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ArribaAbajoLibro cuarto

Dicho esto, el bueno, el amable Eusebio, durmió plácidamente. Hardyl se había entregado luego al sueño, reconciliándoselo la morbidez de la delicada cama que le dio John Bridge. Éste volvió muy tarde a casa aquella noche por haberse empeñado en una partida de juego en que perdió mil libras esterlinas. Pérdida que le fue muy sensible y que lo tuvo desvelado toda aquella noche, sin que su cama, más rica y mullida que la de sus huéspedes, le reconciliase el sueño, con el cual están siempre reñidos los cuidados y los inquietos pensamientos.

Entrando ya el día siguiente, no pudiendo sosegar Bridge en la cama que tan dura le parecía, salta de ella instigado de la esperanza de poder divagar su ánimo pesaroso con la vista de sus huéspedes. Creyéndolos ya levantados, se encamina a su apartamento para saludarlos. El ruido de la puerta, que Bridge abría, despierta a Hardyl, y Vimbons, que estaba allí cerca, acude; mas viendo que era su amo, le dice que los huéspedes dormían todavía. No duermo, no, dice Hardyl, Vimbons, adelante. Con Vimbons entra también John Bridge diciendo: ¡Cómo se conoce la poca mella que hizo en vuestros ánimos la desgracia! ¡Oh, sir Bridge!, ¿vos aquí, dice Hardyl, y tan de mañana? Buenos días, vuestra mullida cama tiene la culpa. Tan buena es la mía, y con todo no pude pegar los ojos en toda la noche, ¿y don Eusebio duerme? Me levanto, sir Bridge, me voy a vestir.

Decía esto Eusebio al tiempo que John Bridge tiraba la cortina de su alcoba, queriendo usar con él de esta familiaridad; y llamando a Vimbons le pregunta si había puesto la ropa limpia. Eusebio se había incorporado en la cama en aquel punto con su camisa sucia, por no haberse atrevido a tocar la limpia. Vimbons, como buen criado, viendo la intención de su amo, acude a la cama de Eusebio y tomando la camisa limpia que estaba todavía tendida sobre ella como la dejó la noche antes, la pliega en disposición de ponérsela a Eusebio esperando que se quitase la sucia.

Eusebio, vergonzoso de dejarse ver en carnes de John Bridge y de su criado, dijo a Vimbons: Dejadla aquí que yo me la pondré. Vimbons obedece dejándola sobre la cama, presente Bridge; el cual, reparando que Eusebio lo hacía por encogimiento, como esperando que él se fuese para mudarse de camisa, comenzó a motejarle sobre su vergüenza.

Hardyl, que lo oía desde el cuarto inmediato, dice a Bridge: Dejadlo estar, pues vale más vergüenza en cara que mancilla en el corazón. Si fuésemos mujeres lo compadeciera; mas delante de hombres me parece encogimiento pueril. Demos que sea así encogimiento, pudor, rubor pueril, replicó Hardyl desde su cuarto, pero vos mismo que parece lo notáis de defecto, ¿prefirierais la inmodesta libertad de los que de nadie se recatan, a ese modesto rubor? Bridge entonces, dejando a Eusebio, se encamina hacia Hardyl, diciéndole: Esos son extremos y los extremos son siempre viciosos, y no veo por qué se deban alabar y mucho menos fomentar. Son extremos, pero con esta diferencia, que el sobrado recato es extremo de la virtud, si así lo queréis llamar, y la sobrada inmodestia extremo del vicio; escoged. Escojo un medio entre el sobrado encogido y el libre demasiado. Si vuestro genio sufre ese medio, y os está bien, no tengo qué oponer. ¿Pero para qué queréis violentar el recato y modestia ajena que a nadie ofende y que, antes bien, manifiesta mayor respeto a la persona con quien se usa?, ¿os es menos amable Eusebio porque quiere recatarse de vuestros ojos? No, por cierto. No hay, pues, para qué llevar adelante la cuestión. Ecce Paloemon.

Entraba entonces Eusebio dándoles los buenos días y poniendo fin a la disputa. Bridge manda traer el té y dice a sus huéspedes qué destino querían dar a aquella mañana, pues él necesitaba de pasarla toda en su compañía para disipar el sentimiento que le causó la noche antecedente el juego en que perdió mil libras esterlinas. Hardyl, después de haberle manifestado disgusto por su pérdida, le dijo que habían determinado ir aquella mañana a ver al viejo Bridway, y luego al juez de paz para saber si el coche había aparecido.

Hecho esto, continuó a decir Hardyl, quiere Eusebio ir a ver a su criado, que quedó herido en una villa cerca de Kingston, que por las señas que dio Altano, parece que es Telton, según nos dijo Vimbons.

Iré, pues, con vosotros. El ánimo apesadumbrado necesita de movimientos. Vimbons entra con el té, diciendo que Bridway deseaba saludar a los huéspedes. Que pase adelante, dice Bridge, aquí los tiene; y manda traer otra taza. Eusebio se levanta para saludarlo y para darle silla. Bridway los saluda muy alborozado, y muestra deseos de saber si eran ellos los que le habían enviado sesenta guineas. Bridge había mandado a su criado cuando se las envió que no dijese al viejo quién era el que se las enviaba.

No hemos sido nosotros, le responde Hardyl, sino este caballero, señalando a Bridge, el que os las envió. El viejo, confuso, después de haber agradecido a Bridge con embarazadas palabras tan generosa demostración, prosiguió diciendo: Os aseguro que no podemos aliviar nuestro sentimiento Betty y yo por vuestra ausencia; día y noche los pasamos haciendo continua mención de vosotros. La pobre Betty quería venir conmigo a saludaros y veros, pero la detuvo su encogimiento.

Cabalmente, dijo Hardyl, tratábamos de ir allá esta misma mañana. ¿A casa queríais venir? Iremos otro día, puesto que hoy tenemos el gusto de veros y de manifestaros nuestro agradecimiento. Bridge, que sabía ya la desgracia del viejo, le preguntó por qué no ponía demanda en la corte sobre sus bienes perdidos. ¡Lo hice tantas veces!, dijo él, y todas tan sin fruto, que me resolví a conformarme con la desgracia, y a no pensar más en ello, como caso enteramente negado; y ahora háceme ya imposible, habiendo obtenido en feudo de la corona el lord Der... mis haciendas.

¡Cielos, cómo va el mundo!, exclamó Bridge, ¡qué mudanzas tan extrañas de estados y de familias no se han visto en este siglo en Inglaterra. A lo menos, dijo Bridway, no acabé en el cadalso como otros muchos; y al fin de mis años he tenido el consuelo en mi desgracia de oír, ver y tratar a estos vuestros buenos huéspedes, y de aprender de ellos a no mirar con los mismos ojos mi infeliz estado con que antes lo miraba.

Sobre esto y sobre otras desgracias de familias que Bridge les contó trataron largo rato hasta que Bridway se despidió. Eusebio fue a tomar un paquetillo de papel en que había puesto otras sesenta guineas para el viejo y, llamándolo aparte, se lo entregó diciéndole que recibiese aquello en prueba de la obligación en que le quedaban él y Hardyl. Bridway le agradeció la demostración con entrañable afecto, no creyendo que fuese tanta la cantidad, pues no podía imaginarse que Eusebio hubiese llegado a ser tan rico de repente que se la pudiese entregar.

Ido el vicio, se fueron ellos en derechura a casa del juez que, como conocido de Bridge, los recibió con amistad, excusando su procedimiento en hacerlos llevar a la cárcel como indispensable a la justicia que debía ejercitar. Entonces le dijo a Eusebio las sospechas que le hizo nacer de su inocencia el Séneca que llevaba consigo, de quien le dijo ser él también aficionado. Eusebio tomó ocasión de esto para interceder con el juez por el infeliz Blund y por otro preso que había en la cárcel, y que sospechaba que fuese un joven que había conocido en Filadelfia; pero, aunque el juez alabó sus generosas intenciones, le respondió que no podía admitir tales súplicas en tan grave caso; y para cortar las instancias de Eusebio pasó a darle noticia que el coche acababa de llegar a Londres y, según le habían referido, sin faltar cosa alguna del equipaje, pero que con todo podían ir a certificarse de ello al mesón del Yach, en donde había parado.

Hardyl y Eusebio agradecieron al juez sus atenciones y la noticia que les daba del coche y, despidiéndose de él, se fueron al indicado mesón para reconocerlo. Eusebio, al verlo, experimentó un movimiento de alegría que participaba más de la admiración del feliz hallazgo que del interés que en ello tenía, pareciéndole que el coche le dijese a su alma, amaestrada de la desgracia, que era cosa en que tenía sus derechos la fortuna y que si lo halló una vez perdido, podía también perderlo otra vez para siempre.

