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ArribaAbajo Reflexiones acerca de las viruelas

Año 1785


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Reflexiones sobre la virtud, importancia y conveniencias que propone, don Francisco Gil, cirujano del real monasterio de san Lorenzo y su sitio, e individuo de la real academia médica de Madrid, en su disertación físico-médica, acerca de un método seguro para preservar a los pueblos de las viruelas

A nadie debe admirar que sea vasto e inmenso el país de los conocimientos humanos, ni que éstos nos sean debidos siempre o más frecuentemente a la casualidad, que a la meditación. Pero debe ser cosa digna de mayor asombro, que los conocimientos que pertenecen al primer objeto que se presenta inevitablemente a los sentidos, se substraigan a la vasta comprensión del espíritu, o huyan muy lejos de su vista extensa, luminosa y penetrativa. Entre tantos y tan innumerables entes que cercan al hombre, su cuerpo es el primero que se le descubre, y como es una cosa que le toca tan inmediatamente, es sobre él que recaen sus primeras advertencias. Luego que percibe su   —344→   existencia, al mismo tiempo observa que es necesario apartarse de los peligros, proveer a su subsistencia, buscar los medios de su conservación, huir todos los instrumentos de su incomodidad, molestia y dolor. Con todo eso (¡quién creyera!) una idea al parecer tan obvia y fácil de excitarse en el entendimiento humano, como es la de prevenir el contagio de las viruelas, o por la fuga de los virolentos, o por la separación que se haga de estos a lugar remoto: esta idea, digo, tan natural, no había venido al espíritu del hombre hasta hoy, que ocurrió con la mayor felicidad al del autor de la disertación. Si esta es la producción dichosa de un profesor celoso de los adelantamientos de su arte, es y debe llamarse con más propiedad el parto feliz de un filósofo ciudadano o de un físico patriota. Pero su intento hace constar, para nuestra humillación, cuál es la cortedad del ingenio y de los talentos del hombre; y por otra parte hace ver, que una providencia eterna, que gobierna con infinita sabiduría el mundo, comunica a los mortales, de siglo en siglo, y cuando le place, algún don de nueva luz ignorada de los antiguos, o algún precioso invento necesario, útil o a lo menos deleitable a la humanidad.

El proyecto de exterminar del Reino el veneno varioloso, a primera vista oprime a la imaginativa: esto prueba su vasta extensión. Luego que le examina el entendimiento sin las nubes de la preocupación, le descubre a éste el fondo de su verdad, se hace adaptable a la razón, y obliga a ésta a que lo abrace en su tenacidad.

De la razón libre de prejuicios, es de quien se debe esperar que admita, y que haga para los otros   —345→   admisibles, los útiles inventos. Porque lo primero que se opone al de nuestro autor, es un cúmulo sombrío de dificultades miradas por mayor, y por ese lado tenebroso que descubre una vista perturbada, por sobrecogida del miedo. La tímida razón; al representarse esta idea, Viruelas, trae conjunta la noción equívoca de que son epidémicas, y en la misma etimología de esta palabra se juzga hallar la necesidad de que al tiempo de su invasión la hagan universal a todo un pueblo, o a la mayor parte de él: que en este caso no bastaría una casa de campo o ermita para tantos virolentos: que el aire es un conductor continuo, perpetuo, trascendental, y un cuerpo eléctrico, que, atrayendo hacia sí todos los efluvios variolosos, los dispara a todos los cuerpos humanos, que no habían contraído de antemano su contagio: y, en fin, que una casa destinada a este objeto, distante de poblado, era del mismo carácter, que una pirámide de Egipto, a cuya construcción presidía el poder casi ilimitado de todo un Rey, reunido al trabajo activo de millares de manos de infelices vasallos sacrificados a la vanidad de un solo individuo. Estas y otras dificultades son sostenidas por la mala educación, y por la falta de gusto de lo útil y de lo verdadero. Más de dos personas he conocido, que aseguraban era impracticable el nuevo método de don Francisco Gil, porque no estaba amurallada esta ciudad, y creían con mucha bondad que el contagio varioloso le habían de introducir hombres malignos (aun si fuese impedido en las tres entradas de Santa Prisca, San Diego y Recoleta Dominicana), de la misma forma que introducirían gentes, de mala fe un contrabando de aguardiente, por sobre las colinas, de los mismos   —346→   caminos reales citados. ¡Qué modo de pensar tan irracional!

Si no se conociera que las gentes que hacen estas objeciones eran de suyo tan buenas y tan sencillas, y cuyo error no viene sino de la constitución de este país negligente y aún olvidado de las obligaciones de formar el espíritu; se les debería reputar como criminales con el mayor y más horrendo de los delitos, esto es, de ser traidores al Rey y a la Patria, porque el proyecto de abolir en todo el Reino las viruelas, tiene por objeto libertar de su funesto insulto las preciosísimas e inestimables vidas del Soberano, su Real familia y de toda la Nación. Cuando el proyecto no fuese sino un arbitrio especioso y lisonjero, ocurrido en el calor de una imaginación delirante, siendo de tan grave entidad en sus consecuencias, se debía poner en práctica hasta que el tiempo y la experiencia ministrasen el conocimiento de su falibilidad, y, por consiguiente, el desengaño. Pero estando fundado tanto en los ineluctables raciocinios con que le defiende el Autor, cuanto en la serie de casos prácticos sucedidos en el Real sitio de San Lorenzo, en varios lugares de la Península y otros de la Europa, ya no tienen lugar las dudas, las apologías, las dificultades.

A pesar de la libertad de pensar, que en materias de Física goza con plenitud el Hombre; hoy no la tiene, ni la debe tener el Vasallo acerca del presente objeto. Importa infinito que se le vede con el mayor rigor el proponer obstáculos a la consecución del fin que se ha propuesto el autor del proyecto. Éste debió haber sido meditado y producido, ya se ve, por el Hombre Político, esto   —347→   es, por un Magistrado instruido suficientemente en todas las obligaciones de la Magistratura, que consisten en velar sobre la seguridad del Público. El mismo proyecto, puesto en estos términos, debía ser llevado al Físico, para que solamente expusiera la naturaleza de las enfermedades contagiosas, y en particular la de las viruelas. Y conocida ésta, la autoridad pública debía determinar lo conveniente a este propósito, fijar las reglas que se deben observar en la abolición del contagio, y hacer una ley invariable, que quitara a los osados la animosidad del espíritu de disputa y cavilación, que los vuelve cansados impugnadores.

Ahora, pues, el proyecto de extinguir las viruelas, si no lo ha pensado y explicado un Genio Político, lo ha descubierto un Profesor de Física pero con tal ventaja, que lo ha adoptado un Ministro tan sabio y celoso, y tan lleno del espíritu de humanidad, que, haciendo venir en conocimiento del Padre de la Patria (el Rey) su importancia y utilidad, manda que se tomen las medidas necesarias a ponerle en uso con la mayor exactitud. El excelentísimo señor don José de Gálvez ha atendido como buen patriota a las insignes utilidades, que de su práctica resultan a la Nación y a tantos numerosos pueblos de las Américas. ¿Y habrá acaso hombre tan perverso y tan enemigo de la sociedad, que halle embarazo que oponer o dificultades que objetar?

Fuera de esto, aquellas más especiosas, que podría un genio caviloso inventar y producir, son propuestas con energía por el autor de la Disertación, pero disueltas por él mismo con mayor, o con aquella que es propia de la evidencia. Sería cerrar   —348→   los ojos a ésta, volver a inculcar las mismas, y repetirlas a los oídos de un vulgo tan ignorante como el nuestro, para que grite y gima con dolor, en el momento en que se trabaja en solicitarle su mayor felicidad. Así el glorioso empeño de todo buen vasallo, especialmente de aquel que sea visible al populacho, o por sus talentos, o por su doctrina, o por su reputación, o por su nacimiento, o por su empleo, o por su carácter, o, finalmente, por su verdadero mérito, será exhortar a éste a la admisión gratuita del dicho proyecto; manifestándole primeramente la obligación indispensable que hay de obedecer al Rey78 y a sus ministros, aun en aquellas cosas que, al primer aspecto, pareciesen inasequibles o injustas. En segundo lugar, haciéndoles comprender las resultas ventajosas que sobrevienen al uso de superior orden; en tercer lugar, descubriéndoles ciertos secretos de la Economía Política, por la que en ciertos casos es preciso que algunos particulares sean sacrificados al bien común.

1.º La obligación indispensable que hay de obedecer al Rey. Cuando no consideremos más de que por una necesidad inevitable de solicitarnos todas   —349→   las ventajas de la sociedad, hemos radicado el depósito de la Autoridad Pública en el Rey; que por la misma razón le hemos entregado voluntariamente parte de nuestra libertad, para que haga de nosotros lo que juzgue conveniente; que su poder, en atención a este sacrificio, se extiende únicamente a procurar el bien común de sus vasallos79; y que bajo de estas miras, no podemos resistir a sus preceptos, considerando bien que ellos no tienen otro objeto, que el del buen orden, la economía, la conservación y felicidad del Estado; obedeceremos con gusto a todo lo que su Majestad (Dios le guarde), ordenase sobre cualquier asunto gubernativo. Bajo de estas consideraciones, cada uno de nosotros debe imitar a Platón80, que daba gracias al cielo porque le hizo nacer en el tiempo en que vivía el admirable Sócrates. Y nosotros le debemos rendir las más humildes, porque nos trajo al mundo bajo el feliz gobierno de un Rey patriota, a quien no solamente Dios por su misericordia nos obliga a   —350→   obedecer, pero aún nos ha dado previos y dulcísimos sentimientos para amarle.

