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Gabriel Miró y «el mundo según es»

Edmund L. King






Miró y sus contemporáneos

En 1908 vino a Madrid Gabriel Miró, y en esta ocasión, los madrileños iban a darse cuenta de su presencia por primera vez. Venía a recibir el premio otorgado a su novelita Nómada, y Eugenio d'Ors se refirió a ello con frases sarcásticas en una de sus crónicas:

«[Este premio] no significa nada malo: es un accidente que puede pasarle a cualquiera. El premio le valió una hora de popularidad. Fuese Miró a Madrid. Se publicó profusamente su fotografía. El "Trust" se comprometió a admitirle seis artículos mensuales. Se le ofreció un banquete: los badulaques quedaron maravillados al ver cómo el escritor comía el arroz con cuchara. Después... después la gente se fue desilusionando al ver que, aparte de esta manera de comer el arroz, ese hombre "no tenía nada de particular". Ninguna singularidad, ninguna nota pintoresca supo mantener a su favor despierta la curiosidad de la villa y corte. Miró no era un escritor fecundo. No escribía para el teatro. No era ni tan solamente un pederasta».


(Diario de Alicante, 8 abril 1911: versión catalana en la Veu de Catalunya, 15 marzo 1911)                


A medio siglo de distancia, las intencionadas observaciones de Xenius ofrecen bastante sentido para quienes están familiarizados con la obra de Miró. Comencemos por analizar ciertos detalles en el texto transcrito: el jurado (el concurso había sido organizado por El Cuento Semanal) estaba compuesto por Baroja, Felipe Trigo, Valle-Inclán y, en calidad de director de aquella revista, Eduardo Zamacois. Al banquete de rigor asistieron, entre otros muchos, Benavente, Linares Rivas, los Quintero, Martínez Sierra, Felipe Trigo, Villaespesa (V. Ramos, Vida y obra de Gabriel Miró, 1955, p. 120). Notamos, en cambio, la falta de Azorín, Maeztu y Antonio Machado (claro que estos dos últimos, lo mismo que Unamuno, no solían hallarse en Madrid). Es decir, que por los motivos que fueran, de la llamada Generación del 98 sólo figuraron allá Baroja y Valle-Inclán, en tanto que se hallaban presentes escritores muy populares a la sazón, aunque de escaso relieve. Ni entonces, ni más tarde, las figuras mayores de aquella «Generación» consideraron a Miró como uno de los suyos. Sobre los motivos de tal alejamiento querría ahora decir unas palabras.




Formación literaria de Miró

Ha sido justamente notado que Miró leía de joven, con especial predilección, las obras de Santa Teresa y de otros escritores religiosos del siglo XVI. En la propuesta presentada o la Real Academia Española, en apoyo de la candidatura de Miró, por Palacio Valdés, Ricardo León y Azorín, se dice que

«De Santa Teresa procede la prosa límpida y exacta de Miró. La gran mujer de Ávila es quien, predominantemente, ha marcado su sello en el estilo del escritor levantino. De Santa Teresa ha extraído, en gran parte, su vocabulario psicológico Gabriel Miró. Y en cuanto a lo material, a la realidad cuotidiana, tiene el novelista, por todo lo que rodea, la misma viva simpatía, el mismo amor que alentaba en la autora de Las Moradas».


(El texto completo está reproducido por Ramos, ob. cit., págs. 334-335)                


Los anteriores juicios tal vez no sean completamente exactos. El estilo de Teresa de Jesús, laxo de sintaxis y lleno de anacolutos, no es siempre «límpido y exacto» -su encanto deriva de otros motivos. La limpidez y la exactitud de la prosa de Miró son peculiares de éste, y proceden de afanes artísticos ajenos a la santa de Ávila. En cuanto al «vocabulario psicológico», sería preciso analizar este punto con mayor precisión. No obstante todo lo cual, el juicio de los citados académicos es en general correcto, y podría apoyarse en datos biográficos y bibliográficos. Miró adquirió la «Biblioteca de Autores Españoles» en 1900. De ella leía trozos a un amigo ciego, don Francisco Figueras Pacheco, quien aún lo recuerda. Los tomos de esta colección, por otra parte, revelan huellas de haber sido muy usados por Miró, especialmente los dos en que se hallan las obras teresianas; están llenos de subrayados y de anotaciones, según pude observar por mí mismo en casa de la familia de Miró. Este no aprendería en la santa a precisar su estilo, pero sí a cultivar la propia espontaneidad, a ser fiel a lo sentido acerca de este y del otro mundo, a complacerse en morar morosamente en lo recóndito del alma.

