Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Siguiente


Siguiente

España trágica

Benito Pérez Galdós

—5→

« 1.º de Enero.- Ha sonado la última campanada de las doce. 1870 recoge la herencia del escandaloso 69, año de acciones difusas y de oratoria sinfónica... '¿Y qué haré yo con tantos discursos? -dice este pobrecito 70, que nace sobre los mismos hielos que han sido sepultura de su padre-. ¿De qué me servirá la opulencia verbosa de estos caballeros constituyentes?... ¿Por ventura, el diluvio retórico fecundará la simiente de la República o nos traerá un nuevo retoño del árbol secular de la Monarquía?'.

» 2 de Enero.- Si escribir pudiéramos la Historia futura, corriendo más aprisa que el tiempo, yo escribiría que el Rey X, si acaso lo encuentran, no querrá venir a este cráter del volcán en erupción. Se le quemarán las botas.

» 3 de Enero.- Estos Carabancheles son desprendimientos del apretado cascote que —6→ llamamos Madriles. Hastiados de formar en ringleras, sin aire ni luz, algunos caseríos se han escurrido bonitamente hacia el campo. Aquí vivo, no por mi gusto, sino por el de mi madre, que como buena campesina tira siempre a las Afueras.

» 6, día de los Santos Reyes.- ¡Oh, qué visión divina me trajeron los Magos de Oriente!... Pasó el tiempo en que mi buena madre dejaba en el balcón mi zapato para que Gaspar, Melchor y el negro Baltasar me pusieran en él soldados o cañoncitos, que colmaban mis inocentes ambiciones. Anoche, sin aventurar zapato ni chinela, los Reyes fueron para mí más que nunca propicios y dadivosos, porque apenas abrí hoy la ventana por donde suelo contemplar la huerta de esta casa y la de la casa medianera, separadas por vieja tapia, vi una figura, imagen, persona, que al pronto me pareció ángel, después mujer. Verla y pensar que había encontrado mi novia definitiva, el ideal de amor, fueron dos facetas de un solo momento, iluminadas por un solo relámpago... Cuando absorto clavé mis ojos en la hermosa visión, esta me miró a mí... Pasado un segundo, dos quizás, la imagen se desvaneció tras de un ciprés... Esperé un rato; no la vi más. Yo miraba al ciprés y le decía: 'ciprés amigo, apártate un poco; déjame ver si...'.

» 7.- Estoy tristísimo. Temo y espero y desconfío. Mis pensamientos han volado a otro mundo, dejándome en una perplejidad —7→ ansiosa y muda. Mi madre me riñe por mi sombrío silencio. Con falsas alegrías y afectada locuacidad disfrazo yo la turbación de mi alma... Viene mi amigo Enrique Bravo, exaltado patriota, escritor agresivo, tribuno vibrante, que cultiva en su propio ardimiento y en fogosas lecturas el arte de las insurrecciones. Con palabra bravía me habla de la Convención, de Bonaparte en el Consejo de los Quinientos, de Carlos X, del ministro Polignac y de las Jornadas de Julio. Le contesto vagamente... Volvieron de muy lejos mis opiniones, y como bandada de avecillas que requieren sus nidos se posaron en el ciprés...

» 12.- Con Enrique fui hoy a Madrid. Estuve en la Iberia hablando con Fernando Garrido y con Gil Sanz. Luego entramos en el Congreso; subimos a la tribuna y asistimos a la presentación del nuevo Gabinete; vi a Rivero en el banco azul, le oí un discursillo corto y duro. Su facha es de cíclope, su palabra de hierro, ceceosa; va soltando las cláusulas como si las forjara con potente martillo sobre un yunque gramatical. No me enteré bien de lo que dijo, ni de los argumentos de Figueras, que interpelaba sobre la crisis... Salí de la tribuna y bajé a la calle con mi amigo, sin darme cuenta de lo que allí pasaba. Bravo lo decía todo; yo asentía con cabezadas mecánicas y con un mirar sin fijeza. La Política y el Parlamento me resultaban de una pequeñez atomística...».

—8→

Estas y otras ocurrencias o impresiones, humoradas, hechos de índole personal o de interés público, anotaba casi diariamente en un rayado libro el joven Vicente Halconero, hijo de Lucila, bien conocido ya del lector familiar, que en anteriores páginas le vio entrar y salir, paseante de Madrid, alma candorosa y bella, voladora por los infinitos espacios en que giran los astros y las ideas, inteligencia vagabunda, ambiciosa y sedienta, nunca satisfecha, nunca saciada.

Andaba ya Vicente en los veinte años no cabales. Su rostro melancólico, de viril belleza delicada, casi lampiño, reproducía las facciones de Lucila y las del Apolo de Belvedere. Aunque la corrección clásica no alcanzaba al cuerpo mezquino y endeble, este no carecía de gentileza y arrogancia. Su cojera, modificada por el prurito de disimularla, había llegado a ser una imperfección casi distinguida y de buen tono, como la cojera de Byron. La adoración y el mimo de su madre realzaban con excelente ropa la persona del primogénito de Halconero; pero este desdeñaba la elegancia sartoril, y apenas Lucila se descuidaba, iba derivando hacia la sencillez, y de la sencillez hacia el desaliño.

De cuanto pudiera decirse acerca de Vicente Halconero, lo más fundamental es que provenía espiritualmente de la Revolución del 68. Estas y las ideas precursoras le engendraron a él y a otros muchos, y como los frutos y criaturas de aquella Revolución —9→ fueron algo abortivos, también Vicente llevaba en sí los caracteres de un nacido a media vida. Produjo ciertamente la Gloriosa medias voluntades, inteligencias en tres cuartos de madurez con incompleto conocimiento de las cosas, por lo que la gran procesión histórica partida de Cádiz y de Alcolea se desordenó a mitad de su camino, y cada pendón se fue por su lado. La razón de esto era que buena parte de la enjundia revolucionaria se componía de retazos de sistemas extranjeros, procedentes de saldos políticos. La fácil importación de vida emperezó en tal manera a los directores de aquel movimiento, que no extrajeron del alma nacional más que los viejos módulos de sus ambiciones y envidias, olvidándose de buscar en ella la esencia democrática, y el secreto del nuevo organismo con que debían armar las piezas desconcertadas de la Nación.

Casi todo el dinero que la hermosa Lucila destinaba al bolsillo particular de su primogénito, disipábalo este en un tabuquito de la Carrera de San Jerónimo, la humilde librería que las manos de Monnier transmitieron a las de Durán, y de estas había de pasar después a las de Fernando Fe, constituyendo en tan mezquino y obscuro local una especie de aduana por donde recibíamos la importación de cultura europea. Difícil es precisar la innumerabilidad y catálogo de libros que con la divisa de Didot, Charpentier, Plon, Hachette, Levy y otros —10→ afamados mercaderes de material literario han entrado por allí en más de medio siglo, y el cúmulo de ideas que enfardadas en masas de papel pasaron de los grandes cerebros del siglo a la fácil asimilación de nuestros ávidos entendimientos.

Parroquiano constante de Durán fue Vicente Halconero, que completaba el gusto de adquirir libros con el honor de encontrar en la menguada ermita o cuchitril aduanero a Castelar o a Cánovas del Castillo, arrimados al estante bajo de la izquierda conforme entrábamos; a Campoamor, a Echegaray, a Gabriel Rodríguez, a don Francisco Canalejas, o bien a Pi y Margall, Giner de los Ríos, Alcántara, Calderón y otros muchos que estaban en los medios o en los principios de la fama. Muchos iban por la Literatura, otros por la Filosofía o la Economía política... Halconero no hablaba con las personas eminentes que allí veía, por sentirse muy inferior a ellas en edad y saber: contentábase con el golpe de vista y oído, y con el roce; hablaba sólo con Durán, la mitad superior de un hombre pegado a una mesilla escritorio, en la cual, a la luz de un mechero de gas, despachaba el género cultural extranjero en grandes y pequeñas dosis.

Antes del 68, ya el hijo de Lucila dejaba pesetejas y duros en la covacha de Durán. Pero el gran derroche vino después de la sacudida del 29 de Septiembre. Como compuerta que se abre soltando el libre curso —11→ de las aguas embalsadas, la Revolución dio entrada a una impetuosa corriente de literatura extranjera. Obras que en Francia eran viejas, vinieron acá como novedad fascinadora. La censura y las prohibiciones habían alejado de nuestros paladares el vino nuevo de Europa, y de pronto la libertad nos lo sirvió añejo, fortalecido por el largo reposo en botellas o cubas.

Las primeras borracheras las tomó el neófito con Víctor Hugo, que en verso y prosa le entusiasmaba y enloquecía. Vino luego Lamartine con sus dramáticos Girondinos; siguieron Thiers con El Consulado y el Imperio, y Michelet con sus admirables Historias. En su fiebre de asimilación empalmaba la Filosofía con la Literatura, y tan pronto se asomaba con ardiente anhelo a la selva encantada de Balzac, La comedia humana, como se metía en el inmenso laberinto de Laurent, Historia de la Humanidad. Por complacer a su padrastro don Ángel Cordero, apechugó con Bastiat y otros pontífices de la Economía política, y para quitar el amargor de estas áridas lecturas, se entretuvo con la socarronería burguesa del Jerónimo Paturot.

Impelido por intensa curiosidad, dedicose el incipiente lector a los maestros alemanes. Devoró a Goethe y Schiller; se enredó luego con Enrique Heine, Atta Troll, Reisebilder, y por esta curva germánica volvió a Francia con Teófilo Gautier, Janin, Vacquerie, que le llevaron de nuevo a la espléndida —12→ flora de Víctor Hugo. Mayores estímulos de sed ardiente le empujaron hacia Rousseau y Voltaire, de donde saltó de un brinco a las constelaciones de la antigüedad clásica, Homero, Virgilio, Esquilo, el cual, como por la mano, le condujo hacia el espléndido grupo estelario de Shakespeare, Otelo, Hamlet, Romeo y Julieta. De aquí, por derivaciones puramente caprichosas, fue a parar a Jorge Sand, Enrique Murger y al desvergonzado Paul de Kock. El espíritu del neófito se remontó de improviso, requiriendo arte y emociones de mayor vuelo. Releyó historias y poemas, y buscando al fin con la belleza la amargura que a su alma era grata, se refugió en Werther como en una silenciosa gruta llena de maravillas geológicas, y ornada con arborizaciones parietarias de peregrina hermosura.

No tardó Halconero en tomar grande afición a la literatura concebida y expuesta en forma personal: las llamadas Memorias, relato más o menos artificioso de acaecimientos verídicos, o las invenciones que para suplantar a la realidad se revisten del disfraz autobiográfico, ya diluyendo en cartas toda una historia sentimental, ya consignando en diarios apuntes las sucesivas borrascas de un corazón atormentado. En densas epístolas puso Rousseau su Nueva Heloísa, y en espasmos de amor y desesperación, diariamente trasladados al papel, contó Goethe las desdichas del enamorado de Carlota. De este arte apasionado, melancólico y amarguísimo —13→ se prendó tanto el hijo de Lucila, que sin quererlo, y por inopinadas comezones de la edad juvenil, fue inducido a imitarlo... Aquella noche (Enero del 70), después de un día de aplanante tristeza, escribió en su Diario:

« 14.- Hoy la he visto por tercera vez; hoy he podido admirar su belleza, porque se detuvo algunos minutos junto a la tapia medianera jugando con los chicos del hortelano de su casa. Figura más esbelta no vi en mi vida. De su rostro no puedo decir sino que al mirarlo me sentí enloquecido. Trato de analizarlo y no puedo. No cabe análisis de lo que se ofreció a mis ojos como el cielo mismo. Su propio esplendor, llenando todo mi espíritu, me incapacita para la descripción. ¿Es morena? ¿Son negros sus ojos? O no lo sé, o lo sé demasiado. Oí absorto su voz sin entender lo que decía. El sonido blando de las eses y las eles entre vocales penetraba en mi alma como el eco de una música lejana. ¡Y pensar que esto que aquí escribo habría de parecer tonto a los que lo leyeran!... Pero nadie lo leerá». Sólo el que siente y padece sabe ver el trasluz divino de las tonterías.

« 15.- En mi hermosa vecina... cada día lo veo más claro... hay misterio. Misterio es, sin duda, que una mujer bonita y joven no salga nunca de casa. Mi madre me ha dicho que ni a misa va. ¿Será que algún suceso desgraciado le ha infundido el horror de mostrarse en público? ¿Será miedo, —14→ será vergüenza, será enfermedad? Hoy he notado que anda con lentitud. Sus ojos, de intensa expresión amorosa y dramática, me han hecho pensar en las divinas mujeres que ganaron la bienaventuranza eterna con el martirio. Dios ha querido que esta santa escultura baje de los altares para que yo la adore viva».

No se trataba la familia de Vicente con la de la vecinita preciosa y pálida; pero sí con una dama que, dos números más adelante, en la misma calle vivía. Era la viuda de Oliván, mujer de historia, relegada al fin por los años a una obscuridad honorable, y a un extrañamiento que la puso a honesto resguardo de las murmuraciones. Por esta señora, con quien hizo conocimiento en la iglesia, supo Lucila que la señorita misteriosa se llamaba Fernanda, y que era hija de un coronel de reemplazo. Al oír esto, sintió Vicente alegría y un cierto alivio de su confusión y pesadumbre, porque el misterio con nombre es misterio que empieza a desembozarse. Ya no era tan hermética la bella y triste aparición que decía: Me llamo Fernanda.

—15→

Sin ningún accidente extraño, antes bien, con fácil sucesión de los hechos más vulgares, se fue aclarando día por día el enigma obscuro. En la parroquia, por mediación de la Oliván, hizo amistad Lucila con la madre de Fernanda. Simpatizaron apenas cambiados los primeros cumplidos; charlaron familiarmente al volver a casa, y se despidieron con la mutua invitación a entablar amistades... En su primera visita, poco ceremoniosa en verdad, a los señores de Ibero, se enteró Lucila de que estos habían abandonado su país, la Rioja alavesa con la esperanza de que el cambio de aires fuese favorable a su querida hija. Del carácter y origen de la dolencia de esta no dio la madre explicaciones. De Madrid habían venido a Carabanchel huyendo del bullicio cortesano, que destemplaba furiosamente los nervios de la señorita. ¡Ah, los pícaros, los traidores nervios!... Algo debió de acontecer que moviera la insurrección espasmódica, porque la compleja máquina de nuestro sistema nervioso no suele descomponerse sin graves turbaciones del orden afectivo y moral. ¿Qué sería? ¿Pasiones contrariadas, desengaño amoroso precedido de extravío y deshonra?

—16→

«No, madre, no -dijo Vicente rebelándose contra las conjeturas expresadas por la celtíbera-. ¡Deshonra no! Guárdate de usar esa palabra oprobiosa, cruel... A ti, por ser mi madre, te consiento que hables de ese modo; a otra persona no se lo consentiría... no podría consentirlo. Es mi gusto salir a la defensa de la debilidad, de la inocencia perseguida...».

Sonrió la celtíbera de este inesperado ademán caballeresco, y comprendiendo que el interés de Vicente por la vecinita no era superficial o caprichoso, en el resto del coloquio cuidó de ponerse en discreta concordancia con las ideas de él. Si esta conversación avivó el incipiente desvarío del joven romántico, más radical fue su trastorno cuando la madre, al volver de su tercera o cuarta visita, le habló así:

«Hijito mío, mañana tendrás que ir conmigo a la casa de esos buenos señores. Quieren verte, quieren que veas y trates a su hija. ¿Te parece esto muy extraño? A mí también; pero te cuento las cosas como son, y refiero puntualmente lo que don Santiago y doña Gracia me han dicho. Verás, verás qué raro es todo esto. Fernanda padece la monomanía de la soledad. No quiere ver gente; le causan horror las caras humanas, en particular las de jovencitas de su edad y las de caballeros de edad correspondiente a la suya. Se han hecho mil probaturas y ensayos para librarla de este desvarío; pero sólo han conseguido excitarla más en el —17→ aborrecimiento del mundo. Su sociedad, ya lo has visto, se reduce a tres criaturas, con las cuales charla, ríe y parece dichosa... Quieren los padres romper el cascarón de hielo en que parece está encerrado el espíritu de la pobre señorita... Te han visto en la calle; han oído hablar de ti... Yo, madre amante y un poco tonta, figúrate lo que les habré dicho de Vicentillo Halconero... Y ellos, ¡ay!... cree que me han trastornado la cabeza. 'Tráigale usted, por Dios; tráiganos a su hijo. Ya sabemos que es un muchacho excelente, juicioso, ilustradísimo, que no hace más que leer y leer; que entiende de poesía, de literatura, de artes, y que manifiesta su saber con donaire y viveza, con un decir elegante... que cautiva'. Así me hablaban uno y otro... Y yo tan hueca. Se me caía la baba de gusto, sin comprender el motivo de que esos señores te estimen en tanto antes de conocerte y tratarte... Pero sea lo que quiera, allá nos iremos mañana, y Dios sobre todo».

Atontado como quien recibe un golpe en la cabeza, quedó el bueno de Vicente con lo dicho y propuesto por su madre. La pena y el gozo se disputaban su ánimo: la una entraba expulsando al otro, y al instante se repetía la operación contraria. La noche pasó desvelado, en lecho de espinas, sin poder aletargarse en el descanso de las sábanas, ni aquietar sus pensamientos en el apacible trato de los libros. ¿Por qué le llamaban los vecinos? ¿Qué significaba el empeño de —18→ aproximarle a la doliente señorita, como un remedio de sus graves trastornos? ¡Tremendo arcano y enredoso acertijo! No había visto nunca que los padres buscasen un galán para la damisela. Estas, comúnmente, con libre iniciativa los ojeaban y perseguían en el ancho coto social, y los hacían suyos antes que la familia se percatara de ello. En el mundo literario, no en el real, había visto Vicente algo semejante al solícito reclamo de los señores de Ibero. Recordaba la niña enferma de El médico a palos, y otras niñas neuróticas que graciosamente revestían de melindres patológicos su desolación. Si en efecto padecía Fernanda mal de amores en el grado agudísimo, ¿por qué no le llevaban el remedio propiamente suyo? ¿O había llegado el caso de aplicar el aforismo psicológico de la mancha de la mora, que con otra verde se quita?

En estas angustiosas cavilaciones llegó la hora de la visita, para la cual se vistió Vicente con elegante sencillez, por inspiración propia con el asenso de su madre, que le dijo: «Sin pretensiones ha de ir quien por ahora es más pretendido que pretendiente». No hay que decir que fueron hijo y madre amablemente recibidos por el matrimonio Ibero, y que la conversación preliminar no rompió los moldes o tópicos de la retórica de visitas. La crudeza del tiempo, los rigores de la helada, la tristeza de las dilatadas noches en un suburbio falto de todo atractivo social, consumieron no pocos instantes. —19→ Sin transición alguna pasaron del tema meteorológico al tema político, y este no podía ser otro que el sabroso asunto de la elección de Rey, comidilla de todas las bocas en aquellos días. Burla burlando dieron de lado al de Aosta, al de Génova y al Coburgo... Don Santiago se mantenía en su tozuda fidelidad a la candidatura de Espartero, y Lucila, respondiendo a las ideas burguesas y positivistas de su segundo esposo, quería salvar a España con las virtudes administrativas de Montpensier.

Comenzó Vicente a expresar su opinión recordando los tres jamases de Prim, y estando en esto, oyeron risotadas de chiquillos en la huerta cercana. La salita era baja; el gorjeo de aquellos pájaros alegró por un momento la triste solemnidad de la visita. Luego sonó la voz de Fernanda, dulce y armoniosa, sobreponiéndose a las de sus amiguitos. ¿Les reñía o les acariciaba? Con un signo afectuoso, Gracia sacó a Vicente de la sala. Seis escalones no más bajaron hasta pisar la tierra endurecida por la helada, y a los pocos pasos el caballerito y la damisela se encontraron frente a frente bajo un sol de Enero, tibio y pitarroso, pero que pintaba los objetos con vibrante color y fuerte claro-obscuro. Sintió Vicente grande emoción al ver a corta distancia el rostro descolorido de Fernanda, sus manos que parecían de cera y el general aspecto de figura mística y doliente. Con la persona desentonaba el vestido: falda de franela gris tórtola, y una capita —20→ moruna de paño escocés; en la cabeza, nada que amenguara la magnificencia de su cabellera negra como el fondo de un abismo.

Con asombro de Gracia, más encogido que la señorita y más indeciso de palabra estuvo el galán después de la presentación. Con soltura sonriente Fernanda dijo al vecino: «Ya tenía noticias de usted por mi amiguito Luis, el chico del hortelano. Me ha contado que usted se pasa la noche leyendo en ese cuarto que se ve desde aquí... Yo he mirado la luz a las nueve, a las diez... Desde esa hora no he podido mirarla, porque a las diez me recojo siempre...». Contestó Halconero balbuciente que leía de noche por no tener mejor cosa que hacer... pero que su madre le quitaba la luz a las once para obligarle a dejar los libros por el sueño. «Pues a mí -dijo Fernanda- mi madre no me quita la luz en toda la noche, porque a obscuras no puedo dormir, y aun con luz duermo poco. La noche es muy triste... Dicen que desde Reyes acortan las noches... Yo no lo he notado... Yo me paso las madrugadas esperando las primeras luces del día, y cuando entran por los resquicios de la ventana de mi cuarto, me alegro y les digo: «bien venidas seáis, lucecitas mías. Entrad, entrad».

Estas razones un tanto desconcertadas, emitidas con ingenuidad dulce y poética, fueron gratas al galán, que en la réplica pudo desembarazarse de su cortedad. «Yo celebro el día, que nos trae la madurez de —21→ lo que pensamos por la noche -dijo-; celebro la luz que separa los buenos pensamientos de los malos... De día es más hermosa la soledad y más fecunda. Yo he visto a usted en las horas de pleno sol y de viva luz. Su bella persona me ha hecho pensar de noche y de día, acumulando tantas cavilaciones, tanto y tanto imaginar con miras a lo pasado y a lo futuro, que se maravillaría usted si pudiera yo contárselo...

¿Por qué no ha de poder? -dijo Fernanda con singular brillo en la mirada y un poquito de coloración en las mejillas-. Cuéntemelo... Si no es para contarlo, ¿a qué ha venido usted?». Contestó Halconero que no era ocasión de referir las intimidades de su pensamiento: podrían parecer extravagantes, quizás ridículas... Tiempo habría de que él abriese su alma y dejara salir las locuras y desatinos que se agitaban en abierta insurrección dentro de ella... Soltó Fernanda una franca risa oyendo estas cosas... De la risa y de las palabras que oyó, cruzadas entre el galán y la damisela, se maravilló y alegró sobremanera doña Gracia. Tal fue su gozo, que dejando solos a los jóvenes corrió a llevar las albricias a su marido y a Lucila. Jadeante entró en la sala diciendo: «En tres meses no la he visto reír como ha reído ahora... Apenas se ven ella y él, ¡pobres ángeles! simpatizan y... honestamente, discretamente, se brindan amistad, confianza... Ha sido mano de santo para mi adorada hija. ¿Querrá Dios ahora —22→ darnos el remedio que tantas veces le hemos pedido?...».

Gozosos los tres llegáronse a la ventana, y arrimados a los cristales siguieron con atentos ojos el vago pasear de la pareja por los rústicos andenes. A ratos se paraban, acentuando con miradas lo que se decían. Bien claro estaba el interés que cada cual alternadamente ponía en las palabras del otro. Cuando les veían de cara, notaban que la de Fernanda, risueña, parecía iluminada por un rayo interno de su propio espíritu. Creyérase que volvía por arte mágico a los dichosos días de su florida y sana juventud. En tanto las criaturas, dos mocosas de cinco y seis años y un chaval de siete, abandonados de su amiga y maestra, que a juegos mayores jugaba, entregáronse solos a ruidosas travesuras.

La huerta había sido jardín. Por una y otra parte se veían señales de su noble abolengo. Testigos de la degeneración eran algunas matas de ciprés y boj recortados, y otras lastimosas reliquias del estilo versallesco, pedruscos y trozos de cemento que habían sido gruta, y aún se conservaba una estatuilla descabezada, que debió de ser un fauno venido muy a menos. La traza del pensil había sido alterada para convertir los arriates floridos en tablares de hortalizas. Berzas, escarolas y lombardas heredaron el suelo que fue patrimonio de las rosas, clavellinas y anémonas, bien así como los humildes labriegos heredan los timbres —23→ linajudos de próceres arruinados. La casa también era degeneración tristísima, y de su grandeza pasada sólo quedaba el desnudo grandor de los aposentos.

Como se ha dicho, los padres de Fernanda y la madre de Vicente seguían con atenta mirada el vagoroso ir y venir de la pareja por senderos, ora curvos, ora rectos, de la plebeya finca, descendiente de un aristocrático jardín... Se perdían a ratos tras un grupo de arbolillos, supervivientes míseros de un lindo boscaje destruido, y reaparecían entre un cenador en ruinas y un rimero de mantillo. Casi una hora duró el paseo y palique inocente, a que puso término Halconero con la fórmula más discreta y delicada. Bajaron Gracia y Lucila; se generalizó la conversación, interviniendo la gente menuda, gozosa de recobrar a su maestra. Los vecinos se retiraron, quedando en estrechar diariamente las amistades entabladas con tan buenos auspicios. Gracia y su esposo no disimulaban su satisfacción, que subió de punto a la hora de la cena, advirtiendo en su amada hija un cambio radical. Hablaba la señorita como si su hastío de la vida y del mundo se trocara súbitamente en ganas de vivir, como si saliera del sepulcro que con su taciturnidad sombría se labraba, y corriera en pos de las hermosuras y armonías de la Naturaleza. A la Naturaleza renacía, y en el seno de esta, mullido con promesas de amor y felicidad, descansaba de su fatídico viaje al Purgatorio y al Infierno.

—24→

Luego que a su hijita dejó acostada, parloteando graciosamente con la doncella, Gracia fue a reunirse con su marido, que sobre las diez acostumbraba fumar el último puro del día, paseándose en su despacho. Marido y mujer estaban de enhorabuena por haber encontrado al fin, tras ineficaces probaturas, la reparación psicológica de su adorada hija. Con militar rudeza expresó Santiago Ibero a su esposa sus esperanzas de triunfo en aquel empeño. Gracia le oía temblando, desconfiada del peligroso juego; pero él, con elevación de pensamiento y frase llana y baturra, habló de este modo: «No temas nada. Pase lo que pase, debemos alegrarnos del brinco que ha dado el alma de esta pobre criatura. ¿Qué hacía falta para sacarla de ese pozo en que se nos había metido? Un novio, un amor nuevo. Así mil veces lo pensamos. Pues ya tenemos novio. Otros le desagradaron, le repugnaron; este le gusta, este es el hombre... Ya hemos dicho que el mal ocasionado por un hombre infame, otro puede curarlo. Ya sabes mi lema: 'un hombre, un hombre para la niña'. Fíjate en que no digo un marido, ni siquiera un novio, sino un hombre. Por las trazas, este chico es un angelón; pero si no lo fuera, siempre saldríamos ganando. Gran beneficio será que la chica le ame y que con el nuevo amor se le encienda el corazón, que, a mi ver, no era más que un tizón apagado. Si en efecto se nos enamora de este joven, dejémosles que hagan lo que quieran. ¿Que la deshonra? —25→ Eso será el mal menor, en todo caso preferible al estado presente... Ya te lo he dicho, mujer: «Contra un cataclismo, otro cataclismo». ¿No has oído que un clavo saca otro clavo? Pues un hombre saca a otro hombre... Venga la resurrección de la niña, aunque nos traiga un poco de vilipendio. ¿Qué supone una mácula en la extensión de eso que llamamos ser, vivir?