Pero aún hay otro motivo de no menor magnitud que los ya dichos para apurar el establecimiento de lo que el Rey ordena. Es este nuestro Honor. Para quien comprendiese bien esta palabra, lo que ella significa y la genuina acepción que debe tener entre nosotros, no habría necesidad sino de repetir de esta manera: El honor nos obliga a la extinción de las Viruelas en este Reino. Y, luego después de oídas estas palabras, se correría rápidamente tras la asecución heroica de este Honor. Él es objeto primario del Gobierno Monárquico; porque la nobleza de las grandes acciones, cierta sobria libertad de pensar y de decir, y todos los efectos de la grandeza de corazón se cultivan en él, y él los inspira indefectiblemente; de otra manera, ¿cómo me atrevería a tomar cierto género de elevación de ánimo en el tono, en los discursos y aún (permítaseme que lo diga), en la misma naturaleza de la elocución? El Honor (extiendo hacia otros fines el significado preciso que ya le di), es también trascendental al que lograría la Nación por el precioso hallazgo sugerido en el Proyecto. Dependerá este Honor de que las naciones que mayor ojeriza profesan a la nuestra, dejando sus caprichos y abandonando sus resentimientos, adopten el modo sencillo de exterminar todo contagio enemigo de la salud. Porque, cuando se interesa ésta, la sana razón sofoca el espíritu de la discordia, y abraza todo lo que le acomoda, aunque venga de las manos mismas del enemigo. Conocida, pues, la virtud del proyecto en los reinos vecinos, se dilatará por todo el globo su establecimiento. Y   —351→   véase aquí que en pocos días se habrá logrado el exterminio de una de aquellas plagas, que se creían inexcusables a la máquina del hombre. La Nación española habrá entonces dado la ley a todo el universo. Pero, ¿qué ley? Aquella que, por antonomasia, se debería llamar la de la naturaleza y de la humanidad. El Rey debe ser obedecido por esta gloria universal de su augusto nombre, que correría por todos los idiomas de las gentes y todas las naciones de la tierra.

2.º Haciéndole comprender las resultas ventajosas que sobrevienen al uso de este orden superior. Por poco que se aplique el pueblo a la meditación del daño o daños que causa la epidemia de las viruelas, vendrá en conocimiento de los provechos que resultan de su entera abolición. La hermosura y buen parecer del rostro es la primer ventaja. Aunque a la austeridad de un genio melancólico, parezca de un orden muy inferior y casi de ningún mérito la Hermosura, el espíritu filosófico halla en ella razones sólidas para que sea estimable. Siendo la belleza el conjunto natural de regularidad, orden, proporción y simetría, una nación que por la mayor parte tuviese todos sus individuos hermosos, lograría un principio feliz de sociedad; porque las personas en quienes no se encuentran defectos considerables de rostro, atan el vínculo de ésta con más fuertes nudos, y donde hay más agrado, allí se reúnen más los corazones. Demás de esto, no sólo el Filósofo, pero también los que se llaman Ascéticos, no pueden negar que la Hermosura es un don precioso emanado de las manos de un ser perfectísimo, esencial e infinitamente hermoso; y que las gentes hermosas son en quienes se retratan las   —352→   perfecciones de Dios. Las mujeres que tanto desean cultivar la belleza, y poseerla, tienen razón de llorar su pérdida en el fuego de las enfermedades, o en la nieve de los años: sus atractivos bien reglados, debían conspirar a hacer amable y, al mismo paso, útil la Hermosura a la felicidad de la Patria, dejándola que goce de los rendimientos, obsequios, y aun adoraciones civiles del Amor Nupcial. La hermosura que tuviese otros designios debía proscribirse muy lejos de los poblados. Pero supuesta esta consideración, no otras que las mujeres, especialmente las jóvenes, estaban en la suave obligación de rogar a los Magistrados que cuidasen de extinguir el contagio pernicioso de las viruelas; porque éste roba al mayor número de los niños y niñas esa amabilísima hermosura que los hace admisibles, aun cuando no tienen las prendas mentales, con noble agrado al trato común. Unos pierden los ojos; en otros se aumentan con deformidad los labios; otros quedan con las narices romas o encogidas, y otros pierden las naturales proporciones, y esas tiernas líneas de la cutícula, que labran y ordenan la simetría de la estructura del rostro, adquiriendo todo el horror de la fealdad, constituida en verrugas, prominencias, desigualdades, hoyos asquerosos y cicatrices muy deformes.

Una cara de alguna niña, lacerada en estos términos, hace un matrimonio malogrado, o porque perdió en su hermosura un hombre que simpatizase con su genio y costumbres, o, porque, aun después de contraído, echa menos su consorte aquel primor, que parece necesario que intervenga en la unión sacramental de dos sujetos de diferente sexo. ¡Oh! ¡y cuánta parte tiene en los contratos matrimoniales   —353→   la vanidad o el capricho de los hombres, que quisieran siempre hermosas a sus mitades preciosas! Del mismo modo un rostro afeado por las viruelas constituye a una niña noble, inepta para entrar por vocación a la clausura monástica, si se ha de seguir la máxima de Santa Teresa; que deseaba81 que sus monjas no fuesen feas para que la caridad no padeciese la más mínima rebaja; en el disgusto que causa la deformidad; y más entre tan pocas personas que se han de estar viendo, con demasiada frecuencia. Así las mujeres feas tienen una mala suerte; quizá la de abandonarse a la prostitución por caminos más vergonzosos, especialmente en países en donde tiene sueltas las riendas la Policía, y da con el disimulo inicuas franquezas a la disolución. Quizá este fue el motivo por que los primeros Romanos82 permitieron a los padres el que expusiesen a sus hijos monstruosos. Según lo refiere Dionisio de Halicarnaso83 Rómulo impuso a todos los ciudadanos la necesidad de criar y educar a todos los niños y, de las niñas, a las mayores; pero igualmente consintió la crueldad de exponer a los feos y feas, a los monstruosos y monstruosas, después de haberlos manifestado a cinco de sus más próximos vecinos. Véase aquí como el exterminio de las viruelas   —354→   acarrea el beneficio de la subsistencia y perpetuidad general de la hermosura, y en particular de la del bello sexo. Veamos ahora, cuanto aprovecha a la hermosura del hombre.

Todo filósofo debe llamar Hermosura Masculina aquella cuyos miembros bien proporcionados cooperan del modo más ventajoso a cumplir y ejercer las funciones animales del hombre. Esta hermosura se puede decir esencial, pues que la utilidad es su principal objeto y fundamento. Esta utilidad es de todo el Estado; porque el hombre hermoso, en el sentido que acabamos de explicar, es apto para la agricultura, propio para el comercio, acomodado para las maniobras de la marina, ágil para las manufacturas, idóneo para la fatiga militar, y a propósito para servir a la República de todos modos. Y aun la carrera de las letras necesita de este género de hombres hermosos, que puedan vacar en el estudio con la constancia que requiere la profesión de la Literatura, y tengan la aptitud de servir con decoro al altar y al foro; porque, ¿qué horrorosa idea no dará de su ridícula proporción y estructura orgánica, un sacerdote lleno de rugas, sacrificando; y un juez deforme distribuyendo los oráculos del Depósito Legislativo, con una fisonomía que siempre y anticipadamente da unas sentencias de espanto? Uno y otro serán o contentibles o formidables. Las viruelas, pues, quitan del mundo esta hermosura de los hombres, volviéndolos con sus malísimas crisis o erupciones tumultuosas cojos, mancos y estropeados en los miembros más necesarios a los usos de la vida doméstica y civil. En este caso era que Licurgo (si hubiese alguna autoridad en el hombre respecto de este solo objeto   —355→   para dar la muerte a sus semejantes), podría mandar con mejor apariencia de necesidad política, que se quitase la vida a estos inútiles y miserables miembros de la sociedad, que la sirven de gravamen; como había ordenado en sus leyes, estableciendo para el gobierno de la Lacedemonia84 un decreto de muerte contra todos los niños que naciesen débiles, o considerablemente defectuosos en su natural constitución. Esta ley brutal, en extremo crudelísima y opuesta a la humanidad, estaba fundada en la naturaleza del régimen político de los Esparciatas, que consistía en que su potencia fuese formidable, y estuviese por eso dependiente de la formación de un pueblo duro, aguerrido y feroz. Otra era la política de Dios descrita en las Santas Escrituras, que prohíbe la efusión de sangre y la carnicería humana. Y el Evangelio demuestra a los sabios del paganismo la barbarie de sus excesos autorizados como fundamentos de su Legislación; porque siendo un Dios de mansedumbre quien le estableció, prohibió el que se derramara la sangre de estos miserables que han sido víctimas de los contagios y enfermedades.

Pero no, es esta la mayor ventaja que resulta de abolir en este reino la epidemia variolosa. La más excelente es que se da la vida a innumerables que perecen al cuchillo de las viruelas. Esta ventaja se puede calcular matemáticamente, sólo con hacer el cotejo de los que han muerto hoy con la epidemia del sarampión. En medio de un corto pueblo como el de Quito, que no pasa de veinte mil   —356→   habitadores, la pérdida de tres mil personas, es un atraso considerabilísimo a la población. Ahora, pues, el sarampión, por maligno que sea, no mata tantos, como mata la epidemia más benigna de viruelas. En el sarampión son contingentes las perniciosas resultas: en las viruelas casi son esencialmente necesarias. En el primer contagio es una la terminación febril; en el segundo son muchos los estados y graduaciones de su constitución morbosa. En aquel; después de la erupción regular, se sigue las más veces la seguridad. En éste, después del primer paso que pareció feliz, viene, o una supuración funesta, o una maturación gangrenosa, o una desecación imperfecta, desigual, maligna, o un retroceso instantáneo de las materias hacia el centro, con muerte casi repentina de los virolentos; y, en fin, otros fatales consectarios anexos a la primera efervescencia, que se suscita dentro de los líquidos de la máquina humana. Una corta detención de las postillas hacia los pulmones acarrea una pronta sofocación. Si la naturaleza es vigorosa para volverlas a la periferia, deja aún sus impresiones perjudiciales, enosis, aftas, tisis o fiebres hécticas de por vida. Pero sería cosa prolija hacer la enumeración exacta de todos los efectos crueles que lleva tras sí la epidemia de las viruelas. Si Hipócrates85 dijo, que los pronósticos de las calenturas agudas acerca de la salud o la vida, siempre deben ser dudosos e inciertos, nunca   —357→   con más propiedad se debe asegurar esta sentencia, que en la fiebre variolosa, y de que no hay (aun cuando se ven los síntomas más benignos), ni puede haber firme esperanza de su feliz suceso. ¡Oh, qué beneficio es no incurrirla en ningún tiempo! Se afianza entonces la vida con prudente seguridad de que no se perderá, que es la más ventajosa resulta de las que sobrevienen al uso de la orden Real de la extinción de las viruelas. Y esto es lo que se debe incesantemente sugerir al pueblo.

