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ArribaAbajoIV. Las aportaciones de Bello en el estudio del Poema del Cid

Pretendo ordenar brevemente el estudio de Bello en cuanto al Cantar de Mío Cid y otros problemas afines, pensamiento que se halla disperso en la serie de trabajos publicados durante su vida y algunos recogidos póstumamente en las Obras Completas, editadas por el Gobierno de Chile, en Santiago, 1881-1893. He intentado, en todos los puntos, el análisis del criterio de Bello en cada tema concreto, y de ahí que este capítulo sea como un índice de preguntas a las que da contestación Bello con sus obras. He procurado aducir siempre la cita específica en apoyo de cualquier aseveración.

Es verdaderamente asombrosa la capacidad intuitiva de Bello en estas especulaciones. Constituye a cada paso una revelación, el seguir el nacimiento de las pesquisas desde Londres hasta cristalizar en el conjunto de escritos que sobre cada asunto nos ha dejado. Es de lamentar, por diversas circunstancias, que Bello no hubiese tenido oportunidad de dar forma definitiva a su extraordinaria investigación. El trabajo mío está emprendido con la intención de enumerar y demostrar: a) cuáles son los puntos dilucidados por Bello; b) ordenar sus ideas en cada problema; y c) indicar el progreso que representa en las investigaciones de literatura medieval.

a) Existencia de la Epopeya Castellana

La realidad de la discutida epopeya castellana es considerada por Bello como idea fuera de toda duda. Habla de epopeya romance castellana desde sus primeros escritos de Londres; habla de «ediciones peculiares» respecto del Poema del Cid, para cada generación de juglares con lo que supone la épica castellana tal como hoy se concibe; habla de la diversidad de poemas épicos, de las «preciosas reliquias de la poesía castellana primitiva», de la que se desgaja el Romancero; de todo lo cual podemos concluir que Andrés Bello tiene perfecta conciencia de la epopeya castellana.

No se es precisamente justo con Bello cuando al recapitular las grandes conquistas que la crítica española ha logrado a lo largo del siglo XIX en materia de poesía épica en castellano se coloca la fecha inicial en el famoso libro de Milá y Fontanals De la poesía heroico-popular castellana, Barcelona, 1874, quien de manera independiente, sin conocer las teorías de Bello, coincide en las conclusiones, pero con mucha posterioridad. La mayor parte de los avances que son atribuidos a los investigadores desde el último tercio del ochocientos, son ya explicados por Bello (epopeya, asonancia, métrica, formación de los romances, etc.); y otros son ya atisbados por él mismo en tal forma que, si bien no pueden considerarse definitivamente dilucidados, por lo menos hay que tener a Bello como a un precursor de gran valía y genialidad.

Está demostrado que la edición del Poema del Cid hecha por Tomás Antonio Sánchez en 1779 fue el punto de partida de una serie   —161→   de investigaciones de Bello; asimismo creo que el estudio del Poema le indujo a pensar en la existencia de un buen número de cantares épicos castellanos, que formarían la epopeya de la que tan repetidamente nos habla.

b) Influencia francesa originaria

Bello desde el primer trabajo en que discurre acerca del Poema, en 1823, expone su creencia de que la poesía heroica francesa influyó desde los comienzos en la poesía épica castellana. De ello está convencido firmemente y sostiene su hipótesis hasta los últimos escritos. Es bien sabido que Bello conoció en Londres un gran número de poemas medievales franceses que juzgó de mayor antigüedad que el Poema del Cid, y del análisis de sus características derivó la conclusión de que las poesías francesas eran el precedente y la principal causa originaria de la épica en castellano. Es tema en el que la crítica moderna no ha dicho todavía la última palabra.

La afirmación de Bello al respecto tiene curiosa evolución, que estimo digna de subrayarse, por cuanto que, aunque parezca una simple enmienda de matiz, tiene a mi juicio mayor trascendencia.

En su primera afirmación publicada en 1823 decía Bello que la imitación de los poemas de los troveres franceses había sido la razón de ser incontrovertible de la épica castellana. Es más rotunda, si cabe, la idea expuesta en 1827, al tratar de este tema. Dice:

En una palabra, el artificio rítmico de aquellas obras (las de los troveres) es el mismo que el del antiguo poema castellano del Cid, obra que, en cuanto al plan, carácter y aun lenguaje, es en realidad un fidelísimo traslado de las gestas francesas, a las cuales quedó inferior en la regularidad del ritmo y en lo poético de las descripciones, pero las aventajó en otras dotes.



Bello concedía una influencia total a la épica francesa sobre la castellana, y esta idea, con ligeras variaciones la veremos reproducida hasta en los trabajos publicados en los Anales de la Universidad de Chile, en los años de 1852, 1854, 1855, 1858, en los cuales repite la tesis terminante de 1827, o la renueva en términos similares. Existe sin embargo, una notable alteración en sus últimos estudios. En el Prólogo a la edición del Poema, en la parte preparada después de 1862, insiste en la tesis del origen francés, pero se refiere únicamente a la forma, es decir, a que sea una simple imitación métrica y corrobora esta observación el hecho de que en la carta-informe de 1863 a la Real Academia de la Lengua de Madrid, que es un resumen de su pensamiento, no menciona más que la influencia francesa en cuanto a la rima y metro, y no en cuanto al fondo.

Es más; es visible en los estudios publicados tardíamente, como el último de los Anales de la Universidad de Chile, el de 1858, un dejo de tristeza y una cierta resistencia a reconocer la influencia francesa sobre la épica castellana, aunque aparentemente lo afirme con la misma convicción de sus primeros escritos. Véase este punto en la siguiente   —162→   cita, que nos muestra además la impecable pulcritud de su espíritu y la altura de sus intenciones en estos estudios.

Yo a lo menos, en ninguno de los [poemas franceses] que he leído, encuentro figuras bosquejadas con tanta individualidad, tan españolas, tan palpitantes, como las de Mío Cid, y de Pedro Bermúdez. Siempre he mirado con particular predilección esta antigua reliquia, de que hice un estudio especial en mi juventud, y de que aún no he abandonado el pensamiento de dar a luz una edición más completa y correcta, que la de Sánchez; pero, no por eso, he debido cerrar los ojos a los vestigios de inspiración francesa que se encuentran en ella, como en la poesía contemporánea de otras naciones de Europa.



c) Fuentes germánicas

En un estudio dedicado a analizar el «Origen de la epopeya romancesca», que aborda la influencia de la literatura clásica en el romance y la de la poesía germánica, admite que los cantares germánicos fueron la causa de los poemas épicos medievales en Europa y de la institución de los troveres y juglares. Analiza los temas que han perdurado en la épica, los cuales encontramos más tarde en la literatura de los cantares de gesta en castellano. Según Colin Smith el trabajo de Bello es pionero en su magistral análisis.

Dice Bello: «Yo tengo por probable la opinión de aquellos que han creído encontrar el primer embrión de la epopeya romancesca en los antiguos cantares marciales con que los germanos celebraban las acciones de sus antepasados».

d) Rechaza la influencia árabe

Para Andrés Bello no hay nada tan absurdo como la pretendida influencia árabe en la literatura medieval española, contra la que aduce múltiples razonamientos desde sus primeros trabajos. Es notoria la gran alegría que siente cuando los ve más tarde confirmados por otros autores. Recuerda entonces que ya indicó en sus primeras publicaciones que los árabes no tuvieron en la poesía épica castellana ascendiente ni influencia de ninguna clase. En el estudio crítico de la obra de Sismondi, de 1823, protesta casi con indignación que se pretenda señalar rastros de literatura árabe «en la poesía de las naciones meridionales y principalmente de España».

En 1834, expone de nuevo su pensamiento contra la penetración cultural de los árabes en España, y escribe incluso con cierto tono de violencia. Véase este fragmento de su escrito:

Era fácil convertir las iglesias en mezquitas, como lo fue después convertir las mezquitas en iglesias; mas el Alcorán no pudo prevalecer sobre el Evangelio. La lengua se hizo algo más hueca y gutural, y tomó cierto número de voces a los dominadores; pero el gran caudal de palabras y frases permaneció latino. Por una parte, el espíritu del cristianismo, por otra el de la caballería feudal, dieron el tono a las costumbres. Y si las ciencias debieron   —163→   algo a las sutiles especulaciones de los árabes, las buenas letras, desde la infancia del idioma hasta su virilidad, se mantuvieron constantemente libres de su influjo.



En 1852 registra con alegría la opinión coincidente de George Ticknor en su Historia de la Literatura Española, a la que en otros puntos tantas observaciones hizo Bello. Al respecto escribe:

Mr. Ticknor me parece atribuir muy poca o ninguna parte, en la más temprana poesía de los castellanos, a la influencia de los árabes; juicio que yo había formado años hace, cuando la opinión contraria, patrocinada por escritores eminentes, había llegado a ser un dogma literario, a que suscribían, sin tomarse la pena de someterla a un detenido examen, casi todos los extranjeros y nacionales que de propósito o por incidencia hablaban de la antigua literatura de España.



Seis años más tarde, en 1858, en otra memoria presentada a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, al comentar la obra de Dozy, Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne pendant le Moyen Age, anota «con no poca satisfacción» que ve confirmadas «varias opiniones que desde el año de 1827, había ya empezado a emitir acerca de los orígenes de la poesía castellana». Una de ellas, que Bello comenta con gran alborozo y contentamiento, es la que se resume en este pensamiento:

Contra lo que universalmente se había creído, decía yo que en su más temprano desarrollo, que era cabalmente la época en que hubiera sido más poderosa la influencia arábiga, dado que hubiese existido, no había cabido ninguna parte a la lengua y literatura de los árabes. M. Dozy sostiene lo mismo con originales e irresistibles argumentos.



No he visto en la obra posterior de Bello ninguna insistencia acerca de este dictamen. Que yo sepa, no vuelve a hablar de ello. Debe considerarlo problema resuelto.

e) El Poema del Cid. Carácter. Juicio crítico. Significación. Clasificación. La historia y la fábula en el Poema

Menéndez Pidal al enumerar en la historia de la crítica del Poema del Cid las diversas opiniones que mereció por parte de diversos autores de fines de siglo XVIII y de todo el siglo XIX, rinde homenaje a Bello por la sagacidad crítica y el seguro tino con que enjuicia el valor literario de la obra.

La comprensión del Cantar de Mío Cid es sin duda alguna la razón principal del entusiasmo con que acometió Bello en los días difíciles de Londres su larga investigación cidiana. Le dolía a Bello que únicamente algunos pocos críticos extranjeros se ocuparan de esta obra capital para la literatura castellana. Con su agudo sentido crítico y su finura de percepción estética, Bello escribe desde su primer trabajo en 1823, el juicio que le merece el Poema. Dice:

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... Poema del Cid, monumento precioso, no sólo por ser la más antigua producción castellana y una de las más antiguas de las lenguas romances; no sólo porque nos ofrece una muestra de los primeros ensayos de la poesía moderna y de la epopeya romancesca; sino por la fiel y menuda pintura que nos presenta de las costumbres caballerescas de la media edad... la propiedad del diálogo, la pintura animada de las costumbres y caracteres, la naturalidad de los afectos, el amable candor de las expresiones y, lo que verdaderamente es raro en aquella edad, el decoro que reina en casi todo él, y la energía de algunos pasajes, le dan un lugar muy distinguido entre las primeras producciones de las musas modernas.



La prueba de la persistencia en el ánimo de Bello de este criterio estimativo del valor literario, está en que en el Prólogo al Poema -en la parte redactada probablemente en 1862-, publicado en el tomo II de sus Obras Completas, lo encontramos reproducido con ligerísimas variantes. Escribe:

En cuanto a su mérito poético, echamos de menos en el Mío Cid ciertos ingredientes y aliños que estamos acostumbrados a mirar como esenciales a la épica, y aun a toda poesía. No hay aquellas aventuras maravillosas, aquellas agencias sobrenaturales que son alma del antiguo romance o poesía narrativa en sus mejores épocas; no hay amores, no hay símiles, no hay descripciones pintorescas. Bajo estos respectos no es comparable el Mío Cid con los más celebrados romances o gestas de los troveres. Pero no le faltan otras prendas apreciables y verdaderamente poéticas. La propiedad del diálogo, la pintura animada de las costumbres y caracteres, el amable candor de las expresiones, la energía, la sublimidad homérica de algunos pasajes, y, lo que no deja de ser notable en aquella edad, aquel tono de gravedad y decoro que reina en casi todo él, le dan a nuestro juicio, uno de los primeros lugares entre las producciones de las nacientes lenguas modernas.



En cuanto a la clasificación del Cantar de Mio Cid ya he indicado que lo considera como un poema épico de los más antiguos de la poesía castellana, entre los cantos narrativos de la primera época, en el mismo plano de «las leyendas versificadas de los troveres, llamadas chansons, romans y gestes». «No sólo en el sujeto, sino en el estilo y en el metro, es tan clara y patente la afinidad entre el Poema del Cid y los romances de los troveres, que no puede dejar de presentarse a primera vista a cualquiera que los haya leído con tal cual atención».

Por lo que atañe el carácter histórico del Poema, Bello tuvo que realizar una ingente labor de documentación acerca de la historia medieval española, ya que en su tiempo estas investigaciones estaban todavía muy poco desarrolladas. En lo que respecta al juicio sobre la veracidad del poema, se situó en un justo medio, atinado y exacto en sus líneas generales, aunque equivocara algún detalle; error, por otra parte, muy natural y perfectamente explicable. La expresión de su pensamiento está en este fragmento de su escrito datado en 1856:

... Procuraré separar lo histórico de lo fabuloso en las tradiciones populares relativas al Cid Campeador, y refutar al mismo tiempo los argumentos   —165→   de aquellos que, echando por el rumbo contrario, no encuentran nada que merezca confianza en cuanto se ha escrito de Rui Díaz, y hasta dudan que haya existido jamás.



Bello conocía la opinión del ilustre polígrafo español Bartolomé José Gallardo que reputaba como fábula de fábulas todo cuanto decía el Poema. Por otra parte tenía en cuenta las opiniones de «Sismondi, Bouterwek y Southey», que lo consideraban como «una crónica auténtica y casi contemporánea». No compartió ni una ni otra opinión, sino que con su ponderación típica analizó y separó lo verdadero de lo imaginado, fundado en los elementos de juicio de que pudo disponer. Su pensamiento se acerca más a las palabras admirables, por agudas y por ser las primeras que el Poema provocaba, escritas por Tomás Antonio Sánchez:

Por lo que toca al artificio de este Romance, no hay que buscar en él muchas imágenes poéticas, mitología, ni pensamientos brillantes; aunque sujeto a cierto metro, todo es histórico, todo sencillez y naturalidad. No sería tan agradable a los amantes de nuestra antigüedad, si no reinaran en él estas venerables prendas de rusticidad, que así nos presentan las costumbres de aquellos tiempos, y las maneras de explicarse aquellos infanzones de luenga e bellida barba, que no parece sino que los estamos viendo y escuchando. Sin embargo hay en este Poema ironías finas, dichos agudos, refranes y sentencias proverbiales, que no dejarán de agradar a los que las entiendan; sobre todo reina en él un cierto aire de verdad que hace muy creíble cuanto en él se refiere de una gran parte de los hechos del héroe. Y no le falta su mérito para graduarle de poema épico, así por la calidad del metro, como por el héroe y demás personajes y hazañas de que en él se trata.



f) Nombre del Poema

Para Andrés Bello el nombre del Poema se desprende del título que el primer verso «de la segunda sección o cantar» da a la composición:


Aquí s’ compieza la Gesta de Mio Cid el de Bivar (v. 1103 Bello).