Esto se lo hacía mirar con alguna indiferencia, quedando allí de pie sin moverse, mientras Bridge y Hardyl le daban vueltas: Bridge por curiosidad, Hardyl para ver si faltaba alguna cosa; pero, no pudiendo registrar los baúles por tener las llaves Altano, se fueron a ver los caballos que también se habían recobrado con el coche. Eusebio no tuvo con ellos la misma indiferencia que con el coche, pero las mismas caricias que les hacía con la mano se resentían de la moderación de su afecto, mereciéndole antes afición aquellos objetos animados, capaces de algún género de reconocimiento, y acreedores por lo mismo a su cariñosa sensibilidad, que no el coche; lo que era prueba que su corazón no se dejó llevar de la vana complacencia de tal hallazgo. ¡Lindos caballos son!, dijo Bridge al verlos, podéis estar contentos de vuestra compra; pero aquí están mal y convendrá ponerlos en mejor sitio; vamos a casa, y enviaré por ellos, pues tendré el gusto de verlos en mi caballeriza.

Va bien, señor, dijo entonces un condestable que estaba presente y que quedó encargado de ellos y del coche; pero antes debo cobrar los gastos que han ocurrido. ¿Cuánto montan? Ochenta guineas. Se os enviarán. ¿Pero me sabréis decir cómo se encontraron? Sí señor, pues me tocó a mí el arrestar a los cocheros. Decid, pues, cómo fue. Luego que vmds. hicieron el recurso al juez, éste despachó inmediatamente veinte y cuatro hombres a caballo, divididos en cuatro patrullas, para que tomasen todos los caminos desde Londres a Dartford y sus alrededores, cada una el suyo. A mí me tocó el camino de Kingston; pero poco después que salí de Londres, tomando lengua por el camino de cuantos encontraba, di con un hombre que me dijo ser criado de vmds., el cual relató que el robo se había cometido en Telton, y que le habían dicho que los cocheros tomaban el camino de Kingston. Pero para precaver cualquiera engaño que pudiera llevar tal noticia, sin despreciarla, envió a Telton tres hombres; y yo, con otros tres, seguí el camino de Kingston, a donde luego que llegué, antes de entrar en la ciudad, pregunté por el coche, dando todas las señas a los guardas de la misma puerta; y habiendo sabido que el coche había entrado antes hice mudar caballos a mi gente y, entretanto, procuré informarme por qué puerta de la ciudad había salido y el camino que había tomado.

Asegurado entonces del camino que llevaban los cocheros, aquella misma tarde pudimos alcanzarlos a tres leguas de Kingston. Había dado orden a mi gente que, pasando delante de los caballos, encarando las escopetas a los cocheros, se parasen, lo que se hizo. Después de bien examinado el coche, no pudimos dudar ser el mismo que buscábamos. Los cocheros, turbados al verse tan de repente acometidos de quienes menos esperaban, no se atrevieron a mover contra las bocas de fuego que les encaramos y se dejaron atar sin dificultad. Así los condujimos presos a Londres, sin que falte cosa ninguna del coche, como ellos mismos confesaron. Eusebio, oída la relación, le entregó seis guineas para él, diciéndole que el importe de los gastos se lo enviaría aquella misma mañana, como lo hizo por medio del mayordomo de Bridge, a quien entregó el condestable el coche y caballos.

En esto emplearon toda aquella mañana. Lady Bridge se alegró con Eusebio del hallazgo; la compra del coche y caballos que hicieron en Douvres y su pérdida les sirvió de materia de discurso el tiempo de la mesa. Pero Bridge, que a pesar de las idas y venidas de aquella mañana llevaba atravesado en su corazón el dardo de la pérdida de mil libras esterlinas, sin poder sosegar, antes que se acabase la comida, dijo que aquella tarde podían ir a Telton a ver a su criado. Hardyl y Eusebio lo deseaban. Acabada la comida, mandó Bridge poner su coche, no teniendo el de Eusebio sino dos asientos; pero excusándose lady Bridge de acompañarlos, partieron ellos tres.

Fuera de Londres, Hardyl, a vista de los verdores de los sembrados y arboledas con que mucho se recreaba, movió la conversación sobre el adelantamiento de la agricultura en Inglaterra, atribuyéndolo no sólo a las luces y patriotismo de algunos ministros y a las franquezas concedidas a los labradores, sino también a los asuntos propuestos y a los premios dados de las academias sobre ello. Mas Bridge, que no se entendía ni gustaba de tal materia, y que por otra parte iba amargado con la memoria de su pérdida, quiso desahogar su corazón sacando a plaza su majadería, pues tal nombre daba a la necia condescendencia que usó con dos caballeros que, hallándose sin tercero, lo convidaron a la partida, admitiendo él el convite.

Hardyl, que parecía no haber hecho caso de la pérdida de Bridge la primera vez que se la contó apenas levantado de la cama, conociendo ahora que Bridge buscaba desahogo a su afán, quiso aliviárselo, diciéndole: Vos debéis sentir esa pérdida mucho más de lo que yo la siento; pero no veis los mismos motivos que yo veo para tal sentimiento, ni las otras pérdidas que acompañan a la del juego. ¿Y qué pérdidas son esas? La primera de todas, la quietud de vuestro corazón; la segunda, la de vuestra noble independencia, sujetándola a un vano respeto no menos dañoso; la tercera, la de vuestra honradez, fomentando un vicio sórdido por más que se le ponga la capa del divertimiento, excediendo los límites de un honesto empeño; y la cuarta, la de vuestra integridad, exponiéndola a una pasión que puede impeler al hombre a mil bajezas y ruindades.

Pero el catálogo de los daños que os pudiera hacer ¿de qué freno es a la pasión de un rico?, ¿no habéis oído alguna vez cómo discurren los ricos apasionados? Un lord, que dispone de diez mil libras esterlinas de renta, ¿qué empeño, dice, puede tener en jugar a corto interés? Empeño ninguno, lo veo; quisiera ganar sobre un naipe veinte mil libras esterlinas. Pónese a jugar con esta ansia, acompañada de mil zozobras y palpitación; el naipe lo burla, y en vez de ganar, pierde.

Un lord no se debe acongojar por diez mil libras esterlinas de pérdida, ¿qué son al cabo? Mañana me desquito. ¡Oh! sí, seguramente. Después de los padecidos desvelos y angustias por tal pérdida, suspira y anhela la hora de poderse desquitar.

Ésta llega; mil votos necios y vulgares siguen al buen agüero que se forja él mismo por el sitio mudado, por el lado que tiene, por la baraja nueva, por barajarla de este o de este modo. Mayores afanes y angustias aprietan su corazón, hecho juguete de un ridículo accidente.

La fortuna comienza a mostrársele favorable: gana ocho mil libras esterlinas de las diez que llevaba perdidas el día antes. ¿Qué son ocho mil libras esterlinas de ganancia? No me hará más rico ni más pobre. Envidémoslas sobre esta primera que pinta. ¡Ah!, ¡malditos naipes!, ¡juego detestable! Lo compadezco Un lord debe resentirse por ello; porque si mañana pierde igual suma, la renta de un año se le fue en dos días y a cuenta de tan mal rato.

Esto lo lleva angustiado, pero la esperanza del desquite lo tienta. Si gano, me rehago; y si pierdo me retiro a la granja del Devonshire y allí pasaré tres años de vida filosófica lejos del tumulto de la ciudad, ocupado en la caza y en los libros; así pagaré cómodamente a mis acreedores. Llega el conde de Buck... que le dice haber juego aquella noche en casa de lady Will... ¿seréis de la partida? No puedo; debo partir mañana a Devonshire. ¿Y no podéis venir esta noche porque partís mañana? Pues la duquesa de D... os esperaba. Ea, pues, iré. ¿Quién sabe que mi suerte no dependa de aquella mano?

