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ArribaAbajoParte tercera


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Se representaba en Atenas la tragedia de Eurípides en que es gravemente castigado Belerofonte por su excesiva y descarada codicia. Para hacer de ésta una viva pintura, el poeta pone en boca de Belerofonte estos versos:


Si me tiene por rico, aunque malvado
Quisiera llamarme el pueblo, no lo curo.
Todos quieren saber si el hombre es rico,
Ninguno si es honrado, Ni cómo, ni en dónde yo procuro
Acaudalar el oro.
Sólo indagando van cuanto poseo.
El hombre en cualquier parte es grande o chico,
Según es su pobreza o su tesoro:
¿Queréis saber al cabo lo que es feo
Que el hombre tenga?, el que no tenga nada.
O vivir rico, o pobre morir quiero.
Se hizo buena jornada
El que muere en el seno a su dinero;
Pues sólo los caudales
Son el supremo bien de los mortales.
Con él no es cotejable la dulzura
De tierna amante madre,
Ni de graciosos hijos, ni del padre
El carácter sagrado. La hermosura
De Venus misma, si algo semejante,
Respira su semblante,
Con razón los amores arrebata
De hombres y Diosa. ¡Oh divina plata!



Oídos apenas estos versos, todo el pueblo, escandalizado y enfurecido, se levanta diciendo a gritos que echasen del teatro a Belerofonte y al profano poeta. Fue necesario que se dejase ver Eurípides para sosegar al pueblo, rogándole que tuviese espera hasta el último acto, en que vería lo que le acontecía al que así ensalzaba a las riquezas.

Ruego del mismo modo a los que echan menos la religión en las primeras partes del Eusebio que tengan en suspensión sus quejas hasta la cuarta parte, en que verán suplido con ventajas este defecto. La comedia no es peor porque en el desenlace de su nudo muestre con sorpresa una imagen no esperada y del todo opuesta a lo que se creía y manifestaba.




ArribaAbajoLibro primero

Duraba todavía la admiración y el alborozo de los presentes mientras Nancy, acompañada de su madre, se mudaba el vestido pobre en el camaranchón del establo, después de la ceremonia del casamiento. Street, llevado en alas de su júbilo por ver ya su sobrina milady Hams... había partido antes de disponer la comida para los huéspedes por orden del lord; recibía éste entretanto los parabienes afectuosos del ministro, del pariente de Nancy y de Eusebio, cuyo pecho disfrutaba más que los otros de la dulzura, del alborozo que le causaba no tanto el casamiento del lord cuanto los tiernos sentimientos con que él mismo lo había efectuado, rindiéndose a la noble fiereza del honor de la doncella, a quien poco antes esperaba avasallar a su disolución con la riqueza. Ni dejaba de juntarse con éste su alborozo la oculta complacencia que le acarreaba la memoria de sus consejos, con los cuales podía tal vez haber contribuido para ver ejecutado lo que tan fácil no le parecía.

Dejóse ver luego la hermosa Nancy, acompañada de su alborozada madre y de la pastora que había acudido al camaranchón a darle las enhorabuenas, que no acababa de dárselas aún fuera de él; y aunque Nancy atendía a mostrársele agradecida, pero la presencia del lord y de los demás que le estaban esperando, llamó su modestia y casto pudor que tiñeron su semblante de aquel amable colorido que el arte jamás pudo remedar y que la hacían parecer más bella, aunque sin ningún aderezo que cuando iba con aquellos mismos vestidos, antes que los trocase con los andrajos de la pastorcilla. El nuevo encendido rubor, que antes no conocía, la condecoraba, dando la inocencia a sus gracias un tierno y atractivo realce, efecto de los temerosos recelos que infunde el amor a la virginidad de las doncellas en tales circunstancias.

El lord, al verla, siente que se le enardecen todos los dulces incentivos de su nuevo poder sobre ella, que lo impelieron a tomarle la mano; Nancy se la dejó besar sin resistencia y, después de haber renovado allí los parabienes, se encaminan todos hacia la casa de Street. El lord despacha inmediatamente un criado a Londres a su mayordomo, para que en su nombre salga a la fianza de las deudas del padre de Nancy y lo saque de la cárcel. No teniendo Street en su casa de campo comodidad bastante para alojar por la noche a tantos huéspedes, viéronse estos precisados a partir después de la comida a la granja del lord Hams... en donde se celebraron las bodas con todo el festejo y solemnidad que el sitio permitía, sin que se echasen menos las vanas superfluidades de la pompa molesta y del pesado lujo de las ciudades con que suelen absorber la ambición y la vanidad la mejor parte de aquella dulce satisfacción y suave complacencia, que saca sólo de sí mismo el amor más puro, cuando se ve libre de las desazones y pensamientos a que lo sujeta la ostentación.

El criado que llevaba el orden al mayordomo para que sacase de la cárcel al padre de Nancy, llevaba también la noticia del casamiento a los parientes del lord, y entre ellos a su hermana lady Bridge. Fueron extraordinarios los sentimientos de admiración que excitó en los ánimos de todos esta novedad, y los diversos discursos que causó en los que conocían al lord y sabían la desgracia de los padres de Nancy, o en los que la supieron con la ocasión de su casamiento, alabando unos la resolución del lord como magnánima y generosa, otros despreciándola por lo mismo como indigna de su carácter y nacimiento. Sobre todos, extrañó la determinación de su hermano lady Bridge, sabiendo la gran aversión que había siempre manifestado a casarse tan joven, sin poder atinar la causa de mudanza tan repentina, pero le dio motivo para que no se maravillase tanto la vista de la misma Nancy, luego que el lord la llevó a Londres, admirando su tierna y delicada hermosura, adornada de las singulares prendas de su discreción y virtud.

Tuvo también motivo para extrañarlo menos cuando le confesó el lord que Eusebio era el que más había contribuido para hacerlo determinar, hallándose ya empeñado su amor con porfía en la dulce y noble resistencia de Nancy; y como al mismo tiempo se mezclaba la compasión de la desgracia de su familia, halláse su corazón combatido en tal punto de todas estas combinaciones, que dieron con él a los pies de Nancy; siendo tan viva y profunda la impresión que hizo en él la mudanza de sus vestidos que decía no hubiera podido resistir el más rematado libertino. ¡Ah, si la hubierais visto arropada de aquellos andrajos y en aquel lugar! Creedme que los mismos reyes hubieran puesto a los pies de Nancy sus más ricas coronas. Extendióse aquí el lord en la pintura de todas las circunstancias de la silenciosa fuga al establo, del verla con el dornajo en las manos, del amable y fiero temor con que rehusaba hasta la misma mano que le ofrecía; de modo que lady Bridge perdió sin disgusto las esperanzas que fomentaba de ver casado su hermano con una de las principales señoras de Inglaterra. Hardyl, sabiendo también las circunstancias del casamiento, complacióse sobremanera, sirviéndole de prueba de lo que podía prometer en adelante de los buenos sentimientos de Eusebio.

Había ya seis meses que se hallaban ellos en Londres, y en este tiempo, habiendo adquirido Eusebio aquellas noticias que podían contribuir para la instrucción que se propuso en el viaje, determinaron continuarlo pasando a Francia, para esperar en París las cartas de Henrique Myden y de Leocadia; y aunque John Bridge consiguió hacerles diferir su partida por algunas semanas, hubo de ceder finalmente a las instancias de Eusebio, que deseaba concluir cuanto antes su viaje. Taydor había sanado perfectamente de la herida, y estando ya dispuestas todas sus cosas para partir, lo ejecutaron después de haber dejado Eusebio a lady Bridge una rica prenda del agradecimiento que ambos a dos conservaban a tan largo y generoso hospedaje, sin olvidarse tampoco de la acogida que les hicieron en su desgracia el viejo Bridway y Betty a quienes Eusebio entregó otras cincuenta guineas que ellos recibieron con vivas demostraciones de gratitud y de enternecimiento en despedida de aquellos sus huéspedes para ellos tan respetables. Bridge quiso acompañarlos hasta Douvres, dándoles esta última prueba de su ánimo reconocido al antiguo beneficio que recibió de Hardyl en Filadelfia.

La gratitud y el reconocimiento, aunque se vean raras veces entre los hombres, no están con todo extinguidos enteramente entre ellos. Así como la naturaleza nos hizo benéficos, hízonos del mismo modo reconocidos; pero la vanidad y amor propio, que fomentan en muchos la beneficencia por la buena opinión que les granjean, sofocan en otros los sentimientos de gratitud, porque los humillan los beneficios y porque el que da espera, y el que recibe deja de esperar y carga con una obligación gravosa a su soberbia, a quien sólo aligera el olvido o la correspondencia. Pero como el olvido viene de por sí y la correspondencia cuesta, de aquí es que los hombres son generalmente ingratos y rara vez agradecidos, aunque les sea tan familiar y común esta expresión. Puedan ellos y quieran reducirla a la práctica y fomentar con aprecio esta honrosa partida del corazón humano, tan propia de la nobleza de los sentimientos de la humanidad.

Llegaron felizmente a Calais, desde donde prosiguieron su viaje a París con el mismo coche y caballos con que lo comenzaron en Inglaterra, habiéndoles dado John Bridge dos fieles cocheros. Al salir de Calais renovaron la especie de caminar a pie, como solían hacerlo algunas veces en su ida a Londres, y lo ejecutaron antes por placer cuando se les proporcionaban algunos amenos caminos, que por remedio de las vanas impresiones de ir en coche, a las cuales Eusebio había ya endurecido su pecho mirándolas como efecto de bajos y pueriles sentimientos. Su principal empeño al entrar en Francia fue el estudio de la lengua del país, que le facilitaba el mismo Hardyl en las horas ociosas del viaje, aunque sólo la sabía medianamente, pues era motivo para que saliese Eusebio con las dificultades de la gramática, remitiendo todo lo demás al oído como a mejor maestro del acento. De hecho, dentro de pocos meses conoció Hardyl las ventajas que Eusebio le llevaba, así en la pronunciación como en la facilidad en explicarse, contribuyendo para ello su edad y memoria más tierna, que es la que más coopera para aprender las lenguas, especialmente si se ejercitan en el país en que las hablan los nacionales.

Notaba Eusebio por el camino la palpable diversidad del traje, genio y costumbres de la nación en que entraba y filosofaba sobre esto con Hardyl, si se debía atribuir esta diferencia al clima, o bien al influjo de las leyes y de la constitución del gobierno. Pero Hardyl no sabía atribuirlo solamente a una de estas dos causas, sino a las dos juntas, por haber notado a veces, bajo de un mismo clima, costumbres enteramente opuestas y porque el clima puede producir antes diferencia en la complexión que en los sentimientos, los cuales son objeto más próximo y más dependiente de la educación general de las leyes que no de la atmósfera; pues a tenor de aquellos vemos que se forman las inclinaciones y genios de los pueblos, de donde toman origen las costumbres, el gusto, la industria mayor o menor de las naciones, su valor y los progresos de sus ingenios en las artes y ciencias. Todo lo cual vemos que padece gran mudanza bajo aquellos mismos climas en que antiguamente floreció, sin que haya razón para decir que se mudaron los climas y no las constituciones de los gobiernos y de sus leyes.

La Grecia fue el emporio de las ciencias y de las artes; Roma del valor; todo lo demás era bárbaro para ellas: hoy día ninguno se lisonjea ver nacer del clima de aquella misma Grecia los Homeros, los Platones, los Sócrates, los Fidias, los Apeles; y del clima del antiguo Lacio los Césares y los Catones, los Fabricios y Pompeyos. Las pasiones de los hombres fueron las mismas, y lo serán en todos tiempos, en todas partes, bajo todos climas. Éstos pueden producir alguna diferencia en la complexión y ésta influir en los sentimientos y en las calidades del ánimo y en el genio, pero no hay duda que pueden recibir mayor vigor y movimiento de la constitución nacional del gobierno y del espíritu de las leyes; y sobre todo, de la religión que los pueblos abrazan como el móvil más fuerte y poderoso de sus opiniones, del cual se sirvieron casi todos los legisladores como del freno más fuerte para regir los pueblos.

