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Gabriel Miró, autor

Edmund L. King





Cuando, con su habitual amabilidad, nuestro amigo Miguel Ángel Lozano me invitó a pronunciar la conferencia de clausura de este Simposio, naturalmente quería saber cuál sería mi tema. Le ofrecí varios, entre ellos «Gabriel Miró, Autor», explicando con excesiva valentía que a través de la figura que yo llevaba medio siglo estudiando pensaba rebatir el argumento que empezaba a gozar de bastante aceptación en círculos universitarios de que el autor no contaba para nada, que el autor estaba muerto. «De los temas propuestos», me dijo el profesor Lozano, «casi prefiero el de Miró, autor». Me extrañó la palabra casi, pero sin grandes titubeos afirmé el título. De modo que si no resulto estar a la altura de las circunstancias para debatir con las teatrales figuras de la crítica literaria de nuestros días, sólo la mitad de la culpa es mía. Como ustedes verán, no tardé mucho en entender el significado de la palabra casi.

Sin duda parecerá extraño que empiece con un resumen. Pronto será evidente por qué. Si tiene algún autor la idea de que el autor está muerto, dicho autor es el célebre ensayista francés, ya casi un mito, Roland Barthes, quien publicó en 1968 en Mantéia (V) su artículo «La mort de l'auteur». Frente a dicho concepto, me propongo colocar la figura del autor Gabriel Miró, a mi modo de ver, palpablemente presente en todos sus escritos y especialmente en ciertas obras. Aun cuando es de presumir que, dado el carácter de este Simposio, los aquí presentes darán poco crédito a M. Barthes y sus ideas, y no sentirán mucha necesidad de que yo abuse de su paciencia defendiendo una tesis que nadie entre ustedes estará dispuesto a cuestionar, sin embargo, puedo esperar que en una especie de comunión de los fieles, sentiremos todos cierta satisfacción en el momento debido con la afirmación de nuestras creencias, el credo de nuestra misa. Es decir, estaré predicando al coro. Y si he de sostener, al contrario de los asertos de M. Barthes, que el autor está omnipresente en los escritos de Gabriel Miró, el protocolo académico me obliga a representar lo mejor que puedo el argumento del pensador francés. Para hacer esto sin caer en la falsificación de su pensamiento, voy a resumir su ensayo con sus propias palabras (lamentablemente desprovistas del lustre de su francés originario), pues no sabría con qué otras sustituirlas, aun cuando reconozco que tales palabras, si a veces brillantemente opacas en el texto completo, no se hacen transparentes en citas selectivas. Pues entonces, Barthes en sus propias palabras dice:

Tan pronto como un hecho sea narrado ya no con vistas de actuar sobre la realidad sino intransitivamente..., la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte: comienza la escritura... El autor es una figura moderna... que surge de la Edad Media con el empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma. [La sociedad] descubrió el prestigio del individuo... Aunque el dominio del Autor mantiene su potencia..., ciertos escritores desde hace tiempo han intentado aflojarlo... Para Mallarmé y para nosotros también lo que habla es el lenguaje, que no el Autor; el escribir es, por medio de una imprescindible impersonalidad, lograr la condición donde sólo actúa, 'trabaja', el lenguaje y no 'yo'... Valéry militaba a favor de la condición esencialmente verbal de la literatura, ante la cual buscar la interioridad del escritor le parecía pura superstición... El surrealismo contribuía a la desacralización de la imagen del Autor..., encomendando a la mano la tarea de escribir cuanto antes lo que la cabeza desconocía conscientemente (escritura automática)... El apartamiento del Autor transforma totalmente el texto moderno... (de ahora en adelante hecho y leído de una manera tal que en todos los niveles el Autor está ausente)... La escritura ya no puede designar un acto de hacer constar, de apuntar, de representar, [...] más bien, designa exactamente lo que los lingüistas llaman una performativa, una forma verbal rara en que la enunciación no tiene más contenido... que el acto que la pronuncia... El escritor lo único que puede hacer es imitar un gesto que siempre es anterior, nunca original. Su única capacidad es combinar escrituras... Como sucesor al Autor, el scriptor -el escribidor- ya no lleva dentro de sí pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino un diccionario inmenso del cual extrae una escritura que no conoce parada... Apartado el Autor, la pretensión de descifrar un texto se hace absolutamente inútil. Darle a un texto un Autor es imponer un límite a dicho texto... Cuando se le ha encontrado al Autor, el texto queda 'explicado'... La literatura (más valdrá decir en el futuro la escritura), negándose a asignar un 'secreto', un significado definitivo al texto (y el mundo como texto), libra lo que se puede llamar una actividad antiteológica... [Un] texto consta de múltiples escritos, sacados de muchas culturas para entrar en relaciones mutuas de diálogo, parodia, contestación, pero hay un lugar donde está unida esta multiplicidad, el lector, y no como se ha venido diciendo, el Autor... La crítica clásica no ha prestado nunca atención al lector; para esa crítica, el escritor es la única persona en la literatura... El nacimiento del lector tiene que ser a costa de la muerte del Autor.



