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Entrevista a Luisa Valenzuela. «Tomar una palabra por la cola»

María Cecilia Graña






La importancia del lenguaje

-Tengo la impresión que tus textos se originan realmente cuando estás trabajando sobre el lenguaje o la retórica. Es decir, al cambiar una letra en una palabra o al usar una sinécdoque o una paronomasia, ¿no descubres significaciones inesperadas que pueden hacer derivar la fábula por senderos no transitados y te hacen ver no sólo un paisaje narrativamente distinto sino también una imagen diversa de la realidad?

-Es absolutamente cierto. Sí, me dejo guiar por la sorpresa del lenguaje, en realidad es ésa la única verdad en la que creo. A veces es un camino sin salida, es una manera de tirarse a la piscina sin saber si hay agua, porque de golpe estoy empezando una frase con la intención de decir una cosa y el tomar alguna palabra, digamos por la cola, una connotación diferente de la elegida me tuerce el camino y la trama se modifica; pero creo que son todas vías de conexión con el inconsciente, esa forma del pensamiento donde realmente se estructura la historia. Mi apuesta literaria es de búsqueda, de un tratar de entender más allá de las palabras, y me hace muy feliz cuando de golpe aparece alguna clave para tratar de alcanzar aquello que se esconde detrás no sólo de las palabras sino de la acción narrada.

-Esas derivaciones que nacen de los descubrimientos lingüísticos, a mi modo de ver son paralelas, en otros niveles del texto, a la disponibilidad de los personajes por abrirse a momentos inesperados en los que muchas veces los extremos se tocan (como el caso de Roberta y Agustín en Novela negra con argentinos). La «disponibilidad» parece toda una actitud enunciativa que contrasta con los temas de tu narrativa, es decir, la violencia, la represión, la censura. ¿Es querido este contraste?

-Creo que todo forma parte de una actitud de apertura ante la creación. Porque el lenguaje, esa combinación acotada de las veintiséis letras de nuestro alfabeto, se abre a significados múltiples. El asombro es lo que me da felicidad. Aquí pasan cosas raras lo escribí en un mes porque decidí que tenía que poder hacerlo, dada la situación con la que me encontré cuando volví a la Argentina después de una larga ausencia. Se había desencadenado la violencia estatal engendrada por la Triple A, que habría de allanarle el camino a la dictadura militar. Iba entonces a los cafés, anotaba frases sueltas que escuchaba por ahí, y para mi sorpresa los cuentos salían redonditos como panes del homo. Debía ser la presión de todo lo que estábamos viviendo. Quedé agotada al final del mes y del libro, y nunca pude repetir esa exultante experiencia. Por otra parte, la disponibilidad de los personajes, por ejemplo en Cambio de armas, donde aparecen temas difíciles de tratar, como la tortura o la represión, tiene que ver con la necesidad de recurrir a ciertos mecanismos como la ironía, el humor negro o el grotesco con el fin de liberar la palabra, porque de otra manera me sería casi imposible abordar una temática tan dura. Y al lector le sería casi imposible leerla si no hubiese esa especie de ruptura creada por el humor y por visiones laterales que lo lleven a entrar de sopetón...

-Además que le reduzcan un poco el nivel de angustia...

-Sí, y que a su vez me permitan romper mis barreras de autocensura, de negación freudiana. Casi siempre estoy tratando de empujar un poco la barrera de lo inefable, de decir un poco más allá de lo que aparentemente se dice. No siempre lo logro, en realidad, lo logro pocas veces; pero el intento es ése: entrar un poco más allá en lo secreto y en lo oscuro.

-Por otro lado, me gustaría saber cuán consciente sos de ese distanciamiento irónico que se trasluce en tu escritura; el distanciamiento de alguien que cuenta algo sabiendo que esa realidad creada con el alfabeto podría haber sido completamente distinta si una letra, o una palabra o una frase hubiese sido cambiada. Y también me gustaría saber de dónde nace esa actitud positiva frente al lenguaje, pues, aunque creo que vos compartís con Cortázar la idea de que las palabras son unas «perras», de que el lenguaje es traicionero, esa traición de un sentido originario vos la tomás positivamente.