Poco, en cambio, leía Miró de los escritores de la llamada Generación del 98 -salvo en un caso excepcional y al que luego he de referirme. Claro está que todos ellos leían mucho a quienes les habían precedido; sólo que los del 98 -diríamos exagerando algo-, los leían para desestimarlos, y así afirmarse a sí mismos. Al joven Miró, por el contrario, le eran familiares Espronceda, Zorrilla, Bécquer, Alarcón, Galdós, Pereda, Clarín y Valera. Recomendaba a sus hijas, muy especialmente, la lectura de Bécquer y de Valera. ¿Veía en Bécquer al poeta angustiado por nunca hallar la justa palabra para sus visiones? ¿Admiraba en Valera al amigo de la nueva poesía, al adalid y al profeta español de la doctrina del arte por el arte?

Al dorso de la portada del ejemplar de Pepita Jiménez que perteneció a Miró, hay un retrato de don Juan Valera; y debajo, en letra del Miró aún joven, se encuentra esta exclamación: «¡Bendito seas!». Varios motivos había para tan ingenua espontaneidad: admiración por la obra, creencia de que la estética de Valera le serviría de sostén; gratitud por la buena acogida que dispensó Valera a La mujer de Ojeda, la primera obra de Miró de alguna extensión, publicada por él en 1901. En esta obra se imita la forma epistolar de Pepita Jiménez, y también el estilo pulido y correctísimo, sin gran acento personal, de don Juan Valera. La doctrina estética expresada en la dedicatoria de Juanita la Larga al marqués de la Vega de Armijo, debió encantar a Miró:

«No sé si este libro es novela o no. Le he escrito con poquísimo arte, combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal o cual lugar de la provincia de Córdoba... [Yo soy] en cierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación y de inventiva... [Mi obra] no tiene valor porque eleve el alma a superiores esferas, ni porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica, social, política o religiosa. Juanita la Larga no propende a demostrar ni demuestra cosa alguna. Su mérito, si le tuviere, ha de estar en que divierta. Yo me he divertido mucho escribiéndola, pero no se infiere de ahí que se diviertan también los que la lean... Mi libro puede considerarse como espejo o reproducción fotográfica de hombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido... Aunque las pinturas o retratos que yo hago carezcan de gracia, entiendo que en ellos resplandece el amor con que los he hecho...»


(3.ª ed., Madrid, 1899, págs. V-VI)                


Ahora bien, recordemos que la primera obra de Miró se llama «ensayo de novela». Además de esto, con motivo de un concurso de cuentos, abierto por El Liberal en 1906, Miró escribía a un amigo: «He enviado al Liberal dos trabajos... No sé si los considerarán cuentos: yo sólo creo que hay arte serio en mis cuartillas». (A Eufrasio Ruiz, 15 feb. 1906). Y en otras cartas al mismo amigo dice que un trabajo suyo «tan sólo tiene el carácter de crónica» (1.º marzo 1906), que «yo no tengo sed de lectores, de notoriedad» (27 dic. 1905), y que «estoy dispuesto a ser incluso farmacéutico, y hacer arte para mí solo» (fines de 1905). La doctrina literaria de Valera vuelve a ser expresada en forma muy característica en un fragmento manuscrito de Miró, ya muy entrado en años:

«Se puede ser abogado para algo que convenga o halague. Pero no se es artista para nada, ni siquiera para echarse por los mundos a ver cómo viven ni cómo se refocilan los demás. Se es artista porque se es. Un padre carmelita leyó un libro mío; y me dijo: "¿Qué se ha propuesto usted demostrar al escribirlo?" Yo no me había propuesto nada... "Piense en la responsabilidad que usted tiene". Lo pensé; y no sentí ninguna; ni siquiera la de escribir mejor o peor. El que no escribe o no pinta o no esculpe mejor, es porque no puede»1.