Así, en resumen, el ensayo «La muerte del autor». Ahora bien, nuestro Simposio no ha sido convocado para estudiar el pensamiento de Roland Barthes, menos original, quizá, de lo que su manera descarada e imperiosa parecería certificar. No creo que sea noticia para nadie que la obra literaria -tomemos el caso más manejable, un soneto, por ejemplo-, una vez que se ha librado de la mano de su autor, es para su lector lo que éste puede ver en él, lo cual no es indefectiblemente lo que su compositor ha pensado que estaba creando. Su realidad reside en la lectura del lector. El hecho de que esta realidad resulta ser más o menos la misma para la generalidad de los lectores capacitados sólo confirma que no somos una sociedad de locos. Hasta el autor mismo se hace un lector más. Esto lo sabía Gabriel Miró. En Sigüenza y el Mirador Azul escribe: «Sea hecha la luz -y fue hecha la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y siguió creando. El autor del Génesis le aplica a Dios la emoción del novelista, del novelista que no sabe enteramente su obra mientras la van cuajando sus dedos» (pág. 104). Cuando vivía entre nosotros don Jorge Guillén, cuántas veces le oímos decir de sus propias poesías (que por supuesto eran suyas en el sentido corriente de tales palabras), que sabía cosas de su origen que ninguna otra persona podía saber, y que sin embargo, una vez que las escribió, las enunció, por decirlo así, estaban ahí para ser leídas, escuchadas, y él, el gran poeta, se hacía su lector como podía hacerlo otro cualquiera y muchas veces descubría en ellas cosas que él no sabía que contenían y que a sabiendas no había puesto allí.

Obsérvese que tanto Guillén como Miró afirman lo que podríamos llamar la independencia del poema con respecto al poeta, pero que ni uno ni otro pretenden que el poeta no está presente en su creación. Ambos mirarían con sonrisa comprensiva el aserto que hace poco escuchamos, «el nacimiento del lector tiene que ser a costa de la muerte del Autor». Exactamente cómo está presente el autor, en nuestro caso Gabriel Miró, en su obra, si no es una pregunta absurda, es una cuestión nada fácil de resolver. Y no es menos difícil decir en tantas palabras de qué modo el lector se da cuenta de dicha presencia. Acaso lo mejor será empezar con un par de anécdotas.

Otra vez nos echa una mano Jorge Guillén, fervoroso admirador de Miró. Repito la historia que he contado en otro lugar: «Le mostré el texto de Sigüenza y el Mirador Azul... antes de publicarlo. Leyó unos renglones. Paró. Alzó la cabeza, sonriendo, pero con la boca cerrada. Luego dijo: "Es que me gusta Miró. Me gusta don Gabriel Miró", como si tuviera no un texto sino al escritor mismo delante». [NPSD], p. 33.

Por supuesto, don Jorge conocía muy bien a Gabriel Miró. Quería decir que en los renglones que leía reconocía la voz, y con la voz la personalidad del autor que tanto admiraba. Para ello, todavía no tenemos mejor palabra que estilo, del cual intentaré decir algo más concreto dentro de poco. Guillén no había tenido experiencia, recurriendo a Barthes, de «un texto que consta de múltiples escritos, sacados de muchas culturas para entrar en relaciones mutuas de diálogo, parodia, contestación... multiplicidad unida no en el autor sino en el lector». Más bien se ha sentido en la presencia de una persona determinada, Gabriel Miró. En caso de que el autor no hubiese sido viejo amigo suyo, el placer habría sido diferente; pero no faltaría la presencia del amable autor desconocido o quizá sólo conocido a través de sus escritos, como es el caso, creo, para todos nosotros.

