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Entre la ficción y la realidad: «Hilván de escenas»

Enrique Rubio Cremades





Los inicios literarios mironianos ofrecen al lector un material noticioso de gran valor para la identificación de personajes, lugares y temas enraizados con la realidad social vivida o conocida por el propio Miró. Apreciación que no sólo se ajusta a este inicio o preludio literario, sino también a obras maestras cuyo soporte histórico o real nos remite a unos espacios muy concretos. El mundo de ficción mironiano difícilmente se sustrae de esta realidad. La prosa poética mironiana nos induce y nos persuade por su riqueza de matices, desde un cromatismo inusual hasta una percepción sutil de todo lo que concierne a los sentidos. El lector de la obra de Miró percibe con nitidez no sólo estas perfecciones imbricadas en un contexto geográfico preciso, sino también, tal como ocurre en Hilván de escenas, su implicación en los acontecimientos históricos de la época. Miró teje una ficción novelesca cuyo armazón está sujeto al hecho real. La ficción y la realidad se engarzan o se unen en perfecta armonía desde un primer momento, como si Miró hubiera ideado el plan de su novela atendiendo a estas dos coordenadas. Desde una perspectiva sincrónica cualquier lector no muy avezado en todos estos acontecimientos o hechos históricos hubiera podido identificar los personajes que aparecen en Hilván de escenas con otros cuya existencia fue real. Sin embargo, al ser repudiada la novela, el lector o el estudioso de su obra no tuvo la posibilidad de desvelar tales hechos, pues, evidentemente, desde el momento en el que Miró repudia su novela, ésta se convierte en una auténtica rareza bibliográfica.

La reconstrucción histórica de los hechos narrados hace posible que el lector se encuentre una novela de clave, cuyo armazón histórico está fuertemente imbricado en los acontecimientos que tienen lugar en Badaleste durante los años en los que doña Trinidad Bermúdez ejerce un omnímodo poder en todo los confines del lugar. La novela de clave permite en el momento de su publicación una identificación entre el personaje de ficción y el real. Las expectativas que despierta una novela de tales características pueden distorsionar la valoración sobre la calidad del relato, pues el lector está más obsesionado en identificar al personaje de ficción con el real, tal como ocurre en Pequeñeces (1891), del padre Coloma, o en Troteras y Danzaderas (1913) de Pérez de Ayala. Evidentemente es necesario esperar los cambios generacionales para percibir con nitidez la calidad de la obra concebida bajo estas premisas, despojándola de los elementos que provocaron la curiosidad de un tipo de lector más preocupado por dicha identificación que por la propia calidad de su textura literaria. Hilván de escenas permite una clara identificación con el contexto político de la época, con el caciquismo finisecular que imperaba en España.

La lectura atenta de Hilván de escenas permite, pues, llegar a unas conclusiones evidentes: su identificación con la oligarquía de la época, su paralelismo con los acontecimientos acaecidos y la completa percepción que Miró tiene de los personajes históricos que dominan el acontecer de los hechos. Ficción y realidad que no desdeña los materiales literarios de la época, sus tendencias o credos estéticos. Desde la perspectiva del lector actual prima más la calidad del texto y se obvia la implicación del mismo con el hecho real. Sin embargo, el historiador de la literatura tiene la obligación de desvelar los complejos entresijos de la ficción novelesca, sus claves, recursos literarios, fuentes, etc. Sólo así se podrá enjuiciar en su justa medida una obra literaria. Unos ejes que nos conducen al entramado político de la época, cuyos principales personajes forman un perfecto engranaje. El político en Madrid; el cacique en la comarca; el gobernador civil en la capital de la respectiva provincia como enlace entre ambos, constituyen las piezas claves y fundamentales en el funcionamiento real de la vida política española de finales del siglo XIX y albores del XX. La quebradiza plataforma moral se evidencia ante el constante falseamiento real y sistemático de la Constitución. La desconfianza y el temor de la sociedad en esta precisa época hacia el gobierno y sus representantes son manifiestos, especialmente en los sectores campesinos. La presencia en Hilván de escenas de una oligarquía constituida por políticos pertenecientes a los dos partidos de la época (conservador y liberal) y estrechamente fusionada o conectada tanto por su extracción social como por sus relaciones familiares y sociales con los núcleos rectores del lugar (terratenientes y nobleza de sangre) serán aspectos conocidos y vividos por Miró en esta inicial etapa literaria. Los efectos del caciquismo y el imperio de éste se dejan sentir en los municipios y ayuntamientos, y de forma especial en los de ámbito rural, donde el cacique se apodera de los cargos concejiles o se sobrepone a los que los ejercen, explotando para sus fines su ignorancia y el temor de los labriegos. El caciquismo constituye un nuevo género de feudalismo con una jerarquía que comprende desde el cacique rural al ministro, pasando por el intermedio del diputado. En Hilván de escenas doña Trinidad Bermúdez, denominada por Miró la cacique, es la pieza clave para conocer el funcionamiento del caciquismo en las comarcas de La Marina, pues está emparentada con representantes de la política española que ejercen su poder en la capital de la provincia alicantina y representan a su comarca en las Cortes. De esta forma las piezas de la novela de Miró encajan con perfección en el sistema político de la época, pues los gobiernos han de contar en las Cámaras legislativas con una mayoría adicta. La obtención de esta mayoría requiere el apoyo de los caciques, pues sin su influencia sería imposible dicha mayoría. Gobiernos y diputados pagan después este apoyo con favores, destinos y recomendaciones, sosteniendo y fortaleciendo por propia conveniencia la influencia de los caciques. Doña Trinidad Bermúdez se vale de todas estas prebendas para ejercer un completo dominio en el valle de Badaleste, pues domina voluntades ajenas y ejerce un dominio omnímodo. Ni siquiera los representantes eclesiásticos, como el buen mosén Vicente, están exentos de tan férreo dominio1.