Aquella mano es cabalmente la que le acarrea su ruina; pierde por desquitarse de las diez mil libras esterlinas la renta de tres años. La oculta desesperación se apodera de su pecho; pierde el sosiego; la vida hácesele amarga; se ve obligado a retirarse, no a llevar una vida filosófica, sino a maldecir de su locura y de los daños que se causó a sí y a su familia, defraudando a su vida y a sus descendientes las comodidades que recibió de sus mayores. ¿Creéis, sir Bridge, que suceda esto? Demasiado sucede, y no lo digo por mí, pues esas voluntarias desgracias son frecuentes. ¿Pero me sabríais decir por qué razón apenas hay ninguno que se enriquezca con el juego, siendo así que se ven los más de los jugadores arruinados? Dos razones principales, entre muchas, puede haber: la una, porque lo que uno solo pierde se reparte entre muchos; la otra, porque se hace más visible la ruina de un perdidoso que la ganancia del afortunado, y porque lo que mal se gana, presto se disipa. Pero prescindamos del interés y no miremos al juego por la parte de la pérdida o de la ganancia. Os aseguro que no sé concebir cómo los hombres encuentran divertimiento en unas combinaciones de signos que, en vez de aliviarles el ánimo y recrearlos, los agitan, los enojan, los desazonan y entristecen. Las pocas veces que me sucede sentarme cerca de una mesa de jugadores, paréceme que veo representar en títeres las pasiones. Veréislos sentarse al juego, animados todos de la ansia de ganar, o por codicia o por complacencia, esto se supone. Luego levantan cabeza en sus pechos la agitada esperanza, la temerosa incertidumbre, animadas del afanado anhelo de la ganancia y del deseo de que vengan los naipes escogidos.

Éstos llegan, son malos; primer disgusto. La otra mano vendrán mejores; esperemos. Pero pierde la otra partida; segundo disgusto. No importa; mejor juego lo reparará. El juego viene, pero para burlar otra vez su vana esperanza y para dar a su disgusto una punta de enojo. Paciencia; esta vez me llega la mano; barajaré a mi modo los naipes. Los baraja, los da; ni por esas. ¡Naipes malditos! ¿Es posible que siempre he de ser desgraciado? Esta maldición amedrenta a su mala ventura y la suerte se le muestra favorable.

¡Qué gusto! un bello juego promete resarcirle sus pasados afanes y pérdidas. ¡Qué capote les vamos a dar si me ayuda bien mi compañero!

Una inadvertencia, un manifiesto desatino de éste, echa a tierra sus vanas lisonjas. Éstas se transforman en mayor enojo y rabia, que lo enciende y lo hace prorrumpir en indignos denuestos. ¿No es este un lindo divertimiento y pasatiempo? Pero reparad en aquel jugador afortunado que gana. ¡Qué contento es el suyo! Mas ved también cuán ufano se pone. No es siempre la suerte, dice, la que es propicia al que gana. Si no hay habilidad, ¿cómo se ha de esperar fortuna? Comienza a engreírse. Notad cuán neciamente insulta a los que pierden. Sus ansias no son menores por alzarse con toda la ganancia, pues la que hizo poco le consuela. Los que pierden, a más de resentirse de aquel ridículo engreimiento, añaden a su desazón y disgusto la oculta envidia y el enojo que se asoma a sus rostros y que les fomenta aquel que, a más de ganarles el dinero, los insulta con protervia.

A esto se allega el indiscreto, el parcial mirón que sugiere o previene un descuido al que juega a su lado y acaba con la paciencia mal retenida del jugador contrario que tira de revés los naipes, dando al diablo el hato, el garabato y el bellaco que el tal juego inventó.

El jugador de corazón noble y mirado, que mira con indiferencia su pérdida, y su suerte siempre contraria con muda constancia, es ciertamente digno de loar; ¿mas qué recreo y divertimiento puede tomar de las descorteses desazones y de los arrebatos coléricos de aquellos con quienes juega? Yo no lo sé, amigo. Veo introducidas en toda la Europa todas especies de juegos; en todas partes veo que causan en todos los mismos disgustos, pero con todo se juega. ¿Cómo se han de pasar las dos, las tres horas de la visita? ¿En qué se ha de emplear la noche para aliviar el ánimo de las tareas del día? La materia del discurso luego se agota, principalmente entre aquellos que se ven todos los días. ¿Mascaremos oraciones, dando sobre ellas cabezadas de sueño?

Sir Bridge, ¿qué responderíais vos a estas objeciones? No sé qué responder, mucho menos estando tan autorizado el juego de la pasión de los hombres. Los dados eran el juego favorito de los antiguos, aunque también prohibido por las leyes. Ahora ninguno piensa en los dados. ¿Quién sabe que de aquí a un siglo no toque la misma suerte a los naipes, arrinconados de algún genio feliz que invente otro divertimiento que empeñe su interés y divierta una compañía sin tedio y sin enfado?

Entretanto, estoy bien lejos de creer que se pueda contener un torrente con una encañizada. La paz y sosiego del ánimo del hombre me interesará; mas, siendo negado el esperarlo de todos, retraigo mis deseos a vuestro solo bien, pues éste lo tengo de cerca; y perdonad cuanto dije al sentimiento que vuestra pérdida me causó. La desazón que sentís todavía os podrá persuadir que no es el juego entretenimiento de solaz, como pretenden, llevando consigo tantos motivos de afanes y de disgustos. Me tocó demasiado en lo vivo tal pérdida para que me exponga otra vez a tomar naipes en la mano. Hice ya firme propósito.

¿Pero creéis que basta esta resolución para dejar de jugar? Apenas hallaréis un jugador que no haya hecho mil veces tal propósito. Si no os sobreponéis a lo que puedan decir o pensar de vos los otros, si no sustituís al deseo de la codicia el desinterés de la moderación, si no preferís la paz y quietud del ánimo con el sosiego del espíritu a todas las alteraciones y disgustos que causa el juego, si no hacéis alarde de no saber jugar cuando os instan para ello, tened por seguro que jugaréis a pesar de vuestro propósito.

Eusebio oía este discurso de Hardyl con admiración por serle tan nuevo, no habiéndosele proporcionado jugar jamás a los naipes. Bridge continuó el mismo discurso, contando algunos casos de familias que conocía arruinadas por el juego; pero se lo interrumpió la vista de unos alguaciles que encontraron y que llevaban presos dos hombres y una mujer, sospechando si serían los mesoneros, pues la corpulencia de la mujer, que era notable, y la corta distancia que había de Telton, a donde se encaminaban, hasta el lugar en que encontraron los presos, les dio motivos para sospecharlo.

Certificáronse de ello al llegar al mesón de Telton, viéndolo cerrado, diciéndoles un vecino que acababan de cerrarlo los esbirros por haberse llevado presos a Londres los mesoneros. Hardyl se informó entonces de aquel mismo vecino del paradero de Altano y de Taydor; pero no sabiéndole dar razón, suplió una mujer que lo oía desde la casa de enfrente diciéndole que había visto ir aquellos hombres a casa del ministro. Encamináronse entonces a pie a la casa de éste, siguiendo el coche, y ya cerca vieron que Altano salía de ella; el cual, al reconocer a su amo, corre hacia él diciéndole: Venga vmd. y bien venido sea, que en hora y punto llega en que la justicia acaba de cerrar aquel nidal de brujerías. Y qué tal que lloraba la tía Juana cuando le pusieron las ajorcas, y no de oro ni granates.

Eusebio lo atajó preguntándole por Taydor. Aquí está en casa del señor ministro, que quiso tenerlo en ella gracias a la generosidad de mi señor don Eusebio, haciéndole yo ver las cincuenta guineas en el mesón, luego que llegué de Londres. Llegados a casa del ministro, Altano se adelanta para avisarle de la llegada de su amo; el ministro los recibe con mucha atención y cortesía, entrándolos en la estancia donde estaba Taydor, por quien Eusebio preguntó. Al ver a su amo, le agradece con enternecimiento su generosa humanidad, besándole la mano por fuerza. Bridge se informa del ministro si podrían alojarse aquella noche con alguna comodidad en Telton. El ministro le dice que la cena se podía hacer en su casa, si gustaban de honrarle, pero que no teniendo sitio, ni camas que darles para dormir, esperaba poderlos colocar en el vecindario. Salióse a este efecto, y de allí a poco rato volvió para decirles que un rico aldeano quería tenerlos en su casa y que había encontrado otro para sus criados; que si querían, los acompañaría.

Brigde apreció la atención del ministro y aceptó en buena gana el embite. Acompañados de él fueron a la casa del aldeano que los había convidado. Llamábase éste Juan Howen, hombre muy primoroso, de genio alegre y divertido, como lo manifestó luego en el recibimiento que hizo a sus huéspedes. Su casa era grande y aseada; y aunque sin lujo ni riqueza, en los muebles y en el aseo manifestaba, con todo, ser su dueño un rico y primoroso labrador, enemigo de la sujeción y de las ceremonias. Pero era gran hablador, entreteniéndolos más de dos horas, queriendo informarse de Hardyl y de Eusebio de la Pensilvania, contándoles cuentos añejos, algunos de los cuales tocaban a la antigüedad de su familia, que denotaban el aprecio que en todas partes hacen los hombres de su ascendencia.