En cuanto a la acogida de La mujer de Ojeda por Valera, se trata sencillamente de una carta de pocas líneas en que don Juan acusa recibo del libro a su joven admirador, y a disculparse de haberle leído muy lentamente a causa de su ceguera; lo mencionó, además, brevemente y sin comentarios, en la crónica en donde Valera solía reseñar las novedades literarias2. Fue bastante para que el novel escritor, sólo conocido entre sus amistades alicantinas, exclamara con arrobo: «¡Bendito seas!».

No quiere esto decir que Miró fuese un servil imitador de don Juan Valera. Se dejó llevar candorosamente por aquél, mucho en La mujer de Ojeda y algo en Hilván de escenas, obras repudiadas más tarde, cuando su arte tomó otros rumbos y adquirió tono muy personal. Pero la doctrina estética de Valera perduró en él, y con ello queda de manifiesto la posición de Miró respecto de sus precursores y frente a sus contemporáneos.

Tan poco exacto como que el estilo de Miró proceda del de Santa Teresa, es la frecuente afirmación de que Miró sea algo así como un hermano menor de Azorín. Cierto es que ambos son levantinos, adoptan tempranamente un seudónimo, se inspiran en lo popular, se interesan en pequeñeces aparentemente sencillas, se complacen en describir paisajes, son casi de la misma edad (Azorín es seis años más viejo), gustan de pulir y acicalar su estilo, se profesaron buena amistad durante bastantes años, y mutuamente se dedicaron artículos y comentarios. Surgió así la fácil imagen de una hermandad, en la cual Azorín aparecía como el mayorazgo, en cuanto a caudal de renombre, y Miró como un imitador segundón.

Mas a pesar de todo ello, la deducción anterior no me parece justa. En primer lugar, Miró es de Alicante, a la vera del mar; Azorín es de Monóvar, o donde no llega el destello de las aguas azules y soleadas. Los seudónimos Sigüenza y Azorín aparecen, respectivamente, en 1903 y en 1902; pero Miró no conoció La Voluntad sino mucho más tarde. Sus seudónimos, por otra parte, fueron usados en forma distinta, tan distinta como la de las personas que las llevan. Ortega y Gasset habló de los «primores de lo vulgar», refiriéndose a Azorín; lo cual no conviene en modo alguno al arte de Miró. Éste pone en lo vulgar gracia, pasión, tragedia, y las dota de un sentido muy diferente al de Azorín, creador de sugerencias, figuras sobre las cuales los vocablos parecen estremecerse. Miró parece más apegado a la realidad de sus objetos, y tal vez busca en ellos la realización de una idea, si bien detenerme en tal problema no es para este lugar.

Mas aunque no haya comunidad de arte entre Azorín y Miró, existen entre ellos relaciones de vida y de contemporaneidad, que un atento estudio de la biblioteca de Miró hace muy visibles. Dije hace poco que Miró leía escasamente a los escritores de su generación; sí los conocía, es seguro en todo caso que no se preocupó de adquirir sus obras. Unamuno está escasamente representado (el prólogo a los Orígenes del conocimiento, de Turró; una traducción italiana. La Sfinge senza Edipo, con una dedicatoria del traductor, Piero Pillepich). Nada hay de Villaespesa (amigo suyo), de Salvador Rueda (también amigo), de los Machado. Faltan asimismo Marquina, Benavente, los Quintero, Martínez Sierra (amigo durante un par de años), Linares Rivas, Arniches (otro alicantino), Blasco Ibáñez, Baroja, Maeztu, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala. Tan amplia laguna demuestra que a Miró le interesaban poco sus contemporáneos, incluso aquellos que él trataba como amigos.

Casi ausente está también Valle-Inclán, pues de él tenía Miró dos obras (Romance de lobos y El resplandor de la hoguera) con dos inexpresivas dedicatorias. Muy distinto es el caso de Azorín, quien está ampliamente representado en las estanterías de Gabriel Miró. La amistad entre ambos lo explicaría, pero la amistad, a su vez, fue consecuencia del interés de Miró por la obra de Azorín antes de conocerlo personalmente. A través de la obra de Azorín, Miró tuvo un primer atisbo de la moderna literatura europea. Aunque tratándose de este momento no convendría hablar de la obra de Azorín, sino de don José Martínez Ruiz, autor de dos obritas muy olvidadas, quizá por el mismo Azorín.