Miguel de Unamuno y Miró se encontraron en varias ocasiones, la más notable la visita que hicieron al monasterio de Poblet. Pero lo que el vasco sabía del levantino como persona venía menos del trato personal que de sus libros y cartas. El yerno de Unamuno, José María Quiroga Plá, informa que para Unamuno, Miró «es el hombre más puro de corazón que he conocido», a lo cual añade Quiroga: «sólo con [Miró] y con [Unamuno] he sentido esto: el hombre en el libro» [Carta, 23 mayo 1930]. Quiroga estaba pensando especialmente en los dos últimos libros, El obispo leproso y Años y leguas, y si cediéramos a la tentación de ver en su comentario una alusión a Sigüenza como Miró disfrazado, anublaríamos la cuestión que estoy intentando aclarar. Sin negar que hay mucho de Miró en Sigüenza, insisto en que, estéticamente hablando, es tanto creación de Miró el autor como lo son los demás habitantes de Años y leguas. (Un manuscrito de esta obra descubierto hace un par de años revela como Miró iba modificando y modelando los personajes, que no corresponden siempre a los que conocemos en el libro impreso).

No; Sigüenza no es Gabriel Miró, sino la creación de dicho autor. Algunos entre ustedes conocen la historia. La repito para los demás. Todos sabemos que hasta cierto punto Sigüenza es Miró, que Miró aún llegó a firmarse en cartas a amigos con el nombre que en un principio adoptó para poder contar en tercera persona sus experiencias entre los leprosos de Parcent. No hay por qué dudar de que el nombre lo tomó del Licenciado Pedro de Sigüenza, autor en el siglo XVII de un tomazo que tenía Miró en su propia biblioteca, Tratado de cláusulas instrumentales, útil y necesario para Jueces, Abogados, y Escrivanos de estos Reynos, Procuradores, Partidores y Confesores, en lo de justicia y derecho. Miró no tenía ilusiones sobre la magnitud de sus recién adquiridos conocimientos como licenciado en derecho. Había fracasado dos veces en las oposiciones a la judicatura. Figueras nos ha contado que «La Instituta de Justiniano le ponía nervioso y la Ley de Enjuiciamiento Civil le sacaba de quicio». Nos podemos imaginar a Miró y cómo diría para sí, con su ironía característica, «¡Qué bien le va el nombre de un licenciado que tanto sabe a un licenciado que sabe tan poco!». El invento de Sigüenza es un toque genial del autor Miró; invento además que rescata al autor de la necesidad de hablar de su propia bondad.

Esta cualidad que ya hemos visto comentada por Unamuno fue observada por todos los amigos del hombre Miró en su vida privada. No se le tenía por un santo sino por persona de una perspicacia y una bondad humana inmensas, templadas con agudeza de ingenio y gracia natural. Tenemos el testimonio de muchos, entre ellos, por ejemplo, el compositor Enrique Granados, quien le rogó a Miró que repitiese un acto trivial de desatención para que Granados disfrutase una vez más de la graciosa disculpa que Miró le proporcionó en una carta. A la joven escritora Carmen Conde le encantaba escucharle el discurso, proyectado, me dijo ella misma, en la voz de un obispo benigno. Pero sacar a relucir tan ejemplar caridad cristiana de una manera autobiográfica sería una contradicción, bondad mitigada por soberbia. Así que nunca aprenderíamos de Miró mismo, que cuando era joven pasaba hora tras hora, sin pensar en recompensa, leyendo a su amigo ciego Figueras Pacheco. Es en esta coyuntura donde entra Miró el autor con el invento de Sigüenza.