Uno de los principales estudios de Eusebio en el tiempo que estuvo en Londres fue el conocimiento de las sectas diferentes que veía cundidas y arraigadas en toda la Inglaterra, procurando informarse de los ministros más instruidos sobre las diversas opiniones que seguían, sobre sus ritos, sobre su creencia; sacando motivo de esto mismo para compadecer la ceguedad del humano entendimiento y para admirar la fuerza de las primeras impresiones que recibe el oído catequizado admitiendo el error, tal vez más craso y ridículo por verdad sacrosanta y divina, y acreedora a que se le sacrifique la vida entre los tormentos más atroces, de lo cual le ofrecían tan recientes ejemplos las guerras civiles de los ingleses, en los infinitos daños que les acarreó el entusiasmo y el fanatismo de los religionarios, hasta que llegó a sosegarlos la benigna y discreta tolerancia del todo necesaria para mantener el buen orden político y civil en un país en donde reinan muchas sectas. Ella encadenó a la rabiosa discordia, humanizó los corazones disidentes, trocando su encono insensato en mansa indiferencia, mil veces preferible al celo furioso que los impelía a la matanza y destrucción de sus semejantes.

Sobre éstas y otras materias útiles y dignas del conocimiento de Eusebio, como de las artes, agricultura, comercio y costumbres de la Francia, cotejados con los de Inglaterra, trataba Hardyl por el camino cuando de repente le sobrevino una recia calentura estando para llegar a Chantilly, la cual les obligó a detenerse en aquella ciudad por algunos días. Eusebio, que no lo había visto jamás enfermo, temió por lo mismo que no fuese enfermedad de cuidado; y aunque le había oído decir varias veces que jamás tomaría médico para su cura, con todo, viéndolo tan postrado, por más que Hardyl ni se quejase ni manifestase su mal, le propuso si quería que llamase al médico. Hardyl le respondió que todavía no temía tanto la muerte que lo obligase a implorar ajena ciencia para un mal que podía remediarle por sí, que la dieta y purga eran su primer médico y boticario, que no echaba menos donde quiera que fuese, y que mientras podía conocer su mal no temía que el interés o la ignorancia ajena se lo empeorasen o prolongasen, aunque pudiesen también sanarlo; pero que esto sabía también hacerlo la naturaleza sin menjurges, cuando no fuese el mal de que había de morir, porque si lo fuese, aunque llamase a todos los médicos no lo librarían de la muerte.

Había hecho también Hardyl algún estudio de la medicina, y el mayor fruto que había sacado decía que era reducir toda aquella ciencia a medio pliego de papel, dividido en dos columnas, de las cuales la una contenía los nombres de las enfermedades y la otra los preservativos y remedios que había sacado de las obras de algunos médicos árabes, que tenía por título Breviario de la Salud, y el primero de todos los remedios era la templanza. Con esto, sin médicos y sin medicinas, abandonado en quietud a su mal, sin quejas, sin temor, dejando obrar a la naturaleza, se restableció, pudiendo proseguir su viaje a París, donde llegaron felizmente. Entre otras cosas que Hardyl prevenía a Eusebio eran los peligros que podía correr su virtud, si no iba sobre sí en una ciudad que por su constitución, grandeza y lujo, y por el genio y costumbres de los moradores, le ofrecería tal vez más que ninguna otra toda especie de alicientes al vicio, a que comúnmente se entregan los viajeros, no sólo por la mayor proporción y facilidad que encuentran sus provocadas pasiones, sino también por el ocio mismo en que se hallan los que emprenden el viaje por mera curiosidad; porque ésta, quedando satisfecha en pocos días, los dejaba con harto tiempo para aburrirse de sí mismos en una penosa ociosidad y para desahogar en vanos y perniciosos pasatiempos sus pasiones, si de antemano no se proponían alguna útil ocupación que pudiese empeñar sus talentos en provecho propio o de sus conciudadanos.

Por primer preservativo de sus costumbres le propuso Hardyl el serio estudio de la historia de la nación en que se hallaba, como si estuviese de asiento en París; y por segundo, el temor de perder tal vez para siempre, o de estragar su salud, si la exponía a la disolución, aunque en apariencia la más sana; engaño en que había visto caer no pocos que se jactaban de advertidos en los senderos del vicio. No tardó a echar de ver Eusebio verificados los prudentes recelos de Hardyl luego que asistió a los concursos de paseos y divertimentos públicos, notando el exceso de la ostentación y del lujo de aquellos moradores, realzado del gusto, del primor, de las gracias y caprichos de las modas, especialmente en el sexo, que hacía alarde de sus incentivos en los mismos adornos y galas, y en el aire de noble zalamería que daba a su delicado porte y suave desenvoltura más vivos alicientes.

Se hallaba cabalmente entonces París en el auge de la grandeza y brillantez que le había granjeado la gloria de su rey, adquirida en tantas y tan rápidas victorias. Atenas y Roma podían presentar un aspecto más sólido y macizo de esplendor y grandeza en los tiempos de Pericles y de Augusto pero no más vivo ni más luminoso. Calles, plazas, paseos, edificios, todo parecía que respirase la magnificencia y esplendor de su soberano. Las tiendas de los mercaderes diversos, las de las modas y caprichos de la industria, todas las oficinas de las comodidades y del gusto manifestaban el glorioso entusiasmo que las animaba. La misma tropa, condecorada de los primeros uniformes, y mucho más del nombre de su valor y proezas, tenía embebecidos los ojos de los forasteros que acudían de todas partes y excitaba en ellos envidiable admiración.

Mas nada de todo esto daba a París alma y espíritu de grandeza y magnificencia a los ojos eruditos, cuanto las artes liberales y ciencias llegadas al colmo de su perfección. La soberbia fábrica del Louvre, San Germán, Trianón, Marlí, Versalles; los otros nuevos edificios de particulares señores, erigidos a ejemplo de los del soberano, hacían revestir los ánimos de los que los veían de la majestad que respiraban. Los excelentes cuadros del Poussino, del Le Sueur, del Le Brun, expuestos a pública vista, nada les dejaban que envidiar a los pinceles de Apeles y de Timante. Ni el famoso Bernini, hecho venir de Roma como segundo Vitruvio, volvió a llevar a ella sino su celebridad premiada y llena de admiración a vista de las magníficas obras de Perrault y de Monsard.

Acrecentaba el encanto de Hardyl y de Eusebio, en medio del conjunto de tantos objetos dignos de su admiración, oír al mismo tiempo en los templos tratada la elocuencia sagrada con toda la pompa y energía de su grandeza y dignidad por un Bourdalue y por un Bossuet, y ver llevada a lo sumo la grandilocuencia trágica en los teatros por un Corneille y por un Racine, y la pintura cómica por un Molière. Las academias de las ciencias y bellas letras, levantadas sobre el olvido de la Sorbona, la compañía de Indias instituida, mil otros monumentos de las vistas gloriosas y patrióticas de Luis XIV y de su ministro Colbert, daban a la gran ciudad de París un alma de esplendor y majestad que arrebataba los ánimos de los que consideraban la fuerza del poder, del ejemplo y del querer de un monarca que producían tales maravillas.

Iba disfrutando Eusebio de la vista de todas estas cosas, que se le hacían más útiles con las reflexiones de Hardyl, el cual, luego que Eusebio satisfizo a su aplicada curiosidad en los objetos que le presentaba París, quiso también que viese los de afuera y que de ella dependían. Entre éstos fue uno Bicetra, que dista muy poco de la ciudad y que sirve de hospital a los que, perdido todo pudor, se encenagan en los vicios; y acaso llegaron a alcanzar dos carros en que iban algunos inficionados de aquella temible pestilencia, hombres y mujeres, que llevaban a curar por orden de la policía15.

Quiso Hardyl pararse de propósito a la puerta, después que bajaron de su coche, esperando que llegasen los carros para que Eusebio pudiese empeñar su compasión y horror en aquellos vivos cadáveres, entre los cuales necesitaban algunos de ajenos brazos para sostenerse en pie. Otros llevaban en sus rostros abubados y en sus carcomidas narices todos los funestos efectos de aquella corrosiva pestilencia que les había taladrado los huesos. Objetos propios para excitar el terror que Hardyl deseaba en el ánimo de Eusebio. Entre otras mujeres que sacaban del uno de los carros, avivó sobremanera la conmiseración de éste una muchacha, al parecer de pocos años, en cuyo lindo rostro no había podido destruir el pestífero veneno la delicadeza de sus agraciadas facciones, aunque había amortiguado su viveza y gallardía.

El llanto en que prorrumpió la misma al verse introducir en aquel asilo de ignominia, el aire noble, aunque humillado, que respiraba su dolor en edad tan tierna, y su agraciado talle, a pesar de su abatimiento, conmovieron tanto el corazón de Eusebio que, no sabiendo darle razón ninguno de los asistentes de quién fuese aquella muchacha por quien preguntaba, se atrevió a llamarla aparte en presencia de uno de los asistentes del hospital, para saber de ella si tenía padres y cuál era su condición, ofreciéndole su buena y caritativa intención en el infeliz estado en que se hallaba. Ella, penetrada del modesto y compasivo ademán de Eusebio, fijó en él por un instante sus grandes y dulces ojos, aunque empañados de lágrimas, como dudando si se le descubriría. Mas luego volviólos a bajar para descargarlos del llanto, que parecía haberle reprimido en ellos la novedad de la pregunta de aquel joven misericordioso, dejándolo sin respuesta.

Hardyl, conociendo por el silencio y llanto vergonzoso de aquella muchacha que quería ser rogada, hízole nuevas instancias para que abriese con ellos su corazón, pues deseaban socorrerla. Y para facilitárselo, le iba preguntando si era huérfana o si por ventura sus padres la habían desamparado, o si era casada o viuda. Todo esto a fin sólo de poderle sacar alguna respuesta de su silencioso llanto y sollozos, que avivó especialmente luego que Hardyl le preguntó por sus padres, cubriendo su rostro con el sucio pañuelo que tenía en la mano; con esto empeñó más la comprensión de Hardyl y de Eusebio y los deseos de saber quién fuese, pues inferían de su mismo dolor y vergüenza que debía ser de algo mejor condición, que la manifestaba su conducción al hospital.

Estas piadosas dudas y curiosidad obligaron a Hardyl a rogar al asistente que allí se hallaba que les permitiese retraer aquella muchacha a algún aposento; y habiéndolo obtenido, obligaron en cierta manera a la infeliz a ir con ellos a la estancia donde el asistente los conducía. Llegados, hiciéronla sentar, animándola con sus caritativas ofertas e insistiendo luego para saber de sus padres o de su marido si lo tenía, pues les parecía imposible que, siendo tan joven, fuese ya víctima de su prostitución. Ella sólo dijo entonces sin desistir de llorar: ¡Ah, dejad que la muerte oculte para siempre en la huesa mi nombre y mi ignominia! Pero, hija mía, le dijo Hardyl, ¿si vuestro mal puede tener remedio, y si se puede encubrir esa misma ignominia a la opinión de los hombres, por qué queréis abandonaros a una desgracia que podéis reparar con vuestro arrepentimiento? Nosotros somos forasteros y, aunque nos digáis quién sois, estamos bien lejos de conoceros; ni es esto lo que interesa a nuestra curiosidad y conmiseración; bien sí, el que nos deis motivo para remediar vuestra miseria y, si fuere posible, vuestro deshonor también...