Digo obritas, porque una de ellas consta sólo de cuatro páginas, pues es un prólogo a un pequeño libro de Luis Pérez Bueno, Artistas levantinos, 1899. La segunda, algo más extensa. La evolución de la crítica, del mismo año, tiene unas setenta páginas, todas ellas de José Martínez Ruiz. Me consta que Miró poseyó estos libros, y que los leyó tan pronto como salieron.

Partiendo de que, según Taine, el ambiente determina la obra artística, Martínez Ruiz nos da en su prólogo un precioso ejemplo de paisajismo literario:

«Alrededor de Lucentum [Alicante], campos pelados, amarillentos, cubiertos de rastrojos, abierta la tierra por el arado, despedazada en enormes terrones, desnuda de árboles... De tiempo en tiempo un almendro retorcido y costroso, una copuda higuera, una palma solitaria que balancea en la lejanía del horizonte sus corvas ramas. Después, pasadas las cercanías de la ciudad, dejado atrás el desierto de bancales aterronados, grandes manchas de viñedos, bosques de algarrobos, el ejército gris de los olivos perennales. Y casas rojizas, lienzos de pared tostados por el sol, agujereados por ventanas diminutas... etc».


(pág. 7)                


Nada dice el autor acerca de los pintores levantinos en esta larga descripción del paisaje en torno a Alicante: Taine sólo fue un pretexto para evocar un paisaje grato al autor y que llena la totalidad de este prólogo. El paisaje aquí no sirve de marco ni de fondo al libro que viene a continuación, al parecer poco importante para Martínez Ruiz. El ejemplo del pre-Azorín, escritor ya de cierta fama, debió impresionar a Miró, muy dado desde niño a contemplar el paisaje, que ahora otros sentían en la misma forma que él venía sintiendo; y no sólo como un genérico «sentimiento de la naturaleza», sino como luz, aire y alma de su tierra alicantina.

No digo con esto que Miró imitara a Azorín, pues el paisaje en la obra de cada uno de ellos posee diferente sentido, y responde a finalidades expresivas muy peculiares. Escribía Miró hacia el final de su malograda vida:

«Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshizo en mi tierra. No creo que se trate de una fácil sentimentalidad; sino de una capacidad de recuerdos, de botánica, de piedras, de idioma, y de una incapacidad para la adquisición: incapaz de adquirir bienes, paisaje, idioma. El arte mismo es para mí un estado de felicidad por el ensanchamiento, por la multiplicación de mi vida, de llegar en mi tierra a posesiones espirituales»3.


El citado libro de Pérez Bueno, Artistas levantinos, nos provee de un dato interesante para conocer la formación literaria de Miró. En esta obra se habla del maestro Lorenzo Casanova y de los discípulos formados en su academia. A ella asistió de niño y de joven Gabriel Miró, sobrino querido de Casanova y aprendiz de dibujante. No cayó en el vacío el consejo dado por el maestro a sus discípulos: «Acostumbrad la vista a medir el modelo; abarcadlo en conjunto y detalle. El color que no preocupe; vendrá luego insensiblemente. Lo primero de todo es que el artista haga del órgano visual una verdadera cámara obscura» (pág. 18). Miró, espíritu antidogmático, no aceptaba cerradas doctrinas, ni, por consiguiente, la reducción del arte pictórico a un tecnicismo de cámara fotográfica. Pero es probable que aquel aprendizaje le sirviera para contemplar la realidad más rigurosamente, de acuerdo con un sistema de principios.

Imaginemos al Miró niño como alumno de los jesuitas, en el Colegio de Santo Domingo, absorbiendo fórmulas petrificadas de expresión artística. Luego, en el Instituto de Alicante, le llenarían la cabeza de tropos y figuras retóricas; y estudiando derecho en Granada, no tendría ocasión de dar suelta a su inventiva metafórica (su compañero Figueras Pacheco criticaba la audacia de sus imágenes y el olvido de la corrección de los preceptistas).