A ver si me explico mejor. La persona Gabriel Miró puede que esté presente en el personaje Sigüenza y puede que no. Gabriel Miró autor está presente en la manera de inventarlo y la actitud expresada para con la criatura. Además, debo apresurarme a decir que mientras que este alter ego, al revelar irónicamente el carácter problemático del amor cristiano, le ahorra a Miró la vergüenza de explotar literariamente su propio carácter, Sigüenza con cierta frecuencia protagoniza episodios que en la vida no eran experiencias de Miró sino de otro. Es decir, que -lo saben los estudiosos del Libro de Sigüenza- pese a que varias prosas en dicha obra fueron redactadas en su versión originaria en primera persona, no hay que dar por entendido que ni el yo ni Sigüenza sea siempre Miró mismo. Me contó don Francisco Figueras Pacheco que la anécdota del gracioso malentendido entre Miró y las monjas relatada en «El favor de Su Majestad» es algo que le pasó no a Miró sino a don Francisco, y es un hecho bien conocido en la familia que no fue Sigüenza/Gabriel sino el hermano de Miró, Juan, quien era el beneficiario del testamento de la señora fallecida en «Sigüenza habla de su tía».

El reconocimiento de la presencia del autor, sin embargo, no depende de si éste escribe como «yo» en presuntas crónicas ensayísticas o en puras ficciones, ni de si el lector sabe que el autor está oculto detrás de un alter ego o un raisonneur (por encantador que sea, don Magín, por ejemplo). En realidad, como he intentado poner en claro, lo único que nos dicen tales personajes del autor es que éste es su inventor. El «yo» que habla un par de veces en las novelas de Oleza es tan poco Gabriel Miró el autor como lo es «Cara-rajada». Lo mismo se puede decir de Sigüenza.

Cuando, hace casi medio siglo, leí por primera vez las historias «Corpus» y «Sigüenza habla de su tía», yo no sabía nada de su autor aparte de que fuera él, un tal Gabriel Miró, quien las escribió. O mejor podría decir que en cierto sentido sabía más de su autor de lo que sabía de Miró, que lo único que sabía de Miró era que había escrito aquellos cuentos. Le conocía como su autor. Por difícil que sea demostrar, a base de evidencias internas, que el autor de estos cuentos no era confundible con ninguno de los otros doce o quince representados en la antología Cuentos contemporáneos donde los conocí -ni con Unamuno, ni con Azorín, ni con Blasco Ibáñez, ni con Pardo Bazán, ni con ningún otro-, yo como lector tenía la firme conciencia de que los cuentos estaban permeados y que eran la expresión de cierta específica autoricidad, si se me permite el neologismo. En efecto, si Barthes tiene razón al decir que «un texto... es un espacio multidimensional en el cual escritos variados, ninguno de ellos original, se armonizan y chocan..., un tejido de citas traídas de centros sin número de cultura», tiene que ser verdad que cada escritor, según y cómo es autor, realiza la amalgama, la composición, a su propia manera. El acto de creación, evidentemente, no es lo mismo que su producto, también llamado creación, pero como acabo de demostrar, en muchos de nuestros idiomas empleamos el mismo vocablo para designar las dos cosas.

Pero me estoy anticipando. Barthes no está sin sus discípulos y exégetas, siendo el más eminente entre ellos el -apenas sé qué título darle- philosophe (en el sentido que la palabra francesa tiene en el siglo XVIII) Michel Foucault.

Probablemente no sea exageración decir que la importancia otorgada a la idea de que el autor está muerto se debe más al prestigio de Foucault que a la originalidad de Barthes, gracias al ensayo de aquél, «¿Qué es un autor?» (1969). Otra vez resumo en las mismas palabras del autor por si acaso le represento mal con las mías.

