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Figuras de la Pasión del Señor

Gabriel Miró



A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.






ArribaAbajoJudas

«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».


(S. Juan, XII, 4, 5)                


Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.

Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.

Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!

La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.

Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.

Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.

María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:

-¿Vienes también tú de parte del Señor?

El hombre se detuvo.

-¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?

Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.

-¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.

-¡Ese justo ya dijo que no era digno de desatar la sandalia del Señor!

El caminante agobió pensativamente su cabeza. Mordía la punta del ceñidor de cuero de su sayal, y murmuraba:

-¡El Señor! ¿Quién es, quién es el Señor? ¿No será el Maestro de los que viven en la ribera de las aguas podridas de Sodoma?

Y ellas reían.

-¿Tú dices de esos que son enemigos de las mujeres y traen su azadilla para hacer un hoyo y enterrar sus inmundicias?

Y añadió la suegra de Pedro:

-¡Ese tampoco! Mira: el Señor nuestro es el que da la salud y libra a los poseídos. Se acercó a mí estando yo postrada de calentura, y me levanté a servirle.

Y el hombre dijo:

-¿Es que lleva en su mano el anillo con raíz de Baaras, la raíz del color de la lumbre que limpia de todo mal?

Entonces, una moza blanca, de ojos de dulce pereza, de dientes de nardo, de pechos de palomas asustadas, alzose gloriosamente, y todo lo que la rodeaba parecía penetrado de su hermosura.

El hombre de los cabellos rojos se estremeció mirándola, y tuvo que encorvarse para ocultar las brasas de sus pupilas.

-¡El Señor me arrancó con el poder de su voz siete demonios inmundos que me devoraban las entrañas!

Y el caminante envidió a los demonios que se habían sustentado del aliento delicioso de aquella vida.

Salomé aun le dijo:

-Si no sabes del Rábbi, ¿qué buscas entre nosotros?

-Busco a Simón de Jona. Yo me llamo Judas, hijo de Simón el curtidor. Mi pueblo es Kerioth. Han muerto los míos; soy pobre, y pido faena en las barcas.

La suegra de Kefa le advirtió:

-Mi Simón y su hermano son ahora pescadores de hombres. Aguárdate, si quieres, hasta la noche, porque hoy han de venir. El Rábbi nos avisó con el vuelo de las grullas.

Y alzose, y trajo medio ruedo de pan de cebada y leche de camella.

Judas recostose a la sombra de las barcas, y engullía con ansia, y se paraba para bendecir la mano que le dio alimento. Y decía:

-Judío soy, que está mi aldea a la otra parte del Hebrón, casi a la linde del país idumeo; mas, allí las gentes son duras como sus montañas, montañas que hieren al tocarlas; llagas se me hicieron en las manos de agarrarme.

Comenzó a beber, y le resonaba desde el pecho al vientre, como un cántaro que se llena. Y con la boca y media faz dentro de la vasija, barbotaba tragando:

-¡Y no tenéis hambre, no tenéis hambre vosotras!

Su barba taheña quedose toda prendida de nata y de espuma de la leche.

Ellas sonreían, y le prometieron:

-Aun comerás más, comerás con nosotros cuando llegue el Rábbi.

Y Judas repetía:

-¡Judío, judío soy, pero todo mi país es de cardos y quebradas; no así la Galilea, tierna de pastura, gozosa de frutales, y las gentes agradables a Jehová por su misericordia!

La mujer hermosa le reconvino:

-¡Reniegas de la tierra, y es tierra de los patriarcas, tierra de Israel, prometida por Dios!

Relumbraron los ojos del forastero.

-Mucho tiempo caminé por el desierto. Y seguía el rastro de las caravanas para roer sus desperdicios que buscan los chacales; y comí el pan que les sobraba a los legionarios.

Las mujeres le miraban adolecidas de su desamparo. Y no quisieron que les ayudase a cubrir con las velas los cañizos de peces que se secan en el solejar -que ya caía la tarde, y los daña la serena-. Curábase allí la última pesca que sacaron las jábegas de Simón y de Andrés, de Santiago y de Juan para llevarla a los mercados de Jerusalén y Jericó. Allí se mostraba el ialtry, casi redondo, que también nada encendidamente en las viejas aguas del Nilo; todas las especies de los cromis, recamados de iris como una dalmática preciosa, los que guardan vivas las crías en la recia bolsa de sus fauces; el bolti, que vive apretado con los suyos y semeja fundirse y cuajarse palpitando bajo las calmas, como un tesoro; el blennius, de subido sabor; la corvina, que se parece a la de Alejandría; el cachuelo, el sollo, el barbo...

Judas llegose al enjambre de mujeres, y también guarecía los cañizos.

Salomé le apartaba.

-¡Aun resuellas de cansado!

Y él porfió en trabajar, que así tocaba la túnica y las manos de la mujer hermosa.

...Se doraba de sol viejo la ribera de Genezareth. En la paz de las aguas y del aire se deslizaba el vuelo de plata y de rosa de las garzas. Y el casal encalado, los barcos, las redes tendidas, un mástil que subía por el muro, entre la pureza de los manzanos floridos, el humo del horno, todo se copiaba en el sueño de la mar de Galilea.



...Judas acostose en el establo, dentro del heno, junto a las nasas olvidadas, rotas por las pezuñas de los bueyes. Y se durmió estremecido de fiebre mirando la noche, que caía en bóveda de astros sobre el Tiberiades.

Había remendado las sandalias de seis discípulos del Rábbi. Había molido tres almudes de trigo para el pan de la familia apostólica. Le goteaba el sudor en la piedra harinera. Y llegose el Rábbi a mirarle; le pasó su mano por las sienes, y el hombre de Kerioth sentía una suavidad de reposo y refrigerio.

Vinieron también mujeres con el profeta. Adivinábase a su madre entre todas; siempre callada y triste. El hijo tenía el ímpetu, el fervor y la luz, el embelesamiento, las melancólicas postraciones del elegido. La madre, la contenida ansia, el miedo al gozo, el resignado silencio y la sombra trabajada de la predestinación que se cernía sobre él. Su dulce belleza de nazarena se iba consumiendo en los rudos caminos y en inquietudes no comprendidas por nadie. Todo lo miraba con padecimiento. Judas tembló traspasado del recelo y afán de los ojos grandes, profundos y amargos de María.

Despertó soñándolos. Y hallose a los pies del Señor.

Los discípulos contemplaban la cabeza del Rábbi coronada de sol, que salía glorioso por encima de un otero azulado.

Y oyose la palabra de Jesús, firme como un mandato de Jehová.

-¡Judas, sígueme y participarás del reino de mi Padre!

Y se alejaron por el camino de la playa, murado bravamente de piteras.

La costa oriental, tierra de Gergesa, se desplegaba abrasada, roja, llameante.

Tadeo, Felipe y la redimida de los siete demonios iban por la orilla hincando sus bordones en la arena bañada, y daban un grito jubiloso cuando el agua ceñía sus tobillos con ajorcas vivas de claridad. El Rábbi les sonreía al lado de Juan y de Kefa. Le seguían la madre, Salomé, Susana, Juana de Chouza; después, los otros discípulos, y el postrero, Judas, que no apartaba sus ojos de la imagen de la hermosa espejada en el mar. Y Judas se dijo que él era como el mar, porque aquella mujer se reflejaba en el fondo de sus pensamientos.

Apagose el ruido de las sandalias. Callaron todas las risas y palabras, y subió la voz de Jesús:

-...Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal perdiere su sabor, ¿con qué será salada? Vosotros sois la luz del mundo. ¿Y, por ventura, se enciende la lámpara para esconderla debajo del celemín o para que brille sobre el candelabro? ¡Así vuestra lumbre ha de brillar delante de los hombres y guiarlos a la casa de mi Padre!

Se entraron a las sombras de los senderos campesinos.

De las granjas y aldeas salían atropellándose las gentes, y agitaban báculos y lienzos llamándoles. Aplastaban los vallados, arrastrando de sus andrajos y vendajes a los tullidos, a los furiosos, a los mordidos de sierpe, a los lisiados, a los llagados, a la prole canija. Removiose la costra humana y se calentaron los hedores bajo el sol. Clamaban las mujeres presentando los pomos y vasos de aceites y vino, para que el Rábbi tomara de allí con sus dedos y pronunciase sobre sus hijos la fórmula de la salud. Los ciegos, postrados en las orillas del camino, se volvían hacia la voz de Jesús gimiendo: «¡Ábrenos los ojos, ábrenos los ojos!». Y, apartados, esperaban los inmundos dando el chiflar de sus laringes hendidas por la lepra.

El Rábbi iba tocando y ungiendo piernas retorcidas, manos secas, pupilas calcinadas, lenguas gordas, babeantes, de mudos, de rabiosos, llagas escondidas entre racimos de amuletos.

Era la humanidad semita sin socorro para su desventura; ni los colirios, ni los bálsamos, ni las hierbas de los esenios, que poseen el texto del Sefer Refuot -el libro salomónico de las curaciones-, han podido remediarla. Porque su mal es castigo de las culpas propias o de pecados de los padres. Sus cuerpos están poseídos del Espíritu de la Sangre enferma, del Espíritu del Silencio, del Espíritu de la Ceguera, del Espíritu de la Fiebre, del Espíritu del Maleficio. Son los endemoniados, y sólo el mago, el rábbi, el taumaturgo piadoso sabe las palabras de exorcismo que libran del demonio. Y en todo lugar se acecha el paso de estos Hombres que llevan el prodigio en su voz y en su mirada, y apenas se nubla la lejanía con el polvo de su cortejo, la muchedumbre se exalta, y amontona y desnuda sus miserias, y las ofrece bajo la sandalia de los profetas.

Rábbi Jesús descollaba entre todos. El mismo Abba Chelkia y Rábbi Chakina-ben-Dossa, tan colmados de saber, se pasmaban de las maravillas del Rábbi Jeschoua Nazarieth, hijo de Josef.

...Acercábase un centurión, seguido de la soldadesca resplandeciente que venía de jornada. De sus picas colgaban ramas tiernas de terebinto, varas de cidras, támaras de dátiles.

Un legionario blandió su lanza voceando:

-¡Paso al centurión!

Y mordía una naranja, que goteó de dulce oro la úlcera de un niño.

Judas humillose ante el caballo del romano, y todo temeroso, porque Jesús no se cuidaba del arribo de los amos de Israel, balbució:

-¡Es el Señor, el Señor, que anda predicando la Buena Nueva, y cura los males de los hombres!

-¿Dices el Rábbi Jesús?

Y el soldado hundió los dorados carcañales en su potro, y avanzó gritando:

-¡Rábbi, Rábbi, sana a mi siervo, que aúlla y se retuerce en la estera como atormentado!

Todos quisieron apartar a una vieja hinchada, monstruosa, para que Jesús atendiese al guerrero. Y el profeta la retuvo amorosamente, hasta que tocó su podre y la consoló.

Después volviose y dijo:

-Iré a curarle.

Mas, el centurión le repuso:

-Mándalo con tu palabra, como yo hago con éstos, diciendo: Id, y van; haced esto, y lo hacen. Así, tú, si quieres, ordena su salud, y mi esclavo sanará.

Los ojos del Rábbi se alzaron llenos de alegría y de sol. Luego, mirando a sus discípulos, exclamó:

-¡En verdad os digo que no hay en Israel fe tan grande como la de este hombre!

Y dirigiose al romano, otorgándole la gracia:

-¡Ve, amigo, y como creíste así te sea dado!

Levantó el centurión su varilla de cepa saludando a Jesús, y alejose entre la calina y el polvo. Centelleaba su casco, y el viento le abría la clámide, y traía las dulces canciones del Lacio.

Y Judas oyó a la redimida de los siete demonios, que miraba al Señor diciéndose:

-¡El Cristo, el Mesías es, que hasta el gentil, altanero con el Pontífice, a él le pide beneficios!

Atravesó el Rábbi los sembrados, y una multitud le seguía.

La mies estaba alta, apretada y comenzaba a cuajarse. Salían del verde oleaje las alondras y daban su cantiga como si soltasen del pico un grano de oro que revibraba en el cristal azul de los cielos.

Jesús se quedaba atendiéndolas.

Acababan los panes en la ladera de un monte, tierno de ciclamas, rojo de anemonas que teñían de frescos jugos los pies de la muchedumbre. La cima se rasgaba en dos picos como las dobladas puntas de una tiara.

A la mitad de la cuesta descansó Jesús. Todos le rodearon. Dos hormigas le subían por la sandalia. El Rábbi las tomó blandamente, y las puso dentro de una flor. Bajaban, de nuevo, los pájaros a la abundancia de la llanura. Y decía Jesús:

-¡No viváis acongojados pensando qué comeréis, ni de qué modo vestiréis vuestros cuerpos! ¡Mira a las avecitas que no siembran ni allegan en trojes! ¡Ved los lirios del campo que no trabajan ni hilan; pues yo os digo que ni Salomón pudo cubrirse con vestiduras tan gloriosas como las suyas!

Y quitose el koufieh para recibir la gloria del día en toda su frente, y tornaba sus ojos a los magnos horizontes y le temblaba de emoción el pecho.

El lago era un óvalo candente; y en el aire de oro tendían sus alas las barcas pescadoras, y pasaban los pelícanos grandes, lentos, y se precipitaban las golondrinas delirantes de luz. El confín se cerraba con la rubia serranía de Djaulan. Más a la izquierda asomaban los sienes de nieve del gran Hermón; a la diestra, el llano pomposo; y lejos, el Thabor ancho, desnudo, fuerte, semejando la cúpula de la patria hebrea.

La mirada del Rábbi fue imprimiendo el silencio en la multitud rumorosa, y derramose su voz por la ladera:

-¡Bienaventurados los pobres, pobres como vosotros, porque de ellos es el reino de los cielos!

Y ascendía un clamor devoto que iba repitiendo la promesa.

-¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra!

Y las palabras del Rábbi se veían cinceladas en la excelsitud del paisaje.

Y resonó un sollozo de ansiedad y esperanza mesiánica.

-¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados!

Todos los ojos se alzaban buscando los de Jesús. Y el hombre de Kerioth miraba al Rábbi y se volvía a los discípulos y a las gentes, retorciéndose en su anhelo para no gritar, y murmuraba:

«¡No dicen que es éste el Cristo, el Mesías, el hijo de David! ¡Pues cómo bendice las aflicciones si cuando él lo mande será Jerusalén toda de oro; sus casas, de piedras preciosas; su Santuario, el centro del mundo; y todos los príncipes se prosternarán en su presencia; y viviremos en las felicidades de un Sábado perpetuo, y la tierra producirá el lino ya en lienzo y el pan cocido!».

Y la voz del Rábbi seguía sonando en la paz de la ladera:

-¡Bienaventurados cuando os maldijeren y os persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros, calumniándoos por mi causa!



Juan tendió su manto sobre un mullido de grama para que el Rábbi reposara en su collado.

La arboleda y las granjas del recuesto iban penetrando bajo la sombra blanda y húmeda que venía del hondo como un humo.

En el crepúsculo de vendaval, de cielo amarillo, turbio, cegado de arenas enviadas por el desierto, Jerusalén hincaba los contornos de sus torreones, de sus cúpulas, de los macizos de mármoles del Templo, de la fortaleza Antonia.

Encima de la ciudad, surgiendo de una banda de niebla, se estremecía la dulce ascua del lucero de la tarde.

Los discípulos parecían escuchar en el silencio el latido del costado de Jesús.

Juan les señalaba con los ojos el arrobamiento y la tristeza del Rábbi. Y Judas ladeose para evitar la mirada del «preferido».

Juan le acusó un día de ladrón de los dineros que ministraba como mayordomo de la secta. Y nadie le había defendido; ni siquiera el Rábbi. El Rábbi le perdonó, le perdonó sin mirarle.

Judas caminaba siempre solo y zaguero. Les seguía como en otro tiempo a las caravanas, tomando ahora los mendrugos del apostolado y del amor. Y pensaba: «A mí nunca me llama el Rábbi a su lado. ¿Me desprecian por mi oficio? ¡Pues él me lo confió; y yo me cuido de su desnudez, de sus fiambres y de su acomodo; y por mí pueden darse al goce de sus pensamientos y quimeras! ¿Por ventura no ha dicho él mismo que el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, y a un mercader que busca buenas perlas? Pues esas comparanzas arrancadas parecen de mi codicia. ¡Qué tengo yo en mi sangre para que me aborrezcan! Las mujeres alaban y miran a Juan, y en él nada es amable, porque su gentileza tiene un afeminamiento pagano, y sus ademanes y palabras son pobres remedos del Rábbi. Las mujeres atienden a Simón Kefa, y es rudo como los peñascos, como el nombre que el Maestro le puso. Con todos hablan y de mí huyen. María de Magdala me mira como si yo fuese uno de los demonios que salieron de su cuerpo. Las hermanas de Lázaro me dan lo más ruin de su mesa».