3.º Descubriéndole ciertos secretos de la Economía Política, por la que en ciertos casos es preciso que algunos particulares sean sacrificados al bien común. La falta de educación en este país (como lo repetiré siempre que se ofrezca), ha hecho desconocer a la mayor parte de las gentes esta necesidad que todos tenemos de hacer los mayores y más dolorosos sacrificios al bien de la Patria. Por acaso se oye proferir a algunos, como un oráculo misterioso, la siguiente proposición: El bien común prefiere al particular. Pero en la práctica se ve más comúnmente que el interés del público es sacrificado al interés del individuo. Por todas partes no se presenta más que una multitud insensible de egoístas, cuyo cruel designio es atesorar riquezas, solicitar honores y gozar de los placeres y comodidades de la vida, a costa del Bien Universal; en una palabra, ser los únicos depositarios de la felicidad; olvidando enteramente la de la República. Así a todos nuestros compatriotas debería el Filósofo, que sirve de antorcha a la ciudad, inculcarles frecuentemente estas nociones generales, pero dignas de su atención y conocimiento.

«Un animal verdaderamente propio para la   —358→   sociedad civil (dice Puffendorf), o un buen ciudadano, es aquel que obedece prontamente y de buena voluntad las órdenes de su soberano, el que trabaja con todas sus fuerzas en el adelantamiento del bien público, y prefiere éste sin la menor perplejidad, a su interés particular; el que nada mira como ventajoso para sí, que no lo sea igualmente para el público; el que finalmente se muestra con modo accesible y obsequioso para sus conciudadanos. Ahora, pues, (añade el mismo autor), hay pocas gentes que tengan alguna disposición a estos dictámenes desinteresados. Las más no se contienen en alguna manera, sino por el temor de las penas, y muchos quedan toda su vida malos ciudadanos, animales insociables, miembros viciosos del Estado»86.

Estas últimas expresiones del sabio Puffendorf dichas en el seno de la ciencia política, en la que se cultiva por principios la Ética, donde la juventud se educa con estas máximas de honor, dan a conocer cuál es mi espíritu de moderación, cuando he dicho lo que pasa dentro de nuestra ciudad, y cómo únicamente el celo me ha obligado a hablar en estos términos, que chocarán, sin duda, a la barbarie e ignorancia de algunos pocos individuos, que, esparciendo en este pueblo sugestiones contrarias a la suavidad de mi temperamento, previenen   —359→   su ánimo en contra de mi quietud. Pero (dando por mí mismo un pequeñísimo ejemplo a mis compatriotas), sacrifico ésta, porque de lo contrario; sería un infame traidor a las obligaciones todas de ciudadano honesto, y a la confianza del muy ilustre cabildo, que me condecoró con el honor de destinarme a la formación de este papel. De donde he juzgado importante repetir, que el oficio de cada uno de nosotros para con la Patria es (porque lo demanda así la gravísima calamidad que amenazan las viruelas), prescribir el honor, despreciar la fortuna, sacrificar los hijos, y prodigar la misma vida en cambio de una muerte suave, por coronada de la gloria de haber servido al Estado.

Parece que es éste el método que, para la persuasión del populacho a la admisión del proyecto, debe observar el hombre público: a vuelta de este orden, que primero se insinúa en el entendimiento, para ganar después la voluntad, se consigue fácilmente que circule por todo el cuerpo del pueblo87 un modo uniforme de pensar, sentir y hablar. Porque este (hablando de buena fe), tiene una muy oscura idea de que hay un soberano, a quien debe prestar en conciencia toda especie de   —360→   obsequio; deferencia, respeto y veneración. Y para mejor decir, el nombre del Rey no ha llegada a sus oídos absolutamente, o apenas le ha percibido como, un trueno, que subsigue al horroroso resplandor del rayo. Por lo menos no ha llegado a su conocimiento que el augusto Monarca, bajo cuyo suavísimo imperio hemos tenido la dicha de nacer, vela en su alivio y universal prosperidad. Cuando se vea por el populacho, que el Rey, desde la remotísima distancia que hay desde el solio a la miseria; hace memoria de su conservación, se digna comunicarle sus altos, soberanos y misericordiosos designios, y manda poner en práctica los medios todos, conducentes a su felicidad, apartándole de los riesgos que amenazan, y efectivamente invaden su salud; cuando vea, digo, el populacho todo este cúmulo de beneficencia real, no sólo él; pero el pueblo mismo creerá, que hay realmente un Soberano. Que su carácter no es otro que la clemencia paterna, suavidad, bondad y misericordia. ¿Y qué modo más indefectible de hacer conocer a todos el soberano poder de la Autoridad Real, que empezar la cadena del vasallaje por la labor primaria y preciosa del favor y el beneficio? Todos dirán entonces: esto lo manda el Rey, y un Rey tan amante de sus vasallos lo manda para nuestra comodidad, solicita nuestro alivio, y quiere la vida, y salud de sus hijos, porque a todos nos tiene con la mayor ternura por tales. A esta íntima y amable persuasión que gaste la voluntad de los pueblos, luego seguirá no solamente el admitir el proyecto como bueno en la especulativa, sino el poner en obra cuanto se juzgue conveniente para verlo verificado. El rico indolente podrá contribuir   —361→   con algunas sumas de dinero: el sujeto de talentos concurrirá con un torrente de luces para los aciertos e ilustraciones: el pobre sacrificará sus fuerzas, y las unirá a otros tantos brazos fuertes pero prontos y expeditos a tomar a la mano, los materiales del edificio, y en una palabra a fabricarse el templo de la salud para sus hijos, parientes y amigos; tal debe ser el efecto que siga al conocimiento de una materia de tan grave interés.

¿Pero, qué resultas tan desgraciadas no se deben esperar, de la más mínima negligencia en promover este proyecto? Una epidemia, cualquiera que sea, es un soplo venenoso, que, sin perdonar condición alguna humana, influye en todos los cuerpos malignamente, y trae la muerte y ruina de todos. Estamos hoy día llorando la que ha causado y está por causar con sus horribles efectos el sarampión. Esta epidemia, en todas partes y casi siempre benigna, ha traído consigo el luto y la desolación a esta provincia. ¡Oh! ¡y cómo la hubiéramos prevenido, cortado y exterminado, si mejor suerte nos hubiese anticipado, o la noticia del proyecto, o un ejemplar de la disertación que lo establecía! Hubiéramos dado la vida a más de dos mil individuos que en esta ocasión la han perdido: la flor de la juventud quiteña, la más útil y benéfica a la sociedad; porque tal concibo a la gente de servicio y empleada en las artes mecánicas. Esta es la que ha perecido miserablemente y todo se habría libertado con la mayor facilidad, al solo beneficio de separar, muy lejos de poblado, los poquísimos contagios que aparecieron al principio del próximo pasado mes de julio. Pero,   —362→   ¿cuál estrago aún más lamentable no sentiríamos en las fatales coyunturas de una epidemia voraz, y de la extrema indiferencia que tiene de lo preciso el pueblo, si el ilustrísimo señor doctor don Blas Sobrino y Minayo, dignísimo Obispo de esta Diócesis, no hubiera con un corazón verdaderamente episcopal abierto sus entrañas todas de misericordia, al munífico socorro y alivio de todas sus necesidades?88 ¿Y cuál no sería la amarga situación en   —363→   que nos halláramos, si este muy Ilustre Cuerpo, Asamblea de los Padres de la Patria89; si la vigilancia caritativa del Gobierno90, ¿no hubiese   —364→   aplicado y puesto en uso cuantos arbitrios y remedios pudo excogitar y practicar su compasión para con los infelices contagiados?

Si hoy se encendiese nuevamente el contagio de las viruelas aquí, se consumiría esta provincia, porque las fuerzas de los niños, la paciencia de los padres, la constancia de los hombres misericordiosos, la quietud y paz del ánimo de todas las gentes, siguiendo la condición de las cosas humanas, están ya casi agotadas. Las viruelas, trayendo por auxiliares la miseria, aflicción y caimiento de los infelices, desolarían absolutamente los tristes y tiernos residuos de nuestra especie. ¡Qué pérdida tan irreparable!

No es esto lo más, sino que, si nos descuidamos un poquito en ahogar en su cuna el contagio varioloso, seremos nosotros los depositarios de su pestilente semilla; sucederá tal vez que ésta esté a punto de extinguirse, o extinguida ya en España, porque todos los ramos de la policía se van hoy perfeccionando allá, el celo patriótico está en su cumbre, las gentes todas están ya ilustradas, sobre todo, el Gobierno vela por la conservación de la salud pública, y ha autorizado el proyecto de don Francisco Gil. ¡Y en tanto sucederá también que solamente en esta ciudad permanezca un enemigo   —365→   tan pernicioso y tan fatal a toda la Nación! Entonces se verá, que aquí en Quito, como de un almacén u oficina donde se reserva y confecciona el fermento atosigado de las viruelas, se difunda una parte de él para las otras regiones del alto y bajo Perú; que pase hacia el reino mejicano, y aún dé un salto funesto a la Península. ¿Y qué? ¿Desde este país de la salud, que ha merecido el renombre de paraíso de la tierra, donde reina una igualdad serena e inalterable de clima, estación y temperamento, ha de salir la pestilencia que marchite la preciosísima vida de nuestro augusto Monarca y de su Real Familia? ¡Ah, que se pueda oír esto sin horror y sin estremecimiento! Pero entonces, ¿qué justas execraciones no merecerá nuestra indolencia, de España, de Francia, de la Europa toda y aun quizá de todo el mundo? Cuando veamos nosotros que todas las naciones adopten el sistema preservativo de las viruelas, que ha inventado nuestro compatriota, como creo que sucederá en nuestros días, ¿qué confusión deberá ser la nuestra al vernos, sólo nosotros, insensibles al negocio en que tome el mayor interés toda la tierra?