Y he aquí que, súbitamente, encuentra un amigo en don José Martínez Ruiz, anarquista e iconoclasta, que amanecía a la vida literaria con el siglo, y se preguntaba sin más rodeos: «¿Quién pondrá límites al genio?» O citaba a Guyau: «Nadie conoce los límites de la potencia de acción inherente a la naturaleza, como nadie conoce la potencia de representación inherente al artista» (Evolución... pág. 11). Hermosilla sale deshecho de su pluma: «Instrumentalista castellano de Homero, celoso aforador de los poetas de su tiempo en su bascoso Juicio crítico, Hermosilla es más intolerante y más ceñudo que sus respetables antecesores. Para él es un crimen emplear en la poesía palabras comunes» (pág. 32). ¿Sería la rebelde seguridad de todo el librito lo que animó a Miró a dar el salto desde la sencilla corrección de La mujer de Ojeda e Hilván de escenas a la sensualidad y a la espiritualidad, al andar y al ver, al asco y a la belleza, al dolor y a la compasión de los «apuntes de parajes leprosos» que es Del vivir (1903), obra en que aparece por primera vez «Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos»? Añádase a esto algo que Gabriel Miró dijo una vez a Ricardo Baeza, y que repite en un escrito suyo sobre Azorín: «Él marca y enseña en el estilo castellano el paso del párrafo a la palabra»4.




Aspectos del arte de Miró

Aprovecharé, a mi vez, «el paso del párrafo a la palabra», para rozar el problema del arte de Miró. Muy útiles van a sernos ciertos pasajes del cuento-ensayo Don Jesús y la lámpara de la realidad en El humo dormido. El magistrado local vislumbró en el canónigo un futuro obispo, y

«...besábale la mano como si en ella resplandeciese el anillo pastoral. Confiaba que habían de reunirse en la misma ciudad de la Sede de entrambos. Desarrollaba con elegancia esa persuasiva visión. El magistrado desarrollaba hasta las ideas más elementales. Muy diserto, nada para él tan hermoso como el párrafo envolviendo pomposamente la idea, lo mismo que una fruta contiene su semilla.

Don Jesús, una tarde, le dijo:

-Es que yo me como la carne de una manzana, y tiro el corazón donde está la simiente. ¿Haré lo mismo con esas frutas de párrafo?

La sombra de don Jesús se precipitaba del zócalo al techo. El magistrado parpadeaba. No le entendía.

-¿Quiere usted sentarse y desarrollar su pensamiento? Un hombre que no desarrolle cabalmente lo que piensa, yo afirmo que no piensa.

Don Jesús sabía que ese hombre era él; y no se sentaba.

Decía las cosas don Jesús desgranadamente, temblándole dentro de cada una la larva de otras».



Más tarde dice don Jesús:

«-Hoy he leído en un trozo de revista francesa, que me ha llegado enrollando una Botánica -no sabemos ni pizca de Botánica- que en las islas Hawai un médico inoculó lepra a un asesino condenado a muerte.

Quiso el catedrático saber más de esa Botánica, y no pudo: el presidente [o sea, el magistrado] rebramaba en nombre de la Justicia. Representábase simbólicamente el delito como un monstruo, una realidad suya que divertía mucho a don Jesús. El símbolo, para el magistrado, evitaba crueldades. En la idea alegórica han coincidido los torvos y los dulces.

El tierno San Paulino de Nola no resiste la versión literal de algunos pasajes, de los Salmos; y cuando el Salmista ruge: "¡Mísera hija de Babilonia; bienaventurado quien te retribuyere lo que tú nos dieras a nosotros! Bienaventurado el que aplastara tus hijos pequeños contra una piedra", San Paulino ve en estas criaturas los pecados; y en la piedra, a Jesucristo; y ya el terrible aplastamiento es un bien».



En otra ocasión se expresa así don Jesús:

«-Nadie burle de estas realidades de nuestras sensaciones donde reside casi toda la verdad de nuestra vida. Yo hasta me las traigo aunque no me lo proponga... Un día de mi santo se paró en mi portal una mendiga viejecita y ciega, guiada por su nieto. Eran pobres forasteros; llevaba el chico gorra de hombre y blusa marinera de verano. Desde los balcones le dijimos que subiese. El rapaz se daba en el pecho preguntando pasmadamente si le llamábamos a él; y subió descolorido, asustado; tenía la boca morada, el frontal y los pómulos de calavera, pero calavera de viejo. Le rellenamos la blusa de pasteles, de confites, de mantecadas...