-Es cierto, porque las palabras son en verdad traicioneras cuando esperas algo concreto de ellas, cuando esperas que expresen tu verdad. Bien los sabían los filósofos griegos que privilegiaban el lenguaje escrito por sobre el hablado para tratar de ajustar exactamente las palabras a sus ideas. Una forma de forzarlas, si se considera que tienen identidad propia. Por eso pienso que en realidad, al escribir ficción -y recalco, ficción- lo importante es dejarlas hablar, ver qué están develando y ocultando. Son como máscaras. De esta forma no hay verdadera traición, y es fascinante seguirlas a ver dónde te llevan. Porque creo que el lenguaje nos marca, nos signa: te va configurando tu propia cosmogonía, tu entendimiento con el otro, tu comprensión de vos misma. A mí me interesa tratar de seguir el camino que se va trazando al correr de la pluma, me interesa ver qué me están contando las palabras, encontrar dentro de ellas cuál es la historia a contarse. Generalmente no parto de una idea demasiado establecida a priori, justamente porque la traición está ahí agazapada y me importa seguirla, ¿ves?: es un acto de arrojo. También es un dejarse llevar, un aceptar las cosas por lo que son y sólo intentar corregirlas a posteriori. Dentro de la misma escritura. Entonces no sé si se trata de un cambiar el texto o de un simple ajuste de tomillos para armar la novela o el cuento de forma que no resulte incongruente. El hilo racional me es imprescindible. Y lo interesante es ver hasta qué punto aquello que surgió como de la nada no resulta incongruente, onírico o surrealista, hasta qué punto tiene una lógica interna, ¿no?




Narrativa urbana

-La ciudad tiene una importancia no indiferente en tu narrativa. Está la Nueva York de los miles de recovecos y mundos de Novela negra con argentinos y La travesía; y establecés una serie de juegos entre la topografía de la ciudad y la del cuerpo en Aquí pasan cosas raras. Incluso se pueden establecer analogías entre tu escritura y una gran ciudad moderna; contás como si tu escritura juera un melting pot; mezclas registros, discursos, hablas diversas. ¿Qué me podés decir al respecto?

-A veces uso la ciudad como metáfora del inconsciente humano, porque lo que me interesa al respecto -lo fui entendiendo a lo largo de mi escritura- es la vida de los bajos fondos, el lugar oscuro de la polis, es decir de la mente de cada uno de sus habitantes. Hay que sonreír transcurre en los bajos fondos de Buenos Aires, Como en la guerra, en los bajos fondos de Barcelona y Novela negra... en los bajos fondos de Nueva York. Me interesa el caos que anida en el ordenado mundo urbano, esa cosa visceral, cloacal, intestinal de las ciudades que tiene que ver un poco con la parte oculta de cada uno de nosotros. A veces consciente, otras inconscientemente, trabajo esa polaridad como un juego de vaivén entre la ciudad y su habitante. Hay una simbiosis, un mimetismo que se va generando allí. «Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y miedos y todo oculta algo distinto», dice Italo Calvino, y los ejes que suelo seguir, el deseo y el miedo, cada cual por su lado y a veces en franca colisión, articulan en estos ejemplos el encuentro entre el cuerpo del texto, el cuerpo del protagonista y el cuerpo de la ciudad.




Donde viven las águilas

-Lo opuesto de la vida moderna aparece en buena parte de los cuentos de Donde viven las águilas. Aunque estos cuentos podrían ser de carácter irónico, en muchos de ellos la representación de la vida al margen parece recoger también las tendencias que se dan, hoy en día, en una gran ciudad, occidental y rica. Para darte un ejemplo, pienso en el rescate de una ornamentación y de paisajes mexicanos a lo Georgia O'Keefe, o de corrientes que se avecinan a una cierta religiosidad estática y que recuerdan el interés desarrollado en las grandes metrópolis por religiones como el budismo.

-No sé, no los llamaría irónicos, aunque es cierto que tengo una tendencia a ser iconoclasta. Pero me parece que algunos tocan una dimensión cercana a los espacios sagrados, que es muy americana, y entonces no corre por los carriles habituales. Intenté situar los cuentos de Donde viven las águilas en un espacio con un centro propio, tal como son los espacios sagrados. Reorganicé todo el material desde una especie de caos, que tiene que ver con lo profano y que me interesaba trabajar. En el ámbito de lo profano no existen los conceptos de tiempo y espacio y lo que la narrativa precisamente hace es dotar a ese caos de un cierto orden, eso significa otorgar una dimensión espacio-temporal. Ciertos cuentos, en este sentido, se parecen mucho en estructura a los ritos de pasaje.

