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Galería nacional o Colección de biografías y retratos de hombres célebres de Chile

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Presentación

La Biblioteca Nacional se complace en presentar esta Colección de Biografías i Retratos de Hombres Célebres de Chile, facsímil de una obra publicada en 1854 y que gracias a la nueva tecnología de Xerox, ahora puede ser reproducida en forma rápida y a muy bajo costo.

Las perspectivas abiertas por este nuevo modo de imprimir libros son infinitas; porque esta impresión es rápida, sencilla, fiel; porque confiere agilidad a un proceso generalmente más lento y engorroso; porque hace posible hacer ediciones pequeñas y baratas; porque, en una palabra, está destinado a ser un gran soporte para la expansión de la cultura del libro.

Esta nueva tecnología permite reproducir, además -como en este caso-, obras antiguas, pérdidas para la memoria moderna, obras que son patrimonio, que contribuyen a restituirnos identidad, obras en que reencontramos nuestra historia en su forma original.

Por otra parte, este tipo de ediciones está destinado a favorecer a escritores noveles y de pocos recursos.

De este modo, la Biblioteca Nacional, custodia del patrimonio bibliográfico de Chile, incorpora a su trabajo un instrumento importante para realizar algunas de las metas que se ha fijado: primero, poner al servicio del más grande espectro de usuarios las obras patrimoniales que custodia y que son propiedad de todos los chilenos y, en segundo lugar, ofrecer a los creadores económicamente desfavorecidos, la posibilidad de publicar sus escritos.

Representa, por lo tanto, un elemento importante en la lucha contra la pobreza. «Porque la pobreza es un estado que no alcanza a subir hasta el umbral de la esperanza».

Con iniciativas como ésta, intentamos acercar a más chilenos hacia umbrales de esperanza.

MARTA CRUZ-COKE DE LAGOS

  —I→  

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ArribaAbajoIntroducción

La extensión de territorio que hoy comprende bajo sus límites la república de Chile, formaba no hace muchos años uno de los apartados rincones del inmenso hemisferio que regaló a los Reyes Católicos el genio de Colón.

Conquistose el suelo de Chile como se había conquistado el resto de la América española. Si la doblez y el engaño entraron por mucha parte en lo que le cabía de esfuerzo y de constancia a la raza que se derramó en el Nuevo Mundo, no fue menos astuta y sagaz, no fue menos apta para la guerra, ni menos certera en la elección de los lugares donde fundaba sus establecimientos, la que con don Pedro de Valdivia a su cabeza, debía engastar la perla de Chile en la enjoyada corona del poderoso emperador don Carlos V de Austria.

Pero no fue para los conquistadores una obra de poco momento, no les fue tan fácil posesionarse de estas espléndidas y ricas comarcas. Hallaron el suelo más feraz y fecundo, el cielo más clemente y benigno; pero topáronse con los naturales más guerreros e indomables que hasta entonces les hubiera descubierto su aventurada carrera de exploradores. La historia de esta conquista es la más interesante de cuantas hizo la raza española en el   —II→   Nuevo Mundo: está sembrada de peripecias inesperadas, de esperanzas frustradas, de hechos heroicos por una y otra parte, de combates sangrientos, de incendios y devastaciones, que revelan hasta donde llevaban los naturales su ardoroso amor a la libertad, y hasta qué punto alcanzaba el tesón de los invasores.

En los ímpetus de la primera acometida se llevó la conquista hasta tal extremidad donde no pudieron mantenerla, ni los planes mejor combinados ni el arrojo de los jefes más valientes, ni la superioridad que sus armas y su disciplina les daban sobre los naturales. Estos, después de sangrientas batallas, empeñados en una lucha de siglos, que a tanto alcanzaba su porfiado empeño de ser libres, logran al fin rescatar una gran parte y la más bella de su perdido territorio, y fijan para siempre los límites que habían de separarlos del resto de las poblaciones que los conquistadores habían fundado en el suelo de Chile.

Cuando el filósofo recorre las memorables páginas de la historia de esta lucha sangrienta, siente arder en su pecho el generoso ardor del amor patrio llevado hasta su última expresión. Contemplando a un pueblo pobre y desnudo, ignorante y casi indefenso, llegar a las manos con la nación más belicosa de la Europa, y por último, contenerla, hasta el extremo de hacer que la respete y mire como igual, el corazón rebosa en entusiasmo, se arranca del pecho un viva prolongado, sincero y estrepitoso, que anuncia a los que lo escuchan cuán profundas son las raíces que ha echado en el alma humana el amor a la independencia y a la libertad.

Tal fue la tierra, tales fueron los hombres con quienes tuvieron que habérselas los españoles. Excusado será que me detenga en describir cómo sucedió que a mediados de la tercera centuria, apenas se bastaba la colonia a sus necesidades y que los pobladores, amagados continuamente por los indios independientes, no tenían días ni momentos seguros. Añádase a esto también, que los jefes peninsulares que mandaban la colonia, tenían un interés privado en que la guerra con los indígenas se prolongase, hágase atención a la inmensa distancia que nos separaba de la metrópoli, y piénsese por un momento en la legislación especial que se había fabricado para las Américas, y se vendrá fácilmente en conocimiento del estado de ignorancia y de abatimiento en que debía encontrarse nuestro Chile, al tiempo en que debía amanecerle una aurora risueña de libertad, precursora de la prosperidad futura de estas apartadas regiones.

Los hechos son estos. El estudio de nuestra historia colonial a cada instante nos enseña en cada una de sus severas páginas, cuántos fueron los desaciertos que se cometieron al principiarse la colonización y con qué tesón se llevó a su término el despotismo más absoluto, el sistema de exclusivismo más contrario a los intereses coloniales y, de rechazo, más perjudicial a los verdaderos y eternos de la metrópoli. No pretendo hacer cargos injustos, no intento juzgar a los hombres de los siglos pasados, por las ideas   —III→   de hoy. Conozco la diferencia que existe entre las nociones que aquellos tenían de la cosa pública y las que ahora dominan en las naciones civilizadas. Principios incontrovertibles entonces, son hoy mirados como absurdos. A aquellos hombres es necesario juzgarlos con las luces de su siglo, con sus preocupaciones mismas, con sus usos, sus costumbres y sus leyes.

Pero me será permitido, por lo mismo, tomar en aquellos hombres y en aquel siglo los antecedentes de nuestra constitución política y social, para ver hasta qué punto aquellas ideas pudieron influir en el desarrollo de nuestra revolución.

El descubrimiento de la América acaece cuando la monarquía española toca al apogeo de su grandeza. Ninguna entre todas las naciones europeas más temida y poderosa que ella, ninguna más apta para los grandes destinos a que sin duda la reservaba la Providencia en la grande escena del universo. Tocaba a su término la porfiada lucha con los moros que hubiera gastado otras naturalezas que no fueran las de los indomables antiguos celtíberos; y ábrese de repente a sus miradas un nuevo teatro en donde va a esparcirse y derramarse esa fuerza de voluntad y de poder que no halla ya en su propio suelo quien pueda contrarrestar el impetuoso arranque. Allá, a la América corren esos caballeros que ansiosos de escribir su nombre en el libro de los héroes, ven un vasto campo donde sembrar hazañas para cosechar inmensa copia de laureles. Con ellos, allá van también los mismos soldados que habían clavado sobre los muros de Granada el estandarte de la cruz. Con ellos su celo, su fe, su genio, su carácter, sus costumbres, sus tradiciones. No hacen más que llegar y vencer. Por todas partes se les rinden los inocentes americanos, y bien a poca costa de los invasores, dominan y maniatan a las indefensas tribus. Poderosos imperios se derrumban, ábrenseles los templos venerandos y colocan la imagen del Salvador en las mismas aras en que el día anterior se veneraba a los dioses de la idolatría.

Pero esos atrevidos navegantes, esos indomables guerreros ¿sufrieron tales trabajos para ellos solos? ¿pelearon, conquistaron y murieron por hacerse ellos los dueños y señores de cuanto descubrían y ganaban? No, que por más que fuese hecha la conquista con sus bajeles, con sus caballos, sus armas, sus peones y todo a expensas propias, lo ganaban para un monarca que a menudo no hacía por ellos más que recompensar con injusticias y desprecios las ofrendas de nuevos países y reinos que humildes y generosos colocaban a sus pies.

Para un español de entonces, hubiera sido un sacrilegio pensar siquiera de otra manera. El monarca era todo para él: al monarca se le pedía humildemente la gracia de que se dignase aceptar el cetro de una nueva monarquía. ¡Felices si alcanzaban a obtener de su munificencia que les diese algún título, los confirmase en alguna gubernatura, y era ya mucho desear, mucho obtener, si se lograba la provisión de un virreinato en la persona de algún conquistador!

  —IV→  

Dependiendo todo de la metrópoli, era preciso que la acción de los mandatarios de la colonia fuese casi nula, y la España como antes hemos dicho, tocaba al apogeo de su grandeza, término culminante de su poder y principio de su decadencia. Por lo menos tal debe entenderse en cuanto a las garantías individuales a las libertades españolas.

Pasa el luminoso reinado de Fernando e Isabel, y va al descubrirse y poblarse Chile en el del nieto de aquellos monarcas, principian a sufrir las libertades españolas los rudos ataques de la omnímoda potestad real que no sufre diques ni vallas que la contengan. Villalar comienza el drama de esa lucha que había de ser tan fatal a las instituciones populares de la península, que hubo de seguirse representando más tarde en Aragón y que, por último, debía tener su desenlace en nuestros días. La gran confederación española era monarquía absoluta, despótica. Los pueblos no se hallaron con fuerzas para disputarle el paso a la invasión, y sufrieron el ligo que les impuso la Corona.

Bajo de tales auspicios se comienza a poblar este país. Fácil es ver que no podíamos esperar que fuésemos mejor tratados que lo eran los habitantes de la metrópoli, y que las leyes que se nos darían, debían ser, si posible fuera, las más duras y estrechas que pudiesen imaginarse. Ahí está el código de Indias y las reales cédulas, famoso monumento de las ideas políticas y económicas de los siglos que nos precedieron. Por él se viene a conocer que la España estuvo persuadida de que la riqueza americana consistía en las minas, y que esta idea la dominó por trescientos años. Para la explotación de los metales preciosos, se hicieron inmediatamente ordenanzas protectoras: para el comercio, la industria, la agricultura, las prohibiciones más absurdas. Creyó que su poder caducaría cuando el oro americano le faltase; cuidó de desentrañarlo de la tierra, poblando su centro de víctimas humanas, y no vio que esos brazos le hacían mucha falta para más grandiosas empresas, para obras más humanas, más fértiles en resultados eternos de ventura y prosperidad. No cuidó, pues, de lo que debería cuidar: del cultivo de la inteligencia de los mismos hijos suyos, puesto que en las venas de los colonos circulaba la sangre de los españoles.

El sistema de aislamiento debía ser el primer sustentáculo del sistema político. De aquí brotan, como consecuencias naturales todas las demás ramas del árbol de la política prohibitiva. Por eso las prescripciones de las leyes que declaran cerrados los puertos de América a todo libro que pueda influir en la ilustración de los naturales, con más la circunstancia de prohibir en la América aquellos libros de devoción que no estaban prohibidos en la península. Era preciso que el monopolio llegase a su última expresión; «y quedó monopolizado en beneficio del monasterio de San Lorenzo, el consumo de las oraciones a Dios.»

Ya se deja ver que el establecimiento de imprentas en las colonias, era prohibido también. Chile no obtuvo jamás el permiso de plantear una, ni   —V→   llegó a ver establecidas de un modo permanente escuelas de matemáticas ni de derecho público.

El sistema restrictivo sigue siempre en una pendiente rápida; y las prohibiciones contra los plantíos de viñas, olivares y almendrales que se encuentran en el código de Indias, debían necesariamente acarrear los impedimentos que se opusieron al comercio de estos artículos, cuando se vio que era imposible destruir los plantíos de Chile y el Perú. El gobierno español prohibía el comercio de vinos, porque hacía daño a los indios y mandaba que los licores que se decomisasen fuesen vendidos por cuenta de S. M., «como si el vino, observa un escritor contemporáneo, mejorase de calidad en el momento que pasaba a ser propiedad real.»

Una ligera hojeada a la historia basta para hacer conocer a cualquiera las causas que han influido en el atraso intelectual, material y comercial de la colonia. Supuestos los antecedentes veamos las consecuencias. En la lejanía inmensa de la metrópoli que todo lo concentra y lo absorbe, con mandatarios impotentes para hacer el bien sino a medias, con obscuridad y servilismo por de dentro, tirantez por de fuera; la indigencia y la ignorancia debían ser la herencia de los habitantes de Chile. Esta fértil y rica región era preciso que fuese un país que figuraba en el mapa; pero un país del que no se tenía en el mundo noticia más exacta que la que él en general podía haber adquirido de las demás naciones de la Tierra.

Por tanto, no debe extrañarse que nuestros historiadores hallen al comenzarse la lucha de nuestra independencia, a principios del siglo en que vivimos, tan decaída la industria, tan escasa la población del país y tan falta de cultura intelectual. Vegetaba más bien que vivía, y en este estado de atonía que no dejaba presagiar mejores días al cuerpo enfermo de la nación, ni por su propia virtud ni por la incuria de los que deberían atenderlo, sonó la hora en que debía sacudirse y dar una señal de vitalidad y de fuerza.

Hacía algunos años que el Viejo Mundo se encontraba agitado, y el siglo moderno se inauguraba con estrépito. Las antiguas monarquías se sacudían hasta sus cimientos. La revolución había llamado a la lid a todas las poderosas naciones del continente europeo, y, después de borrar algunas del mapa, creando nuevas nacionalidades y nuevos principios, rompe de repente con su pasado de siglos, con sus ideas regeneradoras y liberales de más reciente fecha, y establece un poderoso imperio absoluto en la misma capital del orbe revolucionario.

Allá fueron a arrodillarse los que obstaban a la soberanía de los pueblos. Papas, emperadores, reyes, se creían favorecidos con que el coloso de la Francia se dignara echarles una benévola mirada, y el gran distribuidor de cetros se paseaba en salones donde se ostentaban como cortejos testas coronadas. Había adquirido ya el batallador la fama de invencible. Napoleón había paseado sus falanges victoriosas del uno al otro extremo de la Europa:   —VI→   sabía lo que valía su prestigio, sabía lo que importaba su nombre. Poco le quedaba que hacer para realizar el sueño de Alejandro al que ceñía la diadema de César, «al guerrero que supo formarse a pura pérdida para los pueblos un grande imperio sobre el llanto y la turbación de cien millones de habitantes a quienes tocó con su cetro»; la monarquía universal no debía, por esta vez, ser un fantasma: debía convertirse en una realidad; él mismo nos lo dice «¡Quedaba tan poco que hacer!»

La España era ese poco que debía pesar por mucho en los destinos del continente; y esa pobre España, su más íntima aliada, había de ofrecerle pronto la ocasión que apetecía. No le valieron sus buenos y oficiosos servicios, no le valió haber derramado su sangre en defensa del prodigio del siglo y de su ambición de conquistas. Los mismos reyes de la nación que expiaba le habían de arrojar otra corona que debería alzar para colocarla en las sienes de otro individuo de su imperial familia.