No basta con repetir la afirmación baldía de que el autor ha desaparecido. Tenemos que localizar el espacio que queda vacío con la desaparición del autor. ¿Cual es el nombre del autor? ¿Cómo funciona? El nombre propio y el nombre de un autor están situados entre los dos polos de descripción y designación. Una carta personal, un contrato, un texto anónimo pegado a una pared todos tienen escritor, pero no tienen autor. La función autor es por lo tanto característica del modo de existencia, circulación y funcionamiento de ciertos discursos dentro de una sociedad. Podemos discriminar cuatro características: 1. Los discursos son objetos de posesión, expuestos a castigo. 2. Sin embargo, la función autor no afecta todos los discursos de la misma manera universal y constante. Hubo un tiempo en que los textos «literarios» eran puestos en circulación sin preguntar sobre la identidad de su autor. Textos que hoy en día llamaríamos científicos, en la Edad Media sólo eran aceptados como «verídicos» cuando llevaban el nombre de su autor. La situación se puso al revés en el siglo XVII o XVIII. La ciencia se hizo anónima. Los discursos literarios llegaron a ser aceptados sólo cuando estaban dotados con la función autor. 3. Esta función autor no se presenta espontáneamente como la atribución de un discurso a un individuo. Es el resultado de una actividad compleja que construye un ser racional que llamamos «autor». 4. No se refiere sencillamente sin más a un individuo verdadero, puesto que puede dar origen a la vez a varios seres, varios sujetos -puestos que pueden ser ocupados por clases de individuos.

En lugar de las preguntas que habitualmente se hacen sobre el autor, se harán éstas: ¿Cómo, bajo qué condiciones, y en qué forma puede algo como un sujeto surgir en el orden del discurso? ¿Qué espacio puede ocupar en cada tipo de discurso? ¿Qué funciones puede asumir y bajo qué reglas? Entonces surge para Foucault la cuestión para nosotros enigmática: ¿Cómo se puede reducir el gran peligro... que amenaza nuestro mundo? Pues se puede reducir con el autor. Dadas las modificaciones que han tenido lugar en la sociedad desde el siglo XVIII, y la aparición del autor como «el regulador de lo ficticio», la función autor desaparecerá.

Así Foucault.

Podemos observar que ambos, Foucault y, en grado menor, Barthes, están hablando de lo que pasará cuando se haya alcanzado algún momento utópico en el futuro y el concepto del autor no hará papel alguno en la comprensión de un texto literario. Si quieren decir que dicha revolución será retroactiva y que el lector del futuro no experimentará la presencia de Gabriel Miró como autor, por ejemplo, en Nuestro Padre San Daniel, que no le dará importancia significativa aun cuando se dé cuenta de ella, no está nada claro. Desde luego, Barthes, como hemos oído decir, opina que una vez producida la obra, el producto se hace un acontecimiento conservado en el ámbar del pasado. Foucault, menos escatológico, parece acabar en nieblas apocalípticas.

Es relativamente fácil refutar los argumentos -si se pueden llamar así- de Barthes y Foucault a pesar del favor de que han gozado en círculos de crítica literaria. Quizás una de las refutaciones más convincentes será precisar cómo el escritor que nos ha reunido en este Simposio está presente como autor en su obra de tal manera que la refutación justifique lo refutado. Así es que afirmaremos que hasta la fecha, por lo menos, el autor todavía vive, que vive en su obra, que un elemento de la experiencia de su lector es el percatarse de su presencia allí. El filósofo Alexander Nehamas ha mostrado en su crítica del pensamiento de Foucault como «Las obras engendran la figura del autor, personaje manifiesto aunque no representado en ellas». En cuanto a Gabriel Miró hemos oído las afirmaciones de Jorge Guillén y José María Quiroga. A ellas podemos añadir el testimonio de Enrique Díez-Canedo en una carta a Miró con fecha tan temprana como 1908 (6 de noviembre): «Siento muy de veras que nuestro trato haya sido tan corto. Pero en V. por fortuna, la obra no es muy separable del hombre, y así creo que le conozco bien y le estimo con verdadero y cordial afecto». Y Miró mismo dice: «Me parece la novela lo más costoso de nuestro arte. En ella se multiplica y acumula la humanidad del escritor, y no para volcarla, sino para destilarla». Miró a Julio Bernácer.