-¿Tienen un referente espacial concreto?

-Sí, absolutamente. «Para alcanzar el conocimiento» transcurre en el lago más alto del mundo, el Titicaca, entre los uros que viven en islas flotantes de totora, es decir de juncos amarillos; yo los he visto, he estado allí. Lo único que me inventé es la situación del fuego, pero el lugar existe tal cual; son realmente lugares irreales, es decir, concretos e irreales, como ciertos números. Y el cuento que da título al libro transcurre en Huatla, en la alta montaña Oaxaca en la sierra Mazateca mexicana, donde vivía María Sabina la sacerdotisa de los hongos. Por supuesto toda la situación es invención mía, pero está muy relacionada con todo lo que rodea a los hongos alucinógenos: lo que a mí me contaron, lo que viví en Huatla. Es, además, un lugar prohibido. El cuento donde aparecen los paisajes que te recuerda a las pinturas de Georgia O'Keefe, «Crónicas de Pueblo Rojo», ése no fue inspirado por un lugar real sino por una fotografía de un sitio maravilloso, las viviendas de los antiguos Anazazi en los farallones de Mesa Verde, en el estado de Colorado. Se trata de pueblos de indios, abandonados, rojos como la tierra, fascinantes.

-De todas formas la colección está constituida también por otra serie de relatos que se separan bastante de éstos. ¿Cómo fue que la formaste, cómo fue que la conjugaste?

-Una colección de cuentos se arma a lo largo de bastante tiempo. Aquél fue un periodo de muchos viajes, y después empezó la represión en la Argentina, y dejé de escribir cuentos aislados para meterme de lleno en la serie de Aquí pasan cosas raras. Lo cierto es que «Historia de papito», y «Los Censores» encabalgan las dos épocas. Con «El fontanero azul» vuelvo a la vieja preocupación por los mitos americanos; lo escribí en Tepoztlán, un pueblo donde posteriormente tuve una casita; la Semana Santa del cuento transcurre allí y el texto se fue escribiendo a medida que se desarrollaban las festividades.




Textos extraños

-Muchos de tus cuentos pueden ser definidos como extraños; no sé si "fantásticos" pero sí extraños, en el sentido de que presentan elementos que no se explican desde un punto de vista racional: no hay una relación causa-efecto netamente establecida.

-Bueno, yo me siento como escribiendo en un borde del que por ahí me caigo del otro lado. Muchas veces propicio la caída. Pero prefiero quedarme en ese lugar, prefiero no entrar en lo fantástico porque lo fantástico o es muy difícil o es muy simplista. O encontrás como deus ex machina cosas donde te meten en situaciones que ya pierden la lógica totalmente, o sostener esa cuestión fantástica dentro de una lógica, me parece difícil. Pienso además que extraña es nuestra percepción de la realidad, contaminada como está por la imaginación y los sueños. Nunca nada tiene un hilo narrativo obvio, hay que ir descubriéndolo, desenmarañándolo. Yo no creo hacer literatura fantástica, por ahí pueden aparecer algunos momentos insólitos aunque nunca incongruentes -de eso me cuido mucho. En general mi literatura no es fantástica, si querés es una derivación de lo bizarro. Algo que deriva del movimiento interior, una puesta en símbolo, en metáfora. Busco más bien iluminar la metáfora para poder desentrañarla. O mejor dicho, para dejar que cada persona que lee encuentre su propio camino de desentrañamiento, con perdón de la palabra.

-¿En algún momento te has sentido como escribiendo desde un umbral?

-Has dado en la tecla. En mi nuevo libro Escritura y secreto incursiono -si esta puede ser la palabra- en el concepto de umbral, que me parece perfecto. El umbral es un lugar secreto, y el Secreto con mayúscula, aquello que está más allá de las palabras y que todo poeta aspira alcanzar, aunque sea para tocarlo con la puntita de los dedos, suele articularse como un umbral. Como un tomo que nos remite a algo inesperado, distinto. Sabemos que los umbrales son lugares de extremo peligro porque se está entre dos aguas, en una circunstancia de pasaje como puede ser el crepúsculo, un lugar que no está ni fuera ni dentro, ni en el cielo ni el infierno, y por ende se abre a todas las posibilidades. Como sitio liminar, ominoso, el umbral entre el saber y el no saber es el posicionamiento ideal para quien escribe ficción. Es en ese momento en que se gesta el acto literario.