Vienen las escenas de Aranjuez y del Escorial a poner de manifiesto el desacuerdo que reina en el gabinete de Madrid. Buscan a Bonaparte como mediador del rey y el príncipe; y quien debía reanudar las relaciones entre los miembros de la regia familia española, hace de manera que, de buena voluntad al parecer, le cedan la corona disputada.

Pero el pueblo español se espanta de tamaña felonía, disculpa a sus reyes, vuelve sobre los juglares de Bayona sus furibundas miradas, y, a los escamotadores de su soberanía, les responde con el grito de guerra más terrible que habían escuchado las legiones del invencible guerrero. Era la nación en masa que se levantaba para conservar en la frente de sus reyes la deslustrada corona de la nación. Era el pueblo que protestaba contra los propios y los extraños soberanos, y que a fuer de leal y de valiente desafiaba al coloso continental.

Si no existió entonces el gobierno de la monarquía española, el gobierno de la nación estaba en todas partes: donde quiera que había españoles allí estaba el gobierno; porque por todas partes se hacían juntas a quienes animaba un solo objeto, que tenían un solo pensamiento, la defensa nacional. Estas juntas empuñan el bastón de mando; y, a su ejemplo, otras y otras adonde no llega la acción de las primeras, secundan la misma idea.

La América escucha la señal de alarma. Como la metrópoli se conmueve de un cabo a otro del hemisferio. Por todas partes brilla el entusiasmo. Sucédense a las juntas de Sevilla y de Cádiz las de América, y entre ellas las de Buenos Aires y Chile. El ejemplo había sido contagioso. Pero los mandatarios peninsulares, existentes entonces en América, comprendieron toda la importancia del movimiento, y trataron de oponer a la corriente el débil dique de una autoridad que yacía desprestigiada en su origen. Si había sido funesta para la España la abdicación del soberano y la humillación del heredero, no lo fueron menos para la conservación de sus dominios de América, los cuales a la sombra de las juntas de la península hicieron las   —VII→   suyas, despreciando en los virreyes y capitanes generales una autoridad que se hallaba desvirtuada, desde que el soberano mismo había renunciado a ella. De aquí, pues, data el primer período de nuestra revolución en nombre de Fernando VII.

No fue sincera, es verdad, se enmascaró con el antifaz de la fidelidad; pero ¿quiénes fueron los que padecieron el engaño? No lo fueron la mayor parte de los que encabezaron el movimiento, no lo fueron los virreyes del coloniaje que desde Lima nos hicieron tan cruda guerra, no lo fueron tampoco, las numerosas familias chilenas adictas al sistema español. ¿Para qué, pues, se cubrió con aquel disfraz? Curioso es observar, cómo por todas partes se procedió de la misma manera. Las primeras juntas obraron siempre en América del mismo modo. Consultando la tradición de aquellos sucesos, se viene en conocimiento de las causas que los motivaron. No convenía, dicen, arrojar a la faz de un pueblo desapercibido, ideas que no se hallaba en estado de comprender: era necesario educarlo primeramente, hacerle consentir que podía gobernarse por sí solo, que no era un niño ya y que debía arrojar los andadores. Para esto ¿cuál mejor ocasión? Los virreyes del Perú estaban en el caso de hacer esfuerzos inauditos para ahogar el movimiento, debían tratar de sofocar en Chile toda idea de independencia. Era entonces el momento de que los patriotas les saliesen al encuentro, les negasen la autoridad que sobre este país pretendían arrogarse, y les declarasen que tanto podían ser ellos los representantes de la autoridad metropolitana como los que con tanta arrogancia así se titulaban. Y luego ¿dónde estaba el monarca a quien ambos invocaban? En una prisión; desprestigiado, solo y humillado hasta el extremo de rebajarse a solicitar la mano de una Bonaparte que jamás se le quiso conceder. ¿De qué autoridad podían ser legítimos representantes los delegados de un rey que había abdicado su corona, y de un príncipe que se envilecía hasta el punto de celebrar las victorias que Napoleón conseguía sobre sus propios súbditos españoles?

Era, pues, la ocasión propicia, debía aceptarse la guerra: con ella vendrían los desastres que la acompañan; pero con ella se crearían soldados, con ella los generales y con ella, al fin, se daría principio al ejercicio del mando y se formarían los hombres de Estado que más tarde deberían reconstruir el edificio político y social. Con ella también el pueblo aprendería a ejercer los derechos del ciudadano y del hombre libre, y una vez dado el primer impulso, nada habría más fácil que proclamar más tarde una independencia absoluta que declarada por de pronto, se vería en peligro quizás de ser rechazada.

Como primeros instrumentos la propaganda oral desempeña su activo papel, y la tribuna de la prensa llena el suyo con atinado celo: numerosos emisarios se esparcen por las provincias y, so capa de fidelidad y de circunstancias excepcionales, los escritos más astutos se siembran por todas   —VIII→   partes y difunden en el pueblo las ideas más atrevidas. Como halagüeñas; prenden en su alma, de donde más tarde no será posible arrancarlas sino con la vida.

Tal es el carácter de los primeros acontecimientos del año de 1810, creada la primera junta gubernativa, y tales son las ideas dominantes de toda la primera época en nuestra guerra con las que más tarde debían invadirnos. Hay bajo este aspecto una unidad marcada y decidida en los diversos acontecimientos que componen y llenan nuestra primera época desde 1810 hasta 1814, año en que el país sucumbió, más que al influjo de los ejércitos enemigos, a las discordias intestinas que lo devoraron. Pero es menester hacer de paso una observación. Quien quiera que fuese el jefe que se hallaba a la cabeza de la nación, no cometió nunca la indiscreción de desaprobar lo obrado por el que acababa de dejar el mando. El pensamiento revolucionario siguió siempre los mismos pasos, bajo la misma máscara, proclamándose solamente independiente de las pretensiones de los virreyes, y haciendo servir esta idea para arrojar después otra más atrevida y que debía deslindar la cuestión con un solo golpe. La primera junta, comprendiendo la situación marca y deslinda la senda por donde deben caminar todas las que se le siguieron, hasta la erección del directorio que a su vez es reemplazado por otra junta que sigue el mismo camino que las anteriores y el mismo rumbo del directorio. Y tan evidente es lo que acabo de decir, que en varios documentos públicos se registra del modo más terminantemente comprobado, que la última junta compuesta de don José Miguel Carrera, don M. Muñoz Urzúa y don Julián Uribe, reclama del general español don Mariano Osorio el cumplimiento de las estipulaciones celebradas por el director don Francisco de la Lastra en el campo de Lircai.

Esto por lo que tocaba a la cuestión mirada puramente bajo el aspecto de la manera como debía considerarse al invasor y el modo como aconsejaba la prudencia tratar al enemigo. No es ahora del caso averiguar si fue o no bien meditada esta conducta; pero bastará hacer presente que la idea no nos perteneció exclusivamente, que fue la misma de todos los pueblos que nos precedieron en la carrera de nuestra revolución, y que en todos ellos, así como en Chile, produjo idénticos resultados la independencia, que se anhelaba. Y esto bastará para su descargo contra los que quisieran increparla mas allá de lo que permite la estricta justicia.

No dominó, es verdad, el mismo espíritu de unión en el centro revolucionario: no se estuvo de acuerdo siempre y en todas ocasiones en cuanto a las personas que debían encontrarse a la cabeza del movimiento, al frente de los negocios y encargados del mando de los ejércitos; y esta fue la causa principal de nuestros desaciertos y de nuestras catástrofes. El astuto enemigo, que más unido que nosotros nos acechaba, halla las ocasiones más propicias para aumentar sus fuerzas, aprovechándose del tiempo que nosotros   —IX→   perdíamos en cuestiones de poco momento. Principiose la campaña con todas las ventajas en nuestro favor, y acabamos por ser derrotados en una de las batallas más sangrientas que se anotan en nuestros anales. Por eso diremos que es preciso hacer justicia a quien de derecho le compete: tuvimos que habérnoslas con hombres decididos, intrépidos y emprendedores, con militares avezados a pelear, con hombres que aprendieron en buena escuela a organizar ejércitos y a mandar batallas; por mucho que el espíritu de las publicaciones de aquellas épocas rebaje su mérito, es menester no cerrar los ojos a la luz que arrojan de sí los resultados; esos hombres no fueron hombres comunes; tuvieron en mayor grado que nosotros la previsión necesaria para aprovecharse de nuestros desaciertos y de nuestra impericia, allanándoles nosotros mismos el camino que los había de conducir al fin que se proponían.

Verdad es que los héroes que por nosotros combatían, dieron las pruebas más inequívocas de valentía y de arrojo; es cierto que en más de un encuentro, en más de una batalla conseguimos el laurel de la victoria; testigos los campos de Yerbas Buenas, el Roble, Quilo, Membrillar, Maule, Quechereguas y cien otros; pero también es cierto que tantos triunfos parciales no fueron los que decidieron de la suerte de Chile, aunque presagiaron el esplendor de los que posteriormente debían fijarla. Y aunque el humo del cañón de Rancagua empañó el brillo de la estrella de nuestra independencia, el sangriento polvo de las calles de aquel pueblo heroico honró la frente de sus ínclitos defensores, tanto como hubiera podido hacerlo la misma corona del triunfo. Aquellos hombres pudieron exclamar con tanta justicia como Francisco I de Francia: Todo se ha perdido, menos el honor.

La historia de nuestra independencia no es propiamente hablando más que la historia de nuestras batallas. Poco, muy poco se hizo en los primeros tiempos por echar las bases del sistema político de libertad que más tarde hubo de plantearse. Las ideas, sin embargo, habían producido su efecto: la revolución francesa que las puso en boga, golpeó con ellas fuertemente a la cerrada puerta de la América, la cual no hallándose abierta de par en par, pudo darles paso por sus resquicios. Una vez inoculadas aquellas ideas debían producir los resultados que eran consiguientes. Ya había visto Chile que no era tan difícil como se le pintara el ejercicio del mando. Aunque por poco tiempo, por un reducido número de años; pero ya se había acostumbrado a gobernarse por sí mismo, y la idea de una emancipación absoluta y sin disfraz era más general y mejor admitida que lo hubiera sido al principio, al comenzarse la segunda época de la guerra. La prensa había difundido los principios de independencia por más de tres años consecutivos; ya no asustaban y se oían en boca de personas que en el año de diez ni siquiera hubieran soñado en ellos. El campo había sido preparado, la tierra estaba bien cultivada, se había botado la semilla y esta había prendido;   —X→   por todas partes se notaba que el grano fructificaba; al segundo riego precisamente había de madurar y hacerse la cosecha.

Pero ¿cómo? El país había caído en poder del enemigo por consecuencia de la pérdida de Rancagua. Los más ardorosos patriotas se hallaban en la emigración; otros ocultos, huyendo de las persecuciones del enemigo. ¿Cómo alimentar una esperanza? Era que los emigrados trabajaban asiduamente por volver a traer la libertad a su país, y era que los que se habían quedado los ayudaban como podían, desde sus escondites, y por sobre toda la vigilancia de los dominadores.

Aun no hacía tres años que el poder español se hallaba establecido, y un día se nota una extraña conmoción en la ciudad. Se aprestan tropas, caballos, cañones, corren, entran, salen, se reparten órdenes, contraórdenes; en un momento todo se pone en movimiento. ¿Qué sucede? se preguntan. Nadie sabe responder definitivamente. Pero los que menos saben lo que sucede son los que deberían saberlo. El gobierno de Chile no sabe cómo; pero sí sabe que tiene a la vista un respetable ejército que combatir; y sabe más, sabe que es preciso vencerlo, destruirlo, antes que llegue a llamar a las puertas de Santiago; y todo esto es menester que se haga en menos de cuatro días; porque si no aquel ejército habrá tomado posesión de la capital, sin que nadie haya podido estorbarlo. ¿Hasta ese punto pudieron descuidarse las autoridades españolas? No; responderemos: hasta ese punto pudo, sí, alcanzar la astucia del jefe ilustre que mandaba el ejército expedicionario con que ayudaba a los patriotas de Chile la nación argentina. San Martín pudo pasar las más altas cordilleras del mundo, y las más difíciles de transitar para hombres solos, con un numeroso ejército, con trenes de artillería y todo cuanto es indispensable en provisiones y pertrechos de guerra, sin que el contrario supiese jamás a punto fijo por dónde debía ser atacado, ni el número de fuerzas que lo amenazaban hasta que las tuvo a la vista. San Martín pudo decir con orgullo: en veinticuatro días hice la campaña, pasé las cordilleras más elevadas del globo, concluí con los tiranos y di la libertad a Chile.

Tan decisiva se presentó por lo pronto la victoria de Chacabuco: nadie dudó del éxito de las armas independientes; un año después, el día 12 de febrero de 1818, se publicó a la faz de las naciones de la Tierra el acta solemne de nuestra emancipación política. La metrópoli no quiso reconocernos el derecho, en nuestra razón; pero tuvo que sufrirlo por la fuerza. No desmayó, no desamparó sus pretensiones tampoco, siguió haciéndonos la guerra y tuvimos que afrontar nuevas expediciones; todavía nuevos combates, nueva sangre que derramar.

La estrella de Chile vuelve a querer empañarse en el campo de Lircai; pero para brillar con más radiante esplendor, pasados pocos días, en las llanuras de Maipo, donde casi todos los enemigos fueron o muertos o prisioneros. Desde entonces una inmarcesible aureola de gloria ilustra a nuestro   —XI→   tricolor. Parecía que nadie podría afrontarlo, y sin embargo, un simple sargento, un hombre que más de una vez había burlado a la tumba, halla cómo formarse un ejército respetable que oponer en nombre del rey a las falanges independientes: él también había sido en otra época contado entre el número de los que pertenecieron a estas últimas. Pues bien, este hombre extraordinario, este ser incomprensible, mezcla confusa de cuanto tiene de bueno y de malo el corazón humano, ese Benavides de inmortal memoria, ese hombre que llevó su abnegación a la causa de la metrópoli, hasta el extremo de afrontar el cadalso más de una vez, ese hombre tuvo la gloria de poner al ejército de los libres en más duro trance que lo pusieron los generales experimentados de la metrópoli. Pero también se afrontó con otro guerrero más afortunado que él, y en las Vegas de Talcahuano se deshicieron sus dorados ensueños, para venir a expiar en un patíbulo el crimen de haber traicionado las banderas a las cuales en otro tiempo perteneciera.

Todavía no estaba todo concluido: era necesario completar la unidad nacional; pero ésta no se alcanza hasta que, después de multitud de triunfos más o menos importantes en mar y tierra, se gana la memorable batalla de Pudeto el 14 de enero de 1826. El último asilo de los realistas en Chile ve flamear el estandarte tricolor, y queda clavado para siempre en las poblaciones más meridionales del territorio de la nación.