Por donde se desprende que la verdadera denominación es Gesta de Mio Cid. Sin embargo en sus estudios lo designa con más frecuencia Poema del Cid. El nombre de Mío Cid lo desprende Bello del apelativo constante que figura en el Poema y de la mención del poema latino de la Con quista de Almería:


Ipse Rodericus Meo Cidi saepe vocatus
de quo cantatur, etc.



g) Época

En cuanto a la fecha de composición del Poema notamos en Bello una cierta vacilación. Si apartamos dos o tres afirmaciones rotundas, en cuanto a las fechas extremas, dadas por los estudiosos que le precedieron,   —166→   Bello en las diferentes ocasiones que tocó este punto da señales evidentes de estar en duda acerca de cuál pueda ser la fecha en que se compuso el Poema. Tanto es así, que en su comunicación a la Real Academia en la que resume los puntos que cree haber aclarado en sus investigaciones, no se refiere en absoluto a la fecha en que se escribió el Poema. Ello confirma la impresión que se deduce de la lectura de los escritos de Bello, en cuanto a que él mismo se sentía inseguro respecto a la época de la composición.

Como, sin embargo, la fijación de la fecha es un punto fundamental para situar el Poema y además es base de partida principal para los razonamientos lingüísticos, intentó en diversos trabajos dar y argumentar una data, siquiera aproximada. La prueba de la falta de convicción en sus asertos está en que nos da varias opiniones en las que influían, a mi modo de ver, los juicios de sus predecesores, la idea de la imitación francesa y la falta de documentación suficiente.

Acerca de este extremo tengo recogidas las referencias de todo lo escrito por Bello que voy a ordenar cronológicamente. Se trata de un punto bastante expresivo para entender la angustia de Bello al dilucidar algún problema concreto cuando sentía que no tenía suficiente apoyo para el fallo riguroso.

En el momento de publicar Bello su primer estudio sobre el Poema del Cid, en 1823, se encontraba entre dos opiniones divergentes: a) la de quienes creían que el Poema se compuso a mediados del siglo XII a cincuenta años de la muerte del Cid: Sánchez, Southey, Bouterwek, Sismondi, y Gallardo en la carta a Bello escrita en octubre de 1817; y b) la de quienes lo consideraban como obra del siglo XIII: Floranes, principalmente. Bello apoyándose en razones filológicas e históricas acepta en parte la tesis de la composición tardía, de Floranes, oponiéndose a que se considerara como de mediados del siglo XII, manifestando su creencia de que fue compuesto después de 1221. En 1834, en su estudio «Literatura castellana», vuelve a insistir sobre el tema y explica un punto de vista diferente, a pesar de que este trabajo reproduce casi textualmente su comentario de 1823. Insiste en sus opiniones acerca de la antigüedad del Poema, pero con cierta timidez dice que no fue compuesto «ni posiblemente antes de 1221». Luego en este mismo estudio, nos hace ver su indeterminación al expresar opinión distinta a la anterior:

Juzgamos que el Poema del Cid se compuso en el reinado de Fernando III de Castilla, hacia 1230. Le queda así lo bastante para interesarnos como un monumento precioso de la infancia de las letras castellanas. Si hubiésemos de atenernos exclusivamente al sabor del lenguaje, no aventuraríamos mucho en referirlo a los últimos tiempos de Alfonso el Sabio, pero hay suficiente motivo para creer que, bajo las manos de los copistas, ha sufrido grandes alteraciones el texto; que sus voces y frases han sido algo modernizadas, al paso que se ha desmejorado el verso, oscureciéndose a veces de todo punto la medida, y desapareciendo la rima; y que, por tanto, debemos fijarnos en los indicios de antigüedad que resultan, no sólo de la sencillez y candor del estilo, sino de las cosas que en él se refieren, por las cuales vemos que aún no estaban acreditadas muchas de las fábulas que los cronistas y romanceros del siglo XIV adoptaron sin escrúpulo como pertenecientes a la historia auténtica de Rui Díaz.



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Sin embargo, admite que hacia 1147 «los hechos del Cid daban ya materia por aquel tiempo a los cantares de los castellanos. No hay ningún motivo para suponer que un solo poeta o romancero se dedicase a celebrarlos; antes bien tenemos por cierto que fueron muchos los que tomaron a su cargo un asunto tan grande y tan glorioso a la España, y que el nombre de Mío Cid (Meo Cidi en el texto) comenzó a resonar en los romances desde el siglo XII».

En 1852, en su «Memoria» a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, vuelve sobre el tema y trasluce las dudas que asaltaban su ánimo, esta expresión: «Yo no puedo persuadirme de que se compusiese con tanta inmediación a la muerte del héroe, como se ha creído generalmente. Las fábulas y errores históricos de que abunda, denuncian el transcurso de un siglo, cuando menos, entre la existencia del Campeador y la del poema».

En esta misma fecha y en el mismo estudio escribe por última vez sobre la cuestión de la data de composición del Poema. Se nota imprecisión en su dictamen y, además, se aprecian algunas ideas contradictorias. Incluso en la forma de exposición puede apreciarse cierto aire dubitativo, insólito en el estilo general de Bello:

¿En qué tiempo se compuso el Poema? No admite duda que su antigüedad es muy superior a la del códice. Yo me inclino a mirarlo como la primera en el orden cronológico, de las poesías castellanas que han llegado a nosotros. Mas, para formar este juicio, presupongo que el manuscrito de Vivar no nos lo retrata en sus facciones primitivas, sino desfigurado por los juglares que lo cantaban, y por los copiantes que hicieron sin duda con ésta lo que con otras obras antiguas, acomodándola a las sucesivas variaciones de la lengua, quitando, poniendo y alterando a su antojo, hasta que vino a parar en el estado lastimoso de mutilación y degradación en que ahora la vemos. No es necesaria mucha perspicacia para descubrir acá y allá vacíos, interpolaciones, trasposiciones y la sustitución de unos epítetos a otros, con daño del ritmo y de la rima. Las poesías destinadas al vulgo debían sufrir más que otras esta especie de bastardeo, ya en las copias, ya en la transmisión oral.



Y para que no dudemos de la imprecisión de su pensamiento sobre este punto, se atreve a lanzar tímidamente una nueva fecha: la de que pudo escribirse antes de 1200. Dice:

Por otra parte me inclino a creer que el Poema no se compuso mucho después de 1200, y que aun pudo escribirse algunos años antes, atendiendo a las fábulas que en él se introducen, las cuales están, por decirlo así, a la mitad del camino entre la verdad histórica y las abultadas ficciones de la Crónica General y de la Crónica del Cid, que se compusieron algo más adelante. El lenguaje, ciertamente, según lo exhibe el códice de Vivar, no sube a una antigüedad tan remota; pero ya hemos indicado la causa.



De lo que está convencido es de que el Poema del Cid no es de mediados del siglo XII, aunque ya he anotado la poca firmeza con que propone una nueva fecha. Acepta la existencia de poemas acerca del   —168→   mismo tema, pero no puede persuadirse de que el texto del manuscrito de Vivar fuera de época tan lejana. Dice en el Prólogo, de 1862, que cito en varios fragmentos:

Sería temeridad afirmar que el Poema que conocemos fuese precisamente aquél, o uno de aquéllos, a que se alude en la Crónica de Alfonso VII, aun prescindiendo de la indubitable corrupción del texto, y no mirando el manuscrito de Vivar sino como transcripción incorrecta de una obra de más antigua data. Pero tengo por muy verosímil que por los años de 1150 se cantaba una gesta o relación de los hechos de Mio Cid en los versos largos y el estilo sencillo y cortado, cuyo tipo se conserva en el Poema no obstante sus incorrecciones; relación, aunque destinada a cantarse, escrita con pretensiones de historia, recibida como tal, y depositaria de tradiciones que por su cercanía a los tiempos del héroe no se alejarían mucho de la verdad. Esta relación, con el transcurso de los años y según el proceder ordinario de las creencias y de los cantos del vulgo, fue recibiendo continuas modificaciones e interpolaciones, en que se exageraron los hechos del campeón castellano, y se ingirieron fábulas que no tardaron en pasar a las crónicas y a lo que entonces se reputaba historia. Cada generación de juglares tuvo, por decirlo así, su edición peculiar, en que no sólo el lenguaje, sino la leyenda tradicional, aparecían bajo formas nuevas. El presente Poema del Cid es una de estas ediciones, y representa una de las fases sucesivas de aquella antiquísima gesta.



Todavía insiste sobre el problema y con las mismas vacilaciones:

Cuál fuese la fecha de esta edición es lo que se trata de averiguar. Si no prescindiésemos de las alteraciones puramente ortográficas, del retoque de frases y palabras para ajustarlas al estado de la lengua en 1307 y de algunas otras innovaciones que no atañen ni a la sustancia de los hechos ni al carácter típico de la expresión y del estilo, sería menester dar al Poema una antigüedad poco superior a la del códice. Pero el códice, en medio de sus infidelidades, reproduce sin duda una obra que contaba ya muchos años de fecha.



Y más adelante:

Volviendo a los argumentos que se sacan de la sencillez o rudeza del lenguaje y de la irregularidad del metro para averiguar la antigüedad del Mio Cid, aunque merezcan tomarse en consideración, me parece preciso reconocer que no siempre son concluyentes, influyendo en ellos la cultura del autor y el género de la composición, que destinada a cantos populares, no podía menos de adaptarse a la general ignorancia y barbarie de los oyentes, en aquella tenebrosa época en que empezaron a desenvolverse los idiomas modernos.



Insatisfecho, todavía, vuelve a abordar el tema y en su vacilación apunta una fecha, simplemente aproximada:

Atendiendo a las formas materiales de los vocablos, creo que la composición de Mio Cid puede referirse a la primera mitad del siglo XIII aunque con más inmediación al año 1200 de la era vulgar que al año 1250. Y   —169→   adquiere más fuerza esta conjetura, si de los indicios sugeridos por las formas materiales pasamos a los hechos narrados en la Gesta. Las fábulas y errores históricos de que abunda, denuncian el transcurso de un siglo, cuando menos, entre la existencia del héroe y la del Poema.



Este es, como puede lógicamente concluirse de todo lo dicho, el punto en que Bello no pudo jamás opinar con pleno convencimiento. Lo vemos oscilar entre opiniones distantes. No disponía más que de su intuición y de escasísima bibliografía. Por esta razón lo vemos tan inseguro, y creo que él mismo sentiría la poca firmeza de sus indicaciones, ya que soslaya el tema en su testamento cidiano: la carta-informe al Secretario de la Real Academia de la Lengua.

h) Autor

Andrés Bello rechaza la tesis de Rafael Floranes que pretendía ver en Per Abbat, no un copista, sino el autor del Poema, para lo cual interpretaba la fecha del códice de manera muy particular. Desde su primera publicación, en 1823, Bello refutó la aseveración de que Per Abbat pudiera considerarse autor del Cantar de Mio Cid. Bello lo tiene por simple copiante.

También se ha suscitado la hipótesis de que existieran varios autores del Poema. El propio don Ramón Menéndez Pidal, después de haber sostenido por años la autoría única, sorprendió en 1961 a la crítica con la tesis de un doble autor, uno de San Esteban de Gormaz y otro de Medinaceli («Dos poetas en el cantar de Mio Cid», Romania, LXXXII, oct. 1961). Bello no habla concretamente del problema. Da por resuelto que los que intervienen en el Poema después de su primitiva elaboración o pueden añadirle alguna variante o son copistas, a los que atribuye precisamente las monstruosidades e incorrecciones, debidas a la crasa ignorancia con que desfiguraron el texto.

Respecto al autor del Cantar que poseemos, cree en la elaboración múltiple del Poema. Repite en el Prólogo de 1862 sus aseveraciones de 1852:

Sobre quién fuese el autor de este venerable monumento de la lengua, no tenemos ni conjeturas siquiera, excepto la de don Rafael Floranes, que no ha hecho fortuna. Pero bien mirado el Poema del Cid ha sido la obra de una serie de generaciones de poetas, cada una de las cuales ha formado su texto peculiar, refundiendo los anteriores, y realzándolos con exageraciones y fábulas que hallaban fácil acogida en la vanidad nacional y la credulidad. Ni terminó el desarrollo de la leyenda sino en la Crónica General y en la del Cid, que tuvieron bastante autoridad para que las adiciones posteriores, que continuaron hasta el siglo XVII, se recibiesen como ficciones poéticas y no se incorporasen ya en las tradiciones a que se atribuía un carácter histórico.



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i) Partes del Poema

Andrés Bello encuentra el Poema del Cid dividido en sólo dos partes en la edición de Tomás Antonio Sánchez, quien afirmó que «parece que está dividido en sólo dos cantares».

Bello señala el inicio de un tercer Cantar, a partir del verso 2323 (Bello), dejándolo así ordenado en tres partes, que es la forma adoptada por todos los editores posteriores. No he encontrado en Bello sino la afirmación en las «Observaciones» a Ticknor (1852) que el Poema «se divide en tres secciones o cantos, llamados allí mismo Cantares», pero teniendo en cuenta que Bello dejó ya preparada la edición del Poema en Londres, 1810-1829, o en los primeros años de estancia en Chile -antes de 1834- está justificado el creer que fue él quien intuyó, el primero, la división en los tres Cantares que tiene el Poema.

j) Sistema de asonancias

Este es sin duda uno de los grandes descubrimientos de Bello, quizás el de mayor trascendencia, reconocido por Marcelino Menéndez Pelayo y por toda la crítica posterior. Otras autoridades habían ya coincidido o aceptado la tesis de Bello, como el erudito Reynouard y el «distinguido literato» don Eugenio de Ochoa. Este último copia descaradamente (sin mencionar la procedencia, por supuesto), el trabajo de Bello, de 1827, «Uso antiguo de la rima asonante en la poesía latina de la Media Edad y en la francesa; y observaciones sobre su uso moderno» en el Prólogo al Tesoro de los Romanceros y Cancioneros españoles, publicado en 1838, desde la página XXIV hasta el final del Prólogo, y copia con desvergonzada exactitud, como propios, los párrafos de Bello, idénticos, con las notas inclusive, con sólo algunas enmiendas que estropean el estudio. Casi al terminar el Prólogo de Ochoa (?) hay un pasaje que quiero reproducir para subrayar la poca delicadeza de un nuevo plagiario. Dice Ochoa: «Nuestra disculpa, al decir cosas que a españoles y a los instruidos en la literatura española parecerán vulgares, está en que escribimos para extranjeros». Cita después un ex tenso repertorio bibliográfico en el que olvida, naturalmente, el estudio de Bello que transcribió con tanta fidelidad. Nuestro humanista comenta el hecho, en 1855, compasivamente: «Ochoa... que me ha hecho el honor de prohijar mis ideas, reproduciéndolas con las mismas palabras, con los mismos ejemplos y citas, aunque olvidándose de señalar la fuente en que bebía».

Tomás Antonio Sánchez, cuyo texto sirve de única referencia a Bello para su estudio, decía en las «noticias» prefaciales:

En el Poema del Cid no se guarda número fijo y determinado de sílabas, ni regla cierta de asonante, sin que por eso se puedan graduar de sueltos los versos de este poema. El poeta bajo un asonante solía hacer más de cien versos seguidos, sin desechar los consonantes que le ocurrían, y muchas veces admitía versos que ni asonaban ni consonaban; otras veces se cansaba presto de un asonante y tomaba otro, etc.



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Gracias a las lecturas y estudios realizados principalmente en el Museo Británico, Bello pudo escribir en 1827 su teoría general de la asonancia en la poesía medieval europea, que es todavía válida hoy día. De la literatura latina clásica a la medieval, y de ésta a las lenguas romances, analiza cuidadosamente el paso del sistema de rimas con ejemplar maestría. Es una de las pruebas más claras de la acuidad y solidez de las investigaciones llevadas a término por Bello, emprendidas con motivo del estudio del Poema del Cid, ya que realmente no podía meter mano en la reconstrucción del Poema tal como pensaba editarlo, sin resolver algunas cuestiones fundamentales, como la de la rima existente.