-También la novela El gato eficaz es un texto extraño.

-A no dudarlo. Extraño hasta para mí, y nunca pude volver a emprender un vuelo imaginativo tan irreverente y de ruptura. Me asombra también la racionalidad que subyace en ese texto sólo surrealista en apariencia, un texto despiadado y agónico. Es cierto que el momento de la escritura de cada libro es irrepetible, y por ende esa escritura también lo es. Pero El gato... fue mi mayor expresión de libertad, y eso sí que lo añoro.

-¿El título de esa novela lo cambiaste varias veces, no?

-Sí, ¿qué nombre darle cuando se ha tratado de alcanzar lo innombrable? Al principio se llamó A los gatos de muerte, salú. Como en nuestro himno nacional, donde dice «al gran pueblo argentino, salud» pero como lo iba a publicar Joaquín Mortiz en México se iba a perder la ironía. Al volver a Buenos Aires de Iowa, con casi toda la novela escrita, quise cambiar el título y el azar me puso frente a la vidriera de una antigua semillería donde vendían algo llamado «el gato eficaz». Era una cabeza de gato recortada en metal negro, aluminio adonizado según reza el prospecto que parodio en la novela, con ojos con canicas, una bolitas de vidrio, colgadas, que reverberan con la luz y teóricamente espantan a los pájaros. Un espantapájaros, en suma, como pueden serlo algunos libros.




La travesía

-Me gustaría que me hablaras de tu última novela.

-Así como me cuesta mucho hablar de mi vida, me cuesta hablar de mi escritura... En este caso, para simplificar, digo que se trata de una autobiografía apócrifa. El presente de La travesía transcurre en Nueva York, y es la historia de una mujer que ha escrito unas cartas digamos pornográficas a un ex marido secreto y perverso, y que cree haber dejado atrás por completo su pasado. Ella es antropóloga, argentina, vive en Nueva York dando clases y las cartas de golpe le saltan a la cara. El antagonista, quien las ha encontrado por pura casualidad en Buenos Aires, es un pintor que trabaja armando con los internos un «museo viviente» en una enorme institución psiquiátrica. La locura del sexo y la locura a secas se encuentran así, y se va desarrollado -en el presente de Nueva York y en el pasado de ella- una especie de Bildungsroman de la edad adulta; nunca es tarde para crecer. Así como Novela negra se alimenta del teatro, esta novela abreva en las artes plásticas, con personajes de mi realidad de aquella época tan rica, estimulante y llena de imaginación.

-Claro, hay también manicomios literarios, el de Rayuela, por ejemplo. Me pregunto si hay alguna relación, aunque el tuyo parta de un lugar real.

-Sí, Creedmore y su museo viviente son reales, pero también me pregunto ¿por qué lo habré elegido? Los parentescos literarios, las afinidades electivas nunca son de desdeñar y yo me siento muy cerca de Cortázar. Además, suelo preguntarme también cuál es la metáfora, en mi propio inconsciente, de esas cartas vergonzantes, ¿qué habré escrito y olvidado que me avergüenza y aterra hasta el punto de ni siquiera recordarlo? No se me ocurre nada, pero ahora, en pleno 2003, puedo sospechar que organicé mis diarios bastante eróticos de Nueva York y acepté que la editorial Norma los publicara quizá para exorcizar ese fantasma; el nuevo libro se titula Los deseos oscuros y los otros.

-¿Empezaste La travesía en Buenos Aires?

-La escribí completa en Buenos Aires, y al comienzo toda la acción transcurría en esta ciudad, y la trama que más o menos tenía en mente prometía ser muy distinta. Pero escribía y escribía y la cosa no cobraba vuelo. Al menos el que yo necesitaba. Recién, cuando por un hecho fortuito, la acción se trasladó a Nueva York pude sentirme libre y permitir que las palabras, y por ende la trama, fluyeran a través de mí sin escollos.

Me costó como cinco versiones, la novela, pero ahora estoy satisfecha; pude incorporar algunos personajes reales y armar un rompecabezas muy preciso.

-¿Personajes reales?