A la verdad, ignoramos que todos más o menos, según nuestras condiciones, nos vemos necesitados a cultivar los conocimientos políticos, cuando menos los más comunes principios del Derecho Público. Si los supiésemos, veríamos ya que todo ciudadano, estando obligado a solicitar, como ya hemos dicho, la felicidad del Estado, penetra que aquella consiste en que éste se vea (si puedo explicarme así), cargado de una numerosísima población, porque el esplendor, fuerza y poder de los   —366→   pueblos, y por consiguiente de todo un reino, están pendientes de la innumerable muchedumbre de individuos racionales que le sirvan91 con utilidad. Y que (por una consecuencia inevitable), el promover los recursos de la propagación del género humano, con los auxilios de su permanencia ilesa, es y debe ser el objeto de todo Patriota.

Como en la antigüedad es donde hallamos las fuentes más puras de la política, para ver la dignidad de este asunto, echemos la vista, con orden retrógrado, a lo que observó Roma cuando estuvo mejor gobernada, y hallaremos que su atención a aumentar el número de pobladores fue en cierto modo llevada hasta el escrúpulo; porque ya se decretó asociar los pueblos vecinos y los subyugados a la República, ya se pensó en dar, y efectivamente se dio, Derecho de ciudadanos a muchísimos de los extranjeros; y, ya finalmente, se creyó hallar un inmenso seminario de habitantes en el numerosísimo enjambre de sus mismos esclavos. Sus más antiguas leyes proveyeron con demasiado ardor a este fin, determinando a los ciudadanos al matrimonio. El Senado y Pueblo, cada uno por su parte, instituyeron leyes favorables a estos contratos propiamente civiles, o de la sociedad; aun los censores, a su vez, como tenían el cuidado de la disciplina de las costumbres y regularidad, tuvieron muy a la vista el mismo objeto. Por la suavidad y la dureza, por el honor y la ignominia, por la libertad y la miseria, en fin, por todo linaje de recompensa o de rigor, eran llevadas todas las gentes   —367→   a procurar la propagación de la especie, supongo que aquella legítima y autorizada por la razón y el decoro de las costumbres92. Traigo a la consideración de mis lectores el mejor monumento que acerca de este punto he hallado en la Historia Romana, referido por Dionisio. Es la arenga que dijo Augusto a los caballeros romanos, cuando por ver el número de casados, hizo que de una parte quedasen los que eran, y pasasen a la opuesta los que no. Halló con admiración de los mismos ciudadanos, mayor el número de estos últimos; y entonces fue, que, con una gravedad propia de censor, les habló así93:

«En tanto que las enfermedades y las guerras nos arrebatan tantos ciudadanos, ¿en qué vendrá a parar la ciudad, si no se contraen más matrimonios? La ciudad no consiste en las casas, los pórticos ni las plazas públicas: los hombres son los que la componen. Jamás veréis, cómo cuentan las fábulas, que salgan los hombres de debajo de la   —368→   tierra para cuidar de vuestros intereses. Y no es para vivir sin compañía, que habéis escogido el celibato: cada uno de vosotros tiene consigo las compañeras de su mesa y de su lecho, y ni solicitáis más que la paz en vuestros desórdenes. ¿Acaso me citaréis el ejemplo de las vírgenes Vestales? Pero si no observáis las leyes de la pureza, era necesario castigaros como a ellas. Vosotros sois malos ciudadanos por cualquier parte que se mire, ya sea que todo el mundo imite vuestro ejemplo, o ya sea que ninguno le siga. Mi único objeto es la perpetuidad de la República. He aumentado las penas a aquellos que no han obedecido, y por lo que toca a las recompensas, son ellas de tanto precio, que ignoro si el valor las ha merecido o tenido mayores: galardones de menor consideración han obligado a millares de gentes a que expongan su vida, ¿y estas mismas no os introducirán a vosotros el empeño de tomar una mujer, y de procurar tener y educar los hijos?».

Por este precioso fragmento de la antigüedad, podemos juzgar cuál fue el dictamen de los mejores espíritus en orden a sugerir poderosos medios para la población. El que tenemos a la mano es tan fácil y tan sano; pues no causa lesión a la santidad del celibato. Evangelio es el exterminio de las viruelas. Hemos visto cuánto nos interesa.

Así desde este momento querría yo que no se escuchase más cierto rumor popular que corre de que el proyecto de la extensión de las viruelas es impracticable en Quito, porque el deshonra altamente a esta ciudad y esta sola será la que en la vastísima extensión de la monarquía española merezca y se atraiga todo su menosprecio.

  —369→  

Por evitárselo, y por motivos aún más relevantes, es que el acreditado celo del bien público y el amor al servicio del Rey del Señor Presidente Regente de esta Real Audiencia y Superintendente General, don Juan José Villalengua y Marfil, comunicó a este Ilustre Ayuntamiento la orden Real, el día primero del presente mes de octubre, con todos los encargos, advertencias y sugestiones propias de la importancia del asunto. En consecuencia, el muy Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento ha requerido a los de la Facultad Médica, para que observen cuál es a su juicio la casa de campo más adecuada a este fin; y que digan todo lo que creyesen oportuno y conducente a promoverlo y perfeccionarlo. El celo de estos profesores ha meditado maduramente la cosa, y ha hallado una casa de campo llamada vulgarmente el Batán de Piedrahíta, ha anunciado a este muy Ilustre Cuerpo, el día siete de este mismo mes de octubre, las proporciones que ésta tiene para servir de un cómodo hospital de virolentos. La tal casa parece que llena todas las ideas que propone y desea el autor de la disertación. Está a competente distancia del poblado con más de un cuarto de legua, y separada absolutamente de los tránsitos comunes. El aire que la rodea es de benigna constitución; los vientos, que de tiempo en tiempo, o, según las estaciones de primavera e invierno, experimentamos acá, y bañan la casa, por lo regular se dirigen de Este a Sur o al contrario, sin mudar de dirección, ni tocar a esta ciudad, porque ésta respecto de aquélla está al Sudeste, y porque, cayendo en sitio profundo, viene a dar en un paralelo, con el que corresponde al terreno de Quito; pero intermediando   —370→   el cordón de una gran colina bien levantada, que separa a uno de otro, sirviendo de antemural a los hálitos que la mala física de nuestros quiteños teme inconsideradamente que se levanten de la casa de campo citada, y vengan a esta ciudad. Tiene agua propia a muy corta distancia, como de veinte pasos comunes, para el uso de la bebida; y para purificar la ropa, corre en la parte inferior el pequeñuelo río de Machángara. Para bajar a éste hay una calzada que hace fácil y natural el descenso. Las piezas que hoy se encuentran, hoy mismo, por la necesidad, están aptas para el servicio de los enfermos y para su aposentamiento; pero deberán a poca costa tener después otra figura y aptitud, así para la comunicación de la luz como del aire que las debe ventilar. Hay dos huertecillos y dos especies de atrios imperfectos, que ofrecen para la fábrica posterior mucha comodidad. En fin, parece haber nacido esta casa para este efecto de depositar en ella a todos los insectos de enfermedades contagiosas.

Nada falta ahora, sino que con la mayor brevedad se obligue al dueño de ella a que la venda. Y el día en que tome la posesión, parece regular que el mismo Señor Presidente Regente Superintendente General, la autorice con su presencia, yendo al frente del muy Ilustre Cabildo a consagrar esta casa, en nombre del Rey, a la salud pública, porque así se dé al público (propenso a formar altas ideas por el esplendor externo de las funciones brillantes), un concepto, en cierto modo sublime, de la grande importancia de la materia, del señalado servicio que se le va a hacer, y del particular anhelo que hay en obedecer al Rey.

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Hecho esto, deberán estar prontos los utensilios, ropas, camas y peculiar menaje, que deben usarse en este pequeño hospital; su guarda, asistencia y confianza, parece mejor que se entregue a mujeres de edad de treinta años hasta cincuenta, pero de conocida probidad. Si se encontrasen seis con las dotes necesarias para ejercitar la hospitalidad en la casa de recogimiento, que llaman el Beaterio, de allí se deberán sacar por fuerza, respecto de que éstas no están obligadas a la clausura monástica con voto. Pero aun afuera no dejarán de hallarse mujeres pobres y virtuosas, que se quieran encargar de esta función caritativa, especialmente si se les ofrece y da por el tiempo que dure la curación de los virolentos, un salario competente. Y cuando suceda que no haya en la ciudad alguna epidemia, y con particularidad la de viruelas, con todo esto el Ilustre Cabildo comprometerá a cada uno de sus beneméritos miembros, a una visita ocular de la casa y de todo lo que en ella se contiene, cada quince días por turno en compañía de algún médico o cirujano por el motivo que abajo se expresa.

Síguense ahora los oficios del ciudadano como físico. Antes de todo es preciso que el pueblo esté bien persuadido por éste, que las viruelas son una epidemia pestilente. Esta sugestión era ociosa en Europa en donde están persuadidas generalmente las gentes, que no se contraen sino por contagio. Acá las nuestras parece que están en la persuasión de que es un azote del cielo, que envía a la tierra Dios en el tiempo de su indignación. Por lo mismo, haciéndose fatalistas en línea de un conocimiento físico, creen que no le pueden   —372→   evitar por la fuga, y que es preciso contraerlo o padecerlo como la infección del pecado original; impresión perniciosa, que las vuelve indóciles a tomar los medios de preservarse propuestos en la Disertación. El autor del proyecto, para hacerlo indudablemente asequible, alega las autoridades de los más célebres autores médicos, que han afirmado ser las viruelas contagiosas. Aun cuando no atendiésemos sino al origen de éstas, y a su modo de propagarse en Europa, debíamos quedar en la inteligencia de que lo eran, y que es indispensable el contacto físico de la causa al cuerpo humano, para que en él se ponga en acción un fermento peculiar, homogéneo y correspondiente a la naturaleza del efluvio varioloso.