¿Mi deshonor? ¡Oh Dios!, exclamó ella. ¿Mi deshonor? No, no tiene otro remedio que la oprobiosa y miserable muerte que me espera y que me tengo merecida después que me dejé arrancar del seno de mis amados padres por el pérfido traidor de Lorvál. Sabíale mal a Eusebio hallarse falto de expresiones en una lengua que aprendía para poder consolar a la infeliz muchacha que dejaba entrever en lo que acababa de decir la historia de su desgracia, por más que Eusebio le perdía muchas palabras por su rápida pronunciación confundida de sus sollozos. Hardyl, viendo que ella comenzaba a descubrir, aunque con reparo y repugnancia, alguna circunstancia de su infeliz estado, halago su vergüenza haciéndose de su parte, procurando disminuir su culpa y haciéndole recaer sobre el traidor que acababa de nombrar, todo a fin de que se le descubriese por entero; y así le dijo: No sois la sola de aquellas, según veo, cuya inocencia engañada de las pérfidas promesas de jóvenes desalmados, se ve víctima de sus detestables traiciones, y si es así como decís, será motivo para que yo me encargue de buena gana de restituiros a vuestros padres y de reconciliaros con ellos, si me decís quiénes son y el lugar en donde moran.

No, no, decía ella, menos sensible me será la muerte y la vil sepultura en un cementerio, que la presencia de mis padres, a quienes tengo tan gravemente ofendidos. ¡Oh cielos, en qué abismo de oprobio me veo sumergida! No, señor, quien quiera que seáis, no es posible que me resuelva a una declaración para mí, para mis padres ignominiosa; dejadme acabar, os ruego, en la horrible miseria a que la suerte me condena; perezca mi infame existencia desconocida, si fuera posible, a todos los vivientes; ni queráis encargaros de hacer saber a mis padres el lugar en que se halla su infeliz hija Adelaida de Arcourt, pues saben, ¡ah!, sobrado la ignominia de que la misma los cubrió.

No hay más pura y santa complacencia para un corazón piadoso y sensible que consolar y obligar a los infelices, especialmente cuando sus circunstancias son acreedoras a la conmiseración de la virtud, que halla en ellas motivos de excusar los que las padecen. El sentimiento compasivo de Hardyl y de Eusebio cobraba fuerzas de las expresiones de la doliente Adelaida, que casi sin querer había descubierto su nombre y el apellido de su familia. Esto mismo fomentaba más las lisonjas de Hardyl de que ella continuaría a descubrirles su entera desgracia; y para recabarlo más fácilmente, le dijo: No veo, hija mía, por qué debáis recataros tan de quien desea hacer con vos las veces de padre, ni por qué queráis persistir en ocultar la causa de vuestra desgracia a quien se os ofrece para remediarla. Os lo vuelvo a decir: no es liviandad de un curioso deseo el que empeña nuestro corazón, sino la piedad que nos merece el arrepentimiento que manifestáis, pues éste quita ciertamente toda la odiosidad a vuestra desgracia. Creedme, hija mía, un sincero arrepentimiento llama a sí los ojos misericordiosos de la divinidad; él es el triunfo de la virtud en un corazón sensible. Hablad, pues; descubrid enteramente vuestra alma a quien desea aliviarla del peso del dolor y de la humillación, cuyo oprobio queda ya borrado a nuestros ojos.

Al sincero y afectuoso tono con que Hardyl le decía esto comienza a ceder Adelaida, penetrada de la confianza que la bondad de Hardyl le infundía; y haciéndose fuerza para reprimir y enjugar sus lágrimas, empezó a decir así: ¿Cómo podía yo esperar en este asilo de oprobio tan generosa compasión de quien jamás vi en mi vida? Pero la mayor prueba que os puedo dar de mi reconocimiento, es el ceder a vuestras piadosas instancias, descubriéndome, a pesar de toda la oprobiosa confusión que me cubre, con quien se digna mostrárseme padre y protector. Sabed, pues, que soy hija de muy honrados padres y de antigua familia, a la cual la fortuna puso en estado de no necesitar del ajeno favor, ni de la propia industria y de sus sudores para subsistir, a competencia de los nobles, con el producto de sus haciendas; pero mis padres, queriendo salir de la esfera de la dichosa y rica medianía en que los colocó la providencia, preferían el trato de la nobleza al de los hidalgos sus iguales, a quienes se creían superiores.

A esta pretensión ambiciosa debo atribuir mi desgracia, como a origen principal de los desaciertos de mi conducta, pues insensiblemente me abrió el camino al despeñadero donde pereció mi oprobio, que no son jamás sobradas las más celosas precauciones para que no llegue a empañarse el candor de la honestidad de una doncella, mucho más si ésta tiene la desgracia de ser sensible y ambiciosa, si no defienden a su sensibilidad su sumo juicio y una superior advertencia.

La corta distancia de París a Linois, donde nací, era causa de que muchos señores principales viniesen a respirar el aire más puro y despejado en el verano, y a desahogar sus ánimos aburridos de los vanos ceremoniales y del pesado fasto de la capital. Pero como traían consigo las pretensiones de su grandeza y los sentimientos mismos, que parecía dejaban en París, era muy difícil librarse de su contagio; éralo sobre todo a mi padre, que no reparaba en sacrificar al vano deseo que tenía de que le honrasen su casa, no sólo la paz y la tranquilidad de su familia, sino también su buena reputación, teniendo ella dos hijas de algún buen parecer, especialmente mi hermana Rosalía, que era la mayor.

Bien veis que este solo motivo bastaba para que los señores principales, sin que mi padre fomentase las pretensiones de su vanidad, buscasen introducirse en casa, dándoles más libre superioridad en su trato la flaqueza que notaban en mi padre de desvanecerse con la honra que le hacían; con esto conseguía que los señores lo mirasen como a inferior y los hidalgo con desprecio, y que éstos pusiesen también sus lenguas en su conducta, y tal vez en nuestro honor, pues no creo que baste para el buen nombre de una doncella que ésta sea de hecho inocente, si no le granjea esta opinión su recatado proceder.

Yo, a lo menos, os puedo asegurar que lo era entonces, hasta que no compareció en Linois el infame Lorvál para mi perdición. En vano pretendía mi madre que resistiésemos armadas de sus consejos a las instigaciones y libre trato de los que frecuentaban nuestra casa. ¿Cómo es posible no rendirse algún día a las continuas sugestiones del vicio padeciendo tan repetidos asaltos los sentidos? Lo que no consiguieron de mí muchos señores principales, lo llegó a obtener con arte infame un impostor. Castigo, no sé si diga de la vanidad de mis padres o de mi poco recato. ¡Ah!, juzgadlo vosotros.

Fuese casualmente o de propósito que Lorvál viniese a parar a una casa en frente de la nuestra lo cierto es que, apenas lo vi, me debió una fuerte inclinación a su aire modesto y dulce en apariencia, que condecoraba su noble aspecto y su más cumplido talle y apostura; prendas a las cuales añadía una elocuencia, tanto más insinuante, cuanto más tiernas y ardientes eran las sumisas expresiones de su lengua, acompañadas de la viva modestia de sus ojos con que comenzó a declararme su pasión, habiéndose dado antes el título mentiroso de marqués de Lorvál, con que nos engañó a todos, pero que le abrió más fácilmente las puertas de nuestra casa, y mucho más mi corazón, a pesar de la advertencia que yo presumía para perderme para siempre, como os voy a contar.

Estaban inmediatas las fiestas que se habían de hacer en París, y que daba Luis XIV por las victorias obtenidas en Flandes.

Queriendo asistir mis padres a ellas, nos llevaron también consigo a Rosalía y a mí. No dejó de conocer Lorvál el tiempo que se detuvo en Linois la afición que yo le tenía, por más que me esforzase en disimulársela. Los ojos son los primeros que hacen traición a una doncella, y el esfuerzo mismo del disimulo descubre, a su pesar, su inclinación. El trato nos hace caer en mil menudas imprudencias que, aunque en sí no sean culpables, nos preparan la senda para precipitarnos en la desgracia, que parece increíble a quien está bien lejos de sospechar que pueda tener origen en principios tan remotos.

De esta especie fue la que cometí, participando en confianza a Lorvál nuestra ida a París; y la desenvuelta alegría con que se lo comuniqué, dio tal vez ocasión al mismo para que concibiese los malvados intentos que tardó poco a poner en ejecución después que llegamos a la capital, a donde nos siguió, y donde no dejaba de visitarnos frecuentemente como lo hacía en Linois, habiéndole informado yo, antes de partir, de la casa y calle a donde íbamos a parar. Crecieron allí las demostraciones de su pasión con su cortejo y con los regalos que me hacía, que por su leve entidad, hízose moda no rehusarlos; pero que, aceptados, hácense otras tantas ataduras en la correspondencia de un corazón agradecido, transformándose insensiblemente en obligaciones, a que no pudiendo corresponder las doncellas con otros semejantes, corresponden con el afecto.

Mi padre, deslumbrado del título de marqués que se daba Lorvál a la vista de todo París, descuidó enteramente, ni pensó tal vez en informarse de la verdad; antes bien, esperando empeñarlo en mi casamiento, cuya declaración sabía, no despreciaba sus frecuentes visitas. El aire mentiroso de bondad y modestia que respiraba su porte, le mereció tan gran concepto de mi madre, que yo no reparaba en dejarle algunos momentos de libertad, sin tomarse él ninguna conmigo, dando con esto más sincera apariencia a las ansias que me manifestaba con ardor de que llegase el momento de verse casado conmigo, luego que hubiese remediado el desorden, según decía, en que le dejó su padre sus haciendas. Ficciones todas infames y muy comunes a los libertinos, con las cuales abusan de la credulidad de las doncellas poco cautas y que se dejan deslumbrar de la superior calidad de sus amantes; mucho más si éstos les bailan el agua delante con la promesa de casamiento.

No podía el traidor echar mano de más poderoso embuste para combatir mi flaqueza, debilitada ya de la vanidad y de la ambición que me habían fomentado los ejemplos de mis padres. Una hija de un hidalgo queda medio rendida cuando se le brinda con la promesa de casamiento con un titulado, ¿cuánto más debí yo rendirme a los detestables engaños de Lorvál, persuadida de su nobleza, confiada en tantas pruebas que me había dado de su modestia y noble circunspección? Pero el malvado quería triunfar enteramente de mi honor, y de antemano iba maquinando o esperaba que se le proporcionaría ocasión segura para ello; a lo menos supo prevalerse de la que le ofreció mi cruel suerte aquella misma noche en que para siempre me perdí.

¡Ah!, tenedme compasión, pues creo no desmerecerla del todo, a pesar de mi flaca resistencia, sólo tal vez culpable porque no fue mayor y porque no preferí la muerte, como debía, al oprobio detestable de que me vi después hecha infeliz juguete. Sabía él que debíamos ir al teatro para ver la representación de una tragedia del Corneille, intitulada del Cid, habiéndoselo yo prevenido el día antes. Este indiscreto aviso fue sin duda causa para que él tomase todas las disposiciones, a fin de ejecutar su maquinada traición aquella misma noche, y en el teatro mismo, facilitándoselo el inmenso gentío que tenía ocupada la entrada. Allí estaba esperando que llegásemos, confundido entre la gente y seguido de un criado a quien sin duda había instruido sobre lo que debía hacer.