Frente al racionalismo de Barthes y Foucault, un racionalismo casi medieval en la puridad de su aislamiento de la realidad humana, hasta ahora sólo he opuesto los sentimientos admirablemente subjetivos de distinguidos conocedores de los escritos de Miró. Si uno quiere pasar de los juicios generales de Guillén, Díez-Canedo, Quiroga Plá a buscar la respuesta a la pregunta ¿de dónde viene la sensación de la presencia de Miró, el autor, en su obra; por ejemplo, en las novelas de Oleza?, apenas satisface la contestación: pues en toda la obra. Aunque sea cierta, no rescata el pensamiento crítico de las nieblas de la vaguedad. El cerebro del estudioso busca datos concretos. Ortega y Gasset nos indica el camino con su caracterización del autor de El obispo leproso como artesano: «No creo que haya escritor más pulcro y solícito. Cada frase está hecha a tórculo... Cada palabra, ensamblada con las vecinas, y luego, pulida la coyuntura... Debe trabajar con una técnica parecida a la de un pintor primitivo que fabrica su tabla pulgada a pulgada, poniéndose entero en cada una, en vez de construirle desde un centro único que irradia en torno a una perspectiva de degradaciones». Lo único que no entiendo en esta observación es el centro único, que a mi modo de ver es lo que venimos llamando el autor, cuya presencia unificadora se revela en lo que no tiene mejor nombre que estilo.

El estilo -y de ahora en adelante voy a hablar casi exclusivamente de Nuestro Padre San Daniel por ser ésta la obra de Miró que más he estudiado en los últimos años-, el estilo, digo, definámoslo como queramos, es solidario con la obra entera, pero lo mismo que no hay un sólo acto con que se puede estudiar la obra -si no es sentarnos y leerla sin parar del principio al final-, así es que para darnos cuenta del estilo en su totalidad no tenemos más remedio que deshacerlo y ver cómo es en sus particularidades. Y si hiciera yo aquí un estudio de veras cabal del estilo de Nuestro Padre, duraría mucho más de lo que un público aún tan dócil como éste podría aguantar. Mejor leer una vez más la novela. De modo que voy a llamar la atención de un número limitado de componentes del arte de Miró que nos haga pensar concretamente en Miró artesano, Miró autor. Entre las infinitas posibilidades de aspectos, he elegido para nuestra consideración especial al autor omnisciente, su platonismo patético y su empleo de varias dualidades subsidiarias: narración y descripción, tiempo pretérito y tiempo imperfecto de los verbos, economía y abundancia léxicas, presente y pasado, tiempo y espacio.

Los profesores entre nosotros podemos confirmar que el lector nuevo de Miró le encuentra, en comparación con sus coetáneos -pongamos por caso Azorín, Pérez de Ayala, Unamuno, Baroja, Valle Inclán-, difícil -algo difícil, muy difícil, pero difícil-, y luego al resolver la dificultad con una lectura adecuada -o sea, cuando por fin comprende el texto que ha provocado el problema- se pregunta en su nuevo estado de satisfacción: ¿pero cómo ha sido esto?, ¿dónde estuvo la dificultad? Pues estuvo, aparte de la ignorancia perdonable del lector de alguna anécdota histórica que se le ocurre a Miró introducir en su narración, mayormente en la abundancia léxica, también una especie de ignorancia, ignorancia ni perdonable ni imperdonable, pero que hay que disipar si el lector quiere experimentar la expresividad -la emoción, diría Miró- del episodio; el episodio que Miró resume, por ejemplo, describiendo el éxtasis de don Daniel al presenciar la procesión en las vísperas primera clase de San Pedro y San Pablo, con la frase la pesadumbre litúrgica. Es probable que para Galdós y hasta para Clarín la frase habría bastado para acabar con el aspecto visual de la ceremonia, y nos habría ahorrado no sólo la pesadumbre sino el peso y, con él, el placer lectoral de todo un repertorio del vocabulario litúrgico visual y auditivo. El resultado afectivo sería puramente satírico. Pero tal como nos la presenta Miró en un ejercicio de lo que llamaría el llorado Joaquín Casalduero cubismo literario, aunque el toque satírico no desaparece, casi se convierte, en combinación con la descripción anterior, en lo que llamo platonismo patético. Se anuncia la rapsodia platónica con «¡Vísperas primera clase!». Entramos en la esfera de descripción idealista que acaba con el pinchazo aristotélico, «la pesadumbre litúrgica» y las ñoñerías mundanas de Alba-Longa, Moñera y don Daniel. El esquema abstracto que he intentado trazar se hace realidad estética gracias al autor en lo que podría llamarse, insistiendo en el significado radical de la palabra, el auto de las vísperas. Mi intención es llamar la atención del lector a este acto de autoricidad, no para explicar el misterio sino para apreciarlo más.