Sean los que fuesen los corpúsculos tenues, pero pestilentes de la viruela, nuestra experiencia nos está diciendo que éstos nos vinieron siempre de España y de otras regiones de Europa. En los tiempos anteriores en que el ramo de comercio activo, que hacía ésta con la América, especialmente a sus orillas del Sur, no era tan frecuente del mismo modo, era más rara la epidemia de viruelas: conforme la negociación europea se fue aumentando y haciéndose más común, también las viruelas se hicieron más familiares. En tiempo de los que llamaban galeones, que venían a los puertos de Cartagena, Panamá, Portovelo y Callao, padecíamos las viruelas, de veinte en veinte años. Después de doce en doce. El año de 1757 participó de este contagio epidémico, que pareció no ser de los más malignos; pero el año 1764 vi otro tan pestilencial, que desoló las bellas esperanzas de tanta juventud lozana y bien constituida, y entonces   —373→   perdí un hermano de los mejores talentos que puede producir la naturaleza. Desde entonces volvió a los dos años a infestarse esta ciudad: se destruyó su pestilencia enteramente, hasta el año próximo pasado de 1783 en que siendo general el contagio con muerte de muchos niños, se nos ha vuelto doméstica o casi endémica; porque no se aparta hasta hoy, invadiendo ya aquí, ya allí, en los barrios de esta ciudad, como también en los pueblos del contorno de la provincia. Es el caso que los navíos mercantes procedentes de Cádiz o la Coruña, llamados registros, son de todos los años y de muchas veces en cada año.

No era difícil hacer una historia completa de las viruelas, y desde luego de las horrendas visitas que ha hecho esta epidemia a la América y a los más de sus territorios y poblaciones. La época infeliz de su venida confiesa don Francisco Gil que fue cuando se empezó la conquista de la América Septentrional, en estos términos: «Desde Europa se extendió esta epidemia a las Indias Orientales por medio del comercio de los Holandeses, y a la América, a los primeros pasos de su conquista, por medio de un negro esclavo de Pánfilo Narváez, que padeciendo esta dolencia entre los habitadores de Zempoala, les dejó su semilla en perpetua memoria de su infeliz arribo: siendo de notar que en cambio de este pestilente género, nos transportó el mal venéreo Pedro Margarit». Hasta aquí el autor de la Disertación, cuyas últimas palabras no tienen la menor verdad, como podrá ser que lo digamos más abajo. Pero es cosa muy cierta que el dicho negro trajo a estas tierras la enfermedad más formidable que conoce la humana   —374→   naturaleza. Y este es un hecho atestiguado por nuestros historiadores, y por Fonseca, portugués de nacimiento.

En los lugares con los que no hay mayor trato y comunicación, o que están separados por algún dilatado intermedio de montañas, como son (aquí en nuestra provincia), las reducciones de Mainas, todas las poblaciones de las riberas del Marañón, el pueblo de Barbacoas, las costas de Esmeraldas y Tumaco, las misiones de Sucumbíos, las próximas doctrinas o curatos de Mindo, Gualea, Santo Domingo, Cocaniguas, no ha entrado la viruela; y, si alguna vez se ha visto que ha principiado por algunos individuos su veneno, han huido los indios habitadores de los citados pueblos a lo más interior, de las altísimas y espesas selvas que los rodean, dejando a los contagiados en manos de la epidemia, de la soledad y de su tristísima suerte. Este ha sido y es su regular, pero seguro método de preservarse de la infección. De donde ha pasado, con especialidad en las misiones del Marañón, que a los pobres misioneros, en casos iguales de la deserción de sus feligreses, les ha sucedido verse en la necesidad de perecer de hambre, no teniendo quién les dé los efectos de la caza, de la pesca y de los frutos monteses, especie de pensión cuotidiana con que estos fieles suministran los alimentos a sus párrocos. De éstos los que son diestros y nada desidiosos dejan el sitio de la población, y huyen con sus indios al centro de la montaña, con lo que toman providencia para la seguridad de su propia vida. No hizo así, en semejante coyuntura de principiar el contagio, el licenciado don Juan Pablo de Santa Cruz y Espejo,   —375→   hermano mío, el año pasado de 1787, cuando se hallaba a la sazón de Párroco Misionero en la reducción del pueblo de San Regis. Fue acometido un neófito suyo del contagio de las viruelas, y pudo conocerlo este eclesiástico, tanto por lo que había padecido y visto bien padecer a muchísimos en esta ciudad, como porque, siendo hijo de un profesor de medicina y cirugía, tenía tal cual tintura de patología e historia de las enfermedades. Teniendo, pues, que al conocerlo los indios de su pueblo, le dejasen solo y a punto de perecer, y por otra parte persuadido íntimamente de las obligaciones de su ministerio pastoral para no desamparar a su oveja caída y doliente, determinó ocultarle dentro de su mismo aposento, e impedir su vista y noticia lo más que le fue posible, al resto de los feligreses. En esta situación el mismo pastor (como debía ser); le daba por su mano la bebida y el tinuísimo alimento de que necesita este género de dolientes, y él mismo le socorría en el tiempo de sus comunes necesidades corporales: pero de este modo le sacó con triunfo más que marcado, con las cicatrices que dejó en su rostro y cuerpo el pestífero enemigo. Lo que viene al caso es, que ningún otro individuo de San Regis fue atacado de la dolencia variolosa. Véase aquí en breve y por menor practicado el método propuesto por don Francisco Gil pero sobre todo véase cómo es cosa indudable que la viruela es enfermedad contagiosa, y que se logra la preservación de ella, evitando la vista, trato y comunicación de los virolentos, de su ropa y utensilios.

Ahora pues, por horrible que sea la epidemia variolosa, su veneno es de más benigna índole que   —376→   el de la peste: sin comparación es más funesta y en grados más superiores esta última. Según la expresión del famoso Gorter, benemérito discípulo del gran Boerhaave, al principio del comentario a los aforismos 727 y 728 del insigne Sanctorio, es el fermento de la peste muy sutil. «Todos los autores (dice), convienen en que la materia pestilencial es volátil». Aún siendo así, la peste no invade a los que toman las debidas precauciones para no incurrirla, especialmente los que por la fuga de los contagiados separan, digámoslo así, todos los motivos de apestarse. El mismo Sanctorio nos confirma en esta doctrina con una sentencia propia de su gusto y de su exquisito talento calculatorio, y dice: «Non sponte inficimur peste, sed fertur ab alliis. Patet experimento Monialium»94. Esto que afirma Sanctorio de lo que pasa con las monjas, hemos visto prácticamente hoy que ha sucedido así respecto de la epidemia del sarampión en el monasterio del Carmen de la nueva fundación, en el que hay catorce personas que no la han contraído, debiendo, por la opinión vulgar, contraerla en atención a no haberla padecido en su niñez estas personas preservadas. Al contrario en los otros monasterios, que vulgarmente se dicen abiertos (y lo son, en verdad, por la libre entrada y salida que tiene en ellos una multitud de gente de servicio), ha tenido también franquísimo paso el sarampión, y ha causado muchas muertes, con particularidad en el monasterio de Santa Catalina.   —377→   Ahora, pues, por lo que mira a la misma peste, se me hace cosa necesaria traer un pasaje del celebérrimo inglés James, autor del Diccionario de la Medicina, que dice así: «Pues, que es cierto que la Peste no nace en nuestros climas, y que es traída de países distantes, el medio más seguro y más cierto que puede indicarse para preservarse de ella es evitar el contagio. Mucho tiempo ha que Celso aconsejó a las personas que gozaban salud y que no se creían seguras, se alejasen por mar y tierra, y Noel de Comte asegura (His. libro 27), que este consejo fue de una grande utilidad durante la peste que desoló la Italia en el año de 1625. Sanctorio (Med. stat. sect. afo. 738), dice con la mayor naturalidad: "que aquellos que ordenan para evitar la peste otros remedios que la fuga, son unos ignorantes o unos charlatanes, que quieren enriquecerse. Este es el motivo por que los soberanos proveen perfectamente al bien de sus vasallos, cuando en un tiempo de peste impiden por todo género de medios la entrada y progreso del contagio, y que, cuando una casa está ya infecta, hacen salir de ella las personas que se hallan sanas y quemar todos los muebles de aquellos que han muerto, de temor que la enfermedad no se comunique por su medio"». Hasta aquí James.

Si esta ventaja resulta de la separación de los apestados, con una malignidad que parece y es tan volátil, sutil y trascendental; ¿por qué no se deberá esperar semejante y aún más feliz con el contagio de las viruelas, que es respectivamente, más lento, tardío y perezoso, incapaz de propagarse en solo un día a toda una ciudad, menos a todo un reino? En efecto, los soberanos de Europa van   —378→   logrando casi la entera abolición de la peste por solo este medio, siendo así que ésta, por ser antiquísima en el mundo, podía haberse hecho regional, en toda o en la mayor parte de la haz de la tierra habitada. Pero Juan Gorter, ya citado, dice sobre el aforismo 726 de Sanctorio: «Como por la bondad divina, no se ha visto en nuestros tiempos la Peste en esta región, nada puedo añadir acerca de su naturaleza». Lo cual prueba que la Europa se ve limpia de ella por sus costumbres y policía, y que quizá no se vería en alguna región, si no fuese por la sórdida flojedad de los africanos y afeminada delicadeza de los asiáticos. ¿Cuánto más se debe esperar acerca del exterminio de las viruelas, puesto que éstas son con muchísimos siglos posteriores a la peste? Mas aquí entra ya la averiguación acerca del origen varioloso.

La extraña y admirable naturaleza de la viruela todo el mundo la conoce; pero la historia de su nacimiento y origen, todo el mundo la ignora. Tanto más debe maravillar esta ignorancia, cuanto más horrenda y funesta fue y es al género humano esta epidemia. Parece que (a excepción de la peste), no ha sufrido dominación morbosa más tiránica y mortífera el hombre. Con todo eso, desde que se exigió en el arte del conocimiento de las enfermedades su pronóstico y su curación, no se ha visto dolencia tan circunstanciada como la de la viruela. Pero así mismo, no ha habido quien la haya tratado, desde el Padre de la Medicina hasta cerca del siglo duodécimo del establecimiento de la Iglesia. Entre los eruditos, el África y el Asia se dan igualmente por patria de la viruela; y entre las provincias de estas dos partes de la tierra,   —379→   unos culpan a la Etiopía y Egipto, y otros acusan a la Persia y a la Arabia el haberla dado cuna. Dos consecuencias son las que se infieren en esta diversidad de opiniones: la primera, que no se sabe cuál es el país natal de este contagio; la segunda, que también se ignora cuál fue el siglo en que éste nació, para horror y desolación de la humana posteridad.