Porque luego que nos vio entrar en el zaguán, estando él cerca de la puerta, acudió a mí la primera, como a la víctima señalada, y asiéndome por la mano, como valiéndose de la confianza y amistad que le había granjeado el trato, y del derecho que le daba la declaración de su amor, me lleva consigo adelante, trepando por apiñado gentío, haciéndose hacer lugar del criado que le precedía, y suponiendo yo que mis padres y hermanas nos seguían; pero ellos quedaron sin duda atrás, o si pasaron adelante lo ignoro, pues desde entonces, ¡ah!, los perdieron para siempre mis ojos. Entretanto, con gran empeño y fatiga del criado y del mismo Lorvál que me llevaba asida del brazo, pudimos llegar dentro del teatro donde tenía cinco asientos apalabrados, diciéndome que habían de venir allí mis padres, pues por su encargo había prevenido los asientos en aquel sitio. Pero, como comenzase la representación y no los viese venir, sentía sumo afán en mi interior y me hallaba impaciente y acongojada; hasta que, acabado ya el primer acto sin verlos, le dije a Lorvál que no podría sosegar si no iba a ver cuál era el motivo de su tardanza.

Él, entonces, para sosegarme, envía su criado, dándole el recado a la oreja. Al cabo de rato volvió diciéndome a mí que no pudiendo entrar mis padres en el teatro por el inmenso concurso, se veían precisados a volver a casa, como lo hacían otros muchos por haber llegado tarde, exhortándome a que saliese, pues me esperaban a la puerta para partir. La gran fatiga que tuve para entrar hízome creíble la respuesta del criado, de modo que, sin nacerme la menor sospecha de la urdida traición, con el ansia de volver a unirme con mis padres, volví a abrirme el paso entre la gente que lo cerraba, ayudándome Lorvál, no menos ansioso que yo, pero con intento muy diverso, pues él apresuraba el instante de mi perdición, informado tal vez del criado de que mis padres no estaban allí como de hecho no los vi fuera del zaguán del teatro y de la puerta donde me dijo el criado que los había dejado, y que me esperaban; pero en vez de ellos, me esperaba un fiacre16.

¿Y mis padres, dónde están?, pregunto yo al criado, ¿qué se han hecho? -Señora, aquí mismo los dejé; sin duda habrán ido adelante. -No puede ser, no es posible que me hayan querido dejar sola, ved si los descubrís por ahí. Tardando a volver el criado con la respuesta, llegan al teatro dos o tres coches. Lorvál, asiéndome del brazo, como para apartarme del peligro de ser atropellada de los caballos que venían, me aconseja, para mayor seguridad, subir en un fiacre que allí había y que tenía prevenido para que pudiese esperar en él sin ningún riesgo la respuesta del criado. Las tinieblas, el temor y la congoja me hicieron ceder sin saber lo que me hacía a las traidoras importunaciones de Lorvál; y apenas me veo sentada con él en el fiacre, cuando éste arranca conduciéndome con tan infame violencia, no a casa de mis padres como me daba a entender el traidor para acallar mis congojas y sobresalto, sino a la suya.

Al verme en ella, echéle en rostro su manifiesto y malvado engaño. Las angustias que me causaba el temor de lo que pudiera intentar contra mí y el sobresalto en que tenía la memoria de mis padres, llegaron a encender mi enojo contra su pérfido proceder; pero era más fuerte la confianza de la pasión que se había apoderado de mi pecho. Y aunque el peligro a que veía expuesto mi honor me daba esfuerzo para negarme a subir la escalera, la seguridad que sus ardientes protestas me infundieron, diciéndome que sólo se prevalía de aquella ocasión para hacerme ver su casa y que inmediatamente me restituiría a la de mis padres, desarmó mi temerosa porfía y me rendí a sus modestas promesas y juramentos. Pero, éstos mudaron de tono luego que me tuvo en su estancia, y se convirtieron en manifiesta violencia, jurándome de reconocerme desde entonces por su mujer.

¿Cómo podían, con todo, estas lisonjas acallar las mordaces angustias y fieras congojas que siguen al delito? La esperanza de poderlo encubrir a mis padres y de que Lorvál me restituiría a ellos dejaba alguna satisfacción a mi rendido y profano amor en medio del amargo desasosiego y funesto abatimiento que me causaba la pérdida irreparable de mi inocencia. ¡Mas cuál fue mi rabioso dolor y desesperación cuando, instándole yo para que me llevase cuanto antes a la casa de mis padres, oí que me respondía con altanera sequedad que era ya suya, que suya había de ser en adelante y que no debía pensar más en mis padres, pues que aquella era ya mi casa en donde me había ahorrado de las ceremonias del casamiento!

Entonces, como si despertase de un funesto sueño, llegué a ver y conocer todas las fatales consecuencias de mi desgracia, perdidos mis padres, mi honor y la libertad, si persistía el traidor en detenerme con violencia en aquella casa. Y aunque su respuesta excitó en mi pecho la llama de un rabioso enojo, ¿qué venganza podía yo tomar, ni qué expediente encontrar para hacerle hacer por la fuerza lo que me era ya imposible recabar con ella si de grado no lo hacía? Acudí al llanto, a los ruegos más humildes y ardientes, hasta postrarme de rodillas. Pero era todo vano para con aquel corazón empedernido, a cuyo libertinaje y maldad me había hecho servir de engañada víctima; y teniéndome ya en su poder, se creía autorizado de mi culpable y oprobiosa condescendencia para avasallarme a su tiranía, amenazándome con tono resuelto y descarado que si no me rendía enteramente a su determinada voluntad, publicaría mi deshonor.

¡Qué noche, oh cielos, qué noche de desesperación fue aquella para mí, viendo convertida la blanda apariencia de Lorvál en imperiosa crueldad! La herida de un rayo no pudiera dejarme más atónita y fuera de mí que aquella amenaza de tigre, fulminada de la boca de aquel mismo que acababa de hacerme tales juramentos y promesas; pues si éstas tenían engañadas mis esperanzas, su bárbara amenaza las echaba por el suelo, en que veía holladas las lisonjas que concebí de su amor, de aquel amor que se descubría transformado en feroz superioridad para tratarme como esclava vil y vendida a sus antojos, sin presentárseme medio para huir de las garras de aquella fiera abominable.

Esperaba yo, no obstante, que luego que amaneciera el día, podría implorar socorro contra el traidor si persistía en negarme la salida de su casa. El día, de mí tan ansiado, vino finalmente; mas fue sólo para agravarme el horror de mi situación y de mi irreparable desgracia, dándome a ver a la luz escasa que entraba por los resquicios de la puerta, que me hallaba entre cuatro paredes, sin otra salida ni respiradero que la puerta que Lorvál cerró tras sí irritado contra mi resistencia, dejándome sola y encerrada y expuesta a su declarada tiranía.

Renováronse entonces mis mortales angustias, sudores y terrible confusión, acordándome de mis perdidos padres y de lo que podían juzgar de mí. Lisonjeábame, con todo, en mi fiero dolor que me serviría de excusa la misma violencia de Lorvál, y esperaba de un momento a otro verlos comparecer para librarme de aquella infame esclavitud, porque habiéndome ellos visto con él, tenía por seguro que le atribuirían mi desaparición y que acudirían a su casa para saber de él el motivo de mi ausencia. Ellos lo debieron hacer sin duda, ¿pero cómo podían encontrar la casa del marqués de Lorvál, título mentiroso que se había dado él mismo para mi ruina y para castigo, tal vez, de la vanidad de mis padres? Pero yo sola fui la víctima infeliz y el juguete infame de su impío engaño y execrable traición.

¡Ah!, paso en debido silencio todas las violencias que usó conmigo y la manera bárbara como me alimentaba, teniéndome encerrada en aquella cárcel de prostitución, abusando a fuerza de golpes y malos tratamientos de mi flaqueza; duro e inflexible a mi llanto, a mis ruegos, a mis lamentos y desolación, pasándoseme los días postrada de mi tristeza en la cama que allí había, sin ver a otro que al mismo Lorvál y sin poder esperar socorro de la tierra, pues nadie acudía a los gritos y lamentos que daba cuando me hallaba sola y sin él, inficionada mi salud del mal de que adolecía su disolución y que me comunicó, aunque yo no conocía entonces sus efectos, como no supe tampoco la ficción del título de marqués de Lorvál hasta que me sacó de este engaño un joven desconocido, cómplice tal vez de su libertinaje, como os diré si tenéis paciencia para oírlo sin indignación.

Proseguid, hija mía, le dijo entonces compadecido Hardyl, y aseguraos que sois digna de nuestra conmiseración.

Adelaida, penetrada de la humanidad de Hardyl, después de haberse enjugado las lágrimas con que había interrumpido su narración, la prosiguió diciendo: Enferma, abatida y devorada de mortal tristeza y angustias me hallaba yo, cuando una mañana oigo abrir con porfía la puerta del cuarto inmediato al mío y después la puerta de éste, poniendo dos o tres veces la llave en la cerradura, como quien era poco práctico, y llamándome por mi nombre dos y tres veces; yo, sin aliento en aquel estado de oprobiosa y miserable esclavitud, no respondía sino con suspiros, sin poder comprender qué pudiera ser aquella novedad, pues conocía que la voz no era de Lorvál. Abierta finalmente la puerta, veo un joven apuesto que, acercándose a mi cama, me pregunta por el estado de mi salud, al parecer, muy compasivo; luego muestra apiadarse de mi estado haciéndose de mi parte y blasfemando del traidor Lorvál, añadiéndome que quedaba bastantemente vengada mi paciencia y sufrimiento con la muerte del traidor, el cual acababa de morir aquella misma noche en un desafío a que él se había hallado presente, y que con esta ocasión le había comunicado antes de expirar su infame secreto, dejándole encomendado que viniese a darme libertad y que lo venía a cumplir. Dicho esto, desaparece sin oírme.

El tumulto de encontrados afectos y sentimientos que suscitó en mi pecho esta novedad, y la manera con que me la vino a dar aquel mozo, cedió al repentino gozo que sentí viendo con alegre sorpresa la luz libre que entraba por la puerta y que la recibía de las ventanas del cuarto inmediato. Salto entonces de la cama, me arrojo con toda la precipitación que mis pocas fuerzas me permitían, y corro a pedir auxilio y hacer saber al mundo las horribles circunstancias en que me hallaba. Impelida de este impaciente anhelo aunque mezclado de temeroso sobresalto, entro en el aposento inmediato, y viendo también su puerta abierta, corro a ella para llamar, creyendo siempre que aquella casa fuese de Lorvál. Mas no acudiendo ninguno a mis voces, me atrevo a salir a la sala y a tocar a la puerta que daba enfrente de aquélla de donde yo salía.

A mi llamamiento acude una señora algo anciana a quien el atavío y el alto tocado ni daba decoro ni disminuía el desabrimiento que manifestaba su rostro feo, atrevido y algo arrugado. Tal vista infundió desaliento a mi abatido espíritu, mucho más cuando oí el tono de seca extrañeza con que me preguntó qué era lo que quería. Comencé yo a contarle las violencias que usó conmigo el marqués de Lorvál y el infelicísimo estado en que me dejaba con su muerte. Ella, maravillada de aquel nombre y título de marqués de Lorvál y de su muerte, se altera, y sin dejarme pasar adelante en la narración de mis desdichas, me dice que en aquel cuarto no vivía ningún marqués de Lorvál, sino monsieur de Beaumont, al cual se lo había alquilado; y dicho esto, se encamina muy solícita hacia el aposento, donde, reparando que faltaba el baúl, me pregunta con mayor alteración quién era el que me había dado la noticia de su muerte; y diciéndole yo que había sido un mozo a quien no conocía, prorrumpió en mil improperios y baldones contra la traición de aquel embustero que se había dado el falso título de marqués de Lorvál y que se llevaba el alquiler que le debía de todo un año.