Exhaló Gracia un suspiro, que quería decir: Amén.

Prosiguieron asiduamente las visitas con regocijo por parte de las dos madres. Fernanda revivía, tornaba visiblemente a su prístino ser. Vicente, más enamorado cada día, no había logrado aún la completa tranquilidad del ánimo, porque el misterio que en la vida anterior de su novia traslucía continuaba indescifrado. En sus discreteos galantes, de exquisita delicadeza, intentó alguna vez provocar una confidencia leal; pero Fernanda enmudecía, y un celaje obscuro pasaba sobre su rostro hechicero y místico. Desde su ventana, antes de bajar a la visita, solía el joven hablar con ella, y aun tomar parte en el candoroso divertimiento de la señorita con los nenes. Oía la inocente cantinela: ambo ató matarilerilerite, y contestaba: matarilerilerón... En el juego de —26→ escondites intervenía con los risueños avisos de: frío, frío... caliente... que te quemas.

Un día salió a la ventana y no vio a Fernanda, ni sintió el rumor de su graciosa charla con los amiguitos. No tuvo tiempo de pasar de la extrañeza a la confusión, porque entró su madre y le dijo: «Hoy no bajaremos. Fernanda tuvo anoche un enfriamiento y no han querido que se levante. En cama está; la he visto. Parece que su indisposición no es de cuidado. Yo iré después sin ti. Gracia me ha dicho que quiere contarme algo que tú y yo no sabemos todavía.

-Ya era tiempo, madre. Convendrá usted conmigo en que no debieron tardar tanto en descorrer el velo.

-Hijo mío, no sabemos lo que habrá tras el velo. Sin duda es cosa de mucha gravedad... Hace un rato, al decirme Gracia que hoy me contará las causas del duelo de la familia, se le demudó el rostro... derramó algunas lágrimas... Dime: en tus conversaciones con la niña ¿no has tenido arte y malicia para provocar la confianza?...

-La he visto llegar al borde de la confianza y retroceder como espantada... Sólo me ha dicho claramente que este amor suyo no es el primero... Otro amor hubo... Le duele a uno ser segunda parte en estas cosas, ¿verdad, madre?... ¿Por qué te ríes?... ¿Quieres decir que hay casos en que lo segundo es mejor que lo primero?».

Poco más hablaron. Volvió Lucila a la —27→ casa vecina, y el chico romántico, abrumado de melancolías, sin ganas de pasear, ni de conversar con sus amigotes, acogiose a la sociedad de sus amados libros. Trozos favoritos leyó de dramas y poemas; pero no pudiendo encadenar su atención, se entretuvo en mirar estampas. Días antes había comprado a Durán un libro bello y voluminoso, La Mitología Griega, con texto eruditísimo y sugestivas ilustraciones. Largo rato invirtió en ver dioses y diosas, ninfas del aire y el agua, sátiros, héroes divinos y divinidades humanizadas, copias de estatuas más o menos desnudas, por las cuales conocemos el Olimpo y sus aledaños. En una hermosa lámina de las Musas detúvose con examen contemplativo, porque en ella había notado, desde que por primera vez la vio, una curiosa particularidad: la semejanza, más bien exacto parecido de su madre Lucila con Melpómene, la musa de la Tragedia. Una y otra tenían las mismas facciones: nariz y boca eran idénticas; y cuando Lucila, por algún enojo doméstico, fruncía su helénico entrecejo, creyérase que la personificación del numen de Sófocles y Esquilo andaba por estos mundos.

Hojeando el libro de las bellas deidades, mató Halconero un buen espacio de tiempo; y cuando, a las dos horas de partir, volvió Lucila de la casa de Ibero, hallábase el romántico por tercera vez con los ojos puestos en las figuras arrogantes de las hermanas de Apolo. Lo primero que Vicente dijo a su —28→ madre, viéndola entrar alterado el rostro y fruncido el ceño, fue que nunca había sido más patente su parecido con la iracunda Melpómene.

«¿Quién es esa? -dijo Lucila mirando la figura y su leyenda-. ¡Ah! es la señora Musa de los dramas y tragedias... Pues, hijo, ¿es esto casualidad o magnetismo? Tragedia es lo que te traigo.

-¿Qué dices?

-Tragedia, lance de teatro es lo que ignorábamos, lo que yo sé ya, y tú sabrás ahora... En dos palabras te lo cuento. Luego sabrás pormenores... Fernanda tuvo un novio, caballero andaluz muy galán, pero más falso que Judas. La entretuvo y engañó con bonitas palabras largo tiempo... engañó también a la familia... la pidió en matrimonio, y haciendo la comedia del casorio, a otras enamoraba con doblez y villanía. No abusó de Fernanda porque no pudo, porque esta fue siempre la misma virtud... Fue leal, ciega, enamorada... confió locamente en el hombre mentiroso y pérfido. Un día, a poco de oír de los labios del caballero protestas de amor, descubrió sus amoríos infames con una tal... no recuerdo el nombre... rubia, medio italiana, medio judía, medio religiosa, casi monja, casi diabla. Supo el sitio y ocasión en que la empecatada hembra se había de reunir con el mal caballero para escapar juntos a tierras andaluzas... Deja que recuerde bien... Lo que te cuento pasaba en Vitoria... en lugar solitario, —29→ noche obscurísima... Para concluir: Fernanda sorprendió a su rival, y antes que llegase al punto en que la esperaba con un coche el maldito don Juan... ¡es terrible, hijo mío!... la hirió con una espada... le atravesó el corazón... la dejó seca... ¿Has visto?... ¡Y creemos que sólo en el teatro hay tragedias cuando da en escribirlas algún poeta que jamás mató un mosquito! ¿Has visto?... Asómbrate, hijo, y de aquí a mañana no vuelvas de tu asombro... no vuelvas de tu admiración».

Hijo y madre se miraron un rato con fijeza intensísima. Vicente permaneció mudo un mediano rato, viendo más claro que nunca el parentesco fisonómico entre su madre y Melpómene. Con terrible entrecejo, cerrado vigorosamente el puño con que golpeaba la mesa, Lucila pronunció estas entonadas estrofas: «Admiro a la mujer valiente, que supo llenar de ira el corazón que tuvo lleno de amor... Admiro a la heroína que castigó la maldad, matando a la rival embustera, prostituida y ladrona... Así... así. Digan lo que quieran, esto no es crimen: es justicia, es virtud... Y aún le faltó matar al bandido, al canalla... aunque debemos reconocer que la medio monja y medio judía era más culpable que él. Ella le embaucaba... así pienso yo... ella le arrastró a la fuga; él era el robado y ella la ladrona... Bien, Fernanda, bien... Eres la mujer fuerte, que no espera de los hombres la justicia... Los hombres hacen la justicia para sí, no para nosotras. —30→ Ellos matan a sus rivales, ellos odian, y a nosotras nos mandan que seamos muñecas de amor».

Un tanto sorprendido de la vehemencia con que hablaba su madre, Vicente rompió en elogios de Fernanda, ensalzando su bizarra valentía. ¿Cómo no amar a mujer tan grande?... Acerca de su pureza, repitió Lucila que no tenían los padres de ella la menor duda... Ansiaba Vicente narración del suceso con todos sus aspectos y pormenores, como quien anhela leer y saborear un hermoso poema después de haber oído sucinta referencia de su asunto. La tragedia y su protagonista tuviéronle tarde y noche en febril exaltación. Veía todas las cosas agrandadas monstruosamente, y revestidas de un vivo resplandor de aurora boreal; agrandado veía su amor hasta lo infinito, y la heroína se le representaba con la majestuosa elegancia y la perfección estética de las diosas paganas. Amar a una mujer trágica, ¡qué hermosura! Amar a la que en sus divinos ojos dejaba traslucir el alma de Esquilo, ¡qué felicidad! Era una felicidad que espantaba y un terror placentero... En tal estado de bárbaro delirio le encontró su madre a la mañana siguiente. ¡Efervescencia de amor y poesía en un cerebro congestionado por la excesiva asimilación literaria!

A la hora de costumbre después de comer, fueron hijo y madre a la casa vecina. En un aposento alto vio Vicente a Fernanda. Hallábase la damita recluida y resguardada —31→ del frío, cuello y cabeza envueltos en una nube, para que todo fuese a la moda olímpica. El galán creyó ver en la hermosa figura de su amada la reproducción de Polimnia, pensativa, rebozada en sutil velo, conforme aparece en una escultura famosa. Fernanda le acogió con afecto delicado. Sentáronse el uno junto al otro, y sin vigilancia de ninguno de la familia, hablaron cuanto quisieron. Departían vagamente, como paseantes desocupados en elíseos jardines, y se miraban para enmendar con los ojos la cortedad de la palabra... Ya se tuteaban. «Sé que estás enterado de mis desventuras», dijo ella, creyendo decir poco. Y él prosiguió: «Son desventuras de almas superiores que se elevan sobre la turbamulta de los mortales. Tú has sido grande en la acción. Los demás, y yo entre ellos, no hemos hecho nada que merezca referirse».

La confianza crecía rápidamente. Fernanda era sincera y expresiva en su lenguaje, proyectando en rayos o chispas la espiritual acción, que era la facultad primera de su alma. «Dudo mucho -dijo al caballero-, que después de saber lo que sabes, sigas queriéndome... Si te inspiro repugnancia o miedo, retírate tranquilamente a tus libros y busca en ellos el modelo de la mujer esclava del hombre». A lo que replicó Halconero que la quería infinitamente más; que amaba en ella la fuerza psíquica, creadora en el amor, destructora en los casos de rivalidad y justicia. La fuerza le subyugaba en —32→ su expresión moral y estética. De aquí partieron para un vivo y alterno tiroteo de protestas y promesas, en que se daban mutua fianza del presente y del porvenir. Fernanda encontraba en él su segundo amor, basado en la estimación. Hallábase Vicente en la eflorescencia robusta y total del primero, que había de ser único. En él ponía toda su existencia, y el amor no perecería sin llevarse la vida por delante.

Aquella misma tarde, cuando Fernanda se recogió a su alcoba, acompañada de su madre, don Santiago Ibero refirió a Vicente toda la historia, un ejemplar compendio de acción humana con sucesivas formas de idilio, madrigal, novela, drama y tragedia. No olvidó el Coronel el tremendo epílogo, las fatigas y malos ratos que hubo de pasar la familia para sustraer a la justicia el terrible suceso. Alcanzado este fin, los señores de Ibero abandonaron la ciudad de Vitoria, y luego la casa patrimonial de La Guardia, creyendo con razón que su dolor se atenuaría huyendo de la escena ensangrentada y pavorosa.

Pasó un día. Al levantarse, serían las nueve, supo Vicente que su madre estaba en la casa vecina. De allí la habían llamado al amanecer con urgente apremio... Sin entretenerse en interrogaciones, su ansiedad le llevó a la indagación directa, personal... Corrió a la casa de Ibero. En la puerta vio un coche. Al entrar, una mujer le dijo que la señorita Fernanda estaba muy malita... —33→ Franqueó la corta escalinata, y en la sala baja halló a Lucila, que oía las órdenes facultativas del doctor Alejandro Miquis. Este salió a ocupar el coche que le esperaba. Lucila, leyendo la consternación en el rostro de su amado hijo, acudió a sosegarle con dulces palabras: «No hay motivo de alarma, creo yo. Ello ha sido una indisposición de más aparato que gravedad. Los padres se han asustado... Naturalmente... adoran a su hija. Ya está mejor... El reposo y buenos calditos la restablecerán. Mañana podrás verla...

-¿Pero qué...?

-Un repentino ataque de... no recuerdo el término... un vómito de sangre.

-Hemoptisis...

-Eso mismo. Anoche se acostó tan tranquila. Despertó de madrugada... acudió la criada que duerme en la misma alcoba... acudieron todos... En fin, si no hay gravedad manifiesta, la pobrecita ha quedado muy débil... Quietud y calma le ha recomendado el médico, y hablar lo menos posible... Mañana podrás verla; hoy conviene tenerla en completo reposo, para que no se repita el ataque... ¡Lástima de mujer, tan bella y tan buena!... Buena podemos llamarla a pesar de aquella fiereza con que liquidó sus cuentas de amor...».

—34→

Momentos después, vio Halconero a los padres, afligidísimos, sin poder ocultar un sombrío presentimiento. Aunque dejaron a la enferma tranquila y aletargada, desconfiaban de verla pronto restablecida. Gracia subió de nuevo, y junto al lecho vigilaba el respirar pausado y rítmico de Fernanda. En la sala baja, frente a Lucila y Vicente, Ibero refería con triste comentario las horribles desazones que le habían dado sus hijos, con la extraña particularidad de que los tres tenían excelentes cualidades. Del primogénito, Santiago, refirió las novelescas aventuras y su voluntario destierro en París, unido con o sin sacramento... no pudo averiguarlo... a una mujer... demasiado conocida en Madrid... Demetrio, el hijo tercero, enloqueció de ira al conocer la tragedia y quiso rematarla digna y lógicamente. No se le podía quitar de la testaruda cabeza la idea de matar a don Juan de Urríes. Escapó de La Guardia con propósito de realizar su venganza en Madrid, en Córdoba, o donde quiera que hallase al desleal caballero. Fue menester que los padres mandaran en seguimiento del exaltado chico a dos hombres de confianza, los cuales lograron detenerle a mitad del camino, y para sujetarle rigurosamente, —35→ impidiendo una nueva catástrofe, don Santiago le llevó a Toledo y le puso interno en la Academia de Infantería.

Considerándose ligado por lazos de afecto indestructible a los señores de Ibero, Vicente no se apartaba de ellos. Tres días pasaron en alternadas emociones de temor y esperanza. El hijo de Lucila iba algunos ratos a su casa. Comía poco en una y otra parte. El latir de su corazón marcaba los segundos de su vida expectante, como el tiqui-tiqui de un reloj marca las partículas de tiempo que separan el hoy del mañana. Vivía esperando, minuto tras minuto, hora tras hora, el mañana dichoso en que pudiera ver a su amada restablecida. Llegó por fin el risueño día. A Vicente se le consintió verla; a Fernanda se le permitió hablar.

Trémulo entró Halconero en la alcoba, y hubo de reprimir su emoción ante la imagen de la señorita yacente en lecho de blancura, rodeada de flores que le habían llevado para alegrar su ánimo. Las flores y el albor de las telas y la inmovilidad de la enferma daban la impresión de una belleza no perteneciente a este mundo, amortajada viva por un alarde de estética funeraria. Marcábanse vagamente en la ropa de la cama las formas supinas del cuerpo, como esbozadas en un gran trozo de mármol. Tan sólo los ojos eran vida, y vida muy intensa. De una parte a otra los revolvía buscando caras u objetos en que posar la mirada. Cuando vio al entrañable amigo, descansó —36→ en él su afán. Sentose Vicente junto al lecho, y ella se apresuró a usar del permiso de hablar que se le había dado... «Hola, Vicente: ¡qué malita me encuentras! ¡Vaya, que has tenido mala suerte conmigo...! Apenas empezamos a tratarnos, salgo yo con este alifafe, y aquí me tienes hecha una calamidad».

Difícilmente pudo el joven disimular su pena con frases consoladoras de las más triviales. «Ya estás buena... Yo estoy muy contento de verte... Miquis ha dicho que mañana estarás en franca convalecencia...». Sucedió a esto un silencio adusto. Gracia, esforzándose en desatar el nudo que se le había hecho en la garganta, les dijo: «Hijos míos, porque yo esté delante, no dejéis de hablar con libertad y de deciros todo lo que se os ocurra... Aquí estoy por tener cuidado de que Fernanda no se fatigue charlando demasiado. Algo puede hablar. Y usted, Vicente, procure que sus palabras no sean demasiado vivas. Hablen, díganse cosas... cosas gratas, sencillitas y que no provoquen a emoción. Yo estoy sorda: callo y vigilo».

Con tan amable licencia, ella y él se despacharon a su gusto en corto tiempo. Fernanda emitía la voz con alguna fatiga; pero dejaba en libertad a los ojos para que con su expresiva intervención dieran descanso a la palabra. «Ya creías tú que me moría, Vicente. Pues mira: aún no puedo asegurar que te has equivocado». Y él: «Nunca pensé tal cosa. Morirte tú y vivir yo no puede ser. —37→ Mi vida me ha garantizado la tuya». Y ella: «Con frasecitas imitadas de tus libros no adelantamos nada... Yo te miré bien cuando entraste, por ver si estabas alegre... Pues aunque disimulabas, la tristeza traías contigo, y no podías dejarla al otro lado de la puerta». Y él: «Mi tristeza consiste en no poder cambiar mi salud por tu enfermedad». Y ella: «Tonto, si eso pudiera ser, la triste sería yo entonces. Devuelve tus frases a los libros de donde las has tomado. Convendrás conmigo en que para estar los dos contentos, debemos pensar que Dios, obligándonos a morir juntos, tal vez se compadezca de nosotros y nos deje vivir...

-Morir no, hijos míos -dijo Gracia sintiendo que se le apretaba más el nudo-; ni juntos ni separados debéis pensar en moriros. Aunque yo esté delante, llevad la conversación del lado afectuoso, y decid que os queréis... No soy tan lerda que os prohíba la cháchara de amor. Es lo natural. Tú, Fernanda mía, debes callar y oír. Ya se te nota la fatiga. Callas y escuchas a Vicente, que te cantará, como él sabe hacerlo, su extremado cariño». Con tales estímulos, el caballerito se despachó a su gusto, soltando el raudal de su pasión por el cauce de su rica fantasía.

Cuidaba de evitar el énfasis literario, poniendo en su amoroso cántico notas de gracia y de familiaridad encantadoras. Tan pronto sonreía Fernanda, como expresaba con donoso mohín su incredulidad un tanto —38→ coquetil; sostenía la conversación con arqueo y fruncimiento de cejas, con morritos de mimo, con ligero meneo de la cabeza y agitación de su cabellera, pronunciando monosílabos, palabras sueltas, cláusulas rotas. Así pasaron un 1 ratito, hasta que Gracia dio la voz de alto, diciendo: «Por ahora no más... Toma la medicina... Irá Vicente a dar un paseíto por la huerta o a charlar con tu padre; tú y yo nos quedamos solitas... y dormirás un poco. Hasta luego, Vicente... Pero oye, hijo: para que veas si soy tolerante; para que veas cómo sé dar al cariño leal y honesto alguna franquicia de buena ley, te permito... voy más allá... te mando que des a Fernanda un besito en la frente». En un instante que pareció religioso, con cierta solemnidad de administración de sacramento, Vicente cumplió el mandato de la madre benigna. Besó la cálida frente de su amada, y esta, en un sonreír pudoroso, le dijo: «Vicentillo, pronto me levantaré... creo yo...».

Salió de la alcoba el galancete, y como en su espíritu moraban por entonces las formas y representaciones del arte clásico, vio en Fernanda la exacta imagen de la interesante Reina Alceste en su lecho mortuorio, antes que viniera Hércules a resucitarla. Fue reproducción mental de la famosa pintura de un vaso griego. La Reina parecía dormida entre rosas; la rodeaban los suyos, plorantes en humilladas actitudes, y el coro de plañideras, de retorcidos brazos.

En la huerta vio Halconero a las dos chiquillas —39→ y al chaval, con quienes Fernanda se solazaba en juegos inocentes antes de su noviazgo y enfermedad. Los tres correteaban con travesura y alboroto, sin echar de menos, al parecer, a su amiguita. Penosa impresión dejó en Vicente la brutal alegría de las criaturas, olvidadas de quien tanto las amó y quería ser como ellas. No se había hecho cargo aún de que la niñez es ingrata y desmemoriada, ni de que el egoísmo inocente informa al ser humano en los comienzos de la vida... En tanto, se le agregó Santiago Ibero con sus amigos, uno de ellos el cura de la parroquia, militar el otro, de servicio en Leganés. Hablando del suceso que entristecía la casa, recitaron tímidamente y con débil convicción el himno de la esperanza.

Renovose al siguiente día la dulce y triste escena de la conversación de novios junto al lecho de Fernanda, en quien se acentuaban la debilidad y aplanamiento. Extremó Vicente la sutileza gentil de sus conceptos de amor, incitado a ello por Gracia y por Lucila, que presente estaba. Repitiose asimismo el beso final autorizado y prescrito por ambas señoras. Vicente se excedió en la obediencia, besando tres veces la frente abrasada de la damisela. Esta no pronunció palabra alguna; pero cogiendo la mano del caballero, la estrechó con leve presión contra su pecho. Los ojos tenía cerrados, la boca entreabierta.

Tres horas más, y sobrevino súbitamente —40→ la extrema gravedad. El espanto entró en la casa... Llegó el médico con una oportunidad que desgraciadamente resultó ineficaz. Todos acudían al triste aposento, y de él salían más llorosos y descorazonados. Vicente tuvo que acudir a la iglesia para traer al cura. Al volver a la casa, oyó gemidos angustiosos que descendían de lo alto, y apenas pisaba el primer peldaño de la escalera, quedó aterrado ante la figura de su madre que lentamente bajaba. Traía Lucila un negro chal por la cabeza. Con su mano derecha envuelta en la tela se tapaba la boca. Sus ojos divinos, sombreados por las cejas contraídas, declaraban un pavor doloroso. Figura semejante había visto Vicente en el libro mitológico o en los dibujos de Flaxman. Era Némesis, que preside el tránsito a la Eternidad. Destapándose la boca, dejó salir estas palabras: «No subas, hijo. Todo ha concluido».

Pero él subió con mayor presteza, sin parar hasta la fúnebre estancia. Vio el rostro muerto de Fernanda debajo del de su madre, que no se hartaba de besarlo; vio la faz curtida del coronel Ibero pegada a una de las yertas manos, mientras las criadas se disputaban la otra para poner en ella sus lágrimas y sus caricias. Las ropas del lecho compartían su blancura con grandes manchas de un rojo húmedo que les daba tonalidad trágica. Hallábanse presentes la viuda de Oliván, otras dos señoras y el cura, que había llegado tarde con las postrimerías sacramentales. —41→ Entre todos apartaron a Gracia del cuerpo inanimado, y entonces Vicente se arrojó con bárbaro anhelo a sellar con sus labios las bellas facciones no desfiguradas aún por la muerte. Medio loco ante aquel cuadro desgarrador, no se dio cuenta de cómo salió de allí, ni supo qué brazos vigorosos le sacaron hasta la escalera.

Momentos después encontrábase en la sala baja con su madre, el cura y un militar. Tan hondo era el duelo de Lucila, que se sentía incapaz de intervenir con la familia en los fúnebres actos ineludibles que imponía la muerte. Hijo y madre confundían la expresión de su inmensa pesadumbre. Las pisadas que sonaban en el piso alto estremecían a Vicente, y atendiendo a ellas, creía presenciar la escena que arriba se desarrollaba. Para que la noche fuese más lúgubre, desde media tarde se inició un temporal que al anochecer adquirió aterradora violencia. La lluvia azotaba los cristales con tremendos latigazos, y el viento bramaba en derredor de la casa con variados acentos terroríficos, ya imitando el rugido de animales feroces, ya la voz lastimera del dolor humano.

Pensaba Vicente que si mil años viviera, no podría olvidar aquella noche de suprema desolación y pavura, acentuadas por espantables clamores de la Naturaleza. Dadas las doce, Gracia, que era de corta resistencia espiritual y nerviosa, hubo de sucumbir al cansancio, y en compañía de Lucila se retiró —42→ a su aposento. El padre y Vicente, con el amigo militar y las criadas, hicieron la guardia en derredor de la heroína muerta, cuya bella faz apagada y marchita se hundía entre flores y aromoso follaje. En la turbación de su insomnio, el enamorado caballero veía desaparecer lentamente el perfil de cera, remedando el ocaso de una estrella en el mar.

De madrugada, el quebranto producido por tan hondas emociones venció la energía del pobre Halconero, abismándole en un sopor insano. Servíanle de almohada sus propios brazos, y en tal postura su cerebro enardecido le dio lóbregas visiones poemáticas. Se vio con Fernanda en los espacios cavernosos de un Infierno medio dantesco, medio pagano... Vestidos iban los dos de luengos ropajes que caían con severas líneas. No hablaban, no sabían hablar; deteníanse ante los grupos de sombras vagantes que por una y otra parte discurrían... Pasaron de improviso a un campo abierto y luminoso. Veían un suelo azul, arbolitos del mismo color, de tronco rígido, follaje recortado, formando algunos copa semiesférica, otros copa cónica, sin proyectar ninguna sombra sobre el suelo. Por entre ellos iban y venían personas que no eran vivas ni tampoco muertas. Vestían túnicas azules que poco más allá tomaban matiz de rosa.

Con el azul y rosado gentío se confundieron Fernanda y Vicente, sin que su presencia fuese advertida de aquellos seres —43→ diáfanos, ni muertos ni vivos. Allí no se conocía ningún ruido. Fernanda, que iba delante, volviose hacia su compañero, y en un lenguaje sin voces, idioma de signos emitidos por la mirada, le dijo: «Aquí no está. ¿Dónde la encontraremos?». Y él dijo: «No lo sé, Lucero. Para mí que nos hemos equivocado de planeta...». Siguieron a estas, otras visiones indeterminadas que acabaron desvaneciéndose en los nimbos cerebrales. Volvió Vicente a la realidad, y tardó un mediano rato en reconocerla, dudando de lo que veía.

Desde aquel amanecer en que todo lloraba, el cielo y la tierra, los ojos y los corazones, hasta el momento en que vio desaparecer los despojos de su amada en el interior de un nicho, que fue tapado con ladrillos y yeso, el alma de Vicente Halconero estuvo emancipada de la vida corporal, y voló libremente por las negras regiones del dolor sin consuelo. Cuando a su casa volvió, su madre, que le esperaba intranquila, le obligó a recogerse y acostarse. El intenso cariño maternal fue medicina y salvación del desdichado joven. La idea del suicidio que embargaba su espíritu con clavada fijeza, señalándole el término eficaz de su inmenso padecer, se embotó en el corazón de Lucila. Y la terrible idea no vino, no, exenta de cierto orgullo, porque el propio aborrecimiento de la vida se encariñaba con un morir semejante al del joven Werther, gloria y ejemplo de los amantes desesperados.

—44→

La cuidadosa ternura de la madre y de toda la familia, el padrastro inclusive, apartaron a Vicente del disparadero; mas esto no fue obra de pocos días. Lucila no le permitía salir, ni tampoco entregarse desmedidamente a la lectura. A los amigos dio licencia para que le acompañaran algunos ratos, y en lo restante del tiempo ella se cuidaba de entretenerle y sosegarle como Dios le daba a entender. Por su madre supo el dolorido que a los dos días de la defunción llegó Demetria, hermana de Gracia, con su hija mayor. No habían venido antes por ignorar la gravedad y peligro del caso. Lo primero que determinaron las dos hermanas, después de desahogar con lágrimas su pena, fue abandonar la triste casa de Carabanchel, y así lo hicieron aquel mismo día, instalándose en Madrid. «Demetria es muy simpática -dijo Lucila-, inteligentísima y más dispuesta que su hermana. En cuanto tú te serenes, hijo mío, iremos a visitarlas».