Esto comenzaba a cansar a Bridge; Hardyl, al contrario, gustaba de aquella rancia sinceridad y franqueza amigable de Howen, pareciendo que fuese la sola persona que habitase la casa, pues en dos horas y media que estaban en ella, no había comparecido mujer ni hombre de su familia. Salieron de este engaño luego que los llamaron a cenar, al ver entrar en el cuarto en que estaba puesta la mesa la mujer de Howen, seguida de tres doncellas coronadas de flores y muy aseadas, llevando cada una su plato, que pusieron sobre la mesa. Los huéspedes quedaron atónitos de aquella galante sorpresa, y mucho más de la delicada hermosura de aquellas doncellas, que a Eusebio le parecieron las tres gracias.

Creció su admiración cuando Howen les dijo que la primera era su mujer, y las otras sus hijas. Bridge, Hardyl y Eusebio, después de haber hecho sus cumplimientos a la madre, se sientan con ella a la mesa a instancias de Howen, quedando a las hijas la incumbencia de servir a la mesa. Bridge quería de todas maneras que se sentasen también ellas a cenar, Eusebio lo deseaba interiormente sin manifestarlo, pero Howen le dijo que a su tiempo se sentarían.

La madre era mujer taciturna, cuanto su marido donoso hablador, que se las había con Bridge sobre la hermosura de sus hijas. Eusebio callaba y miraba con atención afectuosa, especialmente a la menor de las tres hermanas, en la cual le parecía descubrir alguna semejanza de Leocadia. El amor no podía tomar mejor máscara para empeñar el corazón de Eusebio y para asaltarlo cuando menos lo pensaba. Las miradas de entrambos se encontraban frecuentemente, y algunas de ellas con declarado afecto que el amor exprime insensiblemente y, tal vez, sin advertirlo. Otra circunstancia, pues no hay cosa ninguna pequeña para el amor, encendía más la oculta afición de Eusebio; la doncella se llamaba Susana, nombre para él muy amable, por el que tenía su madre, la mujer de Henrique Myden. El mismo Eusebio no podía tampoco dejar de conocer que la tierna y graciosa Susana correspondía a su oculto afecto, pues se esmeraba en servirlo con mayor atención que a los demás, por el empeño que ponía en mudarle luego el plato y darle de beber, aun cuando no lo pedía, fijando en él sus hermosos ojos cuando le llenaba el vaso.

Una vez, entre otras, empeñaron tanto sus almas en una larga, ardiente y afectuosa mirada, cuando Susana le ministraba el vino que, olvidándose de lo que hacía, lo derramó por el suelo, rebosando el vaso. Bridge tomó ocasión de esto para motejarlos y Howen dijo luego: A buen seguro que no ande Susana conmigo tan liberal. Estos motejos que en otro tiempo hubieran hecho sonrosear a Eusebio y le hubieran causado vergüenza, ahora, aunque no dejaron de causarle algún rubor, iba mezclado de complacencia interior, la cual preparaba insensiblemente su ánimo para dar más libre entrada al amor, de cuyas finas insinuaciones no le ocurría recatarse.

Crecieron éstas con otra nueva sorpresa que Howen había determinado dar a sus huéspedes cuando ya estaban para acabar de cenar, haciendo sentar a las tres doncellas a la misma mesa para que cenasen. A este fin había dejado tres puestos vacíos y sin cubiertos para que no pudiesen sospechar los huéspedes la intención que llevaba, y que les fuese más gustosa la sorpresa. Al llamamiento de Howen comparecen dos criadas que no se habían visto hasta entonces. Traían ellas los tres cubiertos que habían de servir para las muchachas, poniendo el uno en el puesto que quedó vacío entre Eusebio y el mismo Howen; el otro entre Howen y Bridge; y el tercero entre Bridge y Hardyl, quedando la madre entre Hardyl y Eusebio.

Llegadas las tres doncellas para sentarse a cenar, Howen les dice que habían de escoger el puesto, cada una según su inclinación. Ellas comienzan a reír con inocente modestia y encogimiento, mirándose unas a otras, y deteniéndose con tanta zalamería que empeñaban mucho más los ánimos de Bridge y de Eusebio, pues del de Hardyl nada había que esperar. Eusebio especialmente sentía palpitarle en el pecho una impaciente ansia de que Susana viniese a ponérsele al lado, fomentándosela mucho más las miradas que ella le vibraba con la tierna sonrisa de su encogimiento.

Insta de nuevo Howen para que se resuelvan. Susana, entonces, a quien hacía más atrevida el impaciente afecto, atraída de las ansiosas miradas de Eusebio, se abalanza a tomarle el lado; pero la sagaz doncella, para quitar toda sombra de sospecha contra su afición, dijo, al tiempo que se sentaba volviéndose hacia su padre en ademán de hacerle una caricia: Yo escojo el lado de mi señor padre. El padre, no menos advertido que ella, le responde sonriéndose: Escoges antes la izquierda que la derecha de tu padre, ¿no es así, hija mía? Ésta me vino a la mano, dijo ella. Y Bridge: No queda ya qué escoger a las otras dos, habiendo Susana escogido la primera; pero no importa, a buena cuenta, Anita y Raquel me caen a los dos lados.

Esto sirvió de nuevo recreo para Hardyl y Bridge, pues Eusebio ya no sentía otra complacencia que la de la llama que acababa de avivarle la declarada demostración de Susana. Muy sobre sí debe estar, y muy endurecido en la virtud, el corazón sensible para no dejarse llevar de los terribles alicientes de un manifestado afecto. Eusebio no pudo dejar de sentir entonces el fuego que atizaba en su pecho la vecindad de Susana, causándole una dulce palpitación y una desvanecida complacencia por haber ella preferido y escogido su lado.

Bien procuraba resistir al principio con la memoria de las promesas hechas a su fidelidad, creyendo amar sólo en Susana la semejanza de Leocadia, que en ella le parecía reconocer; mas, ¿cómo podía dar a entender a su corazón estas mentales y vanas precisiones?13. El suave olor de las flores que coronaban una cabellera tal vez más hermosa que la de Leocadia, por ser más rubia; los ojos, aunque tan ardientes, pero que le hablaban de cerca y en silencio; un lenguaje más dulce e insinuante que el austero de Leocadia; el blando y notable movimiento de un pecho que, no estando tan celoso, irritaba y prometía más a sus curiosos ojos, lo enajenaban poco a poco y trastornaban sus sentidos a pesar de su ideal contraste.

La sujeción y dependencia para con Hardyl no era ya tanta como en otros tiempos, aunque su alma le conservaba un entrañable y respetoso afecto, mas éste no podía servirle de freno tan fuerte en la ocasión presente. Bien echaba de ver Hardyl la manifiesta inclinación de Eusebio a Susana, pero la creía efecto de la natural simpatía del sexo, antes que pasión que hubiese concebido por ella. Como las muchachas comenzaron a cenar cuando estaban para acabar los huéspedes, éstos tuvieron mayor proporción para hablar con ellas y mirarlas más holgadamente. Bridge, hombre ya curtido y viejo soldado del amor, se chuleaba con ellas, pero con mucha discreción y gracia, haciéndolo antes por donaire de honesto entretenimiento, que por afecto particular. Hardyl se esforzaba en buscar materia de hablar con la madre taciturna para no dejarla desairada; pues Eusebio, que estaba al otro lado, parecía haberla olvidado enteramente, enajenado con Susana, devorando sus zalamerías que ella procuraba acrecentar, por lo mismo que se reconocía mirada del apasionado Eusebio.

Las respuestas que ella daba con mayor gracejo a las preguntas encogidas que él la hacía, las miradas tanto más ardientes y locuaces cuanto más dadas a hurto y de soslayo de los que se estaban lado a lado, y con mejor proporción para que Eusebio cebase la irritada curiosidad de sus ojos en lo que no debía, comenzaron a borrar por grados la memoria de Leocadia. Perdieron las fuerzas los ocultos reproches de fidelidad y su alma atónita y como beoda de los presentes atractivos, concebía algunas lejanas esperanzas de que Susana condescendería a las expresiones de su amor, sin echar de ver la malicia de estas ocurrencias.