Judas levantose y corrió para alcanzar el grupo que bajaba hacia Bethania. Nadie se acordara de llamarle. Y el hombre de Kerioth jadeaba hiriéndose en la breña. «¡Soy como el perro que busca al amo! ¿Y he menester yo de amo?».

Esa noche cenaban en la casa de Simón el leproso. La cámara alta estaba alumbrada y ruidosa de gentes de las haciendas vecinas, que vinieron a ver al Señor y a Lázaro el resucitado. En su alegría y parabién daba Simón el festín.

Marta no sosegaba previniéndolo todo.

Su hermana recogía la gracia de los labios y de los ojos del Señor reclinado en el lecho, rodeado de amigos. Y Judas sentose en lo postrero de la tarima. No pudo tenderse, que no le dejaron holgura.

El Rábbi otorgaba al discípulo amado el don de su sonrisa y de su elogio.

Las mujeres también sonreían a ese hombre porque mereció la privanza del Señor, y agradadas de su hermosura y vehemencia.

Acabada la cena, alzose María, y derramó en la cabeza de Jesús un vaso de ungüento de nardo de espique.

La sala, las viandas, las ropas y hasta la respiración de todos y la noche campesina, todo quedó redundado de fragancia. Y María quebró el alabastro, y enjugó al Maestro con el suave cendal de sus cabellos.

Judas acercose; vio el bálsamo esparcido, y el pomo, roto; y dejó que su corazón hablase, pensando congraciarse con el Rábbi que enseñaba el bien de la pobreza. Y dijo:

-Mas de una libra de ungüento ha desperdiciado, que pudo venderse por trescientos denarios y socorrer a los menesterosos.

Juan y las mujeres se miraban mofándose de su avaricia. La encendida boca de María se dobló con gesto de repugnancia.

Y el Rábbi decidió de este modo:

-¡Judas, Judas, por qué das pesadumbre a esta mujer que hizo obra de ternura conmigo! ¡No ves que sus manos se adelantaron a ungir mi cuerpo para el sepulcro! Tú te vales de la memoria de los pobres. Yo os digo que a los pobres los tendréis siempre entre vosotros; mas a mí... ¡a mí pronto podéis perderme!

Y palideció, y afligiose.

Judas se maldijo; y en el fondo de su alma se desanillaron las dormidas serpientes de los malos designios. Se sentía tan humillado, que le pareció que las sandalias de todos le pisaban en la sangre. Salieron; y él perdiose en la noche.

El más viejo del festín, movía su cráneo venerable pronunciando:

-¡Malaventurado ese hombre! El justo Hillel ha dicho: «¡Nunca te apartes de la comunidad!».

Y los discípulos murmuraban riéndose.

-¡No el de Kerioth, no el de Kerioth, que ha de buscarnos siempre, según la hizo, porque guarda nuestros bienes y granjea con la confianza de nosotros!

El Rábbi se paró. Viose su brazo sobre el cielo de luna. Y les dijo:

-¡No afrentéis al hermano! Recordad mis palabras: Al que tomare lo que es tuyo, no se lo vuelvas a pedir. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?



...Y subía Judas por el camino de Bethania; y resollaba tan fuertemente que el aire abrasado de su pecho le aserraba su boca.

Descansó. Y se palpaba las secas ijadas buscándose los dineros entre los pliegues del cíngulo. Y decía: «¡Más sudo y me canso que la noche en que el Rábbi me viera moler el trigo de su pan!... ¡Yo no sabía de ese hombre; y él me mandó que le siguiese! Se llama a sí mismo el Cristo; y el Cristo ha de esconderse en las casas aldeanas. Sin ese profeta fuera yo venturoso con mujer y con hijos, artesano como mi padre o pescador con barca mía; la misma barca de Kefa pude ya comprar. Falsario es y enemigo de nuestro pueblo, porque le aborrecen los sacerdotes del Señor, que no maquinarían contra el Hijo de David; ni me darían por su sangre mismo precio que dispuso Moisés por «la sangre del esclavo que el buey acorneara».

Y sacó el de Kerioth los treinta siclos de plata, y fue mirándolos a la postrera claridad de la luna; todos bruñidos; en la faz: la vara florida de Aarón y la leyenda: Jerusalén la Santa; y en el reverso una palma y la copa de maná, y los trazos que dicen: Siclo de Israel.

Helkías, que custodiaba el sagrado Tesoro de Corbán, los tomó del primero de los trece troncos de orificia por donde caen los tributos y ofrendas a los arcaces del Templo. Y en tanto que los contaba, le preguntó riendo con mueca de náusea:

-¿Y tú, cuándo nos darás a tu amo y maestro?

Judas revolviose y gritó:

-¡Yo no tengo amo ni maestro! ¡Perdí mi alegría desde que me llamó ese nombre!

Y los escribas que le llevaron de la casa de placer del Pontífice hasta el recinto del Santuario, le hacían grandes halagos, ensalzándole:

-¡Tú salvas a Israel, tú salvas a Israel!

Judas se ató las treinta monedas en lo más fondo de sus ropas. Y murmuraba: «Dentro de mi carne quisiera ocultarlas. Pueden verlas y recelarían, que dan un relumbror como no tienen los otros dineros. Recién labradas parecen. Mías son, mías son de justicia. Yo estoy solo entre todos. El Rábbi dispone de amigos».

Y Judas pasaba la cuesta, dejando un furor de ladridos en todos los casales de la montaña.

Apagose la luna, enrojecida y aciaga. Y la madrugada quedó fosca.

Entonces llegó Judas a Bethania.

Muy lento, descalzo, sigiloso, fue subiendo la escala de la azotea de Lázaro.

Acercose a la cámara donde Jesús y los suyos se retiraban de noche. Ya sentía la respiración de ellos. Acomodaríase entre todos; y cuando despertasen, nadie sospecharía de su partida.

Empujó la puerta cautelosamente.

Y el frío del miedo penetró en sus entrañas. Una sombra rígida vino hacia él. Y estremeciose Judas bajo la mirada de unos ojos profundos y amargos; y dijo en su alma:

-¡Nunca duerme la madre del Rábbi!




ArribaAbajoEl Padre de Familias

«Y envió a Pedro y a Juan diciendo: "Id y aparejadnos la Pascua para que comamos"».


(S. Lucas, XXII, 8)                


«Y llegada la tarde, fue con los doce».


(S. Marcos, XIV, 17)                


Asaf descansó el cántaro en la caliente pedriza de la rambla, y quedose mirando el camino que subía, socavado entre escombros y cardenchas, hasta la Puerta de los Esenios. El agua temblaba en los frescos labios de la vasija, agua gozosa y penetrada de claridades; dentro tenía color de panal; y, a veces, se trocaba en azul de la mañana.

Asaf miró también el agua, fina, graciosa y fuerte. En verdad el hombre le pertenecía de servidumbre. La recogía de la madre santa de Siloé; la llevaba sobre su hombro, sobre sus doblados riñones. En medio del torrente seco, de la profecía de Joel, donde se acostaban las sombras de las sepulturas, Asaf oía el resuello de su vida cansada y el brinco cristalino, la placentera animación del agua, riéndose y mandándole como la delicada hija de un señor en la giba de su camello. Asaf era el viejo camello del agua. Y hallábala tan desnudita, tan palpitante y frágil, que hablaba manso y bueno con ella y le sonreía.

Una tarde dio por el agua su dolor y su sangre. Otros siervos quisieran arrebatársela. Y él amparó, denodado y terrible, a su virgen. Una oreja desgarrada del camello quedose sangrando. Y el agua, asustada, salió regaladamente y le curó. Y Asaf la bendijo...

...En aquel día, cuando llegaba a lo alto del barrancal, le pararon dos hombres que traían bastones largos de acacia y las vestiduras polvorientas. El uno era mozo, dorado y enjuto; mordía una flor de mirto; el otro, recio, de carne de escoria; la barba áspera, abandonada y el talante súbito.

Miraron al azacán descogiéndose lienzo del koufieh para darse sombra. Miráronse también ellos; y el más rudo decidiose y le ordenó:

-Llévanos a tu casa, porque venimos en nombre del Rábbi.

Se les humilló el viejo, y ofrecioles el cántaro.

Y entrambos bebieron, con la sed de la jornada de Bethania.

-Con miedo y codicia hemos bebido, porque viene la tarde y tendrá huéspedes tu señor. ¡Acuérdate del justo que murió de sed antes que consumir el agua de los ritos!

Asaf les respondió sonriendo:

-Siete caminos de sábado ando de sol a sol para llenar las hidrias, y nunca se agota la cisterna para las abluciones.

Y tomó el ánfora; le siguieron, y a poco se detuvo el siervo delante de un portal enyesado que cegaba.

Pasaron los forasteros; sus mantos, en la espalda, como un oleaje de lumbre, y sus ojos acogidos por la regalada umbría de la casa. De lejos comenzó a llegarles otra claridad de patio, cernida por una lona de color de limón. Muy hondo se deslizaba un ruido de tahona, entre un cantar fenicio de la esclava que rodaba la muela.

Y los dos caminantes evocaron sus días en Sidón, cuando la sinagoga repudiara a Jesús. Sidón la florida; sus jardines, más pomposos que los de Damasco; sus naranjales, de más dulce abundancia que los de Jaffa. Las piedras y el aire de toda la ciudad, penetrados de olores de delicias. Sus peces, más numerosos que las arenas de sus playas, donde el monstruo devolvió al profeta que dudaba. Los collados de conchas de la púrpura resplandecen como tesoros. Las calles tiemblan por el tronar de los telares. Sidón, la profanadora, la maldecida por Jeremías, «la que ha de beber toda la copa de la cólera de Jehová»; casa y madre de mercaderes galanes y aventureros, acostada entre el monte y el mar; la que diera sus cedros, «gloria del Líbano», que techan el Santuario del Señor; la que trabajara en sus obradores el bronce de los sagrados dinteles, recibió la sonrisa de misericordia del Maestro, porque los hijos de la ciudad gentil se maravillan de sus palabras y las atienden con más ahínco que los hombres de Israel. Y salía Jesús a la costa, envolviéndose y llenándose de la gloriosa alegría del Mediterráneo, y su manto azul le volaba gozosamente. Delante del mar, subiendo y pasando su mirada hasta el confín, como un arco iris encima de las aguas, quedaba el Maestro pálido, callado, y se le hinchaba de dulzuras el pecho. Apartados, le aguardaban, mirándole, los discípulos. Fueron en aquellas tardes escasas sus palabras, y le salían temblando como palomas. Y otra vez caminaba, y de cuando en cuando volvía la cabeza hacia el mar. ¡Oh, no podía apartarse el Rábbi de su hermosura! Se alzaban las gaviotas, entrándose en los horizontes como siguiendo las rutas de emoción abiertas por los ojos de Jesús... Y en la ribera cantaban los hombres fenicios, previniendo sus naves de proa afilada y enemiga. Y llegaron, entre palmares y marismas, a Tiro, la sabidora de galanías, de invenciones y molicies. Sus hijos cuajan el fuego en primores de vidrio. En las huecas columnas de cristal de sus templos paganos, arden luces perennes; y, de noche, Tiro semeja labrada de piedras preciosas... Y he aquí una mujer cananea que les sigue, implorando para su hija endemoniada las migas de la gracia caídas de la mesa del Señor. Y Jesús le dio su amparo. Y luego salieron. Y cuando ya subían las tierras abruptas de Decápolis, se paró el Maestro y volvió sus ojos a la infinita desnudez del mar. Suspiró, y entrose para siempre en las ciudades confinadas.

...Recordando la jornada mediterránea, sentía el forastero mozo y dorado la delicia del oleaje hirviendo de espumas en la costa fragosa, y la calma azul en las playas rubias y en los muelles que llamean de riquezas. Las aguas grandes y libres prometían una tierra clara, virgen siempre para un semita...

Pero el otro caminante, de piel trabajada, arrebatado más por el fervor de lo presente, sintió, desde lejos, los pasos y los golpes del báculo del Padre de Familias, y adelantose para darle paz, y pronunció:

-Somos de los que siguen al Rábbi Jesús. Yo soy Simón Pedro, y éste, Juan.

Llegose el anciano vestido con túnica suelta del color de la amatista; sus barbas, como de toisones; su cabellera, lisa; su cayado, de naranjo, y, desde la curva hasta en medio que coge la mano, tenía esculpido el salmo de la confianza en el Señor contra todo maleficio. Sobre el amplio pecho le resonaban los talismanes y el enorme anillo de su cifra, colgados de un collar de bronce y calcedonia verde.

Les hizo reverencia, y murmuró:

-Sé quien sois. Marcos, mi hijo, ha caminado algunos días con vosotros. Y os vi la noche que Nicodemus y yo buscamos al Cristo para avisarle de peligros.

Entonces Juan dio su mensaje:

-Rábbi Jesús nos encomendó: «Aparejad la Pascua». Y como nosotros le preguntásemos: «¿Pues en dónde has de comerla, Maestro?», él estuvo mirándonos a todos; y nos llamó a mí y a Simón Pedro, y dijo: «Id a la ciudad; hallaréis un hombre con un cántaro subiendo la cuesta de la fuente; preguntadle por su señor y seguidle a la casa; y cuando saliere el Padre de Familias, confiaos diciéndole: Esto dice el Maestro. Mi tiempo se acerca. Muéstranos la sala donde recogernos para celebrar la Pascua».

Y el anciano se humilló pronunciando:

-Así sea.

Y les llevó fuera de las paredes del huerto; y montaron por la gradilla de la terraza, cuyos travesaños de pino de Alepo, calientes de la mañana primaveral, destilaban la resina olorosa.

Las eminencias de la ciudad santa ardían como antorchas de sol. La torre Hippicus, que sube ochenta codos; la torre Fasael, que evoca el faro de Alejandría; la torre Marianne, trono de recreación de la amada del gran idumeo; lejos, la torre Antonia, que prorrumpe de una raíz de peñascales pulidos como jaspes; y al lado, los altos y pináculos de la Casa del Señor, todas las cumbres de Israel relumbraban como frentes ungidas, llenas de emoción gloriosa de todo paisaje, coronadas de guirnaldas de golondrinas y palomas. De los vergeles y granjas del collado de los olivos, y de los jardines de poniente, llegaban olores de abundancia y de suavidad. Jerusalén resplandece de una azulada blancura. El cielo intenso de Palestina semeja venir y redundar la cal y la piedra... Como en un descanso del éxodo, el aire está traspasado de un polvo dorado y de balidos de los rebaños pascuales. Por las afueras se esparce la muchedumbre, y suenan como torrentes en crecida los barrios angostos de los bataneros y lañadores devorando las últimas horas de la faena que ha de callar siete días, desde que comience el santo de la Preparación...

...Juan hallose solo en el goce de la mañana. Simón y el huésped aderezaban la sala. Y juntose con ellos.

Ya estaban mullidos los tres escaños y tendida la alfombra, y encima el ruedo de piel para recibir la mesa parada con estofas de Sidón.

Y Juan dispuso las tres cabeceras: la de la banca de en medio, del Rábbi; la del lecho de la diestra, de Kefa; la del siniestro, de Santiago el Mayor.

Y subieron la paila, el lienzo y ánfora para la ablución; y la copa de dos asas para las libaciones de precepto; y las vasijas y escudillas de bronce -que son impuras las de alfar-; y la crátera de vino bermejo de la Judea.

Y en tanto que Marcos cocía en el hogar del kiraim las almendras, las nueces, los higos, los dátiles y cidras con canela y vinagre del Kharóset, hasta que todo se fraguara tomando la forma y la roja color del ladrillo -que recuerda los trabajos del cautiverio-, el Padre de Familias lavaba el coriandro, la endibia, la lechuga, la achicoria salvaje, el cardo y el marrubio, que componen las hierbas del Merorim de la Ley de Moisés, y los dos discípulos molían el candeal, la espelta, el sekale, la avena y la cebada para los ázimos.