Los lamentos y denuestos de madama Hernesta, que así se llamaba aquella mujer, y las fatales ideas que me excitó con el manifiesto engaño de Lorvál, hirieron tan vivamente mi imaginación que, no pudiendo resistir a ellas en pie, me dejo caer sobre una silla llorando amargamente por la suerte infelicísima que me tocaba. Madama Hernesta, más resentida por su pérdida que conmovida de mi llanto, aunque pretendió consolarme, hízolo a tenor de su agrio genio, queriéndome persuadir que la mayor desgracia era la que a la le tocaba, pues la mía podía remediarse; y sin decirme más, se fue blasfemando del embustero de Lorvál, dejándome sumergida en mi profundo dolor y llanto. Pero de allí a poco veo entrar en mi cuarto una señorita muy linda y ataviada, la cual, comediéndose con dulce familiaridad con mi quebranto, esmeráse en consolarme y dispuso mi ánimo para que le contase mi funesta historia, como lo hice.

Mostrándoseme ella entonces más compasiva y oficiosa, le supliqué quisiese ayudarme a salir de aquella horrible sima en que me había sepultado mi cruel suerte, informándome si por ventura estaban todavía mis padres en París para hacerles saber el lugar en donde me hallaba, pues yo no sabía caminar por la ciudad. Ella me lo promete y, de hecho a poco rato que se fue de mi cuarto, vuelve con madama Hernesta, dispuesta para salir de casa y hacer esta diligencia; y tornando por escrito el nombre de la calle y casa en que se alojaban mis padres, partió, dejándome muy confiada de ver en breve el término de mis desventuras y de hallar en mis buenos padres la conmiseración que tal vez no había enteramente desmerecido de su paterno amor.

Quedó también encargada madamoisela Paulina de hacerme compañía. Sus dulces y afables modos, aunque me empeñaron para que la confiase el abuso que hizo Lorvál de mi honestidad, no pudieron con todo obligarme para que se la hiciese también del mal de que me dejó infecta el traidor, porque la vergüenza, mezclada con la ignominia, no me permitía declararle ni aun los efectos que sentía, no conociendo todavía la causa de que procedían. Tras esto, obligóme a tomar el desayuno que vino a servirme ella misma con mucho cariño; términos todos que obligaron mi afecto y agradecimiento, y que sirvieron para que me encenagase en la prostitución. Para ello contribuyó la respuesta que me trajo madama Hernesta; pues, mostrándoseme muy dolorida, me dijo que había encontrado a mis padres al tiempo que estaban para partir de París para Linois, que les había contado la traición de Lorvál y el triste y miserable estado en que quedaba, sin medios para proveer a mi sustento, y los deseos ardientes que tenía de echarme a sus pies para borrar con mi dolor y con mi llanto la ignominia de mi desgracia; pero que ellos, con rostro y ojos indignados, la respondieron que no querían saber más de mí y que me abandonaban a toda la horrible maldición que me arrojaban.

¡Ah, vedla, vedla cumplida en mí, arrastrada, como vil y podrida res, a este matadero de oprobio, confundida con las heces de los hombres infames, víctima de la lujuria, desecho de la abominación y presa del mal más vergonzoso! Las lágrimas brotaban por los ojos y los ardientes sollozos del pecho de la desolada Adelaida, haciendo también llorar al enternecido Eusebio. Hardyl, conmovido también, la procuraba consolar; pero extrañando el verla conducida a Bicetra sobre un carro como las más viles prostituidas, le preguntó cómo era que la trajeron allí con aquellas otras mujeres. Adelaida continuó a decirle entonces: No podéis concebir idea del dolor y de la humillante desolación que me causó la respuesta que me traía madama Hernesta; maldecía de mi vida; me deshacía en llanto, en gemidos; quería morir privándome del sustento a que no podía arrostrar, reconociéndome en el más vil y miserable de todos los estados, atada y oprimida al mismo tiempo de la vergüenza, no atreviéndome a preferir el pedir limosna por las calles, como lo debiera hacer, y morir antes en ellas de hambre y de dolor, que ceder como cedí a las insinuaciones de madama Hernesta y a los ejemplos de Paulina, las cuales comenzaron a tachar mi desesperación de poquedad de ánimo y mi duelo y llanto de puerilidad, teniendo en mi hermosura, como decían, un poderoso medio para burlarme de mi contraria suerte.

Era casa de prostitución la de Hernesta, y Paulina teníale vendida su deshonestidad. Caí yo en los lazos de sus persuasiones y de sus mañas, impelida de la necesidad que ellas me hacían sentir para que me rindiese, como lo hice, ¡infeliz de mí!, familiarizándome con el vil oficio que había emprendido con horror y forzada de la desesperación, hasta que la consumada maldad me arrastró a mi perdición entera.

Luego que madama Hernesta llegó a descubrir mi mal por las quejas de los que dejaba infectos con mi trato, me hizo probar todo lo acerbo de su mal genio y ferocidad, maltratándome por no haberle descubierto el mal de que adolecía. No contenta con esto, dio parte a la policía de mi peligroso estado e hízome sacar con oprobio de su casa y, arrastrada de dos gañanes al carro que partía para este hospital, echáronme en él junto con esas infelices víctimas del vicio para que viniese a probar un remedio que detesto, pues sola la muerte es la que puede poner fin a la horrible opresión e ignominia en que me veo, desamparada del cielo y de la tierra; porque, ¿en quien puedo esperar, si los mismos que me engendraron y que me amaban tanto, me cubrieron de su terrible maldición?

¡Oh cielos! ¡Ah, si pudiera a lo menos obtener su perdón! ¡Si antes de cerrar para siempre los ojos pudiera hacerles saber mi dolor y mi arrepentimiento! Pero no los veré ya más. No los veré ya más. Me echaron su maldición y todo el peso del oprobio y de la infamia que tengo merecida acabará conmigo, sin poder llegar a tener este solo consuelo que haría mi muerte menos sensible.

No será así, Adelaida, le dijo Hardyl con las lágrimas en los ojos, si deseáis obtener el perdón de vuestros padres, me ofrezco a ser el medianero. A este fin os haré prevenir de antemano un lugar decente y honesto para que podáis restableceros en vuestra entera salud; nosotros debemos partir a París y, si queréis, os podremos llevar a nuestra posada mientras que se os provee alojamiento, prometiéndonos de respetar vuestra desgracia. ¡Oh Dios!, exclamó ella, ¿cómo podré satisfacer a tan grande humanidad y beneficencia? ¿Sacarme de los horrores del oprobio del más infeliz estado para ponerme en los brazos de mis padres que me maldijeron? No es posible, no lo será; siento toda la fuerza de su terrible indignación; no lo conseguiréis.

A lo menos lo intentaremos, dijo Hardyl, nada se pierde en ello; y volviéndose al buen Eusebio, le dijo en español: Veis aquí, Eusebio, un caso digno de que ejercitemos a medias nuestra compasión. Dejar aquí a esta muchacha, expuesta a la incertidumbre de una mala cura, de que pocos escapan, fuera, privarnos del singular consuelo que podremos tener, sacándola no solamente de este lugar infeliz, sino también devolviéndola a sus padres. Éstos ignoran ciertamente su paradero, pues la respuesta que le dio madama Hernesta me parece sospechosa y del indigno oficio que ejercita. Por lo tanto, si os parece bien, la llevaré en el coche, pues no hay otra proporción en este paraje, y la tendré en la posada hasta que le encontremos alojamiento. Id en hora buena, le dijo Eusebio, pues yo me encaminaré a pie con Taydor después que habré visto el hospital. Me la llevaré pues, dijo Hardyl, pero primero veamos si habrá dificultad por parte de los asistentes de este hospital. Van, pues, a proponer su intención al asistente principal, el cual, exigiendo ciertas condiciones, les dio la licencia, prometiéndole Hardyl que atendería a la cura de la muchacha.

Eusebio, después de haber satisfecho su curiosidad con la visita de las miserias de aquellas hediondas salas y prisiones, en que dejó todo el dinero que llevaba consigo socorriendo a aquellas infelices víctimas de los vicios, volvió a pie con Taydor, holgándose de haber sacado de aquellas miserias a la desgraciada Adelaida y complaciéndose por su causa de hacer aquel camino a pie. ¿Pero cuán pocos serán iguales, y no iguales a Eusebio, que crean los puros y deliciosos sentimientos que regalaban su alma por esto?, ¿y cuán pocos los que querrán alabarlo por la misma causa? ¿Privarse del coche por una ramera? ¿Querer encargarse de la cura de una vil prostituta? ¿Por qué no? ¿Vuestras almas endurecidas de la soberbia y deslumbradas de la vanidad, reputan extraño lo que fuera extraño que el corazón de Eusebio dejase de sentir? La presunción, el desvanecimiento y bienestar embotan los puros sentimientos del alma y la ensordecen al llanto de la verdadera miseria. ¿Qué mucho, pues, que vuestra melindrosa y delicada piedad se persuada acallar las voces de la naturaleza y quedar muy satisfecha con una mezquina limosna arrojada con compasivo desdén?

Todos los vanos placeres y consuelos de la tierra, apenas sentidos, desaparecen; ninguna impresión dejan en el alma o, si la dejan, es la del arrepentimiento. Son como las ampollas que levanta cuando cae la lluvia en el charco: álzanse y se desvanecen. Sólo es permanente y duradero el consuelo que infunde la virtud, porque es independiente de motivos perecederos. La memoria, renovada de un acto de humanidad, renueva toda la pura satisfacción y complacencia que excitó la vez primera en el corazón. Ni habrá héroe tan esclarecido que, en la hora de la muerte, no trocara de buena gana toda la gloria de sus mayores hazañas por el consuelo de haber socorrido al infeliz en su miseria y de haber apagado la sed del sediento con sus propias manos.

Una doncella bien nacida que, sin saber cómo, se halla víctima del libertinaje, sacada del seno de la más horrible miseria y restituida a sus padres, al honor, a la virtud, ¿no es por ventura objeto digno de una alma grande? ¿Un Apicio, un Lúculo no compraran en la hora de su muerte una semejante acción con la mayor parte de sus tesoros y con todos los placeres de su opulenta grandeza, que como sombras entonces se desvanecen?

Disfrutando, pues, de la suave complacencia que le daba la recuperada libertad de Adelaida, iba Eusebio camino de París, ansioso no menos de ver el feliz éxito de las intenciones de Hardyl en restituirla a sus padres. Y aunque llegó tarde al mesón, fue a tiempo que el médico que mandó llamar Hardyl la visitaba. La llegada de Adelaida a la posada no pudo ocultarse a los forasteros que estaban de asiento en ella, ni a los que sólo venían a comer a mesa redonda. Entre éstos había un joven de linda presencia y del aspecto blando y modesto, pero de genio apegadizo. Llamábase Chatél y era uno de los muchos tunos que se entremeten en los mesones, polillas de forasteros; finalmente, monsieur Chatél era uno de aquellos que suelen poner a logro sus mañas y ardides en las ciudades grandes para vivir a costa ajena; ¿qué mucho que sondando el corazón de Eusebio le buscase siempre el lado, haciéndole de quitapelillos y esmerándose en ganarle la voluntad?

El aire modesto y afable con que le vendía sus esmeros, llegó a merecer la inclinación de la bondad de Eusebio. ¡Oh cuánto cuesta el conocer a un taimado! Pero aunque Eusebio sentía afición a su oficiosa modestia, tenía en freno su afecto y se recataba de él, quedándole sobrado impresa la máxima de Hardyl de no fiarse enteramente de quien enteramente no se conoce. Mas esto no impedía que en la necesidad en que se hallaban de buscar alojamiento para Adelaida, no se valiese Eusebio de Chatél, como de práctico que se manifestaba del país y como a conocido. Él aceptó a dos manos el encargo, mostrándoles al otro día el empeño que ponía en servirlos, trayéndole el nombre de la calle y casa a donde podía pasar aquella muchacha cuando quisiese.