Hasta aquí nuestros triunfos: habíamos también dominado el Pacífico. Se había creado una escuadra bastante poderosa que al mando de un ilustre marino, Lord Cockrane, nos hizo enseñorearnos del mar desde el cabo de Hornos hasta Guayaquil. Dos expediciones importantes y numerosas llevaron su apoyo a nuestros hermanos del Perú. Los esfuerzos fueron inauditos; los resultados lisonjeros.

Pero el país estaba ya muy agotado, el cansancio fatigaba ya a la nación. No se extrae tanta sangre de un cuerpo sin que se sienta débil. Todo le faltaba, hombres y dinero: más aún este último, nervio de la guerra, motor poderoso de la tranquilidad y de la prosperidad de los pueblos.

Este disgusto, este cansancio, provoca los conflictos. Los hombres son naturalmente inclinados en política a echar sobre los administradores de la cosa pública la culpa de las dolencias nacionales, sin reparar, en nada. Creen que los mandatarios y nadie más que estos deben darles lo que necesitan: no consultan a los tiempos, devoran las distancias, y con febril imaginación piensan hallar en los cambios de instituciones políticas lo que solo puede darles el porvenir con su reposo, su constancia, su calma reparadora, que tanto se parece al primer sueño que gusta un enfermo desvelado que, amaneciendo ya restauradas sus fuerzas, ve que las cosas que lo rodean están teñidas con otros colores que la víspera. Y, sin embargo, el mismo sol les ha prestado su luz.

Tal fue el carácter de la época turbulenta de nuestras revoluciones intestinas. Nos apresuramos a darnos una constitución en momentos bien   —XII→   poco a propósito para ello. A aquella se siguieron otra y otras hasta el número de quince entre reglamentos y constituciones: algunas de ellas ni siquiera llegaron a hallarse en vigor, a pesar de que cada una fue saludada como la expresión más completa del voto nacional, como la salvaguardia de las garantías individuales; mas a poco andar, eran subrogadas por otras que duraban poco más o menos tanto como la anterior y quizás menos que las que le sucedían.

Entretanto, el país sucumbía: el peor de todos los males es el de la anarquía. Era preciso, indispensable, robustecer a la autoridad; poner un poder en sus manos que fuese realmente un poder y no una sombra de tal. Los ensayos hechos hasta el año de 1828 habían manifestado en la índole de los pueblos de Chile faltos de moral política, poco acostumbrados a la obediencia, desde que rompieron el yugo colonial, tendencias nada dispuestas a sufrir o a esperar los resultados de las combinaciones que se ensayaban. De aquí la necesidad imperiosa de la ley fundamental que nos rige. ¿Es ella adecuada a las necesidades nacionales? ¿Está exenta de defectos? ¿Ha conseguido hermanar el poder que se ambicionaba en el mando con las garantías del ciudadano, del hombre libre? ¿Será esta definitivamente la última de las transformaciones constitucionales por donde tengamos que pasar?

Cuestiones son las que he enumerado que yo no me atreveré a resolver. Pocas son, muy pocas, las naciones de la Tierra que puedan gloriarse de haber encontrado la forma de gobierno que les conviene. El sistema republicano democrático, hasta ahora el único que parecía convenir a la América española, yace desacreditado en toda ella: puede decirse que, con excepción de Chile, en ninguna. parte quiere arraigarse. A nosotros mismos ¿cuánta sangre nos cuesta? Pero de esto ¿tiene acaso la culpa la idea republicana? Yo no lo creo, y pienso que cualesquiera otros sistemas hubieran quizás sido más funestos. En favor del que se ha adoptado, aboga la simultaneidad con que ha sido planteado por todas y cada una de las diversas nacionalidades que fueron desprendiéndose de la corona española, al emanciparse las colonias; y esta unidad de pensamiento hace desde luego pensar, que es una de las ideas madres que no será posible combatir sin derramar a torrentes sangre americana. Será más o menos decididamente democrática; dominará en unas partes más que en otras el elemento oligárquico; pero en ninguna asomará el aristocrático, porque este, por más que se diga, no existe en la América española.

Hemos alcanzado también una época excepcional, vivimos en tiempos tan difíciles, días tan trabajados, momentos en que abruma la cabeza del pensador la multitud de sistemas que se debaten en la arena de los pueblos libres, que acaso no sería desacertado dejar que calmase la efervescencia de los ánimos y la exaltación de las pasiones, si hubiésemos de retocar nuestras instituciones en algo de fundamental. Lo necesitan, sin duda;   —XIII→   cada día que pasa deja nuevos elementos que contribuyen a hacer más perentoria una reforma, y ha de llegar el instante en que sea necesarísimo poner la mano en ella. De otro modo no sabríamos explicarnos el misterio que hubiera precedido a la formación de un código concebido en momentos tan críticos, como lo fueron los que dieron origen al nuestro. Él no tendrá, de seguro, una duración eterna. Si los tiempos se acercan en que deba hacerse más completa la obra de 1833; quiera el cielo prestar a los que acometan tarea tan delicada, toda la sabiduría que se necesita y que solo él puede dar.

Chile, entre tanto, ha hecho progresos inmensos. La emancipación fue su aliento, su luz, su vida: el código fundamental que lo rige el paladión del orden, de la tranquilidad y el reposo que ha saboreado por más de veinte años, no sin que de vez en cuando se hayan dejado de notar síntomas alarmantes de trastorno, no sin que se haya derramado sangre por mantenerlo ileso. Pero es verdad, que a su sombra se han realizado mejoras materiales de alta importancia: el comercio ha adquirido un desarrollo que no se hubiera pensado tan rápido y vivificante; la agricultura camina progresivamente a más altos resultados; la minería desde esas provincias que la Providencia asentó sobre bases de plata, derrama sobre las fértiles regiones de la república el riego de los capitales productores; todas las industrias reciben cada día nuevo incremento. Mucho falta aún; pero nos alienta la esperanza de que mucho todavía podremos obtener.

La tarea del presente la llenarán los contemporáneos; sus resultados nos lo dirá el porvenir. Nosotros nos ocuparemos por ahora de los hechos consumados y de los hombres que nos han legado lo que poseemos: la república y la independencia. Estos hombres, dijimos en nuestro prospecto, son aquellos que, saliendo de la esfera común, dan un sello particular a sus obras e imprimen su carácter a los sucesos en que toman parte. Muchos de ellos son hombres que vieron la luz en el pasado siglo, siglo rico en hechos extraordinarios, en talentos de primer orden, fecundo en virtudes y vicios, notable por cuanto propagó las ideas liberales de que en bien escasa parte supo aprovecharse.

Los hombres que nos dieron la independencia de que gozamos, que sacrificaron sus vidas y sus caudales por constituirnos en la nacionalidad que representamos, vinieron al mundo casi todos ellos en aquel siglo de que acabamos de hablar. De muchos de estos personajes aún no se conoce definitivamente la parte que tomaron en los acontecimientos políticos que cambiaron la faz de su propio país, y la obra que emprendemos está destinada a llenar este vacío. Escribir sus vidas y popularizarlas, es la tarea que se ha impuesto la GALERÍA NACIONAL.

HERMÓGENES DE IRISARRI.   —1→  






ArribaAbajo- I -

D. Mateo de Toro Zambrano


Conde de la Conquista


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Era el Conde de la Conquista un hombre sumamente pacífico, bondadoso, prudente y dócil a los consejos de los sabios, como le experimenté muchas veces. En su trato familiar, era igualmente afable, franco y llano, se hacía amar de todos los que lo comunicaban y frecuentaban su casa.


(P. GUZMÁN. El Chileno instruido en la historia de su país, Lec. 41, pág. 273.)                


El primer nombre que encontramos al recorrer la historia de la revolución de Chile es el del Conde de la Conquista, D. Mateo de Toro Zambrano. Último mandatario del viejo régimen en la colonia y primer jefe en el Gobierno nacional, el Conde Toro figura en ella como la cúspide del edificio derribado al mismo tiempo que como el cimiento de nuestra regeneración política.

Nació D. Mateo de Toro Zambrano y Ureta en la ciudad de Santiago por los años de 1724: sus padres eran criollos nobles, aunque sin bienes de fortuna, vástagos de una familia establecida en Chile poco después de la conquista: uno de sus antepasados, el licenciado D. Andrés de Toro Mazote, fue alcalde ordinario de Santiago en 1616, y otro, D. Alonso de Toro Zambrano, lo fue en 1687.

La escasez de fortuna lo redujo a la necesidad de abandonar la casa paterna   —2→   para acompañar a su tío D. José de Toro Zambrano, Canónigo Maestre-Escuela de la Catedral de Santiago y Obispo de Concepción más tarde. Éste quiso dedicarlo desde joven a la carrera eclesiástica, pero D. Mateo no se encontró con ánimo para emprender el estudio de la latinidad, teología y cánones, y prefirió seguir la carrera del comercio que creaba, de vez en cuando, fortunas colosales como por encanto. Con una pequeña habilitación de su tío estableció su tienda en una de las esquinas de la plaza principal, y a fuerza de contracción y tino consiguió formar una fortuna considerable. Engrosada ésta con el rico dote de su esposa Doña Nicolasa Valdez, fue en breve D. Mateo uno de los hombres más acaudalados de la colonia, lo que no podía dejar de darle la importancia que siempre tiene el poseedor de bienes de fortuna adquiridos con el trabajo. En 1761 fue electo alcalde ordinario de Santiago; pero antes de cumplido el año que debían durar sus funciones, pasó a suceder a D. Pedro José de Cañas, en el cargo de Corregidor de la misma ciudad. Subrogado en 1762 por D. Luis de Zañartu, volvió a él a principios de 1768, cuando se necesitaba de energía y actividad para proseguir las mejoras que aquél había iniciado. En este mismo año levantó a sus expensas la compañía de ejército del Príncipe de Asturias, cuyo mando confió a su hijo mayor D. José Gregorio, para ayudar a las autoridades militares contra el levantamiento de los Araucanos. Entonces ya él era capitán del regimiento de caballería real de Santiago, y poco después fue coronel del de milicias disciplinadas de la Princesa.

Estos servicios no pasaron desapercibidos en la corte de España: cuando en 1770 se mandó incorporar a la Corona la casa de Moneda, se nombró también a D. Mateo de Toro su primer Superintendente. Dos años después, para hacerse cargo del destino, dejó el de corregidor en manos de D. Luis de Zañartu que lo había antecedido en él. Pero no fue esta la única concesión que obtuvo de la metrópoli en pago de sus servicios: por real cédula de Carlos III, fechada en el Pardo el 6 de marzo de 1771, se le concedió, para él y sus descendientes, el título de Conde de la Conquista. La «Gaceta de Lima», (núm. 42) al dar cuenta de esta gracia, se expresa en los términos siguientes: «Igualmente que la de haber concedido S. M. a D. Mateo de Toro Zambrano, natural de Santiago de Chile, merced de título de Castilla con la denominación de Conde de la Conquista, para sí y sus herederos y sucesores, en atención a su notoria nobleza y servicios suyos, y de sus ascendientes, cuyas circunstancias con otras, arman sobre el fondo de un escogido juicio y tan singular conducta que con esta son ya dos ocasiones que los Sres. Presidentes le han elegido por conveniente para Corregidor de aquella Capital.» Para formar el vínculo, remató el día 28 de octubre del propio año la hacienda denominada entonces de Rancagua y hoy de la Compañía, perteneciente a las temporalidades confiscadas a los Jesuitas, en la cantidad de noventa mil pesos.

Notable era la importancia del Conde en la Colonia: la corte lo comprendía así, y por eso cuando la Península se halló invadida por las águilas vencedoras del Emperador de los Franceses y cuando a consecuencia de estos sucesos se temió en España la emancipación de la América, se le quiso interesar   —3→   en su sujeción con el grado de Brigadier, fechado en 13 de setiembre de 1809. Pero no necesitaba de estos honores para empeñarse en una causa que él creía tan justa. Su afección a la monarquía era sincera y desinteresada.

Por este tiempo una agitación nunca vista en la colonia la tenía conmovida: las noticias llegadas de España mantenían una alarma general, motivada por los amagos de invasión francesa en nuestro territorio, y despertaban una inquieta expectativa en cierto número de personas que esperaban reformas y mejoras para Chile de las circunstancias difíciles de la metrópoli. Alzábase un partido poderoso, cuyo foco era el cabildo de Santiago, que pedía un gobierno nacional por medio de la creación de una Junta. La Real Audiencia por su parte, presagiaba en tal medida la desobediencia al soberano y se creía constituida en el deber de evitarla a todo trance y conservar estos dominios a la Corona. Ella veía que el sistema rigoroso y pérfido que había asumido el presidente Carrasco, mediante el que esperaba sofocar el germen de la inquietud del país, era por el contrario el motivo o el pretexto ostensible de los agitadores. Trató pues de conciliar los intereses y deseos de todos, deponiendo a este funcionario, y llamando en su lugar al Conde de la Conquista, a quien, por su graduación militar, tocaba el mando, y que por ser oriundo del país y tener en él extendidas relaciones y amistades, podía calmar la efervescencia de los ánimos. Este suceso tuvo lugar el 18 de julio de 1810.

La Real Audiencia había creído, sin duda, dominar y dirigir al Conde Toro, sin recordar que los hombres de un carácter débil jamás se dejan influir por una sola idea. Franco, sincero, generoso, afable y dócil, no podía dejar de vivir bajo ajenas sugestiones: debilitado aún más por los años él iba a ser víctima de la tempestad política que se levantaba sobre su cabeza. Al Conde Toro se le ha creído festivo, se ha dicho que era uno de esos pocos seres venidos al inundo a criticar a cada cual sus defectos, con dureza tal vez, sin que nadie tuviese derecho a incomodarse por ello. Había manifestado siempre cierta prudencia y cierto tino en sus cálculos mercantiles que le habían dado pingües ganancias, pero no eran estas cualidades las que requería la causa de la metrópoli en Chile en 1810 para su primer representante. Su misma familia sirvió de escala al cabildo para introducírsele e interesarlo en sus pretensiones. Sus hijos parecían empeñados en la propia causa; le hablaban con ardor de un gobierno nacional e inclinaban al debilitado anciano a prestar su asentimiento. Él no comprendía que en la instalación de una junta gubernativa pudiese haber otros sentimientos que los de amor y adhesión al monarca, expresados por algunos en aquella idea: si él hubiera alcanzado a conocer que de ella iba a resultar la emancipación de Chile, habría creado energía para rechazarla, así como la usaron todos los que tal creyeron.

Su primer propósito fue la reunión de todos los partidos, los que reclamaban una Junta gubernativa y los que a ella se oponían, en un solo centro de acción: la fidelidad y obediencia al monarca. Pero esta obra que demandaba un genio sobrenatural, fue el campo de discusiones acaloradas y picantes entre las personas más influyentes de la colonia, en presencia muchas de ellas del   —4→   mismo Presidente que les inspiraba la franqueza necesaria. Las memorias de la época han querido dar sobre él cierto tinte de vacilación con este motivo: pintan a su familia fraccionada, también, en dos parcialidades y al Conde dando oído a ambas. De todos modos, a pesar de sus compromisos con la Real Audiencia, el 13 de setiembre se pronunció por el ayuntamiento que pedía la formación de la Suprema Junta de Gobierno, y en ello hizo un alto servicio a la causa de la Independencia.