Veamos el juicio que le merece a Menéndez Pelayo el genial atisbo de Bello, expuesto en forma rotunda:

Una preocupación muy corriente hasta nuestros días, y arraigada en los mismos textos oficiales, ha hecho creer a los españoles y a muchos extranjeros que el asonante era gala y primor exclusivo de la lengua castellana. Es cierto que hoy sólo tiene uso literario en la poesía de los tres romances peninsulares, y aun en portugués se cultiva muy poco. Los extranjeros no le perciben, a no ser por reflexión y estudio, sin excluir a los mismos italianos, cuya fonética linda tanto con la nuestra aunque en su lengua sea más rápido el tránsito de una vocal a otra. Pero ha sido menester un desconocimiento total de la literatura latina y francesa de los tiempos medios para creer que en aquellos remotos siglos aconteciera lo mismo. Y lo más singular es que los mismos eruditos franceses tardaron, por falta de hábito, en reconocer la asonancia en sus canciones de gesta. El mérito de haber fijado la atención en ella antes del mismo Raynouard, cuyo artículo sobre esta materia es de 1833, corresponde al ilustre humanista hispanoamericano don Andrés Bello, que ya en 1827 notó el uso antiguo de la rima asonante en la latinidad eclesiástica y en los poemas franceses, citando como ejemplo de lo primero la Vida de la Condesa Matilde escrita por el monje de Canosa Donizón en el siglo XII, y como muestra de lo segundo el Viaje de Carlomagno a Jerusalén, que pertenece al mismo siglo, según la opinión más probable.

Desde 1827 había ya refutado errores que persistieron, no sólo en los prólogos de Durán sino en las historias de Ticknor y Amador de los Ríos; errores de vida tan dura, que, después de medio siglo, todavía no están definitivamente desarraigados, y se reproducen a cualquier hora por los fabricantes de manuales y resúmenes. Bello probó antes que nadie que el asonante no había sido carácter peculiar de la versificación española, y rastreó su legítima filiación latino-eclesiástica en el ritmo de San Columbano, que es del siglo VI, en la Vida de la Condesa Matilde, que es del siglo XII, y en otros numerosos ejemplos: le encontró después en series monorrimas en los cantares de gesta de la Edad Media francesa, comenzando por la Canción de Rolando; y por este camino vino a parar en otra averiguación todavía más general e importante, la de la manifiesta influencia de la epopeya francesa en la nuestra: influencia que exageró al principio, pero que luego redujo a sus límites verdaderos.



  —172→  

Menéndez Pidal reconoce asimismo como espléndido descubrimiento de Bello, el del sistema de asonancias medievales, que le permite moverse con paso firme en la reconstrucción del Poema del Cid.

Bello se resistió a aceptar, sin embargo, la interpretación que se daba a un punto concreto: el de la e paragógica, a causa, a mi juicio, de que protesta su uso para la rima asonante, como si fuese siempre argumento de la mayor antigüedad histórica de los vocablos con e paragógica, ya que en muchas ocasiones es anti-etimológica, «pues en el fondo respondía a una libertad del poeta para tratar las cosas», como afirma Aristóbulo Pardo. Con todo, el tema no está cerrado.

Algunas de las enmiendas propuestas por Bello en el texto del Poema del Cid dejan ver esta falta de comprensión, pero ello no enturbia, ni mucho menos, la significación del avance que supone el descubrimiento del sistema de asonancias y su historia en la literatura medieval romance. Bello experimentó una gran alegría, al cumplirse un vivo deseo suyo, cuando, gracias a su compañero el profesor Courcelle Seneuil, de la Universidad de Chile, tuvo entre sus manos un ejemplar de la Chanson de Roland, editada en 1850, que significaba para él la ratificación absoluta de su tesis acerca de la rima asonante. Dice a propósito de ello, en 1858:

Es en efecto una muestra viviente del uso antiguo de la asonancia en las canciones de gesta o epopeyas caballerescas de los franceses, largo tiempo antes que apareciese esta especie de rima en España; y confirma lo que yo había revelado más de treinta años ha en el tomo 2 del Repertorio Americano. Esta revelación, recibida al principio con incredulidad, si no con desprecio; acogida a largos intervalos de tiempo en Francia y España por uno que otro literato eminente de los que miraban con algún interés la materia; comprobada en los últimos años (aunque probablemente sin noticia de lo que yo había escrito) por la opinión dominante de los escritores alemanes que mejor han conocido la antigua lengua y literatura castellanas; y sin embargo, disputada por un historiador norteamericano de merecida nombradía, es ya la expresión de un hecho incontestable en la historia literaria de las lenguas romances.



En la carta a don Manuel Bretón de los Herreros, 1863, Bello explica que uno de sus designios, en cuanto al Poema, había sido: «... manifestar el verdadero carácter de su versificación, que, a mi juicio, no ha sido suficientemente determinado, exagerándose por eso la rudeza y la barbarie de la obra...».

k) Métrica del Poema

Respecto al metro del Poema hay en Bello alguna indecisión, no tan clara como el estudio acerca de la fecha en que se compuso, pero sí cierta indudable vacilación en sus ideas que tienen por otra parte una evolución cierta a lo largo de sus trabajos. Creo que no dijo sobre este punto su opinión definitiva.

Formula Bello una declaración previa que estimo de interés por pertenecer al Prólogo de la edición del Poema del Cid, en la parte redactada en 1862:

  —173→  

Ya que se ha tocado la materia de la versificación del Cid, antes de pasar adelante haré notar que en toda poesía primitiva el modo de contar las sílabas ha sido muy diferente del que se ha usado en épocas posteriores, cuando los espíritus se preocupan tanto de las formas, que hasta suelen sacrificarles lo sustancial. Así la precisión y la regularidad de la versificación aumentan progresivamente; las cadencias más numerosas excluyen poco a poco las otras, y el ritmo se sujeta al fin a una especie de harmonía severa, compasada, que acaba por hacerse monótona y empalagosa. Este progresivo pulimento se echa de ver en todo el modo de contar las sílabas.



El punto de partida de Bello en cuanto a la versificación del Poema del Cid es la imitación francesa y la irregularidad de versos en el Poema. Sobre estas dos bases construye su teoría, la cual, a pesar de no haber sido expuesta en forma definitiva, contiene puntos válidos todavía en la actualidad.

En sus papeles inéditos se encontró el estudio acerca de este asunto: «Sobre el origen de las varias especies de versos usados en la poesía moderna». Es difícil datar este trabajo, en el cual escribe:

Examinemos ahora la versificación del Cid. Este poema está escrito en alejandrinos, endecasílabos y versos cortos, mezclados sin regla alguna fija; pero el poeta se permitió la mayor libertad en su composición, no sujetándose a número determinado de sílabas, de modo que frecuentemente apenas se percibe una apariencia oscura de ritmo. Es de creer, sin embargo, que la irregularidad y rudeza que se encuentran en sus versos, deben atribuirse en mucha parte al descuido y barbarie de los copistas que estropearon despiadadamente la obra.



En las notas a los fragmentos a la Crónica del Cid que utiliza para reconstruir el Poema, trabajo realizado en Londres y corregido en Chile después, dice que «las estrofas monorrimas de versos largos asonantados, de un número variable de sílabas, con una cesura en medio» constituyen «la fisonomía misma de la Gesta».

Es visible la timidez con que formula al principio su opinión, que, a mi entender, refleja la idea de Tomás Antonio Sánchez, consignada en las «Noticias» que anteceden al texto de la edición hecha en 1779. En cambio en 1852 Bello emite su parecer con mayor decisión, al reafirmar la tesis de la imitación francesa, a la que llega como conclusión en sus observaciones sobre la métrica. Véanse las palabras de Bello: «No creo se haya advertido hasta ahora que la Gesta de Mio Cid está escrita en diferentes géneros de metro. El dominante es sin duda el alejandrino de catorce sílabas, en que compuso sus poesías Gonzalo de Berceo; pero no puede dudarse que con este verso se mezcla a menudo el endecasílabo». Y siguen sus argumentos para demostrar la imitación a la forma francesa de versificación, que cree decisiva. Termina con el siguiente párrafo: «La identidad de los tres metros castellanos con los respectivos franceses es cosa que no consiente duda; ella forma, pues, una manifiesta señal de afinidad entre la Gesta de Mio Cid y las composiciones francesas del mismo género».

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En la comunicación a la Academia, de 1863, apenas hay una referencia al «alejandrino», citado de paso, como si diera poca importancia a la métrica del Poema, en el momento que exponía la teoría de los romances como derivados de los poemas épicos, a la que, sin duda, le concedía Bello valor de capital interés.

1) Restauración de partes perdidas o desfiguradas

Se ha afirmado reiteradamente que el propósito de Bello fue exclusivamente reeditar el Poema del Cid con las correcciones necesarias al texto, es decir «un proyecto de enmiendas» a la publicación hecha por Tomás Antonio Sánchez en 1779. Es posible que fuera ésta, inicialmente, la finalidad de Bello al enfrentarse con el texto del Poema en su primera edición. Ahora bien; no nos permite deducir lo mismo el sentido de algunos escritos de Bello, ya mencionados anteriormente, ni la obra misma llevada a término. La tarea de restauración del texto requirió el estudio previo de un gran número de problemas, que Bello emprendió con entusiasmo y tenacidad. Gracias a ello tenemos hoy expuesto un cuerpo de doctrina acerca de los puntos fundamentales en la investigación de literatura medieval castellana.

El proyecto inicial de enmendar el texto quedó inconcluso y casi en segundo término. Es más, al encontrarse Bello sin oportunidad de editar su trabajo, creo que la obra de restauración del Poema permaneció durante muchos años sin modificación, y, con ligerísimas añadiduras posteriores, ha llegado hasta nosotros tal cual lo había preparado en Londres.

Bello advirtió la falta de las hojas iniciales del manuscrito y se dio cuenta de las interpolaciones y mutilaciones de los copistas a los que trata acremente. Lo deduce sin tener el códice de Vivar como elemento de cotejo, situación que lamenta en términos emocionantes. ¡Es posible imaginarnos cuán distinta hubiese sido la obra de Bello, si hubiese tenido a mano una buena reproducción paleográfica! Al cotejar la edición preparada por Bello con la que publicó Sánchez, y las que se han hecho posteriormente, resalta la agudeza con que interpretó cada uno de los puntos rectificados, y con qué intuición certera dictaminó sobre las necesarias restauraciones.

La parte correspondiente a las hojas perdidas al comienzo del Poema, la resuelve Bello de un modo admirable. Este aspecto de la tarea de Bello es el exponente más claro y significativo de su intervención. Además rectifica Bello lecturas malas de Tomás Antonio Sánchez; reconstruye con mucha sensatez hemistiquios enteros perdidos; desdobla versos que la incuria de los copistas había dejado reducidos a una sola línea; suprime versos repetidos por la misma causa; elimina vocablos interpolados; devuelve a la buena dicción giros y palabras, que correspondían a empleos gramaticales ya en desuso cuando se produjo la copia de Per Abbat. La edición del Poema del Cid, tal como figura en el tomo II de las Obras Completas de Bello, no creo fuese preparada definitivamente por él, y aun sospecho que hay porciones considerables en las que no se ve su mano correctora, puesto que no se aplica por   —175→   igual su criterio enmendador. Carecemos de los manuscritos de Bello, por lo que no nos es posible opinar con total seguridad. No todas las correcciones propuestas por Bello son hoy válidas, pues los nuevos conocimientos sobre la lengua y la literatura de la época han permitido superarlas. Pero, a pesar de ello, reconociendo las fallas que su tarea tiene, es en todos sus alcances, una obra sorprendente y, hasta cierto punto, inimaginable, si tenemos en cuenta la carencia de elementos de juicio para el análisis crítico y científico, falta que tuvo que suplir a fuerza de intuición en el hecho filológico y literario. Su delicado sentido poético le permitió alcanzar espléndidos atisbos, dignos de la genialidad que campea en todas sus obras. La erudición de Bello en la literatura medieval superó los límites de conocimientos habituales entre los hombres entendidos de su época. Su sabiduría unida a un refinado gusto logra el resultado que admiramos en la reconstrucción del Poema del Cid.

ll) Los poemas épicos y las Crónicas

Andrés Bello tuvo perfecta conciencia de la íntima relación entre los poemas épico-heroicos y las obras de historia medievales, «aguas que corren durante siglos por los mismos cauces». Asimismo enjuició, certeramente, el rigor histórico en las obras poéticas y el carácter literario de las crónicas, que fueron recibiendo en continuas refundiciones nuevas injerencias de elementos fabulosos en un proceso de «modificaciones e interpolaciones en que se exageraron los hechos» auténticos de la historia. Gracias a su excelente criterio, a pesar de conocer únicamente el texto de la Crónica del Cid, logró sacar gran provecho para el estudio del Poema del Cid, y, además, pudo fijar, anticipándose en mucho tiempo a la crítica posterior, la vía de prosificación de los Cantares en las crónicas de la Edad Media. En la Crónica del Cid descubre la prosificación de un cantar distinto al que conocemos y lo subraya con atención. Es verdaderamente lamentable que Bello no pudiera conocer el tesoro de Crónicas medievales que existen en castellano, ya que muchos de los juicios suyos que quedan incompletos o erróneos habrían logrado la exacta y verdadera interpretación. Particularmente es lamentable que no haya podido consultar la Crónica General, de la que tuvo conocimiento a través de la obra de Berganza y de Dozy y de cuya falla se queja en diversos pasajes de su obra. Dice en 1858 en la Relación de la Crónica de Turpín con los poemas caballerescos anteriores y posteriores, a propósito de la Crónica: «Yo no he podido hacer un estudio particular de la obra; y en Chile no tengo medio de procurármela»; y en su carta a Bretón de los Herreros (1863) dice que ha realizado para su investigación el cotejo prolijo del Poema con la llamada «Crónica del Cid, publicada por fray Juan de Velorado, y que hubiera deseado también hacerlo con la Crónica General atribuida al rey don Alfonso el Sabio, que desgraciadamente no he podido haber en las manos».

Tomás Antonio Sánchez señaló antes que Bello la relación existente entre las Crónicas y el Poema del Cid, pues en las «Noticias» que anteceden a la edición del Poema en 1779, dice que la Crónica es posterior y «tuvo presente el poema, siguiéndolo puntualmente en muchas partes   —176→   de los hechos, y muchas veces copiando las mismas expresiones y frases, y aun guardando los mismos asonantes». Sin embargo su juicio termina ahí y no sabe Sánchez sacarle ningún provecho, sea para rectificar o pulir alguna lectura del Códice de Vivar, sea para suplir las partes perdidas. Es más; no parecía estar muy seguro de sus afirmaciones, por cuanto que un poco antes de dichas palabras había escrito: «como hay una crónica que trata de las cosas del Cid, como historia particular de este héroe, no consta de su antigüedad, aunque está en castellano antiguo, podría dudarse si el autor de ella, que se ignora todavía, tuvo presente el Poema del Cid, o si éste se sacó de dicha crónica».

Bello anduvo con paso firme por estas cuestiones de crítica histórica. Así se comprende, por ejemplo, que rechazara sin titubeos la duda del gran medievalista Durán, quien en la edición del Romancero admitía la posibilidad de que la Crónica Rimada fuese más antigua que el Poema del Cid. Bello lo niega, por «razones indubitables que manifiestan su posterioridad».

Bello tuvo conciencia de que al no disponer de todas las Crónicas para sus estudios, ignoraba un campo extenso y decisivo. Así en la carta-informe al Secretario de la Academia, en 1863, al explicar lo que él entendía haber hallado en la reconstrucción de la parte perdida por medio de la Crónica del Cid, dice que puede que en todo no haya acertado, pero que «mi objeto ha sido poner a la vista por qué especie de medios se ha operado la transformación de la forma poética en la prosaica», y esto sí que es un definitivo hallazgo y un extraordinario progreso debido a Bello en el campo de los estudios cidianos.

m) Las Crónicas como recurso enmendatorio del Poema

Consecuente con su criterio, y plenamente convencido de la convivencia y el cruzamiento de los poemas épico-heroicos y las Crónicas, Bello recurrió a la única que conoció entera en Londres, la Crónica del Cid, para completar la parte inicial perdida en el único códice del Poema. Es, en verdad, un acierto de notables proporciones.