Dualidad subsidiaria a esta oscilación o división entre Platón y Aristóteles a que nos ha consignado la historia de las bellas letras, empezando por Goethe y pasando por Coleridge a las perogrulladas de nuestros días, es la técnica de alternar con una casi imperceptible sutileza entre descripción y narración. Ejemplo brillante se da en la orilla de la novela, donde Miró nos está abrumando con un inventario de la riqueza del tesoro de Nuestro Padre. Enterrado en él está este detalle que empieza como descripción y termina como narración: «Cinco planchas de oro labradas a martillo para guarnecer el púlpito, y no se aplican porque falta una» -frase que entre su comienzo y su final abarca la posibilidad de toda otra novela de Oleza.

En relación con esta cuestión está el empleo de los tiempos imperfecto y pretérito de los verbos y la resolución a veces de la selección entre los dos pasando al presente de tal manera que la descripción de lo habitual se hace narración, como pasa por ejemplo en el espléndido pasaje sobre la creación y culto de la alfombra milagrera. Seguramente, si emprendiésemos la pedantesca tarea de cuantificar los usos de los tiempos pasados y el presente en sustitución de uno y otro, llegaríamos a la conclusión de que la narrativa se realiza en gran parte por verbos descriptivos, o sea, en imperfecto. Con lo cual no quiero sugerir que Miró no domina la gramática significativa de su propio idioma sino que se aprovecha de sus peculiaridades para lograr matices expresivos que no preocuparían a otros prosistas. Valga un ejemplo: «Don Álvaro fue acercándose al casal, y la quietud del amanecer se estrujó de ladridos. Gañían y arrufaban los mastines como si les acometiese un terror humano. Se les sentía detrás de los portalones, conteniéndoles alguien, porque de seguro que la mayordomo avisó su presencia. No le conocían por amo ni los perros del "Olivar". Y todas las luceras y rejas se quedaban mirando a don Álvaro con pupilas de perro».

Una dualidad más para acabar con esta pequeña antología y con ella clausurar nuestro Simposio. La dificultad fugitiva que experimentamos leyendo a Miró extraña en un escritor que parece estar ayudando al lector con un léxico exuberantemente abundante. Lenguaje suficiente, lo llama Jorge Guillén. Si, como dice Miró en una famosa exposición de su doctrina de la palabra, ésta «no debiera decirlo todo sino... contenerlo todo», ¿por qué la delectación en las listas dilatadas? ¿Por qué la minuciosa narración descriptiva de la persecución nocturna por Elvira de su hermano, un ballet tenebroso que se convierte, gracias a la abundancia léxica, casi en escultura, el tiempo espacializado? En efecto, Miró casi llega a lo que se podría llamar la estética de la lista, el hábito de la coordinación, frenado sólo por su instinto autorial. Creo, además, que en estos casos la intención expresiva se resuelve en lo que antes he denominado platonismo patético. Si lo introduzco de nuevo ahora es para acompañarlo con el recurso retórico contrario y complementario que también crea dificultades para el lector. Me refiero a lo que he llamado en contraste con la abundancia, la economía léxica, que sí se conforma con la doctrina de la palabra que lo contiene todo sin decirlo todo. El lector en el momento propicio se da cuenta del contenido de lo no dicho y evapora la dificultad. No deja de ser difícil, sin repetir largos pasajes, dar ejemplos precisamente porque se trata de ausencias, ausencias de tejido verbal meramente informativo para dejar en perfil lo expresivo.

Todas estas dualidades convergen en la más grande de todas, la que ocupa inevitablemente a todo gran novelista, a cada uno según su propia sensibilidad. Me refiero a la arena donde se engendra el dolorido sentir. Tiempo y espacio se dice pronto. Para desarrollarlo cabalmente no hay ni uno ni otro. Tenemos que terminar. Pero, ¿y el lector? El lector está ahí esperando, esperando la próxima palabra de Gabriel Miró, autor.





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