Así pasaron el tiempo que duró la cena de las doncellas, y, acabada, se levantaron para ir a ocupar otros asientos y esperar la hora de ir a dormir. Bridge, hombre franco, hizo sentar otra vez a su lado a Anita y Raquel; Howen se salió afuera; Hardyl, cortejando a la madre por conveniencia, se sentó también junto a ella; y Susana ocupó el asiento al lado de su madre, esperando atraer allí a su lado a Eusebio. Pero Eusebio, por efecto natural del ejercicio de la moderación, había quedado el último en pie, dejando que se sentasen antes los otros, aunque esta conveniencia, que en otras circunstancias podía ser efecto de cortés atención, en las presentes participaba más de las ocultas ansias de que le tocase el lado de la doncella, sin nota de afectación por su parte, esperando que Susana lo convidase con el asiento, como de hecho sucedió, sabiendo ella aprovecharse de este lance de quedar Eusebio en pie, para empeñarlo más en su amor, haciéndole sentar junto a sí, convidándolo expresamente y estrechándose ella con su madre para hacerle lugar.

Eusebio no se hizo rogar segunda vez, abrazando luego aquel gracioso ofrecimiento y recibiéndolo con tanto mayor gusto cuanto era más estrecho el puesto ofrecido. Pero creció el tumulto y palpitación de sus afectos; mayor enajenamiento se apodera de sus sentidos con dulzura más lisonjera. En tal estado y en tan estrecha situación, ¿cómo podía dejar de rendirse a los impulsos que le venían de asir la blanca mano de Susana, que al descuido y en ademán de pedirle la suya, sin pedírsela, tenía ella medio caída y tendida entre los pliegues del delantal, sin ser vista de los presentes?

¡Oh Eusebio!, ¿qué vas a hacer?, ¿tantos severos consejos de Hardyl, sus ejemplos, su presencia, las máximas de tan continua lectura, tu querida Leocadia, las promesas que poco ha la hiciste, el tumulto, la palpitación, el enajenamiento que te causan esos impulsos; todo esto no te dice bastante que te recates y que refrenes el atrevimiento de tu pasión? Mas todo es en vano. La mano de Susana es más poderosa cuanto se muestra más flaca. Provocado, irritado, vencido de la ocasión, cede a sus terribles alicientes y se apodera de ella, escapándosele del pecho un ardiente suspiro.

Mas la mano, prendida con mil temerosas dudas, queda inmóvil en vez de huir, y asegura la conquista al palpitante usurpador. ¡Ah!, ¡no era aquella la mano de Leocadia!, ¡aquella mano tanto más digna de poseerse, cuanto más fiera se mostraba en rendirse al que la pretendía!

Más rápido que un rayo pasó este cotejo por la mente de Eusebio, y como un sueño se desvaneció esta diferencia que hizo su imaginación. Los halagos lisonjeros de la presente victoria, obtenida con tanta facilidad, acaban de borrar enteramente la memoria de Leocadia y enajenan del todo su corazón. No le basta tocar la rendida mano; en ella imprime la fuerza de su inflamado afecto y la aprieta. Todo el veneno del amor se insinúa rápidamente en las venas de entrambos. La picadura de la víbora no tiene tan súbito y violento efecto. ¡Oh Dios!, ¿qué hacéis, don Eusebio?... ¡Oh adorada Susana!... ¡Yo desfallezco! ¡Ah!

Un mudo trastorno de sentidos sigue a la encendida declaración de sus almas en tan cortas pero tan enérgicas expresiones, dichas especialmente de modo que no fuesen notadas. Susana se levanta de repente y se sale de la estancia a desahogar su inflamado enajenamiento. Pretextos para hacerlo, sin que se conociese el motivo, no podían faltarle: era mujer.

Eusebio quedó allí estático, confuso y como transido del veneno esparcido en su corazón; ni acabará de volver en sí tan presto si Bridge, que echó de ver entre ellos alguna especie de confianza, no le dijera: ¿Qué es eso, don Eusebio, parece que os caéis de sueño? No me caigo, sir Bridge, antes bien estoy muy desvelado. Bridge continuó a echarle algunas pullas, ayudado de Raquel, que era la mayor de las hermanas, sintiendo Eusebio que les distrajesen de aquel éxtasis amoroso en que la idea de Susana le había dejado.

Howen, entra diciendo que cuando gustasen podían irse a acostar. Hardyl se levanta inmediatamente y comienza a dar las buenas noches; pero Susana no comparece. Eusebio la busca con los ojos, con toda el alma; pero en vano. Dale pretexto para hacer tiempo de esperarla la detención de Bridge, que se entretenía todavía con Anita y Raquel, acercándose para oírlo, después que no pudo dispensarse de dar las buenas noches a la madre. Las criadas los estaban esperando con las velas encendidas y Hardyl en la puerta les daba prisa. Pero Susana no comparece.

A Eusebio se le iba el alma por verla y saludarla, y no resistiendo a su impaciencia, la rompe, diciendo a Howen: ¿No podremos saludar a Susana? No importa, no importa, ¿para qué tanto cumplimiento? Con toda libertad, señores, con toda libertad. Pero Susana no comparece. ¡Qué pena, qué congoja la de Eusebio! Se ve finalmente obligado a ceder a la necesidad, siguiendo a las criadas que los precedían alumbrando a Hardyl y a Bridge. Eusebio iba detrás de ellos, pesándole sobrado las piernas y volviendo la cabeza a cada escalón para ver si descubría a Susana.

Perdidas todas las esperanzas en el primer descanso, prosigue la escalera triste y pesaroso. ¿Cómo podía imaginarse que Susana estuviese allí arriba en el remate, esperándolo para darle un saludo más cumplido que el que pudiera en la presencia de sus padres? La voz de Hardyl, que saludaba a Susana dándole las buenas noches, hace levantar los ojos a Eusebio y le ve que estaba allí de pies, esperando con sobrada cortesía que pasasen los huéspedes.

Nueva palpitación agita el pecho de Eusebio; y el deseo de poderle tomar otra vez la mano, le sugiere que suba despacio la escalera para dar tiempo a Bridge de acabar su largo e importuno cumplimiento. Hízoselo acortar Susana con el seco despego que le manifestó, y baja para encontrarse con el anhelante y conmovido Eusebio, a quien dice con ternura: Dormid bien, sir Eusebio, os lo deseo. ¡Oh Susana!, ¡oh dulce amor mío!, la dice Eusebio.

El cual, quedando allí mismo enajenado y enternecido, seguía con los ojos a Susana para ver si se volvía desde el descanso. Se vuelve, ¡ah Susana!, mas ella desaparece dejándolo con la expresión en la boca e inficionado todo de la ponzoña funesta que había chupado.

La criada que acompañaba a Hardyl, creyendo que Eusebio hubiese quedado abajo, vuelve a la escalera para alumbrarle al tiempo que él entraba en la sala y, guiándole hacia el cuarto en cuya puerta esperaba Hardyl ajeno de sospechar la causa de su detención, se despide dentro ya; y despedida la criada, Hardyl tira el cerrojo a la puerta y cierra con él todos los caminos a las imaginarias esperanzas del amor de Eusebio, el cual envidiaba la suerte de Bridge, a quien pusieron solo en otro cuarto.

Al tiempo que se desnudaban decía Hardyl a Eusebio: ¿Qué os parece, Eusebio, de la cordial y generosa hospitalidad de sir Howen?, ¿no se asemeja a la franca y sincera hospitalidad de los antiguos tiempos? Las aldeas de Inglaterra todavía la conservan. ¡Qué ingenua liberalidad! ¡Qué amigable confianza con personas que no conoce! El interés, la malicia, el engaño, la traición con la capa de amistad, todos los vicios y fraudes, con el manto de la cortesía y del agasajo, parece que se va a anidar a las ciudades grandes, dejando exentas las aldeas de su funesto contagio. ¿No os lo parece, Eusebio?

Eusebio, no atendiendo a lo que Hardyl decía, no le responde. ¿Cómo?, ¿no estáis persuadido de esto? ¿No habéis notado la candorosa inocencia de las doncellas que con tanta gracia nos han servido a la mesa? ¿Creéis que un ciudadano igualmente rico que Howen nos hubiese hospedado con la misma cordialidad que él? No lo sé, Hardyl, ¡ah!... Inadvertidamente se le escapó el suspiro. Hardyl lo nota, y le dice: ¿Qué es eso, Eusebio? ¿Por ventura Susana encendió alguna pasión en vuestro pecho? ¡Oh! no lo creo; no obstante que eché de ver que faltasteis a la cortesía con su madre, que teníais al lado ínterin a la cena.