El mundo de ficción creado por Miró se adecúa perfectamente a una realidad existente. Los personajes novelescos se engarzan en un contexto geográfico plagado de topónimos literarios que corresponde a específicos y concretos lugares2. Miró recorre por primera vez el Valle de Guadalest (Badaleste en Hilván de escenas) en el año 1902, fecha de redacción de Hilván de escenas. La carta que Miró escribió a González Blanco refiere este preciso episodio: «Hilván de escenas (1901) y Del vivir (1903) las debo a dos viajes por algunos pueblos de esta provincia [...] Los gastos de todas mis excursiones me los pagó el culto ingeniero don Próspero Lafarga, y a este mismo dediqué un libro [...]»3. El padre de Miró, Ingeniero de Caminos y adscrito en aquel entonces al servicio de la Jefatura de Obras Públicas de la provincia de Alicante, sería también pieza fundamental en estas vivencias itinerantes del joven escritor4. El valle de Guadalest debió impresionar vivamente a Miró, y no sólo desde el punto de vista del paisaje, sino también de sus moradores. Incursiones que le dieron a conocer el estado real de la sociedad rural de la época. De igual forma la omnipresente oligarquía, enraizada en Guadalest, será también utilizada por el propio Miró como materia novelable.

Guadalest (Badaleste), Sierra Aitana (Aylona), Confrides (Confines), Benimantell (Benihaldelera), Beniardá (Benifante), Benifato (Aliatar), Abdet (Abdeliel) son contextos geográficos en los que se enmarca la acción. La Marina está presente no sólo en este corpus literario inicial, sino también en posteriores relatos. Guadalest emerge con perfección propia desde las páginas iniciales de Hilván de escenas, enriqueciéndose con sutiles matizaciones en posteriores relatos, como en el Libro de Sigüenza, Años y Leguas o en Glosas de Sigüenza («El turismo y la perdiz»). En Hilván de escenas el topónimo Badaleste nos remite desde un primer momento a la villa de Guadalest, al caserón solariego de los Orduña. El castillo y el arrabal, el Portal de San José, la Iglesia Parroquial, la plaza, el cementerio, las faldas abruptas de Guadalest y las de Chortá, no son sino señas indelebles de una realidad topográfica y urbana. El caserón solariego, frío, austero, con sus paredes rudamente encaladas, descrito por Miró en su novela no varía un ápice del perteneciente a la familia Orduña y Feliu5:

«Badaleste, diminuto y blanco, se esparce entre las rocas abruptas, desnudas, inmensas.

Desde el cercano Benifante, sube travieso y giboso un caminito que, serpenteando entre las casas, llega a una muy alta peña horadada por angosto túnel que inició Naturaleza y ultimó el artificio y pujanza del hombre.

Al otro lado de la obscura entraña, acaba el caserío. Quedan sólo unas cuantas casitas extendidas en blanca andana junto a la peña del túnel; y en frente se alza con pesadez, la solariega casa de los antiguos señores del valle; un caserón frío, austero, de apariencia monástica, con sus paredes rudamente encaladas y el negro ventanaje siempre cerrado. A su izquierda sobresale un inquietante risco, liso y estrecho, rematado en su altura por una garita blanca y cuadrada como un dado nuevo, en donde reposa la vieja campana perteneciente a la Iglesia, que se halla bajo, al otro extremo del solar, humilde, silenciosa, sin torre ni espadaña»6.