Deseos tenía Vicente de abrazar a don Santiago y de saludar a la noble familia que tuvo por suya, y a la cual se sentía ligado para siempre por fibra de amor y respeto; pero su primera salida fue para visitar y —45→ contemplar con melancolía extática el nicho de San Justo en que apagado yacía el Lucero de la tarde. La madre le acompañó en este religioso acto: ambos lloraron y mudamente anegaban su pensamiento en las tristes memorias, doliéndose del corte brusco que Dios suele dar a las dichas humanas y a las glorias apenas nacidas. Como el caballero se lamentara de la ruindad del nicho, señalado tan sólo con un tosco número y la inscripción del nombre, la celtíbera, lacrimosa, le dijo: «Hijo del alma, ya sabes que es provisional, y que cuando pase el tiempo que marca la ley, será trasladado el cuerpo al magnífico panteón de la familia en La Guardia.

-Es verdad... ya no me acordaba -replicó Halconero-. Aquí y allá todo es provisional en relación con lo eterno... Y por espirituales que seamos, no podemos acostumbrarnos a ver en esto algo más que polvo y despojos míseros. Esclavos somos de la rutina, y admiramos la piedra o el yeso que tapan un hueco vacío de toda vida...».

Puso fin la madre a estas vagas razones, dictadas del no extinguido dolor, y se le llevó fuera del camposanto... Por aquellos días propuso Lucila que debían trasladarse a Madrid, y así se acordó en principio por todos. Intentó Vicente detener algunos días la mudanza, sintiéndose amarrado a los lugares fúnebres por fortísimos hilos de su propia pena. Temía el olvido; aborrecía la distancia. Olvido y distancia eran un agravio —46→ a su inalterable consecuencia de amor; eran como una amenaza de infidelidad y traición.

Algunos días consiguió su padrastro don Ángel Cordero llevarle a Madrid y sacudirle el ánimo, tratando de despertar en él las aficiones políticas, ya que hacerlo no podía con las político económicas. Pero quien positivamente vigorizó el desmayado espíritu de Halconero, fue su amigo Enrique Bravo, joven apasionado y verboso, sentimental en el terreno de la lozana doctrina federalista como el otro lo era en el moral y literario. Las ideas predicadas por el gran filósofo constituyente Pi y Margall habían conquistado el pensamiento y el corazón de Halconero, quedándose allí en forma teórica para un lejano porvenir. En cambio, Enrique Bravo las consideraba de fácil aplicación a la vida real, antes de aquilatarlas en su mente fogosa y de escasa cultura. Divagando por Madrid, de café en club y de logia en taberna, a los dos amigos se agregaron otros, entre los cuales hallábase Vicente un tanto dislocado, pues todos eran la acción irreflexiva y él la teoría reservada y meticulosa.

Politiqueando de calle en calle, Bravo propuso a Vicente que tomase un puesto en la Milicia Nacional, salvaguardia de la Libertad, y escudo contra los buscones de Rey y faranduleros de la reacción. A esto contestó el amigo que se consideraba incapacitado para mandar una compañía en los batallones patrióticos, porque su cojera, aunque —47→ leve y bien disimulada, era incompatible con la desenvoltura y arrogancia militar.

«¿Qué vale tu cojera, que apenas se conoce -dijo Enrique risueño-, comparada con la del bravo capitán del batallón de la Inclusa, Romualdo Cantera, que lleva una pata de palo, y marca el paso como nadie, y es el oficial más gallardo y más apuesto frente a su tropa?... En cuanto a uniforme, si el mío no te gusta, ahí tienes el del batallón de Antón Martín, con chambergo y botas, que por tu figura esbelta te caerá muy bien». No se dio por convencido Vicente; pero sí asistió a las reuniones privadas de la oficialidad en la Casa Municipal de la Plaza Mayor, o en las diferentes tiendas, clubs y mentideros a que habitualmente concurría.

En estas visitas, que a veces eran sabrosas cuchipandas, reanudó Vicente su amistad con un popular sujeto, sugestionador de multitudes, llamado por todo el mundo con familiar llaneza El Carbonerín. Era de mediana edad, de mediana estatura; sólo tenía grande la viveza del ingenio y la prontitud en las resoluciones. Informaba su carácter la guapeza jactanciosa. En los actos políticos, así como en todo incidente de la vida privada, ponía singular empeño en demostrar que era hombre capaz de jugarse la cabeza por un sí como por un no. Vestía bien, y cuidaba de llevar en público su ropa limpia del polvo de la carbonería. Tenía caballo, del tipo andaluz acarnerado, de ancho y prominente pecho. En él montaba, llevándolo —48→ a paso rítmico de procesión ecuestre, como si el bruto fuese estatua marchando sobre su propio pedestal. En su trato mostrábase leal, violento, de una susceptibilidad bravía, por lo cual era tan temido como amado. Casado y con familia, tenía la mujer en Asturias, quedándose de este modo en holgada franquicia para sus mariposeos amorosos.

Con este tipo revolucionario simpatizaba grandemente Halconero, no porque se le pareciese, sino por todo lo contrario. Radicalmente se diferenciaban en alma y cuerpo, en modales y costumbres. El hijo de Lucila era rico en cultura, pobrísimo de acción; Felipe Fernández, El Carbonerín, tenía todo su ser polarizado en la voluntad, sin que le quedara espacio para el estudio... Con este amigo y con Enrique Bravo, solía pasar Vicente algunos ratos en el club federal de la calle de la Yedra, local destartalado, sombrío y sucio, donde tarde y noche se congregaba un pueblo bullicioso, entusiasta de ideales antes adorados que comprendidos. En aquel antro se respiraba, con los densos olores, el malestar social, ineducación agravada por la clásica pobreza hispana. Las conversaciones duras, entreveradas con discursos en tono agresivo y rugiente, versaban sobre estos temas invariables: dar disgustos al Gobierno; oponerse a la elección de Rey, pues ni reyes ni curas nos hacían maldita falta; tener, en fin, bien dispuestos los fusiles y los corazones para defender —49→ la libertad, el federalismo y los derechos del pueblo.

A pesar del candoroso fervor revolucionario, no exento de grosería, imperante en el cotarro de la calle de la Yedra, Halconero pasaba buenos ratos en él, y allí se sentía más a gusto que en el Casino federal de la calle Mayor, Casa de Cordero, donde los primates departían y peroraban con discreta elocuencia y verbalismo parlamentario. Faltaban por aquellos días los elementos (ya era costumbre llamar así a los grupos de cada matiz) más levantiscos y más desmandados de palabra. Suñer y Capdevila, Joarizti, Guillén, Paúl y Angulo, Estévanez, Carrafa, Bertomeu, Santamaría y otros habían salido en el otoño del 69 a levantar en armas el partido federal. Vencida por Prim la formidable insurrección, los propulsores de ella andaban desperdigados por esos mundos; los unos presos, como Estévanez, que purgaba su ardiente radicalismo en cárceles de Salamanca; los otros refugiados en Francia, como Antonio Orense y el angelical ateo Suñer; dispersos los restantes en Gibraltar, Madera, Londres o Lisboa.

Pero a medida que avanzaba el 70, los de acá se animaban, recobrando el calor perdido, y acibarando la vida del Gobierno con motines escandalosos. In diebus illis, Halconero pasó revista a todos los clubs y casinos políticos de Madrid, sin descuidar el llamado del Congreso, calle del Lobo, donde Enrique Bravo llevaba la voz cantante. Luego —50→ fue arrastrado a la visita de logias, en las que no se entraba sin cierto respeto, por la tradición del misterio y de la pintoresca liturgia que allí se gastaba. Cierto que las formas rituales habían decaído enormemente, y que las iba sustituyendo el positivismo cooperativo; pero aún quedaba solemnidad, y persistían los arrumacos y simbólicas garatusas. Visitó Halconero la Rosa Cruz, la Mantuana y tres más. Unas estaban instaladas en sótanos, otras en desvanes. Nada sacó en limpio de aquellas secretas asambleas el ilustrado joven como no fuera el tenerlas por decaídas y amenazadas de muerte. Cuando todo podía decirse y concertarse en lugares públicos y aun al aire libre, para nada servía el tapujo en reuniones nocturnas y soterradas.

Nadie superaba al joven Halconero en lo radical de las ideas; pero como se hallaba vigilado estrechamente por la madre, que no le dejaba descoserse de sus faldas protectoras, resultaba un revolucionario teórico y faldero, incapaz para todo lo que no fuese observar los hechos y anotarlos en su mente. En cuanto Lucila se enteró, por él mismo, de que se había dejado llevar a escondrijos masónicos, le reprendió con el templado enojo que emplear solía en la corrección de su amado hijo... Más severo que la madre fue el padrastro don Ángel Cordero, que apareció en el cuarto de Vicente con las manos en los bolsillos de su batín de moda, luciendo el pie pequeño calzado con zapatilla —51→ de terciopelo rojo bordado de gualda, y en la cabeza, gorrete con borlón de seda, que de un lado pomposamente le caía.

«Tiene razón tu madre -dijo mediando en la conversación con sólido argumento-. Guárdate de alternar con masones, y de oficiar con ellos en sus pantomimas extravagantes. Tu madre te ha señalado el peligro... pero yo voy más allá; yo te digo: «Vicente, si peligroso es el trato con los que llamándose maestros sublimes perfectos, no son más que unos grandes tunos, peor es el roce con esos que se apodan internacionalistas... ya los conocerás... unos pajarracos extranjeros que andan por Madrid corrompiendo a nuestras honradas clases populares. Todos los crímenes políticos que hemos visto, obra fueron de la masonería. Los crímenes de mañana... que vendrán, ¡ay! si Dios no lo remedia... deberemos atribuirlos a esa Internacional tenebrosa, que es la masonería de abajo. Yo veo en esa locura europea, un aborto de la diabólica doctrina comunista... Pretende nada menos que poner patas arriba a la sociedad... las patas arriba, y las cabezas abajo: ya ves qué absurdo... hacer tabla rasa de las instituciones fundamentales, destruir la propiedad, la familia misma...». Algo más dijo el buen señor, pertinente a las lecturas que debía preferir el estudioso joven. «Para que aprendas a odiar esa herejía social y política llamada Comunismo, menos literatura, Vicente, menos dramas y poemas y más ciencia económica —52→ y administrativa... Dice Pelletan: El mundo marcha. ¿Pero hacia dónde marcha, Vicente? Hacia la buena administración... y no le des vueltas... hacía el Debe y Haber o la estricta cuenta del toma y daca».

Sin menoscabar el respeto que a su buen padrastro debía. Vicente se cuidaba poco de seguir su criterio para la elección de libros. Reanudó sus visitas al cuchitril aduana del amigo Durán, y anhelando nutrir su pensamiento con doctrinas fundamentales, recibió de manos del mercader importador las obras de Ahrens y de Spencer. Cargó luego con lo último de Proudhon y con La Democracia en América, de Tocqueville, libro que volvía locos a todos los políticos de aquel tiempo. En la librería, corriendo los últimos días de Febrero del 70, hizo conocimiento con Manuel de la Revilla y amistad con Eusebio Blasco.

Vinieron días apacibles que Halconero aprovechó para su peregrinación al santo nicho de San Justo, que guardaba el Lucero de la tarde. Acompañábale Enrique Bravo en esta devoción de amor viudo, y del cementerio se corrían a Carabanchel, entreverando, en sus pláticas de paseantes, el Federalismo con la literatura, y las ideas permanentes —53→ con la transitoria y voluble actualidad. Hablaban de las dificultades que se acumularon en el camino de Prim por las cuestiones económicas y el proyectado empréstito con el Banco de París. Los haces de la mayoría se desataban. Unionistas, demócratas y progresistas saldrían pitando, cada cual por su lado, y adiós Gobierno, adiós Prim, y adiós restauración monárquica... Entre col y col, sacaban a relucir la lechuga del Concilio Ecuménico, que a la sazón estaba reunido en Roma para darnos el nuevo dogma de la Infalibilidad del Pontífice. De esto, por caprichosos brincos del pensamiento, pasaba Enrique a referir que se había divertido locamente en el último baile de Capellanes, o en el teatro-café de Calderón.

Aunque la familia de Vicente se había reinstalado ya en su casa de la calle de Segovia, Lucila pasaba semanas enteras en Carabanchel, solicitada de su tenaz afición a la vida de granja. Por hacerle compañía, dejaba la residencia de la Villa del Prado su padre Jerónimo Ansúrez, ya cargado de años, pero fuerte y en la plenitud de su saber campesino. Era la época de echar las gallinas, arreglándoles los nidales y las huevadas con maternal solicitud, asistiendo después al romper de los cascarones, y al cebo y crianza de los graciosos pollitos. Lo que gozaba Lucila en este interesante período de la vida gallinesca, no es para dicho. En tanto que ella se embelesaba en su papel —54→ de comadrona de pollos y patitos, Jerónimo podaba las tres o cuatro vides de latada, disponía preparación de los terrenos para la siembra de patatas, algarrobas y yeros, para el plantío de calabacines, pepinos y zanahorias, y a toda hora se mostraba labrador peritísimo y archivo de refranes agrícolas. No ha de llover en Marzo más de cuanto se moje el rabo del gato, decía tranquilizando a su nieto que anhelaba el buen tiempo para sus campestres paseos.

Cuando Vicente se quedaba de noche en la casa de Carabanchel, solía retener a Enrique Bravo en su compañía, y por la mañana salían juntos para volverse a Madrid, o peregrinar con rumbo a lo que fue Portazgo de Alcorcón, corriéndose luego hacia el campo de tiro y demás establecimientos militares. Una mañana, apenas salieron al camino real, vieron venir, como de Carabanchel Alto, tres figuras de mujer vestidas de negro, formadas en línea y andando a compás, guardando una distancia discreta entre sí. La que iba en medio era más alta que las otras dos; estas, desiguales en su mediana talla. «Ya tenemos aquí a las tres estantiguas, que no descansan, que no se rinden, ni hay un rayo que las parta -dijo Bravo, hallándose aún a distancia de las visiones-. ¿De dónde vendrán ahora estas beatas andariegas? Vendrán de Leganés, de visitar al inspirado historiador Confusio, que en aquel manicomio sigue escribiendo la Historia de España... por el reverso, o —55→ como él dice, por la verdad de la mentira».

A pesar de estas burlas, detúvose Bravo ante las tres mujeres, y saludó a una de las pequeñas en tono de familiar conocimiento. «Doña Rafaela, ¿tan de mañana por estos arrabales? ¿Han dormido aquí, o han venido en el coche de Tiburcio?...». La respuesta fue breve, y denotaba pocas ganas de conversación. Durante el rápido coloquio y saludo, Halconero permaneció apartado, mirando con recelo cauteloso a la más alta de las tres, que por más señas era de rostro huesudo y desapacible. Siguieron las negras mujeres su camino a paso vivo y casi marcial, hollando la polvorosa carretera con pie calzado de zapato blando y holgón, como de santas peregrinas, y los dos amigos, viéndolas entrar en la casa de la viuda de Oliván, hicieron despiadada carnicería de ellas y de sus infecundos menesteres de falsa piedad.

La cháchara de los jóvenes facilita la obra del narrador. «¿Qué nombre les has dado? -decía Enrique-. ¿Son las Euménides, o las Parcas?». Y Vicente respondió: «La noche en que murió mi Fernanda, cuando salí disparado a buscar al médico, las vi por primera vez en este mismo sitio. ¡Oh! Después las he visto en ocasión también memorable, y esa de aventajada talla, y de cara tan dura que parece de bronce, me causa miedo... me da escalofrío...». Insistió Bravo en que eran las Parcas, y Vicente, más fuerte que su amigo en Mitología, las declaró reproducción de la triple Hécate, divinidad infernal —56→ que en tres figuras representa la venganza, el encantamento y la expiación.

A esto añade el narrador que la más talluda y desagradable era Domiciana Paredes, hija de un cerero de la calle de Toledo, más que cincuentona, de historia compleja y un si es no es dramática. Abrazó el monjío en el culminante período del valimiento de Sor Patrocinio, y la expulsaron del convento de Jesús por el delito de clavar un alfiler gordo en las nalgas de un señor obispo. Anduvo después en privadas intrigas y enjuagues palaciegos. Vivió en los altos de Palacio hasta que fue destronada doña Isabel, y cuando entraron a mandar los revolucionarios, según ella impíos y masones, dedicose a la dulce masonería que en reservadas logias laboraba porque volvieran las aves negras a sus desiertos nidos. Terca como una mula, sagaz como raposa y escurridiza como serpiente, llevaba por buen camino sus propósitos, ayudada de sus malas pasiones y de su talento de organización. Conocía mejor que nadie la Historia interna de España desde el 46 al 70.

La de menor talla, que solía ir a su derecha, era Rafaela Milagro, ya entrada en años, proyectando en ellos las últimas luces de su decadente belleza graciosa y aniñada. En sus mocedades, aún soltera, cuando le aplicaban el gracioso mote de perita en dulce, tuvo que ver con diferentes sujetos, extremando su fragilidad con Montesdeoca, y antes, o a la par, con un caballero militar, —57→ que al cabo de los años resurge en esta historia. Casó luego Rafaelita con un señor acomodado que apodaban don Frenético; enviudó el 67, y apenas hubo endilgado las severas tocas que le aseguraban la prescripción de un pasado frívolo, se consagró a pasar revista nocturna y matinal a todas las iglesias de Madrid. En la sacristía de San Justo hizo amistad con Domiciana, que le confirió el cargo de su lugarteniente o Vicaria general.

La tercera, la que se distinguía por su talla media entre Domiciana y Rafaela, se llamaba Donata, y había vivido desde su tierna infancia entre curas y capellanes más o menos castrenses. El imponderable historiador Confusio la raptó, con audacia y escándalo, del gineceo del Arcipreste de Ulldecona, descendiente del de Hita. Pasó luego del servicio de Juanito Santiuste al de opulentos y refinados canónigos. Blando y encendido era el corazón de Donata, como de pura pasta de amor; pero no podía torcer el imán de su destino que la encaminaba inflexiblemente a la íntima familiaridad con personas eclesiásticas. A estas consagraba toda la solicitud y ternura de su alma fogosa. Era la más joven de las tres, y en su faz de Dolorosa, pálida y lacrimeante, persistía la belleza de imagen vieja, de luciente barniz, que reflejaba la llama de los cirios. Entre sus cualidades descollaba el saber litúrgico, pues en la dilatada convivencia con gente de iglesia su feliz memoria —58→ llegó a encasillar en las fechas del calendario los nombres de todos los santos del Cielo; conocía las festividades y ceremonias, sin que se le escapara el menor detalle; sabía Derecho canónico, y merecía pertenecer a la Sagrada Congregación de Ritos.

Colaboradora y amiga de tanto precio encontró Domiciana en la vivienda de un ilustrado sacerdote, que había sido Capellán de Honor y Predicador de Su Majestad, y llevándola consigo en sus peregrinaciones quedó constituida la triada de mal agüero, que a Bravo causaba risa y miedo a Vicente. El continuo trajín de las reverendas fantasmonas se explica por un fenómeno social propio de aquellos días turbulentos: la revolución de Septiembre había llevado su espíritu reformador a la esfera y a las costumbres que parecían más rebeldes a toda mudanza. La discreción privada y pública recibió un golpe de muerte; las ideas más conservadoras buscaban el aura popular, y la falsa piedad, que antes vegetó en recintos obscuros, se hizo callejera. Obedeciendo al prurito social de libertad, gimnasia y ventilación, la sagaz Domiciana iba prendiendo de casa en casa el hilo de sus intrigas. Creíase destinada por Dios a recoger la grey cristiana dispersa, y a establecer contacto y acuerdo entre los españoles crédulos que del nuevo Recaredo Carlos VII esperaban la salvación.

Con estos y otros artilugios, la triada iba —59→ calentando el horno de la fe, lo que no era difícil aun en tiempos tan impíos. Organizaba pomposas funciones de desagravios, solemnísimos Triduos y Novenas, recaudando de casa en casa gotas de cera para un grande cirio pascual. Pedían asimismo para socorrer a emigrados católicos que ojalateaban en Bayona o en Perpignan, y últimamente acudían al bolso de las personas ricas para obsequiar con esplendidez pontificia al Santo Padre en celebración de su dogmática infalibilidad.

No era todo venturas en los tientos que las andariegas daban a la caridad o a la vanidad de las familias madrileñas, y si de algunas casas salían bien satisfechas, con carne entre las uñas, en otras, las menos, o eran recibidas agriamente, o tenían que retirarse aprisa con las manos en la cabeza. Uno de los más feos desaires recibió la Triple Hécate en casa de Lucila (calle de Segovia).

Con cierto temor mezclado de confusión, así lo contaba Vicente: «Iban sin duda equivocadas, desconociendo quien vivía en nuestra casa... Entraron las tres. Salió mi madre al recibimiento antes que pasaran a la sala. La Domiciana, grandullona y altiva, se turbó al ver a mi madre... Mi madre la miró como dudando si era o no era persona conocida. La feróstica quiso recobrarse de su asombro; le costó trabajo echar una sonrisa y estas palabras: «Lucila, ya no me conoces?...». Mi madre, sin esperar mas razones, puso la cara trágica... Cuando mi —60→ madre se pone la careta de Melpómene... se acabó... trapatiesta segura... Pues me cogió del brazo, como amparándose de mí, y con fiereza me dijo: «Vicente, echa de casa a esas mujeres». Yo me adelanté... Oída por ellas la intimación, la Domiciana soltó una risilla desdeñosa y se dirigió a la puerta rezongando así: «Pues no es poco tonta tu mamá. Abur... Que se alivie...». Cogieron la escalera más que deprisa... Pues en todo aquel día no se quitó mi madre la cara trágica. A las interrogaciones que le hicimos mis hermanos y yo, respondía vagamente... ¿Tú qué piensas de esto?

-Yo no sé más -replicó Bravo-, sino que esa Domiciana es un demonio que no se espanta de las cruces... como que las lleva siempre consigo... Es mala de veras... Quizás tenga tu madre, en sus cuentas atrasadas, alguna partida serrana de esa estantigua... Si tu madre no te lo ha dicho, guárdate de preguntárselo».

No se habló más del asunto. Tres días después, hallándose una tarde en Madrid y en lo alto de la calle de Fuencarral, acompañados del Carbonerín y de Emigdio Santamaría, vieron pasar a la triada. Bromearon los cuatro amigos acerca del apodo que debían aplicar a las damas callejeras, y discutiendo si las llamarían las Parcas o las Euménides, Carbonerín se decidió por este mote, y lo corrompió al instante con su lengua inculta y graciosa. Quedaron bautizadas con el nombre de las ecuménicas.

—61→

Las negras damas pedigüeñas habían salido del Hospicio. Tras ellas anduvieron un rato los cuatro federales. Carbonerín propuso que, si ellas se corrían más allá de la Era del Mico, debían seguirlas y apedrearlas. Pero las postulantes se metieron en un palacete que hacía esquina a la calle del Divino Pastor, con jardín cerrado por elegante verja curva. «Esta es la casa de Fermín Lasala -dijo Santamaría-, y aquí vive Montpensier, el pobre Duque derrotado en las elecciones de Oviedo. Pretende la corona y no ha podido alcanzar el acta de diputado». Viendo entrar a las pécoras, todos a una dieron por seguro que iban a pedir dinero a Montpensier para ayuda de sus embelecos mojigatos. A este propósito contó Halconero lo que días antes había oído de boca de uno de los dependientes del librero Durán. De vez en cuando entraba el Duque en la tendilla de la Carrera de San Jerónimo a comprar alguna obra de Historia Contemporánea, o de estudios graves de Economía Política. Le mostraban lo mejor que había, y su primera palabra, hojeando los volúmenes, era ¿Combien?... De la repetición de esta muletilla vino el que le pusieran el nombre de Monsieur Combien. Comprara —62→ o no, siempre iba por delante la pregunta del precio.

«Pues a este Monsieur Combien -dijo Santamaría-, me parece que le van a poner las peras a cuarto muy pronto».

«¿Quién, cómo, cuándo?». A estas preguntas no quiso Santamaría responder concretamente. Dijo que tenía que ver al Infante don Enrique, y que si los amigos pensaban seguir paseando hacia Chamberí, no les acompañaría. Los otros declararon que eran vagos políticos, que ni como milicianos ni como patriotas libres tenían nada que hacer en aquella ocasión. Lo mismo divagaban por el Norte que por el Sur. Barruntando que Santamaría pudiera contarles algo nuevo, de picante actualidad, determinaron ir con él hasta dejarle en la Costanilla de los Ángeles, y en la puerta misma de la morada del único Borbón residente en España.

Parecía el buen don Emigdio poco seguro de sí mismo, preocupado, vacilante, dudoso. Bajando por la calle Ancha, a ratos se adelantaba como si tuviera prisa, a ratos quedaba retrasado sin hacer caso de sus amigos... Uno de estos propuso ir a pasar el rato al cafetín de la Plaza de Santo Domingo, llamado de Lepanto, donde tenía su asiento una tertulia federal de las más ardorosas. Allá se fueron, y al llegar a la puerta del café se despidió Emigdio Santamaría de sus compañeros diciendo secamente: «Vuelvo». Los amigos entraron, dirigiéndose a las mesas de la izquierda. En —63→ ellas rebullían grupos de gente ociosa, zumbante, fumante, embriagada por el espíritu y el vaho de ideales risueños. El local era de los más típicos: columnas prismáticas de madera sostenían el ahumado techo; el mostrador, el cafetero, los mozos, el echador, las mesas, el gato, el servicio, la jorobadita vendedora de cerillas y periódicos, reproducían con indudable propiedad arqueológica los gloriosos recintos de La Fontana de Oro y Lorenzini.

En las mesas donde se apiñaban los bulliciosos federales, envueltos en irrespirable ambiente de tabaco y disputas, no se hablaba sólo de política. Un capitán del Batallón de Maravillas, y un chico del de Palacio, ambos cubiertos con la gorra colorada, embobaban a los compañeros refiriendo sus triunfos amorosos. El de Maravillas tenía por teatro de sus conquistas La Novedad (bailes de Capellanes), y otro saltó diciendo que para mujerío hasta allí y conquistas rápidas no había nada como La Azucena Madrileña, Carrera de San Francisco... En la caterva hirviente del cafetucho había también hombres estudiosos y jóvenes formales que alternaban con los demás por la común exaltación federalista. Halconero se arrimó a un tal Segismundo García Fajardo, hombre muy listo y de fácil palabra, sobrino del Marqués de Beramendi. Había comenzado su vida política alistándose en la Unión Liberal; al estallar la Revolución del 68 se pasó a los demócratas de Rivero; poco después, —64→ por no sabemos qué piques o despechos, dio un salto tan grande que fue a caer junto a don Carlos; del carlismo se vino a la República, y seducido por las doctrinas de Pi, abrazó el Federalismo con fervor delirante. Respetando sus inconsecuencias, Halconero le admiraba por la agilidad de su ingenio y por su verbo rico, seductor.

