caso favorable o suerte dichosa y feliz, que acontece a alguno, especialmente cuando no se espera.



 
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