Veamos su posición crítica frente al Poema del Cid en relación con la Crónica Particular, para explicar después cuál es el resultado de tan hermosa intuición de Bello. Dice en texto anterior a 1834:

Sensible es que de una obra tan curiosa no se haya conservado otro antiguo códice que el de Vivar, manco de algunas hojas, y en otras retocado, según dice Sánchez, por una mano poco diestra, a la cual se deberán tal vez algunas de las erratas que lo desfiguran. Reducidos, pues, a aquel códice, o por mejor decir, a la edición de Sánchez que lo representa, y deseando publicar este poema tan completo y correcto como fuese posible, tuvimos que suplir de algún modo la falta de otros manuscritos o impresos, apelando a la Crónica de Ruy Díaz, que sacó de los archivos del monasterio de Cardeña y publicó en 1512 el abad Fr. Juan de Velorado. Esta Crónica es compilación de otras anteriores, entre ellas el presente Poema, con el cual va paso a paso por muchos capítulos, tomando por lo común sólo el sentido, y a veces apropiándose con leves alteraciones la frase y aun   —177→   series enteras de versos. Otros pasajes hay en ella versificados a la manera del Poema, y que por el lugar que ocupan parecen pertenecer a las hojas perdidas, si ya no se tomaron de otras antiguas composiciones en honor del mismo héroe, pues parece haber habido varias y aun anteriores a la que conocemos. Como quiera que sea, la Crónica suministra una glosa no despreciable de aquella parte del Poema que ha llegado a nosotros, y materiales abundantes para suplir de alguna manera lo que no ha llegado. Con esta idea y persuadido también de que el Poema, en su integridad primitiva, abrazaba toda la vida del héroe, conforme a las tradiciones que corrían (pues la epopeya de aquel siglo, según ya se ha indicado, era ostensiblemente histórica, y en la unidad y compartimiento de la fábula épica nadie pensaba) discurrimos sería bien poner al principio, por vía de suplemento a lo que allí falta, y para facilitar la inteligencia de lo que sigue, una breve relación de los principales hechos de Ruy Díaz, que precedieron a su destierro, sacada de la Crónica al pie de la letra. El cotejo de ambas obras, el estudio del lenguaje en ellas y en otras antiguas, y la atención al contexto, me han llevado, como por la mano, a la verdadera lección e interpretación de muchos pasajes.



Bello cree pues que el Poema del Cid debía abarcar la historia poética de la vida completa del héroe. Parece ya fuera de duda que en la parte inicial perdida no faltan más de cincuenta versos. Pero esto no quita valor a la conjetura magistral de Bello al rastrear en la única Crónica que propiamente conoció la parte perdida del Poema, la cual denomina él mismo en su testamento cidiano, «una de las más importantes adiciones que tenía meditadas». Bello reconstruye los versos perdidos al comienzo del Poema, con la prosificación inserta en la Crónica del Cid. La serie de los diez últimos versos identificados son exactamente los que enlazaban con el primer verso del texto conservado en la copia de Per Abbat: De los sos ojos tan fuertemientre llorando. Son como sigue:


E los que acá fincáredes, quiérome ir vuestro pagado.
Es ora dixo Alvar Fañex, su primo cormano:
-Convusco irémos, Cid, por yermos o por poblados;
Ca nunca vos fallescerémos en quanto vivos seamos.
Convusco despenderémos las mulas e los cavallos.
E los averes e los paños,
E siempre vos servirémos como amigos e vasallos.
Quanto dixiera Alvar Fañex, todos allí lo otorgaron.
Mio Cid con los suyos a Bivar ha cavalgado
E quando los sus palacios vió, yermos e desheredados...



Milá y Fontanals por su parte, sin conocer la conclusión de Bello, propone como inicio del Poema seis de estos versos, en tanto que Menéndez Pidal sugiere doce versos, diez de los cuales coinciden sustancialmente con los propuestos por Bello.

Si bien es cierto que Bello cree que la parte perdida antes de comenzar el manuscrito es mucho mayor, me parece que el hecho de haber identificado los primeros versos, con ensambladura perfecta con   —178→   el inicio del Poema, es el caso más preciso y genial de la obra de Bello respecto al Poema del Cid. Piénsese lo que significa este hallazgo teniendo en cuenta los materiales de que dispuso Andrés Bello, y compárese con lo que pudo utilizar la crítica posterior. Hay que rendir justicia en este punto concreto al acierto extraordinario de Bello. Las correcciones hechas por Bello en el Poema son por lo general atinadas, aunque son escasísimos los elementos documentales de que dispone. Los modernos editores del Poema han utilizado abundantemente los dictámenes de Bello, después de 1881, empezando por Menéndez Pidal.

n) Gramática

Bello planeó la edición del Poema, haciéndola preceder de la relación anotada de los hechos del Cid anteriores a su destierro, tomada de la Crónica del Cid. Puso notas al texto del Poema, más las conjeturas probables acerca de los problemas planteados por el Cantar; a todo ello, debía seguir un estudio acerca de la gramática del castellano de la época y un glosario de los vocablos poco inteligibles para un lector moderno; y, además, unos apéndices en que habrían de figurar las numerosas investigaciones de Bello que giran alrededor de la literatura medieval, con lo que vemos confirmada la visión de conjunto que tuvo en su estudio.

Acerca de la lengua castellana en el siglo XIII, dice Bello:

Echando una rápida ojeada sobre la lengua castellana del siglo XIII, veremos que no estaba tan en mantillas, tan descoyuntada, por decirlo así, tan bárbara como generalmente se cree. En lo que era diferente de la que hoy se habla, no se encuentra muchas veces razón alguna para la preferencia de las formas y construcciones que han prevalecido sino la costumbre, que no siempre mejora las lenguas alterándolas.



En las notas gramaticales observo que sólo está recogida una parte de los estudios lingüísticos de Bello sobre el castellano medieval, ya que en otras monografías, principalmente en la Gramática hay referencias a puntos históricos del idioma que no fueron incorporados en el trabajo intitulado «Apuntes sobre el estado de la lengua castellana en el siglo XIII», que constituye una colección de «concisas, pero muy fundamentales, observaciones sobre la gramática del Poema», según el parecer de Menéndez Pelayo.

Quiero registrar solamente una observación magistral, sobre un tema de gramática histórica del castellano, que da idea de la penetración y acuidad de los análisis filológicos de Bello. Es la siguiente:

El empleo que hacía del oblicuo ge es otra de las cosas en que el antiguo castellano aventajaba al moderno. Nosotros, cuando decimos se lo puso, empleamos una locución ambigua, que puede significar se lo puso a sí mismo, o se lo puso a otra persona. Los antiguos distinguían: en el primer caso decían, como nosotros, se lo puso; en el segundo, ge lo puso. Así tollióselo (se lo quitó a sí mismo), y tolliógelo (se lo quitó a otro). Sánchez, o no percibió, o no supo explicar esta diferencia, cuando dijo que ge era lo mismo   —179→   que se en los verbos pasivos o recíprocos, pues cabalmente en las construcciones pasivas o recíprocas es en las que nunca se decía ge sino se. Ge era el equivalente del latino illi o ei; se era el equivalente de sibi.



ñ) Glosario

Como parte final indispensable, inserta Bello un Glosario que a juicio de Menéndez Pelayo «lleva ventajas enormes al de Sánchez». Véase cuál era el propósito de Bello:

Todo termina con un Glosario, en que se ha procurado suplir algunas faltas y corregir también algunas inadvertencias del primer editor. Cuanto mayor es la autoridad de don Tomás Antonio Sánchez, tanto más necesario era refutar algunas opiniones y explicaciones suyas que no me parecieron fundadas; lo que de ningún modo menoscaba el concepto de que tan justamente goza, ni se opone a la gratitud que le debe todo amante de nuestras letras por sus apreciables trabajos.



El Glosario de Bello está escrito naturalmente sobre el Poema del Cid, con referencias a Berceo, al Poema de Alexandre y a la Biblia de Scio. Es un trabajo elaborado en los comienzos de las investigaciones de Bello, seguramente terminado en Londres, antes de 1829.

o) Teoría de los romances

Este es otro de los pensamientos capitales de Bello, con proyección en toda la teoría sobre la literatura medieval, ya que es bien sabido que la cuestión de los romances, su formación, origen y causas originarias en el orden métrico, han preocupado apasionadamente a los historiadores de la literatura española. Bello es el primero que sostiene la tesis de la prelación de los cantares épicos respecto a los romances, y expone la derivación directa del octosílabo, de los versos largos de los poemas narrativos.

La primera referencia que encuentro en la vida de Bello respecto a este tema está en la carta ya citada que le dirige Bartolomé José Gallardo, fechada en Londres a 6 de octubre de 1817, en la que le habla del Poema del Cid, e incidentalmente le dice lo siguiente:

Volvamos a nuestro héroe; y hablemos ahora de su poema, o llamémosle romance, o romancero. Llámole así, porque, en mi opinión, nuestros romances no han tenido otro origen, que ritmos de esta especie. Estos son de su naturaleza intercisos; y cortándolos por la cesura, resultan versos al aire de los de nuestros romances, así como ligando de dos en dos los pies de nuestros romances, máxime los antiguos, tendremos versos largos al tono de los alejandrinos.



Vemos ya esbozada la tesis del origen en los romances a la que Bello dará forma. La teoría de Bello es formulada independientemente de la doctrina expuesta por Manuel Milá y Fontanals en 1874, quien ignoraba por su parte los trabajos de Bello sobre literatura medieval. El dictamen de Bello, publicado en diversos trabajos, aparece explicado con suficiente insistencia y coordinación como para que la crítica   —180→   general debiera estimarlo como el definidor de la tesis de que los romances sueltos en octosílabos nacieron como fragmentos de los cantos épicos, al escribir como dos versos, el metro de diez y seis sílabas interciso.

Lo expresa rotundamente en Londres, en 1827 («Uso antiguo de la rima asonante en la poesía latina de la Edad Media, y en la francesa; y observaciones sobre el uso moderno» y en «Noticia de la obra de Sismondi sobre la Literatura del Mediodía de Europa»): «Si ahora nos parece que los romances riman las líneas alternativamente, eso se debe a que dividimos en dos líneas la medida que antes ocupaba una sola; en una palabra, lo que hoy llamamos versos, antes eran sólo hemistiquios»; «Aun los romances que más propiamente se llaman viejos... deben mirarse como fragmentos de antiguos poemas».

En el Prólogo de Miguel Luis Amunátegui al tomo VIII de las Obras Completas de Bello (Santiago, 1885) publica la siguiente nota hasta entonces inédita, que ha de haber sido escrita antes de 1829, formando parte de una obra sobre «La Rima», que no consiguió publicar. Dice:

Entre nosotros, ha llegado a ser ley general de toda composición asonante que sólo las líneas pares asuenen; pero no fue así al principio, antes bien, todos los versos asonaban, formando ordinariamente largas estancias monorrimas, como hemos visto que era la práctica de los franceses. El alejandrino y el endecasílabo fueron también en castellano las únicas medidas en que se empleó la asonancia; pero nuestro alejandrino asonante, abandonado casi enteramente a los juglares, se hizo menos regular y exacto en el número de sílabas, que el de los franceses, como se puede ver en el Poema del Cid; y de sus hemistiquios, escritos como versos distintos, nació lo que hoy llamamos romance octosílabo, porque al fin prevaleció la costumbre de darles ocho sílabas con el acento en la séptima, en lugar de siete con el acento en la sexta, que hubiera sido la estructura correspondiente al alejandrino exacto. En efecto, a pesar de la gran rudeza de los versos, o sea corrupción del texto primitivo, del Poema del Cid, hallamos en él muchos pasajes, que con sólo separar los hemistiquios, se convierten en otros tantos pedazos de verso octosílabo, no más irregular que el de lo que llamamos romances viejos.



Y en otro estudio de la misma época («Versificación de los romances») escribe:

Descendiendo del Poema del Cid a las otras composiciones asonantadas que en nuestra lengua se usaron, nos hallamos, después de un largo intervalo, con nuestros romanceros viejos, cuya versificación ofrece a primera vista una novedad; y es que solamente las líneas pares asuenan. Pero cualquiera conocerá que esta diferencia no consiste más que en el modo de escribir los versos; porque, divididos cada uno de los del Cid en dos, tendremos versos cortos alternadamente asonantes.



En su famoso tratado, Principios de la Ortología y Métrica de la Lengua Castellana (Santiago, 1835), en el § IX «De las estrofas», al tratar del verso octosílabo, fija el significado de la palabra romance, que   —181→   designó primero las lenguas vulgares. Luego «las composiciones tanto en verso como en prosa, que se escribían en lengua vulgar». Y más tarde designaba «a las gestas o largos poemas, de ordinario asonantados», como el Poema del Cid. «Sucesivamente se denominaron romances los fragmentos cortos de estas composiciones largas, en las cuales se narraba algún suceso particular de la historia del héroe».

En El Crepúsculo, de Santiago de Chile, 1843, publica un artículo sobre «Origen de la epopeya romancesca» en el que dice:

Después se llamaron así [romances] los fragmentos de estos poemas [los poemas históricos, como el Cid y el Alejandro], que solían cantar separadamente los juglares, y de que se formaron varias colecciones, como el Cancionero de Amberes. Diose otro paso, denominando romance la especie de verso en que de ordinario estaban compuestos aquellos fragmentos, que vino a ser el octosílabo asonante. Y en fin, se apropiaron este título las composiciones líricas en esta misma especie de verso, cuales son casi todas las comprendidas en el Romancero General.



Y para terminar, véase esta ratificación contenida en el Prólogo al Poema del Cid (1862)

Estos romances que el célebre historiador angloamericano [Ticknor] designa con la palabra inglesa Ballads, compuestos en versos octosílabos con asonancia o consonancia alternativa, no parecen haber sido conocidos bajo esta forma antes del siglo XV, puesto que no se ha descubierto, según entiendo, ningún antiguo manuscrito en que aparezcan con ella. Es verdad que indudablemente provienen de los versos largos usados en el Poema del Cid, en las composiciones de Berceo, en el Alejandro, etc., habiendo dado lugar a ello la práctica de escribir en dos líneas distintas los dos hemistiquios del verso largo.



Y sigue más abajo con una observación muy sagaz:

Los críticos extranjeros que con laudable celo se han dedicado a ilustrar las antigüedades de la poesía castellana, no han tenido siempre, ni era de esperar que tuviesen, bastante discernimiento para distinguir estas dos edades del romance octosílabo, ni para echar de ver que aun los romances viejos distaban mucho de la antigua poesía narrativa de los castellanos, cual aparece en los poemas auténticos del siglo XIII.



Y por último, expresa su opinión definitiva en la carta a Bretón de los Herreros, de junio de 1863:

No debo disimular que no soy del dictamen de aquellos eruditos que miran el romance octosílabo como forma primitiva del antiguo alejandrino, que según opinan, no es otra cosa que la unión de dos octosílabos. A mí, por el contrario, me ha parecido que el romance octosílabo ha nacido de los alejandrinos o versos largos que fueron de tanto uso en la primera época de la versificación castellana.



  —182→  

p) Intuición y propósito de la obra inconclusa de Bello

Hemos llegado al término del examen temático de los estudios de Bello sobre el Poema del Cid; debemos, por tanto, intentar el análisis de la labor desarrollada por Bello, vista en su conjunto, y particularmente acerca de los principios que le animaban en su tarea. Con ello podemos explicarnos la perseverancia en un trabajo que ocupa dos tercios de la prolongada vida de Bello. Más de cincuenta años estuvo ocupado en esta investigación, con el convencimiento de realizar una labor trascendente, sin que en ningún momento prosperaran las oportunidades de dar a la estampa el fruto de su trabajo. Sin embargo no ceja en su empeño y ahora podemos contemplar la obra en su amplitud y en sus proporciones, una vez vista la evolución de su pensamiento, a lo largo de sus investigaciones sobre el Poema del Cid.