Asaf encendió el horno. Luego fue derramando granos fermentados en lo retraído de los aposentos. Porque en la casa israelita se recoge ese día toda lexadura. Y para que el hallazgo se cumpla siempre, antes se esconden semillas y masa que se hinchan.

Y prendidas las lámparas de mano, recorrieron las estancias; y el viejo huésped iba invocando:

-¡Alabado y glorificado sea Jehová, nuestro Dios, Señor de eternidades, que nos santifica por sus mandamientos y nos ordena hoy destruir lo que fermenta! ¡Que todo fermento y levadura que hay y pueda haber en mi posada se desestime y quede como el polvo de los caminos!

Y bajo todos sus techos se escucharon las palabras rituales.

Y acabada la ceremonia, y saliendo al hortal, quemaron la pasta y las simientes prohibidas. Y allí los discípulos escogieron las dos ramas más verdes de un granado, porque con ellas, que sufren mejor el fuego que las de otro árbol, está dicho que se ate o cosa al cordero muerto.

Después, Juan y Simón fueron a mercar en las ferias de la Pascua la res más blanca y perfecta. Y la llevaron sobre sus hombros, y ya cercanos a la Puerta de Sussa, surgieron los alaridos délas trompetas de oro que tañían los sacerdotes desde su atrio, abriendo la hora de las inmolaciones, y los levitas cantores entonaban los salmos de triunfo y de gracias del himno de Hallel:


   ¡Ensalzad, hijos de Jehová,
ensalzad el nombre del Señor!


*  *  *

...Cuando el Padre de Familias y Marcos, su hijo, sacaban del horno los panes cenceños, vino Asaf anunciándoles que Jesús y los suyos habían atravesado el torrente.

Asomose el anciano, y el siervo, con el brazo tendido, le señalaba el grupo apostólico: delante, el Rábbi, en medio de Juan y de Kefa, que salieron a esperarle al pie de la inmensa gradería de Sión.

Pronto fueron surgiendo en lo último del áspero camino. Y descansaron.

Desde allí aparecía toda la casa elegida para la Pascua, grande, blanca y sencilla, perfilada sobre el crepúsculo, reposada en el silencio de su retiro y en la pureza del cielo como en un regazo. Y de dentro de la ciudad llegaba un vaho y ruido de gentes y rebaños apretados en las calles profundas.

Subió Jesús a la terraza, y quedose contemplando la tarde. Las sueltas puntas de su turbante y las bandas de sus cabellos aleteaban llenas del último sol, redondo, viejo y estremecido.

Y tornose al oriente, porque allí estaba su montaña, montaña pingüe, ancha y regada. Todas las veredas tienen el sello de su pie; sus árboles han tocado sus hombros y sus sienes, dándole sombra y alimento. En lo remoto se abren las palmas de Bethania; conoce las que amparan el portal de sus amigos... Gethsemaní levanta sus cipreses inflamados de ocaso, y sus generosos olivos dan el resplandor de su fronda de plata. Luego se derraman los cebadales. Señalada está la porción de la garba pascual para que el Pontífice la siegue permitiendo la cosecha. Junto al camino de Jericó, que se tuerce por la ladera, desborda el alborozo de los Bazares de Annás; sus dos cedros centenarios mueven los brazos de oro traspasados de tórtolas y palomas. De ellas fueron los pichones que ofreció María de Josef por el nacimiento del Rábbi. Y sobre el talud de margas del Cedrón se amontona la barriada aldeana de Betfage; el pámpano nuevo de sus higueras se cuaja en lancillas de sol como las candelas de un tabernáculo campesino...

Ya salía foscor de los hondos y cañadas, y se enfriaban los olores. Olor de viña verde, olor de sembrado maduro, de frutales y promesa...

Y Jesús recordó los avisos de sus recatados adictos; y sus ojos buscaron a Judas.

Judas plegó la frente.

Y sintiendo el Maestro que se le empañaba la mirada, dirigiose al cenáculo, en cuyos umbrales se le postró el Padre de Familias y le dijo:

-Deja, Rábbi, que yo y mi hijo te sirvamos.

Y pasaron todos.

Humeaban, crepitando, las lámparas recién encendidas, y eran de una lumbre amarilla y flaca que traía emoción de noche murada, y temblaban sobre fondo de cielo, cielo de placidez de tarde.

Avanzó el grupo al triclinio. Y Judas el de Kerioth quedose reacio entre dos ventanas.

Entonces Jesús le convidó a que fuese.

-Dejaste que tus hermanos escogieran lugar; pero mira que la última almohada está a mi lado, y serás como Juan: él, en un costado mío, y tú, en el otro.

Así se acomodaron: el Señor, Juan y Andrés, en el lecho de en medio. A la cabecera diestra, Pedro; después, Felipe, Bartolomé, Tomás y Mateo. Y a la de la izquierda, Santiago el grande, y en pos, Santiago, hijo de María Cleofás, y Tadeo, su hermano, y Simón el Zelota, y Judas.

Oraron sentados, y se descalzaron las sandalias y se tendieron.

Trajo el huésped la gran copa, y puso vino de sus lagares de Engaddi y agua de la acarreada por Asaf.

Y alzose la voz de Jesús pronunciando:

-¡Bendito sea nuestro Dios y Padre mío, que ha creado el fruto de la vid!

Y probó del cáliz y lo dio a Juan, suspirando:

-¡Con qué ahínco he deseado estos instantes! ¡Mi Pascua de despedida!

Y en sus ojos y en su frente, frente de cumbre que recibe el primer sol, pasó un apagamiento de inquietud.

Acercaron la vasija de la ablución, y la delicada mano del Rábbi se hundió en el agua.

Judas halló su diestra de tan recia villanía, que la fue apartando de la tabla.

De improviso, irguiose el Maestro.

Kefa y Tomás tenían muy asida la copa, y miraban con enojo a Santiago, el Hijo del trueno, que la exigía como debida a su rango. Para él y Juan pidiera su madre Salomé la privanza del Señor. Pedro gritole que el cáliz había de pasar a la redonda. Cundió la discordia de banca a banca.

Jesús sonreía con amargura. Y ellos, no entendiéndole, se querellaban, y algunos también se reían lo mismo que rapaces. Mas, Santiago y Pedro disputaban sañudos.

El Padre de Familias iba ofreciéndoles el agua y el paño del rito; y los arrebatados apenas sumergían los dedos ni se enjugaban por la prisa de bracear, que en Israel es súbito el enojo y la injuria fácil.

Y la voz de Jesús, voz sin grito ni bravura, pasó serenamente encima de todas las voces, y redujo todas las voluntades y quedose sola en el silencio de la cámara:

-¡Hasta cuándo seréis con apetitos y altiveces de otros hombres! Las gentes se avasallan; no así vosotros; antes el que es mayor hágase como chiquito, y el que precede y manda, como el que sigue y sirve... Recordad que todos vosotros habéis permanecido conmigo en las tentaciones, y las hollamos. Yo dispongo del reino para vosotros como mi Padre dispuso de él para mí; y juzgaréis las doce tribus del pueblo elegido. ¿No estoy yo en medio de todos vosotros? Pues ved lo que hago.

Y levantose, y quitándose el manto, se ciñó el lienzo de enjugar a manera de esclavo. Vertió agua en el barreño, y postrose y tomó los pies del discípulo amado.

Pero Juan los encogía diciendo:

-¿Qué quieres, Señor?... ¡Deja, deja, Rábbi!

Y como Jesús insistiese con supremo mandato, Juan pasose delicadamente la fimbria de la túnica por sus plantas, para entregárselas limpias de la tierra.

Todos se habían incorporado mirándoles.

Y la sangre del de Kerioth criaba como un humo de desgracia y de aborrecimiento viendo a Juan, pálido de dolor delicioso porque se le comunicaba a toda su piel la grandeza abatida del Maestro. Y tuvo congoja y se conmovió todo su cuerpo cuando Jesús, humillándose más, le besó los pies, todavía húmedos.

Rugió Pedro y derribose en los tapices.

Desde allí voceaba:

-¡Y tú, Juan, y tú has consentido!

Sonrió el Rábbi, y se puso delante de los hinojos de Judas.

Palpose Judas su rostro, porque sentía un ardor tan espeso que creyó que se le hinchaban las mejillas. Quiso también sonreír, y dobló su boca con gesto de sollozo.

Desde el suelo le subía la mirada de Jesús, que le balbució muy despacio:

-¡Judas, Judas, aun padeces por mí!

El de Kerioth tragaba resollando un aire amargo.

Y el beso del Maestro quedó en sus pies como una brasa que le llagaba la vida.

Acercose Jesús a Simón Pedro.

Y el apóstol se revolvió encrespado de una humildad hirsuta. Y miraba reciamente a sus hermanos, queriendo que de él recibiesen su austera enseñanza en contra de Juan y de Judas.

Por eso gritó:

-¡Nunca, Señor, lavarás mis pies! ¡La tierra y la podre de mi carne tocada por tus manos, Rábbi!

Mas, el Señor levantose, grande y severo, avisándole:

-¡Mira que si no te lavare, no participarás de lo mío!

Entonces, Kefa doblose muy dócil y medroso, y gimió:

-¡Señor: toma mis pies y mis brazos y mi cabeza, y toma mi alma para que la sumerjas en tu gracia! ¡Señor, Señor, no me apartes de ti, que yo quiero ser limpio!

-¡Limpios estáis; pero no todos!

Se contuvo Jesús; y volviendo un poco la mirada, añadió con palabras del salmista:

-¡Conmigo parte el pan el que ha levantado su calcañar para derribarme!

Y después lavó a Mateo, de sutiles claridades y elegancias de su pasada vida entre paganos, el que dejó por Jesús los bienes de su oficio; y a Felipe, tierno y asombradizo; y a Bartolomé, que tenía la frente como una losa vieja, el que vino a la familia apostólica traído por Felipe; y a Tomás, que se paraba pensando toda palabra y la seguía en silencio como si atendiese el volar de las aves, y siempre pedía más razones; y a Santiago, inflamado y adusto; y a Tadeo, mocil, brioso y alborozado; y a su hermano Santiago, enjuto, menudo y devorado por la penitencia, el que nunca se ungió ni bañó ni rasuró su carne; y a Andrés, el que creyera en Jesús antes de verle, sólo por predicciones del Bautista; y a Simón el Zelota, intonso, callado, de una humildad generosa de tierra labrada...

El Padre de Familias y su hijo Marcos acudieron a levantar al Maestro, llevándole a la mesa.

Y todavía respirando cansadamente dijo Jesús:

-Me llamáis Maestro y Señor; pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, también vosotros debéis humillaros los unos a los otros, mas sin rencores, sino amándoos. Es mi nuevo mandamiento que os améis: ¡que os améis como yo os he amado!

Y desfalleciole su voz de tanta ternura. Y recostose.

Trajeron los panes y las hierbas amargas.

Escanció Marcos la segunda libación.

Y ya todos bebieron, esperándose como buenos hermanos.

Suavemente cantaron los salmos del rito, que comienzan:

«¡Alleluya!... ¡Salió Israel de Egipto; salió la casa de Jacob de un pueblo bárbaro!».

Y acaban:

«¡El Señor ha librado mi alma de la muerte; mis ojos, de las lágrimas; mis pies, de atolladeros... Agradaré al Señor en las regiones de las beatitudes eternas!».

Después, Santiago, el que fuera esenio, el más austero y sumiso a todo dictado de la Ley, propuso a Jesús las consultas de la comida pascual. Porque allí era entonces Jesús padre de familias.

Y las preguntas fueron de este modo:

-¿Por qué en esta noche comemos panes sin levadura?

-¿Por qué en esta noche comemos hierbas amargas?

-¿Por qué en esta noche comemos el cordero asado, y en las otras es permitido cocerlo según nuestro acomodo y gusto?

-¿Por qué hoy participa toda la familia de la misma mesa?

Y todos se alzaron para recitar el Hagada del Deuteronomio.

Sirvieron la res dorada y olorosa.

Y Jesús fue contestando.

Pero mientras contaba la partida de Egipto, cuando la masa no había subido en los añacales y artesas; y el recuerdo de las amarguras de la servidumbre; y el tránsito del Ángel del Señor segando con la hoz de la peste la vida de los primogénitos, cuyas casas no tenían la señal de sangre del sacrificio; y el caminar de toda la familia de Israel a la holgura de la libertad y posesión de la tierra prometida, «tierra de arroyos y de fuentes», «tierra de trigo, de cebada y de viñas; de higueras, de olivos y granados; tierra de aceite y de miel, donde gozará abundancia de pan y de todas las cosas...»; mientras glosaba el relato mosaico, Jesús se paró algunas veces, y miraba a Judas...

Judas sentía todo el recinto herido por el latir de sus arterias. Y quitaba el brazo del cojín, porque su codo parecía apoyarse en un corazón cansado; y quitaba la mano de la tabla, porque sus dedos también dejaban las duras palpitaciones de su pulso. ¿Y no verían los otros su miedo y su culpa?

«¡Ese nombre -pensaba- ya sabe mi engaño! Cuidé yo siempre de ellos; y hoy llamó a Juan y a Simón Pedro para que preparasen la Pascua; los hizo sus emisarios, y ocultó el nombre del huésped. A mí me retuvo, y nunca me atendió tanto su mirada. Al lavarme, oprimía mis pies entre sus manos y su seno; mis pies tocaron su vida. Me sonríe; me buscan sus ojos para sonreírme; si ahora me volviese, me recibiría su sonrisa... ¡Yo no me volveré! Su sonrisa, su sonrisa se deshace en mi alma como una queja ¡Yo no me volveré!...».

Y Judas tornose hacia Jesús.

Todos miraban calladamente al Maestro.

«¿Estaba llorando el Señor?».

Y los discípulos se tiraban del manto, se tocaban en el hombro preguntándose:

-¿Qué tiene, qué tiene el Señor?

En aquel instante, Marcos ministraba la tercera de las libaciones.

El Rábbi pasose los dedos por los párpados; se alentó en sí mismo, y tomó de las hierbas amargas la porción de la «grosez de una oliva». Rompió un ázimo para untar pan en el suco de las frutas cocidas. Pero se contuvo; y respirando con anhelo dijo:

-¡Cuando se levantaba el sol, y nosotros conversábamos a la sombra de las palmeras de Bethania, los levitas pronunciaron la execración de muerte contra mí delante de todas las sinagogas de Jerusalén...! ¡Proclamada ha sido mi Shammata!

Y Simón Pedro profirió espantado:

-¡Tú morir, Señor!

-¡Escrito está! ¡Y uno de vosotros ha de entregarme!

Y creyeron que su voz se afondaba en soledades infinitas.

Todos aguardaban que pronunciase un nombre. Y el silencio del Maestro les acongojaba y empavorecía. Bramaron de ansia; se removían sus lechos recrujiendo; se hincaban los ojos en los ojos, acechándose. Llegaron a la duda de sí mismos. Y angustiados de caer en la ruindad, gemían:

-¡Rábbi!, ¿soy yo?

-¿Acaso seré yo, Señor?

-¿Y yo, Maestro?

Y fueron levantándose y preguntándolo todos.

Judas dobló la frente, y también tuvo que decir:

-¿Seré yo?

Entonces Jesús allegose a su mejilla y le susurró:

-¡Tú solo lo has dicho, Judas!

Juan le llamaba. Atrajo el cuello del Rábbi, y reclinose sobre su hombro.

-¡Maestro, dímelo; dime quién es!

El Señor le repuso esfumadamente:

-Mira a quien yo dé el pan untado.

Y redundando un trozo en el kharóset, ofrecióselo a Judas, diciéndole:

-¡Lo que hayas de hacer, hazlo pronto!

-¿Quién ha dicho? -rugieron los otros.

Judas salió engullendo atropelladamente el manjar.

Desde el último peldaño de la azotea se detuvo a saber si le seguían; pero del cenáculo sólo bajaba un dulce recogimiento. Y el huido arregazose la túnica y el manto, y corrió al refugio de la casa del Pontífice.

Había cerrado la noche.

La mirada de Jesús buscó la pureza de los cielos. Comenzaba a subir la gran luna sobre la montaña de su reposo. Imaginó su Bethania, toda blanca de la suave lumbre, y toda aromada como hecha de los nardos de María, la que siempre se embelesaba escuchándole. Y el Rábbi bebió de la postrera copa de la vieja Pascua.