Y el magistrado se alborotó.

-¿Y socorrieron con gollerías a una criatura hambrienta?

-Sí, señor; lo que menos le gusta a un pobre es el pan duro. Pues el chico corrió en busca de la abuela, le tomó la mano llevándosela al seno para que fuese palpando toda la limosna. Después nos miró y dio un grito áspero de vencejo; pero no nos dijo ni un "Dios se lo pague". Yo, entonces, me volví a los míos afirmando: ¡La gratitud es muda!

El catedrático quiso celebrar estas palabras. Y don Jesús le interrumpió:

-¿Saben por qué el niño mendigo no nos dijo nada? Pues porque el mudo era él. Cuando lo supe creí que lo había enmudecido yo con mi sentencia»5.



Los criterios estéticos de Miró se expresan claramente a través de las citas que acabo de hacer. Don Jesús es «el artista», y por él nos habla la sensibilidad de Miró. La realidad de las cosas -y cosa quiere decir lo mismo objeto en el espacio que funcionamiento en el tiempo, cualidad lo mismo que materia- la realidad de las cosas es la que don Jesús les infunde. Las va creando a medida que va sensacionándolas, conceptuándolas y nombrándolas. Los tres procesos son inseparables, consustanciales. Y si la realidad depende del artista, la realidad de éste consiste en seguir dotando de sensación, concepto y voz lo antes inerte e inexpresivo. Es siempre más de lo que ha sido. Cada momento abre nuevas posibilidades de creación. Es lo contrario de un «sentarse y desarrollar su pensamiento». No es el párrafo, sino un decir «las cosas desganadamente, temblándole dentro de cada una la larva de otras». Son las palabras.

Aunque convendría tal vez no expresarse tan absolutamente. En «estas realidades de nuestras sensaciones... reside casi toda la verdad de nuestra vida», pues hay que suponer además una realidad objetiva, o sea, ajena o pluralizada. Castigar el crimen es justicia, pero también es crueldad. Y la crueldad, muy conocida nuestra, es mucho más real que la justicia, que nadie sabe lo que es, fuera de ser un disfraz de la crueldad. El magistrado y San Paulino de Nola son igualmente malos como artistas, pues ambos se refugian en la alegoría y son mentirosos.

En el arte de Miró ¿es la palabra creación o descubrimiento? Sería ambas cosos, pues antes de haber creado no sabe el artista si ha descubierto o no algo. Cuando supo don Jesús que el niño mendigo era mudo, creyó que lo había enmudecido él con sus sentenciosas palabras.

Don Jesús sintió en aquel niño su mudez y su gratitud. La creación artística empieza, para Miró, en la sensación y en el sentimiento, y ese es en efecto el motivo de que su obra sea tan escasamente inventiva. Miró sobrevalora la sensación, pues reduce a ella, por lo común, cualquier objeto con que se enfrenta su fantasía. La trama y la forma exterior son para él menos apremiantes que registrar sutil y morosamente las reacciones de sus sentidos. La personalidad artística de Miró fue ensanchándose, en forma más bien global que abierta en planos quebrados e irregulares. Este hipersensitivo alicantino nacido en 1879 permaneció ligado -cautivo en cierto modo- dentro del panorama que habían ido configurando sus sentidos, tanto fuera de él como en la intimidad de su ánimo. No le era fácil escapar de aquel mundo de imágenes sensoriales y complicarlas con abstracciones o hipotéticos juicios, pues ello habría equivalido a abandonarse a sí mismo. De ahí su radical regionalismo, visible incluso en el caso de las Figuras de la Pasión del Señor.

Todo arte, huelga decirlo, empieza en el artista, y es labrado en la experiencia de sus vivencias. Pero hay quienes fingen salir de sí, y pretenden tratar el objeto como si éste no fuera un fruto de su experiencia. Muchos se sitúan en una posición indefinida, entre ese fingido objetivismo y un extremado subjetivismo. La postura de extremado subjetivismo es la que adoptó Miró («nadie burle de estas realidades de nuestras sensaciones donde reside casi toda la verdad de nuestra vida»). Y de ahí procede el encanto de su técnica tan personal. Construye el objeto de su arte fundándose en las propias e irreductibles sensaciones que le llegan de él. Y nos da así la impresión de conocerlo mejor que quienes hacen del objeto una realidad idéntica para todos. Muchas veces he oído decir a un amigo de Miró: «Mirar una cosa con Miró y escuchar cómo la describía, era verla por primera vez». Creada por Miró la realidad, se hacía existente también para su compañero.