Lo reflejado por Miró ha llegado prácticamente intacto hasta el momento presente, pues su decoración se corresponde con los criterios estéticos imperantes en la burguesía que vivió los avatares del reinado de Isabel II, la Gloriosa, la Restauración y la Regencia7. Correspondencia también entre lo novelado y la realidad en las correrías y andanzas de los personajes mironianos insertos en Hilván de escenas, como las realizadas por Pedro Luis, Lisaña, Buenaventura o el propio Mosén Vicente en su destino forzoso. Fidelidad, igualmente, con el paisaje, con la fauna, con los angostos y escarpados riscos que se observan tanto desde del valle de Guadalest como desde la casa de los herederos de Orduña8.

La identificación de los personajes con el mundo real no es menos obvia. Sólo ligeras licencias se permite Miró a la hora de trazar la historia de doña Trinidad Bermúdez, como las referidas a su actitud ante los sentimientos amorosos de los personajes de ficción. Lo evidente, lo ajustado a la realidad, nos conduce siempre a doña Josefa de Orduña y Feliu, nacida en Guadalest el 9 de marzo de 1828. Murió el 23 de octubre de 1903. En Hilván de escenas doña Trinidad aparece como hija de don Eusebio Bermúdez, cacique del lugar, que tiene su correspondencia real con don Francisco de Paula de Orduña, bautizado en Ibi el 22 de mayo de 1782. Se casó en Benisa, 11 de abril de 1815, con María Ana Feliu y Sala. Murió en Guadalest el 23 de marzo de 18559. En el momento en que transcurre la acción de la novela, llegada de Pedro Luis a Badaleste, Doña Trinidad, soltera, es la única descendiente viva de los Bermúdez, al igual que doña Josefa de Orduña, mujer de avanzada edad convertida en cacique del lugar gracias al apellido de su familia y a su sobrino Antonio de Torres y de Orduña10, protegido de su hermano Joaquín de Orduña y Feliu y heredero, a su muerte, del poder caciquil de la comarca de La Marina. En la novela, doña Trinidad ejerce su influencia fuera de Badaleste gracias a las ramificaciones familiares enraizadas con importantes vínculos políticos. Torres de Orduña aparecerá años más tarde, en Años y Leguas, como el señor de los señores, dueño del valle de Guadalest, del Algar y de Gallinera11. Fue alcalde de Benisa (1876-1877), Diputado Provincial entre 1877 y 1882, desempeñando el cargo de vocal de la Comisión provincial (1877-1879). Fue, igualmente, Diputado a Cortes por Denia (1884 y 1896), por Villajoyosa (1891, 1893, 1898 y 1901) y por Pego (1914). Elegido senador en varias legislaturas (1903, 1907 y 1910) ejerció un poder omnímodo en todas estas comarcas alicantinas12. Es evidente y comprensible, pues, la valoración que Lisaña13 hace del poder de la Señora Doña Trinidad Bermúdez a la hora de referirse a la compensación que Mosén Ricardo obtendría si complacía los deseos de la cacique, pues «obsequios tendrá de la Señora que le harán olvidar de todos los resibidos. Ya le he dicho que ella tiene apoyos grandes, y ¡quién sabe! a mi no me pasmaría verle a usted canónigo, así como lo digo»14.