En la mesa próxima, un federal vetusto, de abolengo progresista, lobo de barricadas curtido por los huracanes revolucionarios, hablaba del ciudadano Emigdio Santamaría, que minutos antes se separó de sus amigos en la puerta del café. No fue benévolo el tal en los comentarios que hizo del ausente y de su conducta en la vencida insurrección federal. En Octubre del año anterior salió de Madrid para Levante. Iban en el mismo tren Froilán Carvajal, Rodríguez Solís, Bertomeu, Palloc y otros. Con Antoñete Gálvez se corrió hacia Orihuela y Murcia, dejando en Alicante a sus compañeros. Estos sublevaron muchos pueblos de la provincia; se batieron con los pandorgos, que así llamaban a los monárquicos por allá; fueron vencidos... la tropa les dio caza, les abrasó... Al pobrecito Froilán nos le fusilaron... los demás se escondieron, volaron... En el extranjero esperaban un indulto... Pues Santamaría, después de andar en el fregado de Murcia sin hacer cosa de provecho, se vino acá tranquilamente y le dijo a Prim: «Don Juan, yo no he sido... Don Juan, yo no estuve en Murcia; yo soy —65→ hombre de orden... yo no he tenido arte ni parte en esas locuras...». Y con su poco de coartada y otro poco de sanfasón, ahí le tenéis tan campante...».

Empezaban el Carbonerín y Bravo a defender a Santamaría, ponderando su valor, su honradez republicana, cuando entró el aludido, tomando asiento en medio de la pandilla. Saltó la conversación a un punto interesante sugerido por la presencia del amigo que acababa de llegar. «Oiga, ciudadano don Emigdio -gritó un sujeto de bronca voz, echándola desde el extremo de la mesa más distante, como un proyectil parabólico-, aunque usted guarda una reserva, como aquel que dice, diplomática, ¡ajo!... no se nos oculta que podrá confirmar lo que por ahí corre tocante a los planes, ¡ajo! del Infante don Roque, digo, don Enrique.

-No sé nada... todo lo que se dice es música, amigo Tablares -replicó Santamaría apartando de la boca del vaso el platillo con los terrones de azúcar, para que el echador le sirviera-. El Infante es un caballero, es un liberal de toda la vida; pero su nombre y posición excepcional le prohíben adoptar actitudes demasiado activas...

-Se ha dicho, y yo lo creo -indicó el Carbonerín-, que don Enrique Borbón, sin de, ¡fuera ringorrangos! abraza el Federalismo con todas sus consecuencias, y está preparando el manifiesto que ha de dar a la Nación.

-No crean eso... El Infante es liberal, —66→ muy liberal y muy caballero; pero debe apartar su nombre y su jerarquía de las luchas candentes -dijo Emigdio, quemándose los labios con los primeros sorbos del café, tan caliente como la opinión».

Pausa breve, con maleantes murmullos de incredulidad... Era Santamaría un perfecto modelo del tipo arábigo levantino. Si vistiera chilaba o albornoz, podría creerse que acababa de llegar de la Meca. Nació en Elche, oasis que los genios islamitas transportaron de las faldas del Atlas. Le destetaron con dátiles, y desde su tierna infancia aprendió el Korán de la Libertad, que luego fue ardiente Federalismo. Su color moreno aceitunado, su barba negra partida, sus labios gruesos, de un rojo ahumado, hacían creer a la gente que el simpático Profeta se paseaba por estos mundos vestido de español del siglo XIX.

Rompió el silencio Segismundo García con una observación que denotaba su sentido político y su conocimiento de la historia contemporánea. «Me escamo mucho, señores -decía cautivando con sus primeras palabras la atención del auditorio-; me ponen en ascuas estos príncipes de sangre Real que se enamoran locamente de la República. ¿No os dice nada el ejemplo de Luis Napoleón? Ese hombre ladino y falso se declaró partidario ardiente de la forma de gobierno que más odian los reyes y los tiranos. Coqueteó con ella, le hizo la rueda hasta calzarse la presidencia; y apenas apagado el —67→ eco de sus juramentos, empezó a conspirar contra la institución sacrosanta... y ya sabéis lo demás... Con un plebiscito amañado se burló de Francia y de los franceses, y les puso la albarda del Imperio... Amigos, ojo a los príncipes que se prendan de nuestra República y la encuentran preciosa, monísima...».

Una voz de bronce, al otro extremo de la pandilla, gritó: «No queremos Borbones en casa... no queremos República con pachulí... no, no... Fuera demócratas de sangre Real, aunque nos digan que vienen con buen fin... Besugo, te veo el ojo claro...». Andese con tiento, el titulado Infante, y no juegue con nuestra Federal, que es doncella pulida y no admite chicoleos ni tentarujas. Borbón, a tus zapatos; zapatero, a tu monarquía... Haz las paces con tu cuñada la Isabelona, y no enredes aquí, pues ni con plebecito ni sin plebecito te tragaremos... He dicho».

Protestó Santamaría buscando apoyo en la mirada de Halconero y de Segismundo, los más ilustraditos de la reunión, limitándose a repetir que don Enrique no quería más que la felicidad de España; que era un espejo de caballeros, hombre puro, limpio de ambición, con otros discretos razonamientos... A pesar de la réplica del buen Emigdio, siguieron los demás picoteando en aquel tema, hasta que les llevó a otros más risueños el voluble giro de la conversación.

El que menos hablaba era Vicente, que se sentía descentrado en aquella sociedad. —68→ Ni sabía cómo alternar en las ardorosas disputas, ni hallaba modo de cortar y despedirse airosamente. La superioridad de su entendimiento, su timidez y delicadeza le tuvieron un buen rato abstraído, y como ausente, en espíritu, del bullicioso cotarro. Soltando las alas a su imaginación, volaba muy lejos, y a sus oídos, físicamente ligados al torbellino del café, llegaban cláusulas dispersas. Oyó que un miliciano de colorada gorra leía trozos de un folleto muy celebrado en aquellos días, Los neos en calzoncillos, de Funes y Lustonó. Las carcajadas que coreaban la lectura interrumpían el libre pensamiento del joven soñador. Oyó también que hablaban de La Carmañola, comedia estrenada en Lope de Rueda, noches antes, con estrepitosa ira del público; a su cerebro llegó alguna palabra referente a las bravatas de los carlistas, a las disensiones que por apreturas económicas estallaron en la familia Real proscrita...

Nada de esto podía interesarle, ni lo que después dijeron de teatros y diversiones. Como se había echado encima la tediosa Cuaresma, los bailes de Piñata cerraron el ciclo coreográfico, y de amenos galanteos y conquistillas; pero en cambio tuvo el vago público en Lope de Rueda un drama sacro-bíblico tradicional, Los siete dolores de María, dividido en pasos, cada uno con decoración espléndida, lujoso vestuario y guardarropía... Había coros, comparsas; salían judíos y cristianos, los doce Apóstoles, las —69→ tres Marías, y en la final apoteosis, angelitos de ambos sexos y lindas muchachas que cantaban aleluyas... ¡Gloria in excelsis Deo, y Viva la República Federal!

Pasado un lapso de tiempo inapreciable (como toda fracción de tiempo perdido), y disuelta la tertulia, Halconero bajaba por la Costanilla de los Ángeles llevando a su lado a Segismundo García Fajardo; delante iban Bravo y Santamaría, el cual, después de secretearse un instante con su amigo, entró en la casa del Infante. Siguieron los tres por la calle del Arenal. Enrique encontró a su amigo Felipe Ducazcal y se fue con él; Segismundo se metió en San Ginés, donde, según dijo, ojeaba una conquista... ya le contaría... caza mayor... una hermosa res de las que corren a la querencia del coto eclesiástico, y en él había que perseguirla y cobrarla.

Despidiéronse a la entrada del patio, y Vicente se alegró de encontrarse solo. Cabizbajo marchó a su casa, condoliéndose de que en su alma no encontraba calor nada de lo que en derredor suyo veía. La política callejera le hastiaba cada día más. Amaba al pueblo; pero no había sabido ponerse a tono con él, ni logró tampoco armonizar con las —70→ pasiones populares la ciencia extraída de los libros. El clamoreo de los clubs, la gárrula y ociosa charla de cafés y cafetines, que un día le divirtieron, ya le fatigaban. Veíase metido en el charco de las ranas pidiendo libertad, y la algarabía de aquellos batracios le resultó más molesta y jaquecosa que la de los que pedían un rey, siquier fuese de palo. Diariamente veía crecer Halconero el vacío que en su existencia dejó la muerte de Fernanda; vacío de sentimientos no más, pues las ideas abundaban y crecían con extrañas ramificaciones.

En su casa no hallaba medio de abrigarse contra el frío espiritual, porque su madre, que era para él único foco de calor, continuaba en Carabanchel entretenida con el abuelo en sus trabajitos de avicultura y de jardinería potajera. Con sus hermanos pequeños Manolo y Bonifacia se entretuvo el resto de la tarde; comió con su padrastro don Ángel, que si bien excelente persona, era un buen bloque de hielo espiritual, y al fin se recogió en la soledad plácida y casi religiosa de su aposento, donde le hacían dulce compañía la lectura y la meditación. Muchos días antes de lo que ahora se narra Vicente había encerrado en una gaveta de su mesa aquel Diario en que anotar solía, por Enero, impresiones varias y cuenta corriente de sucesos públicos y privados. El rayado libro yacía en el cajón, como Fernanda en su nicho; pero de pronto se le antojó al caballero inhumarlo, y llenando con —71→ largas cruces el espacio correspondiente a las fechas en claro, reanudó sus apuntes con casos de pura psicología, rápidas notas del estado de su ánimo. Véase la muestra.

« 4 de Marzo.- Yo me siento aristócrata... ¿Y en qué te fundarías tú, Vicente Halconero y Ansúrez, para justificar ese sentimiento? En ninguna ley de sangre. Ni por la línea paterna ni por la materna me salen próceres ni caballeros. Mi padre fue labrador, de gloriosa dinastía de destripaterrones. Por su belleza, puede mi madre suponerse descendiente de los dioses del Olimpo; pero en el árbol de su linaje no aparecen héroes castellanos. Plebeyo soy, según lo que reza mi fe de bautismo. Y, sin embargo, tengo a mi padre por noble.

Mucho he pensado en esto ayer y hoy... Buscando mis ejecutorias, digo y sostengo que no hay en el mundo ademán más noble que el de mi abuelo Jerónimo Ansúrez. ¿Quién le iguala en la dicción castiza, quién le aventaja en las actitudes de gran señor? O mi abuelo es un prócer disfrazado de villano, o los villanos de antigua cepa labradora, del tipo del Alcalde de Zalamea, son los verdaderos fundadores de razas nobles. Esto me induce a estampar aquí un disparate, que entrego a mi propio paradojismo para sacar de él una gran verdad: La aristocracia es la agricultura.

5 de Marzo.- Poetas y dramaturgos me han enseñado el amor al pueblo. Yo amo al pueblo... en principio. Pero viéndome en —72→ contacto con las multitudes bullangueras y sudorosas, me han nacido estos instintos aristocráticos. Son ellos más fuertes que yo, y van invadiéndome poco a poco. Me sucede una cosa muy rara: soy más tímido ante el Carbonerín que ante cualquier persona de mayor categoría social. Envidio la acción de Felipe, y me figuro que también él siente algo de aristocrático rebullicio dentro de sí. No sé por qué me figuro que Carbonerín ama al pueblo... en principio. Sin rebozo alguno y confiado en el secreto de este Diario, estampo aquí mi pensamiento: Ven pronto, Dictadura.

8 de Marzo.- Me agradaría mucho conocer y tratar al Infante don Enrique. Veré si Santamaría quiere llevarme a su casa, presentarme... Los individuos de estirpe real y de dinastía destronada, ¿cómo son, qué piensan, qué dicen? Este ilustre señor permanece en España privado de toda distinción jerárquica; se llama demócrata, y si no lo es, hace cuanto puede por parecerlo. Además, es pobre: ¿qué mayor diploma de democracia que la pobreza? Su familia, que en la proscripción harto hace con atender a sí misma, le abandona, por no decir que le desprecia. Su hermano don Francisco, que le pagaba la casa de la Costanilla, hogaño tiene que cuidarse de pagar la propia en París...

Los resquemores del Infante datan de los días ya lejanos en que se consumó el enorme desacierto de las Bodas Reales... Así lo —73→ dicen los que conocen el asunto y han sido testigos de la creciente inquietud de este descontentadizo nieto de Carlos IV... Sólo de vista conozco al Infante. Se parece a don Francisco de Asís; pero el rostro de don Enrique es más varonil que el de su hermano. La frente y el cabello rizoso les dan semejanza... Lo demás del rostro indica en don Enrique un vivir de fatigas y aun de pasiones que no advertimos en el mirar inexpresivo y cuajado del esposo de doña Isabel... Una tarde, estando yo en la tienda de Prast, calle del Arenal, vi salir al Infante con un paquetito de dulces o pasteles que debían de ser para sus niños. Vestía con decencia un tanto estropeada y en uso cuidadoso. Al verle me dije: ' Adiós, sombra de Borbón, errabunda en los círculos del Infierno Revolucionario...'. Para mí solo escribo estas tonterías. No creo que el Infante dé que hablar a la Historia».

A la siguiente noche, don Ángel Cordero, que había cenado fuera de casa con sus amigos Barca y el Marqués de Santa Cruz de Aguirre, furibundos montpensieristas, entró poseído de grande enojo, que manifestaba con temblor de manos y pataleo semejante al de los chiquillos contrariados en sus travesuras. No satisfecho con desahogar a solas su rabietina, se lanzó a profanar la soledad de Vicente, que con sus lecturas y su Diario se entretenía como un estudiantón traga-libros. Entró, pues, rezongando en la leonera, y con el ademán resuelto y la —74→ voz tartajosa le sacó para llevarle a su despacho.

«Ven acá, hijo, para que te enteres de este papelucho... de esta infamia, por no decir canallada indecente...». La voz del buen señor se volvió lúgubre y remedaba el escucha y tiembla que en toda tragedia se oye como anuncio de un terrible relato. «¿Qué es esto?» -dijo Vicente cogiendo de la mano trémula el arrugado papel y pasando por él sus ojos. «Dudo que la indignación te deje leerlo hasta el fin -indicó don Ángel-. Dámelo... yo te leeré los trozos más desvergonzados para que veas a qué extremo llegan el cinismo y la grosería de ese desgraciado Príncipe. Tú dirás, como digo yo, que el que esto ha escrito está más loco que todos los huéspedes de Leganés. Sólo así se concibe que un magnate... que un individuo de sangre Real se produzca... es lo que digo... se produzca como suele producirse la plebe de los barrios bajos... Lee... no... dame... yo leeré el manifiesto que ha echado a las calles el titulado Infante... Atiende... escucha; reprime tu repugnancia: 'Cumple a mi honor romper el silencio, etc...'. En este párrafo se revuelve contra los que le acusan de hallarse acobardado ante el señor Duque, o en tratos sumisos con él... Luego... verás... se burla de los que piensan que Antonio I será coronado por don Juan Prim... y en el siguiente párrafo estampa estas ignominias: 'No hay causa, dificultad, intriga ni violencia que entibien el hondo desprecio —75→ que me inspira su persona, sentimiento justísimo que por su truhanería política experimenta todo buen español...'.

-Fuertecillo viene el hombre -dijo Vicente más risueño que indignado-. Esas querellas que entre ciudadanos del montón no pasan de Juan y Manuela, entre Príncipes adquieren tal resonancia, que bien puede meter el cuezo en ellas la trompetera Clío.

-Para mí, lo más indigno es lo que voy a leerte: 'Este Príncipe, tan taimado como el jesuitismo de sus abuelos, cuya conducta infame tan claramente describe la Historia de Francia, habría sido proclamado Rey en las aguas de Cádiz si un ilustre compañero mío de Marina no se negase a manchar su uniforme indisciplinándose por Montpensier...'. Si lo dice por Topete, miente el bellaco, pues Topete no proclamó a la Infanta, porque Prim ¡ay! le ganó la acción echando por delante la Soberanía Nacional y diciendo a Topete (él mismo me lo ha contado): 'Luego se verá... Que la Nación decida'. Y la Nación no ha dicho todavía que sí ni que no... Este papelucho habla del dinero montpensierista, dando a entender que habrá diputados que voten al Duque mediante conquibus... No mil veces, Infante loco: le votarán por convicción y patriotismo.

-No se sulfure, don Ángel... y considere que en este juego de la elección de Rey, si no son triunfo las espadas, tal vez lo sean los oros».

—76→

Tan desconcertado y nerviosillo estaba el buen Cordero, que sus manos no tenían sosiego. Quitábase el lindo gorro, lo amasaba entre sus dedos hasta dejarlo como una pelota, y después lo desenvolvía para coronar de nuevo con él su prestigiosa calva... El papel difamatorio pasó de las manos de don Ángel a las de Vicente, que siguió leyendo: «¡Dicen los mercenarios que Montpensier es un ser perfecto, y el iris de paz y el Dios de bondad!... Por eso cuanta sangre se ha derramado, y tal vez se derrame antes de su completa desaparición, cae sobre su cabeza de pretendiente... El liberalismo de Montpensier, conducido por la fiebre de hacerse Rey, es tan interesado, que se merece la terrible lección que de cuando en cuando impone la justicia de las naciones indignadas».

-Más adelante verás sus ridículos alardes de patriotismo. Gibraltar le entristece... los héroes del 2 de Mayo le entusiasman. Mentira, fatuidad... Sigue...».

Vicente leyó: «En 1808, cuando mi padre provocaba el levantamiento del valiente pueblo de Madrid, era la invasión armada contra nuestra patria, y hoy es la invasión hipócrita, jesuítica y sobornadora, de los orleanistas contra nuestro país, tan cansado, tan desilusionado y tan ametrallado por los gobiernos...». Luego daba el Manifiesto su nota detonante con la bomba final: «Montpensier representa el nudo de la conspiración orleanista contra el emperador Napoleón —77→ III, conspiración en que entraron ciertos españoles de señalada clase. Pero que sepan esos conspiradores de Francia y España que, caída la dinastía imperial, no la heredarán los Orleans, sino Rochefort, o lo que es lo mismo, la República Francesa... Y sepan también que en España el esclarecido Espartero es el hombre de prestigio y el objeto de la veneración nacional, y de ninguna manera el hinchado pastelero francés...».

Así terminaba la rencorosa diatriba del de Borbón contra el de Orleans. Inquieto y medroso, don Ángel Cordero concretó sus recelos en esta forma: «Pienso, querido Vicente, que los propósitos de ese infernal don Enrique no se limitan al escándalo. Lo que has leído es una provocación, un reto para llevar al Duque a un lance de los llamados de honor... Se le insulta, se le induce a volver por su dignidad, le obligan a batirse, y pim, pum, le matan... ¡Qué manera tan sencilla de resolver la cuestión de interinidad! Al Rey más calificado, ¿te enteras? más grato a la opinión, se le quita de en medio con un poco de farándula caballeresca y un mucho de alevosía... y ¡viva la Pepa!... La Pepa es la republiquilla federal... Pero... lo que yo digo: podría suceder que les saliera la criada respondona. ¿Has oído tú que el don Enrique es un gran tirador?

-Nunca oí tal cosa -replicó Vicente-; pero bien podría ser verdad, que el juego de —78→ las armas fue siempre arte de príncipes... ¿Cree usted, don Ángel, que esta querella entre el Orleans y el Borbón acabará en desafío?

-No, hijo, no. Sería lamentable, pues por mucho que igualen los odios, Montpensier, llamado a ser nuestro soberano, no debe rebajarse...».

Y midiendo la estancia con paso de tendero meditabundo, remató su pensamiento con estas sesudas razones: «Don Antonio debe apuntar a su enemigo con el arma del desprecio... Buen tirador de desdenes es el Duque, que el año pasado, cuando don Enrique le insultó llamándole naranjero y volcando sobre él todo el diccionario de las verduleras, no tuvo más respuesta que un silencio verdaderamente augusto. Hoy, sin embargo, podría suceder que, fueran las cosas por otro camino... En confianza te diré que ayer y hoy han menudeado ciertas embajadas entre el caserón de la Costanilla y el palacio de Fermín Lasala... Iban y venían mensajeros del honor... ¡qué guasa!... ese moro barbudo... ¿cómo se llama? ¿Emilio, Remigio...?

-Emigdio Santamaría.

-Y el otro barbudo sevillano, médico y federal, Federico Rubio... De otra parte los generales Córdova y Alaminos... No sé, no sé lo que traman... No he podido enterarme bien; pero se me antoja que la caballería andante ha tomado cartas en el asunto... Para mí que el don Enrique cantará el yo —79→ pecador con tal que le socorran de garbanzos y panecillos... Es triste cosa para los que creemos en la dignidad de las casas Reales... Pero a nadie más que a sí mismo debe culpar el Infante de haber venido tan a menos. Él es su propio enemigo; él se ha hundido, se ha encenagado en sus propios desaciertos y locuras... Yo digo que quien busca el escándalo, en él perece... Es tarde, Vicente; acostémonos... Y para concluir: nuestra vivienda está tristísima sin tu madre... diré más, está muy fría. Tu madre es el calor. Harás un bien a toda la familia si te vas a Carabanchel y la convences de que es hora de venir a darnos su abrigo. Y no hablo yo precisamente del calor físico, sino del calor doméstico... No ha de ser todo el cariño para los polluelos... Que venga, que venga y medraremos todos... Nuestro nido está helado... Cada cual, según su estado propio, echa de menos las plumas de la madre, de la... En fin, hijo, que duermas mejor que yo... Vete y tráela, para que termine nuestra desaborida soledad».

Con estas dulces quejas, retirose el buen Cordero a la matrimonial alcoba, y no tardó en estirarse en su lecho, cuyas frías anchuras no eran por entonces vergel, sino páramo desolado... Obediente a su padre político, el chico de Halconero se fue temprano a Carabanchel, y encontró a Lucila tan embelesada en la crianza de las nuevas generaciones gallinescas, que le fue penoso convencerla de que los hijos del hombre y el —80→ hombre mismo tenían mayor derecho a su maternal asistencia. Horas dulcísimas pasaba la celtíbera en el entretenido enredo de prestar el primer socorro a los que salían del cascarón, y en alimentar a los que ya sabían comer, ya echaban sus traguitos de agua elevando al cielo los tiernos picos, y habían aprendido el lindo juego de escarbar la tierra para buscar comida. Luego ponía Lucila todo su cuidado en rodearles de precauciones contra la humedad y contra ruines animalejos.

La casa patética, donde expiró el Lucero de la tarde, hallábase aún desalquilada, coyuntura que aprovechó Vicente para renovar y espaciar sus melancolías en la huerta solitaria, empapándose en el dolor con deleite romántico y místico. La noche pasó en ensueños medio sentimentales, medio literarios, interrumpidos por insomnios en que recobraba su imperio la realidad. Era como un poema en verso con metódicos comentarios en prosa. Muy de mañana, antes de la hora en que solía dejar el lecho, entró su madre a llamarle con apremio. «Hijo, levántate: ahí está Enrique Bravo. Viene a buscarte. Le he preguntado que a dónde vais, y me ha respondido con esta tontería: «Que se levante y se vista pronto; vamos a ver la Historia de España».

Saltó Vicente de la cama y aprisa se vistió. Faltaba un cuarto para las nueve cuando los dos amigos salían a la calle y de la calle al campo. Enrique le dijo que la Historia —81→ de España que iban a ver podría resultar una página trascendente o un renglón burlesco, según el humor que en aquel día tuviera el Destino, árbitro de la existencia de los hombres y de los pueblos. Y Vicente replicó así: «El toque está en que madama Clío se ponga el coturno de dorados tacones, o las chinelas de orillo, en que traiga el péplum o una bata de tartán a cuadros blancos y negros».

Lenguaje más positivo habló Enrique diciendo: «Aunque se quiere guardar secreto, yo he sonsacado la confianza de Santamaría... Démonos prisa. Soy amigo de un teniente, subalterno del comandante de la Escuela de Tiro, y espero que podremos meter el hocico y ver de cerca la función... El programa es magnífico... A diez metros avanzando... Pistola, y condiciones verdaderamente trágicas. Falta que los actores correspondan al interés y a la pasión que se ha querido poner en la obra...». A campo traviesa anduvieron los dos amigos largo trecho en dirección del arroyo de Luche, y cuando se hallaban a corta distancia de la carretera de Extremadura vieron que por esta venía un coche de dos caballos... detrás otro... luego simones... «Aquí están... Son los héroes del día, los sacerdotes de la Historia, acompañados de sus acólitos; van a oficiar... van a celebrar la misa en la mesa o ara del Destino. Adelante, Vicentillo, y tratemos de colarnos en el templo... ¡Hermoso día para una fiesta en honor del Honor!...

—82→

-Yo tengo mis dudas, Enrique. En mi corazón se balancea un péndulo doloroso... ¿Resultará Historia o gacetilla?

Vieron los amigos que los coches paraban en el lugar llamado Portazgo de Alcorcón, y que de ellos descendían caballeros que, unos tras otros, tiraron a pie hacia la derecha. Vicente y Bravo apresuraron el paso, carretera adelante, para tomarles las vueltas. Largo trecho anduvieron, sin poder penetrar en el coto militar: aquí encontraban cierre de alambres, allí un soldado que les cortaba el paso. Por fin Bravo, adelantándose a su amigo, logró la condescendencia de un oficial, que permitió la entrada con tal que observasen exquisita discreción, permaneciendo lejos del sitio del lance... Admitidos en el vedado, los dos jóvenes hubieron de caminar a la ventura, procurando orientarse. El terreno era extenso, ondulado, con pabellones y casetas aquí y allá, raso de arboledas, resplandeciente de luz vivísima y batido por aires matinales de picante frescura.

Aturdido del vago correr en distintas direcciones, y deslumbrado por la luz, Halconero sentía el cansancio precursor del aburrimiento. Llegó con su amigo a un lugar —83→ donde vieron un alto y abultado armatoste, formado con vigas y planchas de hierro: era el blanco del tiro de cañón, enorme pantalla que les permitió parapetar su curiosidad en acecho de la comedia o tragedia que se preparaba. Al amparo de aquel biombo robusto, abollado por los proyectiles, se tumbaron en el suelo boca abajo, postura de lagartijas con que fácilmente ocultaban sus personas, y en tal situación divisaron a los caballeros que en dos grupos avanzaban y retrocedían, como escogiendo lugar adecuado para la justa. Contaron unas diez personas: los dos adalides, tres padrinos para cada uno, y otros dos, que debían de ser médicos. Tanto se aproximaron algunos, que Halconero vio brillar los lentes de Montpensier. La preparación del duelo se efectuaba con exactitud parsimoniosa, semejante a las ceremonias litúrgicas.

«Tú no te has visto en estos lances, y desconoces la escrupulosidad con que se disponen -dijo Bravo al hijo de Lucila-. Yo he tenido tres, y en los tres acabamos con abrazo y almuerzo. Lo que importa es aparentar valor, sobreponer al peligro la idea de quedar bien, y ser caballeresco desde el principio al fin. ¿Ves? Ahora, después de elegir terreno, se cuidan de que ninguno de los combatientes reciba de cara los rayos del sol. Uno de ellos tendrá el sol a su derecha, el otro a su izquierda... Inmediatamente medirán la distancia. Ya lo ves: miden nueve o diez metros con una cinta; luego echarán —84→ suertes para designar quién ha de tirar primero... Se sorteará también el punto que cada cual debe ocupar en los extremos de la línea. La rifa de vida o muerte va despacio, como ves, y los que han de batirse hacen de tripas corazón, mostrando una impavidez fría, etiqueta obligada de estos encuentros en la puerta de la Eternidad, que las más veces suele ser la puertecita de una fonda».