Grandes fueron las ansiedades y penas que aquel honrado anciano tuvo que sufrir, para dar esta última resolución. Cuéntase que habiéndole reprochado uno de los oidores por haber prestado su asentimiento a esta medida, y habiendo querido inspirarle temores con la desaprobación del rey a ella, el Conde, presintiendo cercano su fin, contestó: «cuando llegue lo noticia a España ya yo habré muerto.»

El día 18 fue aplazado para la reunión de un Cabildo abierto en que debía discutirse la forma de gobierno que convenía adoptar; pero dirigidas las operaciones por ciertos hombres activos, de él resultó la creación de la primera Junta Gubernativa, en que cupo al Conde Toro el asiento de su Presidente. A ella se debe la reforma de los antiguos Subdelegados, sustituidos en sus funciones por los Alcaldes de primera elección; las bases de nuestro primer ejército, por la creación de algunos cuerpos de tropas; la convocatoria para el primer Congreso y la libertad de comercio en nuestras costas; pero la parte que en ellos tomó el Presidente, no nos ha sido trasmitida por las memorias que han quedado de aquellos sucesos.

La agitación de los últimos años de su vida, la pérdida de su esposa, acaecida poco después de la instalación de la Junta de Gobierno, y una ligera indisposición, que no pudo caracterizar su médico, lo llevaron al sepulcro en la noche del 26 al 27 de febrero de 1811. Su cadáver fue sepultado en la iglesia de la Merced, donde se celebraron pomposas exequias el día 15 de marzo. Al morir, dejó a sus herederos, fuera del vínculo, una fortuna del valor entonces de 600,000 pesos en las haciendas de Huechun y Alhué, la chacra de Chuchunco y diez o doce casas en la Capital.

Su familia, pronunciada durante sus días por el nuevo gobierno, prestó luego importantes servicios a la causa de la revolución. Sus hijos D. José Joaquín y D. José Domingo, eran a la época de su muerte, Comandante del regimiento de Húsares de nueva creación el primero, y Capitán del de milicias de la Princesa el segundo. Los malogrados cuanto heroicos hermano Gamero, muertos, el uno en el sitio de Chillau, y en la defensa de Talca el otro, eran sus nietos.

DIEGO BARROS ARANA.




ArribaAbajo- II -

D. Juan Martínez de Rozas


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«Al señor Rozas se le aclamó (vocal de la primera Junta gubernativa) porque en este sabio y acreditado magistrado, se miraba la piedra fundamental sobre cuya base debía elevarse el árbol majestuoso de la libertad de Chile.»


(Memoria de los hechos más notables de la revolución de Chile, por el general don Bernardo O'Higgins. M. S. cap. 1.º)                


«El Dr. Rozas murió de pesadumbre y en él perdió la patria uno de sus mejores hijos, que siempre debe recordar agradecida.»


(Íd. íd, cap. 5.º)                


Pocas figuras más interesantes que la del Dr. Rozas presenta la historia de la revolución hispano-americana. Operada en su totalidad por jóvenes audaces que supieron manifestar energía en el consejo y coraje en el campo de batalla, tuvo en Chile el más firme apoyo en su primer período y el primer defensor de sus principios, en anciano que miraba con desprecio las preocupaciones y hábitos de la sociedad en que se formara, y que, apoyado en su prestigio y en su genio, supo dirigirla por algún tiempo.

Nació el Dr. don Juan Martínez de Rozas en la ciudad de Mendoza, capital de la dilatada provincia de Cuyo en 1759, esto es, diecisiete años antes que fuese adjudicada al virreinato de Buenos Aires. Eran sus padres don Juan Martínez de Soto y Rozas y doña María Prudencia Correa y Villegas, distinguidos ambos por sus relaciones de familia. Aquel, natural de un villorrio del   —6→   obispado de Burgos en España, obtuvo en la ciudad de Mendoza los empleos de Maestre de campo general de milicias, oficial real, alcalde ordinario, procurador general, protector de los naturales, superintendente de obras públicas y de la población del valle de Uco. La familia de su madre, contaba entre sus ascendientes a los conquistadores Juan Villegas, Jerónimo de Alderete y Alonso de Reinoso. Niño aún, tuvo el señor Rozas que separarse de sus padres para pasar al famoso colegio de Monserrate de Córdoba a cursar filosofía y teología y del cual no salió sino en 1780 para venir a Santiago de Chile a estudiar en la universidad de San Felipe la jurisprudencia civil y canónica. En el año siguiente se le confirió el grado de bachiller en ambas facultades.

Distinguía a Rozas cierta ambición de gloria y honores que lo impulsaba a contraerse con mayor empeño al estudio: apenas había obtenido el grado de bachiller, se opuso a la cátedra, pasantía como entonces se llamaba, de filosofía del colegio real de San Carlos, y la obtuvo por unanimidad de votos. En su desempeño, que duró tres años, dictó a sus discípulos un curso completo de aquella ciencia, desechando los textos adoptados hasta entonces, y otro de física experimental, que jamás se había enseñado en Chile; pero habiendo obtenido en otra oposición la cátedra de leyes del mismo colegio, dejó aquella por esta, la cual ocupó hasta el año de 1787. Durante este mismo tiempo fue miembro y secretario de la academia de leyes y práctica forense, hizo dos oposiciones de mérito en las cátedras de decreto y prima de leyes en la real universidad de San Felipe, se recibió de abogado de la Real Audiencia en 7 de setiembre de 1784, sirvió todo el año siguiente el cargo de abogado de pobres, y en 1786 se graduó de doctor en cánones y leyes, después de las rigorosas pruebas que se exigían para conceder esta condecoración.

Pero Rozas no había descuidado el estudio del derecho público que en su juicio valía más que la teología y los cánones: a fuerza de contracción consiguió traducir regularmente el francés y leer en este idioma, desconocido en la colonia, las nuevas teorías de Rousseau y Montesquieu. Dotado de una gran penetración, él había podido preveer las consecuencias de ciertos hechos, y captarse la admiración de cuantos lo conocían. Con tales antecedentes, Rozas atrajo sobre sí las miradas del capitán general, don Ambrosio de Benavides, quien halló bien pronto una favorable ocasión de ocuparlo con lucimiento y provecho. Por real cédula de San Ildefonso, de 5 de agosto de 1783, se mandaba formar una intendencia de cada obispado americano y suprimir el cargo de corregidor, cuyas atribuciones debían dividirse entre el intendente y un asesor letrado. Para el de Concepción de Chile, nombró al comandante general de frontera don Ambrosio O'Higgins, y el Dr. Rozas lo acompañó como su asesor, cuando más que nunca se necesitaba de genio para la adopción de medidas militares y arreglo de la guarnición fronteriza.

En medio de las armas Rozas tomó afición por ellas. Durante el desempeño de su cargo, prestó en repetidas ocasiones servicios militares visitando y arreglando los fuertes de la frontera, delineó la villa de San Ambrosio de Linares, y mejoró el aseo de la ciudad de Concepción.

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Estos servicios fueron premiados con el nombramiento de teniente coronel comandante del escuadrón de caballería de milicias regladas de Concepción, en 7 de abril de 1788, atendidos su valor y experiencia militar, según dice su despacho, y para llenar la vacante que dejaba don Agustín de Caravajal, caballero de la orden de Santiago, que pasaba a otro destino.

Llamado, pocos días después, a desempeñar el cargo de presidente, O'Higgins, elevado ya a teniente general, dejó el mando de la intendencia de Concepción en manos del brigadier don Francisco de Mata Linares. Rozas después de haberlo ocupado interinamente por algunos meses, quedó con él hasta el año de 1790, en que llegó a Chile, nombrado capitán general, don Gabriel de Abiles, quien lo llamó a su lado, ofreciéndole el cargo de asesor interino. No trepidó Rozas en admitir este puesto: su hermano mayor, el Dr. don Ramón, que lo había desempeñado durante la presidencia de O'Higgins, entonces virrey del Perú, marchaba con el último a Lima, y esto le hizo esperar prontos y rápidos ascensos.

Pero no sucedió así: la corte desatendiendo los honoríficos informes presentados sobre Rozas por el obispo de Concepción, su intendente y la Real Audiencia, le contentó con ratificar su nombramiento de asesor de la intendencia, y dio la propiedad de aquel destino a don Pedro Díaz Valdez. Rozas tuvo entonces que volverse a Concepción, donde había contraído matrimonio con la señora doña María de las Nieves Urrutia y Mendiburu, hija de uno de los vecinos más acaudalados de aquella provincia, y donde poseía la rica estancia de San Javier. Según los informes presentados al rey por algunos religiosos durante la ocupación del país por el ejército realista en 1814, Rozas predicaba entonces las doctrinas de que más tarde se hizo corifeo. «Es notorio, decía en el suyo el padre Ramón, que para la seducción, perdición y ruina de la ciudad de Concepción, contribuyó mucho la doctrina impía del Dr. Rozas a una partida de jóvenes de distinción de dicha ciudad, que se juntaba en su casa con el objeto de instruirse y esparcir aquella semilla entre sus amigos y compañeros.» Entre estos jóvenes figuraba don Bernardo O'Higgins, teniente coronel entonces de las milicias de la Laja, y el primer campeón más tarde de la emancipación. Por una memoria manuscrita, atribuida a él, que tenemos a la vista, consta que desde diez años antes de la instalación de la primera Junta gubernativa, ya ambos pensaban en reformas importantes y hablaban de desobediencia a la metrópoli.

Rozas sin embargo, servía a los intereses militares de la colonia como consejero de los intendentes de Concepción: cuando la muerte del presidente Muñoz de Guzmán fue a dispertar las ambiciones del brigadier don Francisco García Carrasco, Rozas acompañaba al coronel intendente don Luis de Álava en el reconocimiento de las aguas termales de Yumbel que se acababan de descubrir. A esta época había obtenido un pasaporte para pasar a Europa; pero a solicitud de Carrasco, que lo llamaba con instancias, desistió de su viaje.

Rozas y Carrasco llegaron a Santiago en 22 de abril de 1808, donde los esperaba una fría recepción, a consecuencia de los debates que mediaron entre   —8→   el segundo y la Real Audiencia, sobre competencias para tomar el mando; mas el primero no pudo dejar de percibir en esta carencia de entusiasmo algo más allá de lo que alcanzaba el tribunal: Carrasco no arrastraba simpatías de ninguna especie, y él conoció que la ojeriza con que se miraba a la persona, podía convertirse contra el alto destino que desempeñaba.

Por consejo de Rozas, Carrasco consintió en la agregación de doce regidores auxiliares del cabildo de Santiago para el más pronto y expedito despacho, y llamados en su número algunos de los hombres más notables por sus ideas avanzadas, aquella corporación comenzó a tomar el carácter novador que produjo más tarde la creación de un gobierno nacional. Mas no contento con esto, Rozas hizo algunos cambios en el personal de los empleados y comprometió al capitán general con el cuerpo universitario, queriendo sostener contra sus estatutos al rector que cesaba. La compañía de armadores terrestres para atacar los buques extranjeros que se acercasen a nuestras costas a contrabandear, con el pretexto de dar cumplimiento a una ley de Indias, fue organizada en el palacio, con el consentimiento de Rozas y con la aprobación de Carrasco, y el pérfido apresamiento del Escorpión, trajo sobre ambos el descrédito. Solo las noticias llegadas de la metrópoli de la renuncia de Carlos IV y de la caída del favorito Godoy, pudieron acallar la indignación que el tal suceso produjo.

Después de estas ocurrencias, volviose Rozas a la provincia de Concepción; pero, comprometido en la revolución, él volvió a trabajar con mayor franqueza. Sus propósitos se dirigieron a captarse la voluntad de la tropa fronteriza. Desde allí sostuvo una activa correspondencia epistolar con el general Belgrano y otros eminentes patriotas de Buenos Aires, mientras sus amigos de la capital acumulaban los elementos que operaron el cambio gubernativo.

Los primeros golpes del sistemado rigor de Carrasco recayeron sobre dos neófitos a quienes ambos habían catequizado en el Sur; eran estos el padre fray Rosauro Acuña, amigo íntimo de O'Higgins, y el coronel de milicias don Pedro Ramón Arriagada, hijo de un dependiente administrador del suegro del Dr. Rozas, a quienes se arrestó por haber hablado en Chillan de la necesidad de un gobierno nacional. Nuevas prisiones en Santiago, trajeron sobre Carrasco el desprestigio y este dio por fruto su deposición, y más tarde la Junta gubernativa, instalada en 18 de setiembre de 1810.

En ella cupo a Rozas, por elección unánime, puesto de vocal; pero antes de salir de Concepción para venir a ocuparlo, quiso dejar reconocido el nuevo gobierno. Esto fue causa que no llegara hasta el primero de noviembre a la capital; pero informada la Junta de su arribo, se le mandaron al Conventillo, donde se había detenido, veinticinco dragones para que al siguiente día hiciera su entrada. Fue ésta un verdadero triunfo para Rozas; jamás se había usado de igual pompa para celebración alguna en la vida colonial. Sus antiguos discípulos de teología, quienes por su saber lo llamaban San Agustín, se habían empeñado en convocar gentío, y la Junta gubernativa, por su parte, había ordenado la asistencia de todas las corporaciones y tropas. Acompañado de sus   —9→   concolegas en el gobierno, Real Audiencia, cabildo y tribunales especiales, Rozas pasó por entre dos filas de soldados, al son de músicas militares, en medio de las salvas de artillería, repique de campanas y vítores universales, a prestar el juramento de costumbre, que se celebró con iluminación y fuegos artificiales en la noche.

Nada mejor que esta muestra de distinción, daba a entender el aprecio que se hacía de los importantes servicios de Rozas. Era él, en realidad, el brazo más firme que contaba nuestra revolución en su cuna, la inteligencia más elevada y el hombre que arrastraba mayor prestigio de cuantos habían abrazado su causa. Rozas venía ahora a dirigirla, luchando con los partidarios del viejo régimen, numerosos e influyentes1, que trabajaban por una reacción, y con los más tímidos de los novadores que no se atrevían a romper de golpe con el coloniaje: era la empresa de un triunfo completo pero aventurado para los unos, el terror para los otros.

Preparábanse ya, en aquellos días, las levas de soldados para los cuerpos de tropa que se pensaba formar. Rozas obró esta vez con la energía de costumbre: colocó en los puestos más distinguidos a los que creía más pronunciados por la revolución, desechando las propuestas de algunos miembros del cabildo y de la Junta, e hiriendo las susceptibilidades de familias enteras. Más tarde, la adopción de ciertas medidas de hacienda, contra el parecer del cabildo, vino a hacer más notoria la división: de allí se originaron los dos partidos políticos, cuyas desavenencias se llevaron al congreso y dieron por fruto los movimientos de 1811 y 1812.