La consabida soltería de los hermanos de doña Trinidad Bermúdez, y de la suya propia, hace posible que comunique a su interlocutor, Pedro Luis, que es la última persona de su familia que lleva su apellido15, al igual que ocurrió en la realidad, pues doña Josefa de Orduña murió soltera y sobrevivió a todos sus hermanos varones sin descendencia alguna. Soltería que se da tanto en la ficción como en la realidad. En el capítulo «Castellanos y caciques» la viuda de don Eusebio Bermúdez se refiere a este árbol genealógico: «Ella pensaba que no brotaría nuevo ramaje en el añoso tronco. Veía un total aniquilamiento de su raza. De los hijos varones no había que esperar prolongación del apellido [...] y D.ª Trinidad era inamante»16. La identificación de los hermanos de doña Trinidad con los existentes en la realidad es también evidente, aunque sólo uno de ellos aparece como materia novelable17. Me refiero a su hermano el ex gobernador, hombre contemplativo, solitario, retirado en sus últimos años en compañía de su hermana y obsesionado con su muerte y posterior enterramiento18. Las noticias que Miró tiene del resto de los Orduña son confusas, pues no tuvieron ninguna incidencia en la vida política de la segunda mitad del siglo XIX. Las referencias mironianas son lógicas, pues don Joaquín Orduña y Feliu, a diferencia de sus hermanos, fue el cacique de la comarca de La Marina hasta su muerte en Guadalest (6 de febrero de 1897). Figura en los estudios históricos como destacado dirigente moderado durante la época isabelina. Fue diputado provincial en 1856 tras el golpe de estado de O'Donnell y más tarde Presidente del Consejo Provincial y Gobernador Civil de Alicante (1865-1866 y 1876-1877). Integrado en el conservadurismo con la Restauración, era conocido por la prensa de la oposición como el «cacique de Guadalest» que proyectaba su poder en toda la comarca de La Marina. Su principal rasgo era su adaptación a cualquier circunstancia política, tal como señalan, por ejemplo, los periódicos de la época19. En el momento preciso de la redacción de Hilván de escenas, doña Trinidad es la única descendiente de los Bermúdez que habita el caserón solariego, al igual que en la realidad, pues Antonio Torres Orduña se instala en Benisa. Procedente de Valencia y convertido en diputado en 1882 elige como residencia esta villa alicantina regida, por aquel entonces, por su primo Joaquín Feliu. Las concomitancias entre doña Trinidad y doña Josefa de Orduña son también evidentes en este sentido, al igual que el paralelismo existente entre el porte y rasgos físicos: «En el caserón solariego vivía doña Trinidad Bermúdez Sila. La Señora (así la denominaban todos en el valle a la Bermúdez), era una vieja alta, huesuda, doblada como un garfio; de quietas pupilas acelajadas y frente lisa, amarillenta, cuya cumbre perdíase en las sombras proyectadas por un pañuelito de seda negra, ceñido a su cráneo estrecho, casi mondo, y a sus colgantes mejillas cretáceas»20.

En Hilván de escenas subyace siempre el concepto que del cacique tuvo el conde de Romanones21. El propio Costa insiste con precisión en la incidencia que tuvo el caciquismo en las zonas rurales, como el vivido en la novela mironiana. Pequeños caciques que ejercían con despotismo total y que comprendían o descendían hasta las cuestiones más intrascendentes, desde la elección del médico hasta traslados forzosos de personas22. El caciquismo embruteció políticamente a los españoles, pues tuvieron una siniestra visión de la política. Ahogó el escaso interés que por la participación en el ejercicio de los deberes ciudadanos podía existir en una población asediada por el hambre y el analfabetismo, como en el caso de no pocos personajes de Hilván de escenas. Pedro Luis, alter ego de Miró, percibe con claridad las causas de todos estos males. Las rivalidades políticas impregnan el relato mironiano desde el principio hasta el final. Ni siquiera el buen Mosén Vicente se libra de las mezquindades del maquiavélico Lisaña.

Caciquismo que ha sido analizado por la crítica desde la perspectiva de la creación literaria, de la ficción. La novela mironiana Hilván de escenas aborda el tema del caciquismo que ya estaba presente en la novela galdosiana Doña Perfecta, prototipo de mujer autoritaria que incide de forma directa en la vida de los orbajosenses23. Pese a que Doña Perfecta no figura en los fondos de la biblioteca personal de Miró, no por ello cabe pensar que no leyera en su día la novela galdosiana. Sería también el caso de numerosas novelas que no figuran en dicho fondo y que, sin embargo, sí fueron leídas por Miró, pues se percibe su influencia no sólo en Hilván de escenas, sino también en posteriores relatos mironianos24. Las concomitancias entre Doña Perfecta e Hilván de escenas son múltiples. El autoritarismo, la visión tradicionalista, aferrada a una primitiva fe religiosa que, en ocasiones, desemboca en el fanatismo, son aspectos que se dan en dichos relatos. La visión liberal, tolerante, con su espíritu igualatorio propiciado por Pepe Rey y el propio Pedro Luis son señales inequívocas de un mismo talante ideológico, aunque la procedencia de su nacimiento sea bien distinta. Son jóvenes intelectuales, universitarios, que contemplan su mundo social desde una óptica racionalista, positivista y científica. La intolerancia hace posible también el nacimiento de una doble perspectiva. Por un lado los personajes del lugar considerados desde su óptica como seres perfectos y carentes de vicios o maldades; por otro, los forasteros, personajes distintos y críticos ante el cúmulo de desaciertos cometidos por los nacidos en Orbajosa y Badaleste. Una doble óptica enraizada en un vértice común. Una doble moral que posibilita el triunfo del fanatismo. El intelectual, los portadores de una savia nueva -Pepe Rey y Pedro Luis- fracasan en sus intentos y son derrotados por la intolerancia y el fanatismo. No debemos olvidar tampoco el prestigio de Galdós como autor dramático a finales del siglo XIX e inicios del XX. La presentación de la libertad de acción frente a los abusos de la intolerancia está presentes en varios de sus dramas, como en Doña Perfecta (1896), La fiera (1897), Electro (1901), Mariucha (1903). El realismo crítico ofrece numerosas obras cuyo denominador común es el tema de la honradez íntima. Las costumbres y la realidad cotidiana se analizan a través de una doble óptica, desde la intolerancia u opresión y desde la denuncia y crítica. Tanto en un caso como en el otro el denominador común es un contexto geográfico cuyas costumbres y realidades cotidianas forman parte del arte escénico del teatro de la segunda mitad del siglo XIX. La regeneración social mediante la unión por amor entre los representantes de la oligarquía y el trabajador de baja extracción social es otro de los temas esenciales de esta dramaturgia en donde la honradez, el talento, la caballerosidad, están del lado de los incrédulos. Por el contrario, el fanatismo, la intransigencia, la intolerancia y el engaño estarán siempre al lado de los católicos, como en el caso de Hilván de escenas y buena parte de los dramas de la época.