Por la distancia que de estos trámites le separaba y por la extrañeza de ellos, Halconero los veía como actos y figuras de ensueño, y su atención se iba de la humana realidad a las líneas y colores del paisaje. Frente a sí, más allá del lugar de la liza, vio una caseta roja, otros mamparones que servían de blanco al tiro de fusil, y detrás, manchas verdosas de jara, las curvas del terreno acentuadas por la viva luz, y a lo lejos la torre de Húmera... El azul de la Sierra, con toques de nieve, embelesó sus ojos por un momento, y los habría embelesado más si Bravo no le trajese a la realidad inmediata diciéndole:

«Mira: ya están los caballeros de Orleans y Borbón cada uno en su puesto. El primero a nuestra izquierda, el otro a esta otra parte. Fíjate... Parecen estatuas. Ambos están serenos... con la serenidad del honor... con la vergüenza caballeresca, que es lo mismo que la torera, pongo por caso... Ninguno de ellos deja ver la procesión que le anda por dentro... Mientras los sacerdotes del Destino permanecen como marmolillos entregados a —85→ la meditación y al cálculo de las probabilidades de vida o muerte, los acólitos se ocupan en cargar las pistolas, operación delicada que realizan metódicamente, devotamente... Las balas son el símbolo del honor... son el criterio, el sí y el no de este tribunal que llamamos Juicio de Dios... Las balas deciden, y tienen siempre razón.

-Serán la razón de la sinrazón -dijo Halconero sin quitar los ojos de los que a distancia del punto de acecho cargaban las pistolas-. Desde aquí distingo las barbas morunas de don Emigdio y las blanquinegras de don Federico Rubio. Parece que han terminado de atacar las razones...

-Y ahora echan suertes para elegir pistola... A cada uno le llevan la suya... Se retiran los padrinos a distancia prudente... Las actitudes indican que se ha dado ya la voz: ¡atención!...

-Ya están los adversarios en manos de la Fatalidad.

-Ya están en guardia... los distingo claramente... el brazo derecho doblado, la pistola a la altura de la cara, con el cañón apuntando al cielo... Han alzado el cuello de la levita para ocultar el de la camisa, que hace blanco con su blancura.

-Ya los segundos se alargan... La Fatalidad se hace esperar... la esfinge retrasa su fallo, y dice voy, voy, sin venir nunca. ¿Pero cuándo tiran, cuándo se matan? Si tiraran a un tiempo y se matasen los dos, sería —86→ lindo término de esta expectación angustiosa... y...».

Disparó el Infante, disparó luego Montpensier, y ambos quedaron ilesos. Los padrinos cargaron de nuevo las pistolas y discutieron, probablemente sobre la supresión del avance después de cada doble disparo... «La función es harto pesada -dijo Vicente-; los actos brevísimos, los entreactos interminables. A ver, guapos mozos, tiren otra vez, y hagan el favor de hacer blanco». Y Bravo opinó que el lance llevaba trazas de inofensividad estudiada o fortuita, para concluir sin víctima y sin vencedor, con el solo triunfo del honor en el concepto condecorativo y de social etiqueta... Al disparar los rivales por segunda vez, acudieron los padrinos al Infante, creyéndole herido. Sin duda no fue nada, porque se procedió a cargar nuevamente. «Esto va para largo», dijo Bravo. Y Halconero: «A la tercera va la vencida. Veo la Fatalidad arrugando el ceño...». Y el otro: «Yo veo en su boca una muequecilla conciliadora. Desengáñate. Habrá vida y honor para todos». Por un rato de duración inapreciable, siguieron comentando el lance prolijo, y cuando sus palabras pasaban resueltamente del tono serio y expectante al de las bromas, oyeron el tercer disparo del Borbón... y al sonar el de Montpensier, ¡ay! vieron a don Enrique girar con rápido quiebro y voltereta, y caer de un lado... Al rebotar en el suelo, quedó el cuerpo en posición supina.

—87→

Con excepción del caballero de Orleans, que impávido, tal vez temeroso, permanecía en su puesto, todos acudieron a examinar al caballero caído... Los amigos intrusos, espoleados por su curiosidad ardiente, metiéronse en el vedado del Juicio de Dios. Si un instante dudaron, pronto les decidió el ver que de la otra parte violaban la clausura diferentes personas, algunas en traje militar. Algo sucedía de gravedad suma. Cuando llegaron al grupo, destacose de él Santamaría, y en su rostro moruno vieron los dos amigos la emoción trágica. «¿Herido el Infante?» murmuró Bravo. Y el levantino respondió que si no estaba muerto, poco le faltaba... Acercose Bravo codeando; mas de tal modo se apiñaban sobre el caído los ansiosos de examinarle, que sólo pudo ver el cuerpo de rodillas abajo... Federico Rubio, que antes que los dos médicos del duelo había podido apreciar la herida del Infante y su respiración estertorosa, se incorporo diciendo: «No hay remedio. Está expirando».

Al propio tiempo volvió Halconero sus miradas hacia Montpensier, la contrafigura del duelo terminado, y vio que un señor, en quien pudo reconocer a Solís, secretario y padrino del Duque, le notificaba el terrible desenlace.

El de Orleans dejó caer sus lentes, que quedaron colgando de la cinta, y mientras los cristales devolvían la luz con picantes reflejos, el caballero vencedor se llevó las manos a la cabeza en ademán de desesperación, —88→ y al aire salieron de su boca palabras doloridas que oyó tan sólo el secretario. O se lamentaba cristianamente de haber matado al primer hermano de su esposa, o lloraba viendo desvanecida en humo su ilusión mayestática 2. Fue al lance tal vez con la idea de hacer ante el público sus pruebas de valentía y de honor caballeresco, guardando las vidas de ambos para un reinado de conciliación, de lavatorio en aguas jordánicas. Pero el Destino le había jugado una mala partida. Él quería comedia, y Melpómene le había cambiado los trastos. Frente a la catástrofe, Montpensier maldecía su suerte, confundiendo en su consternación los motivos políticos y los humanos. Había matado a un individuo de la Familia Real de España, hermano del Rey consorte, cuñado y primo de la Reina, tío del inocente Alfonso. Pero si la bala de Orleans quitó la vida al Infante, la bala de Borbón, perdida en el espacio, se llevó la corona de Isabel, que ya el esposo de Luisa Fernanda creía poder encasquetar en su cabeza. Con brutal humorismo, el Destino retirábase del escenario, dejando tras de sí las sílabas de su carcajada... ja, ja...

Expirante don Enrique, nada tenía que hacer allí Montpensier. Acompañado de dos de sus padrinos y de uno de los del adversario, se volvió a Madrid. Iba el egregio señor verdaderamente consternado. La gloria de triunfador era poca para sofocar el remordimiento de fratricida. Su ambición, —89→ aliada con sus sentimientos humanitarios, había pedido al Destino una victoria incruenta, un éxito de pamplina honorífica para deslumbrar al profano vulgo. Lloraba el nieto de Felipe Igualdad la desfloración de sus ilusiones, y masticando los amargores de un triunfo desgraciado, entró abatidísimo en el palacio de Lasala... Como novio que ha tenido que maltratar al hermano de la novia, suspiraba pensando en el estallido de la opinión al siguiente día, o aquella misma tarde, cuando cundiesen por Madrid las lástimas de la tragedia, y empezase el clamoreo de los que no tienen más oficio que lloriquear por toda víctima y hablar pestes de todo matador.

Pasaron minutos, y los testigos de ambas partes desfilaron mudos y cabizbajos; temían la llegada de la Policía, que desde muy temprano recibió del Gobierno la orden de perseguir a los duelistas... En tanto, de los próximos edículos militares acudían curiosos, y en torno a la víctima se formó un ancho ruedo compasivo y susurrante. Aislado el cuerpo en medio de aquel redondel de mirones, todos podían verle y contemplarle consternados, y el comentario giraba una vez y otra con triste murmullo, por todo el círculo de cabezas. Muchos tenían al Infante por muerto; otros observaban tenues oscilaciones de la vida en su extinción solemne.

El desdichado Borbón tenía la cabeza hundida en la tierra, tal vez por la blandura —90→ del suelo. La mortal herida sangraba en la sien derecha. En la mejilla y en el cuello de la camisa brillaba el rojo de la sangre, que ya invadía el hombro y brazo del mismo lado. El brazo izquierdo, doblado con violencia, desaparecía bajo la espalda; el derecho se extendía rígido, como brazo de cruz; las piernas se abrían; el pie izquierdo aparecía contraído violentamente, con la bota a medio descalzar. En la voltereta que dio el cuerpo, al ser taladrada la masa encefálica por el proyectil, sufrió, sin duda, el pie izquierdo una dislocación formidable... El rostro no se había desfigurado aún, y su expresión mortuoria satisfacía los diferentes gustos de los curiosos. Algunos veían el rencor en el entrecejo fruncido del muerto o moribundo; otros descubrían en sus labios un intento de sonrisa irónica.

Esto vio Halconero, transido de compasión, y cuanto más le consternaba la tragedia, con más ahínco se clavaban en ella sus ojos. Ningún detalle perdía, ningún objeto accesorio se sustrajo a su tenaz observación. La pistola del Infante estaba no lejos de los pies. El sombrero y guantes a la derecha... Llegó el subdelegado de Orden Público, señor Maestre, y su primera disposición, después de reconocer a la víctima y de darla por muerta, fue requerir a los militares para que facilitaran una camilla en que trasladar el cadáver a un local cercano donde se le instalara con algún decoro, y pudiera ser examinado por los médicos forenses.

—91→

Llegaron los camilleros; fue recogido el cadáver, y en marcha se puso la triste procesión hacia la Venta de Retamares. Rodeaban la camilla los de Policía, y detrás formaban acompañamiento los curiosos, gente de pueblo, chiquillos, algunas mujeres que pedían la cabeza del matador. En el cortejo dolorido iban Bravo y Halconero, y este no podía echar de su mente la página histórica, que había visto antes de que pudiera ser escrita. ¿Era el fin de una raza? ¿Con don Enrique morían la dinastía borbónica y su colateral, la rama de Orleans?... ¿Qué giro tomaría el pleito obscuro de la Interinidad?... No recordaba que ningún Príncipe español hubiese muerto en desafío... El duelo resultaba como una democratización de la realeza... Gran resonancia tendría en toda Europa el suceso del 12 de Marzo, aunque el Gobierno español lo desvirtuara con la fabulilla oficial de que don Enrique había muerto probando unas pistolas en el Campo de Tiro. A esta infantil versión contestaría la Iglesia negándose a enterrar en sepultura bendita al pundonoroso y desgraciado Príncipe.

Mientras la Policía cumplía sus deberes en la Venta de Retamares, Bravo intentó convencer a su amigo de que debían abrir un pequeño paréntesis en el duelo, haciendo por la vida... Hasta para llorar y condolernos necesitamos vivir sanamente, y la vida y la salud nos piden alimento. Declaró Bravo su buen apetito, y aunque Vicente se —92→ resistió a descender de golpe desde lo espiritual a lo material, al fin pudo el amigo llevársele a la reparación orgánica. Largo trecho anduvieron por el camino real y fuera de él hasta dar con la Venta de la Rubia, donde un adusto ventero y una Maritornes amable les sirvieron opulenta tortilla con jamón y unas magras carneriles con cartílagos y osamenta, vino peleón, y para postre, blandas y melosas torrijas. Probó de todo Vicente con desgana; devoró Bravo, y luego se volvieron despacito al recinto mortuorio de Retamares.

Yacía el cadáver de don Enrique en desnudo colchón, que sustentaban desiguales tablas sobre dos derrengados bancos. Fláccidas 3 almohadas sostenían la cabeza, que se inclinaba del lado de la herida. La sangre que de esta manaba se iba empapando en un luengo paño, como toalla, que aplicado por un extremo a la sien se extendía hasta medio cuerpo como culebra roja y blanca. El pie izquierdo estaba descalzo, por haberse perdido la bota en el traslado del cuerpo. Entre las rodillas y los pies se veían el sombrero y los guantes... Golpe de gente había en el mísero local. De rodillas junto al muerto rezaba un sacerdote, que era, según después les dijo Santamaría, el capellán de las Descalzas Reales, señor Pulido y Espinosa. Entre los visitantes reconocieron a Luis Blanc, a Montero Telinge, a García López y otros calificados republicanos, que iban a rendir triste homenaje al tataranieto —93→ del Duque de Anjou (Felipe V), tronco del árbol hispano-borbónico.

Los mortales despojos del Príncipe sin ventura evocaban memorias históricas, y ponían de relieve sus lazos de sangre con todas las personas de la familia que había cesado de reinar en Septiembre del 68. Era primo y cuñado de Isabel II; tío carnal del niño Alfonso, que los fieles dinásticos habían traído a que reinara en sus corazones; primo hermano de la esposa de Montpensier, lanzado por la fatalidad a un lamentable fratricidio; primo de Montemolín, de don Juan de Borbón y tío en segundo grado de Carlos VII. Fue desdeñado pretendiente de Isabel, por esta preferido, preferido también por los progresistas; mas rechazado por la Corte y las camarillas reaccionarias. De esta pugna y del desaire resultaron las llagas del corazón, las acritudes de carácter que habían de persistir en el resto de su vida como enfermedad crónica... Fue causa o pretexto de la revolución gallega, que terminó con los fusilamientos del Carral. Halagado por los del Progreso y admitido con júbilo en los senos masónicos, hizo profesión y gestos de liberalismo que disgustaron a su parentela. Sufrió persecuciones, destierros y desdenes, por lo que su impetuoso ánimo se lanzó a más peligrosas inquietudes. Era hidalgo, valiente, liberal, amante de sus hijos, amante del aura popular. Su historia, desde el 46, en que los vientos de la opinión jugaron con —94→ su nombre ilustre, hasta que murió en una tragedia doméstica, fue agitada y borrascosa, vida de rebeldía constante, de querella irreductible entre la realeza y la popularidad... En el Diario de Vicente Halconero descuella esta frase que no carece de sagacidad histórica: «Tempestad que turbaste a la Familia Real de España con ruidos y conmociones de escándalo, así en el trono como en el destierro, ya pasaste para siempre. Yo te vi exhalar el último soplo...».

Volvieron los dos amigos a Carabanchel, donde pasaron juntos la noche. Vicente contó a su madre lo que había visto, esmerándose en la veracidad, bien adornada de los más sutiles pormenores, y poco después anotaba en su cuaderno el sangriento drama del sábado 12 de Marzo. Terminó la velada con el acuerdo de que Lucila volvería con su hijo a Madrid... Y en la siguiente mañana, cuando Bravo y Halconero salieron a buscar coche, toparon de manos a boca, en la carretera, a la menor de las tres damas negras, que el Carbonerín con chunga y solecismo llamaba las ecuménicas. Era Rafaela Milagro, que había pasado la noche en la casa de su amiga la viuda de Oliván. Como Vicente se asustara del encuentro, Enrique le dijo: —95→ «Pues ayer por la mañana, cuando entraba yo en la calle de Toledo para coger el coche en la tienda del botijo, me encontré a la estantigua mayor, la feroz Domiciana... Temblé y me dije: 'Malum signum. Algo muy grave tendremos hoy'. Ya ves cómo acerté...». Serían las nueve cuando salieron con Lucila. La buena señora partió desconsolada, oyendo el tierno piar de la infantil pollería.

Fue para Vicente aquel domingo, 13 de Marzo, día de variadas sorpresas y emociones. Iba por la calle de Alcalá viendo el señorío concurrente a las misas de Calatravas y San José, cuando se encontró de sopetón al coronel Ibero, el cual, después de abrazarle con paternal afecto, le reconvino cariñosamente en esta forma: «Pícaro, no has ido a vernos... Tu madre nos dijo: «Vendrá mañana», y ese mañana no acaba de llegar... Vivimos con Demetria... Mi cuñada y su marido desean conocerte... «¡Pero ese chico!... ¿Qué hace que no viene?...». Enrojecido de vergüenza, se disculpó Halconero con vagas razones en que puso toda su alma. Y prosiguió Ibero: «Ven pronto, y conocerás a las dos niñas de Demetria... Verás qué monas, qué simpáticas... Y bastante instruiditas...». La confusión de Halconero subió de punto, y su vergüenza le encendió más el rostro cuando vio venir a la señora de Calpena con sus dos hijas que salían de San José. Las tres llevaban luto por Fernanda. «Aquí las tienes... -dijo don Santiago-. ¡Vaya, —96→ que es casualidad!». Hecha la presentación, se metió Vicente en el berenjenal de los saludos, entreverados con excusas, apretando lindas manos, y desenvolviéndose atropelladamente del gracioso enredo en que le ponían la cortesía y la timidez.

En Demetria vio acabado modelo de gracia y afabilidad, y en las dos damiselas, lindas muchachas muy interesantes, si bien harto inferiores al clásico tipo de su prima Fernanda. Acompañando a la noble familia por la calle de las Torres hasta la del Barquillo, dijo Vicente que había presenciado el desafío y muerte del Infante don Enrique; y al comentario que hicieron las damas y el Coronel, este agregó informes auténticos, transmitidos aquella misma mañana por un testigo presencial, don Fermín Lasala. «Cuando llegó a su residencia, a las once de ayer, el Duque de Montpensier iba tan atribulado, que los amigos que allí le aguardaban le creyeron herido. Federico Rubio le sostenía; entre todos le llevaron a su habitación... Diéronle a beber tazas de tila con éter, y temiendo una congestión, por la tarde le sangraron... En la noche del viernes al sábado, don Antonio no pudo conciliar el sueño... Redactó un codicilo... Su esposa le había telegrafiado estas palabras: No te batas; despréciale... La respuesta de él fue: Nada temas; no pienso batirme...».

Y la sin par Demetria llevó también su parte de testimonio al suceso del día. «Pepe —97→ Beramendi le dijo anoche a Fernando que el pobre don Enrique confesó y comulgó anteayer en las Descalzas Reales, donde está sepultada su esposa, Elena de Castelví... Lo supo por el propio capellán de las Descalzas, señor Pulido y Espinosa... Don Enrique llegó hace poco de París: allí tiene a sus hijos menores, internos en el Liceo Napoleón... Le amargaba el presentimiento de una desgracia próxima. Vivía solo y aislado en su caserón frío de la Costanilla, donde le visitaban republicanos de los más rabiosos, muchos de ellos afiliados en la Masonería. Contaba el Infante... así lo refiere el Capellán de las Descalzas... que al despedirse en París de la Reina doña Isabel, esta le dijo: «Si vas a España, primo mío, haz cuanto puedas para que no sea Rey Montpensier». El hombre así lo prometió, y ha cumplido, porque de esta tragedia ha salido el vencedor imposibilitado para pretender una corona que ayer manchó de sangre...». En las despedidas se mezcló profanamente el espanto de la tragedia con el lindo entremés de instar al chico de Halconero a que apresurase la visita. No se preocupara de la hora... De tarde, salían poco; de noche, nunca... Adiós, adiós, y finezas y apretoncitos de manos.

Encantado quedó Vicente, y al retirarse a su casa (que ya se aproximaba la hora de comer), hacía propósito de pagar sin demora su deuda social con tan noble familia. En la calle Mayor se encontró a Segismundo García Fajardo, el cual le dijo que el cadáver —98→ de don Enrique había sido trasladado a su casa, donde le embalsamarían para exponerle al público. La masa popular proyectaba una demostración de simpatía con su poco de ruido y parambomba. Quedaron en reunirse por la tarde en el Café Universal, para de allí alargarse a la Costanilla y ver lo que pasaba.

Acudió Halconero a la cita, y con Segismundo y otros amigotes de este, pasó largos ratos de conversación perezosa en aquella parte interior del Universal, que formaba un martillo con salida al portal de la casa, departamento en que se reunían los canarios, servidos por Pepe el Malagueño. Era una tertulia de las más amenas de Madrid, compuesta de estudiantes de Derecho, de Medicina y de Caminos, y reforzada por personas mayores curtidas de marrullería y experiencia. Corrieron allí de boca en boca noticias referentes al duelo del día anterior, las unas verosímiles, extravagantes las otras, muchas de ellas transmitidas por el verbo inconsciente del Malagueño, que de mesa en mesa llevaba con el servicio sus fantásticos discursos. No ha existido mozo de café que en tan alto grado poseyera el don de las peroratas hinchadas y burlescas para divertir a los parroquianos. «Sé de buena tinta -dijo un chico de Derecho- que el reloj del Infante desapareció mientras estuvo tendido en el campo del honor, antes de la llegada de la justicia...». «Pues a mí me consta (esto lo dijo un caballero viejecito, clérigo —99→ sin hábitos) que con el reloj volaron veinte mil duros en billetes, que del señor Martín Esteban había recibido don Enrique por venta de sus muebles: lo sé por el barbero que afeita al Capellán de las Descalzas Reales».

No podía faltar el comento de un discreto canario: «También es ocurrencia ir a un duelo con veinte mil duros en el bolsillo». Y el otro completó así su informe: «No le dejaron más que los retratos de sus hijos, y una carta-orden que le dio Napoleón III para su Embajador en Madrid, encargando a este que velara por la seguridad del Infante». «Pues yo sé... -dijo el Malagueño en pie frente a los parroquianos-. En la mesa de los bolsistas lo han relatado... Pregunten a los bolsistas que están de cuerpo presente en aquella mesa... Pues yo sé que el Infante escribió a Espartero para que viniese a ser su padrino. Y Espartero le contestó: «allá voy»... Vele ahí por qué adelantaron el desafío... Porque si llega a venir el de Logroño, por primera medida consagra al don Enrique Rey de España por los cuatro costados»... Y Segismundo habló así: «Dinos, Pepe, ¿no has oído tú que la pistola de don Enrique la cargaron sin bala?». Y el Malagueño respondió besándose los dedos: «Por esta cruz, que nada oí de ese desacierto... Lo que sí dijo el jorobeta vendedor de fósforos es que los padrinos volvieron a Madrid un poco ajumados, y que Montpensier se tapó la boca con el pañuelo, y luego los ojos, —100→ para que no se le conociera que lloraba cuando vio muerto a su contrincante... Lloró y puso sus gritos en el sol, diciendo: '¡Ay, Dios mío, qué día tan desgraciado!... Yo no quería matarle, sino darle una lección del catecismo... por deslenguado y contraproducente...'. El Infante había insultado al Duque con piropos provocativos en letra de molde, sarcasmo y vituperio con las de Caín... No iban a matarse, sino a velar por el honor consabido de mancomún, quedando en situación pacífica, y desagraviados de suyo cada cual. Con un pim-pum y tente tieso se cumplía para la visualidad. Pero las pistolas no entendían de fililíes, señores, y hubo la de caiga el que caiga. Esto es lo que llamamos tragedia superior... Según viene el tiempo, tendremos tragedia para todo el año... ¡Va!».

Con este grito acudió al servicio de otros parroquianos, dejando a los primeros en el vértigo de sus conversaciones... El voluble Segismundo, que ya se cansaba de aquella forma de ociosidad, propuso a su amigo tomar el aire en un corto paseo. Salieron, y apenas traspasada la puerta del café, vieron tropel de gente que subía por la calle de Alcalá, con voces y risas que les sonaron a motín. El rumor de jarana era, en aquel bendito tiempo, el tono corriente del resuello de las multitudes, y los ciudadanos no se asustaban de oírlo. Tranquilos y casi gozosos se metieron entre el gentío, ansiando saber por qué chillaba el buen pueblo de Madrid.

—101→

Oyendo aquí, preguntando allá, enteráronse los dos muchachos de que había salido por las calles una manifestación de protesta contra las quintas. ¡Oh, la eterna pesadilla del pueblo español! ¡Neurosis de rabia impotente!... Iban los manifestantes por Recoletos un poco desmandados, cuando acertó a pasar entre ellos el General Prim, que a caballo volvía de su paseo en la Castellana. Hombres y mujeres se arremolinaron en torno al jinete, cortándole el paso... Manos convulsas le conminaron, voces airadas le pidieron que cumpliese los sagrados compromisos de la Revolución.

El héroe se mantuvo sereno y digno; díjoles que ejercitaran con más comedimiento el derecho de manifestación, y picando el caballo, se zafó gallardamente. La multitud no se dio por convencida; siguió tras él... Cerca ya de la Cibeles le arrojaron una piedra, que dio en el anca del caballo... El General vio a tres bigardones con las peladillas en la mano, dispuestos a tirar. A los policías que allí se le agregaron, ordenó que los detuviesen y los llevasen al Ministerio de la Guerra... Total: que en presencia de Prim, los criminales rompieron a llorar... ¡Ellos no habían sido!... Se ignoraba lo que pasó después. Probablemente, el General les pondría en libertad. No era hombre que, por un quítame allá esa piedra, se enfrascara en la devoción del Orden y del sacro Principio de Autoridad.

«Pues anochece ya -dijo Segismundo a —102→ su compañero-, vámonos a San Ginés, a rastrear mi conquista eclesiástica. Pasaremos un rato bueno. Pero no te asustes si en el sagrado recinto nos encontramos a la Triple Hécate, como tú dices; que si al entrar tomamos agua bendita, las Ecuménicas quedarán desarmadas de sus atroces maleficios». Allá se fueron gozosos, y llegaron cuando concluía la función vespertina con Sermón y Reserva. En el patio de la calle del Arenal les estorbó el paso el tropel de mojigatería de ambos sexos, y colocados en atisbo junto a un puesto de flores, vieron salir en la última tanda a las tres negras mujeres. Ya sabía Segismundo que en la calle se separarían, partiendo dos hacia la Puerta del Sol, y la tercera en dirección contraria, para reunirse en otra iglesia una hora más tarde, después de cenar. Así fue. Domiciana y Rafaela tiraron de una parte; y cuando la Donata quedó sola, se le agregaron los dos jóvenes para darle convoy hasta su casa.

«Dispénseme la sin par Donata -le dijo Segismundo con fino rendimiento-, si hemos llegado tarde a San Ginés... La culpa es de este amigo, que tenía su arreglito y Cuarenta Horas en el Oratorio del Olivar.

-Déjeme en paz -respondió la dama, tétrica por su obscura y pobre vestimenta, blanca y bella por su faz de Dolorosa compungida-. Ya le he dicho que no me siga, que no me ronde ni me hable en la calle, y menos en la iglesia... Es usted enfadoso, y —103→ trae consigo, aunque quiera disimularlo, un olor de masonería que apesta.

-No soy masón, Donata, ni lo es mi amigo, a quien con todo el respeto debido presento a usted... Vicente Halconero y Ansúrez, de familia noble y cristiana, niño sensato y puro, que por las noches y de mañanita reza el Con Dios me acuesto, con Dios me levanto... Si usted nos lo permite, le daremos escolta hasta su santa casa.