Por las abiertas ventanas se acercaba a su vida la caricia de la noche. Y probó en sí mismo los sabores de la grandeza del escogido... Se hallaba en la hora del íntimo deleite del héroe antes del sacrificio. Le rodeaba una Creación perfumada, vaporosa, de sueño de jardines y luna. En todo pasa un delicado temblor de goce. El cielo y la tierra se complacen en su hermosura con una inocencia de hermanos. Todo se presenta rendidamente al elegido. Lejos, asoman las aflicciones. Todavía puede contemplarlas como un horizonte. Aquel apartado sufrir es suyo. Y él avanzará solo para tomarlo como si alzase una gracia para él guardada. Está serenamente en presencia del sacrificio aceptado.

Y Jesús se exalta fuerte y dichoso.

¡Ya estaba con amigos!

Marcos y su padre se habían retraído en el umbral. Desde allí vigilaban la mesa y atendían al Cristo.

Los discípulos se van recodando en sus almohadas, regalados con el habla del Rábbi. Juan parece adormecerse recogiendo la tibieza y el grato olor de las vestiduras del Maestro.

Ven ya al Rábbi muy remoto de todo daño. Aquellas palabras y aquel desfallecer no fueron sino un presagio para distancias que acaso nunca tengan término. A todos nos conturban tristezas que, al deshacerse, se nos antojan que no hayan traspasado nuestra vida. Nos olvidamos de nuestra misma muerte. ¡Y cómo ha de entregarle nadie de los que le aman! Descansaban en Jesús. Nada más Kefa se distrajo de sus encendidos conceptos para acordarse de Judas. «¿Adónde había ido el de Kerioth?». Y Juan hizo un visaje desdeñoso. Y Tadeo pensó que por los menesteres de mayordomo quizá Judas fuera a cumplir mandados del Rábbi. Había empezado la vigilia de la gran fiesta. Bulle Jerusalén de gentes patricias, pero también de menesterosos que llegan siguiendo a las caravanas. Judas habrá salido para dar socorro a algunos galileos pobres. No les olvida el Rábbi.

En tanto, Jesús les anuncia palpitantemente la glorificación de la obra mesiánica. Ya se cumple. Se les acerca el reino. El Padre les abrirá las puertas de su Casa de bienaventuranzas.

La palabra del Señor va dejando una claridad gozosa. Sus amigos, acostados, le escuchan contemplando las promesas como un paisaje bajo un amanecer purísimo. En verdad sienten que ven y tocan la magnificencia que les será dada. ¡Oh, es más grande que la que rodea al Tetrarca en Tiberiades; más gustosa que la hartura de bienes del romano en Cesárea del Mar, vedadas siempre a ellos! ¡Y surgía de su misma pobreza por el triunfo del Rábbi! El Rábbi lo dice sin nieblas de parábolas ni proverbios. No tiene su voz el misterio de lejanía que antes exhalaba.

Por eso palidecen asustados y se mustian de desesperanza cuando Jesús, entornando los ojos y conturbándose, les previene que él ha de dejarles, que él se adelanta para prepararles el lugar prometido en la mansión del Padre, y ellos irán a su encuentro, que harto conocen el camino.

Fue Tomás el que atropelladamente le interrumpió:

-¡No te marches, Maestro! ¡Mira, Señor, que nosotros no sabemos adónde quieres ir! ¡Cómo podremos conocer el camino!

Jesús mostrose sobre el recodadero, y golpeándose el costado dijo:

-¡Yo, yo soy el camino, y la verdad, y la vida! ¡Nadie viene ni alcanza a mi Padre sino por mí!

Entonces Felipe, sobrecogido, desalentado porque el lenguaje del Señor se sutiliza místicamente, alejándoles de las realidades columbradas, y porque oye que han de ir a la casa del Padre a quien nunca han visto, Felipe le pide, balbuciendo de cortedad:

-¡Al menos, Señor, enséñanos tú al Padre!

Y volviose el Rábbi, y pronunció con amargura:

-¡Tanto tiempo a mi lado, escuchando, presenciando mi vida, y no me comprendiste! ¡Pero si el que me ve a mi ve también a mi Padre!

Y les miró mucho; y adivinó la orfandad en que quedarían.

Vibraba su ánima de lástima por la flaqueza de aquellos hombres. Necesario era que se uniesen queriéndose en sí y en bien de la nueva evangélica.

-¡Amaos, amaos como yo os amé! -le ahogaba un sollozo inmenso. No le era dado evitar ya su partida. Huir de ella o retardarla derrumbaría su obra, apagaría las visiones de los profetas.

Los discípulos escarbaban dentro de la voz, buscaban dentro de los ojos del Rábbi, ceñudos del esfuerzo, empujándose con el corazón por entenderle.

La frente de Pedro era una borrasca de arrugas. La de Simón el Zelota semejaba atada por un pliegue gordo, trenzado como un cordel. Las cejas de Felipe subían trabajosas, rompiéndose. Las de Tomás se juntaban tirantemente. La cabeza de Bartolomé se doblaba, abovedándose pelada y fría. Mateo la descansaba suave y triste en su mano. Juan imaginaba siempre, perdiéndose su mirada en los rizos de luz de las lámparas. Todos esperaban, esperaban en el Rábbi.

Y Jesús, transido de piedad, les sonrió pálidamente ofreciéndoles que nunca habían de perderle. Tendrán su espíritu, que les fortalecerá en todo momento.

Entonces ellos aun se apuraron más por comprenderle...

¡Había de darles una prenda efusiva y corporal de su memoria! Miraba y atendía en su torno y dentro de sí mismo. Se derretía el tiempo como un aroma. Todo rumor, toda pisada resonaba en su alma. Los avisos de Nicodemus, del Padre de Familias y del varón de Arimatea, podían ya cumplirse. Cerca estaba la casa de los enemigos; y el de Kerioth habría fraguado la celada. Estaba acechado por el aborrecimiento. Lo aspiraba, lo recogía del mismo aire de la noche acendrada, ¡tan dulce y deliciosa, oh, Padre!

Había pasado la hora de la Pascua, la deseada como su último contento. Ya sólo le esperaba el sufrir, seco y cauteloso.

Y de nuevo se contempló, y miró toda la olvidada mesa. Quedaban dos ázimos cabales. Y le resplandeció su faz y dijo entristecido:

-¡No estaréis sin mí, porque quiero quedar conmemorado entre vosotros!

Y tomando un pan, lo quebró en once trozos con sus dedos finos y dorados del sol de las jornadas de sus predicaciones; puso los fragmentos encima del otro ázimo, y exclamó:

-¡Aquí está mi carne! Vedla bajo estas apariencias. Ya el pan es cuerpo y vida mía. ¡Comed y alimentaos de este manjar nuevo. Y lo que yo hice, haced vosotros siempre en mi memoria!

Todos tomaban de aquel pan mirándolo mucho, y después comían.

Jesús llegose la copa, apartada porque habían cesado las libaciones del rito. Y acudió el anciano huésped y sirviole.

El encendido vino quedó quieto y centelleando bajo las luces, con la densa color de la sangre.

Y oyose al Señor:

-¡No beberé más del jugo de la vid hasta que estuviere al lado de mi Padre! -y alzó de las dos asas el cáliz, que era de ágata y se traslucía rojamente, y pareciole una herida suya.

-¡Mi sangre; es mi sangre que sella una alianza perdurable entre la tierra y el cielo! ¡Bebed todos de ella!

Y se le rompió de pena la voz, la voz que fervorizaba las muchedumbres, que caía sobre las aguas y los campos como una gracia.

...Y habiendo bebido los discípulos, entonaron el salmo de las alabanzas y aflicciones:

«¡En las riberas de los ríos de Babilonia nos sentamos llorando, porque pensábamos en ti, Sión!

Colgamos de los sauces nuestras arpas y cítaras.

Y los fue por fuerza nos llevaban, dijeron:

Cantadnos canciones de vuestra patria y de nuestro Dios.

¿Cómo cantaremos cánticos del Señor en tierra ajena?».


...Salió Jesús bajo los cielos, y alzó la frente hacia toda la noche.

La cumbre de la montaña de los Olivos exhalaba un humo de plata, y de la hosquedad de la ladera iban surgiendo alumbrados los contornos de los casales. De toda la espesura prorrumpían los dos cedros de Annás, escarchados de luna.

En el hondo, al abrigo de las puentes del Cedrón y de los muros, temblaban las hogueras de los peregrinos que ya no hallaron casa, ni parador, ni bóveda, ni reparo en el recinto de la ciudad.

Jerusalén había tendido en sus techos y cúpulas un tocado de novia, de nieblas y de luna. Era como un inmenso almendral en flor.

Lejos relumbraban los atrios del Templo sobre los horizontes todavía privados del plenilunio. Y las estrellas, desnudas y grandes, palpitaban entre las recias fantasmas de los torreones...

Jesús tuvo frío; y él mismo se oyó el gemir de su vida.

Ya no estaba la noche de Nisán delante de sus padecimientos; ahora avanzaba la aflicción sobre el fondo de la tierra dormida y olorosa. Todo estaba habitado por sus dolores. Y se le conmovió el pecho como si recibiese la pujanza de un amargo oleaje. Y oró sublimemente:

-¡Padre, Padre, viene ya el momento! ¡Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti! Yo te he ensalzado por la faz de la tierra. ¡Comienza lo postrero de la obra que me encomendaste!

Acudieron los discípulos a su lado y le contemplaban en su arrobo trágico.

Estaba el Rábbi rígido y blanco de luna. Le llamaron, y él les sonrió sufriendo.

Abandonó sus brazos en los hombros amigos y clamó:

-¡Padre, Padre, míralos! Tuyos eran y me los diste a mí. ¡Y han creído! ¡Por ellos pido, Padre! ¡Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos se quedarán solos! Guárdalos como yo los guardé. Nada más me falta el hijo de perdición... Como tú me enviaste, así yo los envío a las gentes. ¡Padre, Padre: yo en ellos como Tú en mí! ¡Padre justo: el mundo no te ha conocido; pero éstos, oh Dios, éstos me han amado!

Le habían rodeado refugiándose como hijos chiquitos al amparo de su vida. Allí, muy junto a su cuerpo, sintieron cómo brotaba el manantial de la plegaria, exaltada de toda la sangre del Maestro; y llegando a su boca, florecía en palabra. Y la palabra de Jesús se derramaba, se expandía dentro del silencio y de la pureza de la noche; y todavía produciéndose la voz en los labios semejaba oírse muy remota, elevada en el cielo, penetrándolo todo. De súbito calló, y crisposele la frente y convulsionaron sus manos como las de un hombre, como las de otro hombre espantado.

Juan sintió en su carne el abarramiento pavoroso de los dedos de Jesús.

Una nube baja, escapada como un monstruo de los abismos de Gehenna, había cegado la luna, y apagó la noche.

Se entenebreció todo el grupo, y resaltaron las llamas aciagas de las lámparas del cenáculo; y la voz del Rábbi sonó conturbada y ronca:

-¡Quien guarde dineros en su ceñidor, que los tome, y vended también la túnica y comprad armas!...

Simón Pedro y el Zelota mostraron sus espadas breves y agudas.

-Hay dos sicas, Maestro. ¡Tenlas!

Se había fundido la nube, y la luna apareció más limpia y excelsa. Y el Señor quedó iluminado, y parecía muy exprimido, muy débil, y suspiró:

-¡Venid!

Otra vez volviose a toda la noche. Pero luego se arrancó de la última dulzura de su deliquio. Y, abrazando al huésped, comenzó a bajar la escala de la azotea, todo lleno de luna.

El anciano, su hijo y Asaf le miraban desde la acitara.

Ladraban perros que devoran las inmundicias de los arrabales. Y de una almena vino, entre la bruma, el chiflar helado de un búho.

El Rábbi adelantose a la gradería de Sión.

Todos se le juntaron mirando el valle. Había lumbres de caminantes sin posada, y tránsito de rondas del Palhedrín y del Pretorio.

Retrocedió Jesús, seguido de los suyos; y bordeando el torrente por lo obscuro de las murallas, fueron ahondándose hacia la Puerta de los Rebaños, bajo cuya bóveda se detuvo un sábado, y con polvo humedecido de su boca ungió los párpados parados de un ciego y se los abrió al júbilo del día; y como los fariseos porfiasen entre sí de lo lícito del prodigio, él les reconvino: «Porque os obcecáis en el pecado permanecéis como este hombre estaba antes de que yo le sanase, y no me veis. Yo soy la verdadera puerta de las ovejas. Quien por mí entrare será salvo y hallará pastos sabrosos. Yo soy el buen pastor que da la vida por sus corderos...».

...Ahora, cuando pasaba bajo el saledizo del adarve, también se paró.

-¿La recordáis?... ¡Esta era mi puerta!


...Hasta que el Rábbi y sus discípulos se sumergieron en la noche profunda de las afueras muradas, hasta fundirse su voz y perderse el hollar de su pie, estuvieron atendiendo su camino el anciano, su hijo y Asaf.

Les dejó el siervo para mirar unas sombras que se recataban en los tapiales.

Y a poco tornó diciendo que eran gentes de la casa de Annás y guardas del Sanhedrín, y que habían rodeado el huerto, espiándoles.

Pidió el anciano su cayado; y antes de ir a su aposento quiso asomarse al cenáculo.

Se habían agotado dos candelabros del triclinio, y la luna se acostaba en las losas y subía al lecho que tuvo el Rábbi.

Soltose el Padre de Familias del hombro de su hijo, y fue avanzando con las manos juntas, estremecidas y frías; sintió que sus sandalias retumbaban como en un recinto muy hondo; que se remontaba la bóveda recia y triste sobre su cráneo. Y penetró en su sangre y en sus huesos el filo de una emoción desconocida, emoción de lo que no se ve y sale de todo lo que miran los ojos; emoción de una presencia que no está y atraviesa los muros, y el aire nos toca como unos dedos impalpables; emoción del primer hombre pisando las piedras del primer templo cristiano...




ArribaAbajoEl mancebo que abandona su vestidura

«Mas él le respondió diciendo: "Maestro, todo esto he guardado desde mi juventud". Y Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y ven y sígueme"».


(S. Marcos, X, 20, 21)                


«Y un mancebo iba en pos de él cubierto de un lienzo. Y le asieron. Mas él, soltando la vestidura, se les escapó desnudo».


(Ídem, XIV, 51, 52)                


Salió Elifeleth de la cámara familiar, y sus padres se miraron. Las tres hermanas, recostadas en los almohadones, se desbrochaban las armillas de sus muñecas y las ajorcas de esquilitas de plata, y las cadenicas de los codos, y las que atan los tobillos entre sí para que el paso sea menudo -que es el andar patricio de las hebreas-; y también se quitaron la delgada toca de lino, y los partidores de las trenzas, y el thorim de torzalejos con sartas de gemas y brinquiños y pinas de oro que caen por las mejillas, y resbalan en la garganta, y bajan y se mueven en la dulzura de los pechos; y como algunos dijes y lunetas se prendían tenazmente en el tocado, las hermanas se socorrían riendo y besándose en el delicioso nudo de la trenza y la joya. Pero en su recreación no se olvidaban de mirar a los padres, sino que para ver su callado dolor y descansarles de su presencia, hacían las doncellas el gracioso bullicio a punto de recogerse en su aposento.

Cuando se volvía la madre a contemplarlas, se le mitigaba la pena por Elifeleth, el primogénito, que parecía consumido por el espíritu del mal.

Les sonrió, y las hijas se alzaron como flores, y en todo el recinto se conmovieron las fragancias de sus cuerpos de miel, y de sus túnicas inmaculadas, y de sus íntimos cendales. Con suavidad de tórtolas daban sus dedos perfección a las galas de la madre, mujer de mantenida hermosura, morena y fuerte, celebrada de todos y gloria de Elisama, su esposo.

Claro varón de la doctrina de Hillel era Elisama, y sus designios brillaban en el Sanhedrín, entre los de los ancianos, que, según la Mischna, tienen el privilegio de desposar a sus hijas con los sacerdotes.

Siendo mozo, y encendido por la palabra de Judas, hijo de Seforeo, y de Matatías, hijo de Margaloth, juntose a la revuelta que derribó la abominable águila de oro, puesta por Herodes el Grande, ya viejo y roído de podredumbre, en los magnos portales del Templo. Y sólo Elisama librose del suplicio del fuego que devoró con lentitud horrible las vidas de los puros creyentes.

Y hallándose en sus tierras de Jericó, porque llegaban los días en que se cuaja y mana el precioso suco de los árboles del bálsamo, y las palmeras y los manzanos y los azufaifos tejen un ámbito de paraíso, y florece la planta de la rosa, de aquella que, sintiendo el amor del agua, abre siempre su tejido como una mano de suavidad, en los días de beatitud y llenura, fue Elisama puesto en prisión por las guardas del Rey.