Fuentes literarias que nos remiten a escritores clásicos del realismo-naturalismo español. Por ejemplo, la figura del cacique está presente en Valera, un autor que influyó de forma clara en sus inicios literarios25. En Pepita Jiménez aparece la figura del cacique -Pedro Vargas- integrada por el propio acontecer novelesco, al igual que en Doña Luz, relato fundamental para el conocimiento de las elecciones a diputado y todo lo relacionado con el caciquismo. La filosofía de don Acisclo, su peculiar sentido del poder y forma de repartirlo pone en evidencia la honradez de quienes detentan el poder en la España de la segunda mitad del siglo XIX. Caciquismo que está presente también en las últimas novelas de Valera, como la figura de don Andrés Rubio, cacique de Villalegre que compite en lides amorosas con don Paco, secretario del Ayuntamiento. Juanita la Larga, pese a ser una novela impregnada de un realismo espiritualista, tamizada por el alma de un esteta, no oculta el despotismo del cacique del lugar. La presencia del cacique es habitual en la gran novela de la segunda mitad del siglo XIX. A las ya citadas obras se podría añadir ilustres ejemplos, como Los Pazos de Ulloa, de E. Pardo Bazán. Tanto los procesos electorales, como la peculiar forma de ejercer el caciquismo remiten al lector a un ejercicio de la política más acorde con la época feudal que con los tiempos en que transcurre la acción. Caciquismo en el novelar de Armando Palacio Valdés, autor de la novela El cuarto poder. Relato celebérrimo en el último tercio del siglo XIX que describe con precisión el tema del caciquismo y sus relaciones con la política en Avilés. El número de relatos o cuentos cuya temática incide en la figura del cacique es en verdad copioso, hasta tal punto que podría constituir un metagénero. Novelas y relatos en general de escritores adscritos al realismo-naturalismo que incluyen en sus páginas múltiples formas de ejercer el caciquismo, aunque su presencia sea fugaz. La lectura por parte de Miró de todo este conjunto de obras es más que plausible, habida cuenta que se trataba de novelas de gran éxito editorial. Relación de lecturas que se podría completar con otros títulos hoy olvidados, como los debidos a Ismael Rizo y Penalva que publicó a finales del siglo XIX y comienzos del XX varios relatos cuya temática se vierte en Hilván de escenas26. Sería también el caso del relato de Felipe Trigo, Jarrapellejos (1914), cuyo soporte básico se fundamenta en la denuncia contra el caciquismo. Novela regeneracionista que aborda el problema del caciquismo y abusos e inmoralidades de los poderosos. Pese a que su planteamiento ideológico es mucho más amplio y tiende hacia otros aspectos, como su peculiar visión del amor, la injusticia social o la liberación de la mujer, lo fundamental en ella es la diatriba contra el caciquismo, al igual que la célebre obra de Rosario de Acuña, El padre Juan27, en donde se percibe con nitidez no sólo las ideas feministas y librepensadoras de la autora, sino también su inclusión en el regeneracionismo y su lucha contra el caciquismo de ciertos representantes eclesiásticos. La ficción y la realidad se engarzan en perfecta armonía en el novelar de Miró, pues funde con acierto tanto los materiales históricos y reales referidos al personaje novelado como los tenidos en cuenta desde la ficción novelesca. Es evidente que Miró percibió con nitidez las posibilidades novelescas del personaje de Trinidad Bermúdez. El resultado final no es otro que un relato que, pese a ser repudiado por Miró, preludia lo mejor de su mundo de ficción.





 
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