-Ni quiero que me acompañen, ni voy a mi casa, don Segismundo -replicó la Ecuménica, concediendo a los galanes, por especial misericordia, una leve sonrisa de amabilidad-. Esta noche no ceno, porque las sobrinas del Cura de San Ginés se empeñaron en darme merienda más fuerte de lo que tolera mi estómago... Chocolate del que llaman macho, con dos ensaimadas, y encima cabello de ángel y otras golosinas. Puede creerme que me ha quedado acidez y rescoldera... Ya no voy a casa. Esperaré a mis amigas en Santa Catalina de los Donados, tres pasos de aquí, donde tenemos la Novena de San José.

-Por mi fe y mi salvación le juro, hermosa Donata, que poco antes de encontrar a usted estábamos Vicente y yo en gran perplejidad por decidir en qué iglesia gozaríamos la Novena del Santo Patriarca. Y ahora que usted nos indica el modesto santuario de Santa Catalina, ya no dudamos, y allí nos meteremos, que yendo detrás de usted entraremos en la Gloria.

—104→

-Embustero, farsante, váyase con Dios, si con Dios pueden ir los masones.

-Hermana, ya le dije que me salí de la Masonería y abominé de sus gatuperios infernales, porque usted así lo quiso. La bella Donata es mi redentora, y yo su hermano espiritual.

-Malos vientos corren para el Masonismo, señor don Segismundo. Ya ve usted lo que le ha pasado a ese pobre don Enrique. Pues esta tarde, en la Castellana mismamente, han apedreado a don Juan Prim. Parece que la descalabradura ha sido tremenda, y que entre cuatro le llevaron al Ministerio de la Guerra, dejando tras de sí un reguero de sangre».

Díjole Segismundo que el caso no había sido tan grave, y Halconero se asombró de que Donata y sus amigas, que en el momento de la pedrea se hallaban devotamente recogidas en San Ginés, conocieran con tales pormenores lo sucedido en Recoletos.

«En el recogimiento de la iglesia sabemos nosotras todo lo que ocurre -replicó la ecuménica con vaga petulancia-, y no aletea en Madrid una mosca sin que el zumbidito llegue a la capilla, a la sacristía o al confesonario... Y digo más... digo que aun de diabluras y francachelas masónicas sabemos más que ustedes, los que se pasan la vida ganduleando en calles y cafés... De seguro no saben que esta noche hay gran jolgorio y aquelarre solemne en esa casa donde está de cuerpo presente el pobre señor a —105→ quien dio muerte Montpensier, otro que tal... Pues en presencia del propio Infante difunto y condenado, habrá zarabanda con salterio, brindis con cítara o bandurria, y todas las escandalosas ceremonias que usan esos protervos para ofender a Dios.

-No lo sabíamos -dijo Segismundo afectando sorpresa y gravedad-; pero pues lo decís vos, gentil Donata, ello ha de ser cierto, como Dios es nuestro Padre».

En esto, llegando los tres cerca de la Costanilla de los Ángeles, vieron espeso gentío que estorbaba la entrada por la calle del Arenal. La plazoleta de Santa Catalina de los Donados estaba también favorecida de público... Por la travesía pasaron, y en la puerta de la menguada iglesia se detuvieron para contemplar, en las ventanas de la casa del Infante, la claridad de los hachones funerarios.

«Vicente amigo -dijo Segismundo revistiendo de solemnidad su intención picaresca-, penetra sin miedo en esa casa impía, para que veas y aquilates y puedas contarnos todas las borricadas que hagan esta noche los de la Acacia, con triángulo y garatusas. En esta plazoleta te esperaré, después de platicar un ratito con mi redentora dentro de la iglesita de mis amigos los Donados, pues donado quiero ser y a la santa fundación entregarme con bienes y persona». Fue Vicente a la casa mortuoria, y Segismundo, desobedeciendo a Donata que no quería compañía de hombre en los actos de culto, se coló tras ella en Santa Catalina.

—106→

Poca gente había en el santuario chiquitín, pues aún faltaba más de media hora para la Novena. Luces, pocas; sombra, mucha; silencio misterioso sólo turbado por el profano rumor que al abrir de la puerta entraba de la calle con soplos de aire frío. Cuatro bultos se veían aquí y allá: eran viejas baldadas y catarrosas, que respiraban con siniestros carraspeos. Al poco rato aparecieron otros bultos, anunciados por la quejumbre chillona de los goznes de la puerta... Las figuras entrantes tomaban posiciones, señalando su presencia con el arrastrar de suelas y el restallido de toses. El altar se destacaba de la obscuridad por salteados golpes de resplandor en su estofa luciente, y San José, con las velas no encendidas aún, vestidito de fiesta, aguardaba risueño la ofrenda litúrgica, en unas andas domingueras al lado del Evangelio.

Donata oró un rato de rodillas. Los instantes del rezo fueron horas para Segismundo. Al fin, la dama ecuménica se sentó en el más delantero de los tres bancos colocados al lado de la Epístola, y el atrevido joven se instaló en el segundo, de donde sin escándalo de los fieles adormecidos, hablar podía con ella cómodamente. «Donata -le dijo-, —107→ ya que su nombre indica que usted se ha dado a Dios, yo me llamaré Donado, pues por usted, por seguirla como la sigo, religioso y amante, también quiero darme a Dios... o darme a usted, para que lo vaya entendiendo...

-Cállese, libertino, y repare que estamos en lugar sagrado -murmuró la hembra piadosa volviendo ligeramente su rostro.

-Me callaré -respondió Segismundo, deslizando las sílabas con susurro-, me callaré después de decir a usted, Donata sublime, que este Donado ama a usted con locura, con frenesí... No me culpe a mí; culpe a sus virtudes, a su hermosura, que no tiene igual en el mundo. ¿Quién hizo esa belleza dolorida y arrebatadora? Dios... Pues si Dios la hizo, ¿qué mal hay en que yo la reverencie, en que yo la adore?...

-Desvergonzado, no siga... Me está usted perturbando en mi devoción... Reserve su desatino y sofóquelo... Si usted quiere condenarse, yo no me condenaré por sus arrebatos...

-No nos condenaremos. Usted se salva y a mí me salvará de mis tormentos temporales, peores que los eternos. Sea usted benigna, Donata, y no vea en mí un tipo vicioso, ni un incrédulo enemigo de Dios, ni menos un masón corrupto. Yo me convierto a la fe, y por usted, que es toda pureza y amor, quiero ser su discípulo y su amante... con pureza y arrobamientos. A las personas eclesiásticas entrega usted su alma. No me —108→ lo niegue: conozco la inmensa unción de su espíritu fogoso y pío. Pues aquí me tiene decidido a ser también religioso. ¿Quiere usted ver en mí el aspecto grave, el limpio rostro de las personas consagradas a la divinidad? Pues el aspecto, y la limpieza y la divina compostura verá pronto en este neófito. Abrazaré el estado canónico, y para que acompañen las apariencias a la vocación, mañana mismo, si usted lo manda, me afeitaré el bigote, este signo infamante del hombre libre, siervo de una sociedad profana, por no decir atea...».

Torció su cabeza la Dolorosa más a lo vivo, sin llegar a mirarle, y muy quedamente le dijo: «No me tiente, Segismundo, que si sus errores y las malas compañías le han hecho disoluto, el Diablo le ha hecho simpático. Apague el fuego de sus palabras, y si el de su corazón es como dice, y son sinceros sus propósitos de entrar en religión, ya hablaremos...

-¿Pero duda...? ¿Cuándo llegó a sus oídos la expresión de un amor como el mío? Sométame a cuantas pruebas quiera; impóngame penitencias; oblígueme a mortificaciones crueles, que yo he de cumplirlas, así me valgan y me conforten las potencias celestiales y los santos del día...

-Los santos de hoy -dijo Donata sin ladear la cabeza-, son San Leandro, arzobispo, San Rodrigo, San Salomón, y Santa Eufrasia; los de mañana, Santa Matilde, reina, y la Traslación de Santa Florentina. —109→ Encomiéndese a ellos, y cálmese y espere». Y a los nuevos parrafillos eróticos que el pícaro silbó en su oído como satánica serpiente, contestó con susurro estas discretas palabras: «Cálmese y espere. Tenga fe y paciencia... No soy persona blanda, ni tampoco puerco-espín erizado de púas. Si tanto me estima, obedézcame... Vea usted: ya encienden las luces del altar; ya se va llenando de gente la iglesia. Váyase de aquí, que pronto vendrá Domiciana, y como me vea y le vea tan cerca de mí, no será floja reprimenda la que me endilgue... Domiciana es mujer de tanta austeridad, que no nos permite hablar con ningún hombre, como no sea en las casas de gente piadosa y honesta a carta cabal. Con el ejemplo nos predica, porque ya sabrá usted que no hay otra que más aferrada viva en la abstención de todo melindre... Rechaza la dulzura, busca el padecer, reniega de los hombres... y ha sabido conservarse virgen.

-No lo sabía -replicó el pícaro-; pero sostendré que es la misma pureza si usted me lo manda. No me coge de nuevas la noticia de su virginidad, que ya me había llegado al alma el olor de sus virtudes...

-Obedézcame, Segismundo: por Dios se lo ruego.

-Obedezco, y aquí dejo mi corazón, Donata... No quiero que por mí tire de disciplinas la santa maestra virginal, a quien deseo ver pronto en los altares... Adiós, alma y vida mía en lo temporal y en lo eterno. —110→ Me humillo, me encomiendo al Santo Patriarca, y desaparezco por el foro, anunciando a usted que esta noche, cuando se retire a su casa, calle de Silva, me encontrará. Adiós».

Arrodillose, y encorvado devotamente rezongó, dándose golpes en la caja torácica. Luego hizo mutis despacio con quiebro, genuflexión y agua bendita en la misma puerta... En la calle vio gentes que miraban a la casa mortuoria, adorantes del hecho trágico representado en la fúnebre quietud de un cuerpo que nadie podía ver desde fuera. El pueblo hace sus honras frente a una pared callada, o ante el fulgor de luces que alumbran el camino de la Eternidad, para que no tropiecen los que a ella se dirigen.

En el portal le salió al encuentro su amigo Roque Barcia, y a él se agregó para entrar y subir como por su casa. En la escalera vio a dos o tres señores vestidos con anticuadas levitas, encasquetado el sombrero de copa (de la moda del año 40), ceñidos de bandas, con el deslucido adorno de un mandil que del pecho hasta más abajo de la cintura les colgaba... En la antesala encontró a Luis Blanc, el cual se lamentaba de que no asistiesen a velar o siquiera visitar al ilustre difunto los personajes de primera fila, pertenecientes a la Orden. «Ya ves: no ha venido ni vendrá don Juan Prim, que tiene el grado 33 en el Oriente de Escocia; ni Sagasta, que ahora quiere ver olvidada su historia masónica».

—111→

En el salón contempló el cuerpo del Infante en cama imperial de la Sacramental de San Isidro, vestido de vicealmirante. En la cabecera se veía el escudo con las armas Reales, y debajo de este un paño bordado con signos diversos, descollando en el adorno el número 33 en letras de oro. El cadáver estaba colocado en la línea de Oriente a Occidente, y en los cuatro ángulos de la cama hacían guardia otros tantos individuos con bandas y mandil, empuñando la espada. Parecían estatuas, o más bien maniquíes, vestidos de levitones demasiado anchos, o de casaquines que reventaban de estrechos. En los relucientes aceros advirtió Segismundo todas las variedades arqueológicas. Alguno era ondeado, como el que le ponen al Arcángel vencedor de Satanás, y otros procedían sin duda de las panoplias de Zorobabel, o de Ciro Rey de Persia.

Observado todo esto, se fijó el picaresco joven en las desnudas paredes del salón y en la pobreza de su mueblaje. Cuadros había dos: el uno de cacerías flamencas, grandón, ennegrecido, lucha de perros y venados; otro, un retrato de personaje del siglo XVIII, con peluquín, casacón galonado de plata, y venera de Santiago. Una consola vulgar recientemente barnizada para disimular su vejez plebeya, y algunos sillones de tapicería, de una modernidad de baratillo, hacían juego con la alfombra deslucida y de retazos, sin ningún parentesco con las de Santa Bárbara. Todo cuanto allí se veía daba testimonio —112→ de la honrada escasez en que había vivido el infortunado Príncipe, que no quiso doblegarse ante su Real parentela. Digno era de respeto, de tanto respeto como lástima, y su cadáver merecía del pueblo y de los grandes más altos honores.

Pasó Segismundo a otras salas y gabinetes: en uno de estos halló individuos de filiación ministerial en la política militante. Alguno se aventuró a sostener que no había derecho para sacar a relucir la guardarropía masónica en aquel acto. «Por estas tontunas -dijo Ricardo Muñiz, poniendo cátedra de discreción-, se han alejado de la casa mortuoria las entidades políticas de más viso. Por no hacer el oso se abstiene la Marina, que hoy se llama Almirantazgo, y esto es lo más grave, pues don Enrique de Borbón era, si no me equivoco, vicealmirante. La clase aristocrática, que habría sido el mejor ornamento de las honras fúnebres, también brilla por su ausencia, y henos aquí deseando tributar nuestros homenajes a este gran patriota de sangre Real, y temerosos de caer en el ridículo».

En otro grupo halló Segismundo al joven Halconero, y juntos se internaron de sala en sala, huroneando en la fría y desamparada mansión. En una estancia de las más recónditas, próxima a la cocina, vieron al Carbonerín y a Romualdo Cantera (el cojo de las Peñuelas), con uniforme de milicianos; a otros dos de la misma vitola, y a tres de los de levitón, mandil y banda de colorines. —113→ Habían mandato traer vino y cerveza del café de Santo Domingo, y estaban refrescando, o haciendo salvas, según el vocabulario masónico. Excitado por la bebida, Carbonerín despotricó agriamente contra los del triángulo, que con sus artilugios habían hecho del funeral del Infante patriota una mala comedia para niños y criadas de servir. Si él y sus colegas de la Milicia se hubieran encargado de organizar la manifestación de luto, formando en el entierro, el día siguiente sería sonado en Madrid... Confirmó y acentuó estas opiniones Cantera, diciendo: «Dennos el cadáver, y yo aseguro que las honras no acabarán en el camposanto. ¿Qué mejor responso para este señor que un toque de Libertad, y Abajo el Gobierno?». Los del mandil respondían, con cierta gravedad sacerdotal, que el acto debía tener carácter religioso, y ellos a este criterio elevado se ajustaban, entendiendo que lo litúrgico no quitaba lo revolucionario, antes bien, cada uno de los ritos masónicos simbolizaba la destrucción del templo de la farsa para construir el de la verdad.

No interesaban a los dos amigos estas vanas altercaciones, y desfilaron llevándose a Cantera, cuyo pie de palo batía marcha con duro compás al través de pasillos y salas de la triste casona. En la capilla ardiente se toparon de nuevo con Roque Barcia, que en actitud un tanto aflictiva expresaba su duelo, mezclando a las audacias democráticas alguna simpleza sentenciosa de corte —114→ bíblico. Su cuerpo mezquino y su cara irregular, más ancha de un lado que del; otro, perdiéronse en el gentío, y asimismo se perdió Cantera, fundiéndose en un grupo de milicianos. Libres ya Segismundo y Vicente, tomaron aire escaleras abajo, y se fueron a la calle, ávidos de franquía para correr a sus anchas. Halconero quería cenar; Segismundo también necesitaba un buen reparo del organismo; pero no desistía de acechar el paso de Donata cuando se recogiese a su vivienda. De una breve discusión brotó esta luz: ojear durante un cuarto de hora en la calle de Silva, y si la res no parecía, irse a cenar al café de la Luna... La suerte favoreció a los galanes, porque a los diez minutos de medir la calle, vieron que la incierta luz de un farol sacaba de la obscuridad el bulto negro de la linda ecuménica.

Al instante se le pusieron los dos al costado, y Segismundo, con elocuencia descocada y mística, repitió sus endechas amorosas, pidiendo compasión a la santa mujer. Cumpliría esta las obras de misericordia dando posada al peregrino, admitiendo aquella noche en su domicilio venerable al dolorido galán y catecúmeno. De tal desvergüenza protestó airada la bella santurrona, persignándose y rompiendo en estos anatemas: «Quite allá, insolente, deslenguado, y no me provoque a maldecirle y aborrecerle.

-Perdone, hermana y redentora... Si aspiro —115→ a recogerme donde usted se recoge -dijo el pícaro con sutil argucia-, no es por mala idea, ni por acicate de concupiscencia; es por un intenso anhelo de que mi espíritu more junto al espíritu de usted y con él se compenetre, unidos en la oración y escondidos en un mismo cenáculo. Si he faltado, sea mi señora indulgente, y ofrézcame que me concederá otra noche el favor que le pido.

-Otra noche tampoco podrá ser... ¿Cómo va a poder ser eso que pide? -replicó ella en lenguaje de persona sensata, que mide y pesa los obstáculos materiales más que los espirituales. Y volviéndose hacia Vicente, prosiguió así-: Convénzale usted, señor de Halconero; usted que parece más razonable que su amigo. Yo les agradeceré que se retiren y me dejen entrar en mi casa sin más paradas ni conversaciones. Aunque parece que no hay testigos, puede haberlos... En ninguna parte está la inocencia libre de sospechas».

Para sosegarla afirmó el tuno que los ojos inquisitoriales de Domiciana no llegarían a la escondida calle donde a la sazón se hallaban los tres. A lo que respondió Donata que la maestra, como virgen y exenta de pecados, poseía un saber prodigioso y cierta divina inspiración que le permitía ver lo distante, y penetrar en el porvenir obscuro. «Esta noche -añadió- nos ha causado un miedo espantoso con su flujo de adivinación. Al través de las paredes de la casa del infelicísimo don Enrique, ha visto los horribles —116→ actos sacrílegos de los masones, y ha oído sus blasfemias, burlas y rugidos infernales. Luego nos ha dicho que en este año se han de ver los efectos de la grande ira del Altísimo por los ultrajes que se le hacen en esta Nación perdida y en otras. Dice que si hoy la piedra lanzada por el pueblo no ha matado a Prim, piedras o balas volarán que lo maten, pues ya está llamado a dar cuenta estrecha de sus acciones malas... Afirma también, como si lo viera, que en este año maldito ha de correr mucha, pero mucha sangre de cristianos, justo castigo de esa pestilencia que llaman el Pensamiento Libre.

-Nosotros -dijo Halconero- nos inclinamos ante las profecías de la venerable dama huesuda y zanquilarga, y pedimos a Dios que esa sangre de cristianos que ha de derramarse no sea la nuestra. Y ahora, Segismundo, acompañemos respetuosamente a esta señora hasta la puerta de su casa, y vámonos a cenar, que estamos desfallecidos».

Así lo hicieron, y Segismundo extremó sus amorosos aspavientos en la puerta, que muy a pesar suyo no podía franquear.

«Donata, como buen creyente -murmuró apretándole la mano-, yo siempre espero... La fe y la esperanza están en mí. Sólo me falta la caridad que veo en usted sin poder alcanzarla.

-Si es usted razonable, Segismundo -dijo la negra dama Dolorosa, abandonando sus dedos inertes en la cálida mano del —117→ joven-, seguiré estimándole; no le diré que ponga punto en la esperanza. Adiós; una cosa les recomiendo al despedirles: que no vayan mañana al entierro de ese Príncipe masón. Habrá palos, correrá la sangre de culpables y de inocentes... Domiciana lo ha dicho... Sangre inocente es la que lava... Adiós, pollos alocados, adiós».

Y con un saludito de su mano bella se metió en un portal lóbrego, muy cercano a la iglesia del Cristo de la Salud.

«Esta pájara -decía Segismundo, calle arriba- hace siempre su nido en casas de clérigos. Hay que asaltar el nidal, o sacarla de él con arte mañoso, y luego dejarla libre para que busque otro sagrado refugio, que hallará al primer vuelo».

En el café se encontraron a Felipe Ducazcal, que también allí cenaba con algunos amigos militantes en el famoso bando de la Porra. Y el capitán de esta, coincidiendo con la ecuménica, vaticinó que en el entierro menudearían los palos, por causa del metimiento de los masones en acto tan serio. «Si queréis libraros de un porrazo -agregó con su habitual petulancia-, veníos a la Porra». Luego llevó su tributo al inagotable caudal de comentarios sobre la tragedia del día 12.

—118→

Como dijera uno de los presentes que ninguna persona de la familia del Infante se hallaba en Madrid, Felipe afirmó que el hijo mayor, llamado también Enrique, subteniente de Húsares, no había salido de la Corte. En la mañana del domingo tuvo sospechas de que su padre se batía con Montpensier, y salió a caballo acompañado de su primo, el hijo de Güell y Renté, dirigiéndose a los Carabancheles. En el camino encontraron al de Orleans que volvía de la tragedia, con su séquito de médicos y padrinos... Siguieron los dos jóvenes, y antes de llegar a donde querían, alguien les enteró del funesto desenlace. Ciego de ira, volvió grupas el que ya era huérfano, con la temeraria idea de alcanzar a Montpensier, retarle a un juicio de Dios, repentino, sin trámites ni etiquetas ociosas, y arriesgar su vida juvenil en el empeño de vengar a su padre... Amigos y deudos le atajaron en esta generosa insensatez, y cuando su coraje se deshizo en un dolor sin consuelo, le llevaron a la casa de su tío el Duque de Sesa.

Muy al tanto de la vida y andanzas de don Enrique estaba el fantástico Ducazcal, o lo decía y aseguraba, declarándose íntimo del desgraciado Borbón. Todo lo sabía, y con desenfado airoso hacía las veces de Historia palpitante. «No están en lo cierto los que asignan a mi amigo cincuenta años de edad; sólo tenía cuarenta y siete, pues nació en Abril del año 23... Sus hijos menores don Francisco y don Alberto se hallan en París, —119→ en el Liceo Napoleón, que antaño se llamó de Enrique IV. La niña, doña María del Olvido, que sólo cuenta diez años, allá está también, en uno de los mejores colegios de señoritas. Y en París viven, al cuidado de los hijos, los criados fieles del Infante, Camilo Carsy y Eugenia Saint-Blancat... A los dos les he conocido y tratado bastante aquí. Son excelentes, y de inquebrantable adhesión a la familia... Don Enrique vino a Madrid con ánimo de cerrar el paso a la candidatura Montpensier. El mismo me ha referido lo que le dijo doña Isabel al despedirle... Porque habéis de saber que la Reina le quiso siempre... ¡Ay, qué cosas os contaría si tuviéramos tiempo por delante! Yo lo sé todo... Las desavenencias en la familia, las amarguras y reconcomios de este caballero vienen de que debió casarse con Isabel... Pero entre la Cristina, Luis Felipe de Francia y el Espadón de acá, deshicieron la obra santa del amor para urdir la de la maldita razón de estado...».

Interrumpió Segismundo a Felipe con estas cortantes razones: «Todo eso que nos cuentas es información de segunda mano, pues no fuiste tan amigo del Borbón como dices, ni poseíste su confianza. No eres más que portavoz del Capellán de las Descalzas, señor Pulido y Espinosa, el cual me ha contado también a mí lo que acabamos de oírte. No te des tono, haciéndote pasar por fuente histórica. Tú y yo no somos más que los primeros bebedores de las aguas de la verdad.

—120→

-Pues me has descubierto, querido Segismundo -replicó Ducazcal con llaneza y frescura-, declino mi originalidad... Es muy desairado contar de referencia. Sin pensarlo se hace uno el propio cosechero de las noticias de importancia. En fin, lo dicho dicho, bajo la fe y autoridad del Capellán señor Pulido. Por él sabrás tú, como yo, que uno de los mejores amigos del Infante ha sido Espartero.

-Y que don Enrique conservaba cartas del ex-Regente, llenas de respeto y cariño. Una de ellas, escrita el 48 en Londres, es digna de pasar a la Historia. Ambos se hallaban desterrados en distintos países. El moderantismo furioso mangoneaba en España...

-Y en su carta al Infante, Espartero le decía...

-Le decía... Ya no me acuerdo... El señor Pulido retiene en su memoria las ideas, mas no los conceptos...

-¡Lástima que esa carta se pierda!

-Se perderá. La muerte del hombre -dijo Segismundo con triste sagacidad-, suele apagar todas las luces que iluminaron su vida».

Por fortuna, no se apagó aquella luz, y el narrador puede alumbrar con ella el cuerpo exánime del Príncipe sin ventura. La carta de Espartero dice así: «Serenísimo Señor: Cuando el infortunio que a tantos españoles agobia alcanza también a Vuestra Alteza, considero un deber manifestar —121→ el profundo sentimiento de que me hallo poseído al ver arrojado a un país extranjero al Príncipe adherido a la causa del pueblo... Consagrado yo al servicio de la Patria, he cuidado poco de los bienes de la fortuna. No me es dado por lo mismo el hacer ofrecimientos espléndidos. Pero si lo que yo poseo puede contribuir a suavizar la suerte de Vuestra Alteza, disponga de ello con tanta franqueza como yo empleo de sinceridad en ofrecérselo... Ver a Vuestra Alteza restituido a la Patria con la consideración debida a su alto rango, es el deseo ardiente del más atento y respetuoso servidor de Vuestra Alteza, cuyas manos besa. -El Capitán General, Baldomero Espartero».

Lo demás que hablaron Segismundo y Halconero en la ociosa compañía de los cachiporros, perdiose en el vago aire de las tertulias cafeteras. Al siguiente día, lunes 14 de Marzo, encontramos a nuestro amigo Vicente en la casa del Infante, esperando la salida del entierro. Sobre el ataúd cerrado se había puesto un crucifijo de bronce, el sombrero y la espada de vicealmirante; los emblemas masónicos habían desaparecido. En marcha se puso la fúnebre procesión... El día era ventoso y claro. En la calle no faltaba gentío popular; coches de lujo había muy pocos; personajes de viso, tan sólo el Duque de Sesa, el hijo de Güell y el Capellán de las Descalzas, que presidían. Uniformes de Marina no se veían por ninguna parte; altos funcionarios tampoco. Algunos —122→ respetables sujetos de la Masonería salieron con bandas y mandiles; pero pronto hubieron de quitárselos y esconderlos, obedientes a un mugido del pueblo acentuado por las mujeres. Contó Segismundo que una desaforada hembra de Lavapiés había gritado: Que se metan el faldón de la camisa.

Por entre ringleras de curiosos iba la negra carroza, paseando su desairado acompañamiento, que era en verdad bien pobre para difunto de estirpe tan alta. Lo que llamamos mundo oficial se había quedado en sus cómodas oficinas, la Grandeza en sus palacios, los caballeros de la Armada en el pontón anclado en calles que llamamos Ministerio de Marina, el Ejército en Buenavista, la Milicia Nacional en sus ociosidades bullangueras, las Autoridades embozadas en sí mismas, y los ricos, que colectivamente designamos con el nombre de alta banca, retraídos en el sagrado de su cuenta y razón. El pueblo solo asistía, melancólico, desorientado y sin arranque, en masas no muy nutridas, pues no se le había preparado para el acto. La sociedad revolucionaria que en aquel año imperaba, se mantuvo perpleja y muda, asustada de los arrumacos masónicos. Era tarda en formar criterio; su cerebro hallábase atarugado con las mareantes disputas por los candidatos al trono, y con el más enconado litigio de la forma de Gobierno. El mundo aquel de la Interinidad había caído en honda modorra, congestionado por sus pasiones furibundas. No hacía —123→ más que rumiar sus ideas, como un buey soñoliento.