-Algunos personajes, un poco de allá, un poco de acá, robados. En mis otras novelas, los personajes -salvo la honrosa excepción de Ava Taurel, la dominatrix, que retoma como un símbolo- y las situaciones son inventados. Acá, en cambio, quedé bastante ceñida a esa realidad de mis amigos artistas plásticos, de esos encuentros, de esas fiestas que teníamos durante los diez años que viví en Manhattan. Y trabajé el tiempo presente como un presente ahistórico, un presente del cualquier-momento. Me gustó hacerlo. En las primeras versiones estaba también escrita en primera persona, pero sentí que la cosa se le venía demasiado encima al lector, que no dejaba espacio para respirar. Entonces le impuse la distancia de la tercera persona, no de la narradora omnisciente, no, pero sí de un hablar más allá de la exclusiva percepción de la protagonista. Eso me dio margen de reflexión y abrió un campo de ambigüedad que me interesa.

-Sí, escribís sobre un «ella» un poco irónica porque es como si supiera que está suplantando a un «yo», algo que le sucedía también a Roberta en Novela negra...

-Bueno, en definitiva la verdadera travesía es hacia el nombre propio, en este caso. Pero es cierto que en otros textos suelo entrar y salir de la primera persona, aunque nunca la sostuve de principio a fin. Quizá por temor a caer en el narcisismo, en la autocomplacencia, aunque esas protagonistas tiene poco de mí (menos de lo que me permito ver). Roberta y también Clara, la protagonista de mi primera novela, a veces caen en la primera persona, es la manera que encuentro para entrar en sus repliegues más ocultos. Cuando se está escribiendo con verdadera fluidez el personaje siempre tiene vida propia, mucho más compleja y contradictoria de lo que una quisiera. Roberta Aguilar, de Novela negra, tiene nombre, lo conocemos desde el principio, nos movemos con él aunque a veces a ella misma se le borra cuando la identificación con su contracara, Agustín, el asesino a quien Roberta asiste en la búsqueda del motivo, se hace simbiótica. Eso por una parte. Además el pronombre personal femenino universaliza, mal que le pese a Lacan, quien dijo que la mujer nunca puede ser universal.

-La novela parece fundarse sobre la ambigüedad: se anulan las diferencias entre lo público y lo privado al mezclar vidas de amigos reales con una autobiografía -por así llamarla- apócrifa; se anulan las barreras que separan un texto de otro, en cuanto algunos personajes como Ava ya aparecían en Novela negra... La ambigüedad aparece incluso cuando se cuenta un contenido "transgresorf" (ya desde el incipit, que parte con la situación de una cita a ciegas para un encuentro sadomaso y sigue con la necesidad de la protagonista de recuperar lo que ha sido visto por otros y debía permanecer secreto) con una forma que parece respetar la sucesión cronológica de los hechos por lo que se refiere a la gradual adquisición del autoconocimiento.

-Es cierto, pero conviene tomar en cuenta que la situación a la que te referís es una clave que sólo conocen quienes leen alguna entrevista como ésta. El resto no tiene por qué conocer ese detalle. La ficción crea un mundo propio, y allí no importa la mezcla de los ingredientes, importa que todo en definitiva constituya un verdadero pastel. Para nada indigesto, pero sí rico en nutrientes. En cuanto a Ava Taurel, personaje real que puede encontrarse en las páginas amarillas del directorio telefónico de New York, creo que lo de amarillo da la clave. El amarillismo, su escandalosa acción no tanto de persona real en las novelas (por ser real en la vida) sino, ya lo dije, de fuerza detonadora, de catalizador. No es la misma persona, o personaje, en cada novela, pero sí es la misma energía. Tengo un par de hombres que actúan así en otros escritos míos: Alfredo Navoni y Héctor Bravo. Catalizadores, todos, su presencia y su actuación, aunque breve y discreta, cambian el rumbo de los acontecimientos o de los destinos individuales. Hay gente así, acá, cerca de nosotros, ¿no?

-Hay todo un juego entre pasado presente y futuro dentro de La travesía; por un lado se habla de que «escribir es mirar hacia atrás, revolver el montón de escombros para ir encontrando las piedritas que marcarán el camino de retomo». Pero en el vértigo de la narración se juega también con el devenir: las epístolas son escritura que será leída en el futuro y, desde esta perspectiva, toda la escritura puede ser vista con una connotación profética. ¿Qué podés comentar sobre esto?