El Rey aborrecido estaba en su quinta Cypros, porque también buscó la templanza de la «Ciudad de los perfumes». Y allí agonizaba exhalando en vida el hedor de la muerte, en medio de los aromas de la tierra y del júbilo de todas las criaturas.

Y Herodes lloraba. Adivinó que sus gentes se holgarían de su muerte. Y ya, más que vivir, codició las lágrimas de los felices. Y mandó prender a los primogénitos de la Judea de más limpia prosapia, y que fuesen crucificados cuando él expirase, para que el llanto de Israel le acompañara al sepulcro.

No se cumplió su postrera ferocidad, y otra vez quedó libre Elisama, el hombre bueno.

Conoció mujer de estirpe del sacerdocio, del linaje de Azarias. Vino sobre ellos bendición del Señor, y Elisama engendró hijos; un hijo y tres hijas: Elifeleth, el primogénito, y Abigail, Lía y Noema.

Los bienes y dulzuras de su hogar y la memoria de los peligros y adversidades le apartaron de la exaltación y de la discordia. Y fue amado del fariseo indomable y del saduceo helenista, y sentose «al continuo convite de la tranquilidad». Era fácil al socorro de toda laceria; nunca maltrató al siervo ni escarneció al samaritano. Y los camelleros y pastores, y los jornaleros de viña, de olivares, de mieses, de pradería y de árboles de aceite de aroma, y los artesanos de telar, de fragua, de cerámica y de todos los menesteres acudían con más diligencia a su casa que a la del Príncipe.

Tres casas tenía el varón justo: en Jerusalén, al lado del Jardín de los Rosales, único jardín consentido dentro de la ciudad; en Jericó, rodeada de las palmeras que dan los dátiles alabados por Plinio, dátiles de jugo lechoso que producen la miel y el vino; dátiles enjutos, arrugados, pero grandes, tiernos y dulcísimos; dátiles de corteza sutil que se regaña y cristaliza de azúcar; dátiles largos, leves, que se curvan graciosamente como dedos de mujer. Y después de las palmeras, campos paniegos y de los que llevan el lino y el mirabolano; y otra casa de placer en la ladera del monte de los Olivos, con lindes a la calzada que baja de Bethania.

Y aquí moraban desde que Elifeleth sufría. Fue el principio de su tristeza en una tarde luminosa, cálida, parada, de cristal del invierno de Jericó.

Allí el mancebo daba el apoyo de su hombro a la mano cansada del padre, y recorrían los cultivos, y vigilaban la siembra, la poda y el jirpear de las vides. Porque obedecía Elifeleth los documentos de la ancianidad, y se inclinaba a la voz de la sabiduría, y era temeroso del Señor. Regocijábase en su hacienda, y entendía hasta del gobierno de las yuntas y de escoger el pasto de más frescura y crasitud para sus ganados, y avisaba prudentemente al mayordomo. Nunca secó sus huesos en los lupanares ni atendió las supercherías de la cortesana, huyendo de sus dejos, amargos como el ajenjo y agudos como espada de dos filos. Las alcoholadas y halagadoras le esperaban por lo obscuro de los cantones, requebrándole: «Sacrificios ofrecí por tu salud, y hoy he cumplido mis votos. Por eso he salido ganosa de verte, y te hallé. Mi lecho está encordado y revestido de cobertores de Egipto, y he rociado mi cámara con mirra y áloe. ¡Ven y embriaguémonos de amores hasta que amanezca el día!». Y las que comen y limpiándose la boca dicen: «¡No he hecho maldad!», le convidaban a las prisiones de sus brazos, susurrándole: «Ven a mi casa, porque las aguas hurtadas más dulces son, y el pan escondido más sabroso».

Pero Elifeleth agradaba al Señor.

Y he aquí que aun fijando en las tablas de su ánima los consejos de la sapiencia, marchitose su carne como en ajuno y cilicio sin término.

Y clamaban los padres:

-¿Qué tiene nuestro hijo Elifeleth? Le rodean todos los bienes, descansa en el amor de nosotros, los mancebos le envidian, los ancianos le ensalzan, las doncellas de Israel le celebran por escogido entre la mocedad, y Elifeleth se apaga en pesadumbre.

Y plañían las hermanas:

-¿Qué tiene Elifeleth, nuestro hermano? Nosotras le labramos los ceñidores y orlas de sus vestidos, le renovamos las almizcleras, le ungimos los cabellos y le servimos hasta que duerme, y la boca de Elifeleth se cierra a todo coloquio y sonrisa porque padece en su corazón.

Y el padre se acuitaba por averiguar del hijo, consultando exorcistas y sabedores de cabalas y sueños, y preguntaba a las gentes de sus heredades y a las extrañas. Y halló un hombre, que fue endemoniado y ya estaba sano, el cual le dijo:

-Esto supe de Elifeleth, tu primogénito. Un profeta pasó por el camino que sube a la ciudad del Señor. Lleva cortejo de hombres y mujeres; se comunica con gentiles y pecadores, y aun come de su pan. Pero la palabra y los ojos de este Rábbi guardan un fuego que derrite los males. A mí me curó acercándome su mirada a la frente. Se revuelve contra los hipócritas. ¿No se quebranta el sábado si quitamos los escombros caídos sobre un hombre que no sea nuestro prójimo? Pues Rábbi Jesús hizo beneficios a los de Samaria, que son más ruines que los paganos. Y, por ventura, ¿no se peca también el día del Señor si traemos tanta paja como puede tomar un buey o tantas espigas como puede coger un cordero? Pues los discípulos del Rábbi arrancan y comen la mies que se les antoja, y su Maestro dice que «el sábado se hizo por el hombre y no el hombre por el sábado».

Elisama interrumpió:

-¡Anatema tiene!

Y el otro:

-Yo te digo que es profeta amado de Jehová... Y le hallé una tarde entre niños, a los que imponía sus manos para darles gracia de bendición, y vino Elifeleth y encorvado le pedía: «Maestro, Maestro bueno, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna?...». El Rábbi volviose, advirtiéndole: «Ninguno hay bueno, sino sólo Dios. Y si en verdad quieres poseer la bienaventuranza de los siglos, necesitas cumplir los mandamientos: no matarás, no hurtarás, no fornicarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre». Y Elifeleth gritó gozoso: «¡Todo esto he guardado yo siempre!». Entonces el profeta le miró como amándole mucho, y le dijo con sonrisa de ternura: «¡Todavía te queda vender tus propiedades y repartir su precio entre los pobres, y después que lo hicieres, abandona tu casa y ven y sígueme!».

Elisama crispose de dolor y de odio, y atormentando las filacterias de sus pulsos rugió:

-¡Maldito el que embauca y seduce los corazones!

Y el hombre que fue librado del espíritu inmundo le gritó:

-¡Rábbi Jesús es santo! Rábbi Jesús esperó que hablase tu hijo. Pero Elifeleth afligiose y se apartó del Rábbi, del Rábbi inspirado por Jehová.

Mas, Elisama rompió sus elogios, preguntándole:

-¿Pasará de nuevo tu profeta por nuestros lugares?

Y busco sombríamente su casa. Y a poco partiose con su mujer y los hijos al huerto del monte de los Olivos.



...Las mujeres, desde las celosías, y Elifeleth y el anciano desde la azotea, vieron una muchedumbre de romeros de la Pascua y de gentes del arrabal de Betfage que alzaban ramos y daban aclamaciones. Y como era tiempo aciago de tumultos, marchó un siervo de Elisama para saber de ese súbito ruido. Y trajo estas nuevas:

-Rábbi Jesús ha montado en la cría de una jumenta; y los discípulos y los hombres de Genezareth, que vienen para la Pascua, y los amigos de Lázaro el de Bethania, se le juntan bendiciéndole como a enviado de Dios, y así quieren entrarle en la ciudad. Han salido fariseos pidiéndole a Jesús que reprendiera a los que alborotan; mas él ha dicho: «¿Si éstos callaren, las piedras gritarían!». ¡Y ya le ensalzan con «¡Hosanna, hosanna al Hijo de David!», y van tendiendo sus mantos en el camino para que los huelle la cabalgadura del Maestro!

Pálido de encontrados afanes, le escuchaba Elifeleth contemplando el grupo de Jesús, ya lejos, entre follaje, cánticos y sol, como una fiesta rústica de aldeanos.

El padre bajó al huerto, y paseaba entre sus higueras; y siempre se volvía para mirar a su hijo, diciéndose: «¡Pudo ser corona de mi senectud, y es amargura de mis años!».

...Otro día subió Elisama al Templo. Y estando en la cámara donde los sacerdotes departen y esperan la tora de sus ministerios, llegó del atrio de los gentiles un frondoso vocerío.

Y Elisama y los levitas salieron a mirar.

Los skourim -custodios de umbrales y pasadizos- señalaban hacia los pórticos de Salomón pronunciando el nombre del Rábbi Jesús. Y el padre de Elifeleth, acometido de una exaltada ansia, encaminose al lugar donde estaba el Profeta.

Siniestro, desfigurado y raudo hendía el anciano la quietud de la casa de Jehová. Los ámbitos de las salas de los panes, de la sal y de las entrañas de las reses, se quedaron repitiendo el trastorno de sus pasos.

Descendió del muro de Hell por la Puerta de la Oblación, y corrió al abrigo de los artesones.

Junto a los quiciales de la Puerta de Sussa, que entalla de cedro y de oro el fondo de montaña, iban remansando las gentes.

Allí surgía el rotundo acento jerosolimitano entre el habla gutural y densa del galileo y el claro júbilo del latín de los recaudadores del fisco. Mezclábase la gracia helénica con la bulla de los mercaderes fenicios y árabes; el grito siriaco con el hebreo de los escribas y de las disputas de los hillelistas y schammaïstas; el aviso de los skoterim -que guardan el Templo- con el áspero exclamar de los rábbis para atraer a sus escuelas esparcidas en la confusión. Acudía el saduceo exquisito, blando, irónico; el fariseo rígido, exclusivo, de ropas recias, pesadas, con los largos cordones de los tsisits, y las frentes monstruosas por el estuche de las filacterias; el esenio, hermano de los solitarios de la Mar de Sodoma, con túnica blanca y lisa, la cabeza rapada y el escardillo colgándole del cíngulo.

Entre las almenas de la Torre Antonia resplandecían los cascos y picas de los pretorianos. Y fue acercándose Elisama, y la estridencia de una voz, de un ruido le herían tan agudamente como si tuviese en carne viva todo su cuerpo. Hundiose entre la multitud, y vio al Rábbi nazareno encendido de sol y del ímpetu de la contienda.

Entonces, un escriba le preguntaba:

-...Pues dime ahora, Rábbi Jesús, ¿cuál es de todos el primer mandamiento?

Y habló Jesús en su dialecto arameo, con una sonoridad cálida, de arranques y blandezas provincianas, que se insinuaba, que parecía tener la fuerza de los ojos que miran muy de cerca. Y dijo:

-El primer mandamiento es el del amor al Señor, tu Dios, amándole con todo el corazón; y sigue el del amor a tu prójimo, amándole como a ti mismo te amas.

-¡Amar de esta manera-repuso el escriba conmovido-, mayor virtud es que todos los holocaustos y sacrificios!

Y el Rábbi le sonrió como a un amigo; tocole en el pecho con su índice, y exclamó:

-¡No estás ya lejos del reino de Dios!

...Fue Elisama a su hogar; y recatándose de su hijo, habló del Profeta.

No reposó aquel día, porque pensaba: «¡Puede Elifeleth escucharle de nuevo y acaso le perderíamos para siempre, porque terrible es el imperio de la dulzura y del enojo de ese hombre!».

De los olivos del Gethsemaní salía, traspasando el crepúsculo, el grito oxidado y lúgubre de las cornejas. Graznaron estruendosos los ánsares de la balsa de Elisama; resonó el camino.

Asomose el anciano al soportal, y halló dos guardias que escoltaban a un Maestro de la Ley, consejero del Sinedrio, montado en la mula blanca y sardesca que tienen los de su oficio y dignidad.

Habláronse con mucho sigilo. Y después Elisama pidió su talith y su caballo, y siguió al sanhedrita.

Toda la noche estuvo la esposa en vigilia, oyendo los pasos del hijo, que caminaba en su aposento las eternas jornadas de su cavilación.

Se removían blandamente los árboles por el oreo del alba cuando vino el padre.

Nunca le viera su mujer tan enflaquecido y viejo. Se le sumía el turbante devorando sus cavadas mejillas, y una livor de cansancio rodeaba sus ojos de calentura.

Postrose en su estrado, y dijo:

-Decidida ha sido en la quinta de Kaifás la prisión del Rábbi Jesús. Uno de sus discípulos promete entregarlo. Gamaliel, Josef de Arimatea y Nicodemus, quisieron salvarle; mas el Pontífice ha gritado: "¿No pensáis que debe de perecer un hombre antes que todo un pueblo se pierda?". Y muchas voces loaron a Kaifás, y denostaban a Gamaliel, a Josef y a Nicodemus, aborreciendo al Rábbi.

La mujer balbució:

-¿Y tú, Elisama?

Elisama escondió el rostro dentro de sus manos, y gimió:

-¡Yo he callado!

Y levantose; y fue asomándose al aposento del hijo.

Entonces Elifeleth dormía...



...Mostrose el mancebo alegre y lozaneado como un árbol tierno junto a las aguas. Conversó dulcemente con sus hermanas, y las halló hermosas. Y permitió a su vieja nodriza que le contase el arribo de Pilato, que había traído de Cesárea amistades de Roma para agasajarlas en Jerusalén. La Puerta de Jaffa retembló mucho tiempo por el pasar de los dromedarios brumados de manjares y riquezas para los festines abominables del gentil.

Y Elifeleth sonreía; y los padres se miraban con sobresalto de la súbita mudanza del hijo. No se atrevían a quitarse de su lado; y no osaban pedirle la confidencia de su gozo. Y sólo tuvieron sosiego cuando, llegada la noche, llevaron a Elifeleth a su estancia, porque se dormía, se dormía libre ya de sus penosos pensamientos; se dormía lo mismo que siendo chiquito. Y, como entonces, quisieron los padres acostarle. Fueron siguiéndoles las hermanas y la sierva que le crió hasta el tapiz de la puerta, y le arrullaban entre risas. Soltole Elisama el ceñidor de recamada estofa, mientras la madre abría los broches de la túnica tejida en Magdala. Y luego de besarle mucho le dejaron.

El mancebo se cubrió con la ancha vestidura de dormir, el blanco sindon que envuelve dulce y tibio todo el cuerpo, y penetró deliciosamente entre almohadones de plumón de garza y pieles de recentales como espumas. El lecho era grande, de sicomoro del Jordán, que nunca lo hiende el tiempo ni lo rosiga la oruga. Encima, en un jaspe saledizo del muro, ardía la lámpara de óleo con zumo de juncal de aroma y de hoja tierna de cinamomo; y a la diestra, una lámina de alabastro congelaba la visión del paisaje.

Elifeleth abrió la hostia de piedra; y tendido veía un temblor de sembrados bajo la luna de Nisán, y el camino de losas de Jericó, y las cercas de Gethisemaní...

...¡Gethsemaní, Gethsemaní fue el Aser bendecido de su alma! ¡El Señor le condujo al viejo olivar en el día que principia la conmemoración del tránsito a la tierra prometida! ¡Oh, santo, santo el nombre del Señor de Abraham! Porque Elifeleth salió ruin de su casa, y vino a ella gozoso y sano, prometiéndose el desasimiento de todo lo que antes le cautivara como único bien... Había un olor caliente de las higueras retoñadas y de los vallados de hinojo y de cactos; y dentro del aire corría la frescura de riegos de jarrajín deleitoso. La calma y la pureza de la mañana desnudaban el monte, el infiesto, las sendas, la ciudad. Y el chasquido de una rama, el zumbar de una abeja, las alas de un pájaro raían la faz del silencio.

Jerusalén se acumulaba en sus collados, magnífica y poderosa; su cintura, entre humos de caravanas que pueblan todos los caminos; su frente de almenas, apoyada en el azul.

Y Elifeleth le sonrió como hijo y enamorado. ¡Sólo pudo labrarla una raza creada para ella! Y ya era la ciudad como la destilación de una sangre que manaba perpetuamente de sí misma, cristalizando en pueblo, en rito y Dios.