Por lo que mira al lugar del nacimiento, Ricardo Mead y Pablo Werlofh, citados por don Francisco Gil, son de parecer que le tuvo en la Etiopía; Friend asegura que en Egipto. Véase ahora el motivo que a mi parecer tuvieron aquellos y este para opinar con tan insigne variedad. En efecto, todo el que han tenido ha sido el conjeturar sobre una materia que debía ser un hecho histórico. A la verdad, la Etiopía pareció ser el taller en donde se fabricó siempre, por su ambiente muy caluroso, toda especie de epidemias y de enfermedades pestilentes, cuya malignidad se hace ver principalmente en la circunferencia del cuerpo, con postillas, úlceras y demás afecciones cutáneas. Y tal parece el juicio que obligan a formar los monumentos históricos que nos han dejado Tucídides, Diodoro y Plutarco, acerca de aquella peste que, habiendo tenido su principio en la Etiopía, bajó al Egipto, desoló la Libia, prendió su fuego en la Persia, y vino repentinamente a hacer sus estragos en Atenas. Este es el principio que tienen Mead y Werlofh, para inferir que la Etiopía fue el suelo patrio de la Viruela.

Según este principio, también debía subir a muy remota antigüedad la infeliz época de la epidemia variolosa, porque, cuando se encendió el fuego   —380→   de la Peste Ateniense, fue el año del mundo 3574 y 430 antes de la venida de Jesucristo. Es cierto que Mead y Werlofh no quieren fijar su época en tan distantísima antigüedad: antes sí, constantemente defienden que no la conocieron Hipócrates, Crasístrato, Apolófanes, Mitrídates, Asclepiades ni Hemison entre los griegos: menos llegó a la noticia de Celso, Viviano y Prisciano entre los latinos; pero afirman que la viruela tuvo su origen en la Etiopía, sin decir el tiempo preciso en que allá pareció y se volvió endémica, que parecen cosas muy conexas, especialmente en edad menos distante de la nuestra. Esto manifiesta que, por decirlo así, no tuvieron otro fundamento que la historia de la peste etiópica difundida por la Grecia.

Por este camino, harían muy bien los autores que quieren persuadir que la antigua Grecia conoció el contagio de las viruelas, en producir que en este tiempo debía fijarse su funesto nacimiento, y que desde luego, siendo esta misma peste la fiebre variolosa, había motivo para decir que Hipócrates la conoció, curó y describió. En efecto, Hipócrates trata de ésta, y la pinta a la larga como médico, y es verdad también que muchos de sus síntomas parece que caracterizan a la viruela. Traeré el largo pasaje de Tucídides para que sea vista esta verdad, y para que se haga más grata la narración en boca de un historiador tan célebre, cuya precisión y propiedad quizá dará aun mejor idea que la que, envuelta en términos oscuros, nace regularmente de los labios de los médicos. Dice Tucídides:

«Me contentaré con decir lo que ella era, como   —381→   que yo mismo experimenté esta enfermedad, y he visto a otros acometidos de ella esto podrá servir de alguna instrucción a la posteridad, si alguna vez acontece que ella vuelva. Primeramente este año estuvo libre de toda otra enfermedad, y cuando acontecía alguna, degeneraba luego en ésta. Sorprendía repentinamente a aquellos que estaban con buena salud, y sin que cosa alguna la ocasionase, empezaba con grave dolor de cabeza, ojos rojos e inflamados, la lengua sangrienta, las fauces de la misma manera, un aliento infesto y una respiración dificultosa; seguida de estornudos y de una voz ronca. De allí bajando al pecho, causaba una tos violenta: cuando acometía al estómago, le irritaba y ocasionaba vómitos de toda especie, con mucha fatiga. Los más de los enfermos tenían un hipo acompañado de una convulsión violenta, que se aplacaba en unos durante la enfermedad, y en otros largo tiempo después. El cuerpo no estaba pálido sino encarnado y lívido, se cubría de elevacioncitas, y postillas, y no parecía al tacto muy caliente, pero interiormente ardía de tal modo, que no podía sufrir la manta ni la camisa, hasta verse en la necesidad de quedar desnudo. Se tomaba el mayor contento de sumergirse en el agua fría, y muchos, a quienes no se guardó cuidadosamente, se precipitaron a los pozos, perurgidos de una sed inextinguible, sea que bebiesen poco o mucho. Estos síntomas eran acompañados de desvelos y de continuas agitaciones, sin que se debilitara el cuerpo en tanto que estaba en su fuerza la enfermedad. Porque había una resistencia casi del todo increíble, de tal modo, que los más morían al séptimo o   —382→   noveno día del ardor que los devoraba, sin que sus fuerzas disminuyeran mucho: si pasaba este tiempo, bajaba la enfermedad al vientre, y ulcerando los intestinos, causaba una diarrea inmoderada, que hizo morir casi a todos los enfermos de consunción, porque la enfermedad acometía sucesivamente a todas las partes del cuerpo, comenzando desde la cabeza; y si al principio se escapaba ésta, el mal ganaba las extremidades: tan presto bajaba a los testículos, tan presto a los dedos de pies y manos; y muchos se curaron con la pérdida del uso de estas partes, y algunos aún del de la vista. Alguna vez recobrándose la salud, se perdía la memoria hasta el punto de desconocer a sus amigos y aun a sí mismos. La enfermedad, pues; dejando aparte muchos accidentes extraordinarios que eran diversos en diferentes sujetos; estaba generalmente acompañada de los síntomas, cuya historia acabamos de dar. Durante todo este tiempo no hubo enfermedad que se mirase como ordinaria, y, si alguna aparecía, luego degeneraba en aquella. Algunos perecieron por defecto de socorro; y otros, por más que se tuvo cuidado de ellos. No se encontró algún remedio que pudiese aliviarlos, porque lo que a unos aprovechaba a otros causaba daño. No hubo cuerpo alguno, débil o vigoroso, que resistiese a esta enfermedad; pero todos murieron, por más cosas que hicieron para su curación. Pero lo que causaba mayor molestia, era por una parte, la desesperación que algunas veces se apoderaba de aquellos que estaban insultados, y que les obligaba a abandonarse por sí mismos sin querer hacerse algún remedio y por otro lado, el que el contagio sorprendía a   —383→   aquellos que asistían a los enfermos, y es lo que causó más estrago»95.

En algunos rasgos se diferencia la narración médica del grande Hipócrates, lo que prueba la singularidad de genio del filósofo y del historiador, y como él produce en todas las obras de espíritu la claridad, la energía, el noble estilo y la justísima propiedad de las palabras. Pero viniendo a nuestro propósito, no hay para qué pretender que en aquel tiempo se conociese en la Ática la naturaleza de las viruelas, porque las citadas pinturas de la peste de Atenas y el Peloponeso, bien que traigan algunos de los síntomas que se padecen en las viruelas, no son todos, ni son los característicos de éstas.

De balde se querría tomar en estas fuentes de la antigüedad el dudoso origen de la fiebre variolosa, aun cuando añadiésemos a ellas a Lucrecio96   —384→   que; describiendo la peste griega, le da sus valientes coloridos como poeta. Pero también me parece cierto que los célebres Mead y Werlofh no han tenido presentes otros monumentos que éstos, para sacar por una de aquellas consecuencias de aventura y por una de esas conjeturas fortuitas, que las viruelas debieron su fatal principio a la Etiopía. Pudo obligarlos la idea general que tenemos de que siendo la Etiopia la región más interior del África, es su clima muy ardiente, su suelo muy lleno de suciedades, y sus moradores quizá los más negligentes y ociosos de toda la tierra; por lo que comúnmente se cree que todas las pestes nacen bajo del venenoso y mortífero cielo etiópico. A más de esto, pudo también obligarlos al mismo dictamen, la grande analogía que encontraron y hay entre la naturaleza de la verdadera peste y la de las viruelas.

Del mismo modo, está fundada en una débil conjetura la opinión del doctor Friend que afirmaba ser el Egipto quien dio nacimiento a la viruela. Mas (no omitiendo nada de la verdad), es preciso decir que Friend la pudo beber en las historias más antiguas que tenemos de esta epidemia: ellas refieren que ésta apareció en Egipto en el tiempo de Omar, sucesor de Mahoma. El mismo Mead, citando a Juan Jacobo Deisk, dice: que en los países orientales se vio la viruela bajo la famosa época de Mahoma, que fue a principios del siglo séptimo del cristianismo. Por otra parte, Rhazis, escritor árabe, en su tratado que intituló Discurso sobre la Peste, escrito en lengua siríaca, describe el contagio varioloso perfectamente, y le da su principio en Alejandría, porque no es otra cosa decir   —385→   que Arhon alejandrino, médico de profesión, escribió de la viruela y su curación, en el tiempo en que dominaba Mahoma. Pero de sólo éste último monumento vino Friend a inferir que el Egipto dio nacimiento a la enfermedad de que vamos hablando. Y esta es la que llamo débil conjetura, o, por mejor decir, llamaré su opinión un falso raciocinio, que es éste: Alejandría es país más sano respecto del de Egipto; con todo eso en Alejandría escribió Arhon de la viruela, luego ésta nació en el Egipto.

Para dar un poco de más fuerza a mis reflexiones, se hace necesario decir que hallo una cosa bien particular, y es que entre Barchusio, Schulizio, Friend y Le Clerk, que han escrito la historia de la medicina, éste último es de una crítica juiciosa, a mi ver, más correcta que la que han aplicado los otros a su historia; y con todo eso, un hombre sabio como éste, versadísimo en las lenguas orientales, no hace mención del escritor alejandrino, ni menos ha dicho que él haya sido el autor original de las viruelas, o que haya otros que escribiesen acerca de éstas en el siglo sétimo. Siempre trata como a primeros autores a los insignes mahometanos del siglo de Avicena. Ojalá Le Clerk, así como lo dijo, nos hubiera dejado algunos extractos de sus escritos sobre la epidemia variolosa.