A Eusebio se le enciende el rostro al oír la falta de atención para con la madre, que Hardyl le notaba. Con todo, le dice: ¿Cómo?, ¿que lo advirtió la madre? Bien lerda sería si no lo hubiese notado. Las que menos hablan, son las que más advierten. Todos vuestros movimientos y miradas denotaban inclinación, y tal vez afecto; pero ese suspiro inadvertido manifiesta pasión, lo que no puedo persuadirme, pues no creo que hayáis olvidado tan presto a Leocadia.

¡Qué dardo tan penetrante para el corazón de Eusebio! No lo dudéis, Hardyl. Leocadia obtendrá el señorío en mi pecho. Eso lo creo yo: su hermosura, sus gradas y su severa virtud, más bella que sus gracias y hermosura; vuestras promesas, vuestra integridad, en fin, todo concurre para persuadirme que a pesar de vuestra fácil sensibilidad, merecerá siempre Leocadia todo el afecto de vuestro corazón. Lo tendrá, no lo dudéis. Mas ese lenguaje no parece que esté animado del mismo ardor que otras veces, ni indica la misma apasionada fidelidad. ¡Lo decís tan desmayadamente! y lo dejáis para tiempo por venir, que...

El sueño se apodera de Hardyl y no le deja acabar. Eusebio, ya en la cama, nota que Hardyl comienza a dormir y deja de continuar un discurso que comenzaba a serle importuno y enfadoso. Pero su corazón llevaba ya atravesado el dardo del reproche y su memoria volvía a cebarse en las gracias y correspondencias de Susana, combatidas de la imagen de Leocadia, que Hardyl le acababa de refrescar, de modo que el descanso le era pesado.

Y duro campo de batalla el lecho.

Leocadia y Susana lo combatían. ¡Oh qué terribles enemigos para un corazón tierno, afectuoso y agradecido, como era el de Eusebio! Pero Leocadia peleaba de lejos, y Susana oprimía de cerca su pecho, a pesar del escudo de minerva que Hardyl, sin querer, acababa de darle para combatirle; pues el amor se había apoderado de él, consiguiendo aminorarle la memoria de la ausente Leocadia. Verdad es que Eusebio vuelto en sí, en fuerza del sugerimiento de Hardyl, se avergonzaba de la facilidad de su amor; pero luego ocupaba y empeñaba su imaginación el mayor afecto que mostraba tenerle Susana, sus mayores esmeros en complacerlo y servirlo en correspondencia a sus amorosas declaraciones, las cuales le pedían por lo mismo mayor correspondencia de su corazón, viéndose buscado y pretendido sin dificultad.

Luego, su enardecida fantasía volvía a cebarse en todos los movimientos, gestos y miradas con que la graciosa Susana había empeñado su afición; renovaba el lance del derramamiento del vino y lo que Bridge y el padre de Susana dijeron, sonriéndose Eusebio con gusto de tales memorias; le ocurre el ofrecimiento que le hizo del estrecho asiento; la mano, aquella mano puesta allí para que la tomase; cómo se la apretó y la inmovilidad con que ella le recibió primero, y el extremo con que al instante correspondió al cariño que acababa de recibir; el suspiro ardiente y tanto más enérgico cuanto más desfallecido con que ella le hizo aterecer la sangre en las venas, y que manifestaba la sensibilidad de la doncella; su salida repentina de la estancia, que confirmaba la fuerza y viva impresión que hizo en su alma el tocamiento de la mano; el sagaz y amoroso expediente de esperarlo en la escalera; y lo que más es, el modo seco y desabrido con que respondió a Bridge, para ir con afecto y ahínco a encontrarse con él para saludarlo con mayor libertad; la inclinación de cabeza y cuerpo que le hizo desde el descanso de la escalera antes de perderlo de vista.

Todas estas memorias atizaban el fuego de su imaginación, sin dejarlo dormir; arrastrando insensiblemente sus deseos y esperanzas a concebir lo que no debiera. ¡Ah!, decíase a sí mismo, ¡mi encogimiento me hizo perder el mejor lance! ¿Esperaba yo por ventura, bobo de mí, que ella me declarase abiertamente sus deseos? ¿Una mujer pudiera explicarse más, especialmente una doncella?

¿Mas de dónde, de dónde me prometo, loco de mí, que Susana cedería a mi atrevida declaración? El haberme manifestado su ardiente afecto, ¿es acaso prueba de rendimiento? ¡Oh indiscreta y necia confianza de mi imaginación! ¿Por ventura no se levantó de su asiento luego que sintió que la tomé la mano?

¡Oh amor!, ¡pérfido amor! ¿Quién se creerá bastante armado contra tus aleves y mortales tiros? He aquí cruel la profunda herida que hizo tu dardo en mi inocente pecho. Corre, vuela a Salem y retrata en sueños a Leocadia el triunfo que verifica sobre los justos temores de sus amorosos celos. ¿Mas podrá ella resistir a la idea amarga de la infidelidad de su amante? ¿De la perfidia?...

Un torrente de lágrimas brota de repente de sus ojos y los violentos sollozos, resonando más en el silencio de la estancia, despiertan a Hardyl que, oyendo llorar a Eusebio con tanta vehemencia, se incorpora en la cama alterado y le dice: Eusebio, hijo, ¿qué es?, ¿qué os sucede? ¡Oh cielos! Yo muero, Hardyl. Hardyl se arroja con precipitación y acude a la cama de Eusebio. ¿Qué tenéis?, ¿qué extraño mal os sobrevino?

Eusebio, viendo a su cabecera al buen Hardyl, se abandona de nuevo al llanto y a los sollozos sin responderle, dejando pensativo y suspenso a Hardyl, el cual se decía a sí mismo: Dolor no puede ser, pues aún el más intenso no saca tal llanto, ni tales sollozos de quien no lo padece, si no es en los niños que no tienen otra expresión para indicarlo. ¿Temor?... menos, pues Eusebio lo perdió. ¿Pasión?..., ¿amor?... mas, ¿cómo pudo causar tan presto un estrago tal en su pecho? Si es así, será la mayor prueba de su sensibilidad. Eusebio entretanto la desahogaba, y Hardyl, persuadido que no podía ser otra la causa de tan amargo llanto puesto que Eusebio nada le decía, se aprovechó de estas reflexiones para dejarlo llorar, quedando un buen rato a su cabecera sin chistar y sin contemplarle su aflicción, hasta que Eusebio, notando su silencio, afloja de su sentimiento. Entonces Hardyl, conociendo que escucharía razón, le dice: Eusebio, hijo mío, gran susto me habéis dado; ¿no podrá saber Hardyl la causa de tan grande sentimiento?, ¿podré merecer esta confianza?

¡Oh mi envidiable Hardyl!, sí. Sabed toda la confusión y vergüenza que me cubre. ¡Oh Dios! Susana... ¿Y bien, qué es?, ¿por ventura es Susana la causa de ese alboroto? Si lo es, no lo extrañaré. Os lo debo confesar... ¡Oh Hardyl, ¡si vierais mi corazón! No necesito de verlo; sé muy bien los funestos efectos del amor; ni vos los podíais ignorar. ¡Cuántas veces os lo prediqué! Pero no sé si bastará esta nueva prueba para acabaros de desengañar. Bastará, bastará, no lo dudéis, Hardyl. Siento demasiado despedazado mi corazón para que me deje arrebatar otra vez de los engañosos halagos del sexo.

Cuando sea así como decís habréis sacado un gran bien de un gran mal. Pero para conservar este fruto, conviene, hijo mío, que toméis un continente más noble y severo en vuestra conducta. Os compadezco; salíais del puerto, aunque provisto de ciencia y de conocimiento, para navegar por el gran mundo; pero, al primer vuelo habéis dado con Calipso. ¿Por ventura será bastante este escarmiento para evitar el canto de las sirenas y los engaños de Circe?.

Estas son ficciones de Homero, dicen los enamorados, buenas para ser creídas de los bobos. ¿Con cera nos hemos de tapar el oído? Pero bien veis que no anda tan material el poeta como pretenden, mucho menos cuando transforma en puercos a los enamorados. ¿Creéis, Eusebio, que se alcanza tan fácilmente la virtud y que se posee luego que se comienza a ejercitar? Luchar, resistir y porfiar conviene para sofocar la concupiscencia; pues sólo así se llega a enfriar su funesto ardor, el cual sólo presenta a nuestros ciegos e irritados deseos los deleites, el sumo deleite, encubriéndonos al mismo tiempo todas sus fatales consecuencias.