Vicente y sus amigotes iban contando las personas conocidas asistentes al entierro: Montero Telinge con sus barbas de Isaías, García López con su atildada frialdad, Díaz Quintero, Sánchez Borguella, Barcia, Blanc, Bernardo García y otros muchos de significación radical. Los de la cuerda templada se podían contar por los dedos de ambas manos... En la Puerta del Sol hubo un poco de atasco y barullo. El coche fúnebre se paró junto al pilón, y en la muchedumbre que en dos filas se apiñaba se iniciaron carreras con tumulto y chillidos. Por fortuna se calmó pronto el oleaje. Del grupo bullicioso en que Halconero iba, se separaron, por oscilación mecánica de la multitud, Segismundo, Ducazcal y otros jóvenes, quedando solos el hijo de Lucila y Enrique Bravo.

En la corta parada, Bravito sacudió el brazo de Vicente, dirigiendo la atención de éste hacia unas mujeres que formaban en la primera tanda de apretados mirones. «Allí tienes -le dijo-, a la Eloísa, con Paca la Africana y otras tales. Míralas: nos han visto y se ríen. La Eloisilla rompe filas para venir a hablarte... ¡Pobrecilla! La tienes muy olvidada». En efecto: a Vicente se acercó una linda joven de esbelta figura y agraciado rostro, y sin melindre se le colgó del brazo, soltándole estas acaloradas expresiones: «¡Bandido, ladrón; tres siglos, —124→ tres meses sin ir a verme! Desde el día de los Inocentes no he visto a mi Vicentíbiris. ¡Faltón, perdulario, ingratíbiris!». Su lenguaje era como el de los pájaros, su acento sentido y risueño: a un tiempo le reconvenía y le acariciaba.

Halconero estrechó con afecto la mano blanca, y por un instante admiró el bello rostro de exquisito corte y finura, los ojos azules, la expresión inocente de la pobre mujercita en quien se juntaban las apariencias angelicales con la moral más desconcertada. Eloísa siguió así: «No te suelto si no me juras por tu salvación que irás a verme. ¿Te espero, granujíbiris? ¡Tres meses sin acordarte de tu silfidíbiris, tan chalá por ti!». Afable y cariñoso le contestó Vicente que sí, que a verla iría prontito, y diciéndolo pensaba en las cosas que le habían pasado en aquel lapso de tres meses: el conocimiento con Fernanda, su admiración de la hermosa mujer trágica, su pasión repentina, las ansias de aquellos lúgubres días de Enero, la muerte, en fin, del Lucero de la tarde... No hubo tiempo para más, porque el carro fúnebre siguió, avivando la marcha, en dirección de la calle de Carretas. Halconero se despidió de la grácil y tierna Eloísa; despidiose también Bravito de la Africana y de las otras, echándoles familiares saludos, a que todas contestaron con gestos y sonrisas de picante franqueza.

Dejándose llevar en la pausada corriente del entierro, el hijo de Lucila no podía —125→ echar de su mente a la sentimental diablesa, parecida externamente a los ángeles, y dio en traer a la memoria el cómo y cuándo de su conocimiento. Fue por Todos los Santos. Bravo había sido el introductor. Sobrevino del primer encuentro un ardiente apego por una parte y otra. Halconero se dejaba colar por simpatía y también por estímulo cerebral, procedente de sus amores literarios... Realizaba la Vida de Bohemia y otras vidas de cortesanas remojadas en el Jordán de la poesía... La pasión de ella era más intensa, más arraigada en el corazón. Decíale a Vicente que le amaba con locura, y este pudo creerlo en algunos instantes... Al fin, tras devaneos y embriagueces que no duraron más de cincuenta días, el galán vio a Fernanda y contrajo la grande y definitiva dolencia de amor, con fiebre y delirio. Las relaciones corporales con Eloísa quedaron desde aquel punto cortadas bruscamente y disueltas en el olvido.

Reapareció de improviso la graciosa silfidíbiris en el fondo de un cuadro fúnebre, y la visión despertó en el guapo mozo memorias que no eran desagradables... Eloísa encarnaba en su persona la más absurda paradoja que pudiera imaginarse, pues su depravación pública no se acomodaba con la fineza ideal de su ser físico. Inmóvil y callada, era un perfecto tipo de distinción aristocrática; la palabra y el gesto descomponían el artificio, y ya no era más que un ser desgraciado, errante en el laberinto —126→ de las liviandades del hombre. Con estos pensamientos enlazó el joven otros pertinentes al vacío sentimental de su alma. Acordose de la señora y niñas que en la calle había visto el día anterior... En falta estaba con Gracia lo mismo que con Demetria, y más aún con el amadísimo don Santiago, padre del Lucero de la tarde. Hizo, pues, ante su conciencia juramento de pagar sin perder día la deuda de urbanidad.

En la calle de Toledo, donde el duelo se despedía, redújose bastante el acompañamiento. Halconero y Enrique siguieron en simón hasta el camposanto, y reunidos allí con los amigos dispersos, entraron tras el cadáver hasta el lugar del sepelio. Dominaba en la concurrencia la humanidad de chaqueta o blusa, y el recinto lúgubre y los fríos patios, embaldosados de rotas lápidas mortuorias, se animaban con tanto ruido de pisadas enérgicas y de vivo lenguaje... Antes de encasillar el cuerpo de don Enrique de Borbón en un nicho de la horrible estantería sacramental, le rezó un responso el señor Pulido, rodeado de los parientes y allegados del muerto. El susurro de las preces dio al acto severa solemnidad... Gemían los goznes del negro portalón de Ultratumba...

Fuera del cementerio, mientras las cabezas del duelo requerían sus coches para volverse a Madrid, el pueblo se derramaba por los cerros próximos a la ermita del Santo, juntándose con innumerables gentes que —127→ subían de la pradera. Y si en las exequias del Príncipe de Borbón faltó la militar pompa y enmudecieron cañones y fusiles, en cambio estalló ruidosa tempestad popular con truenos y relámpagos oratorios. Aquí y allí lanzaron sus anatemas improvisados tribunos, y de la turbamulta se destacó al fin uno que impuso atención y silencio, soltando a los aires su voz bien timbrada y sus detonantes razones. Era Luis Blanc, joven que por su apellido parecía revolucionario francés, y lo era español de los más desahogados y atrevidos. Pequeño de cuerpo, de rostro agradable y sugestivo, completaba su persona con una palabra audaz que se disparaba sin saber a dónde iba.

Empinándose sobre las ruinas de una tapia, empezó diciendo que hablaba por obedecer al pueblo soberano... Hablaba para manifestar ante el pueblo que su presencia en aquel sitio no significaba que acompañase a un Borbón a su morada postrera; significaba el respeto a un español muerto por la mano de un francés... Don Enrique había perecido de un modo misterioso, cuando ya estaba secretamente elegido Presidente de la República... Griterío aterrador y palmoteo acogieron estas palabras: el aire quemaba, la tierra se estremecía con el ardiente resuello popular. Calmó Luis Blanc los atroces vientos recomendando que se disolviese la reunión con el mayor orden. El pueblo no es enemigo del orden, y lo reclama y practica en el ejercicio de las —128→ sacrosantas libertades. «Orden, señores, para que no digan... para que no vengan diciendo que somos la demagogia, que somos el libertinaje...».

A pesar de la sensata indicación del orador, el pueblo no se retiraba con la debida compostura, ni cesó el relampagueo de protestas y tronicio de aislados discursos. Del tronco de un árbol caído hizo púlpito un imberbe mozo, y emprendió con voz fogosa y ademanes epilépticos el panegírico de la Santa Masonería. Alelados le oían hombres y mujeres, y él se arrancó con este atrevido pensamiento: «Pío IX se tiene aún por francmasón, aunque hace tiempo se le borró de los cuadros jerárquicos de la Orden, por considerar al Rey de Roma incompatible con la fraternidad humana. ¿De qué os asombráis? ¿Por qué abrís con estupor de ignorancia vuestras bocas? Meditad en lo que digo, y la razón entrará en vuestros obscuros entendimientos. No me miréis con ojos atónitos. Sobre las aguas turbias de la ignorancia flota la verdad... Si buscáis a Dios en el fanatismo sacerdotal, nunca le encontraréis... Buscadle en las almas sencillas de los que sufren, de los que lloran... Vuelvo a deciros que Pío IX es francmasón. ¿Y por qué no ha de ser francmasón el llamado Papa, habiéndolo sido nuestro padre Adán, Moisés y el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, que extrajo de los libros masónicos todo lo bueno que encontramos en los Evangelios?...».

—129→

« 15 de Marzo.- Obediente a su madre Lucila, obediente a su conciencia y a un vago deseo de embellecer la vida, llamó Vicente Halconero a la puerta de la casa en que moraban los Iberos y Calpenas (calle del Barquillo). Eran las cuatro de la tarde. Los señores habían ido de paseo. Volvió el caballerito por la noche, después de comer, y a todos encontró, y de todos fue recibido con alegría cordial. Abrazado tiernamente por Gracia, estuvo a punto de llorar viendo la aflicción de la pobre madre. Demetria le habló de Lucila, encomiando con ardor su belleza, su dulce trato, y reconociéndose igual a ella en el gusto de las artes del campo y en la chifladura de sacar pollos. Ibero y don Fernando, tocando la tecla política, pidieron a Vicente noticias del mundo plebeyo, federal y masónico que frecuentaba, dándole a entender delicadamente que en tal sociedad no hallaría nunca su ambiente propio un espíritu cultivado.

Después de picar en diferentes asuntos, los dos caballeros se fueron a la tertulia de Beramendi. Entraron otras personas, que luego se darán a conocer, y Vicente pudo platicar aparte con las niñas Pilar y Juanita. Ambas le cautivaron por su exquisita —130→ educación, en que se armonizaban la gravedad y la soltura. Sin ser beldad estupenda, Pilar lo parecía por la esbeltez de su talle y la admirable composición de su rostro, en el cual, con facciones vulgares, se producía un hechicero conjunto. La blancura de su tez y el opulento cabello castaño eran los toques definitivos de su linda persona. Más pequeña de talla y menos viva que su hermana era Juanita, que aún no llevaba al ras del suelo la falda de su vestido. En los ojos de ambas veía el buen Halconero un fugaz destello del mirar de Fernanda; llegó a creer que el alma de la trágica damisela jugaba al escondite con el alma de sus primas, así cuando estas reían como cuando se ponían serias.

Al poco rato de vago charlar con el nuevo amigo de la casa, reveló Pilar su genio sutil y vivaracho... Mejor que describiendo y perfilando sus caracteres, el narrador dará existencia real a las niñas de Calpena, dejándolas que hablen y se presenten a sí mismas. «Oiga usted, Halconero -decía Pilarita-: ya sabemos que se pasa usted la vida tragando libros franceses, o libros ingleses y alemanes traducidos al francés. Dice mi padre, y no se ofenda, que tanta lectura extranjera podía indigestársele a usted. Nosotras, como nos hemos criado en Burdeos, hablamos el francés lo mismo que el español. Y tan lo hablamos, que mi hermana, como usted habrá notado, arrastra un poquito las erres... Pues mi padre, que es el —131→ hombre más español que se conoce... entre paréntesis, sepa usted que le gustan muchísimo los Toros y no pierde corrida... pues mi padre, como le digo, nos ha quitado aquí todos los libros franceses que traíamos, dejándonos tan sólo dos o tres... y nos ha obligado a leer el Romancero dos veces, tres veces el Quijote, y de lo moderno nos tiene a ración diaria de las Leyendas de Zorrilla y de las Doloras de Campoamor... Veo que usted se ríe... Sin duda, nos tomará por unas brutas... Ea, no se nos vaya a enfadar por eso... Y si se enfada, ¡qué hemos de hacerle!... Ya sé que usted se surte de ilustración en la librería de Durán. Lo que le digo es que hace días fuimos allá nosotras a comprar las Novelas Ejemplares de Cervantes... y no las había... sí, las había; pero no más que en una edición grandota, que cuesta cuarenta duros».

Risueño y encantado, les contestó Vicente que el españolismo literario de sus nuevas amiguitas significaba una hermosa revelación. Ya comprendía que él, por tan aficionado a lo extranjero, era el verdadero bárbaro, y que de ellas tomaría lecciones: sería su discípulo...

«Oiga, Vicente, oiga... -dijo la menor-. Ya sabemos que es usted aficionado a la Mitología. Nosotras tenemos un libro chiquitín francés de esas cosas... con algunas láminas... Yo soy muy mitológica, y me entretengo con las mentiras de aquellos dioses pícaros, y de aquellos héroes... ¡Ay, —132→ qué líos arman!... Yo digo que son hombres poéticos... Lo que más me llama la atención es que Neptuno, con su corte de ninfas, pudiera vivir dentro del mar... La verdad... ¡qué lindas son las Musas... y el tal Cupido, qué mono!».

Vicente se declaró también mitológico, y diciendo a sus amiguitas que el libro de ellas era un manual insignificante, ofrecioles el suyo, y cumplió a la noche siguiente regalándoles su grandiosa obra de Mitología Griega. Después de hojearla, viendo las admirables estampas, Pilar pasó por lentas gradaciones a otro punto. Habló de su prima Fernanda, y con expansiva crueldad puso sus delicados dedos en la llaga que aún sangraba y dolía. No pudo Halconero evadir la triste conversación, y con austero laconismo y sinceridad hizo a las niñas un resumen de su breve y tiernísima historia, desde que conoció al Lucero de la tarde hasta que lo dejó encerrado en el nicho de San Justo. Juana oyó el relato mirando al historiador con asustados ojos, y Pilarita derramó no pocas lágrimas. Al punto dijo: «Yo quise a Fernanda después de la tragedia tanto o más que antes la quería... Pero no hablemos de esto ahora, que ya mi tía Gracia nos está mirando... Tú, Juana, discurre algo que nos haga reír... y usted, Vicente, cuéntenos otras cositas de su vida que no sean dolorosas».

Y en la tercera visita, ya establecida una discreta confianza, Pilar dijo al caballero: —133→ «Esta noche, señor don Vicentito, tengo que pedir a usted un favor.

-Concedido antes de saber lo que es.

-No se comprometa tan pronto. Tenga cuidado, que si le cojo la palabra, no va a tener más remedio que cumplir... El favor será para mí de gran precio; pero si usted se pone tontito y no quiere concederlo, tendré paciencia, y por ello no hemos de enfadarnos... Con que no suelte prenda y pregúnteme qué favor es... Pues es... Ya está rabiando porque se lo diga... Bueno: rabie una chispita más... No, no quiero que se caliente esos cascos tan llenos de ilustración... Allá voy... Sé que usted ha escrito un Diario... Lo empezó el 1.º de Enero, y en él ha ido apuntando todas sus impresiones, todos sus secretos... Sé que a nadie ha dejado ver el librito de esas memorias... Pero alguien que le quiere a usted mucho lo ha visto, y a mí me han entrado ganas de verlo también... Soy muy impertinente, ¿verdad? ¡Ay, pobre Vicentito! ya le cayó que hacer».

Sorprendido y desconcertado, respondió Halconero que su Diario no era más que un juguete de estudiante... No quería que nadie lo viese... Lo había escrito sin reparar en las incorrecciones, amontonando idea tras idea, dejando correr lo absurdo entre lo razonable... A esto dijo Pilarita: « Ahora lo comprendo todo. Usted no quiere enseñarme su libro, porque en las últimas fechas ha puesto algo que va con nosotras... por ejemplo: —134→ Hoy, día tantos, he visto en la calle a esas desaboridas señoritas de Calpena, y...

-Sí, sí -replicó Vicente-; pensaba poner eso y algo más: que las niñas de Calpena me resultaban atrozmente antipáticas... Pero me ha faltado tiempo... Todo se andará; y ahora, pues empeñé mi palabra, le traeré a usted lo que desea para que se ría de los disparates que pensé y escribí... Sólo pongo una condición. Que usted me devuelva el Diario después de leerlo, o que lo queme, o que lo guarde, sin enseñarlo a persona viva».

Aceptada por Pilarita la triple condición, Halconero le llevó a la noche siguiente el arca de sus secretos, con lo que bien pudo decir que le había entregado su alma.

En los comienzos de su intimidad con los Iberos y Calpenas, no iba Vicente todas las noches a la casa de la calle del Barquillo. Pensaba, con buen juicio, que no era delicada la puntualidad. Mas transcurrida una semana, suprimió por consejo de su madre los discretos paréntesis, y quedó abonado a la tertulia y al dulce platicar con las donosas niñas. De ello se holgaba enormemente Lucila; que así se iba desprendiendo el chico de las groseras amistades, para entrar de lleno en el mundo y sociedad que le correspondían. Y él apreciaba ya las ventajas del cambio, dándose cuenta de una feliz transfusión de sus ideas. El vacío sentimental se le disminuía gradualmente, y su alma descansaba de los tormentos del pensar —135→ solitario, devorándose a sí mismo. Cesó además en la febril lectura, que ya tragado había bastante alimento en letras de molde, y se sentía mejor nutrido con la fácil asimilación de las letras vivas, hechos y personas.

Y no se concretaba el joven al cuchicheo galante con Pilar y Juanita, y otras agradables damiselas, las de Trapinedo, las de Lantigua, las de Monteorgaz; sino que se metía en el ruedo político formado por el Coronel y don Fernando con diferentes señores de grave continente y charla sesuda. En la mayoría de estos advirtió Halconero la tendencia alfonsina. Sin rechazarla como solución que impusiera la dura necesidad, Calpena reservaba su preferencia para un príncipe de la casa de Saboya, si teníamos la suerte de vencer las dificultades de España y escrúpulos de Italia.

A la semana de trato, alguna tarde paseaba Halconero con Demetria y sus hijas, haciéndose el encontradizo en la Castellana o en el Retiro. Y antes de estos gratos encuentros, don Fernando le hizo el honor un día de pasear con él en el Prado y llevarle después al Congreso, a ver de cerca la comedia política, que ya era familiar y soporífera, ya de intensa vibración dramática. Por cierto que el señor de Calpena le cautivaba por la delicadeza y distinción de su trato. Era sin duda la persona de más noble prestancia que Vicente había visto en su vida. Por algunos días rondó su mente —136→ la idea de asemejarse al modelo con una discreta imitación; pero luego hubo de caer en la cuenta de que para realzar la nobleza ingénita de su ser, le bastaría la proximidad al maestro sin necesidad de copiarle servilmente.

En una de sus visitas al Congreso, tuvo el hijo de Lucila la suerte de presenciar la famosa sesión que en la historia parlamentaria quedó con el nombre de San José, porque, empezada en la tarde del 18 de Marzo, no acabó hasta la madrugada del 19. Don Fernando, que con él estuvo en la tribuna, se cansó del largo debatir, y se retiró a las nueve de la noche con la presunción de que Prim perdería la batalla. Ibero volvió después de comer, y lo mismo hizo Halconero... Vivamente se interesaba don Santiago por el Jefe del Gobierno, con quien había reanudado antiguas amistades, y eran de esas que toman su fuerza del compañerismo militar, en juveniles andanzas de guerra con gloria y peligros. Tenía Ibero a Prim por su segundo ídolo, pues como primero figuraba siempre en su alma el Duque de la Victoria, y al llegar aquella comprometida ocasión en que peligraba la supremacía política del hombre de los Castillejos, no tenía sosiego hasta ver qué daba de sí el fiero empuje de las revoltosas mesnadas con quienes tenía que habérselas el bueno de don Juan.

Mientras Halconero permanecía en la tribuna aguantando el nublado de discursos, don Santiago andaba de fisgoneo en el Salón —137→ de Conferencias y pasillos, asomándose a ratos a las mamparas, de donde apreciar podía el giro del combate... Véanse ahora las causas, véanse las ambiciones que movían todo aquel cisco. Estaba el Gobierno a la cuarta pregunta. ¿Cómo tapar los agujeros abiertos en el Tesoro por las recientes sublevaciones carlista y federal? ¿Cómo acudir con hombres y dinero a la urgente obligación de atajar a los insurrectos cubanos? No hubo más remedio que sacar el dinero de debajo de las piedras, y las únicas piedras que guardaban a la sazón el dinero buscado por España eran un grupo de negociantes, que usureaban con el rótulo de Banco de París. No tenía Prim otro santo a quien encomendarse, y aceptó su auxilio, no porque fuera bueno, sino porque era el único que en aquel temporal de descrédito se le ofrecía.

En estos apuros del Gobierno y en lo que este hacía para dominarlos por el momento, vieron los unionistas la mejor coyuntura para dar el encontronazo a sus aliados los progresistas y demócratas. Juntos habían hecho la revolución; en dulce contubernio habían gobernado desde Septiembre del 68; llevaba Prim mucho tiempo con la mano potente en la caña del timón. En su belicosa actitud, los unionistas y conservadores vieron el cielo abierto con el apoyo que les daban los federales echando del lado conservador la cuantía y el peso de sus votos. Porque los federales de aquel tiempo, como —138→ todo partido español avanzado, padecían ya el mal de miopía, o sea el ver de cerca mejor que de lejos. Jamás apoyaban a sus afines; en estos veían el enemigo próximo, y cerraban contra él, descuidados del enemigo lejano, que era en verdad el más temible... Pues, señor, de cualquier modo que se sumaran por una parte y otra los votos probables, resultaba derrotado el Gobierno.

Halconero presenciaba desde la tribuna el tiroteo parlamentario. Oyó un grande y magistral discurso de Cánovas, otro muy substancioso y ático de don Manuel Silvela; oyó a Figuerola, a Santa Cruz, a Ulloa. Dándose unos a otros la denominación de elocuentísimos, y arrojándose el incienso de traidora cortesía, se destrozaban cruelmente, y el Gobierno llevaba la peor parte... No tenía hueso sano, y el banco azul despedía olores de matadero... Pero poco antes de las dos de la madrugada se levantó Prim en la cabecera del banco, y entre despojos lució su faz verdosa y sonó su palabra guerrera y cortante. Habló poco tiempo con frase dura, con lógica de hierro... Presentó la cuestión en su aspecto político y financiero, en su aspecto moral, todo ello con rápida flexibilidad oratoria; y al final, sacando y poniendo sobre el pupitre, no ya los argumentos, sino otras varoniles razones vigorosas, vino a decir poco más o menos: «Nunca pensé que los que fueron nuestros amigos y colaboradores vinieran a darme esta batalla... Ya sabéis las dificultades —139→ que he tenido que vencer, los cargos que se me han hecho, las consideraciones que he debido guardar a todos... los consejos, las súplicas... Si queréis guerra, no me queda que hacer más que decir también: Guerra...». Y terminó esgrimiendo la espada de los Castillejos, convertida en esta frase refulgente: ¡Radicales, a defenderse! ¡El que me quiera, que me siga!

A votar, a votar... Ganó el Gobierno por 123 votos contra 117... ¡Seis votos de diferencia!... ¿De quiénes eran aquellos seis votos?

«Verás lo que ha pasado -dijo el Coronel Ibero a su amigo Vicente, cuando embozados en sus pañosas salían del Congreso entre dos y tres de la madrugada del 19 de Marzo-. Como he pasado la noche entre bastidores, he visto el manejo de la maquinaria. ¿Por qué sortilegio diabólico se cambió la suerte, y los 123 votos que las oposiciones creían suyos pasaron a ser del Gobierno? Vas a saberlo. Hay en las Cortes una fraccioncita de cinco, seis o siete individuos que se han puesto el rótulo de independientes... Ya sabes cómo califica el Marqués de Albaida a los independientes, descomponiendo la palabra... Pues estos —140→ caballeros que tal nombre se dan, son familiarmente conocidos con el apodo de los Perlinos, porque en ciertos días se reúnen a comer en el café de la Perla. Son, en puridad, pretendientes disgustados: uno lo está con Sagasta porque le negó no sé qué favor, otro con Rivero porque no le despachó tal o cual expediente. Lo cierto es que se han juramentado para constituirse en grupo atrabiliario, o en puerco-espines políticos que no se casan con nadie.

Refirió Halconero que en la tribuna de los periodistas, a donde se pasó para estar con Segismundo, oyeron, a eso de la una, voces tremendas que muy cerca sonaban. Preguntado el hujier, este les dijo: «Son los señores perlinos, que están en la Sección Sexta».

«Sabrás ahora quién daba esos gritos -prosiguió Ibero-. En el Salón de Sesiones, los amigos del General y los secretarios de la Mesa contaban y recontaban los diputados adictos y no adictos para poder anticipar el resultado de la votación. La cuenta no salía... faltaban votos... En esto dijeron a Prim que los independientes estaban reunidos en una sala de arriba, y que se abstendrían o votarían en contra... Montó en cólera don Juan, y llamando a su amigo el doctor Mata, que, según parece, tiene algún ascendiente sobre los puerco-espines, le dijo: «Perico, vete a la Sección Sexta y no bajes sin traerte a esos majaderos a paso de carga, y si se resisten, subiré yo por ellos». —141→ Los gritos que oíste los dio Mata poniéndolos de vuelta y media por no querer votar con la mayoría, como era su deber. Ello fue que todos menos uno entraron por el aro... Me río yo de ciertas independencias cuando hay un pastor que sabe conducir las manadas de hombres... A la voz de Radicales, a defenderse, balaron todos el voto, y se salvó la situación... se salvó la Patria».

Añadió el Coronel que Prim era la clave de la libertad y del porvenir de España, y que si aquel hombre faltase, volveríamos tarde o temprano al reino de las camarillas, bajando de tumbo en tumbo hasta ponernos otra vez debajo de las tocas de Sor Patrocinio y del solideo del Padre Claret. Lo que parece vencido y muerto no lo está, y a cada momento sentimos el resuello del fantasmón que quiere volver a darnos guerra y a metérsenos en casa... De este asunto pasó el Coronel a otro que particularmente le interesaba, y era que Prim quería traerle de nuevo al servicio activo. Base principal de su política era tener a su lado a todos los hombres de probada lealtad y firmeza... Locuaz estaba don Santiago aquella noche. No bastándole el corto trayecto del Congreso a su casa para desahogar su mente congestionada, se pasearon un rato entre la plaza del Rey y la entrada al Ministerio de la Guerra por el Barquillo, dándose el uno al otro sus opiniones sobre el grande hombre que regía las Españas. Después de apurar los conceptos encomiásticos, Halconero puso —142→ una sombra en la espléndida figura del Presidente del Consejo, y fue de este modo:

«Grande admiración debemos a Prim por su energía, por su buen tino como pastor de pueblos y por su habilidad o astucia política; que en él se manifiestan reunidos el león y el zorro. En alto grado posee el valor, la inteligencia; pero los sentimientos de moralidad... de esa moralidad que debemos llamar pública, no están en él muy claros... El hombre se va con Maquiavelo, sin comprender que el maquiavelismo no encaja en el genio, en los humores, como dice Mariana, del pueblo español. La idea de vender a los Estados Unidos la Isla de Cuba es un alarde de positivismo llevado a las últimas consecuencias, y ese positivismo será siempre mirado como una ignominia en esta nación romántica, que ha sabido conquistar colonias y perderlas; pero venderlas no, mi querido don Santiago.