Esta vocación tan arraigada está unida a un sentido de buen gusto y de intuición por la belleza que le hizo persistir en el plan de reeditar el Poema que tanto había sufrido de manos bárbaras de copistas, y que en su tiempo tan malos tratos recibía de la crítica, en particular de la española. Estoy absolutamente persuadido de que Bello presentía la significación duradera de su trabajo y de ahí que en 1863 con la carta a Bretón de los Herreros realizara este acto generoso de entregar sus secretos a la Real Academia Española para que no se perdieran en lo inédito tantos desvelos y tantas ilusiones.

El plan originario de restaurar el Poema creció y se amplió con su trabajo posterior y de ahí que esbozara un programa de edición del Poema más ambicioso. Está en este pasaje del Prólogo al Cantar de Mio Cid, escrito en 1862:

Comprenden las notas, fuera de lo relativo a las variantes, todo lo que creí sería de alguna utilidad para aclarar los pasajes oscuros, separar de lo auténtico lo fabuloso y poético, explicar brevemente las costumbres de la Edad Media y los puntos de historia o geografía que se tocan con el texto; para poner a la vista la semejanza del lenguaje, estilo y conceptos entre el Poema del Cid y las gestas de los antiguos poetas franceses; y en fin, para dar a conocer el verdadero espíritu y carácter de la composición, y esparcir alguna luz sobre los orígenes de nuestra lengua y poesía. Pero este último objeto he procurado desempeñarlo más a propósito en los apéndices sobre el romance o epopeya de la Edad Media, y sobre la historia del lenguaje y versificación castellana. Tal vez se me acusará de haber dado demasiada libertad a la pluma, dejándola correr a materias que no tienen conexión inmediata con la obra de que soy editor; pero todas las tienen con el nacimiento y progreso de una bella porción de la literatura moderna, entre cuyos primeros ensayos figura el Poema del Cid.



Con esta visión amplia, necesariamente comprensiva de temas que excedían el marco estricto de la reconstrucción del texto del Poema, lleva a cabo Bello una obra noble, que vincula la cultura americana a los albores de la tradición lingüística hispánica, a la que le da el tono de humanidad que tienen todos sus escritos con las palabras finales de su Prólogo:

  —183→  

El trabajo que yo he tenido en la presente obra parecerá a muchos fútil y de ninguna importancia para la materia, y otros hallarán bastante que reprender en la ejecución. Favoréceme el ejemplo de los eruditos de todas las naciones que en estos últimos tiempos se han dedicado a ilustrar los antiguos monumentos de su literatura patria, y disculpará en parte mis desaciertos la oscuridad de algunos de los puntos que he tocado.



El gran estudio de Bello no ve la luz pública, sino en 1881. A pesar de haber iniciado su investigación a partir de 1810 y haber empezado en 1823 a dar a conocer los primeros avances de sus conclusiones es una obra novedosa y plena de aciertos, que todavía son validos en nuestro tiempo, con todo y que su labor no recibió la última y definitiva preparación. Son conquistas incorporadas a la historia de la ciencia literaria, cuyo conjunto es sumamente respetable. Aporta soluciones sustanciales en muchos puntos de investigación (sistema de asonancias; las relaciones entre la poesía y las crónicas; la teoría de los romances octosílabos desprendidos de los cantares de gesta; las interpretaciones de la versificación medieval, con el sistema silábico y los valores rítmicos acentuales; la influencia francesa en los albores de la épica hispánica; la visión de la literatura medieval europea; y un mundo de atisbos menos trascendentes, que, si se quiere, como mínimo abren caminos para las disquisiciones ulteriores). La crítica contemporánea ve con respeto el juicio de Bello en cada tema que nos dejó estudiado y en la menor de las notas de interpretación del texto que había impreso Tomás Antonio Sánchez. Se ha constituido el nombre de Bello como referencia obligada para todo estudioso de la literatura medieval.

La comprensión del valor literario, humano y estético del Poema del Mío Cid es uno de los más certeros dictámenes acerca de una remota obra literaria, con fuerza para conmover el espíritu moderno, acaso la última y más íntima razón que impulsa a Bello para emprender la larga investigación.

El conjunto de los estudios literarios y lingüísticos de Bello persigue un fin eminente: enlazar la cultura americana con la civilización occidental, dentro del marco de la tradición hispánica representada por la lengua castellana medieval y su literatura. La Edad Media europea es fuente y alma de la civilización americana, y a este pensamiento rindió Bello muchas horas de su vida, para afirmar el entronque de la nueva América en raíces más remotas que los siglos coloniales, al servicio de una integración más amplia, más precisa y total. Con tal propósito llevó a cabo, en un extenso horizonte temático, sus investigaciones del idioma medieval y sus exposiciones estéticas, para deducir la significación de su espíritu como aporte para la cultura del Nuevo Mundo. En todos sus trabajos, Bello actúa impulsado por el mismo designio.

1986.





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ArribaAbajoTemas de Simón Bolívar


ArribaAbajo I. Hitos bibliográficos bolivarianos


A. Consideración preliminar

Es un real placer venir a hablar de Bolívar en esta ciudad de Boston y en la sede de la Biblioteca Pública, de tan alta alcurnia en los anales de la historia de la inteligencia y del saber. Y también en el mundo hispanístico. Bastará, acaso, evocar los manes de George Ticknor, para que nos absuelva de errores y encamine nuestra oración.

He de referirme a un tema grato para mí: el de Simón Bolívar y darle a mi conferencia el carácter de «humanistic bibliography», tal como prescriben las normas de «The Maury A. Bromsen Lecture», que tan brillante tradición han dejado establecida en los diez años que tiene de vida. Los escritos del Libertador son un océano de posibles asuntos que han de limitarse para dar curso a un ensayo tolerable para una sesión. He decidido presentarles unos pocos aspectos, siete en total, para no salirme de la cifra mágica, tan vinculada a nuestra civilización desde los lejanos tiempos de la astronomía babilónica. Se refieren todos ellos a circunstancias bolivarianas que a mi juicio permiten enfocar algunos análisis de tan rica personalidad en relación con su obra manuscrita y la vida de los impresos. Creo que será un repaso idóneo para esta oportunidad, cuando evocamos el Bicentenario del nacimiento del ilustre caraqueño.

Nacido Bolívar en 1783, muere en 1830, a los 47 años, existencia breve para una obra tan grande, durante la cual liberó medio continente, fundó repúblicas y formuló un ideario político todavía vivo, al lado de la acción de guerrero, como uno de los grandes capitanes de la historia de la humanidad. Fue actor eminente y definidor en su época de la tercera gran revolución del occidente: a) la Norteamericana, con la independencia de las trece colonias inglesas; b) la Francesa, con la liquidación de los resabios feudales en el Viejo Mundo; y c) la Suramericana, con la emancipación de las Repúblicas separadas del poderío español.

Como cuestión previa, debemos plantearnos lo que acaso constituye hoy por hoy el enigma sin respuesta en la vida de Bolívar, que es el del lugar y tiempo donde se operó el proceso de su formación intelectual. La educación escolar en la niñez y primeros años de su adolescencia en la ciudad de Caracas, no está bien esclarecida. Sabemos que fue un muchacho bastante difícil y de carácter inquieto, poco dócil a los tutores   —185→   que desde los siete años al perder los padres se encargaron de la enseñanza que debía recibir. Sabemos que se organizó una suerte de academia privada, particular, en su propia casa, en la que además de las lecciones que recibió en la escuela pública, con el genial Simón Rodríguez, un grupo de profesores particulares se ocupaban de encaminarlo en los primeros conocimientos. Tuvo preceptores eminentes, entre los cuales se contaron dos hombres excepcionales: el P. Fray Francisco de Andújar y Andrés Bello, este último sólo año y medio mayor que Bolívar. Por propia confesión de Bolívar conocemos su propósito de perfeccionar su formación en España. En efecto, a la edad de 15 años y medio emprendió viaje a la capital de la Península.

Tenemos un testimonio autógrafo del joven Bolívar, una carta dirigida a su tío Pedro Palacios, datada en Veracruz a 20 de marzo de 1799, por la que podemos deducir que su educación dejaba mucho que desear.

La letra, aunque bien trazada, es de mano poco acostumbrada a la escritura y la misma ortografía es francamente deficiente. Aunque hay ilación en lo que expresa, no deja de observarse cierta imprecisión en las expresiones del lenguaje.

En Madrid va a encontrarse con un maestro excepcional, el Marqués de Ustáriz, con quien convive la mayor parte de sus casi tres años de residencia en España. Los testimonios que nos dejó el propio Bolívar de esta etapa de estudio son elocuentes. La recuerda mucho más adelante, como la del trabajo diario, dedicado a la lectura y al ejercicio de sus facultades mentales con verdadera pasión: matemáticas, idiomas extranjeros «todo bajo la dirección del sabio Marqués de Ustáriz, en cuya casa vivía...» dice el 20 de mayo de 1825. Bolívar le confiesa a su edecán Daniel Florencio O’Leary fiel biógrafo que trató íntimamente al Libertador por mucho tiempo, que «se dedicó a estudiar las matemáticas, las lenguas y los clásicos antiguos y modernos. Pasaba los días y las noches leyendo y con tanto fervor se dio al estudio, que sus amigos llegaron a temer que la demasiada aplicación quebrantase su salud». «... el Marqués de Ustáriz, caballero distinguido por su talento, sus bellas prendas y notable instrucción; en él se figuraba ver a uno de los sabios de la antigüedad. Se recreaba en su sociedad y por ella dejaba los libros porque decía que más se aprendía conversando con el Marqués, que en las obras de aquellos sabios. Ustáriz debió sin duda ejercer grande influjo en el ánimo de Bolívar, que hasta sus últimos días se complacía en recordarle y hablar de él con veneración».

No hay duda, pues, de que en este tiempo de Madrid, Bolívar estuvo concentrado en su educación, en forma metódica, sistemática, continua, dirigida por un hombre excepcional, alta inteligencia de la España ilustrada de fines del siglo XVIII y primera década del XIX. No hay otro período en la vida de Bolívar, en la cual podamos situar un espacio de aprendizaje semejante. Al contrario, cuando después de 1802, habiendo perdido a su esposa, invierte su existencia en viajes por Europa y América, y una vez regresado a Venezuela en 1807, se entrega a la acción política, el vértigo de su prodigiosa aventura hasta el fin de sus días, ya no le dará paz ni sosiego para las pausadas lecturas ni para los   —186→   estudios programados, tal como exige toda educación formal. Aunque nos consta que siempre encontró ocios para leer.

Debemos, por tanto, inferir que a estos años de convivencia con el Marqués de Ustáriz, corresponde el asentamiento de las bases de la amplia cultura de que nos da muestra Bolívar en sus escritos posteriores. Además, el Libertador nos dice en su carta de 20 de mayo de 1825, que estudió «a Locke, Condillac, Buffon, Dalambert, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande, Rousseau, Voltaire, Rollin, Berthot y todos los clásicos de la antigüedad, así filósofos, historiadores, oradores y poetas; y todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses». De ahí deriva la firme ilustración que aflora constantemente en su ideario político, en la justificación de sus proyectos constitucionales y en su obra de gobernante. Y aun en la supervivencia de influencias literarias en sus escritos. Creo haber demostrado la presencia en la prosa de Bolívar de una obra de Quevedo y de un poema de Góngora, influencias que me parece fuera de discusión; así como el posible influjo de las famosas coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Reflejos en la pluma de Bolívar que no pueden atribuirse a lecturas ocasionales, sino a los años de concentración educativa, pausada, orgánica, en la juventud, que han de ser forzosamente los días de residencia en Madrid, con la tutela espiritual del Marqués de Ustáriz.

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B. Hitos bolivarianos

1. El poder en 1813

El 6 de agosto de 1813, al término de la veloz acción militar denominada «Campaña Admirable» que emprendió en Cartagena pocos meses antes, Bolívar entró triunfante en Caracas y por primera vez tuvo el poder de la República en sus manos. Aunque organiza tres Secretarías para llevar el gobierno, su mayor preocupación fue la de darle forma y sostén legal a la República, a base de convocar una asamblea de notables ante la cual deponer la autoridad suprema acumulada en su persona en virtud de la victoria militar. Pocos días después, el 13 de agosto, pide al Dr. Francisco Javier Ustáriz, el jurista más esclarecido de Venezuela, que le presente «un plan de gobierno provisorio para Venezuela». Bolívar había señalado como bases constitucionales: «La libertad, política y civil, a fin de dar felicidad y satisfacción a todos los ciudadanos de la República».

Envía el proyecto del Dr. Ustáriz impreso, en el curso de los meses de setiembre y octubre, a un buen número de hombres de derecho y militares distinguidos, a fin de recabar su juicio sobre las opiniones del ilustre jurista. Reunió varias respuestas, entre las cuales descuella la de Miguel José Sanz, llamado el Licurgo venezolano, por sus excepcionales dotes de Legislador.

  —187→  

Señalo este rasgo notable en Bolívar. Tenía el poder absoluto, pues nadie podía discutirle su ejercicio. Sin embargo, manifiesta expresamente que su voluntad es que se recojan las opiniones de los mejores compatriotas; se organice democráticamente el gobierno; y se promulgue una Constitución para el Estado. Cree Bolívar y así lo dice: «Mi autoridad y mi destino en Venezuela está reducido a hacer la guerra». Nos quedan los testimonios de algunos impresos publicados en uno de los primeros talleres del país. No prosperó el plan bolivariano porque la República pereció en manos de José Tomás Boves.

2. La Carta de Jamaica (1815)

Bolívar en 1815 se había alejado de Cartagena, en la costa norte de la Nueva Granada, por disidencias con los jefes militares y civiles de la más famosa plaza fuerte en las costas del Mar Caribe. Se trasladó a Kingston, en Jamaica, con el anunciado propósito de ir a Inglaterra a pedir auxilio para proseguir la obra de la independencia. El 6 de setiembre de 1815 escribe uno de los documentos más importantes de cuantos elaboró a lo largo de su vida. Se denomina habitualmente como La Carta de Jamaica, que tiene un accidentado historial bibliográfico.

Bolívar da a la carta la forma de respuesta a un caballero de Jamaica (cuyo nombre no consta en ninguna de las versiones publicadas), quien supone le había escrito con fecha de 29 de agosto de 1815 una carta en donde, tras comentar los sucesos del continente hispanoamericano, formulaba una serie de preguntas sobre la situación del momento, así como acerca del porvenir previsible.

En su contestación, Bolívar inserta citas de fragmentos de la carta de su corresponsal imaginario para tomarlas como base de sus consideraciones históricas, sociológicas y políticas. En forma ordenada expone el juicio que le merecen los antecedentes históricos referidos a cada una de las porciones americanas, desde México hasta Argentina y Chile, con lo cual llena la primera parte de su carta. En la segunda, traza la visión de lo que había de suceder, de acuerdo con la lección derivada de los hechos históricos y conforme a los rasgos característicos de cada una de las futuras repúblicas del continente.

Dado el horizonte que abarca la «Carta de Jamaica» hay que atribuirle una intención de más alcance que la que tendría si fuese simplemente una contestación a una epístola privada. La naturaleza misma de los temas; el modo de enfocarlos; y la altura de los comentarios no casan ciertamente con el carácter de una carta particular. Sin duda alguna, el Libertador elabora en esta forma un documento que alcanza los caracteres de proclama, manifiesto o memoria ante el mundo.