Hardyl, con esta noticia, se encamina luego al cuarto de Adelaida para participársela. Seguíalo Eusebio con Chatél, estando éste muy animoso de conocer aquella muchacha y bien ajeno de encontrar con el terrible lance que le esperaba. Estaba Adelaida sentada en una silla bracera, asistida de una hija del mesonero, teniendo apoyada la cabeza con la mano, descansando de codo su brazo sobre el de la silla y el rostro cubierto con el pañuelo, como quien se halla muy aquejada de la tristeza y dolor de sus pensamientos. Chatél no pudo verla ni conocerla hasta que ella, llamada de Hardyl, descubriendo su rostro y levantando sus dulces ojos, como viese repentinamente y delante de sí a Chatél, arroja un grito, exclamando: ¡Ah, pérfido Lorvál!; y cae desfallecida sin sentidos en la misma silla.

Lorvál, pues era el mismo que se había mudado el nombre en el de Chatél, enajenado poco menos que Adelaida al reconocerla, y herido de las ideas temerosas que le excitaba el descubrimiento de sus maldades, echa a huir de aquel cuarto como acosado de una horrible visión, robándose a los ojos atónitos de Hardyl y de Eusebio, que apenas acababan de creer lo que veían. El desfallecimiento de Adelaida y el afán pavoroso de la hija del mesonero, despertó sus almas de la suspensión en que las tenía aquel extraño accidente, acudiendo también a socorrer a la desfallecida. Ésta, habiendo vuelto en sí al cabo de rato, prorrumpe en llanto y en sollozos preguntando si era sueño o devaneo de su imaginación, o bien estuvo allí realmente el pérfido Lorvál. Pero que si había muerto, cómo era que estaba allí con ellos.

Hardyl, que echó de ver entonces toda la trama infame de la maldad, procuró sosegarla, persuadiéndola que no había sido aparición como temía, sino que realmente era el mismo Lorvál, pues, así como se llamó de Beaumont en casa de madama Hernesta y luego marqués de Lorvál, así también había tomado después el nombre de Chatél, bajo el cual lo habían conocido. Tomó de aquí ocasión para quitarle todas las sospechas que podía formar Adelaida contra las buenas intenciones que llevaban en ampararla, como lo pudiera sospechar, viendo que se servían del mismo Lorvál para un fin tan opuesto. Mas ella, que conoció en la ida desde Bicetra a París los buenos y santos sentimientos de Hardyl por las máximas y consejos que le oyó en el coche, le dijo: No queráis, respetable bienhechor mío, hacer agravio a vuestra bondad, ni al concepto que me tenéis merecido. El acento de la voz más lisonjera con que adula el vicio, deja siempre alguna oculta sospecha a los mismos que se dejan engañar de sus falsas lisonjas. La humanidad es tan sincera, su acento tan inteligible, que arrebata toda la entera confianza de quien experimenta los efectos de su dulce beneficencia.

Viéndola sosegada Hardyl, le dijo: Así pues, como nos prevalimos de Lorvál para buscaros alojamiento porque no lo conocíamos, así también ahora, que sabemos quien es, estamos muy ajenos de valernos de tal medio, ni de aprovecharnos del alojamiento que encontró. Entonces la hija del mesonero, que se había aficionado a Adelaida, les dijo: ¿Y qué necesidad tenéis de sacarla de nuestra casa? ¿Por ventura no os satisfacen los esmeros y cuidado que esta señorita me merece? No sé qué oponer, le respondió Hardyl, a vuestro ofrecimiento; queda a la entera libertad de Adelaida el aceptarlo como yo acepto. Con todo el corazón, dijo ella, y quedo igualmente agradecida a vuestra beneficencia.

Asentado pues esto, continuó a decir Hardyl: No me parece bien que dejemos pasar el tiempo sobre lo que más importa, que es el dar cuanto antes noticia a vuestros padres del estado y del lugar en que os halláis. Y así, decidme la calle y casa en que moraban, pues si no los encuentro en París hago cuenta de pasar a Linois, de donde sois, si no yerro el nombre. -No lo erráis; mas ¿para qué tomaros tanto trabajo? ¿Sin ir allá, no los podéis hacer saber mi estado y situación por carta, en caso que no estén en París? -No, hija mía, no es asunto que se deba encomendar al papel, sino de tratarlo a boca y con suma reserva. No os acongojéis por nosotros, pues en vez de sernos gravoso este buen oficio, nos será, al contrario, de suma complacencia, especialmente si obtienen nuestros pasos, como lo espero, el éxito deseado.

Un nuevo alborozo hace asomar a los ojos de Adelaida lágrimas de consuelo, abriendo su corazón a las suaves lisonjas que le excitaba no menos la confianza que ponía en la prudencia y bondad de Hardyl, que en el amor de sus padres si llegaban a saber la traición en que no tuvo parte su voluntad, y las violencias padecidas, como también el engaño de madama Hernesta; pues, aunque fuese culpable su conducta, esperaba con todo merecer el perdón de su afecto, atendidas todas las circunstancias de los lances en que se vio, confiada especialmente en su arrepentimiento y en el propósito que llevaba hecho de conformarse con los santos sentimientos que Hardyl había procurado infundirle.

¡Oh fáciles e incautas doncellas! Reconoced el origen de vuestra perdición en la vanidad, en el poco recato y en la demasiada confianza de vuestras indiscretas pasiones; pues todo esto fue causa del miserable y oprobioso paradero de Adelaida. Todo concurre para oprimir la inocencia, si ésta se expone incautamente a los peligros que la acechan para devorarla. Sólo el severo pudor y la tímida modestia son las guardas de vuestra honestidad; ellas solas os podrán librar de los asaltos y trazas de otros Lorváles.

Lisonjeábase Hardyl que los padres de Adelaida estuviesen en París, pues no habían encontrado todavía a su hija. Con todo, por lo que podía ser, hizo disponer el coche para que, en caso que hubiesen partido para Linois, pudiese sin pérdida de tiempo encaminarse hacia allá desde la casa que habitaban en París, a donde hizo primero que parasen los cocheros. Y aunque lo informaron en ella que habían partido sin saber dónde, resolvió tomar el camino de Linois; llegó felizmente en compañía de Eusebio y, sabiendo allí que los padres de Adelaida estaban en su casa, se encaminaron a ella.

Al aviso que monsieur de Arcourt recibe, que llegaban dos forasteros de París que deseaban hablarte, siente renacer en su pecho las lisonjas y esperanzas que le tenía sofocadas el acerbo dolor por la pérdida de su amada Adelaida; y no dudando que viniesen a darle noticia de ella, sale con lágrimas en los ojos, luchando su corazón con los afectos del júbilo y del temor que le causaba la incertidumbre de lo que le dirían los forasteros sobre su hija. El traje de cuáqueros en que los vio, túvolo suspenso un momento; pero la fuerza del sentimiento y de las esperanzas del hallazgo de su hija, que sólo de día y de noche ocupaba su alma y pensamientos, hízole decir: ¿Señores, qué me queréis? ¿Sois por ventura portadores del mayor gozo o de la mayor aflicción para un padre miserable que perdió su hija?

Hardyl, por respuesta, échale los brazos al cuello, y le dice: Consolaos; vuestra buena hija Adelaida...-¿Qué es? Cielos, ¿qué es? ¿Dónde, dónde está mi Adelaida? -En buenas manos y en lugar seguro. Pónese a llorar como un niño monsieur de Arcourt. ¡El llanto de un gozo sumo y tierno remeda tanto al de la inocencia! Luego, abrazando también él mismo a Hardyl, cerrábalo entre sus brazos, sufriendo su venerable rostro ser apretado y besado de la violencia del consuelo de un alborozado padre. Éste sólo desistió del enajenamiento de aquella demostración para llamar a voces a su mujer Genoveva, al tiempo que, llevando a Hardyl de la mano, entraba en su cuarto con él seguido de Eusebio. Les sale al encuentro madama Genoveva, e informada por los sollozos de su marido de la noticia que les traían aquellos forasteros, háceles enternecida la misma pregunta por su hija y por el lugar en que la dejaban. Hardyl, dándole equivalente respuesta a la que dio a su marido, les añadió que si deseaban ver a su hija, se encargaría él mismo de traérsela. Pero ellos quieren ir por ella sobre la marcha, instando para saber el lugar en que quedaba, antes de informarse del modo cómo la perdieron y cómo la hubiese encontrado Hardyl.

Mas esta relación requería toda la cordura y prudencia de Hardyl, ignorando los padres de Adelaida el exceso del oprobio, de la miseria y abatimiento a que se vio reducida su hija. Por esto no quiso decirles el lugar donde la había dejado, si no recibía de antemano pruebas seguras del ánimo con que la recibirían, contándoles primero las circunstancias del rapto la noche que Lorvál la introdujo en el teatro. Pero como el mal de que adolecía Adelaida no podía quedar encubierto a sus padres, les cuenta la violación que había padecido, aunque de modo que recayese toda la culpa sobre Lorvál, haciéndoles ver a su hija acreedora del perdón y digna de toda compasión; pero calló la prostitución, a la cual se había abandonado en casa de Hernesta, mucho más el que la hubiesen encontrado en Bicetra.

Al paso que Hardyl les hacía la relación, derretíanse en llanto y en sollozos los padres de Adelaida, especialmente la madre, la cual prorrumpía en execraciones contra el pérfido Lorvál; y el padre, cuando llego a oír que le había inficionado la salud, se levantó furioso, pidiendo armas a gritos para arrancar el alma al detestable traidor. Hardyl procuró entonces aplacarlo y sosegarlo, exhortándolo a sufrir con constancia toda la entera desgracia, y él le instaba con impacientes ruegos que lo llevase a donde estaba su hija desdichada; pero aunque Hardyl podía ya asegurarse de la buena acogida que tendría ella de sus padres, se recató con todo de decirles el lugar en donde quedaba, dándoles para ello algunos motivos, porque no habiendo prevenido a Adelaida de lo que debía decir y callar sobre su desgracia, temía que ella contase su entera ignominia, no habiendo necesidad que sus padres la supiesen; con esto apresuró su despedida para traérsela cuanto antes.

Ellos debieron ceder a la resolución de Hardyl, de cuya mano no sabía desasirse monsieur de Arcourt, besándosela mil veces y bañándola de sus lágrimas. Dejólo finalmente para que volviesen a París donde la impaciente Adelaida los esperaba, agitada de las esperanzas, de los temores y dudas del éxito de su viaje. Pero cuando oyó que Hardyl le pedía albricias por su feliz manejo, impelida de su agradecido alborozo, pónese de rodillas delante de él, diciéndole con lágrimas: Permitidme, respetable Hardyl, que os dé mi reconocimiento esta corta prueba del exceso lee mi gozo. ¿Cómo es posible que yo lo exprima a medida de mis ansias, ni que vos conozcáis cuán grande sea? ¡Ah!, sería menester que hubieseis probado como yo todos los horrores de la desgracia, de la miseria y del oprobio, para que pudieseis conocer todo el aprecio del júbilo que siento y de la suma obligación en que os estoy.

Nada me debéis, Adelaida, levantaos, pues cuanto hicimos por vuestro bien, obtuvo su recompensa de nuestros mismos corazones. Sentaos, no estéis en pie, pues todas vuestras demostraciones nada añaden a la pura complacencia que vuestro bien nos causa y a la dulce esperanza que fomentamos de que toda vuestra desgracia, terrible a la verdad, os servirá de prueba de los engaños detestables de que está lleno el mundo y de los fatales efectos de la vanidad y de la ambición, las cuales se lo prometen todo y no llegan a abarcar sino peligros y desazones; como también conoceréis que el dote más apreciable de una doncella son los virtuosos sentimientos que le fomentan la modestia y el recato, siendo estos mismos el más precioso adorno de su hermosura.