Rozas no pareció afligirse por esto, sin embargo de que los pasquines que se esparcían en Santiago, lo acusaban de abrigarla ambición de coronarse, y de ver rechazada, de vez en cuando, algunas de sus mociones en la Junta, y siempre en el cabildo. Animado por ideas más elevadas, él pedía a la Junta de Buenos Aires una imprenta para fomentar la ilustración en Chile y dar más publicidad a los periódicos que hacía circular manuscritos, reclamando con toda su energía la libertad de comercio.

La muerte del Conde de la Conquista, presidente de la Junta de gobierno, acaecida en febrero de 1811, dio a Rozas la suma de poderes que se hallaba en manos de aquel. Entonces, contando con el voto de los vocales Rosales y Márquez de la Plata, y desechando la viva oposición del cabildo y el desagrado general que motivaron sus determinaciones, ofreció y envió a la Junta de Buenos Aires, un refuerzo de 400 auxiliares chilenos, para ayudarla en sus escaseces de tropas, con motivo de la guerra del Alto Perú.

El día primero de abril era el fijado para la elección de diputados por Santiago para el congreso que debía instalarse el 15 del mismo mes. La reunión electoral tenía lugar en la plazuela del Consulado: la mayor calma había reinado en ella hasta el momento en que la compañía de dragones de Penco, encargada de velar por el orden, desobedeció a su capitán y se volvió al cuartel de San Pablo, donde estaban además, una compañía de dragones de Chile y el regimiento de húsares.

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Allí llegó en breve el comandante don Tomás Figueroa que poniéndose a la cabeza de toda la fuerza, marchó a la plaza, tendió su línea en el costado norte de ella y entró a la sala de la Real Audiencia.

Suceso tan inesperado esparció repentinamente la consternación en la ciudad entera: la Junta, reunida en casa del vocal Márquez de la Plata, no hallaba qué resolver, y sin la serenidad de ánimo del Dr. Rozas, quizá habría transado con el motín. Ordenó Rozas que el sargento mayor de asamblea, don Juan de Dios Vial que hacía las veces de comandante general de armas, tomase el regimiento de granaderos de infantería, y 6 piezas de artillería para imponer a Figueroa, dudando siempre que llegase el caso de disparar sus armas: Vial pudo, gracias a su actividad, formar su línea en el costado de enfrente, antes que el jefe de la sublevación bajara de la sala de la audiencia para tomar el marido de la suya. Descubierto éste en sus planes, avanzó con sus fuerzas y mandó a sus soldados hacer fuego sobre la línea que tenían al frente, orden que casi instantáneamente dio Vial a los suyos. Una sola descarga de cada lado bastó para la completa dispersión de ambas divisiones, después de dejar por tierra cincuenta y cuatro hombres; y, sin el arrojo de algunos oficiales de granaderos que quisieron perseguir a sus enemigos, el resultado del choque se habría considerado absolutamente indeciso.

Al ruido de las descargas, Rozas tomó el primer caballo que vio y, con una actividad de que no se hubiera creído capaz a un hombre de sus años, sacó de su cuartel la compañía veterana de dragones de la reina, reunió una buena partida de granaderos al mando del valiente Bueras y colocó en el centro de la plaza los seis cañones que poco antes se llevaran allá. Seguido y victoreado por una multitud de gente, subió a la sala de la audiencia e improperó a sus miembros como a los autores de aquella asonada militar, y siguió en breve al convento de Santo Domingo, donde, según se le informaba, se hallaba el comandante Figueroa. Allí su actividad se estrelló contra las precauciones del fugitivo: el jefe del motín se habría sustraído a sus pesquisas, sin la codicia de un muchacho que, halagado por las promesas de Rozas, se ofreció a llevarlo a un huertecito donde se encontraba agazapado: Figueroa fue aprehendido, y el muchacho recompensado con una rica hebilla de oro que Rozas arrancó de sus vestidos. Conducido a la prisión y comenzado el juicio, Rozas redactó la sentencia de muerte que presentó a los demás vocales de la Junta, quienes la firmaron con alguna repugnancia. El siguiente día, 2 de abril, a las cuatro de la mañana, Figueroa fue fusilado en su calabozo.

Con esta victoria, la revolución se halló comprometida del modo más serio: Rozas creía que ya no era posible sesgar en tales circunstancias, que más despejado el horizonte con los sucesos del primero de abril, era ya fácil trazar la marcha de la política. Él se había puesto en aquellos días al frente de las patrullas y se había conducido con una actividad increíble: había despachado tropas y reducido a la obediencia a los dragones que, huyendo   —11→   de la plaza, tomaron el camino de Valparaíso; pero faltábale proceder a castigar a los que creía autores de la asonada, y en consecuencia, apresó en el mismo día al ex-presidente Carrasco, que se había retirado de la vida pública, y poco más tarde vejó a algunos miembros de la Real Audiencia, los obligó a pedir su retiro; y por último, dio el golpe mortal al tribunal, obligando a los restantes a separarse de la capital.

Las elecciones interrumpidas en Santiago por el motín militar, se habían hecho tranquilamente en las provincias. La mayor parte de los diputados electos, se encontraba en la capital a mediados de abril: entre ellos se distinguían muchos amigos de Rozas, que se preparaban a sostenerlo en las discusiones del congreso: su deudo don José María don Bernardo O'Higgins, don Manuel Salas, el canónigo Fretes, don Manuel Antonio Recabarren y los coroneles de milicia, Cruz y Calderón, eran de este número.

Estos venían en su apoyo cuando más que nunca necesitaba de auxilios: el partido del cabildo, que encabezaba don José Miguel Infante, don Gabriel Tocornal y don José Agustín Eyzaguirre, y que apoyaban en las discusiones de la Junta los vocales Carrera y Reyna, lo combatía por cuantos medios estaban a sus alcances; y ya estos comenzaban a estorbar a Rozas en sus manejos. Ellos veían con pesar, que la dirección de la política estuviese confiada a un hombre a quien la concesión de la provincia de Mendoza al virreinato de Buenos Aires hacia argentino, que se rodeaba, también, de argentinos, como Vera, Álvarez, Jonte y Fretes; que miraba con desprecio las preocupaciones religiosas y que dirigía los negocios públicos con una audacia que solo su ambición podía aconsejarle. Ellos querían abatirlo, mientras Rozas, preocupado con la idea de sostenerse en el rango a que se elevara, desatendía los intereses de la revolución por cuidar de los de su partido. Esto le hizo recomendar al representante por Valparaíso, don Agustín Vial, que reclamase de la Junta la incorporación en sus discusiones de todos los diputados ya elegidos. Debía alegar que los pueblos así lo querían, por ser ellos sus verdaderos representantes y no un gobierno formado en Santiago, y cuyos miembros fueron elegidos por su solo vecindario, y citar en su apoyo el ejemplo de Buenos Aires, donde se acababa de hacer otro tanto. Ésta se creyó una razón poderosa: el partido radical, que dirigía Rozas, en conexión inmediata con la revolución argentina, se había empeñado en imitarla, en todos sus pasos, y muy particularmente en aquellos de que sacaba algún provecho. Inútil fue, pues, que el cabildo se opusiera: la moción de Vial fue aprobada, y los miembros electos del congreso se incorporaron a la junta a mediados de mayo.

Rozas fue, entonces, el jefe único y absoluto de la política: perspicaz refinado, pensador profundo, proyectista sistemático, revolucionario emprendedor, él había conseguido hacerse superior a la revolución y dirigirla con energía y firmeza. Con un dominio absoluto sobre sus pasiones, Rozas sabía amoldar su carácter a las circunstancias difíciles, sin perder nada de su tenacidad. Audaz para concebir, valiente en la ejecución, había podido captarse el apoyo de una gran parte de la sociedad y encabezar un partido influente y numeroso.   —12→   Sus escritos, es verdad, contribuían poderosamente a ello: él suplía la falta de imprenta con las copias manuscritas de sus opiniones en política. A los dos primeros días de instalada la suprema Junta de gobierno, había hecho circular2 el Despertador Americano, periódico destinado a la difusión de las nuevas ideas, y poco después el Catecismo político, especie de curso elemental de derecho público. «Los desgraciados americanos», decía en él, «han sido tratados como esclavos, la opresión en que han vivido, la tiranía y despotismo de sus gobernadores, han borrado o han sofocado hasta las semillas del heroísmo y libertad en sus corazones»; y agregaba principios liberales absolutamente nuevos en la colonia. En un lenguaje sencillo a la vez que lógico y enérgico, con un exquisito tino para adoptar a las circunstancias sus razonamientos, Rozas había conseguido que los perezosos e indolentes criollos se interesasen en los rudimentos de la ciencia social. Él había puesto algo de utópico en su sistema, más que por convicción, porque se había creído que para llamar la atención y atraerse a las masas se necesitaba mezclar la ficción a la verdad. Ideaba una especie de confederación de las provincias hispanoamericanas, ligándolas por medio de un congreso general de todas ellas, que hiciese respetables sus resoluciones y que pudiese imponer a las naciones poderosas del Viejo Mundo. Esta idea gigantesca e irrealizable, que ocupó después a Bolívar, tuvo su origen en Chile, en 1810 y fue el Dr. Rozas su primer iniciador.

Su genio lo había elevado, pero su elevación llegó a irritar más aún los ánimos predispuestos de sus enemigos. Estos no dormían mientras él se ostentaba vencedor: quisieron activar la elección de diputados por Santiago, y se prepararon a trabajar con ahínco por el triunfo de los doce candidatos que pensaban proponer: si lo obtenían, la mayoría del congreso era suya y la caída de Rozas parecía inevitable. Esto fue lo que sucedió: sobornado el batallón de Pardos, con cuyos sufragios contaba aquél, por los partidarios del cabildo, sus candidatos obtuvieron solo 105 votos contra la gruesa mayoría que dio el triunfo a sus enemigos.

Pocas esperanzas debieron quedar a Rozas después de esta desgracia. Entre los diputados elegidos, había algunos desafectos al nuevo régimen, quienes en vista de los dos bandos en que iba a dividirse el congreso, debían plegarse al más moderado, al del cabildo, haciendo más poderosa la coalición contra él. En tales circunstancias, recurrió a acusar de ilegal la elección de Santiago, por haber introducido en el congreso doce diputados, sin más que un simple acuerdo de su ayuntamiento, en vez de los seis que le concedía el reglamento electoral; pero su reclamo fue desechado, a pesar de las notas que el cabildo de Concepción presentaba en su apoyo.

Reunidos en Santiago los diputados de todos los pueblos, se aplazó la solemne apertura del congreso para el día 4 de julio. Con ella la revolución debía cambiar de formas y hasta de sistema: era una numerosa corporación compuesta de elementos heterogéneos, siempre en pugna, apoyada en la ignorancia de todo régimen gubernativo, la que tomaba a su cargo la dirección de   —13→   la política. Rozas veía con disgusto que la revolución perdería indudablemente el carácter de unidad que había sabido imprimirle, y no podía resignarse a dejar en manos del enemigo, a quien abusaba de flojo y tardío, la parte que en ella le tocaba. Disuelta la suprema Junta por la instalación del congreso, él, como su presidente, quiso dejar el mando, justificando las causas del primer cambio gubernativo y de la marcha revolucionaria, e indicando a la corporación que la subrogaba el sendero que debía seguir. «A una voz», decía en su discurso, «todos los vivientes de Chile protestan que no obedecerán sino a Fernando»: pero, «tratemos a nuestros amigos, añadía más adelante, sin olvidar que podemos tener la desgracia de perder su amistad... Sabemos que al mismo tiempo que los españoles buenos vierten mares de sangre para restituir a su rey al solio, se preparan para representarle a su vuelta que evite la repetición de los horrores en que ha sumergido a la nación el abuso del poder. Para esto fueron citados los americanos de un modo vario, incierto, frío y parcial; no han podido concurrir, no han creído que se hiciera allá la reunión, y sí que están en el caso de realizarla aquí, a presencia de los objetos, y de cumplir franca y libremente el deber de los ministros y consejeros que pagan los reyes para que les digan verdades que tienen interés en callar... No os retraiga la magnitud de la obra en que se emplearon tantos ingenios privilegiados. La misma sublimidad de sus talentos, su propia perspicacia les presentó escollos que todos no divisan. Los más fuertes atletas de la sabiduría, deben ceder el paso a los que dictaron reglas sencillas que afianzaron el orden de que carecen las naciones más cultas... Aspirad a que las naciones os citen más bien como honrados que como sabios.»

Este discurso, una de las piezas más notables de la revolución hispanoamericana, descifra perfectamente las verdaderas tendencias de los movimientos que tuvieron lugar en Chile en 1810. El haberlo pronunciado fue el último servicio que aquél prestara a la causa en que se empeñaba. Él veía la autoridad ejecutiva en un congreso compuesto de muchos miembros faltos de unión y energía, dirigidos por un presidente electivo con poder limitado, y llegó a persuadirse que una asonada le daría el fruto que pensaba obtener.

Varios planes concibió para volver otra vez a tomar el mando, y todos fracasaron igualmente. Las asonadas del día 27 de julio y 9 de agosto infructuosas y desgraciadas, le hicieron pensar que había otro campo que cultivar con mejor provecho; y sus miradas se volvieron hacia Concepción.

La sola presencia de Rozas en Concepción importaba el pronunciamiento de aquella provincia contra el gobierno de Santiago, predispuestos los ánimos de antemano, poco tuvo que trabajar para obtener de sus vecinos una solicitud dirigida al intendente coronel don Pedro José Benavente, para la reunión de un cabildo abierto, a fin de discutir los remedios contra una situación que Rozas se empeñaba en pintar difícil. Esta fue contestada con el aplazamiento del día 5 de setiembre para su celebración. La discusión rodó sobre la necesidad de la instalación de una junta provincial, para mejor convenir   —14→   en las medidas que se creía necesario adoptar; y se procedió a la elección de las personas que debían componer el gobierno, resultando de ella nombrado presidente el mismo Benavente y el Dr. Rozas uno de sus vocales.

Una vez instalada la junta provincial notificó al congreso las causas que habían hecho necesaria su creación y los propósitos que tenía en vista. Rozas, por su parte, comunicó a sus partidarios el golpe que acababa de dar al congreso y a sus enemigos; pero en Santiago se había efectuado también un movimiento contra aquella corporación, que dio por resultado un cambio gubernativo. Los radicales se habían atraído a sus filas al joven don José Miguel Carrera, llegado de España en el navío Standart, y con su cooperación operaron en la capital, el día 4 de setiembre, un movimiento revolucionario. El directorio ejecutivo fue disuelto, arrancados del congreso seis de sus miembros más influentes y colocado en él al presbítero Larrain, uno de los más exaltados radicales. El gobierno, cambiando de personal, cambió también de principios: desde la apertura del congreso, el partido caído a que pertenecía Rozas, se encontró ya en el gobierno; pero fraccionado en dos juntas, la de Santiago y la de Concepción.