En la particular situación de Bolívar en Jamaica, después de la fracasada gestión en la Nueva Granada, de acuerdo además con el propósito reiteradamente expuesto de trasladarse a la capital de Inglaterra para proseguir sus trabajos por la independencia, es natural y lógico que buscase por todos los medios posibles el informar a la Gran Bretaña acerca de la exacta situación de la lucha por la independencia, para rectificar el clima de fracaso por los últimos sucesos y persuadiese   —188→   a los lectores de lengua inglesa sobre las favorables perspectivas con que debía contemplarse y enjuiciarse la obra de la emancipación. Fue traducida inmediatamente al inglés en la propia isla de Jamaica.

Entendido en esta forma el sentido de la «Carta de Jamaica», el nombre individualizado del destinatario puede perfectamente escamotearse. Y así sucede, en efecto, pues el nombre del corresponsal del Libertador, ha permanecido por casi siglo y medio sin la precisa identificación. En las primeras ediciones en inglés, al destinatario se le llama: «A friend», en las ediciones en castellano se le denomina: «Un caballero de esta isla (Jamaica)». Hoy sabemos que el destinatario era el señor Henry Cullen, súbdito británico, residenciado en Falmouth, en la isla de Jamaica.

En el archivo Nacional de Colombia se conserva el borrador del manuscrito de la versión inglesa de la Carta de Jamaica. Al pie consta un comentario fechado en Falmouth a 20 de setiembre de 1815, o sea, 14 días después de la data del documento. La letra de la versión manuscrita inglesa parece ser del General John Robertson, quien para esta fecha estaba en estrecho contacto con el Libertador.

Las correcciones y adiciones interlineadas corresponden a varias manos, hechas presumiblemente en momentos distintos, unas de 1815 y otras posteriores. La más importante es la que aparece en un pasaje cuya redacción inglesa no traducía el significado del original, y la corrección es autógrafa de Simón Bolívar, escrita en francés.

En castellano decía: «Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta». En la versión inglesa la frase final se había traducido «... are at least, sincere in their intentions», que no expresa realmente la idea de Bolívar, quien corrige en francés en interlineado: «on intente de le faire», o sea «intenta hacerla». Lo importante es que la corrección es autógrafa de Bolívar, por lo que vemos que revisó la traducción al inglés.

¿Por qué empleó Bolívar el francés para hacer esta observación? Bolívar conocía bastante el inglés para apreciar que la traducción era inexacta, pero su conocimiento no alcanzaría hasta el punto de poder escribir él mismo la versión correcta, en inglés. En cambio, el francés sí le era familiar, por lo cual se valió Bolívar de esta lengua a fin de expresar el exacto sentido de la frase original.

Este manuscrito de la traducción al inglés cobra un valor rotundo de testimonio fehaciente respecto a la redacción original de la Carta de Jamaica de la que desafortunadamente no se tiene ni original ni borrador manuscrito. La presencia de la mano del Libertador le da plena legitimidad y autoridad.

***

La publicación impresa más antigua que conocemos del texto inglés fue hecha en el periódico de Kingston, The Jamaica Quarterly Journal and Literary Gazette, N.º 1, vol. 3, correspondiente a julio de 1818, págs. 162-174.

  —189→  

Figura como texto transcrito en el cuerpo de un artículo publicado en varios números, intitulados «Political state of the Spanish South American Colonies». Aparece la carta del Libertador con el título de «General Bolívar’s Letter to a Friend, on the Subject of South American Independence. (Translated from the Spanish)».

Hubo una segunda impresión en The Jamaica Journal and Kingston Chronicle (Vol. III, N.º 30, de 23 de julio de 1825).

Se ha afirmado erróneamente y más de una vez que el texto castellano que hoy conocemos de la Carta de Jamaica impresa en 1833, es el de la versión del inglés hecha por Daniel Florencio O’Leary. Es un error tal suposición.

Tal es la historia bibliográfica -manuscrito y edición- de la famosa Carta de Jamaica.

3. La Constitución de Angostura (1819)

En el acto de Instalación del Congreso de Angostura, el 15 de febrero de 1819, Simón Bolívar presentó a la Asamblea un Proyecto de Constitución para Venezuela, precedido de un Mensaje o Exposición de Motivos, que es conocido habitualmente con la designación de «Discurso de Angostura». Constituye otro de los más trascendentales escritos políticos, elaborado en el momento de ir a emprender la etapa definitiva de la emancipación americana. A los treinta y seis años de edad, Bolívar había alcanzado la plena madurez de sus meditaciones acerca de la misión histórica del continente en proceso de liberación. El manuscrito de la redacción original del Discurso, se conservó en Inglaterra por los descendientes de su traductor a la lengua inglesa, el Coronel James Hamilton (1770-1840), quien acometió la tarea inmediatamente después del 15 de febrero de 1819. Constituye un invalorable testimonio para conocer exactamente el texto tal cual fue leído y permite aclarar los pormenores de las variantes que se introdujeron posteriormente.

Poseía el manuscrito el señor Philip J. Hamilton-Grierson, tataranieto en cuarta generación del Coronel James Hamilton, quien me permitió estudiar las características del documento.

Es un cuaderno de 32 folios precedido por una hoja donde consta en escritura autógrafa y firmada por el Coronel James Hamilton la siguiente declaración: «This is the very Speech read by General Bolívar at the opening of the Congress in Angostura, February 15th., 1819, and presented by him to me. James Hamilton». Lo imprimió Hamilton en Angostura, en 1819. En castellano se publicó en 1819 y en 1820, con variantes de redacción.

Se conservan en el Archivo del Libertador dos borradores de este discurso, con correcciones de puño y letra de Bolívar, que son prueba del largo y meditado proceso de elaboración bolivariana del famoso documento.

Todo ello nos da un formidable instrumento para conocer más a fondo la personalidad de Bolívar como pensador, como escritor y como   —190→   político, al facilitar el estudio del proceso de creación de una de sus obras más significativas.

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El denso Discurso de Bolívar fue la presentación y defensa del Proyecto de Ley básica que a su juicio Venezuela necesitaba en 1819. Forma unidad por consiguiente con el texto del articulado de la Constitución.

En el Archivo del Libertador, se conservan los manuscritos originales de los borradores del Proyecto de Constitución. Corresponden a dos partes distintas: la primera se intitula: «Bases para un Proyecto de Constitución para la República de Venezuela». La segunda parte se denomina: «Proyecto de Constitución para la República de Venezuela formulado por el jefe Supremo, y presentado al Segundo Congreso Constituyente para su examen». Ambos borradores presentan muchas enmiendas y correcciones, con abundantes partes testadas, a veces de artículos enteros, particularmente en el Proyecto de Constitución, sustituidos por redacciones distintas, lo que nos permite deducir que son textos que reflejan el pensamiento del Libertador en pleno proceso de elaboración de la Ley Fundamental para el nuevo Estado.

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En 1813, después de la Campaña Admirable, la amenaza de la guerra no le permite ocio ni paz para ordenar una ley sustantiva para la República. En Jamaica en 1815 expresa los juicios que va madurando para la creación de regímenes en las futuras Repúblicas hispanoamericanas, pero, alejado del mando, la concepción bolivariana es pura especulación de visionario. Será en Angostura, en 1819, aunque apoyado en un dominio territorial muy precario y reducido, cuando da salida a los frutos de sus reflexiones para redactar las bases legales de los nuevos Estados. La resolución de la guerra está lejana pero en magnífica anticipación de los acontecimientos, plasma en su Proyecto de Constitución, las normas que han de regir las nuevas Repúblicas. En estos borradores está visible la evolución de su pensamiento político. Tal es la importancia inmensa de estos documentos, que precedidos y ensamblados con su Discurso o Exposición de Motivos, nos atestiguan con claridad las ideas en proceso en la mente del Libertador.

4. Mi delirio sobre el Chimborazo (1822)

No se conoce el documento autógrafo original del texto poético de «Mi delirio sobre el Chimborazo», ni hay información fidedigna acerca de la fecha y lugar de composición. El Delirio se estima como una de las páginas más hermosas de Bolívar. En la mayor parte de estudios sobre el estilo literario del Libertador se menciona este texto porque realmente es obra de excepción en los escritos de Bolívar.

En ella, Bolívar animado por su propia acción, se detiene a contemplar la obra hecha. En «Mi delirio sobre el Chimborazo» (1822)   —191→   se supone a sí mismo desde la cima del volcán ecuatoriano en la visión real de América, poseído por el Dios de Colombia. Nunca subió al Chimborazo.

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Hay otros textos paralelos al de «Mi delirio sobre el Chimborazo». Por ejemplo: La carta a Simón Rodríguez de 19 de enero de 1824; la parte final del discurso de Angostura, pronunciado el 15 de febrero de 1819, que son claro anticipo de «Mi delirio sobre el Chimborazo». Al glosar la idea de la creación de Colombia, con la unión de Nueva Granada y Venezuela, en momentos en que era todavía un proyecto, Bolívar se entusiasma y se extasía en la contemplación de lo que puede llegar a ser. En realidad es ya el delirio sobre el Chimborazo en idéntica concepción, de la misma manera que es pura lucubración la existencia política de un estado -Colombia- que vive sólo en su mente de poderoso visionario. No hay duda de que «Mi delirio sobre el Chimborazo» es obra de Bolívar.

Creo que en «Mi delirio sobre el Chimborazo» es indudable la presencia en la obra de Bolívar de una página de uno de Los Sueños de Francisco de Quevedo y Villegas: «El mundo por de dentro y por de fuera». Basta el cotejo de ambos textos, aunque haya considerables diferencias en cuanto a la intención y a la conclusión en los dos escritos.

El fragmento de Quevedo pertenece a obra satírica, de moral ascética, intención que no aparece en «Mi delirio sobre el Chimborazo» producto del sacudimiento febril del héroe político que se siente en el cénit de su carrera, en el éxtasis de su creación, en el «desvanecerse» de su persona hasta llegar al diálogo con el Tiempo, frente a quien Bolívar sostiene su obra de vencedor, a pesar de la invitación a la reflexión humilde que se le hace. En Quevedo es el Desengaño que llama a la reflexión ascética de la muerte.

Bolívar recibe el encargo del Tiempo de «decir la verdad a los hombres, de no esconder los secretos que el cielo le ha revelado». En cambio, Quevedo llega al anonadamiento, a la observación del mundo en sus miserias, a una conclusión negativa aniquiladora. Al contrario de Bolívar, que goza en el futuro de su construcción política.

Son, pues, en su fondo dos piezas distintas. Pero la construcción con personajes abstractos está dentro del de Quevedo, de quien indudablemente sería lector Bolívar.

5. Vida del Mariscal Sucre (1825)

Bolívar al saber en Lima, que Antonio José de Sucre, había triunfado totalmente el 9 de diciembre de 1824 sobre el ejército español, en Ayacucho, última gran batalla de la Independencia, decidió escribir el Resumen sucinto de la vida del General Sucre, que se publicó en folleto de 18 páginas, en 1825. Impreso venerable, que ha tenido multitud de reproducciones y constituye uno de los escritos más significativos dentro de la obra del Libertador.

  —192→  

El Mariscal de Ayacucho había alcanzado la cúspide de la gloria a sus 29 años de edad. Se trasluce en las comunicaciones del Libertador el convencimiento y el deseo de que Sucre sea el continuador de su obra política. Tal es el sentido entrañable del Resumen sucinto de la vida de Sucre, quien había rubricado la empresa de la emancipación en suelo peruano.

En el Archivo del Libertador, custodiado en la Casa Natal de Bolívar, en Caracas, en el tomo I, folios 1 a 12 de la Sección de O’Leary, se conservan dos manuscritos que son prueba irrefutable en cuanto a la identificación del autor: Simón Bolívar.

El primero es de letra del Coronel Juan Santana, con numerosas correcciones autógrafas de Bolívar. Ordenó otra copia en limpio de letra del Capitán Jacinto Martel. Este segundo manuscrito ofrece la singularísima particularidad de haber sido corregido de nuevo con enmiendas de puño y letra del Libertador.

Es un caso insólito de doble corrección autógrafa en un texto bolivariano, lo que indica sin duda el interés eminente del Libertador por la interpretación biográfica del General Sucre. Bolívar corregía siempre sus escritos, pero no conocemos otro ejemplo de doble corrección como en este caso. Y si pensamos que el primer manuscrito que conocemos es ya resultado de una primera redacción corregida, podemos concluir que enmendó tres veces este Resumen de la vida de Sucre.

6. La Constitución de Bolivia (1826)

En la imponderable Lilly Library de la Universidad de Indiana, en Estados Unidos, se conserva uno de los impresos más emocionantes que jamás haya visto. Se trata del folleto de treinta páginas, publicado en Lima, en 1826, con el Proyecto de Constitución para la República boliviana, elaborado por Simón Bolívar. La publicación es bien conocida, pero el ejemplar existente en el fondo de manuscritos «Mutis Daza», ofrece una singularísima particularidad, que convierte este impreso en una joya invalorable. Tiene sobre 18 de sus páginas, correcciones, enmiendas y tachaduras, hechas de puño y letra por el Mariscal de Ayacucho.

Extraordinaria valía ofrece este impreso que reúne a dos colosos de la Independencia, no juristas, empeñados en la tarea de dar una ley fundamental al país que acaba de ser creado. Creo que el suceso tiene toda la fuerza emocional y simbólica de un acontecimiento histórico. Vemos a ambos próceres unidos en el acto de crear un nuevo Estado, «motivo de júbilo para el género humano, pues se aumenta la gran familia de los pueblos».

7. El riesgo del Archivo de Bolívar (1830)

El Archivo del Libertador está conservado en Caracas, en la Casa Natal del Libertador en 208 tomos empastados en los cuales se han reunido «las cartas y papeles personales del Libertador, sus decretos y proclamas, los copiadores de órdenes de la Secretaría General y del Estado Mayor, numerosos escritos de próceres venezolanos y de toda   —193→   Hispanoamérica, muchas cartas de extranjeros notables dirigidas a Bolívar, y multitud de documentos relacionados con la figura central de nuestra nacionalidad», en palabras del doctor Vicente Lecuna (1870-1954).

Grave peligro de definitivo aniquilamiento corrieron los diez baúles contentivos de los papeles del Libertador cuando prescribió en la cláusula 9.ª de su testamento el 10 de diciembre de 1830, a 7 días antes de su muerte: «Ordeno: que los papeles que se hallan en poder del señor Pavageau se quemen». Bolívar había confiado a Pavageau los diez baúles de papeles, para que los depositase en París, con el propósito de escribir él mismo la historia de la emancipación. Cambió de criterio al sentirse próximo a la muerte.

Decidieron los albaceas conservar el archivo de Bolívar y distribuir los papeles en tres partes, que fueron más tarde reagrupados en la Casa Natal del Libertador, gracias al esfuerzo de los historiadores de la personalidad de Bolívar.




C. CONSIDERACIÓN FINAL

Cerramos la selección de nuestros hitos bibliográficos.

Hemos visto como en 1813 manifiesta Bolívar su preocupación por organizar la República, después de su victoria militar (II.1). Luego hemos considerado en la Carta de Jamaica, como traza en 1815 un mensaje al mundo, principalmente dirigido a Inglaterra, mediante el análisis del pasado americano y la previsión del porvenir (II.2). Más tarde, en 1819, formula su teoría para dotar de Constitución política, a un nuevo Estado, razonad a en un extraordinario mensaje, cuidadosamente elaborado (II.3). Después en 1822, sueña en el Delirio sobre el Chimborazo, acerca de las perspectivas infinitas de su creación política, en un lenguaje poético hondamente creador (II.4). Y en 1825, mediante la breve biografía de Sucre, vencedor de Ayacucho, señala quien desea que prosiga su obra libertadora (II.5). Y en el Proyecto de Constitución de Bolivia, Bolívar y Sucre, conjuntamente, reflexionan sobre la ley sustantiva para las nuevas Repúblicas, fijadas con la emancipación (II.6). Cuando el desengaño se apodera de su ánimo, el Libertador ordena que se quemen sus papeles, como si quisiera suprimir sus huellas para la historia (II.7).