...Y cuando Elifeleth quiso seguir su vagar por la ladera, reparó en un hombre que le miraba asomado a la tapia de su casa. Era un hombre duro, como de cortezas de árboles; de ojos fríos, overos. Descabezaba langostas de bancales, y después las molía en un mortero de pedernal.

Elifeleth puso un sido de oro en la mano del campesino, gorda y áspera, como la pezuña de un buey.

Y dijo la voz del humilde:

-¡Elifeleth, hijo de Elisama: has socorrido al pobre largamente sin que nadie te viera para celebrarte! ¿Te llegó alguna vez la palabra del Rábbi Jesús?

Palideció el mancebo, y acercose al hombre de la tapia hasta sentir el vaho de su miseria y la rudeza de su sayal.

-¿Por qué me nombras al Rábbi Jesús?

El campesino mezclaba el polvo de langostas con harina de cebada y leche de camella; luego puso la pasta encima de una piedra pulida; y en tanto que la tendía y heñía, goteándola de aceite, murmuró:

-Rábbi Jesús se compadece del hombre manso y pobre. Cuando sube por el camino para ir a Bethania, Rábbi Jesús descansa en mi casa y se sienta en mi celemín; y dispone que Judas, el mayordomo, me dé limosna; y si le anochece en Jerusalén, viene a esta almazara, y reposa bajo las oliveras, y hace oración en el sepulcro de sus muertos, de la casa de David.

Elifeleth le pidió:

-¡Llévame a los sitios que ama el Profeta!

El de la heredad aspiró con avidez el olor ácido y amargo de la torta; tornó a bañarla de leche; y viendo que su horno ya daba un humo seguido y bueno, lo recogió todo, y fue a la cancilla del cercado, y desató el cierre de correa, diciendo:

-También tú puedes entrar a la granja por ti solo. Rábbi Jesús pasa su mano por ese roto de la piedra y abre; y yo, desde mi tarima, oigo su voz de amparo que dice: «Amigo, paz en tu casa»; y entonces yo, que a nadie tengo que me cuide, soy tan venturoso como si me rodease una familia de patriarca.

Y Elifeleth seguía al fellath de Gethsemaní astroso y descalzo, y hallábale vestido de la grandeza del amor de Jesús, en tanto que él sentía frío de desnudo.

Y tocaba los troncos de los olivos y las cepas renacientes, y cogía pedrezuelas y terrones de la besana, y hundía su mano en la hierba menuda y en los arbustos, y a toda parte se tornaba codicioso de verlo y de sentirlo todo, y siempre decía:

-¡Rábbi Jesús también habrá tocado esta rama! Rábbi Jesús mirará también esta raíz que aquí revienta del suelo y allá se entierra toda atormentada... ¿Y este renuevo? Míralo. ¿Lo habrá visto Rábbi Jesús?

Y al hombre de la heredad se le agrietó el rostro sonriendo, como una vasija que se hiende. Y le respondió:

-El Profeta ve hasta lo más oculto de la vida y de sus criaturas, y no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de su Padre. A ti mismo no te deja ahora su pensamiento.

Llegaron a la casa, cuadrada y blanca como un cubo de cal. Vio Elifeleth las dos muelas que oprimen la oliva, morenas y sudadas; la lámpara, el yugo, el celemín y el cántaro; el lecho de pleita, los armadijos que se esconden junto a la viña para coger las raposas que buscan en agraz los racimos; y en lo profundo estaba el hogar, y se abría la ceniza como un hollejo, y parpadeaba el rescoldo.

Todo lo iba mirando Elifeleth muy despacio, y buscaba enternecido la huella de la presencia de Jesús entre aquellas humildades.

Les distrajo una voz del camino, y el de la granja salió atropelladamente, y también voceó a dos hombres que pasaban. Y dijo:

-Son discípulos del Rábbi que bajan de Bethania: Juan y Simón Pedro.

Los dos caminantes movían sus cayadas de viaje, saludándole:

El de Gethsemaní proseguía:

-El más mozo inclina a un lado la cabeza, como hace el Maestro para mirar. Y por seguirle abandonó las barcas -que eran suyas y tenía pescadores a salario-, y él y su hermano traían los peces al Pontífice y al viejo Annás. Dejó su ganancia y su casa; y ahora también su madre acompaña al Rábbi Jesús.

La mirada de Elifeleth siguió celosamente la figura de Juan hasta que los discípulos se perdieron en la cuesta del Cedrón..

Y suspiró Elifeleth: «¡Mejor pudieran decir de mí!».

Atravesaron por el olivar, y cuando el habla del labriego se sumió en una umbría de cipreses, removiose el asno de la noria, y empezaron a manar los arcaduces entre un gemir de torno cansado.

Después había más tierra de olivos; y al fondo, la roca viva murando la granja. Los cardos y zarzas ahogaban bravamente los roídos pilares de un sepulcro, cuya punta de yeso resurgía en el azul y el sol. Al lado se rasgaba la peña, y en la gruta se iba exprimiendo el olor de heno recién segado, y una gota de claridad de la mañana sacaba relumbres del filo del dalle y de los escardillos.

Elifeleth contempló la sepultura; aspiró el ambiente y el silencio de la cueva donde Jesús hacía muchas veces oración. Salía, rodeaba todos los sirios de la privanza del Maestro, y exclamaba:

-¡Me llamó a su lado mirándome como mirará a Juan, y yo me aparté ruinmente de él!

Y abrazose llorando al humilde; y sentía que se corroboraba su pecho en la congoja. Y la palidez de su postración trocose en llama de esforzado y de alborozo de sí mismo.


...Ahora, en la callada noche, sumergido entre cendales y pieles, repasaba ese principio de su vida, y anticipábase la recompensa dando por cumplido el renunciamiento de lo que todavía gozaba... «¡Iría siempre a la diestra del Rábbi Jesús!... Cuando todos durmieran, el Maestro y él velarían en coloquio de rey y de valido. ¡Oh, más amado que Juan; señalado entre todos! Si el Profeta se enojare con algún discípulo brusco, de los antiguos, su charla o su ruego enternecería al Señor. ¡Maravilla de las gentes la potestad comunicada a su palabra! Jerusalén diría: "¡Es Elifeleth, primogénito de Elisama, el privado del Cristo!"».

Y Elifeleth brincó de su lecho y paseó por su cámara. Recibía la sumisión del sacerdocio, los halagos del príncipe y de los capitanes. ¡Veía el embelesamiento de las vírgenes de la Judea y el asombro de toda la ciudad magna, redimida de Roma por el poder del Profeta lleno de gloria!

Elifeleth se detuvo frente a la ventana de alabastro. Le ahogaba el latir y el susto de su vida, y sollozó de felicidad. ¡Rábbi Jesús se acercaba! Oía su voz, ondulando suave y triste. ¡Rábbi Jesús venía; venía a recogerlo para presentarlo al mundo en la noche sagrada de la luna de Nisán!

Y Elifeleth salió a su encuentro para adorarle postrado bajo sus ojos.

Y hallose solo en el camino de Bethania, desamparado, blanco, frío de luna.

¿Y el Rábbi? ¿Dónde estaba el Rábbi Jesús?

Elifeleth volviose buscando en toda la noche, como si se hubiese perdido en un desierto nevado.

Mas de nuevo se alentó. Percibía un susurro de palabras entre los árboles de Gethsemaní. Y se arrimó al vallado.

Rábbi Jesús y sus gentes iban pasando a la almazara. La mano ruda y enorme del campesino tenía en alto la lámpara, alumbrándoles el portal. Después apagose la vivienda, y quedó el huerto íntimo de luna.

Elifeleth desató el travesaño del muro, y entró al refugio de las oliveras, y su sombra se tendía y tocaba el umbral de la granja.

De improviso tuvo que recatarse, porque otra vez apareció el brazo y la lámpara; y presentose Jesús seguido de tres discípulos. Juan se puso al lado del Señor; y se alejaron a lo foscor de la cueva y de la sepultura.

Elifeleth volvió a caminar.

Dos aves grandes de ruinas le dejaron sobre su frente un rápido apagamiento y un frío de alas calladas.

Crujía la breña bajo las sandalias del grupo del Rábbi. Y súbitamente se paró. Jesús y los discípulos levantaban sus brazos y abatían la cabeza reverenciando al Templo, que surgió, a lo lejos, como una lumbre de río helado.

El Profeta desapareció en las tinieblas de la gruta. Y los suyos se recostaron al amor del olivar.

Siguió Elifeleth. Se arrastraba, desollándose las manos y las rodillas. Se contuvo. El Rábbi volvía; buscó a los discípulos y los abrazó, suspirando:

-¡Triste está mi alma hasta la muerte!

Elifeleth se dijo: «¡Iré a que me reciba!».

Y se agarraba el pecho con los dedos grifosos para aplacar el sobresalto de su sangre, que no le dejaba oír ni ver porque estremecía toda la noche.

El Señor se apartaba solo, lento, agobiado.

Y Elifeleth avanzó siguiendo las blancas apariciones de Jesús entre la fronda. Y ya cerca del sepulcro necesitó descansar. Toda su piel le sudaba de fatiga y de miedo; y pensó: «Aguardaré que salga, y le pediré su gracia besando la orilla de su túnica».

Salió y volvió Jesús a su retiro, y el mancebo se apretaba en la tierra y en la hierba para que no le viese.

Alzose viento; gimió la arboleda; rauda y afilada corría la gran luna deshilando una nube. Ladraron los mastines de todas las caserías y majadas del monte. Y a lo hondo de la granja se asomó un fuego de antorchas de humo rojo. Y como un hachazo en rama tierna, así sonó un alarido partiendo el silencio:

-¡Rábbi, Rábbi!

Ofreciose Jesús en la claridad; su manto, henchido por la violencia de la carrera; sus brazos abiertos... Y removió y llamó a los amigos dormidos.

-¡Rábbi, Rábbi, huye! -le avisaban desde el casal.

Y retembló el huerto de estrépito de sembrados hendidos, de cepas chafadas, de ramajes rotos. Y venían, recruzándose, sombras de hombres empujadas por el temblor de las teas llameantes, que crujían como si encendiesen la brisa jugosa de Gethsemaní; y los espectros de los troncos se derrumbaban en los bancales; y las fantasmas de las mulas de dos escribas subían a pedazos por las viejas paredes.

Retrocedió Elifeleth; parecía escapado de la sepultura. Y hallose rodeado de brazos, de espadas, de báculos... Vio a Jesús lívido de antorchas y de luna, retorciéndose entre manos crispadas. Pasaron gentes huidas. Y el Rábbi volviose mirándolas; y ellas corrieron más y salieron y se extraviaron en las barrancas.

Y sintió Elifeleth que se le congelaba la espalda y la raíz de su cabello, y que el corazón le revertía del costado subiendo y sonándole en la boca. Unos dedos le agarraron de la falda de su vestidura. Gritó enloquecido. Y volvió Jesús su cabeza, sacudiéndola para apartarse el lienzo enfangado de su koufieh; y el mancebo recibió una mirada húmeda de pena que destelló de confianza bajo el súbito recuerdo de Jericó.

Y Elifeleth temió más, y soltose el blanco cendal y huyó desnudo.

Dentro de su cráneo le aleteaban como aves horrendas las sombras de la turba y de los árboles de Gethsemaní; y corría despavorido, y a su lado corrían también estruendosos los campos, las tapias, los rediles. Todo huía y todo sonata de palpitaciones. Le dolían las sienes como si se le estuvieran pudriendo, y sentía el dolor prolongado, transmitido a todas las cosas.

Unos brazos le cogieron de los suyos. Y Elifeleth gritó como en el huerto de los Olivos. Revolviose, y suspiró dichoso. ¡No le miraba el Rábbi! Eran esclavos de su casa que salieron en su busca.

Lo llevaron al lecho. Acudieron los padres, pálidos de infortunio; vinieron las hermanas, cubriéndose rápidamente con las trenzas esparcidas la desnudez de sus gargantas.

Permanecía abierto el alabastro, y se asomaba toda la luna redonda, metálica, glacial.

Y tembló Elifeleth, y dijo entre sollozos:

-¡Me ha mirado, me ha mirado como en Jericó! ¡Cerrad la ventana, que se está parando la luna y también me mira!

Desde el camino, guardas del Sanhedrín llamaron a Elisama. Un siervo le pasó el aviso de Kaifás para que asistiese al Consejo de Justicia contra Jesús.

Y el anciano gritó:

-¡Elifeleth, Elifeleth, mi hijo! ¡Míranos! ¡Ya no está él! ¡Seamos dichosos en el amor nuestro y en el amor del Dios de Abraham!

Y Elifeleth refugiose en el pecho del padre y gemía:

-¡No me dejéis, para que él no me vea; no me dejéis, porque yo quiero ser dichoso, y el Rábbi, el Rábbi me miraba como si no pudiera serlo nunca!




ArribaAbajoKaifás

«[...] Y le buscaban el día de la fiesta diciendo: "¿En dónde está aquél?"».


(S. Juan, VII, 11)                


«[...] Mas él callaba... Y volvió a interrogarle el sumo sacerdote, y le dijo: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, cuyo nombre sea siempre bendecido?"».


(S. Marcos, XIV, 61)                


Jerusalén está enramada de palmera y de sauce, que fueron los árboles que ampararon al pueblo escogido en los cuarenta anos de peregrinación.

Es la fiesta de los Tabernáculos. Y las bóvedas, las terrazas, las costeras, los arrabales y encrucijadas se techan de lonas, de paños, de guadamaciles y verdura, recordando las tiendas y cabañas del desierto; y toda la ciudad insigne tiene sombra otoñal, y un ambiente de caravana, y un abrigo de familia andariega.

Es el tiempo maduro de la plenitud y reposo de la tierra parida. Ya están colmados los lagares que hierven de abejas, gordas y mojadas de tanto azúcar de racimos; y los trojes y almijares sudan las mieles de los cofines de frutas y la crasitud de toda cosecha.

Dulces y olorosas, como la piel regañada de los higos y ciruelas, y rubias como la parva son las mañanas y las tardes del mes de Tischri, el «sábado de los meses».

Y, por las noches, el cielo es una espada inmensa, desnuda, corva, limpia, llena de joyas. Jerusalén relumbra gozosamente, como almenara del Señor. No hay portal sin vaso encendido, tienda sin antorcha, ni alijah sin lámpara, ni granja del contorno sin hoguera de pámpano, que aun cruje de tierno.

Pasó el día de las Expiaciones. Permanecieron las multitudes en ayuno y silencio, privadas de baño, de atavío y de unción de olores, «menos el rey y la nueva desposada, que debe agradar al esposo». El Pontífice fue llevado al abrigo del Templo, lejos de todo contacto y palabra de impureza. Le rodeaban los ancianos, leyéndole los Libros Santos; y habían de fortalecerle con aromas, y hacer recia la voz, y tirarle de la túnica de lino para abrir sus ojos, porque el gran sacerdote no se alimenta ni duerme en la vigilia de la propiciación, purificándose para penetrar en el Sancta Sanctorum. Pero Kaifás era de rebultada cerviz y le pesaba muellemente la sangre. Brillábale la grosura del rostro, y sus pies mollares y desnudos dejaban humedad en las losas como si se le derritiese la corpulencia.

Los «maestros de la física», que permanecen en el santuario para socorrer al sacerdocio del mal levítico, mal de las entrañas, que se les quebrantan del hollar descalzos los suelos de mármoles, remediaron muchas veces al heredero de Aarón en la noche de su penitencia.

Y vino Annás, el que antes ciñera la tiara de la lámina de oro que dice: Santidad al Señor; y apareció en la Sala del ayuno, y su yerno, el Pontífice, sintió su presencia, y alzaba las piedras de sus párpados, mirándole.

Y he aquí que de la cámara donde se hacina la leña de los holocaustos que no puede ser mordida de gusano, salió un alarido de suplicio. Y tembló Kaifás y acogiose a su séquito.

El prefecto del Templo había aplicado la llama de su antorcha al custodio de la leñera que fue hallado dormido.

Sosegose el sumo sacerdote; prosiguieron los ancianos las recitaciones del Éxodo, del Levítico y de los Números; y fuera, el hombre que ardía bramaba, golpeándose contra los cornijales del altar, y se precipitó enloquecido en el baño de bronce.

...Y después de la vigilia del Perdón, sigue el alborozo de los Tabernáculos.

Romeros de toda la Palestina acuden a la Casa de Jehová durante ocho días, y llevan ramas recién cortadas y cantan alabanzas.