Ahora, pues, vuestros padres anhelan el momento de recibiros en sus brazos; pero antes os debo advertir que sólo quedan informados de la traición y violencias de Lorvál, habiendo yo creído oportuno ocultarles vuestra quedada en casa de Hernesta y vuestra conducción a Bicetra. haciendo recaer todo el odio sobre Lorvál y sobre el modo con que os tuvo encerrada; y a esto sólo debéis ceñir vuestra narración si vuestros padres os la pidieren, porque si les contaseis toda vuestra desgracia, sólo contribuiría para agravarles el dolor sin necesidad y para que os desechasen tal vez si llegasen a saber vuestra voluntaria prostitución, sin que os pudiese disculparos la respuesta engañosa de su maldición que os trajo Hernesta.

La llegada del médico interrumpió su discurso, y aunque después que partió el mismo quisiese Adelaida darle nuevas y ardientes demostraciones de su gratitud, vedóselo Hardyl, diciendo que estuviese queda y que al otro día partirían para Linois. Hallábase presente a todas estas cosas Eusebio, dejando hacer a Hardyl por no saber explicar enteramente en francés, sintiendo perder de oído muchas de las tiernas y afectuosas expresiones de Adelaida por su rápida y delicada pronunciación que, acompañada de un agradable gracejo, hacía tomar mayor interés a un corazón sensible por su desgracia. Toda lengua hácese recomendable en boca de una mujer agradada; y pronunciada de Adelaida, empeñaba mucho más los deseos de Eusebio para verla restituida a sus amados padres, como sucedió al día siguiente, cediéndole también su coche y haciendo venir para sí un fiacre en que iba solo, sin cuidar de llevar consigo uno de sus criados que iban en sus asientos acostumbrados.

Eusebio los seguía en el fiacre; pero si éste era incómodo y malo, los caballos eran peores y mucho peor el cochero. Para empeorarlo todo, las lluvias habían inundado los caminos. Los cuatro caballos de Eusebio, frescos y lozanos, volaban, mientras los del fiacre, muertos de hambre y de fatigas, hallaban a cada paso un atascadero, del cual sólo salían a fuerza de palos y de conjuros. Eusebio, que perdía su coche de vista, sentía algunos impulsos de impaciencia que procuraba refrenar volviendo sobre sí. Pero como al pasar un charco algo profundo cayese en él uno de los caballos y quedase allí, a pesar de mil palos, como en lecho regalado, comienza a encendérsele la sangre a Eusebio y, exasperado contra el cochero, iba a prorrumpir en baldones contra él. Pero la memoria de las máximas de la moderación y del sufrimiento sofocó la palabra ya medio fuera, haciéndose suma violencia y diciéndose a sí mismo: ¿Contra quién las llevo? ¿Qué culpa tienen los caballos, muertos de fatiga, ni el cochero que los mata a palos por servirme?

Apenas había dicho esto a sí mismo cuando el cochero, enfurecido, viendo que no podía hacer mover al caballo, exclama: ¡Voto a tal, que te tengo de matar, bestia traidora, a ti y al hi... de pu... que está, sentado mano sobre mano! Este lindo conjuro del cochero, acompañado de mil latigazos que menudeaba con rabia sobre el inmóvil caballo, rompió la reflexión que iba haciendo Eusebio para no enojarse, dándole al mismo tiempo motivo para ejercitar su moderación, porque oyéndose injuriar tan villanamente del cochero, en vez de irritarse contra él, saltó inmediatamente del fiacre con aire jovial de que se revistió, diciéndole: Aquí estoy, amigo, vamos a mover al caballo. Mas ni por ésas lo recabaran, si dos labradores que trabajaban en el vecino campo hubiesen el acudido a los reniegos y desaforadas voces del cochero.

Éste, viendo ya su caballo pie, hizo a Eusebio el nuevo cumplimiento con voto redondo que no pasaría adelante. Eusebio, aunque se resintió del insolente descaro de aquel hombre y del tono fiero y firme con que rehusaba andar, viendo a más de esto las duras circunstancias en que se hallaba, ya volviese a París, pues se privaba del gozo que esperaba tener en el recibimiento de Adelaida por el cual había emprendido aquel viaje, ya quisiese disfrutar de él, pues debía hacer aquel camino a pie, se resuelve, contenido de la moderación, a tomar este partido; y así, sin alterarse, le dice al cochero: Haced lo que os dé gana, pues al cabo no me faltan piernas para caminar; idos en hora buena. Dicho esto, se pone a caminar, dejando al cochero en medio del camino.

Pero el cochero, acordándose que Eusebio se iba sin pagarlo, corre tras él y, cogiéndolo de la abrochadura de la chupa, enarbola el látigo diciendo: ¡Vive Dios, que no os llevaréis la paga! Soltadla. ¡Qué poco esperaba Eusebio verse reducido a tan terrible aprieto! El dejar al cochero sin paga no procedía de voluntad, sino de olvido, teniéndole sobrado ocupada el alma las reflexiones de la moderación; ellas le sirvieron entonces de fuerte freno para no proceder contra el nuevo desacato del cochero, diciéndole sólo con suma serenidad: Tenéis razón, me olvidaba; y mete la mano en la faltriquera para satisfacerlo. ¡Pero cuáles fueron sus angustias, cuando contándole el dinero que llevaba en el bolsillo, halló que no bastaba para pagarlo por entero! Taydor era el que comúnmente llevaba el dinero del gasto, y como salieron todos juntos de París, no pudo precaver aquella fatal contingencia. El feroz cochero, viendo que le faltaba la mitad de la paga, dobla las amenazas, queriendo que le satisficiese hasta el último maravedí. En vano el paciente Eusebio le protestaba que no tenía más que aquellos ocho francos que le entregaba, prometiendo pagarle del todo en París; porque, creyendo el bárbaro que quería ocultarle lo demás, descarga sobre Eusebio un palo con el látigo, pretendiendo sacárselo con aquella violencia.

Santo y sublime sufrimiento, desconocido en la ocasión del honor vano y de la soberbia de los mortales, fortalece el corazón de Eusebio, que siente todo el peso de la fiera injuria, pero que prefiere al ímpetu descompuesto de la venganza, la noble y heroica cordura de la paciencia y el divino sosiego de los superiores sentimientos de la virtud.

Aunque Eusebio se resintió sobremanera del dolor de aquel golpe, puso con todo a prueba todo el esfuerzo de su moderación y, levantando solamente el brazo izquierdo para reparar el otro latigazo que iba a descargarle, le dijo: ¿Qué hacéis? Sosegaos; os protesto que no llevo conmigo ni un cuarto más de lo que os di; sabéis la posada en donde paro, allí os satisfaré enteramente luego que vuelva de Linois.

Había entretanto desaparecido de los ojos de Eusebio su coche, lo que acrecentaba sus angustias y confusión; pero como sus caballos, aunque fuertes, trabajasen en salir del mal camino, rompieron uno de los tirantes. Pararon los cocheros para componerlo y con esta ocasión, volviéndose Hardyl para ver dónde quedaba Eusebio y no lo viendo, le supo mal habérsele adelantado tanto, y mucho más el que quedase solo tan atrás sin criado; y no pudiendo sosegar, le dice a Taydor que fuese a ver lo que era y que viniese en su compañía. Casualmente los avistó Taydor atravesando campos al tiempo que el cochero estaba con el látigo levantado para descargarlo de nuevo. Taydor, que ya se acercaba, viendo el ademán del cochero y a los dos labradores que les habían ayudado a levantar al caballo que se estaban allí de pies junto a ellos, creyendo que su amo fuese salteado, dobló la carrera con la espada desenvainada, diciendo a gritos: Dejadlo estar, traidores, dejadlo estar.

El cochero, enfurecido, sin poder atender a Taydor ni a sus gritos, persistía en querer ser pagado. Taydor, tanto más persuadido de la primera sospecha de que querían robar a su amo, dejándose llevar del ahínco de su amorosa fidelidad, llega y tira al cochero una cuchillada a la cabeza; mas éste no la pudo eludir tanto, doblándose hacia atrás, que no le llevase media nariz y parte de la barba; y lo matara al segundo golpe si Eusebio no lo hubiera contenido. Deslumbrado el cochero de la herida y turbado de la mucha sangre que le salía, comenzó a llorar de rabia y dolor; pero contenía sus fieros la vista de la espada que centelleaba en la mano de Taydor, retirándose a su fiacre para buscar un trapo con que detener la sangre.

Taydor, enfrenado del respeto de su amo que le mandó envainar el acero, le dice: ¿Pero, señor, qué pretendía este ladrón? Eusebio, sin darle respuesta, le pide dos luises y, recibidos, va a entregárselos al cochero, diciéndole: Tomad, amigo, ahí tenéis más de lo que os debo; volved a París luego, pues veis que aquí no hay proporción para vuestra cura; los gastos de ésta quedan a mi cuenta y aprended otra vez a fiaros de la palabra de los hombres de bien. Dicho esto, le entrega los dos luises, que recibió el cochero con rabioso llanto, mirando de reojo a Taydor, contra el cual arrojaba entre dientes mil blasfemias. Eusebio, no satisfecho de esta generosidad, viendo que se cogía la sangre con un pedazo de manta de los caballos, le entrega su pañuelo, añadiéndole que si no se hallaba en estado de poder conducir el fiacre a París, llevase consigo uno de aquellos labradores, que todavía se hallaban allí presentes, pues él les pagaría su trabajo; y aunque oyendo esto uno de ellos se ofreciese a llevarlo, enviándolo en hora mala el cochero, dio motivo a Eusebio para que desistiese de nuevas ofertas y para que, dejándole tomar el camino de París, prosiguiese él a pie el de Linois en compañía de Taydor.

Ya en el camino le dice Eusebio: Os habéis propasado Taydor; ved por qué no quería que os proveyeseis de armas para el camino; me habéis dado mucho que sentir. -¿Pero cómo podría sufrir yo, señor, el veros maltratado de aquel pícaro con tanta crueldad? No sé aprobar la sobrada bondad de vmd. -¿Sobrada?¿Por qué? ¿No vale más que obtenga la paciencia el mérito que debiera apropiarse la necesidad de deber ceder a fuerza superior? Y si no, decidme: ¿si os vierais asaltado de armados asesinos, el miedo de perder la vida, no os pusiera tamaño como un cordero, dejándoos maniatar y maltratar tal vez sin chistar, por no poder resistir a la violencia? ¿No vale, pues, más que obtenga de nosotros la virtud el necesario sufrimiento que debiera recabar el miedo? ¿Qué hubiera yo ganado en dejarme llevar de los ímpetus de la cólera y de la venganza? En primer lugar, desazonarme a mí mismo e irritar mucho más el furor del que estaba en estado de ensayar cualquiera desafuero, dejándome tal vez aporreado; y en el segundo lugar, haberlas de haber con él a brazo partido, exponiéndome en el calor de la reyerta, o a que me matase, o a que yo le matase a él, lo que hubiera agravado mi corazón toda mi vida.

Verdad es que la defensa es de derecho natural; mas el ultraje no es arma que mate y, al cabo, la virtud la debemos ejercitar cuando nos dan ocasión para ello y no cuando solamente nos viene a gusto del paladar. ¿Por ventura la moderación y el sufrimiento son virtudes que sólo se deben remitir a los claustros y a los monjes? ¿Cuánto más necesitamos de ellas los que andamos en medio del mundo, por las frecuentes ocasiones que se nos presentan? ¿Sabéis cuántos se ahorrarían de mortales pesadumbres y de muy sensibles desgracias, si se acostumbrasen a llevar con paciente fortaleza otros lances semejantes al que acaba de pasar por mí? Pero como están siniestramente preocupados que el sufrimiento es vileza y cobardía, y la paciencia poquedad de ánimo, repelen amenaza con amenaza y ultraje con ultraje, como si así quedase desagraviado y vengado su honor.