¿Qué deberemos creer después de esto, sino que ignoramos enteramente cuál es el país, y cuál el siglo en que ésta tuvo su nacimiento? Con todo, nos hemos de persuadir de que ella no tiene demasiada antigüedad. El famoso Martín Lister, dice que es un género de nueva enfermedad no conocido de los antiguos y él mismo asegura que casi desde   —386→   el siglo duodécimo fue que ella se describió por los árabes Avicena, Mesúe, Rhazis y Alsaharabe. Estoy, pues, en el concepto de que en la misma Arabia fue en donde primero se suscitó tan pestilencial levadura. Y tengo el gusto y satisfacción de que habiéndolo pensado ya antes así, llegó a mi mano el diccionario de medicina de James, y en el artículo «Viruelas», encontré a mi propósito estas palabras notables: «Pues, que los griegos no tenían de esta enfermedad algún conocimiento, era menester que los árabes la hubiesen traído de su propio país». Y es cosa bien notoria y muy regular que en la región en donde se descubren primeramente las enfermedades, allí se suelen hacer igualmente sus descripciones. Así la lepra en Egipto y en Israel; la plica en Polonia; el sudor ánglico en la Gran Bretaña; el escorbuto en Holanda, Dinamarca, Suecia, Zelanda, etcétera; la tisis nerviosa en Virginia; el tarantismo en la Italia, y aun los suicidios violentos en toda la Inglaterra. La propensión del hombre es transcribir al papel las cosas memorables que acontecen en su tiempo, y tener el cuidado de dejarlas en memoria a la posteridad.

El que la Viruela sea un contagio descubierto cerca del siglo duodécimo, y que antes no fuese conocido ni descrito, por los médicos e historiadores ni los demás literatos, es prueba incontestable de que no tiene mayor antigüedad. Éste es un punto de crítica en el que tiene el mayor convencimiento la fuerza del argumento negativo, porque el silencio de los antiguos médicos, que fueron más exactos que nuestros modernos en pintarnos la calamidad morbosa que de tiempo en tiempo ha afligido al cuerpo humano, nos dice con evidencia que no   —387→   llegó a su noticia la que producen las viruelas. Por lo que el mismo Lister provoca con una generosa confianza, y, para decir verdad, con una valentía inglesa, a que le muestren lo que han añadido de nuevo los autores de hoy al retrato que los árabes nos dejaron de las viruelas y el método de su curación. La consecuencia que se debe sacar de esto es, que el tiempo en que se escribe de los males, ése es la primera época de su cruel aborto. Siguiendo este método, el celebérrimo Le Clerk, crítico excelente, como ya lo dije, prueba del mismo modo con otros autores la antigüedad de la Hidrofobia, como aparecida en tiempo del famoso médico Asclepiades, tan solamente porque en Plutarco se hallan algunas palabras que la significan o dan a entender; y Celio Aureliano también médico bien antiguo, igualmente que célebre, quiere demostrar la antigüedad del mismo accidente por un pasaje que se halla en el octavo libro de la Ilíada de Homero. Por lo mismo, nosotros, de la cabal descripción de las viruelas hecha por Rhazis, debemos atribuir a su tiempo el principio de ellas.

Porque no es de dudar que la naturaleza puede producir nuevas enfermedades, y esas por lo común contagiosas. ¿Qué dificultad habrá en creer que las viruelas hayan ejercido su tiránico imperio sobre el cuerpo humano, solamente por el espacio de más de seis siglos? En esta provincia se vio el año pasado de 1764, por este mismo tiempo, lo que se llamó mal de manchas, o peste de los indios; cuya descripción hice y tengo aún entre mis manuscritos. Y no era sino una de esas fiebres inflamatorias, pestilentes, que, habiéndose encendido en   —388→   un cortijo o hacienda de los Regulares del nombre de Jesús, ya extinguidos, llamado Tanlagua, se extendió por algunos lugares o pueblos de este distrito infestando tan solamente a los indios y a algunos mestizos, que perecieron sin consuelo, por la impericia de los que entonces se llamaban temerariamente profesores de medicina. Pero esta calentura pestilencial era nueva en este país, en donde no hay tradición que se hubiese visto, ni antes ni después de la conquista, alguna otra de igual naturaleza. Tomás Sydenham, hombre nacido para las observaciones de la humanidad enferma, de un carácter de nobilísimo candor, cargado ya de años y de juiciosísima experiencia, escribió sobre el ingreso de una nueva calentura, y la describe con el cúmulo de peculiares síntomas que la distinguían de las otras calenturas, y en un estilo verdaderamente latino. Plutarco, refiriendo la contestación que tuvieron los médicos Philon y Diogemano, sobre si la naturaleza puede o no producir nuevas enfermedades, cita con este motivo a Atenodoro, que aseguraba que la lepra elefancíaca y el mal de rabia se habían dejado ver, por la primera vez, cuando vivía el famoso Asclepiades de Bitinia. Ya se ve que entonces eran nuevas y recién vistas aquellas enfermedades, respecto de la edad del mundo, que hasta el tiempo de Asclepiades llevaba de antigüedad 3920 años, de donde se debe inferir que todos los días tenemos nuevos efectos morbosos que invaden a la triste naturaleza humana. Y así es digna de traerse aquí una sentencia del que yo llamo por antonomasia Historiador natural, el celebérrimo Daubenton. Este hombre doctísimo, destinado por la Providencia para tener entrada en   —389→   los arcanos más recónditos de la naturaleza, cuenta los favorables efectos que causó la cascarilla en las disenterías del año de 1779, tanto en las que fueron acompañadas de fiebre, como en las que no la tenían; y añade: «La ipecacuana perdió entonces su reputación: mas, nada debe concluirse de esto (aquí está la sentencia muy propia de Daubenton), porque de un año a otro, las enfermedades del mismo nombre son muy diferentes».

Parece, pues, que es lo más verosímil fijar la primera aparición de la viruela, tanto al fin del undécimo siglo; por lo que hace al tiempo; como en la Arabia, por lo que toca al territorio. Lo que hay en esto de indudable, por bien averiguado, es que se propagó este contagio del cuerpo, del mismo modo y por los mismos pasos que tres siglos antes se había esparcido la pestilencia espiritual del mahometismo. La viruela iba también conquistando y haciendo horrible carnicería por tantos pueblos, cuantos fueron subyugados, en los tiempos anteriores, al imperio de los mahometanos. Así ella se extendió por todo el Egipto, la Siria, la Palestina y la Persia: se hizo conocer a lo largo de las costas del Asia, en la Licia, la Sicilia, y finalmente en las provincias marítimas del África, de donde con los Sarracenos que infestaron la Península pasó el Mediterráneo, se difundió en España y por consiguiente era inevitable que se comunicase acá a las Américas.

Contentándonos ahora con la verosimilitud, en orden al origen de las viruelas, que es pura materia de mero hecho dependiente de la historia; ¿nos atreveremos a sondear el abismo de la causa fermentiva que las produce? Cuanto han dicho hasta   —390→   aquí los físicos, no ha sido sino la producción de la vanidad, y por consiguiente el testimonio claro de la flaqueza del espíritu. Sydenham, acaso el único médico que habló con ingenuidad y generoso candor, asegura, cuando trata de la fiebre pestilencial y peste de los años de 1665 y 666, que ignora cuál sea la disposición del aire de que depende el aparato morbífico de las enfermedades epidémicas, con especialidad de las viruelas y peste, y venera la bondad misericordiosísima de Dios Omnipotente, que no queriendo sino raras veces la propagación mortífera de un aire venenoso y mal constituido, hace que sólo sirva éste a inducir enfermedades de menor riesgo. Es el caso que el sabio inglés atribuye la causa de las epidemias a la pésima constitución del aire, y de allí viene la admiración que le ocasiona ver que una misma enfermedad en cierta estación abraza a infinito número de gentes, haciéndose epidémica, y en otra solamente insulta a uno que otro individuo, sin pasar adelante con mayor ímpetu. Lo cual así sucede, y esta experiencia se presentó también a los ojos de Sydenham, en las viruelas Thomas Sydenham97.

Si atendemos a lo que han atribuido de daño o de provecho al aire los médicos, puede decirse que, en solo este elemento y sus mutaciones se   —391→   debe hacer consistir la causa de las enfermedades epidémicas. Y a la verdad, la atmósfera, que nos circunda, debe tener un influjo muy poderoso sobre nuestros cuerpos para causarles sensibilísimas alteraciones. Es cosa de espanto lo que juzga un autor moderno acerca de la atmósfera: quiere él, que ésta sea como un gran vaso químico, en el cual la materia de todas las especies de cuerpos sublunares fluctúa en enorme cantidad. Este vaso (añade el autor), es como un gran horno continuamente expuesto a la acción del sol, de donde resulta innumerable cantidad de operaciones, de sublimaciones, de digestiones, de fermentaciones, de putrefacciones, etcétera. A esta cuenta, considérese ya ¿cuál no será el carácter que imprima en la economía animal cualquiera de estas variedades continuas y perennes de nuestro ambiente? Aun cuando nada hubiera de lo que dice este autor, no se puede negar que el cuerpo humano está principalmente conmovido por la presión de la atmósfera, y esta es de una mole casi inmensa, respecto a la superficie y fuerzas naturales y musculares de aquél. Hecho con la mayor exactitud el cálculo, carga el hombre sobre todo su cuerpo la cantidad de 3890½ libras de aire lleno de vapores, que se dice por los filósofos, atmósfera. Si ésta, muda instantáneamente de temperatura, es preciso que turbe nuestra salud, y aun debe causar maravilla, que no induzca mayores daños; pues, ya que aquel peso puede subir en ciertas estaciones al de 4000 libras, deber a la textura de las partes de nuestro cuerpo, con especialidad la de los pulmones y el corazón, los cuales, sin duda, en estas circunstancias han de aplicar mayor resistencia y han de ejercitar   —392→   mayor y más vigorosa acción. No es esto lo más que puede causar la presión de la atmósfera: el efecto más temible que puede producir es volver la sangre, o muy espesa o muy líquida, y por consiguiente, que dentro de las venas y arterias ocupe o muy grande espacio o muy corto, siempre con detrimento de la salud y de la misma vida. ¡Oh! ¡y cómo el vivir es un continuado prodigio!