- La travesía es una novela situada en el umbral, en la línea divisoria de las aguas. Si bien es imposible modificar el pasado, resulta conveniente tener en cuenta en qué medida el pasado, en una súbita interrupción en el presente, puede torcer destinos. Lo entendí al escribir Novela negra con argentinos, supe entonces en carne propia -porque toda escritura es carne-de la verdad de la célebre insistencia del síntoma ante la resistencia. En cuanto a la profecía, creo que es éste uno de los ominosos motores de la literatura. Lo que aparece al escribir puede ser, o no, una lectura del suceso que desentraña un posible desenlace. No debemos olvidar que la vida misma es una narrativa, y en general conviene estar atento y aprender a leer. Creo que es éste el principal aporte de la ficción: enseñar un modo de lectura que va más allá de lo obvio, de lo que está escrito en la página, de lo que la superficialidad del discurso aparentemente nos dice pero en realidad nos oculta.

- La travesía es asimismo ambigua en cuanto convoca personajes de la cultura "central" de la ciudad de Nueva York (a diferencia de Novela negra...) aunque el lugar para convocarlos sea el manicomio de Creedmoor. En realidad con esta novela me parece que has querido hablar de un tipo de excentricidad diverso del que alentaba Novela negra... ¿Es así?

-Mi propuesta literaria, por suerte, va más allá o más acá de mis intenciones. No me propongo nunca nada tan ambicioso como el hecho de hablar de algo, salvo de una realidad que no entiendo. En el fondo, lo que me moviliza, lo que me impulsa a sumergirme en ese mar tan proceloso -para usar el memorable adjetivo de mi maestra de cuarto grado- llamado escritura, es el enfrentarme con un nudo; la necesidad de desenredarlo es más fuerte que yo.




Proyectos y últimas publicaciones

-En 1996 me dijiste que estabas trabajando en otra novela más... aunque luego no sé si derivó en los ensayos (Peligrosas palabras) o diarios (Los deseos oscuros y los otros) que publicaste entre el 2001 y el 2002...

-En 1996 te dije que estaba trabajando en otra novela que tiene que ver un poco con la sensación que yo tenía acá por esa fecha... Están todas las escritoras, todas las novelistas argentinas en arresto domiciliario, porque hay una especie de ola de fundamentalismo en el 2005, que no quiere saber nada con esto del lenguaje de la mujer... Porque yo creo que el gran avance y la gran ruptura literaria de este fin de siglo es la novela de la mujer, y el trabajo de la mujer y el poder decir su deseo. Y entonces aparece como una corriente contraria que quiere sofocar eso. Ahora, en el 2003, sigo con lo mismo, porque avancé bastante en estos años, en medio de tanta escritura otra. Pero llegué a un punto de inflexión, en la novela, que me permite modificar totalmente la intención inicial. Y eso me importa. El mundo ya no es el mismo, la Argentina ya no es la misma y se impone tratar de descifrar esta nueva realidad. Como encuentro algunos puntos digamos premonitorios en estas primeras ciento cincuenta páginas, tengo un buen punto de partida. Sólo que el 2005 ya está casi acá. O me apuro o... De todos modos, la novela siempre tuvo por título El Mañana, así que todo en ella está por venir.

-Estos han sido años muy productivos... Y has sido traducida también al italiano...

-Estos dos últimos, productivos casi en exceso. En el 2001 apareció La Travesía en la que hacía rato venía trabajando, pero también encaré el desafío de publicar mis textos de no-ficción: Peligrosas palabras, recopilación con todo el material que fui acumulando a lo largo de años de reflexión como escritora, y otro muy nuevo, Escritura y Secreto derivado de una cátedra que dicté en el Instituto Tecnológico de Monterrey, en México, y que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica. También apareció Los deseos oscuros y los otros. Cuadernos de New York. Eso para hablar de las publicaciones, con alguna reedición en los EEUU. La publicación de Novela negra en italiano es el acontecimiento más reciente, y quiero aprovechar para agradecerles a Antonio Melis y a vos que tanto han hecho por difundir mi obra en Italia. Se van abriendo puertas y eso es maravilloso. Es en los países de lengua inglesa donde más traducciones y repercusión tengo, pero vos sabés bien que los argentinos siempre nos sentimos «europeos». Conoces la célebre definición: un argentino es un español que se cree inglés, habla algo de francés y sin embargo es italiano. Por mi parte reivindico también la parte indígena que siempre queda fuera: representa una visión unificada del mundo, basada en una cosmogonía sólida y profunda que está en la base de la llamada literatura latinoamericana





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