-También oí yo esa monserga de la venta de Cuba -dijo Ibero en tono displicente-; pero no lo he creído. Recordarás que hace pocas noches, en casa, hablamos de esto a Marcelo Azcárraga, Jefe de la Sección de Campaña en el Ministerio. De él y de Sánchez Bregua se dice que son los brazos de Prim... Pues Marcelo, al oírlo, rezongó malhumorado: 'No debe hablarse de semejante asunto sin conocerlo a fondo'.

-Bien comprende usted, mi Coronel, que don Marcelo no ha de decir cosa alguna que sea depresiva para su Jefe. El mal humor —143→ de ese señor y el de otros adláteres de Prim demuestran que lo de la venta es verdad. ¿Y cree usted que se vende un pedazo de España con sus habitantes, como se vendería una dehesa con sus rebaños? Los millones que cogiera España por ese negocio se le desvanecerían como el humo.

-En eso estamos conformes... Y de veras te digo que cuando oigo hablar de vender un lote del solar español, me corre un cierto escalofrío por el espinazo, y se me salen a la boca las expresiones de ira que son verbo patriótico para nosotros los aragoneses... Yo, no obstante lo que se dice, pienso que Prim no es hombre que se ponga, como quien dice, enfrente de la vergüenza nacional. Yo te prometo que he de enterarme de lo que haya... pues sin duda algo se ha tratado que pudo motivar esos desatinos. Las ideas más altas pueden, hijo mío, convertirse de honradas en afrentosas al pasar de la mente de un grande hombre al magín desconcertado del vulgo... Y ya sabes, tú lo has dicho: en ciertos terrenos, toda España es plebe». Con esta sensata resolución de buscar elementos de juicio, aconsejada por la lógica y la hora (las tres y media de la madrugada), se despidieron, y cada cual se fue a buscar su descanso.

En lucha interna vivía por aquellos días el Coronel Ibero, solicitado por Prim para volver al servicio de la patria, y requerido por su propio espíritu a la quietud y al cuidado de sus haciendas. Gracia, que al oír las —144→ primeras indicaciones de don Marcelo, mandatario de Prim, había sentido repugnancia de ver a su amado esposo en los trajines militares, se dejó al fin picar de la ambición. El ascenso Brigadier no se haría esperar; y luego... Mariscal de Campo y Teniente General como tenerlo en la mano... El principal motivo de que don Santiago quisiera terminar sus días en la vida privada, era el aplanamiento en que le habían dejado la desaparición de su primogénito y la muerte de Fernanda. Acerca de esto, Demetria y su esposo don Fernando opinaban que la actividad marcial sería para las heridas del alma mejor medicina que el vivir sedentario...

En estas dudas, inclinándose a ratos de una parte, a ratos de otra, Ibero iba muy a menudo a Buenavista donde disfrutaba el privilegio de la franca entrada en el despacho del General. Pensando en sus cosas y en los graves aprietos que enzarzados unos en otros le salían al Gobierno, se fue al Ministerio una mañana, en los postreros días de Marzo. Llegó al portal por los desmontes de la calle de Alcalá, dejó a la derecha la escalera grande, y por una puerta humilde, a mano izquierda, llegó a la escalera de servicio privado, por donde a sus habitaciones particulares subía el Ministro y Presidente del Consejo. Todos los ordenanzas le conocían. Bastó un simple anuncio para que se le franqueara el paso a la estancia en que Prim despachaba los asuntos corrientes.

—145→

«No podías llegar más a tiempo, Santiago -dijo el héroe de los Castillejos, señalándole el asiento frontero al suyo en la mesa de despacho-. Hace un momento decía yo al amigo Azcárraga y a Sánchez Bregua: 'Hoy que necesitamos a Ibero, verán ustedes cómo viene. Tengo yo una suerte loca para las evocaciones. Me siento magnético... Cuando deseo ver a un amigo, el amigo viene; cuando deseo perder de vista a otro, ese otro se muere, o se lo llevan los demonios'. Siéntate, y fuma un cigarro».

La estancia era grande y señoril, sillería y paredes vestidas de seda carmesí rameada de blanco. Fuera de la escocia y techo, en que subsistían pinturas del género tonto-pompeyano, un tono de noble elegancia imperaba en la sala-despacho del Ministro. Aristócrata por naturaleza, ya que no por nacimiento, Prim amaba los esplendores suntuarios, y quería convertir el palacio de la Guerra en morada de príncipes.

A la derecha del General se sentaba Sánchez Bregua, Mariscal de Campo y Subsecretario; a la izquierda el Coronel Azcárraga, Jefe de la Sección de Campaña. Los tres vestían de paisano. El Subsecretario, terminada la firma, recogía y apilaba los papeles, después de quitar a cada uno los polvos secantes, devolviendo estos al arenillero.

El Presidente del Consejo siguió así: «Como los pasillos de tu propia casa conoces tú, querido Santiago, los caminos de Estella a Vitoria, de Estella a La Guardia...». —146→ Afirmó Ibero que todo aquel terreno se lo sabía de memoria, y por él andaría con los ojos cerrados. Tratábase de adoptar con tiempo las medidas necesarias para cerrar el paso a una partida carlista que, según confidencias recientes, se formaba en las Amézcoas para recorrer y alborotar los pueblos ribereños del Ega... Asesoró Santiago, diciendo que con un par de columnas en Santa Cruz de Campezu y otra en Gauna o Maeztu, bien organizadas y al mando de oficiales conocedores del país, bastaría para destruir cuantas partidas de carcas o de bandoleros salieran de las guaridas altas de Urbasa y Andía. «No se olvide, mi General, de tener bien guarnecidas las posiciones de Peñacerrada y Pipaón, para cortar, en caso preciso, el paso al merodeo en la Ribera alavesa, que ha sido siempre la querencia de esos malditos».

Según indicó Azcárraga, para llevar una columna a Santa Cruz de Campezu tendría que sacarla de Vitoria o de Logroño. Con la organización de las fuerzas que había que mandar a Cuba, forzosamente quedarían muy mermadas las guarniciones de las plazas del Norte...

«Y las del Sur -dijo Prim con acento amargo-. Tenemos menos ejército del que pide nuestra guerra interior. Tanto hemos dicho ¡libertad, libertad! que ahora hemos de gritar ¡soldados, soldados!... O en otros términos, necesitamos libertad armada». De estos breves conceptos se derivó un diálogo —147→ vivo de apreciaciones y recuerdos. El uno relató episodios de Navarra, el otro de Cataluña o del Maestrazgo, y cada cual puso un renglón en la vaga y amena historia de España. Y partiendo de aquella documentación fragmentaria, don Juan Prim cogió de la mesa una goma de borrar y un pedazo de lacre, como don Quijote cogió las bellotas en el convite de los cabreros, y jugando distraídamente con aquellos objetos, sin que esto significara más que un ritmo maquinal o compás de la palabra, dio a la suya rienda suelta, no para celebrar, como el otro, la edad y siglos dichosos, sino para lamentarse de los afanados y difíciles que le habían tocado en suerte. Y ello fue en el estilo llano y descosido que usan los héroes en esta edad de hierro y papel, como por la muestra se verá:

«Prefiero, amigos, el tiempo de guerra declarada, con las viseras altas y las caras al sol, a esta paz guerrera en que nos sentimos cercados de enemigos, sin saber por dónde han de atacarnos, ni con qué semblantes vienen, ni qué arreos traen; paz que no es paz, sino un estado rabioso en el país y en los que lo gobiernan, pues todos rabiamos, todos maldecimos nuestra ineptitud para buscar y encontrar términos de inteligencia... Habrán ustedes visto, como yo, que España padece desde el año anterior una calentura muy alta, que más se enciende cuanto más agua fría tratamos de echar sobre ella con nuestra paciencia y —148→ nuestra moderación. No hay templanza que baste; no hay razón con fuerza suficiente para llevar la tranquilidad a este manicomio... Yo creo que pocos han de igualarme en energía y coraje cuando la ocasión lo pida; pero también digo que en paciencia doy quince y raya a los santos del calendario, y haré gala de esta virtud cuando todos se hayan disparado en la insensatez... Pero tengo en mis manos el porvenir de la Nación, y la Nación ha de decirme algún día: 'Juan Prim, no más paciencia, hijo'.

»Bien a la vista está que nuestro país ha venido a ser una caldera puesta al fuego. El agua hierve, hierve... Hace días, Figueras me dijo que prefiere la república más loca a la monarquía mas cuerda y liberal. Yo creo que no dice lo que siente, o que libre de responsabilidad, se entretiene en tratar los problemas de hoy con las ideas del siglo veintitrés... España sigue hirviendo. Los federales quieren que yo me ponga un gorro colorado, y salga por ahí con unas tijeras descosiendo el mapa de España, y haciendo cantones como los de Suiza. Yo digo que la Suiza que conocemos no se hizo con tijeras, sino con hilo y aguja. Primero existían los cantones; después vino la nación confederada... ¡Federalismo! ¡Ah! yo admiro a mi paisano Pi y Margall. Es gran filósofo y hombre de perfecta rectitud y pureza. Pero entiendo que la pureza pura y la recta rectitud no hacen los pueblos, ni los sacan de los atolladeros hondos en que se atascan —149→ por obra y gracia de la historia de cada día. La historia no es filósofa cuando está pasando, sino después que ha pasado, cuando vienen los sabios a ponerle perendengues... Los pueblos no entienden la filosofía cuando están descalabrados, febriles y muertos de hambre. El único filósofo que puede crear obras duraderas es el Tiempo, y nosotros, plantados en un hoy apremiante, tenemos la misión de resolver el problema de un solo día... Este día puede ser de veinte, de cincuenta, de cien años...

»El agua española hierve; pero se dan casos en que puedo meter los dedos en ella sin quemarme. Hay entre los políticos actuales alguno o algunos que me dicen: 'Prim, no se devane los sesos buscando rey, y pues usted conduce el carro, llévelo por el camino llano y hágase Rey de derecho; que de hecho ya lo es...'. Oigo estas cosas, y... como digo... no me quemo, antes bien enfrío el agua al meter en ella mis dedos... ¿Qué quieren?, ¿que haga yo el Iturbide, o el tiranuelo de otra república americana? No he nacido para eso... El rey que a España traigamos será de sangre Real, será rama de una gloriosa dinastía, y personificará la fusión perfecta del principio monárquico y del principio democrático... No será rey ningún figurón de quien el pueblo español pueda decir: te he conocido ciruelo...

»Las cabezas están en ebullición: pondría mil ejemplos; pero quiero fijarme en el más expresivo, en la cabeza de Paúl y Angulo, —150→ que ha llegado al mayor desvarío y exaltación, por no saber encerrar las ideas dentro de los límites que marca la razón. ¡Oh! la razón de Paúl es un cohete continuo que va por los aires estallando sin cesar, y derramando chispas cuando sube, lo mismo que cuando baja... El pobre Paúl es un caso digno de estudio. En ocasiones me ha parecido un niño, en ocasiones un desalmado. De todo tiene un poco... Yo le quiero; no puedo olvidar que me ayudó y sirvió, mostrando un corazón más grande que la copa de un pino... Después ha enloquecido, como si las ideas se le volvieran infecciosas, envenenándole el cuerpo y el alma. Tales han sido sus exigencias, tan desconsiderados sus ataques a mi persona, que he tenido que mandarle a paseo... Y de paseo está. Fugitivo después de la sublevación federal, vivió en Lisboa, luego en Londres... ¿Y saben ustedes lo que se le ha ocurrido para matar sus ocios en el destierro? No lo creerán si no lo afirmo con toda seriedad, si no les aseguro que tengo pruebas irrebatibles del mayor desatino que ha podido caber en cabeza humana... Oigan esto, que es lo más célebre...

»De Londres vino Paúl a París, donde organizó una peregrinación a Roma. ¡Y qué peregrinación tan pía! Era una partida de aventureros italianos y españoles, de demagogos franceses, lo más perdido de cada casa. El objeto de la peregrinación era disolver a latigazos o a puntapiés el Concilio Ecuménico... —151→ arrojando de San Pedro a los obispos, y... no sé lo que haría con el Papa... ¿Hase visto demencia igual?... (Risas de los tres oyentes.) Pues ya tenía unos noventa peregrinos, todos ellos de lo más bragado que existe en el mundo, cuando hubo de abandonar su empresa, porque Mazzini, a quien dio conocimiento de ella, le escribió diciéndole que no intentara locura tan descomunal... Quien ha visto la carta me ha contado el hecho, y el consejo de mi amigo Mazzini... Pues al tono de ese cerebro delirante están hoy muchos cerebros españoles. Cada uno chilla y desentona por su lado. Díganme ustedes qué director de orquesta podría concertar estas músicas, y sacar un sonido agradable de esta desafinación sin fin». (Asombro, risas y comentarios donosos de los oyentes. El héroe les convidó a almorzar.)

En el curso de Abril, entre Semana de Pasión y Pascua florida, floreció la amistad de Halconero con Pilarita Calpena, hasta llegar al noviazgo consentido por los padres, o sea los amores en su expresión más correcta y fría, como un negociado más de la oficina social. Con agrado, ya que no con ardor, fue entrando Vicente en este género de relaciones, sometidas a un estrecho formulismo —152→ y a melindrosas etiquetas. A los pocos días de verse en aquella blanda esclavitud, que pictóricamente se expresaría con los tonos rosado y gris perla, pudo el galán penetrar en el alma de la señorita; creyó ver en ella un fondo moral de gran solidez, y al propio tiempo cierta malicia inocente, no incompatible sin duda con el fondo moral, pero que desconcertaba la pareja.

Pilar había tenido ya dos novios o pretendientes, relaciones fugaces, domésticas y de escasa formalidad; pero que fueron parte a que la damisela se adestrara en las artes del diálogo amoroso para novios honestos, en el cambio de insípidas esquelas, y más que nada, en las perfidias coquetiles, que, aun en estado embrionario, esconden algo de veneno. De estos amores zangolotinos no quedó otra huella que las artimañas de Pilar, sus desconfianzas, sus exigencias, celos a cada instante y por liviana causa, afán de interrogar, de inquirir, el romper hoy para reanudar mañana, y otros menudos y enfadosos alfilerazos. No era así Fernanda, mujer de extraordinaria grandeza, que daba o negaba su corazón todo entero, y cuando le deparaba su destino agravios que reprimir, entuertos de amor que enderezar, no tomaba sus armas de los acericos, sino de las panoplias...

Frente a la fuerza quisquillosa y femenil de Pilarita, tenía fuerza mucho más eficaz Halconero, su saber literario, el espíritu universal archivado en su propio espíritu, un —153→ mundo grande dentro de otro pequeño; y aunque el conocimiento que de esto resultaba no era directo, valía como tal en aquel caso. Pasiones, batallas de amor, almas y personas de uno y otro sexo, procederes que no por imaginarios dejaban de ser profundamente humanos; todo esto, y la forma exquisita y los retóricos ejemplos, llevaba el buen Halconero dentro de su alma, y con semejante arsenal se aprestó a regalar su propio ser con ideales paseos por diferentes espacios del amor. ¿Era venganza? ¿era compensación? De todo había un poco.

Encendido el cerebro por la llama literaria, Halconero reanudó sus gratas expansiones con la desenvuelta Eloísa, y lo hizo sin escrúpulo de conciencia, sin creerse traidor a su cándido noviazgo, ni en deuda de fidelidad con la inocente doncella. Si alguna turbación sintió en los comienzos de su enredo con la bella hetaira, luego invocó augustos nombres: ¡Libertad! ¡Juventud!... Y dichas estas palabras, agregando otras, Arte, Poesía, declaró ante su conciencia el derecho del hombre libre a la independencia de amor. Esta independencia se conquista con el cultivo del espíritu. Dueño era de hacer su gusto el que había estado en comunicación con todos los grandes maestros de la literatura, desde Virgilio hasta Cervantes, y desde Cervantes hasta Balzac.

Así pasaron días. Pilarita, que poseía geniales dotes de observación y perspicacia, sospechó, por no decir adivinó, las distracciones —154→ de Vicente, y le atosigaba con interrogaciones y quejas reiteradas. «¿De dónde vienes?... ¡Vaya unas horas de venir!... ¿Y a dónde irás luego?... ¿En qué estás pensando ahora?... A ti te pasa algo; tienes el pensamiento a cien leguas de aquí... ¿Contestas o no a lo que te pregunto?... Pues así no se puede seguir... ¿A qué hora te espero mañana?». Otro día, para dar picante variedad a su impertinencia, empleaba Pilar la pregunta capciosa: «¿Saliste de casa esta mañana?». Contestaba Halconero que no. Y ella, revistiendo su cara de artificiosa sequedad, y clavando en él los ojos, decía: «Mentira. A las once y cuarto pasaste por la calle de la Montera, frente a la tienda de Scropp»... Vicente se sentía cogido. Alguien, tal vez ella misma, le habría visto... Parábase un poco; revolvía su mente buscando disculpas, explicaciones, y al fin encontraba un lindo artificio con que salir del paso.

Aliviábase al fin la señorita de su rigor inquisitivo, oyendo de boca de él dulces conceptos de madrigal. Pero al día siguiente volvían a las andadas. ¿Quare causa? En el salón de sus amigas las de Monteorgaz oyó Pilarita reticencias que dejaban malparada la honradez amorosa de Halconero, o bien se le decía claramente que era muy favorecido del bello sexo... Mercedes Lantigua, inocente o maliciosa, le aseguró que Vicente tenía la mala costumbre de retirarse a su casa a las tantas de la noche...

—155→

Sobrevino de estas hablillas una grave alteración de la modosa paz del noviazgo. Tardes enteras pasaron ella y él en dimes y diretes, y cándidas ironías. Pilarita le recriminaba; él se defendía con arte y gracejo... Por fin, una prima noche estalló en forma destemplada la ruptura. La niña de Calpena se presentó con faz luctuosa... Había llorado, y sobre la huella de las lágrimas traía como lindo afeite un toque de afectación. Engrosó su linda voz cuanto podía para decir: « Lo sé todo... Ya no valen disculpas ni enredos... Hemos concluido... fíjate bien, concluido para siempre... ¿Qué vas a decirme? Vale más que te calles. Ni tú ni yo debemos alborotarnos... no. Esto se ha de resolver con frialdad. Los dos nos hemos equivocado... Ni yo soy para ti lo que creíste, ni tú para mí...».

Apareció una premiosa lagrimilla, que Pilar hubo de borrar pasándose la mano por los ojos con gracioso ademán gatesco, y luego repitió y agravó sus recriminaciones con acento un tantico teatral; que algo le valían los ejemplos de las comedias y dramas que había visto representar. Véase el latiguillo: « Lo sé todo... Ea; basta de fingimientos. Estás en relaciones con una señora casada». Tronó Vicente contra tan absurda suposición. Contestó ella que no suponía, sino que afirmaba de ciencia cierta. Personas de todo respeto le habían revelado la terrible verdad. «Y antes de que me la revelaran, tuve indicios... ¡ay, Vicente! indicios —156→ de esos que no dejan duda... Hace dos días... a ver cómo explicas esto... hace dos días traías en el cuello de tu levita... mejor dicho, entre el cuello y el hombro... un cabello rubio. Sobre el paño negro se destacaba como un hilo de oro... Yo, naturalmente, no te dije nada... No era decoroso, no era propio de mí preguntarte: '¿De quién es ese cabello, Vicente?'... Me callé... Tragando amarguras estuve aquella tarde y toda la noche... En fin, no hay más que hablar... Acabemos, acabemos de una vez... Equivocados tú y yo... Adiós... Ya sabes... Nos devolveremos las cartas... Adiós... Retírate tranquilamente, como si nada ocurriese... y que te vaya bien con tu señora casada... Adiós, digo... No más, no más».

Todas las protestas y negativas que puso Halconero en su defensa fueron inútiles, porque la niña, firme en su idea y propósito de rompimiento, como actriz concienzuda que sostiene su papel con artístico tesón, no se daba a partido, ni escuchaba razones, ni se apeaba de aquel inflexible tópico de la señora casada y del pelito de oro. Cerrado el camino a la conciliación, el buen Halconero, ya rendido al cansancio de aquellas enfadosas peleas, ya con miras de castigo y ejemplaridad como único medio de domar a la fierecilla, aceptó el desenlace, tomando un airecillo de resignación decorosa. Retirose al Aventino de su casa con romana gravedad; y en dos días, que para entrambos resultaron nebulosos, la costurerilla, que —157→ hacía el servicio de comunicación epistolar, fue y vino con paquetitos que despedían olor de flores ajadas y de ilusiones muertas.

Y ahora interviene la Historia, que nunca olvida sus viejas mañas de amalgamar los grandes hechos de público interés con los casos triviales, que componen el tejido de la vida común. Para que veáis cómo la severa Clío no se desdeña de ser traída y llevada por criaturas insignificantes que mariposean en los espacios del amor, sabed por ella que, efectuado el toma y daca de cartitas, la niña de Calpena cayó en vaga tristeza, que a la tristeza siguió un desconsuelo intensísimo, y que a los tres días del regaño, ya le faltaba poco para rasgar sus vestiduras y entregarse a la desesperación.

En noche horrible de insomnio y pesadillas, Pilarita delataba la grave turbación de su alma con febriles monólogos: «No sé qué me haría para castigarme por mi simpleza, por mi falta de seso y de tacto... ¿En qué estabas pensando, Pilar, cuando le pusiste en el disparadero de despedirse y decir no vuelvo más? ¡Pobre chico!... Vaya, que estuve impertinente y soberbia... Lo que digo: estuve muy cargante... ¡Y ahora!... Pues nada, que lo ha tomado en serio, y ya no vuelve... ¡Dios mío! ¿Pero he sido yo quien le ha dado libertad, o es él quien se la toma para matarme de pena?... Estuve tontísima al decirle aquello de la señora casada. ¿Pero lo inventaste tú, Pilar, o fue artimaña de las de Lantigua? Ellas, por envidia, me lo dijeron, —158→ como sospecha no más, y yo... Bueno: pues admitiendo que sea verdad, y que lo del cabello de oro no fuera casual, ahora resulta que yo, ciega y embrutecida, en vez de atraerle a mí, le solté, para que a sus anchas se divierta con la señora casada... Estas son cosas de los hombres; cosas de las casadas casquivanas, que les trastornan a ellos, sin conseguir que ellos las quieran... ¡Pues me he lucido, como hay Dios! Da una estas pifias, y a muerte se condena por orgullo, por aquello de mostrar carácter y decirle al hombre: 'Sobre tu voluntad estará siempre la mía...'. Pero ya me vuelvo atrás... Yo te quiero, Vicente; yo te quiero a ti, y a ningún hombre podré querer aunque mil años viva... Pues si es así, acábese pronto esta ansiedad mía. Tú deseas volver; pero por puntillo de amor propio no darás el primer paso. Yo, que con mis tonterías he traído esta terrible situación, daré el primer paso... Tomo por la calle de en medio, y te escribiré mañana... ¡Pero que te escribiré, vaya, y de pensarlo y resolverlo ya me pongo más contenta que unas pascuas! ¡Ay, que peso se me quita sólo con el propósito firme de escribir a Vicente!... Vicente, te escribo... Vicente, te pido perdón. Por Dios, no salgas ahora dándote tono... Ven a casa... Acuérdate de Fernanda... Fernanda se me aparece en sueños, y me dice que tú me quieres como la quisiste a ella...».

Pero sucedió que a la claridad del día cambiaron las ideas de Pilar, y le entró el —159→ miedo a infringir las sosas etiquetas del noviazgo. No debía ella tomar la iniciativa para la reconciliación; podía, sí, emplear un ardid mañoso para echarle el lazo. Su hermana Juanita, con quien consultó el tremendo caso, opinaba lo mismo. Tempranito se encerró Pilar en su cuarto, y atormentó el tintero y la pluma buscando la fórmula digna de escribir al galancete; mas como ninguna le saliera conforme a su gusto, muchos plieguecillos rompió apenas rasgueados por la pluma. Luego fue a misa con su madre y hermana, y pidió a la Virgen del Carmen que la iluminase para poder salir del atranco. Al volver a casa, metiose de nuevo en el trajín de buscar la fórmula. Y entonces se vio, como socarronamente dice la Historia, que hay una Providencia, o una Virgen del Carmen, para las niñas buenas, aunque sean frívolas y quisquillosas.

Pues aconteció que hallándose Pilarita suspensa, como Cervantes al escribir su prólogo, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que escribiría, entró a deshora en el cuartito de la doncella su tío don Santiago, que venía del Ministerio de la Guerra... Aquel mismo día, muy temprano, llegó de Toledo, y por la tarde tenía que salir para La Guardia, de donde le llamaban los menesteres de su hacienda... Nada sabía de la ruptura de los novios, ni le importaría gran cosa si la supiera... Disponiendo —160→ de poco tiempo entre la llegada y la partida, fió a su sobrina un delicado encargo.

«Toma este papel -le dijo, entregándole un plieguecillo doblado en cuatro-, y dáselo a Vicente en cuanto llegue... Cuidado; no lo pierdas, que ello es cosa de importancia, copia fiel de la nota que dio Prim a ese Mister Sickles, embajador de los Estados Unidos... ya le conoces; el que arrastra una pierna de palo... En este documento resplandece la luz, que nos saca de una gran confusión; y como Vicente y yo hemos andado medio locos con la falsa noticia de la Venta de la Isla de Cuba, pon en sus manos el desengaño para que se tranquilice, y vea en don Juan Prim, no un vendedor de islas, sino el más alto y sagaz de los patriotas».

En el alma de Pilar estalló la franca alegría, y cogiendo el pedazo de Historia que el tío puso en su mano, lo colmó de besos. La Virgen del Carmen disfrazada de Clío había venido a verla, penetraba en su camarín, y bondadosa le decía: «Ahí tienes, niña del alma, la solución que me pediste; te doy la fórmula para escribir a ese alocado Vicentito...». Con acción rápida tomó la pluma, y no tuvo que pensar mucho para escoger el tono y estilo que emplear debía... El tono había de ser severo, como de persona ofendida y completamente inflada de dignidad. Ved ahora la carta:

« Señor don Vicente Halconero.- Muy señor mío: Muy a pesar mío dirijo a usted esta —161→ carta...». Suspendió la escritura, diciéndose: «Dos veces he puesto mío, que es la palabra cariñosa... Pero no importa... En lo demás, me pondré muy fiera... ¡Que rabie, que rabie!... Sigue, Pilarica... «He tenido que violentarme para obedecer a mi tío Santiago, que me ordena remitir a usted este documento... Yo no quería... porque entre usted y yo hay un abismo...». Retiró la pluma pensando que lo del abismo sería demasiado fuerte; pero luego siguió, atenuando la frase...: « un abismo abierto por la fatalidad... Me limito, pues, a cumplir el encargo de mi señor tío, y nada más tiene que comunicarle su segura servidora q. b. s. m. - Pilar de Calpena».

Notó al instante que algo más debía decirle, y trazó con firme mano la postdata: «Ya comprenderá usted que a mí me importa tres pitos que vendan o compren la Isla de Cuba, pues ni en esa isla ni en la de San Balandrán se me ha perdido nada... Lo que me faltó decirle es que no me escriba usted a mí, sino a mi tío, para que este vea que he cumplido su encargo. Pero como mi tío sale esta tarde para La Guardia y no volverá hasta la semana que viene, puede dirigirme a mí la carta con sólo cuatro letras que digan: ' Recibí, etcétera...'. Y no se moleste en poner otras cosas, porque cerraré los ojos y romperé la carta sin leerla».

Siguiente