Pero a más de que no siempre queda vengado el que se venga, sino más ofendido y aporreado, padece también todos los disgustosos efectos de la ira y de la venganza con desazón de su ánimo y se expone tal vez a perder la vida o a quitarla, extremos que son igualmente funestos. Pero al contrario, si el hombre comenzase a acostumbrarse desde niño y a persuadirse de la noble superioridad que infunde al alma el sufrimiento, y la suave satisfacción que deja la memoria de haber vencido los impulsos de la cólera y del enojo provocado de un ultraje, no le parecería ni tan poco apreciable, ni tan difícil de conseguir la moderación ero nuestra arrogancia y vanidad fortalecen la opinión del sentimiento de la ofensa y del ultraje recibido, porque nos parece que éstos nos humillan y que nos defraudan el concepto y respeto que creemos merecer o que pretendemos de los otros.

Bien, señor, pero ¿y los palos no duelen? -Duelen; ¿pero no vale más que duelan dos, que no te puedes quitar de encima que no otros tantos u otro maltratamiento peor, si provocas a ello al que te ofendió, con ademán de venganza o con palabras resentidas? -Pocos encontrará vmd. que le aprueben esas máximas. -No lo ignoro; antes bien, si nos oyeran algunos de aquellos que van muy atiesados con el honor, me tendrían por un simplón y mentecato; ni lo extraño, pues tú mismo que lees frecuentemente el Santo Evangelio, parece que tienes a estas mis máximas por extravagantes. ¿Crees que los sublimes ejemplos de paciencia y sufrimiento que nos propone el divino Redentor, son sólo para que los admiremos o nos contentemos de meditarlos, sin que os pongamos jamás en práctica? ¿No son ellos la más sublime parte de nuestra religión? ¿Y el ejercicio de ésta ha de ser mirado del noble y rico presumido y altanero como vileza y poquedad?17.

De esta manera iban conversando por el camino, cuando Hardyl y Adelaida, habiendo llegado mucho antes a la cruz de Berni donde habían de hacer medio día, y no viendo comparecer a Eusebio y a Taydor, se encaminaron a pie para irle al encuentro; y descubriéndolo que venía sin el fiacre, no sabían atinar el motivo. Contáselo él luego que llegó y entretuvo con su dolorosa historia el ocio de la mesa, sintiendo Adelaida que hubiese padecido tanto por su causa. Allí en la cruz de Berni hubo de tomar la posta para proseguir su viaje a Linois, donde llegaron todos juntos a casa de los padres de Adelaida.

Sentía ésta su palpitante corazón agitado de todos los afectos del júbilo y del temor que le robaban casi del todo la respiración, a pesar de los esfuerzos de Hardyl en sosegarla, necesitando también de su ayuda para sostenerse en pie, luego que entró en la casa de sus padres. Éstos, no menos agitados las ansias de abrazar a su hija, corrieron a su encuentro advertidos de su llegada por el ruido del coche que paró a la puerta. Adelantóse el padre hasta la escalera, donde se encontró con ella, y recibiéndola en sus brazos al tiempo que Adelaida iba a postrarse de rodillas, desahogaba con llanto el júbilo que le causaba su hallazgo, y el dolor de su violación, diciéndole entre sollozos: ¡Yo, yo fui la causa de tu desdicha, dulce hija mía! ¡Tu padre te hizo traición! Y el mortal dolor que me causó tu pérdida, y que fue justa pena de mis vanos desaciertos, desarmó al cielo que, apiadado de mis fieras angustias, te me devuelve, amada Adelaida, te me devuelve, valiéndose de este generoso caballero, tu libertador, dulce amparo y consuelo de una desolada familia. Ven, hija mía, ven, que tu madre te espera.

Adelaida, sin aliento para proferir una palabra, sollozando amargamente, dejábase conducir del padre que la tenía medio abrazada, siguiéndolos Eusebio y Hardyl enternecidos de gozo. La madre, no sufriéndole el corazón hallarse al encuentro con su hija, volvió a su estancia, oprimida de la terrible idea de su perdido honor, y allí sentada la esperaba, agitada de los diversos sentimientos que la combatían, cubriéndose el llanto con un pañuelo. Rosalía, hermana de Adelaida, estaba con ella participando de los diversos afectos de sus padres, y llorando porque veía llorar a su madre, no porque sintiese tanto la desgracia, cuanto porque se complacía del hallazgo de su hermana. Ésta, al entrar en el cuarto, no pudiendo contener los recelos de su conciencia, viendo a su madre en aquella postura en que parecía se recataba de verla, exclamó poniéndosele de rodillas: ¡Oh mi amada madre!... Los sollozos interrumpieron lo demás.

La madre, abrazándola entonces, le dice: ¡Ah hija mía, nos has dado la muerte, pero el cielo se compadeció de nosotros! ¡El pérfido Lorvál!... Levántate, levántate. ¡Oh cielos!, dijo entonces Adelaida, si merecí vuestra indignación, si os ofendí... El padre, sintiendo la seca ternura con que Genoveva recibía a su hija, interrumpió el discurso de ésta haciéndola levantar y diciéndole: No, hija mía, no; en vez de la indignación de tus padres, mereces todo su amor, toda su ternura. Rosalía, al ver en pie a su hermana, fue a abrazarla, renovándose las lágrimas y los sollozos, y después de haber desahogado los tiernos afectos de sus corazones, el padre, volviendo a Hardyl y a Eusebio, les encarece el sumo agradecimiento y la eterna deuda en que les estaba, abrazándolos con mil expresiones de ardiente y tierna gratitud. ¡Cuán bien empleados gastos! ¡Qué bien remunerada piedad! ¡Qué santa satisfacción y cuán puro gozo no probaban los corazones de Hardyl y de Eusebio con aquellos abrazos!

Las criadas no tardaron a venir con lágrimas en los ojos a confirmar el sentimiento que tuvieron por la pérdida de su señorita y el alborozo por su hallazgo; pero como ésta necesitase de descanso, fue conveniente llevarla a la cama, hallándose postrada del camino y mucho más de la agitación de sus interiores afanes y afectos, aunque estos comenzaron a sosegarse con las tiernas demostraciones y caricias de sus padres. Hardyl, sumamente contento por el éxito feliz de su manejo, quiso despedirse de monsieur de Arcourt para ir al mesón; pero debieron ceder a las instancias de éste, quedando en su casa en que les tenía dispuesto alojamiento.

Monsieur de Arcourt, después de haberles renovado su sumo agradecimiento, movió la conversación sobre la desgracia de su hija, contándoles menudamente todos los pasos que había dado y las infinitas diligencias que hizo para poderla encontrar y para informarse del marqués de Lorvál, no pudiendo dudar que fuese éste el que la había robado. Pero como dejase de contar si asistió aquella noche a la representación de la tragedia del Cid y si habló con el criado de Lorvál, Hardyl se lo pregunta. Monsieur de Arcourt le dice que entraron en el teatro, que asistieron a la mayor parte de la representación; pero que, recelando siempre de su hija, salieron antes que acabase la tragedia al zaguán para esperarla allí, mas que no habiendo podido descubrirla entre la gente, después que toda ella salió del teatro, hubieron de volverse a su casa, como podía pensar fuera de sí de dolor y sin haber visto ningún criado de Lorvál.

Esto llevó insensiblemente la conversación a los engaños, perfidias y traiciones del trato de los hombres, especialmente en las ciudades grandes, de que los padres de Adelaida habían sacado tan funesto escarmiento, diciéndoles monsieur de Arcourt el desengaño que había sacado de la vanidad de su pasada conducta, admitiendo en su casa la gente que menos debiera. La condición noble previene en su favor los ánimos de aquellos que se reconocen inferiores, adquiriendo sobre ellos una entonada superioridad. El sexo principalmente, ambicioso de cortejo y galanteo, se somete más fácilmente a los halagos y caricias que acreditan más el poderío de sus gracias y los alicientes de su hermosura. Rara es la doncella que no prefiera en su corazón un noble a un ciudadano igual.

Concepto ambicioso que ciega a muchas y que, tal vez, les acarrea su ruina o las dispone para desacertadas elecciones en sus casamientos.

Prosiguió monsieur de Arcourt en decir a sus huéspedes el firme propósito que había hecho de cerrar las puertas de su casa a toda visita; pues aunque antes era de opinión que el trato contribuía para hacer más cautas y advertidas a las doncellas y para que adquiriesen mayores luces y despejo, tenía en la desgracia de Adelaida sobrado argumento para convencerse que si el trato les infundía un aire más suelto y más adamado despejo, también al mismo tiempo corrompía sus buenos sentimientos y empañaba el candor de su inocencia, desmoronando insensiblemente el muro de su recato, irritando su concupiscencia o debilitando su entereza para rendirse o para perderse en la ocasión menos pensada.

A esto añadió Hardyl el otro daño que padecían también con el frecuente trato, distrayéndolas de sus labores y haciéndoles concebir, sin advertirlo, suma aversión al trabajo y a sus caseras ocupaciones, fomentándoles la desidia y la inclinación al ocio y al galanteo, causas principales de que también se resientan, ya casadas, de estos defectos, padeciendo mil desarreglos sus familias, y de que sean de doble carga para los maridos. Extendióse al contrario su elocuencia en las alabanzas del retiro, en el cual fomentaban las doncellas los severos y nobles sentimientos de un inculpable recato y de una adorable modestia, dotes preciosas para quien en ellas busca un honesto casamiento. ¿Qué cosa más amable hay en la tierra que una modesta y angelical hermosura? ¡Doncellas, si supierais la dulce impresión que hace en el hombre la virtud cuando condecora a vuestro sexo, ella fuera el principal objeto de vuestros ambiciosos esmeros!

Renovaron varias veces los discursos sobre esta materia en los tres días que Hardyl y Eusebio se detuvieron en casa de Adelaida, forzados de las instancias de su padre, que en todo les manifestaba no sólo su eterna gratitud, sino también el singular respeto y veneración que le merecían los sentimientos de la virtud sólida que en ellos admiraba y que experimentó en la generosa restitución que le hicieron de su hija. Ésta, a pesar de su quebrantada salud, parecía haberla recobrado, viéndose ya en posesión de la casa de sus padres y de su antiguo cariño. ¡Qué demostraciones tan afectuosas no hacía ella a Eusebio y a Hardyl las veces que iban a visitarla! ¡Qué santos discursos no le tenía Hardyl, motivándolos el sincero arrepentimiento que ella le manifestaba! ¡Qué hermoso llanto no caía de sus ojos, cuando Hardyl llegó a darle parte de su vuelta a París! ¡Qué indeleble y dulce consuelo no sentía Eusebio, y cuán celestial complacencia por haberla sacado de los horrores y miserias de Bicetra y del seno de su deplorable desgracia!

¡Todos los actos de humanidad endulzan tanto al corazón del hombre! La blanda lluvia, que en los ardores del estío cae con suave susurro sobre la selva sombría, no regala tanto sus verdores, ni se recrean tanto con ella las flores del seco prado, cuanto el alma sensible con el llanto de la gratitud reconocida.

Sentíanlo Hardyl y Eusebio con el llanto de Adelaida y de sus padres, los cuales, no pudiendo oponerse más tiempo a la determinación de sus huéspedes de restituirse a París, esmerábanse en darles las últimas pruebas de su agradecimiento a tan singular beneficio, no cesando monsieur de Arcourt de besar la mano de Hardyl y de abrazar a Eusebio. Pero al llegar éstos a dar el último adiós a Adelaida, los padres, la hermana, criados y criadas que se hallaban presentes, no pudieron contener su llanto, oyendo a la desolada Adelaida manifestar a sus libertadores, con las más tiernas y vivas expresiones, su eterno reconocimiento. Ellos, no menos enternecidos, deseándole el entero restablecimiento de su salud, arrancáronse del seno de aquella consolada y agradecida familia.



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