Sin embargo, este estado de cosas no podía durar largo tiempo: Carrera, el verdadero autor del cambio gubernativo de la capital, había podido descubrir su importancia. El poco aprecio que los radicales hicieron de sus servicios después de la victoria, vino a enfriar su ánimo, por de pronto, y a encenderlo más tarde contra ellos. Creyose burlado por los mismos a quienes elevara, y quiso rebajarlos y elevarse él: esta fue la causa de la revolución de 15 de noviembre, en que, apoyado también en la fuerza armada, disolvió la Junta de gobierno, y creó otra nueva compuesta del Dr. Rozas, don Gaspar Marín y el mismo Carrera: durante la ausencia del primero, debía desempeñar el cargo el coronel don Bernardo O'Higgins.

Dos hombres igualmente ambiciosos habían tomado la dirección de la revolución y estaban a punto de romper entre sí.

En tales circunstancias vio Rozas amenazada la existencia de su partido, y se atrevió a ofrecer al congreso el auxilio de la fuerza armada de Concepción para desbaratar al nuevo gobierno. La nota en que tales ofertas le hacía llegó a Santiago, bajo el epígrafe de reservada, el 3 de diciembre; pero el día anterior Carrera, con el apoyo de las milicias de la capital, había cerrado aquella corporación y asumido en la Junta gubernativa el mando supremo.

La actitud amenazadora de Rozas, vino a turbar la tranquilidad que Carrera pensaba disfrutar una vez desembarazado del congreso. En tales circunstancias, creyó que con el envío de un plenipotenciario cerca de la junta provincial podría avenirse y cortar un choque que debía ser a mano armada. O'Higgins, su colega en el gobierno, pedía con empeño su retiro y en él recayó la elección para tan delicado encargo, atendiendo el influjo que ejercía en el ánimo del Dr. Rozas.

La penetración de éste, le hizo creer que la cuestión iba a ser armada; y en tal persuasión recurrió a aprestos militares: las antiguas rivalidades de la provincia   —15→   de la Concepción con la de Santiago engrosaban sus filas, poderosas de antemano con las tropas veteranas y las milicias regladas del cantón. Sabedor del arribo de O'Higgins nombró también su plenipotenciario para que se entendiera con él: entre ambos forman en Concepción los tratados de 12 de enero de 1812 que ratifica al siguiente día la junta provincial. Por ellos quedaba ésta vigente, se determinaba el pronto restablecimiento del congreso, y se fijaban las bases liberales de una constitución que asegurase a Chile cierta independencia de la Corona y formas gubernativas que propendiesen a su adelanto y civilización.

Poco debió agradar tal tratado a Carrera: en vista de su contenido se negó a firmarlo, y comenzó con mayor empeño el acuartelamiento de tropas en Talca, a que había dado principio a los primeros amagos de peligro. Ellas acordonaban la ribera norte del río Maule, línea divisoria de ambos ejércitos, al mando de su padre el Brigadier don Ignacio de la Carrera, hasta mediados de abril, época en que él mismo dejó la capital para hacerse cargo de las operaciones militares.

A su arribo a Talca, vino a palpar de cerca la importancia del peligro que lo amenazaba. Rozas, nombrado Brigadier, había tomado el mando del ejército de Concepción, compuesto de las tropas y milicias fronterizas. Las relaciones entre las provincias centrales y las del sur, se hallaban perfectamente interrumpidas: rivalidades de los pueblos convertidos en odios profundos, se irritaban más y más con la división y los aprestos militares. La cuestión no podía dar otro resultado, según el sentir general, que la derrota y ruina de Rozas o de Carrera.

Pero uno y otro se temían en aquellas circunstancias, y recurrieron a comunicaciones para obtener un avenimiento pacífico. Rozas, más audaz en esta ocasión que Carrera, cruzó repetidas veces el Maule, se internó en el campamento de su enemigo, mientras éste, temeroso de caer en un lazo, se negaba a celebrar una entrevista con la junta de Concepción en la villa de Linares. Defendiendo ambos sus opiniones con igual tenacidad no era fácil que arribaran a un resultado definitivo: los dos argumentaban con la misma energía, y los dos en nombre del patriotismo más puro y sincero, según se expresaban en sus notas. Sin embargo, este fue el que los obligó a unirse: «los enemigos de nuestro sistema gubernativo, decía en uno de ellos Carrera a Rozas, acechan nuestra división», y el temor de que estos se sobrepusieran lo obligó por fin a cruzar nuevamente el Maule y tener con aquél una larga conferencia en Fuerte Destruido, cerca del paso del Duhao. De ella resultó una transacción por la cual se reconocían en parte los tratados de 12 de enero, se devolvíanlas tropas a sus cuarteles y se dejaba para después lo que aun quedaba por arreglarse.

Tal resultado no agradaba a ambos; las intrigas comenzaron de nuevo.

Rozas fue la víctima de aquellas intrigas: una revolución, puramente militar, efectuada en Concepción en la noche del 8 de julio, a instigaciones de un emisario de Carrera, disolvió la junta gubernativa: sus miembros, con   —16→   excepción del presidente, fueron desterrados a diversos pueblos del país. Solo a Rozas se retuvo en Concepción: desde allí él comunicó a su enemigo los fundados temores que abrigaba de que los partidarios del viejo régimen, o godos, como entonces se les llamaba, se aprovecharan de sus desavenencias domésticas para obrar contra la revolución que ya se encontraba tan avanzada.

Pero nada de esto le sirvió: remitiósele a Santiago con la sola custodia de un oficial veterano; mas, al entrar en la ciudad, fue detenido por una orden de Carrera que le mandaba pasar a la hacienda de San Vicente, propiedad de uno de sus deudos, temeroso de que ocurriese alguna exitación al presentarse Rozas en la capital. Visitado allí por sus antiguos partidarios, los recelos de una conspiración volvieron a encenderse en el pecho de Carrera: por ese motivo le dio su pasaporte para Mendoza con fecha de 10 de octubre de 1812, intimándole usase de él prontamente.

Con esta última desgracia, Rozas vio que ya no le era posible sobreponerse a su ruina. Gastado su influjo en Chile, él miró con indiferencia y hasta con desprecio los honores que se le tributaban en Mendoza. Allí se le nombró en 16 de enero de 1813, presidente de la sociedad patriótica y literaria que se acababa de formar; pero Rozas estaba resuelto a pasar fuera de la vida pública sus últimos días.

Tocaron estos a su término en el mes de febrero, después de una ligera indisposición que le dio tiempo para prepararse espiritualmente y para dictar el más modesto de los epitafios: Hic jacet Joanes de Rozas, pulvis et cinis, era su único contenido. Sus restos mortales fueron sepultados en las gradas de la iglesia matriz de Mendoza.

DIEGO BARROS ARANA




ArribaAbajo- III -

Camilo Enríquez


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El primero de abril de 1811 fue para los habitantes de Santiago un día memorable, que los contemporáneos colocaron entre los aniversarios de los grandes terremotos que habían afligido el país, y de las más espantosas calamidades de que se conservaba tradición. Desde la época del fundador Pedro Valdivia, la paz y la quietud habían reinado en la ciudad. Siglos los separaban de los combates que aquel conquistador tuvo que empeñar con los indígenas, al zanjar los cimientos de la que destinaba a ser la capital de sus colonias. Después, los vecinos de Santiago no habían visto soldados, sino en las paradas militares, ni oído el estampido del cañón, sino muy de tarde en tarde, cuando se anunciaba la muerte o la coronación de un monarca de Castilla. La guerra no les era conocida más que por noticias; pero nunca habían experimentado las ansiedades que causan las peripecias   —18→   de una batalla trabada a corta distancia. Mas ese día, después de tantos años, los cañonazos y las descargas de fusilería habían resonado, no en las inmediaciones, sino en el centro mismo de la ciudad, en la plaza principal; y aquellos tiros no habían sido simples salvas de ordenanza, disparadas con pólvora, meramente para hacer ruido, sino muy serias y mortíferas. Los godos después de haber debatido con los patriotas a pura pérdida en cabildos abiertos la cuestión que los traía divididos desde algunos meses, habían tratado de ganarla a fuerza de balazos; y el coronel don Tomás Figueroa, insurreccionándose con una parte de la guarnición, había intentado ahogar la revolución en su cuna. Mas con el favor de Dios los insurgentes habían desbaratado sus proyectos, e impedido que los conatos de independencia fuesen aniquilados en germen. La crisis sólo había sido de horas, si contamos desde que los sublevados dieron los primeros indicios de motín; de minutos, si únicamente atendemos a la duración de la pelea. Pero lo inusitado del suceso, la gravedad de los intereses que se habían jugado en este arriesgón de fortuna, la zozobra de las consecuencias trascendentales que podía arrastrar consigo, prolongaron por mucho tiempo el sacudimiento y la agitación que había producido. En todo ese día primero de abril particularmente, la mitad de la población que se consideraba vencedora, no alcanzó a recobrarse del susto; y la mitad que se consideraba vencida, estuvo desasosegada por la fiebre de la desesperación y del temor.

Si, cuando los ánimos están acalorados por una fuerte excitación, como era la que entonces dominaba a los santiaguinos, las circunstancias más pequeñas llaman la atención, los hechos notables por cualquier respecto despiertan una curiosidad profunda y aparecen con proporciones más abultadas de las que se les habría concedido en cualquiera otra ocasión. Apuntamos esta observación vulgarísima, para que el lector, recordando que el clero casi en masa con su prelado al frente se oponía a las innovaciones, se imagine el asombro que causaría ver aquella vez a un eclesiástico a la cabeza de una de las patrullas que, después de terminada la función, recorrían las calles para evitar una segunda intentona. Era un hombre de cara pálida, de exterior grave, flaco de cuerpo, de talle poco airoso, más bien bajo que alto; el sayal que le envolvía no pertenecía a ninguna de las órdenes religiosas establecidas en Chile; componíase de una sotana negra, que decoraba sobre el pecho una cruz roja. La novedad misma de su traje contribuía a fijar sobre él la curiosidad de la multitud. Todos se lo señalaban, y se decían su nombre al pasar. Llamábase Camilo Henríquez. Aunque nacido en Valdivia, se había educado en el Perú, y había profesado en una de las comunidades de aquel país, que se denominaba los Padres de la Buena Muerte y cuyo deber era auxiliar a los moribundos. Estaba recién llegado, y se conversaba mucho de su persona en toda la ciudad. Era tenido por hombre muy leído y que sabía escribir. Había abrazado con calor la causa de la revolución, y se había ligado con aquellos personajes que se singularizaban por sus opiniones exaltadas. Como se ve, había más que suficiente motivo para que su actitud en aquel día   —19→   memorable no pasara desapercibida. Sin embargo, se equivocaría grandemente quien juzgando a Henríquez por el aparato guerrero de que apareció rodeado en su primera exhibición pública, le tomase por un hombre de acción. La continuación de nuestro relato probará que era todo, menos eso. Audaz por el pensamiento, atrevido en sus concepciones, valiente con la pluma en la mano, no había recibido en patrimonio de la naturaleza esa energía de voluntad, esa fuerza de carácter que hace sostener una convicción no solo con la palabra, sino también con las armas. Era un pensador a quien no le asustaba la lógica de las consecuencias; pero no un soldado que despreciase las balas.

Nadie puede poner en duda que el proyecto de separarse de la Metrópoli habría causado pesadillas, si se le hubiera propuesto, a la mayoría de los próceres del año diez, los cuales se habrían contentado muy bien con ciertas garantías constitucionales, con ciertas reformas municipales; que eran contados los que lo ocultaban en el fondo del alma; y que solo los muy arrojados osaban repetírselo al oído. Pues bien, esa idea que nadie emitía sino entre cuatro paredes con grandes precauciones, Camilo Henríquez la expresó el primero por escrito, a la faz del pueblo y sin ambages; él, primero, se atrevió a preguntar no a sus amigos de confianza, sino a toda la nación qué fecha tenía, y qué firmas autorizaban el pacto que sujetaba a Chile a ser una colonia de la España; él, primero, se atrevió a sostener que la dominación española, lejos de apoyarse en algún derecho, pugnaba contra las leyes de la naturaleza, que había colocado entre nosotros y ese rincón de la Europa la inmensidad del océano. Todas estas aseveraciones están terminante y largamente desarrolladas en una proclama manuscrita, que hizo circular, cuando se trataba de elegir diputados para el congreso de 1811 y que el historiador realista Martínez, tuvo la buena inspiración de copiar en su obra para que no se pudieran hacer objeciones contra su autenticidad.

Si se quiere comprender toda la valentía de semejante opinión, es preciso trasladarse con la fantasía a una época demasiado remota ya, no tanto por los años que han trascurrido, como por las preocupaciones que los progresos de la razón han extirpado. Entonces, para el mayor número, negar la soberanía de la España, era punto menos que negar uno de los misterios de fe. Tal proposición en la boca de un lego, se miraba como un avance asaz vituperable, en la de un sacerdote como una blasfemia horrible. Sin embargo Camilo no se dejó intimidar por el respeto supersticioso con que sus compatriotas veneraban a un monarca que con solo su nombre los gobernaba desde otro hemisferio. Creyó que el mejor medio de probarles que el ídolo se apoyaba sobre un pedestal de cartón, era atacarlo de frente; y sin duda consiguió su objeto, porque cuando una de esas falsas divinidades es desconocida y no encuentra en el acto un rayo para fulminar al temerario que la insulta, desde ese momento su prestigio comienza a evaporarse.

Lo que había expresado por escrito en una proclama, lo dijo poco después de viva voz desde el púlpito, aunque con más prudencia y disimulo, el 4 de julio   —20→   de 1811, cuando los diputados del primer congreso pasaron a la iglesia Catedral a implorar la asistencia del cielo, antes de ir a ocupar sus asientos en la sala de sesiones. En ese sermón procuró demostrar con citas y pasajes de la Biblia la misma doctrina que antes había defendido con los argumentos del sentido común; y sostuvo, con grande escándalo de muchos y aprovechamiento de algunos, que los pueblos poseían ciertos derechos que no podían enajenar por ningún convenio, y a los cuales nunca alcanzaba la prescripción.

Estos estrenos arrojados probaron a todo el mundo que el recién venido no era un hombre adocenado, y le conquistaron una posición notable. Aborrecido de muerte por los godos, para quienes era un apóstata, estimado por los insurgentes que le acataban como un publicista eminente, su nombre no era oído en parte alguna con indiferencia. El caudal de su ciencia le permitió hombrearse con los magnates más encopetados por su riqueza o su familia; y a los pocos meses el pobre fraile era uno de los más influentes en los destinos de Chile.