Es toda una secuencia vital, que nos muestra muy dramáticamente la trayectoria de la existencia de un héroe de excepción que dio su alma para la libertad de un continente.

Ojalá estos hitos hayan sido señales suficientes para entender a un hombre extraordinario.

1983. Conferencia en Boston, Mass. EE.UU.





  —194→  

ArribaAbajoII. El carácter hispánico de la emancipación hispanoamericana

(12 de octubre de 1982)


1. Justificación y tema

Cuando acepté la invitación a intervenir en este acto, se me planteó el delicado problema de escoger un tema que fuese idóneo al compromiso que entraña el tomar la palabra ante un auditorio como el que está congregado hoy aquí, al amparo de los venerables muros de la Generalitat de Catalunya, donde las actuales generaciones catalanas están esforzándose para dar formas vivas democráticas a los legítimos anhelos de una voluntad política empeñada en participar en la obra de construir el estado español, en lo que puede ser la más hermosa cooperación de los pueblos peninsulares. Mis largos años de residencia en Venezuela me han permitido el contacto directo en casi todas las repúblicas americanas desde Estados Unidos hasta los confines meridionales de Argentina y Chile, con algunas instituciones y colegas de quienes creo haber aprendido siquiera algo del proceso histórico de estos países hermanos hasta la realidad actual. Tengo profunda fe en la aportación cultural -en su más amplio sentido- que las sociedades americanas brindan al concierto de las naciones que integran el mundo contemporáneo. Estoy persuadido, además, de que los recursos espirituales que constituyen el fondo íntimo del conjunto de repúblicas del hemisferio occidental ha de representar una de las más eficaces colaboraciones al triunfo de los grandes principios normativos de la vida humana: el de la dignidad del hombre y el triunfo de la justicia social en cada estado y en la relación internacional.

Las dos mayores preocupaciones que en la América hispana forman ley constante de toda su trayectoria de comunidades jóvenes han sido y son: el concepto de la identidad de cada país y la precisión de su destino. Desde que se inicia la manifestación de ideas propias a fines del siglo XVIII hasta hoy, se puede adivinar el forcejeo por descifrar el modo de ser del hombre americano, al lado de otro gran objetivo: la definición del porvenir, que obedece al deseo y la convicción de participar con sus aportes al mejoramiento de la humanidad en su aventura sobre el planeta. Si la generosidad colectiva tuviese un instrumento para ser medida, seguramente veríamos que la que se siente y aplica en las tierras colombinas estaría unos puntos más arriba de la que está en uso en el resto del globo terráqueo. El nudo del problema radica en lograr la difícil integración entre las diversas repúblicas, condición indispensable para que la intervención de ese continente logre la plena y eficaz cooperación en la vida internacional. Es natural que así sea deseada, porque todos los modernos estados hispanoamericanos nacieron a su ser en una sincronía admirable al servicio de un ideal común de libertad.

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2. La hazaña colombina

El próximo medio milenio del descubrimiento de América es efeméride propicia para renovar la reflexión acerca del significado del singular acontecimiento, que ensanchó el horizonte del universo y produjo uno de los cambios más transcendentales en el curso de la historia, en todos los órdenes -temas, principios y filosofía- que hasta fines del siglo XV habían vivido las civilizaciones precedentes. La considerable literatura que ha suscitado la hazaña colombina constituye una rica y copiosa biblioteca demostrativa del reconocimiento que desde los albores de la sociedad moderna se ha sentido ante el hecho que ha dejado atónitas las mentes desde los coetáneos de Colón, hasta nuestros días. Las consecuencias de tamaña revelación se han analizado minuciosamente tanto en lo que representa la colonización de la vastedad de América, como en las influencias que la presencia americana ha significado en el viejo continente. Es lógico que el 12 de octubre de 1492 haya quedado señalado como un hito fundamental. Estamos, pues, en una reiterada evocación este año, a sólo una década del medio milenio cuya celebración habrá de convocar todas las voluntades vinculadas de un modo u otro a tan excepcional suceso. Cada 12 de octubre que nos acerque a la fecha de los quinientos años producirá, sin duda, un mayor estremecimiento a cuantos mediten sobre la incorporación de todo un mundo a la cultura occidental.

3. La emancipación hispanoamericana

Quisiera exponer en esta efeméride y en homenaje a la gesta colombina algunas consideraciones sobre la emancipación hispanoamericana acaecida a comienzos del siglo XIX, a los tres siglos de dominación hispánica. Me parece oportuna esta glosa en vísperas de la conmemoración del nacimiento de Simón Bolívar, acaecido en Caracas el 24 de julio de 1783, y por tanto cuando estamos ahora en pleno período evocador del Bicentenario de haber visto la luz uno de los más eminentes protagonistas de la independencia o separación de una vastísima extensión de América del trisecular imperio español, por cuya actuación ha merecido en la historia el apelativo de El Libertador.

El maestro mexicano Silvio Zavala dice muy certeramente que los tres siglos coloniales ofrecen una gran diversidad entre las varias regiones del continente, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, en tanto que el movimiento de liberación nacional nos presenta una extraordinaria similitud en el tiempo y en el conjunto ideológico en todo el ambiente americano.

Se han ensayado diversas teorías explicativas del hecho emancipador, desde la que sitúa la principal causa en la natural tendencia hispánica -por carácter y peculiar idiosincrasia- a la independización, hasta la interferencia de presiones e influencias extrañas a la sociedad colonial (la revolución francesa; el ejemplo norteamericano; o la confabulación de entidades políticas secretas) que prepararon el consenso de los   —196→   patriotas criollos para luchar por el desgaje de los antiguos Virreinatos y Capitanías Generales del poderío de la metrópoli.

No es el caso ahora de comentar las interpretaciones sostenidas por los historiadores para esclarecer las razones o antecedentes del hecho histórico que enzarzó en una guerra de más de tres lustros durante el primer tercio del ochocientos, entre los partidarios de la independencia y las fuerzas peninsulares y americanas que se opusieron a la emancipación, a menudo en batallas importantes y siempre en combates denodados hasta culminar el 9 de diciembre de 1824, en la Pampa de Ayacucho, al sur de Lima, con la victoria de las armas americanas, que liquidaron definitivamente el dominio español desde México hasta los confines de Magallanes. Ciertamente no es mi intención dedicarme a la relación de los magnos combates que tanta sangre hicieron regar en vastas regiones de llanos, mares y cerros en la amplísima extensión de América. Sería impropio para una fecha auroral como la del 12 de octubre en que se evoca la promesa extraordinaria de agregar un mundo nuevo a la civilización cristiana, que nos entretuviéramos en referir los rasgos diferenciadores, radicalmente opuestos. Tan profundamente opuestos que se llegó a proclamar el principio de exterminio -de «libertad o muerte»- en voces que resonaron en muy distintas partes de la geografía americana.

No; mi destino es distinto. Lo que quiero subrayar es el aspecto hispánico con que se llevó a cabo la obra emancipadora con trazos que encajan perfectamente con el modo de ser de toda la comunidad de pueblos que en el pasado (y hasta la actualidad) ha sido constante en lo que denominamos el orbe hispánico. Cuando se adoptan decisiones en pro de una finalidad, con absoluta conciencia de estar en posesión de la verdad, y se está persuadido de la legitimidad de un propósito, no cabe en el estilo español ni la frialdad del cálculo, ni los artificios derivados de las conveniencias porque somos gente de pasión. Los países americanos llegaron a las postrimerías del siglo XVIII con el convencimiento de haber alcanzado la mayoría de edad política y por tanto que eran capaces de encargarse de su autogobierno sin mediaciones ni tutelas, sin depender de poderes ajenos, por más entrañables que los sintieran y aunque reconociesen su íntima vinculación con sus antepasados. Ello lleva -como es típico en los conflictos hispánicos- a una ruptura insalvable, sin condiciones, sin oportunidades de negociación pacificadora. Sólo hubo un momento en la trayectoria de las guerras independentistas en que se asomó la posibilidad de una entente razonada. Fue en el trienio liberal de 1820 a 1823, cuando la obstinación de la España fernandina tuvo que ceder el paso a los aires de apertura política en la Constitución de Cádiz, lo que permitió un brevísimo período de diálogo entre los contendientes cuando el tronar de los cañones y la acción de las bayonetas fueron sustituidos por las comunicaciones epistolares y hasta por algún abrazo, como el de Santa Ana de Trujillo, en noviembre de 1820, entre Bolívar y el Mariscal Pablo Morillo, quienes además estamparon sus firmas en los Tratados de armisticio y de regularización de la guerra, actos de humanidad excepcional es en la epopeya   —197→   de liberación continental. El estilo colonial británico puede llegar a fórmulas donde predomine la utilidad y el interés para sustituir el principio del poder como en el caso del commonwealth, con que se ha intentado en nuestro siglo reemplazar el dominio total -político, económico, social- con una habilidad con algo de artilugio. Es un supuesto imposible para las gentes que sienten a la española. (Es nuestro tot o res, tan justamente famoso en la historia de Catalunya).

Desatada la contienda entre luchadores irreconciliables, no cabía ya otra salida que la victoria de una de las dos partes en conflicto. La cuestión se planteaba en ser o no ser, sin pensar en las graves consecuencias que tan extremada postura implicaba para ambas porciones en pugna. Y en este rasgo creo ver la entraña identificadora del carácter español, incluso en la ferocidad con que se entregaban a la pelea. Por otra parte, cuando se examinan atentamente los textos bolivarianos y se relacionan con los hechos de su biografía resalta de un modo evidente el linaje hispánico de su personalidad como ha sido reconocido por tantos exégetas, en primer lugar por Miguel de Unamuno, a quien no se le puede tildar de mal intérprete del espíritu y genio españoles. Por la formación de Bolívar en Madrid en sus años de juventud al amparo del magisterio tutelar del Marqués de Ustáriz; por su boda con María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza, de linajuda familia española; por todo cuanto piensa y escribe en relación con España, hasta legar al propósito de trasladar sus ejércitos a la Península para liberarla del régimen ominoso de Fernando VII; se comprende cuán profundas son las raíces del pensamiento de Bolívar, enlazadas con la tradición y el modo de ser de lo hispánico. Cuando protesta de que el continente se le llame América y no Colombia, rindiendo así homenaje al Almirante de las Indias, en la carta de Jamaica de 6 de septiembre de 1815, está demostrando que su alma sigue fiel a sus ancestros y siente el respeto total a su progenie.

Visto así, no nos parece ingrato que en un 12 de octubre, Día de la Hispanidad, se pueda emparejar el recuerdo al descubridor, con la evocación del nombre principal de quien llevó a término la mayor parte de la obra liberadora de un continente que había alcanzado la madurez política y la conciencia de su capacidad para regir sus propios destinos.

4. Bolívar, personalidad hispánica

Hay dos principios básicos que sostiene y defiende Bolívar desde que decide en 1812 -en el Mensaje del 15 de diciembre en Cartagena- a echar sobre sus hombros la empresa de la emancipación, con las armas en la mano; principios que mantiene a lo largo de los diez y ocho años de esfuerzo tenso e incesante hasta su muerte en 1830. Aparecen claros en su conducta y, además, los hallamos expuestos en numerosos escritos, como expresión constante doctrinal, indicación de su objetivo indudable para el logro y consolidación de la obra emancipadora.

Uno, la interdependencia de todo el continente en la empresa común. Desde México a la Patagonia cada porción del extensísimo imperio   —198→   español había de empeñarse solidariamente en la misma finalidad: lograr la liberación nacional en el conjunto armónico de todos los países. Lo que llegó a denominar como una unidad: «Nación de repúblicas».

Y el segundo, de enorme trascendencia para el futuro de la vida política americana, el de que había que mantener la integridad de los dominios hispánicos sin negociar ni hipotecar la soberanía de la menor parcela de territorio. Esta norma es de una importancia realmente extraordinaria, por cuanto que los dilatados espacios americanos llegan a erigirse en nuevos estados, sin haber perdido ni un centímetro cuadrado, a causa de la lucha independizadora. Los distintos enclaves coloniales en manos de países no-hispánicos que todavía afean el mapa de América, o se cedieron antes de iniciar la Independencia, o fueron zarpazos o componendas posteriores al término de la guerra. Esta idea bolivariana ha preservado para la cultura hispanoamericana todas las posibilidades de mantener la tradición y la índole de cada República, sin interferencias extrañas a la legítima raigambre de las antiguas colonias. Quizá sea la mayor defensa de la obra colombina.

Para mí estos resultados, logrados a plenitud, constituyen el mayor timbre de gloria para la estimación general de la ejecución del pensamiento bolivariano, así como la lógica consecuencia derivada de esta base: la integración continental, de la que es símbolo precursor la reunión del Congreso de Panamá en 1826; y el propósito de crear naciones poderosas en el ámbito hispánico para contraponer sólidos y amplios estados políticos, ante la potencia creciente de la porción norte del continente, Estados Unidos, y ante la amenaza de la Santa Alianza europea. La idea de la Gran Colombia, con la fusión de tres estados actuales (Ecuador, Colombia y Venezuela), así como su más ambicioso proyecto, el de la Confederación Sudamericana, responden a este propósito, sentido y perseguido con afán por Simón Bolívar. En nuestros días la integración internacional -en el Viejo y en el Nuevo Mundo- sigue siendo una ambición, un programa, que no ha llegado a plena consolidación porque exige sacrificios de cada una de las partes en vía de fusión, lo que pocas naciones están dispuestas a aceptar. Lo vemos en las dificultades que soporta la idea de una Europa unida y lo comprobamos en la marcha vacilante de las organizaciones regionales americanas (el Pacto de Centro América, la ALALC, el Pacto Andino y, si me apuran, diría que lo apreciamos en la crisis que está viviendo estos días la OEA). Sin duda, la generosidad que palpita en el ideal bolivariano tiene profundas raíces en la tradición jurídica de los mejores filósofos, internacionalistas y humanistas españoles del Renacimiento hasta nuestros días.

«Una sola es la patria de los americanos» le escribe desde Angostura a Juan Martín Pueyrredón, Supremo Director de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en junio de 1818, cuando todavía se hallaba pendiente el decisivo comienzo de las campañas para la liberación.

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5. El quijotismo bolivariano

Acaso el rasgo que identifica más hondamente la personalidad de Bolívar a las esencias del carácter hispánico, sea su quijotismo. Así lo entendió también Unamuno en la sagaz interpretación que hizo del Libertador suramericano en su espléndido ensayo «Don Quijote, Bolívar». Es, desde luego, un real símbolo de la hispanidad el personaje cervantino y no creo que nadie le regatee esta significación. Si pensamos en la acción bolivariana realizada como concreción de un sueño de visionario, llegaremos a la conclusión de que es perfecta la equivalencia Don Quijote-Bolívar. Podrían aducirse multitud de referencias para probar este aserto, particularmente en las circunstancias adversas que sólo pudo superar por la fuerza de su propósito. «Hombre de las dificultades», se llamó a sí mismo, pero lo magnífico y aleccionador es que surgía fortalecido como hombre, igual que Alonso Quijano, al vencer los obstáculos a base de su genial convencimiento. Siempre me ha parecido como índice de este quijotismo lo que le acontece a Bolívar en 1819, cuando tenía 36 años y se hallaba a la cabeza de un estado inexistente, ilusorio, a orillas del Orinoco, con el único apoyo de las soledades que rodeaban la ciudad de Angostura (hoy Ciudad Bolívar). Sin dominio territorial, pues casi la totalidad de Venezuela estaba en posesión de las armas españolas al mando del General Pablo Morillo, convoca Bolívar un Congreso para organizar la República.