Bajo los pórticos del Patio de los Gentiles, de columnas de jaspes, de vigas de cedro y piso de mosaico rojo y azul, se amontonan los mercaderes, todos con la insignia de su oficio o lonja; los cambistas, que truecan la moneda pagana por el medio siclo judío del tributo santo, traen un denario colgando de la oreja; los tintoreros, un copo de lana de vivos colores; los orífices y percoceros, un sartalejo de abraxas, un zarcillo de relumbres; los alfayates, una aguja enhebrada; los perfumistas y drogueros llevan atado al capuz, como borla de su ropón, un potecico de ungüento, un pomo de hierbas de olores. Pasan los hortelanos con sus cuévanos de cidras, de naranjas, de dátiles, de granadas, de cermeños. Gritan los recoveros entre sus jaulones de tórtolas y palomas, traídas de los árboles del Kanujoth para las ofrendas de la mujer parida, y las mallas trémulas de gorriones para los leprosos purificados; y junto a las aves están los canastos de huevos de garzas, de gallinas, de ocas, pintados de añil, de púrpura, de oro...

Los pasteleros mueven su haz de plumas oseando las moscas y abejas de las esterillas donde manan las lasañas de miel y flor de harina; las tortas de pasas, de higos y algarroba; los panes de aceite y finojo. Vocean su pregón los alcalleres delante de sus tablas de amuletos de barro, de colodras, de marmitas, de cántaras recias y lisas, de ánforas cipriotas. Y fuera de los muros, junto a las puertas, los ganaderos aúllan sus injurias entre el balar fatigoso de las ferias de ovejas y cabrones...

Sigue el Azarath Naschim, el atrio de las mujeres. Hasta allí penetran las hebreas; y las columnas de la Ley de la castidad detienen el paso del extranjero. Los israelitas circulan por el muro de Hell, donde se abren las trece bocas del Tesoro. Las losas gotean de jugos de las hierbas pisadas. En los labrados balaustres del angosto Atrio de Israel, Azarath Yisraël, se horadan las orejas del siervo, se lustra el inmundo, bebe las aguas salobres la acusada de adulterio, entrega a las brasas su cabellera el nazareno.

Los devotos se oprimen, remueven sus ramajes nublados por los perfumes santísimos.

Resplandece el Azarath Cohanim, atrio del sacerdocio. A lo último, sube el Ierón de mármol y oro.

Y las arcadas del Pórtico Real y de Salomón, las planchas de bronce y de cedro, los árboles de jaspe, los gigantescos sillares de color de rosa que fueron hincados y cosidos en silencio, las gradas, los muros, el cielo, todo resuena torrencialmente como una bóveda herida por la violencia, por el grito y la emoción de todos los hombres.

Y el sol desnudo, abierto, en la mañana enjuta y caliente del otoño oriental, semeja descender sólo para la cumbre del Moriah. Parece que si un ave atravesara por el azul, caería ahogada, rebotando en las piedras y techumbres de fuego y de polvo.

De la hoguera de carne, de riquezas, de ropas, de sol, se levanta el humo purísimo de las oblaciones, del perfume quemado de la mirra virgen, la que produce libremente el tronco sin herirlo, y de la concha onique, del gálbano y del incienso de Sabea. Brota retorciéndose, ancha y ruidosa, la bruma de sebo de los trece bueyes del sacrificio. Y aparece Kaifás, relumbrante de sudor y del tesoro de su mitra, del carmesí bordado de su efod, de las doce gemas del racional, de las recamaduras de su cíngulo.

Calla el Templo, y se oye el temblor de las campanillas de oro y las granadas de púrpura que orlan la túnica del magno sacerdote.

Kaifás va subiendo cansadamente los doce peldaños del vestíbulo del Ierón.

Su corva tiara, sus doblados hombros empiezan a destacarse sobre el velo de Babilonia, tejido de los colores imágenes del Universo, porque «la grana representa el luego; el leonado, la tierra, el cárdeno, el aire, y el carmesí, la mar».

Ciega el oro de la enorme viña esculpida en el dintel del Santa; sus racimos, como el cuerpo de un hombre; sus pámpanos, como alas de avestruz.

Humean los trece aromas del incensario sacrosanto. Y la multitud se postra con un duro ruido de hinojos y sandalias.

Otra vez resuena la túnica del Pontífice. Y surge Kaifás bajo un trueno de trompetas y salmos.

En el atrio de los gentiles, un oleaje recial de nuevos devotos hiende los bosques de la muchedumbre. Son las últimas caravanas galileas. Entre los llegados hay parientes de Jesús. Y muchos le buscan.

No vino el Rábbi nazareno en la pasada Pascua, y le aguardaban en esta fiesta. Y los que le aborrecen, recordando que sanó al tullido en sábado, dicen:

-¡Se oculta el embaucador temeroso de la ciudad!

Mas los que le aman responden:

-¡No así, porque ese profeta es justo!

Y todos rodean a las nuevas gentes preguntándoles:

-¿En dónde está aquél?

Y el murmullo alcanza a los otros lugares, y los levitas desatienden las ceremonias para mirar a los forasteros. Ellos se sonrojan, intentan sumirse dentro de los pórticos.

Los rábbis y sus discípulos, los ministros del santuario, los hombres pomposos de Jerusalén, les siguen instándoles con zumbas:

-¿En dónde, en dónde está aquél?

Entonces los otros, que todavía jadean del camino, se buscan y se juntan recelosos; se miran, pasmados de la magnificencia que les aboga; sienten toda su cortedad de lugareños y toda la seca malicia de los que andan y pronuncian y se comportan con la ufana firmeza de su ciudadanía. Y se encogen y piensan de Jesús como del deudo que trae oprobio y saña para los suyos. Y ya malsinan de él y tuercen sus intenciones. De ellos, uno que tiene la mejilla acuchillada murmura:

-Nosotros le dijimos: «Sube a Jerusalén; viene la fiesta. ¡Si tanto es tu poder, pruébalo allí!». Pero Jesús siempre nos contestaba: «¡Aún no se cumple mi tiempo!». ¿Qué os parece? ¡Aún no se cumple mi tiempo!

Y da entono a su gesto y su voz remedando al Rábbi.

Su público repite:

-¡Aún no se cumple mi tiempo!

Y muchos brincan, golpeándose las nalgas.

Y añade el de la faz rasgada:

-Pues yo llevé a la madre de Jesús a la casa donde él estaba enseñando. Parecía enajenado. Y le avisé: «Mira que tu madre y los tuyos se afligen de no tenerte y han venido en tu busca». Y Jesús nos negaba: «¿Mi madre y familia? ¡Mi madre y mis hermanos son estos que me escuchan!». ¿Qué pensáis de aquél?

Un judío con ojos de odio le grita:

-Bien hizo en rechazarte, que eres como una piedra rota de sepultura.

Y un mancebo de túnica perfumada le dice cimbreándose:

-No piedra, sino que lo van devorando los peces y sabandijas del Genezareth.

...Ya vuelven todos a sus posadas de follaje; hacen sus abluciones, se regocijan comiendo los panes de aceite, los guisos de pichón y de carnero añal, los peces en salmuera, y se pasan la copa y los odres de vino de trigo y de frutas, de vino de dátiles de Jericó, de vino de uvas de Engaddi.

Los parientes de Jesús han caminado mucho tiempo por Jerusalén. Traen las manos colgando sobre los lomos; sus pies se acortezan de basuras de la hondonada de Tyropeon; suben por el arrabal de los queseros; atraviesan la vieja puente tendida entre la ciudad alta y la planicie del Moriah; bajan maravillados al fausto de la plaza del Sanhedrín y del Gimnasio de Herodes; se entran por las columnatas del Xystus; rodean los barrios de los tablajeros, de los tejedores. Sienten en su cráneo toda la pesadumbre de la enorme ciudad, apretada, rumorosa. Se les pega el turbante a las sienes; llevan los ojos cansados, puestos en tierra. Después, en su parador, sacan de su fardel pasta de higos y panizo, granadas y redrojos de los últimos campos vendimiados, y todo lo devoran encima del estiércol de su camello, que no para de roznar, doblado junto al pesebre, con las dulces pupilas entornadas. Y cuando terminen andarán de nuevo por Jerusalén, oyéndose sus pasos que se arrastran dentro del polvo de las callejas hórridas y retumban en los pasadizos. Merodean por los mercados, y los tábanos se les agarran a los dedos gordales. Se hunden en la frescura de las calles abovedadas, y vuelven al sol, que parece zumbar sobre ellos. Buscan los toldos de los bazares, y el griterío de los buhoneros y los empellones de los esclavos y asnos cargados de verdura y de ánforas de vino de miel los arrojan contra los muros, y se recuestan en las gradas de los palacios. Si viene un romano se apartan contemplándole; si es un rábbi, un escriba, un fariseo, con sus mantos solemnes y los pergaminos sagrados encima de las cejas, se levantan y se encorvan humildes. Salen de la ciudad resistiendo la chanza de las rameras que bullen junto a la caserna, y se tienden al pie de los torreones, y miran aburridos la calzada de basalto que se aleja entre barbechos y se pierde entre montes tostados, y a lo hondo del confín, montes azules, montes de humos...

Doblada la tarde, vuelven al Templo.

Dos candelabros inmensos de oro alumbran y perfuman el atrio de las mujeres. Danzan lánguidas y silenciosas las doncellas de Israel, y los graves varones, ahítos de licor de frutas y de cereales fermentados, empuñan teas encendidas y se mezclan en las guirnaldas que tejen los bailes litúrgicos. Los levitas cantan y tañen sus cítaras y címbalos. La multitud entona sus himnos. Dos sacerdotes alzan hacia el crepúsculo los tendidos cuellos de las trompetas sagradas, y tocando descienden los quince peldaños de la magna Puerta, cuyas hojas macizas de bronce han de arrastrarlas cuarenta hombres escogidos. Llegados a la entrada oriental, mueven los dos ministros sendas antorchas de resina fragante, y se tornan al ocaso y gritan:

«¡Aquí, nuestros padres, de espaldas al Templo, cometieron pecado adorando al sol. Mas nosotros nos volvemos a Occidente y bendecimos al Señor, nuestro Dios!».

Entonces resuenan gloriosamente todas las trompetas del santuario.



...Y en el segundo día de los Tabernáculos se inmolan doce toros, y once en el tercero, y diez en el cuarto.

Ya el aire y el ramaje y las ropas de los devotos están penetrados de olor de leña, de sebo y de carnaza.

Los sacerdotes humildes, que nada más pertenecen al sacerdocio por venir de la sangre de Aarón, los que tienen hambre de mendigo porque no participan de las primicias, ni de las porciones, ni de las ofrendas, ni de los diezmos; los olvidados pasan fatídicos y altivos entre la plebe, arrastrando sus andrajos por el mármol de su casa, y maldicen y señalan las ironías y concupiscencias del saduceo, que sonríe en los oficios. Y claman: «Vanos y caducos son los actos y designios del saduceo: acepta al gentil; cifra la vida en los días de la carne; abomina los símbolos de la castidad, de la rectitud, de la sencillez y de la prudencia de sus ornamentos».

La masa fastuosa del Pontífice se hunde entre las nubes del altar de los holocaustos.

Y un fariseo, envejecido en la austera creencia, fariseo de los que medirá el Talmud dentro de la séptima especie, «fariseos de los que aman al Señor y son semejantes al padre Abraham», yergue proféticamente su brazo llevándose su capa bruna y lacia y ruge con Isaías:

-¡De qué me sirve a mí la muchedumbre de vuestros sacrificios, dice el Eterno! ¡Harto estoy de la grasa de los carneros y de los bueyes cebados y de la sangre de las ovejas! ¡Cómo trocose en ramera la ciudad fiel!

Y se pierde la voz del anciano dentro de los clamores de los atrios.

Turbantes y follajes se retraen, se revuelven y ondulan como un campo tierno con vendaval. Y la multitud se abre, y aparece Rábbi Jesús blanco de fatiga, los ojos recogidos, la boca trémula, las manos sumidas en el manto. Y va dejando una emoción de soledad, como algunos árboles, aunque les rodee un bosque, semejan únicos y lejos. Después pasan los discípulos volviendo inquietamente la mirada, y las mujeres que le creen y le asisten: María Salomé, huesuda, rígida, abrasada, las pupilas profundas con un fulgor azul, el velo doblado bajo el anillo de oro de su nariz anhelante. Susana, cetrina, enfermiza, ahogada por la negrura invasora y áspera de sus cabellos. Juana, esposa de Chouza, criado del Tetrarca, curtida, brava, de sonrisa fría y aguda como un acero. María de Josef, la madre del Rábbi, marchita, envejecida, que se alza y ladea buscando el koufieh de su hijo. María y Marta de Bethania, que sólo muestran los ojos largos, dulces y mociles entre el blancor del tocado y la resplandecencia de los joyeles. María la Magdalena, de carne de manzanas y de ámbar, que mueve, que infla como una brisa de gracia su túnica y su manto cenicientos.

El Rábbi se distancia, seguido de los skoterim y romeros. Desde el estrado de las bendiciones le acechan los sacerdotes, y entre las columnas de los rótulos que vedan el tránsito de los gentiles bajan las miradas de los ancianos y escribas.

Y Jesús se vuelve hacia todos y abre sus brazos y habla conmovidamente. Mas su voz no es la voz cálida y confiada que pasa por el sol de la viña y de la senda, que se asoma al recuesto, que se entra por un portal artesano, que remansa sobre la tabla de una íntima comida. No es la voz que se oye en las tardes del lago y de los vergeles galileos. Allí, cuando el Rábbi tiende su mano y señala el agua, la mies, un fruto, un hombre, hay en su diestra un gesto de voluntad tan firme y augusta que parece entonces crearlo. Aquí le muran las asechanzas de la ciudad homicida de los profetas. La ciudad es angostura; trueca la amistad en recelo. No se quieren ni aun los hombres de sencillos pensamientos. De estos mismos hombres que pudieran amarle le hiere una lengua de escorpión:

-¿De dónde tú, Jesús, hijo de Josef, sabes doctrina y dices de las Escrituras, si vienes de lo obscuro?

Y el Rábbi le responde:

-¡Mi doctrina! ¡Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado! ¡Si vosotros os acercarais al calor de mi Padre, si cumplieseis sus palabras, comprenderíais si yo hablo de Dios o de mí mismo! ¡El que de sí mismo habla apetece su propia gloria; mas el que, como yo, glorifica a otro, éste no dice engaños!

Annás, pálido y fino, cubierto de estofas que dan vislumbres de piel de serpiente, se acerca al Pontífice. Kaifás parece despertar del sueño de su grosura, y va volviendo su cabeza suntuosa, de barba ancha y lisa.

Acude el prefecto del Templo. Los tres murmuran avizorando a Jesús.

Y Jesús, contristado, exclama:

-¡Por qué maquináis contra mí! ¡Por qué me aborrecéis y deseáis mi muerte!

Y unos hombres que vienen a espiarle se paran al oírle y se miran cautelosos.

El Rábbi prosigue:

-¿Qué hice yo para que me odiarais? ¿Por ventura fue beneficiar en día santo a un hermano que sufría? ¿Pues vosotros no circuncidáis, por mandamiento de Moisés, dentro del sábado?

Ya todos le atienden con mansedumbre y le piden enseñanza.

Los escuchas arrojados contra él vuelven a la presencia de Kaifás y le dicen:

-¡Habla y mira ese hombre como ningún hombre!

Y añade Jesús:

-Vosotros sabéis de dónde soy. Mas yo os digo que no vine de mí mismo. Me envía aquel a quien vosotros nunca conocisteis...

Es la hora sexta, y la plebe y el sacerdocio se agolpan en los portales. Todos miran los humos que se elevan de los ejidos y ribazos. Porque en los postreros días de las fiestas de los Tabernáculos auguran para el israelita los humos campesinos. Si suben hacia el Septentrión, se alegran los pobres y se amohínan los poderosos: es promesa de grandes lluvias en el año que sigue y de muchos frutos, pero aguanosos y desaboridos. Si buscan el lado austral, se regocijan los ricos y se afligen los humildes: la lluvia será escasa, pocos los frutos, que retendrán todo su dulzor y perfume. Si van al Este es signo de contento para todos; si al Occidente, presagio de malaventuranza...

Y el Rábbi y sus discípulos caminan por la cuesta de Bethania...


...La turba que traía a Jesús escogió los sitios más despoblados, porque recelaba el Sanhedrín que las caravanas de la comarca de Genezareth pudieran alzarse contra la prisión de su profeta.