El 13 de febrero de 1812 es otra de las fechas que ocupan un lugar prominente en las efemérides nacionales, y Camilo Henríquez es el protagonista del suceso que a ella se refiere. En ese día viose a la gente correr de calle en calle y de casa en casa, y leerse mutuamente, en alta voz, un periódico que llevaba por título la Aurora. Los unos escuchaban su lectura en medio del más vivo entusiasmo; los otros con gestos de desprecio o de indignación. Si al presente vamos a consultar ese papel que tanta agitación causó con su aparición, no le hallamos por cierto nada de asombroso; pero sus efectos debían ser necesariamente muy diversos sobre los contemporáneos. Era el primero que se publicaba en el país, y sus columnas contenían ideas que ahora repiten los niños; pero que eran novedades para los sabios de entonces, y que entrañaban una revolución. Sobrada razón tenían, pues, los godos en desazonarse con el nacimiento de semejante periódico; porque para ellos era más dañoso que la fabricación de armas o el levantamiento de un ejército. Su dominación se apoyaba no tanto en la fuerza bruta, como en las preocupaciones que el tiempo había consagrado. ¿De dónde habrían sacado soldados que hubieran resguardado militarmente ese continente que se extiende desde la península de California hasta el cabo de Hornos? Mas el hábito y la ignorancia eran los guardianes que les conservaban su conquista. Así, destruir su prestigio refutando los errores que lo sostenían, demostrar que la España no era para la América lo que es una madre para su hijo, sino lo que un amo para su esclavo, valía más para los innovadores que ganar batallas; pues cada cabeza que convencían les importaba un brazo que arrebataban al enemigo. Mas si los resultados merecían la pena de que se emprendiera esa lucha contra el atraso, el hombre que la tomaba a su cargo, necesitaba de coraje. En aquella época como en cualquiera otra, pero más entonces que ahora, el diarista, si no se exponía a la muerte, se exponía a los rencores, a las calumnias rastreras, a la difamación encubierta. Camilo Henríquez, desde el principio, aprendió a costa suya que se compra demasiado caro y a precio de la tranquilidad, el honor de pensar en alto y de ser el maestro de un   —21→   pueblo. Sin embargo nada le arredró; miraba su consagración a la causa pública, como un deber que le imponía su calidad de ciudadano; por cumplirlo renunció en el presente a todo sosiego, y despreció para el porvenir la persecución.

El año siguiente, ese mismo literato que había escrito el primer periódico nacional, redactó también la primera constitución que haya regido el país. Este código es una obra de circunstancias; los principios revolucionarios aparecen en él disfrazados bajo fórmulas hipócritas; se reconoce a Fernando VII, y se acatan sus derechos; pero al mismo tiempo se proclaman la soberanía del pueblo, la obligación en que está el monarca de aceptar la constitución que formen los representantes de la nación, y la prohibición expresa de obedecer a ningún decreto, providencia u orden que emane de una autoridad de fuera del territorio de Chile.

¿Cuáles son, pues, los antecedentes de este sacerdote que no teniendo ni riquezas que ostentar ni un nombre aristocrático que le valga, se hace escuchar desde que llega al país, cuyos consejos solicitan los más encumbrados, y que se convierte en el legislador y el institutor de sus compatriotas? Su tierra natal era Valdivia; sus padres, dos vecinos honrados y decentes de aquella provincia. Nacido con una contextura débil, había descubierto, a medida que iba entrando en la vida, un humor inclinado a la tristeza. Frecuentemente, cuando retozaba sobre la arena de la playa con sus otros camaradas de infancia, por una propensión muy natural en los muchachos que crecen a la orilla del mar, la vista del océano despertaba en su alma un vivo deseo de embarcarse en uno de los buques que de tarde en tarde visitaban el puerto, y de irse a navegar. Este deseo no era un sentimiento peculiar del niño Henríquez; sus compañeros lo experimentaban tanto como él, y un viaje marítimo era el objeto de sus más ardientes votos; pero lo que hay de notable es que Camilo no se contentó con desear, sino que buscó cómo satisfacer su capricho, y lo consiguió. No sabemos de qué manera se ingenió para meterse en una nave a escondidas de su familia; mas lo cierto es que lo hizo y que un día arribó al Callao, pobre de experiencia y de dinero, y sin tener en aquella tierra nadie que le valiera. Por fortuna, un bodegonero chileno que ejercía en Lima su miserable oficio, le acogió por lástima y proveyó a su subsistencia, hasta que pudo colocarle en el convento de los Padres de la Buena Muerte, una de las comunidades más famosas del Perú por su opulencia y el saber de muchos de sus miembros.

Allí el prófugo creció y concluyó sus estudios. Cuando fue hombre, no se resolvió a abandonar un claustro a que le ligaban la gratitud y la costumbre, y tomando por una vocación verdadera lo que no era sino una efervescencia de joven, pidió el hábito y profesó en aquella orden. Desde luego no tuvo por qué arrepentirse; se dedicó a la ciencia y se olvidó del mundo. Pero en vez de meditar sobre los santos padres, leyó con preferencia los filósofos enciclopedistas y reflexionó sobre sus doctrinas. El resultado de estas lucubraciones fue que adoptase sus ideas, y se hiciese su discípulo entusiasta. Su   —22→   ardor de adepto no le permitió ser prudente, y dejó traslucir a medias el secreto de sus pensamientos. Bien pronto experimentó las fatales consecuencias de su poca reserva. Habiendo herido sus palabras los oídos de personas timoratas, fue denunciado, como sospechoso de herejía, ante el tribunal del Santo Oficio que desplegaba su siniestro imperio sobre el Perú como sobre las demás posesiones españolas. Los inquisidores, que en América andaban escasos de ocupación, no desperdiciaron la coyuntura que se les presentaba de ostentar su celo; y Henríquez se vio forzado a cambiar, por cierto muy contra su gusto, su querida celda por uno de esos calabozos de donde tanto costaba salir. Extranjero, desvalido, sin familia, sin ningún poderoso que lo apadrinara, y pesando sobre su cabeza una acusación terrible, su situación no podía ser más desesperada. Sin embargo tuvo la rara dicha de salvarse solo a costa de una simple amonestación. Esos mismos frailes de la Buena Muerte, que habían desempeñado con él los oficios de amigos, de protectores, de padres, no le desampararon en el peligro, y poniendo en juego todas sus influencias, no descansaron hasta conseguir que se abrieran para Camilo esos cerrojos inquisitoriales, que habían sido para tantos otros las llaves de la tumba.

Cuando se halló fuera de la prisión, merced a los desvelos de sus hermanos, sintió un reconocimiento inmenso. El anhelo por corresponder de algún modo siquiera a tantos beneficios como les debía, absorbió todo su ser. Su corazón bien puesto ansiaba por mostrar que era digno de la protección que había recibido. No tardó en ofrecérsele la ocasión que buscaba. La comunidad se encontró de repente próxima a su ruina. Era deudora de una ingente suma a la ciudad de Quito; y a solicitud de esta, el rey expidió una cédula ordenando que se remataran sus bienes para cubrir el crédito. Camilo propuso a sus compañeros que le facultaran para ir en persona a hacer una tentativa de acomodo; y con su permiso se dirigió a Quito, pidiendo al cielo que le concediera la gracia de salvar una orden a la que debía tanto como un hijo a su familia. Su deseo era tan sincero que, para realizarlo, trabajó como más no puede exigirse a un hombre, superó todos los obstáculos, se ganó al obispo Cuero y Caicedo y a otros personajes de campanillas, y por su intercesión negoció un arreglo que todo lo allanaba y que nadie habría esperado.

Cuando Camilo hubo logrado su objeto, cayó en una tristeza profunda. Ya hemos dicho que su genio era naturalmente melancólico, y ahora agregaremos que las persecuciones anteriores habían desarrollado esa propensión. Mientras le estimuló el sentimiento de la gratitud, su alma y su cuerpo conservaron toda su actividad; pero cuando vio cumplido su deber, esa misma excitación, que antes le había agitado, calmándose a falta de pábulo, contribuyó a precipitarle en un completo desaliento y en el desengaño más amargo de la vida. La sociedad llegó a serle fastidiosa, y se persuadió que no encontraría la paz, sino en el retiro y la soledad. Fijo en esta idea, resolvió irse a sepultar el resto de sus días en un convento de su orden, situado en las regiones casi ignoradas entonces del Alto Perú; pero antes de efectuar esta determinación   —23→   extrema, a que le impulsaba el desencanto, por uno de esos antojos que asaltan a los enfermos del ánimo, quiso visitar por la última vez esa patria que sus recuerdos de niño le hacían tan querida. Con este fin se embarcó para Valparaíso, y llegó a Chile en principios de 1811, precisamente cuando la cuestión entre godos y patriotas comenzaba a acalorarse. El atractivo de la lucha, el espíritu de propaganda, el amor de su país, no permitieron a Camilo permanecer espectador indiferente. Se le presentaba la ocasión de contribuir a la realización de las doctrinas que había leído en esos libros por los cuales había soportado la prisión, y divisado a lo lejos la hoguera. ¿Cómo resistir a la tentación de predicar sus creencias, de hacer participar sus convicciones? Instintivamente y casi sin saberlo, se fue comprometiendo en la reyerta; y bien pronto relegó al olvido todos sus propósitos de convertirse en solitario. «No era decente, ni era conforme a mis sentimientos y principios», ha dicho él mismo explicando este cambio, «que yo no ayudara a mis paisanos en la prosecución y defensa de la causa más ilustre que ha visto el mundo.»

Los hechos con que hemos principiado nuestra relación, prueban que Camilo Henríquez no fue un revolucionario tibio como tantos otros, sino que lo despreció todo, sinsabores presentes y peligros futuros, por sostener y difundir las ideas liberales. Durante la primera época de la revolución, no cesó un momento de escribir en prosa y verso para atacar las pretensiones de la España, y para animar a los insurgentes en la contienda. A más de la Aurora, redactó el Monitor Araucano, y el Semanario Republicano, que había fundado don Antonio José de Irisarri, pero que este último escritor, por causas que no es esta ocasión de explicar, se había visto forzado a suspender en el duodécimo número. En todos estos periódicos, prescindía por lo general de las ocurrencias diarias, de las desavenencias domésticas de los patriotas entre sí, y evitaba toda polémica en cuanto le era posible. Reemplazaba estas materias, que en la actualidad constituyen el fondo del diarismo, por explicaciones de los rudimentos del derecho público, que eran indispensables para colonos que, ignorando la cartilla política, aspiraban a organizarse en nación. En lugar de entretener a sus lectores con las rencillas de los gobernantes y de los generales, les enseñaba la teoría de la soberanía del pueblo, de las diversas formas de gobierno, de la constitución de los poderes; y los alentaba a perseverar en la empresa de la emancipación, bien sea con proclamas calorosas, bien sea insertando cuantas noticias eran favorables a la causa americana, y cuantas presentaban a la España próxima a sucumbir bajo las plantas de los ejércitos franceses. Durante toda su carrera de diarista nunca desmintió su circunspección y su mesura; jamás su pluma se mojó en hiel para escribir diatribas y pasquines, en vez de artículos sesudos y razonados; nunca la personalidad ensució sus obras. Sin embargo, sus escritos carecen de originalidad; frecuentemente no hace más que repetir las ideas de los filósofos franceses, y en todas sus publicaciones se descubre muy a las claras que sabía a Rousseau de memoria. Apuntamos el hecho sin que nuestro ánimo sea imputárselo como un reproche; porque entonces nadie se   —24→   habría cuidado de abrir los libros en donde estudiaba; y él, extractándolos, contribuía a popularizar sus doctrinas, que eran nada menos que los dogmas de la revolución.

Al mismo tiempo que Camilo Henríquez trabajaba en la prensa, ayudaba con sus consejos a todos los gobiernos que se sucedieron desde 1811 y hasta 1814. Patriota entusiasta y de color subido contra la España, se entrometía poco en las disensiones de sus correligionarios, y cualesquiera que fuesen sus simpatías, no era de los más empeñosos en manifestarlas. Siempre estaba con la autoridad establecida. Para él no había más cuestión que la independencia, que la guerra contra la Metrópoli y todo lo demás lo miraba con desvío, casi con enojo. De ahí sin duda provenía ese indiferentismo político, que por otra parte cuadraba perfectamente bien a su genio dejado y apático. Parece que solo se sobreponía a esa indolencia natural, a esa flojedad de inteligencia, que no le permitía muchas veces defender sus conceptos, hablar siquiera, por no tomarse trabajo, cuando se trataba de la gran lucha en que estaba empeñada la América. Entonces era otro hombre; su pereza habitual se convertía en actividad, su debilidad en energía. Nadie le ganaba en decisión; todas las medidas que se adoptaban le parecían faltas de vigor, poco eficaces. Habría deseado contra los godos una guerra más tenaz y agresiva, y para eso, que los insurgentes en lugar de pensar en gobernarse por juntas y congresos, entreteniéndose en dictar constituciones, hubieran confiado la suerte de la patria a las manos de un dictador con facultades omnímodas. «¿Cómo pretenden», decía, «estos pueblos nacidos esclavos y educados para la esclavitud regirse como republicanos? Sus antecedentes, sus costumbres, su ignorancia, su religión se lo prohíben. No hay para ellos otro camino de salvación, que entregarse a la dirección de un hombre superior.» «Todas las desgracias que hemos soportado», escribía en 1815, «proviene de que no hemos seguido esta línea de conducta. ¿Qué podría detenernos? ¿El temor de que el dictador se convirtiese en un monarca? Mas no se atreverá, y si se atreve y lo logra, merece serlo.» La experiencia ha demostrado que las ideas emitidas por Camilo tienen mucho de falso, y si el espacio no nos faltara, no nos sería difícil refutárselas; pero prueban un ardor revolucionario, extraño en un individuo de su temple, una impaciencia febril porque se rompieran los vínculos que nos alaban a la Metrópoli.

Después del desastre de Rancagua, Henríquez emigró a las Provincias Argentinas. Durante su proscripción continuó sus estudios y sus trabajos por la libertad del Nuevo Mundo. Se dedicó a las matemáticas, a las cuales era en extremo aficionado, y se recibió de médico en Buenos Aires, aunque ejerció poco su profesión. Por orden de aquel gobierno, compuso un Ensayo acerca de las causas de los sucesos desastrosos de Chile, opúsculo que se distingue por la imparcialidad con que el autor desentraña el origen de la pérdida de este país, y dio sucesivamente a luz dos dramas sentimentales bajo el título de Camila el uno, y de la Inocencia en el asilo de las virtudes el otro, como también la traducción de un panfleto escrito en inglés por Bisset con la denominación   —25→   de Bosquejo de la Democracia. Algún tiempo después de su llegada un estatuto provisional promulgado en la república del Plata, decretó el establecimiento de dos periódicos, destinados el uno a censurar los abusos de la Administración, y el otro a defenderla, cuyos redactores eran nombrados y pagados por el Ayuntamiento. La dirección del segundo se confió a Camilo Henríquez, quien redactaba juntamente una especie de revista mensual llamada Observaciones. Habiendo insertado en el cuarto número de esta última un artículo contra ciertos actos del directorio que pugnaba con sus convicciones, hizo dimisión de su cargo de escritor oficial; porque se le quería obligar a que, según su contrata, sostuviese en la Gaceta Ministerial lo que había atacado en las Observaciones: él prefería la miseria a envilecer su pluma. A los dos años el cabildo de la misma ciudad volvió a sacarle de su retiro, para encomendarle, con el sueldo de mil pesos, la redacción del Censor que desempeñó desde febrero de 1817 hasta fines de 1818.