Mas, Eusebio, ésta no es hora de dar ni de oír consejos. Según veo, no habéis pegado los ojos en toda la noche y necesitáis de descanso; dormid, pues, las pocas horas que quedan. No, no podré dormir, creedme, Hardyl; mi mente necesita más de descanso que mi cuerpo. Susana encendió demasiado mi fantasía para que la pueda forzar a rendirse al sueño. ¿Tanto pudo con vos esa doncella? Más de lo que os podéis imaginar. ¿Qué es, pues, lo que pretendéis?, ¿casaros con ella? ¿Casarme con ella? ¡Ah! no; Leocadia, la severa Leocadia será la esposa de Eusebio.

Ea, pues faltáis a la virtud, al honor, a la honradez, a la fidelidad, si pensáis más en Susana fomentando esa pasión; y os exponéis a mil terribles afanes y desazones, por no decir delitos, si persistís en ella. A buena cuenta os ha dado una noche bien rabiosa, y peor tal vez que la que pasasteis en la cárcel entre los horrores del calabozo; pues allí teníais la virtud, que acariciaba vuestra inocencia y llenaba vuestra alma de dulzura celestial, que no os dejaba sentir las penas de vuestra situación, aunque en apariencia tan triste.

Mas aquí los atractivos y gracias de Susana halagando vuestros ojos y encendiendo vuestra imaginación, os metieron el puñal en el pecho hasta la empuñadura, despedazando vuestro corazón y sugiriendo a vuestros descarriados deseos lo imposible posible, arrastrando vuestra enajenada voluntad de delito en delito imaginario, para reducir después toda esa máquina en humo y en funestas sombras que, sin poderlas abarcar, dejan corrompido el corazón.

Grande es, Eusebio, el engaño que padece la fantasía del hombre. ¿Creéis que el amor, la correspondencia que prometen las mujeres, sea en efecto cual parece? ¿Sabéis cuán torcidas pueden ser sus intenciones y qué fines tan opuestos pueden tener? Un corazón sensible, fácil y sin experiencia de mundo se deja fácilmente deslumbrar de aquella apariencia con que lo ceban; y si no consulta más que su apetito, se abalanza como pez incauto para quedar prendido en el anzuelo.

La mayor parte de los hombres que beben como el agua la iniquidad, aunque sea en vasos hediondos, hacen burla de estas delicadezas morales, persuadiéndose que un trago del deleite recompensa todos los acerbos afanes, las amargas desazones y cuidados con que lo compran; porque como no probaron jamás la celestial suavidad de la virtud, no se pueden persuadir que sea tal como lo oyen decir de quien la probó y, por lo mismo, la desprecian con una jactancia desvanecida y desenvuelta que causa compasión.

¡Ah! Eusebio, sería nunca acabar si quisiera pintarte los funestos efectos de una pasión, que los hombres livianos reputan inestimable. Lo es, no hay duda, luego que llega a tiranizar el corazón; mas esto sólo lo padecen los que, faltos del conocimiento y sentimientos de la virtud, se prendan y se dejan llevar de las apariencias mentirosas del vicio; los que sin principios de moderación y de decencia, no consideran las fatales consecuencias del amor; los ociosos y presumidos libertinos que, haciendo fisga del decoro y de la integridad de la honradez, huellan tal vez en el lodo del oprobio y de la más ignominiosa miseria las infelices e inocentes víctimas, después que las hicieron servir al vil engaño de sus infames caprichos.

Los que... Yo me aparto sin querer de tu pasión a Susana, que nada tiene que ver con esas otras detestables pasiones. Culpable es, hijo mío, la vuestra y pudiera degenerar también en la especie de aquéllas. ¿Mas por ventura estáis desprovisto del conocimiento de la virtud?, ¿de principios de honradez, de decencia y de moderación?, ¿sois acaso desvanecido y necio libertino?, ¿vuestro corazón se atreverá a ejecutar semejantes maldades? No, no, Hardyl. ¡Oh cielos!, ¿qué decís?... El llanto volvió otra vez a brotar de sus ojos. Hardyl le toma entonces la mano y, dejándolo llorar, prosiguió en decirle:

No, Eusebio, estoy bien ajeno de creer que las cometáis, mas es necesario poner la mano en la llaga para curarla. Curada está, curada está; no pongáis duda Hardyl. Al honor, a la virtud, a Leocadia, a su amor, sabré sacrificar esta pasión; la sofocará mi llanto y mi arrepentimiento.

Bien, pues, dejémosla estar. ¿Mas pensáis que será esta la última prueba en que pondrá el mundo vuestra virtud? ¿Vuestro presente arrepentimiento juzgáis que será bastante para precaver otros lances, tal vez más peligrosos? Cuanto más tierno, sensible y apasionado es vuestro corazón, de tanta mayor reserva os debéis armar para contenerlo. Las gracias, el donaire y la hermosura de un lindo objeto irritan y provocan necesariamente; ni sois el solo que sienta la terrible fuerza de sus amables alicientes.

Mas si no estáis sobre vos, cederéis como cedisteis al amor de Susana. La delicadeza y gracias de su aire hirieron vuestra fantasía y excitaron en vuestro pecho el afecto. Vuestros ojos se cebaron en ellas y, encontrados con los suyos, reconocieron la amorosa simpatía, que ésta avivó insensiblemente vuestra mutua correspondencia. Ved aquí la pasión nacida. Una declaración, un suspiro, un tocamiento de mano la inflama; y ved aquí el incendio de la pasión formada, que consume y abrasa el corazón en que prendió.

Esto es indispensable, Eusebio; probáis vos mismo que éstas no son cosas ideales. Tal es el procedimiento y progresos de la pasión. ¿Qué es, pues lo que debe hacer el que no quiere sentir sus fatales extremos y consecuencias? Cortarla en sus principios, alejarla de sí y armarse de la modestia, de la circunspección, del temor y del recato severo para combatirla. Pero para esto, diréis, sería necesario que no fuese tan activo y abrasador el fuego de la juventud. ¡Bueno estaría eso, que sólo los viejos pudiesen ser continentes!

El joven que está prevenido y amaestrado de las infinitas intenciones que puede llevar la vanidad y presunción de la mujer, de la fuerza de su pasión en ser cortejada y adorada, de su veleidad, de su zalamería general, del imperioso deseo que la anima a avasallar sus livianos adoradores; este joven, digo, al ver un objeto hermoso, agraciado y digno de su afición, se dice luego: linda cosa por cierto y que pudiera empeñar mi afecto, si el ánimo y calidades interiores correspondiesen a las externas, y si con mi corazón no debiera sacrificarle también mi paz y tranquilidad.

Ella me promete el deleite en vaso dorado por defuera, ¿mas quién me asegura que no esté corrompido el licor que contiene? Y si lo bebo, bebo ponzoña en vez de la ambrosía que me vende. Esta es la copa de Circe. ¿Me atreveré a poner en ella los labios? No, maten su sed con ella los incautos.

El otro joven doctrinado en la virtud, que añade al conocimiento de estas cosas la integridad, la honradez de corazón y un decoroso y noble proceder, si se siente aficionado a una hermosura poderosa para encender su pasión, aparta luego sus ojos de sus gracias para ponerlos en las consecuencias que puede llevar su desacertado empeño; y viendo que en nada deben recompensar las penas, los disgustos, las desazones a los livianos placeres que siempre le promete el amor, y que tal vez tarde, nunca o muy rara vez le concede, se abroquela luego con el recato y levanta su ánimo en las alas de la moderación sobre los alicientes y halagos de la belleza.

La prudencia cubre su vista con el velo de la modestia y arma su pecho de circunspección, sirviéndole de muro de defensa los preceptos de la sabiduría, la cual inspira e infunde en su ánimo el respeto y veneración a la virginidad e inocencia de las doncellas y al honor y fidelidad de las casadas, mirándolas como joyas que no le pertenecen.

¿Pone acaso alguna de ellas asechanza a sus recatados pensamientos?, ¿intenta avasallar su virtud? La sabiduría defiende la entereza de su pecho, haciéndolo preferir la pureza de su conciencia y la paz y sublime satisfacción de su honestidad a un deleite incierto, pasajero, liviano, vergonzoso; al que siguen la pena, las zozobras, las angustias, el peligro, el voraz remordimiento, la enfermedad, tal vez, y tal vez su muerte.

¡Oh! ved, Eusebio, que amanece el día. ¿Según esto, no habéis dormido en toda la noche? No sólo no he dormido, sino que tampoco os dejé dormir; lo siento, Hardyl, lo siento. ¿Y creéis que no pasara sin dormir otras noches, a trueque de veros quieto y sosegado? Sí lo creo, mi buen Hardyl, ¡oh cuánto os lo agradezco! Mas no lo dudéis: lo habéis conseguido, quieto quedo y sosegado enteramente. Leocadia recobró su señorío en mi corazón; respetaré la hermosura de Susana; la modestia y circunspección que me habéis sugerido tendrán en freno mis deseos; y el recato que debo a mí mismo y a mis sentimientos será la guarda de todas mis acciones.