Y penetró en la ciudad por las ruderas del collado de Ofel; atravesó entre viejos paredones de las calles hondas, y refugiándose en la negrura de los arcos de Tyropeon, subió a la casa de Annás.

La esclava de la janua, el primer portal, de olmo forrado de bronce, puso los troncos traveseros cuando pasaron al Rábbi, y ya no abría sino un postigo, celando antes por la saetera.

Llamó Juan, y consintió que entrara, porque Juan y su hermano proveían de peces la mesa del viejo patricio, y era grato a todos sus familiares. Mas aquella noche venía con un hombre desconocido, muy cubierto. Y la mujer le paró, preguntándole:

-¿No será éste de las gentes del Rábbi?

Y Juan siguió, y empujó el ostium, la puerta del atrio, y el nuevo, por no quedarse fuera, apartó a la criada, diciéndole:

-¡Déjame, mujer; no entiendo lo que hablas!

Pero ella se le agarraba a la ropa como un cardo, y llamaba a otros que le viesen.

Desde dentro gritó Juan a su amigo.

Y Simón Pedro escapó buscándole. Y hallose solo entre las gentes del patio, y sintiose más extranjero, muy apartado de lo suyo, recelando de los demás y sospechoso para sí mismo. Los fanales de las hondas arcadas, las altas galerías, el rumor de la pila de alabastro, todo tenía para él una insolencia cortesana, porque si estaba inmóvil, todo se le burlaba por mediación de su mismo pensamiento, que le decía: «¡Miedo sientes aquí hasta de andar!». Y si se movía, todo le acechaba por su misma mirada, advirtiéndole: «¡Caminas como un ave con ataduras; te pisas el sayal!».

Y Simón tuvo que arregazárselo porque de veras se lo estaba pisando. Y entre la angustia de su apocamiento, una angustia con náusea y sudor pegajoso, pensaba siempre: «¿Y el Rábbi, y el Rábbi? ¡Aquí tienen al Rábbi sin nosotros! ¡Ya no va a Bethania; no se sienta en medio de todos! ¿Por qué no habíamos de estar en la playa de mi casa, tendidos en la hierba? El Rábbi pasaba los dedos por la hierba como si acariciase la frente de una hermana dormida. Y algunas veces no quería que hablásemos por oír un rebullicio de los pájaros que se despertaban en mis frutales. ¡Aquí está el Rábbi! ¡Yo me moriría!».

Y Pedro dio un vivo repulso. Es que la esclava de la puerta y un criado que se calaba la almocela de su sayo rígido le tocaban para avisarle, y Pedro sintió un frío húmedo como si le mordiesen salamandras.

La vieja porfiaba:

-¿No será éste de los que seguían al mal profeta?

Y el habla del hombre, fonda, floja, de aliento de pozo, exhaló:

-Bien piensas, que hasta hoy nunca vino. Del Rábbi que han cogido es éste.

Y Simón hizo una sonrisa hinchada y movió las espaldas.

Ellos se juntaron con otros que encendían los carbones de un mangal, un brasero panzudo de cobre con asas de correas, porque en Jerusalén las noches de Nisán se bruñen de heladas, y en aquélla era menester pasarla a la serena.

Crepitó la chispa; se avivaron llamas breves y azules, y los rostros de los servidores se amorataban como la carne de los muertos, de muertos que se reían del advenedizo.

Pedro miró a lo hondo de las pilastras fronteras. De allí salía claror y vocerío; después, silencio, un silencio de gentes ansiosas de bramura. Pasó, rápida entre todas, la cabeza de Juan. Y Simón quiso ir, y apenas se movió notose más torpe y acechado. Y no osando quedarse ni escapar ni buscar al amigo, y ganoso de saber del Maestro, creyose fuerte y se acercó a los que rodeaban la lumbre. Dentro del corro se ovilló, descansándose sobre sus calcañares; tendía las manos al brasero; miraba humildemente.

Y un viejo roído de viruelas, que tenía la barba de mechones y escabros como la piel de un morueco tiñoso, le preguntó:

-¿Viste ya a tu amo el profeta? ¡Mozo es ese Rábbi, y yo casi hiedo a tumba; mas no cambiaría el tiempo de mi vida por el suyo!

Y como el discípulo callase, los otros le instaban:

-¡Mira que contigo habla! ¡De tu maestro dice!

Simón arrebatose.

-¿Mi Maestro? ¡No sé de él!

-Pues tú, galileo eres como toda su gente, y si no di: hámor (asno) y llamar (vino).

-Y que diga también: têî'ôkelik (ven, yo te daré de comer) y tôkelîk (tú te darás de comer).

Y Pedro obedecía. Y todos gritaban:

-¡Galileo, galileo es este hombre, que dice siempre, siempre hámor y tôkelîk porque su lengua se le aprieta ronca y pesada!

Y le mostraban sus risas, alargando el cuello, dándole el olor de sus estómagos.

Simón les odió. Le rechinaban las quijadas, le crujían los recios goznes de su osamenta, necesitando abrirse y girar como un molino de rabia.

Poblose el patio; se alumbró de hachos y de lámparas. Y un sollastre, con el hierro africano en la frente, trasquilado y pringoso, vino brincando a la lumbre, y se rascaba la breña del pecho y decía:

-¿Se sintió desde aquí el zurrido de su cara? Más poder que una ballesta tiene la mano de Javan el de la guardia. ¡Tan señalado como yo se queda el pobre Cristo!

Juan apareció entre la soldadesca. Y corrió Pedro siguiendo el azul de su manto, doblado sobre los hombros según lo llevaba siempre el Rábbi.

-¡Juan, Juan!

Y el amigo volviose. Le sudaban las mejillas terrosas; le ardían los ojos; le temblaban los labios, blancos, mordidos, y la barba, de una pelusa virgen como un musgo tostado.

-¡Juan! ¿Y el Señor?...

Juan retorciose las manos y humilló los párpados gimiendo:

-¡Le han pegado, le han pegado al Señor!

Llegaron a la janua. Desde los umbrales se veían las luminarias del palacio del Pontífice.

El suelo de peña de Sión, helado de luna, iba enrojeciéndose bajo una fogada de antorchas.

Y los dos discípulos tuvieron que apartarse alcanzados por un ímpetu de gentes, un vendaval de luces, de humos, de mantos y bulla.

Juan y Simón se apretaron contra sí mismos diciéndose:

-¡Nos ha visto! ¡Nos ha mirado el Rábbi!

En los escalones de la casa de Kaifás les salió un esclavo, acercándoles la linterna.

Juan retirose el lienzo de su turbante para que le reconociese, porque también trajo allí capachos de pesca de Genezareth.

Penetraron en el atrio, de pórticos lisos, recogidos, claustrales. En medio, un viejo naranjo se espejaba en la alberca, y un lucero como un azahar caído del árbol se deshojaba, se abría, se oprimía dentro de la blanda palpitación de las aguas.

Recudían custodios y hombres de oficios de la cámara sacerdotal; se agrupaban levitas y maestros de la Lev arrebujados en sus ropones de pliegues devotos. Se asomaban los guerreros de Cesárea, recién venidos en la legión de Poncio, y ante la calma austera y triste del patio salían a proseguir su ronda, recios, sonoros, altivos del resplandor de sus grebas y de su espada, de su pierna desnuda y de su clámide en tierra de hombres talares. Entraban gentes de Jerusalén, que lo miraban todo murmurándose. Porque los siervos del portal habían mitigado su requisa, no temiendo ya tumultos. Los amigos del Rábbi habían huido, escondiéndose en los fosos y torrenteras de los valles, y la presentación y el escarnio en la morada de Annás acabó de probar el desamparo de Jesús... Bien podía tener su proceso el público ejercicio y majestad del Gran Sanhedrín.

...No se soltaba Kefa del hombro de Juan. Andaban muy despacio y volviéndose a todo rumor. Y al levantar los ojos a las estancias altas y terrazas, recogían de la cúpula de los cielos la dulce memoria de las noches galileas, y los dos discípulos lloraban.

De los campos remotos venían rasgando distancias, contestándose, los primeros cánticos de los gallos, aves prohibidas en la ciudad. Y de las torres de las murallas salía el pregón clamoroso de las vigilias del buccinator romano.

Se encendieron de reflejos los pilares y vigas del claustro.

Llegaba Annás rodeado de sus hijos, de varones del Concilio y de siervos que abrían la foscura con sus luces. Annás era entonces Ab Beth-Din, Padre de la Casa de Justicia, el que sigue en gobierno al Nassi o príncipe del Sinedrio, que lo era Kaifás, el Sumo Sacerdote.

Las negras sedas, recamadas de plata, del turbante del anciano vislumbraban lúgubremente. Uno de los soferim, escolar de la magistratura, que le traía el báculo jerárquico, de madera incorruptible de setín y nácar, habló en su oído, y Annás ladeose mirando a los galileos.

Ellos se inclinaron y siguieron en pos del séquito, que también les miraba. Y por un pasadizo de rampa de baldosas montaron a una estancia de paredes pulidas, de techumbre colgada de paños de hermosura como el tendal de Salomón. Ardían candeleros de aceites de olores.

Y cuando Pedro entraba, le cogió del cíngulo una mano seca, y la voz del viejo de barba tiñosa le dijo:

-¡No fuerces, que no te soltaré!

Y lo llevó a los pórticos. Cerca del naranjo había otro corro de servidores escuchando a Javan el de la guarda. Una mujer quemaba ramaje de olivera. Y el grupo se recortaba torvamente en el fuego; los cráneos y ropas tenían la ondulación íntima de la llama. Y dentro de las aguas encendidas de la alberca bajaba la imagen del árbol verde y fresco, y comenzó a copiarse la del discípulo empujado por el esclavo.

-¡Mirad a uno del Rábbi nazareno! ¡Estuvo con nosotros en la casa de Annás, mi señor, y yo adiviné que vendría y le seguí como a un raposo huido!

Y Javan llegole un leño encendido para mirarle.

-¡Yo lo vi, yo lo vi en la granja del olivar!

Entonces Pedro revolviose rojo de hoguera y de furia, y se apuñazaba las mandíbulas y las sienes rugiendo:

-¡Mientes, mientes, que maldito sea yo si conozco a ese hombre!

Y masticaba repugnancia; le tronaba la sangre, hinchándole el cuello. Hubiera despedazado a los ruines que no le creían. Y como no le creían, gritaba; y como se oía a sí mismo, gritaba más.

Y ellos, fingiéndose medrosos, le increpaban:

-¡Bramas como un lobo en el cepo!

-¡Ay! ¡Endemoniado estás! ¡Éntrate en un sepulcro!

-¡Que te libre tu profeta!

Y se le apartaban escupiendo en la lumbre.

Vinieron otros y contaron agoniados por la prisa de volverse:

-¡Está mortecino! ¡Ya no es aquel que andaba vanagloriándose por el Templo!

-¡Ahora llamarán entre el pueblo por si le saliere defensa!

-¡Mas no ha de salirle, que todos le abominaron hoy cuando se leía su anatema en las sinagogas!

En los lejanos casales cantaban los gallos de la madrugada.


El humo de los hacheros y el vaho de la gente cegaba el aula de Kaifás.

Del estrado sólo se veía un temblor de turbantes y de cuernos de tisú de las tiaras.

Sobresalía el koufieh roto y lacio del Rábbi entre las cabezas terrenas de los guardas.

Deslizábase la figura sutil de Annás, que hablaba con los jueces, y en medio lucía quieta y lardosa, como una esponja de unto, la frente del Nassi.

Muy despacio iba subiendo la recitación de un escriba. Paró, y en el silencio resonaron dos golpes del báculo de Kaifás.

Proseguía el salmodiar del escriba. Se apagaba; daba el báculo en las losas.

Y de nuevo la misma palabra y los mismos golpes, permitiendo las declaraciones en bien del reo. Y silencio.

Juan hundió contra sus puños la frente avergonzada.

Otro maestro de la Ley convocó a los testimonios de las culpas y pronunció dos nombres: Hananias y Akazias.

Entonces aparecieron dos nombres: el uno, menudo y ágil, de una inquietud viscosa de murciélago, subió sin ruido, naciendo zalemas rápidas, y se puso al lado de Jesús. El otro, bronco, velludo, escondía las pupilas bajo la falla o capellina mugrienta de su túnica, y ya en la grada de mármol estuvo balanceándose pesadamente. Y aquél volvió su mano vibrante Lacia el reo, y avanzando su barba afilada le acusó:

-Este ha dicho: «Yo destruiré el Templo de Dios en tres días y alzaré otro sin obra de hombre».

Y todos clamaron, adolecidos de contrición por la blasfemia:

-Iniquidad de iniquidades, ¡oh, Señor!

Se agitaron los turbantes y las tiaras.

Los ojos de los juzgadores y de la plebe devoraban a Jesús.

Jesús tenía entornados los párpados, y de tiempo en tiempo subía sus manos atadas para apartarse los cabellos de las mejillas, y al descubrirlas mostraba un pómulo hinchado y lívido.

Y el segundo testimonio proclamó:

-Yo oí que éste dijo: «Yo puedo destruir el Templo de Dios y reedificarlo en tres días».

Y ahora fue grande y distinto el rumor. Porque en los juicios de Israel han de avenirse de modo tan cabal las palabras de los delatores, que si «un judío fuere acusado de idolatría de las fuerzas luminares del cielo y un testigo dijere: Yo le he visto rendir culto al sol, y otro afirmare: Yo le he visto adorando la luna, no tendrán sus acusaciones valimiento de justicia».

Y disputaban entre sí las gentes:

-Amenaza contra el Señor y blasfemia de muerte es: Yo destruiré el Templo; mas no así: Yo puedo destruirlo, pues todavía lo acaban los artífices de Herodes el Grande, ya podrido. ¿Y acaso no es posible que un hombre derribe lo que otro hombre levanta?

Y miraban a Jesús.

Jesús permanecía con los ojos inclinados, la cabeza recta, fría, inmóvil. Bajo su manto temblaban las puntas de sus codos.

De nuevo se movió el negro turbante de Annás. Y crecieron las voces de los ancianos, de los levitas, de los escribas. Quedose barbullando la del Príncipe.

Y otra vez hablaron los testimonios, y ahora dijeron entrambos unas mismas palabras.

Y gritó aquél:

-¿Nada respondes, Jeschoua Nazarieth, hijo de Josef?

Y la respiración cansada del Rábbi pasó encima del silencio ardiente de la cámara.

Annás y Kaifás se miraron. Y el Pontífice comenzó a incorporarse, y fue apareciendo sobre todos, con retumbos de sus plantas y un crujir de ricas vestiduras. Y llegando junto a Jesús alzó los brazos diciendo:

-¡Yo te conjuro a que respondas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, cuyo nombre sea siempre bendito!

Y al pronunciarlo humilló su frente, y todos se doblaron en reverencia al nombre del Señor.

Estremeciose el Rábbi, y con voz empañada dijo:

-¡Yo soy!

Y le contuvo una tos seca, penosa. Después, evocando a David y Daniel, añadió:

-¡Yo soy! ¡Y llegará un día en que veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre sobre nubes de Gloria!...

Los jueces, en pie, hacían visaje de espanto; se cerraban las orejas con sus puños, y repetían:

-¡Abominación! ¡Abominación!

Las manos de Kaifás se engarfiaron en su pecho, y todos se conmovieron de terror escuchando el ruido estridente de la desgarradura de su túnica santa.

Annás suavizó el rasgado ropaje de su yerno, porque habían quedado sus pliegues como el vientre abierto de un buey.

Y el Nassi gritaba:

-¡Blasfemó ese hombre en nuestra misma presencia! ¡Qué más testimonio de su culpa!

Y se levantaron austeros y tristes los escribas y sacerdotes, pronunciando:

-¡Reo de muerte es, reo de muerte!

...Juan salió, cayéndose. En el portal se le colgaron a su cuello los brazos de Kefa, convulso de sollozos.

Amanecía. Jerusalén despertaba gozosamente.

Los requejos y sendas del hontanar de Gihon se poblaban de mujeres y de esclavos con sus ánforas desbordantes; volvían los caravaneros que guiaban sus bestias, de cuyas angarillas goteaban los odres hinchados. Las puertas de las murallas comenzaban a enjambrarse de vendedores, de peregrinos, de legionarios.

Y en el Templo saludaban las trompetas al nuevo día, que iba abriéndose por la cumbre de rosa del Hebrón.



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