Ahora, pues, si a esta atmósfera se le une una porción de vapores podridos, será inevitable que contraiga una naturaleza maligna y contraria a la constitución de la sangre: esto bastará para que se suscite una enfermedad epidémica, cuyos síntomas correspondan a la calidad propia del veneno inspirado por los pulmones y derramado en todas las entrañas. La generación de las enfermedades contagiosas pide principios peculiares que las caractericen. De allí vienen las disenterías, las anginas, los cólicos, las perineumonías y las fiebres que rápidamente han acometido a la mayor parte de una ciudad. Una fiebre catarral benigna, casi en un mismo día echó a la cama a toda la gente de Quito, el año pasado de 1767. Después experimentamos un flujo de vientre epidémico, y anginas por el año de 1769.

¿Quién podrá comprender el misterio de que en semejantes ocasiones el aire venenoso dirija a ciertas partes del cuerpo, y no a otras, sus tiros perjudiciales? Los filósofos se esfuerzan a atribuir este efecto a la diversa configuración de las moléculas pestilenciales y a la capacidad diversísima de los diámetros que constituyen la superficie de las fibras del cuerpo. Un glóbulo, pues, entrará bien por un poro orbicular; un corpúsculo cuadrado,   —393→   por un diámetro de la misma figura, etcétera. Así las cantáridas insinúan sus partículas en los órganos que sirven a la filtración de la orina: el mercurio donde quiera que se aplique, sube a las fauces y a las glándulas salivales, a pesar de su conocida gravedad: el alcíbar se fija más bien en el hígado, que no en el bazo, etcétera. Y así respectivamente con los venenos y los medicamentos sucede lo mismo. Pero, ¿de dónde sabremos evidentemente que pase este recíproco mecanismo, así de la acción de aquellos, como de la reacción de los resortes de la máquina animal? Esto es muy oscuro e impenetrable, y la física se queda siempre en la ignorancia de las causas que producen tantos admirables movimientos en la naturaleza. Siendo el aire un elemento común, que atrae el hombre, le inspira el cuadrúpedo, le goza el insecto, y aun le necesita el pez; no sabemos por qué, estando en cierta constitución determinada la atmósfera, vive el hombre en el seno de la tranquilidad de humores, y el perro, verbi gratia, se muere con un garrotillo, el buey con una dislocación de pierna, y aun la planta se marchita con una especie de cáncer, propia de su constitución. Bernardino Ramazzini hace memoria de una epidemia contagiosa, que invadió sólo a los bueyes, empezando primeramente en los campos de Vicencio, propagándose después a los de Padua, y extendiéndose hasta casi todo el distrito veneciano. Era fiebre maligna la que invadió a sola la especie vacuna, con unos síntomas perniciosísimos de ansiedad, ahogo, ronquido, atolondramiento, evacuación de cierta materia de mal olor, que bajaba por las narices, flujo de vientre fetidísimo y algunas veces sanguíneo, inapetencia al pasto, y   —394→   postillas parecidas a las de las viruelas, que brotaban al quinto o sexto día, con muerte de casi todos los bueyes contagiados, al sétimo del acontecimiento. Esto que pasa con el buey, y refiere Ramazzini98, acontece periódicamente en la república de las aves, y aun en el nuevo mundo de los insectos toda especie de viviente padece su epidemia y muerte en una general revolución, que llega a conmover la armonía de sus sólidos y líquidos. Lo más que se puede inferir de aquí es que hay tósigos en la atmósfera adecuados a los individuos de cada especie racional o bruta, pero habrá estación en que el aire contraiga una pestilencia que ataque simultáneamente a hombres y brutos, a vivientes e insensibles: entonces la epidemia será universal.

De esta manera, toda la masa del aire no es más que un vehículo apto para transmitir en vago. Luego el aire mismo no es la causa inmediata de las enfermedades; y esas partículas, que hacen el contagio, son otros tantos cuerpecillos distintos del fluido elemental elástico, que llamamos aire. Luego es necesario resulten esos maravillosos fenómenos, que aparecen de cuando en cuando para el temor y ruina de los mortales.

La historia nos ministra mucha materia para discurrir así. Plutarco99 refiere que una ballena arrojada a la ribera de una provincia de Bunias, se corrompió, y con su putrefacción causó una peste muy porfiada. Un caso igual trae Paulo Jovio, sucedido por motivo de otra ballena podrida en la   —395→   costa del mar, y que infestó a sus regiones vecinas que fueron las de Génova; pero a mi ver, a toda la serie de los siglos100 El año de Roma 627, siendo cónsul Marco Fulvio Flacco, se difundió101 una espantosa multitud de langostas por toda el África, o lo que hoy llamamos las costas de Berbería. Ellas roían no solamente las tiernas espigas, las plantas y las hojas de los árboles, sino también sus cortezas y aun los leños mismos. No está en esto que se acaba de decir lo singular, sino en que habiéndolas llevado el viento al mar, se sumergieron, pero saliendo sus cadáveres por medio de las ondas a las orillas, formaban inmensos montones, y de tal suerte corrompieron el aire, que se encendió luego una enfermedad que inficionó a los hombres y a las bestias. Si hemos de dar crédito a Orosio acerca de la prodigiosa mortandad que causó la peste, sube aquella al número de ochocientos mil en la Numidia, y doscientos mil en la provincia de Cartago.

Véase aquí cómo la infección que adquiere con las partículas extrañas que fluctúan dentro del aire, causa todos los estragos que se advierten en todas las epidemias. ¿Cómo hemos de saber qué figura tengan ellas o qué naturaleza? Lo que nos avisan nuestros sentidos es, que cuando hay el concurso de mucha humedad y mucho calor, se produce la putrefacción. Dapper en su   —396→   descripción102 del África dice: que experimentó que nunca se encendió la peste en el Egipto, sino cuando crecieron con demasía las aguas del Nilo e inundaron todas las regiones, con cuyo motivo sucede que, estancándose las aguas, se vuelve toda la tierra pantanosa, y que, viniendo después los vientos australes y un calor excesivo, se vuelve el aire infecto y propio para evitar la peste. Por otra parte, nuestros mismos sentidos nos hacen conocer prácticamente que, cuando hay el tal concurso de calor y humedad, y por consiguiente, el tal principio de lo que se dice putrefacción, se subsigue indispensablemente la generación de los insectos. Parece que por una coacción de esas que hace una cadena de conjeturas el entendimiento, debemos atribuir a éstos la causa de la viruela, y que, si se ha de asignar alguna, sea aquella que contente, cuando menos, a la curiosidad del espíritu, inquieto siempre por saber lo que no puede alcanzar.

En la casi infinita variedad de esos atomillos vivientes, se tiene un admirable recurso para explicar la prodigiosa multitud de epidemias tan diferentes, y de síntomas tan varios que se ofrecen a la observación. La dificultad más insuperable es la que causa la viruela, acometiendo a casi todos los que no probaron su contagio, y perdonando también a casi todos los que ya la habían padecido. ¿Adónde está el ingenio más luminoso que pueda penetrar estos arcanos? Aquí no hay sino humillarse a confesar nuestra debilidad y nuestra ignorancia. Pero no solamente lo que pasa con la viruela debe causar nuestra humillación: todas las   —397→   enfermedades, y, para decir mejor, todas las cosas de la naturaleza, ofrecen a cada paso un conjunto casi infinito de prodigios y misterios. ¿Quién conoce la causa del constante período de la terciana? ¿Quién penetra la naturaleza del contagio del vial de rabia, que suele esconderse dentro del cuerpo humano por muchos meses y aun por muchos años, sin manifestar o sin poner en movimiento su veneno; y así mismo con todas las enfermedades, sus períodos, sus intervalos, sus graduaciones y todas sus vicisitudes? Me atrevo a decir que ofreceré al mejor físico la mayor dificultad en la dolencia más ordinaria. Esto no quita que por la verosimilitud que presta la naturaleza de los insectos, se juzgue que éstos son la causa de las viruelas.

Cada cuerpo, de cualquier género que sea, tiene su peculiar especie de insectos que se le pegan y le son como naturales, con particularidad, el aire, el agua, la tierra, las flores, los frutos, los palos, los mármoles, los peces, las telas; en fin, el microscopio ha descubierto un nuevo mundo de vivientes que se anidan proporcionalmente en todas las cosas. Entre todas, el hombre es el más acometido de muchísimas castas y familias de estos huéspedes molestos, en todas, o las partes más principales de su cuerpo. Fuera de otros insectos propios a cada entraña, los anatomistas han hallado los que parecen comunes a todas, que son las lombrices, en el cerebro, en el hígado, en el corazón, en la vejiga, en el ombligo y en la misma sangre. No se hable de las úlceras y de los efectos del cutis, en los que encuentra la vista armada del microscopio un hormiguero, o por mejor decir, un torbellino de átomos voraces y animados. Y viniendo   —398→   a nuestro asunto, el famoso Berrillo ha observado gusanillos de cierta configuración en las postillas de la viruela, por medio del microscopio y Pedro de Castro los ha visto en la peste napolitana, cuyos bubones hormigueaban de insectos. Así no hay mucha justicia en improbar la sentencia de tantos médicos que asientan la causa de todas las enfermedades epidémicas en los dichos animalillos. Su comunicación al aire, a la sangre, al sistema nervioso, a todas las partes sólidas, explican física y mecánicamente la que se da de un cuerpo a otro, y de un pueblo a otro en las viruelas: antes bien en esta opinión se concibe claramente, por qué al tiempo de la supuración, comunica el virolento su contagio más que en el del principio, erupción y aumento. Porque entonces los insectos están ya en el ardor de su propagación, y en el de su mayor movimiento y capacidad para desprenderse y correr hasta la distancia que les permite el determinado volumen de su cuerpecillo. Nada hay aquí de extraño o extravagante, que choque ni a la razón ni a los sentidos. Si se pudieran apurar más las observaciones microscópicas, aún más allá de lo que las adelantaron Malpigio, Reaumur, Buffon y Needham, quizá encontraríamos en la incubación, desarrollamiento, situación, figura, movimiento y duración de estos corpúsculos movibles, la regla que podría servir a explicar toda la naturaleza, grados, propiedades y síntomas de todas las fiebres epidémicas, y en particular de la viruela103.

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