Acabando de decir esto Eusebio, Bridge toca a la puerta, diciendo: ¿Qué es esto?, ¿ni dormir, ni dejar dormir? Vamos, que las gracias andan por el jardín cogiendo flores para coronar el desayuno. Hardyl abre la puerta; Bridge entra y, cruzando sus brazos, dice: ¿Oí, por ventura, lloros esta noche? ¿Quién queréis que haya llorado?, le dice Hardyl. Pues hubiera jurado haber oído sollozos. Eusebio, después de haber saludado a Bridge, callaba sin contestar a cosa alguna. Hardyl fue a abrir la ventana que daba al jardín y Bridge se encamina a ella para saludar a las muchachas que estaban en él. Ellas corresponden al saludo y a los requiebros de Bridge, riendo con donaire y bellaquería, haciendo viva impresión la voz y risa de Susana en el corazón de Eusebio, el cual, por lo mismo, procuraba vestirse despacio para evitar la ocasión de que Bridge, con su acostumbrada franqueza, lo llamase e hiciese ir a la ventana para saludar a las doncellas.

Vimbons lo saca de este embarazo entrando en el cuarto para preguntar a su amo a qué hora quería partir. Luego, le dice Bridge, y tardando poco Eusebio en vestirse, bajan abajo. El atento y oficioso Howen los recibe con nuevas demostraciones de cordialidad. Eusebio bajaba temblando y temiendo el primer encuentro de Susana. Ésta no tardó en hacerse presente más fresca, linda y graciosa que las flores recientes que coronaban su trenzada cabellera.

Sus vivos y brillantes ojos buscaban los de Eusebio para fomentar de nuevo con ellos la llama de su dulce correspondencia; los encuentra. Pero, ¡cuán mudados y diversos de lo que ella esperaba! El ardor de su confianza quedó yerto al ver la respetosa tristeza y modesto encogimiento con que Eusebio la saludaba. Ella no deja de conocer con sorpresa tan notoria mudanza; mas ¿cómo satisfacer a su curiosidad en la presencia de sus padres, de Hardyl, de Bridge y de sus dos hermanas?

El corazón de Eusebio padecía sumamente y, aunque no tenía fuerza para abstenerse de mirarla si alguna vez levantaba hacia ella sus ojos, éstos, como descarriados, iban a buscar luego los de Hardyl, sabedor de su pasión, holgándose en cierto modo que Bridge y Howen, con su chistosa locuacidad, distrajesen su pena y lo sacasen del embarazo que la presencia de la suspensa Susana le causaba.

Avisado el ministro para que viniese a hacer compañía a los huéspedes en el desayuno, llega. Las oficiosas doncellas, aunque Susana no tanto, se encaminan para traer el té, la leche y manteca. Se sientan también ellas a la mesa, pues no quedando opción en los puestos, como la noche antes, no tocó a Susana el lado de Eusebio, sino a Raquel. La urbanidad exigía de Eusebio hacer con ésta algunas corteses demostraciones, como de cortarle el pan, alargarle la azucarera. Otros tantos dardos para el corazón de Susana, que echaba de ver al mismo tiempo el severo enajenamiento de Eusebio, el cual evitaba sus ojos las pocas veces que se encontraban.

El ruido del coche de Bridge, que llegaba a la puerta, acrecienta la palpitación de la enamorada doncella. Las rosas que encendió en sus mejillas el sol naciente en el jardín se cubren de palidez. Los cumplimientos y demostraciones de la gratitud de los huéspedes comienzan. Las instancias ingenuas y cordiales de Howen no los pueden detener. Es tarde, nos esperan a comer en Londres; no es posible, sir Howen, dice Bridge; os quedamos sumamente obligados; hace años que no he tenido mejor día. Dios bendiga a estas vuestras hermosas hijas que con tanta gracia nos han cortejado. Hardyl y Eusebio manifestaron a Howen su agradecimiento, como también a su mujer y a las muchachas, interrumpiéndolos la locuacidad de su generoso huésped, que no quería tales cumplimientos de sus forasteros, los cuales los hacían estando todavía sentados a la mesa del desayuno.

Eusebio, para desahogar las angustias que sufría su corazón, toma el pretexto de ir a ver a Taydor a casa del ministro para ver si podía volver con ellos a Londres, si la herida se lo permitía, y para agradecer también al ministro la humanidad que había usado con él, le ruega quisiese acompañarlo. El ministro lo hace; y con esta ocasión le entregó Eusebio doce guineas de regalo, a más de los gastos ocurridos en la cura y alojamiento de su criado; el cual, sintiéndose con fuerzas para hacer el camino, los sigue a casa de Howen. Toda la familia y comitiva los estaban esperando de pies en el zaguán. Bridge había llamado antes aparte a Howen para saber la deuda en que le quedaban por tan generoso recibimiento; pero echando de ver que eran nobles y liberales las intenciones del huésped, se reservó a darle desde Londres las pruebas de su reconocimiento.

Entretanto, la confusa Susana esperaba con ansia la vuelta de Eusebio de la casa del ministro para confirmarse de nuevo en lo que no acababa de creer. Vuelve finalmente, pero nota el mismo severo enajenamiento que la trastorna. ¡Cielos!, ¿en que le ofendí?, ¿se pudo mudar su corazón?, ¿fueron fingidas sus demostraciones? Mas si lo fueron anoche, ¿por qué no lo son también ahora?, ¿fingimiento en rostro tan dulce y amable? No puede ser. ¿Por ventura Raquel se llevó la preferencia a la luz del día?, ¿mas por qué deja de usar con ella las mismas demostraciones que usó anoche conmigo?, ¿sus ojos no lo dirían bastante?

Esto manifestaba decir el rostro pálido y atónito de la desconcertada Susana, mientras Eusebio sentía en su interior todas las congojas por lo que pudiera pensar ella acerca de la seca ingratitud, que se esforzaba conservar al exterior contra su inclinación, sufriendo los amargos reproches de su afecto, reprimidos de tan ingrata violencia. Pero la memoria del respeto y veneración que le había sugerido Hardyl a la virginidad de las doncellas, mantenía constante sus buenos sentimientos con el freno de la modestia.

No por esto dejó de acometer a su pecho de nuevo una congojosa palpitación, luego que comenzó a despedirse. Sus ojos enternecidos no pudieron dejar de clavarse en los de Susana, excitando en ella sospechas diferentes de las que hasta entonces había concebido. Da las gracias a sir Howen y a su mujer con sincera expresión de agradecimiento por los agasajos que habían usado con él, y llegando a las hijas les dice en común, pero mirando más a Susana que a las otras, que conservaría eterna memoria a sus corteses atenciones, y que desde Londres les manifestaría su reconocimiento si se dignaban mandarlo, pues tendría mucha complacencia en servirlas; y confirmando con una tierna y ardiente mirada a Susana lo que no pudiera decir mejor con la lengua, la deja penetrada y enternecida de sentimiento.

A pesar del trastorno y enajenamiento que sentía Eusebio por la separación de la triste y dolorida Susana, repara, al subir en el coche, que Taydor se había sentado en la zaga, y no sufriéndole su corazón dejarle en ella, rogó a Bridge quisiese usar de humanidad con su herido criado, permitiéndole venir dentro del coche. Aunque a Bridge no le pareció muy del caso aquella sobrada atención con un criado, no se atrevió a negarle lo que no parecía bien rehusar con un motivo que quitaba todo pretexto a la vanidad.

El modesto Taydor rehusaba dejar el puesto que ya ocupaba en la zaga, pero obligado de su buen amo, hubo de ceder y entrar en el coche, notando sir Howen, el ministro y las doncellas aquella prueba de la bondad de Eusebio, especialmente Susana, a quien daba nuevo motivo aquella acción de su amante para sentir su pérdida. Esto le hizo asomar las lágrimas a los ojos, buscando los de Eusebio; pero el coche parte y le roba para siempre su presencia.

¡Oh amor tirano de los tiernos y sensibles corazones! ¿A tus breves y rápidas dulzuras habrán de seguirte siempre duraderas penas y amargas desazones?

Virtud adorable, graba esta verdad en mi mente y arma mi pecho de tu casta sinceridad. Opón, opón a los incentivos y alicientes del amor, los austeros sentimientos del recato y modestia que infundieron los consejos de Hardyl al alma tierna y sensible del amable modesto Eusebio.



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