La irreductible individualidad del sujeto llega así a incluir el objeto de la experiencia artística. Miró no quiere ser nada sino él mismo, y aspira a conocer o crear el objeto como una realidad única. «La palabra -ha escrito- debe contenerlo todo sin decirlo todo». El problema sería entonces éste: Sabemos muy bien que una persona no es otra, que este árbol no es aquél, por muy semejantes que sean. Pero ¿cómo expresar en palabras la individualidad de una persona o de un acontecimiento? ¿Cómo crear poéticamente la realidad de una cosa? El Libro de Sigüenza nos da una sencillísima respuesta:

«La noble y vieja señora recibió a Sigüenza en su salita de labor.

Las sillas, los escabeles y el estrado eran de rancia caoba, vestidos de grana; los cuadros, apagados; las paredes, blancas. Era un aposento abacial.

Delante de la butaca de la dama había un alto brasero resplandeciente; y entre el follaje de azófar se veía arder, retorciéndose, una mondadura de lima»6.



La descripción, iniciada en forma genérica, se va elevando a creación poética e individualizada mediante un proceso de cruce y reducción de géneros: los cuadros, de abstractos y genéricos, se hacen apagados: el aposento, además de ser genéricamente el aposento de una noble y vieja señora, es también abacial; en el brasero no se quema genéricamente el habitual carbón, sino también una mondadura de lima. Gracias a este cruce de observaciones genéricas de diferente radio, con esta última palabra, sin decirlo todo, la individualización de la noble y vieja señora se ha logrado. ¿Ardid sencillo? Sí, con tal de que uno se haya hecho cargo de la mondadura de lima. La mondadura de lima es a la señora como, en la vida, el nombre es a la persona. Mediante un cruce constante de extensiones y reducciones y en virtud de un continuo proceso de materialización de lo espiritual y de espiritualización de lo material, Miró va «bautizando» cosas, confiriéndoles realidad, rescatándolas, para su bien o para su mal, del limbo de la neutralidad.




Un posible tema

Me parece que ahora podemos darnos cuenta de por qué Miró y los escritores más insignes del 98 quedaron siempre amistosamente separados. Habremos, sin embargo, de «desarrollar cabalmente este pensamiento». Vuelvo para ello a la anécdota de Eugenio d'Ors mencionada al comienzo de estas páginas. Los del 98 rechazaban a Miró porque estando en Madrid seguía con su hábito de comer el arroz con cuchara. (Poco importa que la cosa fuera verdad o pura fantasía de d'Ors, que no asistió a la comida). El viaje a Castilla -de trascendente valor para los vascos Unamuno y Baroja, para el gallego Valle-Inclán, el levantino Azorín, o el andaluz Antonio Machado- para Miró no significaba nada. Miró continuó simbólicamente viviendo en Alicante. Se quedó en la periferia del país, sin adentrarse en él. España, ni le dolía, ni le era problema. No había que europeizarla, según deseaban muchos, ni que africanizarla, como sugería Unamuno. No había que huir de ella, como hizo el Valle-Inclán de las Sonatas, ni escarnecerla con el Valle-Inclán de los Esperpentos. No había que descubrir las raíces de la patria, rebuscando en su literatura con Azorín, para contemplar en sus páginas el esplendor de su gloria.

¿Qué había que hacer entonces? En una carta de Miró a un muy amigo suyo, he hallado esta frase de Romain Rolland: «No hay más que un heroísmo: ver el mundo según es, y amarle» (A Germán Bernácer, 3 marzo 1922). El arte de Miró es un amar el mundo según es. Esto es lo que según él hay que hacer. Hasta tal punto estaba convencido de ello Miró, que no sólo citó a Romain Rolland en la carta a su amigo, sino escribiéndose a sí mismo, según consta en una papeleta que todavía existe en el archivo de la familia: «No hay más que un heroísmo: ver el mundo según es, y amarle». Esto podría ser un posible lema para la obra total de Gabriel Miró7.





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