Los representantes diputados son escogidos entre avecindados en la ciudad de Angostura, pues no podía esperarse que se eligieran en las regiones ocupadas por las fuerzas españolas. Congrega los diputados en el mes de febrero de 1819, en momentos en que sólo puede contar con las inmensidades desérticas de Guayana y apenas un poder precario en la parte oriental de Tierra Firme. La República está sólo en su mente y actúa como si gobernase un Estado: dicta decretos; provee las instituciones; nombra ministros; crea una prensa, como el justamente renombrado Correo del Orinoco que era portavoz para el mundo occidental de la doctrina emancipadora, así como de las noticias de un Gobierno que no era más que un proyecto. Todo era realmente una entelequia pura y absoluta, pues carecía de apoyo y base para sostener su administración.

Sin soporte territorial; con un ejército en formación; con escasos reclutas; sin cuadros de administración; con el horizonte lleno de oscuros presagios, pues se enfrentaba al poderío militar español, al mando de un gran comandante; rodeado de una región despoblada; así en estas condiciones, se presenta ante el Congreso con un texto de una nueva Constitución, sabiamente pensada para conducir un país que había de crearse.

En verdad, el conjunto es un juego de fantasía, manifestación de una quimera que sólo puede salir de una mente quijotesca. Pues bien; en estas condiciones, no se limita a proponer la Ley fundamental del Estado imaginado, sino que ofrece instituir una gran República, con la Nueva Granada, el Reino de Quito y Venezuela, que va a llamar Colombia, en homenaje al Almirante. Y, además, lleva su delirio a escribir   —200→   en el mensaje o exposición de motivos, con que presenta su plan de Constitución las siguientes palabras:

«Al contemplar la reunión de esta inmensa comarca, mi alma se remonta a la eminencia que exige la perspectiva colosal, que ofrece un cuadro tan asombroso. Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas, entre esos océanos, que la naturaleza había separado, y que nuestra Patria reúne con prolongados y anchurosos canales.

Ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana; ya la veo enviando a todos los recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y oro; ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del antiguo universo; ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuan superior es la suma de las luces, a la suma de las riquezas, que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada sobre el Trono de la Libertad, empuñando el cetro de la Justicia, coronada por la Gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno».



Sobre nada, tanta ilusión, ¿no es quijotismo? Por tanto, ¿no es efectivamente hispánico?

Por otra parte, tuvo Bolívar conciencia de que su acción, al contemplarla al final de su vida, era digna de ser considerada como algo quijotesco. Dícese que afirmó que en el mundo había habido tres grandes majaderos: Jesucristo, Don Quijote y Simón Bolívar.

El joven mantuano, rico, poderoso en su infancia y juventud, bajaba a la tumba en la mayor pobreza por haber servido un ideal. ¿No es eso también hondamente hispánico?

6. Bolívar y la hispanidad

Es lógico que al consumarse la independencia, la interpretación de los acontecimientos americanos se haya visto influida por la violencia de los episodios que toda guerra lleva consigo. De ahí que los exégetas e historiadores de la evolución del continente después de la constitución de los estados soberanos, hayan producido obras donde predomina la tendencia subjetiva ante las consecuencias de la revolución emancipadora.

Ello ha sucedido en América y en Europa, y en ésta, particularmente en España, por ser la parte más directamente afectada por el desenlace desfavorable a los intereses de la Península. En el continente americano la historiografía romántica hasta finales del siglo XIX, subraya la legitimidad de los derechos de los pueblos americanos a la separación de la metrópoli y justifica la guerra emancipadora, cargando con tintes sombríos el largo período de los tres siglos de la conquista y colonización.

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Hay un cúmulo de tratados -libros y monografías- que hoy hay que someter, naturalmente, a revisión.

Todo ello es comprensible; como lo es que en la actualidad, sosegados los ánimos, con mayor sensatez en el juicio histórico se hayan rectificado las exageraciones en que habían incurrido los cronistas de la guerra y los historiadores americanos posteriores a la Independencia. Es evidente una mayor serenidad de los tiempos actuales al enjuiciar el valor del papel de España en el continente que fue educado durante el dominio peninsular. En honor a la verdad, debo dejar rotundamente señalado este notable cambio actual en la estimación americana respecto a los títulos hispánicos en el desarrollo del continente.

Del mismo modo ha acaecido en la historiografía europea y particularmente en España. Las modernas escuelas de historiadores llegan a conclusiones más ecuánimes y justas en el examen de los sucesos americanos, y la misma Independencia se ve con ojos de comprensión atenta. Es difícil que hoy se recurra a expresiones como se leen en libros del siglo XIX, con la acusación de felonía y traición aplicada a los protagonistas de la Independencia. Otro ánimo y otras teorías presiden las ideas maestras de los autores de obras históricas sobre temas americanos.

Una y otra evolución inician otras perspectivas para la mutua comprensión. La pasión que obnubila la claridad del entendimiento ha sido sustituida por la ponderación y el buen ánimo predispuesto a reconocer la exacta verdad de los sucesos y sus derivaciones. Estamos, consecuentemente, sobre un terreno de diálogo fecundo, donde se destacan vigorosamente los factores positivos para un provechoso acercamiento y cooperación, en vez del antiguo antagonismo prejuiciado de antemano, al tratar desde aquí o desde allá cualquier tema histórico o cultural, que se planteaba en términos irreconciliables.

Abre la esperanza en un futuro promisor el comprobar que en América se aprecien cada día más los elementos hispánicos indubitables que se anidan en el transfondo de cada una de las Repúblicas, y que se estudien con más devoción y mejor serenidad las influencias históricas y actuales que han contribuido a la civilización que habla castellano en América. Podría decir, igualmente, que en los numerosos centros peninsulares -que podrían o deberían ser muchos más- donde se dedican a la investigación americana equipos de hombres notables, brillan evidentemente criterios y propósitos nobles de manera muy distinta a como se procedía no hace muchas décadas.

Este es el camino para dar ancha vía y pleno sentido a lo que denominamos hispanidad; que para ser fuente de provecho civilizador ha de despojarse totalmente de los últimos resabios que pueden quedarle de antiguas y casi obsoletas actitudes erróneas y acometer una política de recíproca ayuda y compenetración. Acaso las generaciones de emigrados de la lamentable guerra civil de 1936-39, a la que pertenezco, estamos en la obligación de aportar nuestro testimonio en pro de la verdad, no tan sólo en aras de la legítima e indiscutible rectitud de interpretación de lo que contemplamos, sino también para contribuir   —202→   con nuestras confesiones a dejar acta de gratitud y reconocimiento hacia las sociedades que nos dieron cobijo en horas menguadas y permitieron que rehiciésemos nuestras existencias maltrechas. Invoco algunos nombres de grandes emigrados del suelo catalán en América: Bosch Gimpera, Pau Casals, los Pi Sunyer, Trias Pujol, Cambó, Nicolau d’Olwer, Margarita Xirgu, Joaquim Xirau, Serra Hunter, Mira López, y tantos y tantos más que ojalá pudiesen hoy ser testigos de la sana hispanidad a la que vengo a rendir pleitesía.

Ahí están mis íntimos argumentos para haber hablado, sin sonrojo, del valor hispánico de una figura como Simón Bolívar, entroncada decididamente en una tradición a la que España no puede ni debe renunciar.

7. El equilibrio del Universo

Es comprensible que por muchos años, a lo largo del siglo XIX, la mayor parte de los escritores americanistas hayan denostado el nombre de Bolívar. Puede que quede todavía quien lo haga, pero se ha impuesto -gracias a Dios- el razonable juicio en el comentario a la historia americana, como signo de más mesurado discernimiento, con olvido del manoseado «madre patria», de que están llenos tantos discursos y brindis trasnochados. Cuando ese mundo de allende el mar va para los 500 millones de hispanoparlantes para dentro de dos décadas, merece que cada República sea tratada como hermana, hija en buena parte de la misma sangre que la nación estrictamente peninsular.

En uno de los primeros textos emanados del pensamiento del Libertador, fechado a 2 de enero de 1814, a los 30 años de edad, ve en la libertad del continente americano la fórmula para lograr «el equilibrio del universo». Escribe su análisis político en las circunstancias de ese momento, cuando el imperio napoleónico amenazaba con potencia arrolladora a todas las demás naciones, salvo en los restos del mundo liberal que defendía Inglaterra.

Veía Bolívar en la liberación del continente hispanohablante la futura autoridad que balancease el juego del mando en la tierra polarizado en dos grandes poderes. «El equilibrio del universo» nacería de la libertad del continente americano, con el triunfo de las nacionalidades hispánicas.

Y yo me pregunto en esta fecha de homenaje a la hispanidad, si no nos encontramos en situación semejante (aunque la historia no se repite nunca, cabe sacar lecciones de similitud), ¿no estará reservado al mundo hispánico un papel paralelo para nuestra época? ¿no cabría proponer a la consideración de los estadistas que la fortaleza de la unidad de Hispanoamérica con España, la convivencia inteligente, podría aspirar a ser en nuestro tiempo el factor de «equilibrio del universo», de que tan necesitado está el mundo actual?

Valdría la pena meditarlo para el próximo medio milenio colombino, en la oportunidad de conmemorar la epopeya del Descubrimiento. Estoy convencido de que ahí está la grandeza de la hispanidad.

1982. Discurso en Barcelona, España.



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ArribaAbajoIII. Bolívar y Góngora

Bolívar enfermo en Pativilca a comienzos de 1824, escribe el 23 de enero al General Santander una de las cartas más emotivas de todo su epistolario, a la cual pertenece este fragmento:

«Mi época es de catástrofes: todo nace y muere a mi vista como si fuese relámpago, todo no hace nada más que pasar, ¡y necio de mí si me lisonjease quedar de pie firme en medio de tales convulsiones, en medio de tantas ruinas, en medio del trastorno moral del universo! No, amigo, no puede ser; ya que la muerte no me quiere tomar bajo sus alas protectoras, yo debo apresurarme a ir a esconder mi cabeza entre las tinieblas del olvido y del silencio, antes que del granizo de rayos que el cielo está vibrando sobre la tierra, me toque a mí uno de tantos y me convierta en polvo, en ceniza, en nada».



Sorprende la gradación regresiva del final de la frase:

[antes que] «me convierta en polvo, en ceniza, en nada».



que es eco evidente del último verso de uno de los sonetos más famosos de la literatura española, (identificado por el primer endecasílabo: «Mientras por competir con tu cabello»), obra de Luis de Góngora (1561-1627), sobre el tema del «Carpe diem», o la brevedad de la vida, que desde la poesía grecolatina invita a gozar la existencia en la edad de la lozanía «antes que» la hermosura y la vida misma «se vuelva».


«en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada».



Este grave bordonazo, al finalizar el poema de Góngora, es considerado por Dámaso Alonso como «un alarido de amargo desencanto», como «terrible conversión» en desánimo, desde la alegre imaginería juvenil, hasta llegar a «la palabra más horrible que puede pronunciar una boca viva: nada».

No hay duda de que Bolívar conocía el soneto de Góngora, pues la evocación es clarísima. Habrá retenido en la memoria la impresión de su lectura, por la rotundidad con que el gran vate del barroco español expresa en este soneto, escrito a los 21 años en 1582, el tema de la fugacidad de la existencia y el de la muerte inevitable, que la literatura del Renacimiento reactualizó sobre los modelos clásicos.

En el contexto de la prosa de la carta del Libertador, la sentencia de raigambre gongorina fluye de un modo natural, nacida al correr de la pluma, como idea propia, a modo de expresión perfectamente personal. No se aprecia intención alguna de transcribir un concepto ajeno, en el deseo de comunicar su estado de abatimiento, que se halla en otros textos bolivarianos de estos mismos días: «Diga usted allá, -le escribe a Mosquera-, a nuestros compatriotas, cómo me deja usted moribundo   —204→   en esta playa inhospitalaria». Tristes momentos, los de Pativilca en este mes de enero de 1824, y desiguales, puesto que junto a la respuesta optimista de «triunfar», surgen desalientos profundos como el de la carta a Santander: antes que un rayo trunque la vida y «me convierta en polvo, en ceniza, en nada».

***

La vivencia del admirable verso de Góngora en el lenguaje del Libertador plantea e ilumina un tema importante en la formación intelectual de Bolívar: el de sus lecturas y la consiguiente familiarización con obras de los grandes clásicos, hasta el punto de emplear pasajes o giros en su propio estilo. Ello atestigua largas horas de dedicación al estudio y al análisis de las fuentes de la creación literaria. Tenemos que agradecer a Gaspar Mollien que haya dado en su libro Voyage dans la Republique de Colombia, en 1823 (París, 1824, 2 vols.) una imagen «vaga, falsa e injusta» de la instrucción de Bolívar, ya que al provocar su protesta indignada nos dejó el Libertador una suerte de confesión acerca de la enseñanza recibida durante la niñez y la juventud. Está en la correspondencia que le dirige a Santander desde Arequipa el 20 de mayo de 1825. Enumera sus maestros en Caracas: Simón Rodríguez, Bello, el P. Andújar; y recuerda el tiempo de residencia en Madrid, con la mención de gratitud al Marqués de Ustáriz, que era el mentor de su aprendizaje. En dicha carta consta la afirmación de haber estudiado «todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses». A principios del siglo XIX, la denominación de «modernos» refiere lógicamente a los autores desde el Renacimiento.

La clave explicativa del extraordinario estilo de Bolívar como escritor, además del genio y de sus penetrantes dotes de observación, está en la maduración lograda con el trato asiduo de los mejores literatos de la lengua castellana. El hecho de que aflore el poema de Góngora en una carta particular es un buen índice probatorio de lo que quiero decir y señala la vía para hallar contestación al interrogante que hay planteado acerca de su formación en las letras, que le dieron el sentido exacto de la palabra y el donaire de estilo, que tantos críticos e investigadores han comentado. Cuando se aprehende la poesía de Góngora en forma que se usa sencillamente en el texto de una comunicación amistosa, debemos concluir que el proceso de incorporación de los ejemplos del idioma al lenguaje privativo, habitual, se ha cumplido en perfecta asimilación.

***

En la existencia vertiginosa de Bolívar, a partir de 1810-1811, no habrá tenido espacio ni ocio para la lectura pausada de libros de pura creación, aunque sabemos que aun en las campañas más fatigantes, y agitadas iba siempre acompañado de sus obras favoritas. ¿Habrá leído poesía en medio del frenesí de sus acciones bélicas? Es posible, pero para que dejen poso en el alma es necesario tiempo de paz y sosiego, períodos de frecuentación metódica, que sólo podemos hallarlos en la   —205→   época de los dos años largos de residencia de Bolívar en Madrid entre 1799 y 1802 bajo el cuidado vigilante de Gerónimo de Ustáriz y Tovar, el caraqueño de la ilustración española, quien le brindó hogar y le regaló enseñanza con su palabra sabia.

En los libros de la biblioteca personal de Bolívar no se halla mención de ninguna edición de Góngora, poeta conocido por Bolívar, pues, además del claro testimonio que aduzco, usa el término «gongorino» y aun remeda su estilo en la jocosa réplica a Bernardino de Rivadavia, publicada en el n.º 17 de El Peruano Independiente, en Lima el 15 de abril de 1826, intitulada «Alocución del señor Rivadavia», con un epígrafe suficientemente expresivo: «Cuadrupedantes rayos de rimbomba», como ridiculización de los escritos, confusos e incomprensibles del político argentino.

Bolívar tenía buen gusto para la poesía. Edoardo Crema en un bien trabado estudio (en 1926) destacó la capacidad poética del Libertador y acaba de recordarlo en las páginas de «El Nacional», Héctor Mago Rodríguez. El ejercicio literario tentó siempre al Libertador, aunque él diga de sí mismo que no era correcto «por precipitado, descuidado e impaciente». En realidad la acción de Bolívar siguió por otros derroteros, alejados del cultivo de las letras. Es exacta su propia interpretación: «Yo multiplico las ideas en muy pocas palabras, aunque sin orden ni concierto». Ello no le quita ni un adarme a sus reconocidas cualidades de escritor excepcional.

1976.