Corría el año de 1822, es decir, hacía cinco años que los españoles no dominaban en Chile, y cuatro que se había proclamado la independencia, y sin embargo Camilo no regresaba a su país. ¿Qué le detenía, pues, en el extranjero? La pobreza. Hacia esa época O'Higgins, que era director supremo de la República, se acordó del ilustre periodista, y le escribió llamándole y quejándose porque no le había cantado en sus versos. Para costearle el viaje, don Manuel Salas levantó entre sus amigos una suscripción que ascendió a quinientos pesos. Vuelto a su patria, Camilo fundó el Mercurio de Chile, papel en que procuró particularmente dilucidar diversas cuestiones de economía política; fue nombrado bibliotecario y secretario de la convención de 1822. Según su sistema, no tomó una parte activa en los asuntos políticos, de modo que con la deposición de O'Higgins su suerte no cambió en lo menor. Pero si se mostró prescindente en aquella crisis, no se mostró desagradecido con su protector caído. Fue por su empeño, como el general Freire dio al ex-director ese célebre pasaporte, que tanto honra al vencedor y al vencido en el cual se reconocen todos los servicios que la nación debe al segundo. La redacción de ese documento pertenece al padre Camilo.

Desde esta época hasta su muerte, tanto los mandatarios como sus amigos continuaron guardándole las consideraciones a que sus méritos le hacían acreedor; pero a pesar de todo, el fin de su vida fue triste. Con la edad sus dolencias se agravaron. A las enfermedades del cuerpo se agregaron las del ánimo. Se puso hipocondríaco y bilioso. Todo le incomodaba, nada le complacía. La miseria le hizo sentir todos sus rigores. Aunque era muy parco en su comida y muy humilde en su vestido, su renta no alcanzaba a satisfacerle sus necesidades; pues a más de ser escasa de por sí, se quedaba en su mayor parte entre las manos de dos criados que le servían y que le robaban descaradamente. Desde su venida de Buenos Aires, había dejado el traje eclesiástico, lo que hacía que muchas gentes no le tuvieran en mucho olor de santidad; pero murió con todas las apariencias de un hombre religioso y de un católico sincero, recibiendo devotamente los sacramentos de la Iglesia.

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La muerte de ese escritor que durante su vida había causado tanto ruido, que se había conquistado tantas simpatías, que había despertado tantos odios, pasó desapercibida. Ninguna demostración de dolor público solemnizó su entierro; ningún periódico se dignó consagrar una necrología, un simple aviso siquiera al fundador del diarismo en Chile. La fecha de la muerte de este patriota eminente habría quedado tan ignorada, como la de su nacimiento, si en el registro del cementerio, ese libro donde a nadie se le niega su lugar, donde se apuntan indiferentemente y mezclados unos con otros a grandes y pequeños, no se hallara en la partida correspondiente al 17 de marzo de 1824, un renglón que dice:

CAMILO HENRÍQUEZ DE 40 AÑOS DE EDAD. PARROQUIA DE SANTA ANA.

Nada tendríamos que observar sobre esa corta línea, porque en ese libro de los difuntos ocupan igual espacio los hombres célebres y los hombres oscuros, los presidentes y los mendigos, los que mueren en la cama o en el banco; si el cura, como si dudara a qué categoría pertenecía Henríquez, no le hubiera suprimido al mismo tiempo el don de que siempre hace preceder los nombres de las personas acomodadas, y el fray que pone delante de los miembros de las órdenes religiosas.

MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI.




ArribaAbajo- IV -

José Miguel de Carrera


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Don José Miguel de Carrera nació en esta ciudad de Santiago el 15 de octubre de 1785. Fueron sus padres don Ignacio de la Carrera y doña Francisca de Paula Verdugo, ambos de familias ilustres y para entonces acaudaladas. Pensaron dar a su hijo la educación correspondiente a su clase, colocándole en el colegio de San Carlos, que era el mejor establecimiento que existía en el país; pero la enseñanza rutinera, los malos métodos y peores textos, todo contribuía a formar hastío más bien que afición al estudio. Estando en el curso de filosofía renunció definitivamente al latín y al silogismo, y obtuvo de su padre el permiso para dejar el colegio.

Pocas carreras se abrían a los jóvenes en aquella época. La eclesiástica y la del foro que eran las preferentes se cierran para los que no se preparan por el estudio: la agricultura que era la ocupación de su padre en sus valiosas haciendas,   —28→   no podía convenir a un adolescente, y el campo en esa edad tiene pocos atractivos y muchos peligros: la del comercio, estaba reducida a unas cuantas tiendas o bodegones administrados por sus mismos dueños, sin dependientes, sin escritorios, sin libros, o sin más contabilidad que meros apuntes o recuerdos de memoria. Sin embargo, se quiso destinar a ella al joven Carrera, mandándole a Lima como teatro más grande, al lado de un anciano y célebre tío que allí tenía; pero la clase de giro que este hacía, la diferencia de edades y un genio algún tanto raro, le hicieron insoportable tal compañía. Dejó la casa y se fue a la de don Francisco Javier de los Ríos su paisano, sujeto amable, generoso y muy honrado: él le volvió a su familia.

La verdadera vocación de don José Miguel era la milicia; y, como en Chile no hubiese ejército, recabó de su padre la licencia y los recursos necesarios para pasar a España. Fácil le fue a su arribo a Madrid conseguir la plaza de teniente en el regimiento de Farnecio, recomendándose para ante sus jefes por su puntualidad, aplicación y bellas disposiciones. Cuando la invasión a la península por el Emperador Napoleón, se levantó un nuevo regimiento denominado Voluntarios de Madrid, y se le llamó para capitán, entrando al momento en campaña y hallándose en varias batallas. Se distinguió en los ataques de Madrid en diciembre de y 1808 y en las acciones de Mora, Consuegra, Puente del Arzobispo, Yevenes, Ocaña y en la de Talavera. Obtuvo varias medallas, que en la emigración a Buenos Aires vendió su esposa por solo el valor del oro para sustentarse con sus hijos por un día. Se había acreditado tanto en la organización y disciplina de tropas, que se le ascendió a sargento mayor y se le mandó a formar el regimiento de Húsares de Galicia; lo que hizo en muy poco tiempo, y a entera satisfacción del inspector Balcarce, según se lo expresó en una carta que existe entre sus papeles, y en la que, por premio de su trabajo le otorga una corta licencia para descansar en Cádiz.

Residían en esa ciudad muchos americanos que por la frecuencia de buques que llegaban de todas partes, estaban al corriente de los progresos que hacía la revolución en toda la América española. Se reunían, se comunicaban las noticias que adquirían, formaban planes para escaparse y venir a tomar parte en la gloriosa lucha de la independencia. Carrera fue denunciado al capitán general y encerrado en un castillo como reo de estado. Pudo sustraerse de la prisión por los esfuerzos de sus compañeros y por la generosa protección de los respetables ingleses Mr. Cockburn y Mr. Flemming comodoro al mando del navío Standart, próximo a zarpar para el Pacífico. Le dio pasaje en él y le dispensó su amistad.

El 26 de julio de 1811 tuvo el gusto de volver a su patria, y en el Manifiesto que publicó en 1818 dice: «La situación del país en aquella época era por cierto lamentable. Orden, combinación, experiencia, planes, energía, todo faltaba para establecer la independencia, menos el deseo de ser libres. Las formas republicanas unidas al poder absoluto: dividida la opinión por la divergencia de los partidos; la ambición disfrazada con el ropaje del bien público; la autoridad sin reglas para mandar; el pueblo sin leyes para obedecer;   —29→   cual nave sin gobierno en medio de las olas, fluctuando entre las convulsiones de la anarquía, presentaba Chile en su estado de oscilación el cuadro de la crisis espantosa que precede a la regeneración política de los pueblos, al exterminio de envejecidas preocupaciones, al sacudimiento súbito de un yugo antiguo y ominoso.»

Situación tal no podía durar: todos deseaban remediarla. El día 4 de setiembre, es decir, a los 40 días de haber desembarcado en Valparaíso, varios patriotas le convidaron para hacer una revolución, quitando las armas de las manos que las gobernaban, y nombrar una nueva junta superior. El sonido de las doce de la mañana fue la señal para asaltar el cuartel de artillería con el mejor efecto y quedó hecha la revolución y nombrado el nuevo gobierno, llamando a don José Miguel el libertador. «Este digno epíteto (dice el oficio) ha merecido VS. por la generosa acción de 4 del corriente, en que conciliando todo el carácter de un militar valiente con el de un virtuoso ciudadano, ha defendido a un tiempo los derechos de la religión, del rey y de la patria.»

Pronto siguió el descontento público contra ese gobierno y el 16 de noviembre hubo una reunión, o como entonces se decía pueblada, para destituirlo, nombrando otro en que entró Carrera como presidente. Descubrió una actividad extraordinaria, que contrastaba singularmente con la apatía de sus antecesores. Todos miraban estupefactos esa sed insaciable de reformas, y ese denuedo para acometer empresas. En 18 meses que duró su gobierno, logró arreglar las rentas públicas y casi doblarlas; creó el Instituto Nacional Literario; trajo de Norte América la primera imprenta que vio el país, con hombres competentes para manejarla; encomendando la redacción de la Aurora al literato Henríquez; formó sociedades para el fomento del comercio y la agricultura; entabló relaciones comerciales con Estados Unidos por medio de su amigo Mr. Joel Roberto Poinsset cónsul general; organizó la fuerza armada y levantó los escuadrones de la Gran Guardia, que él mismo instruía y disciplinaba; se construyeron cuarteles, trenes y campamentos volantes, fábrica de armas, etc., etc.

Carrera miraba la guerra tan próxima, como remota los ciudadanos, y tantos preparativos, se tomaban como amagos contra la libertad y medios para la tiranía. Pensaron contenerlo por medio de conspiraciones horrorosas, en que siempre se acordaba asesinarlo, junto con su respetable y anciano padre y sus dos hermanos. La primera se descubrió el 27 de noviembre: fueron presos sus autores y convictos, muchos condenados a muerte y otros a expatriación, como consta del proceso original que existe en su familia; pero todos fueron perdonados sin lograr vencerlos con la generosidad, sino alentarlos para entrar en otras y otras que también se descubrieron.

Desesperados de obtener por estos medios sus inicuos intentos, fomentaron una guerra abierta con la vasta y poblada provincia de Concepción. Se pusieron las fuerzas de ambos bandos en campaña, y encontrándose en las márgenes del caudaloso Maule, pidió Carrera una entrevista al Dr. don Juan Martínez de Rozas, que era el hombre influente en el sur, y allí pudo su natural   —30→   elocuencia, su persuasión, sus finos modales, conjurar una borrasca que podía matar a la patria en su cuna. Se firmó una convención que puso fin a la contienda; pero que no restableció la concordia y unidad tan necesaria para resistir a la futura invasión.

Vuelto a la capital y al ejercicio de la primera magistratura, redobló su actividad para organizarlo todo. Ya veía más claro los planes del virrey de Lima, así por la rebelión de la plaza de Valdivia, como por la nota insultante que había pasado al gobierno. Pensó Carrera salir para la frontera con el objeto de pasar una revista de inspección a la fuerza veterana, y organizar la de milicias, para hacer que entrase en sus deberes la refractaria Valdivia; pero listo ya para el viaje, se descubrió una nueva conjuración que le detuvo. Finalizado el proceso y condenados los reos, llegó la noticia del desembarco de la expedición realista en San Vicente. Este fue el momento en que Carrera desplegó todo su genio emprendedor y activo, toda la fuerza de su inteligencia, todas sus virtudes cívicas, toda su generosidad. Puso en libertad a todos los reos políticos, llamó a todos los que estaban confinados en los campos, convidó con el olvido de lo pasado, pidió la cooperación de todos los partidos para resistir al enemigo, expidió todas las órdenes necesarias, y al día siguiente partió para el sur con una escolta de doce húsares, y dos oficiales que le ayudasen en las tareas de reunir víveres, caballos, milicianos y cuanto su previsión creía necesario. A los 20 días estaba en las orillas del Maule al mando de más de nueve mil hombres.

Abrió la campaña con la atrevida empresa de sorprender al enemigo en su campamento de Yerbas Buenas, lográndolo tan completamente que casi todo él rindió las armas en un instante. Este glorioso hecho tuvo el resultado de desalentar a los realistas hasta ponerlos en retirada, y entusiasmar a los inexpertos patriotas hasta llegar a creerse invencibles. La batalla de San Carlos, el asalto de Talcahuano y la sumisión de todo el territorio en menos de 40 días, fue la obra de Carrera, y en sus acertados planes, entró el de encerrar al enemigo en Chillan, cortado de toda comunicación con el Perú. Pronto le puso un sitio estrecho; pero el duro invierno que fue tan funesto a Napoleón en Rusia, causó los mismos males en escala proporcional al ejército chileno. La fortaleza de ánimo y aun de cuerpo con que el general soportó la desgracia, pasando a la intemperie día y noche presenciando cuanto se hacía, las prevenciones tan oportunas que tomaba, todo captaba la admiración y el soldado viéndole sufrir con constancia la misma hambre y sed, la misma lluvia, lo consideraba como un amante padre. Levantó el sitio para reponerse.

Dos meses después volvió y reunidas en el Roble la división de O'Higgins, con las de los dos Benavente, se alojó Carrera con su pequeña escolta y al amanecer del 12 de octubre fueron sorprendidas completamente. Esta función de armas fue gloriosa, como todas en las que él se hallaba. Cortado por los realistas se arrojó al Itata a nado, y al tocar la orilla opuesta, se encontró con otra partida enemiga, no dejando otro arbitrio que seguir aguas abajo, perseguido tan de cerca que tuvo una herida en el costado y su caballo varias; pero su valor   —31→   y sangre fría, y el acertado tiro de pistola que puso en la cara de su perseguidor le pudieron salvar.

Los enemigos políticos de don José Miguel se habían apoderado de los consejos supremos, y acordaron, deponerlo del generalato; pero temiendo su resistencia, separaron la atención de los realistas y se contrajeron a practicar mil y mil bajezas para lograr su intento. Pensaban darle por sucesor a un militar extranjero, y exaltado su patriotismo con esto pidió ser reemplazado por el coronel O'Higgins. ¡Qué pronto debía pesarle tal elección!

Separado del mando se desencadenaron los odios contra su persona: le insultaron, le obligaron a salir de Concepción por tierra, sin escolta competente y sin los necesarios medios de atravesar 80 leguas de campos casi dominados por el enemigo. En Penco hizo una parada para reunir algunos amigos que le acompañasen y algunos caballos; pero al amanecer del tercer día fue asaltado por una partida realista, asesinados los asistentes, saqueados los equipajes, y amarrados don José Miguel y su hermano don Luis, fueron llevados a Chillan y encerrados en inmundos calabozos, cargados de grillos, y procesado el primero como reo de lesa-majestad. Los realistas creyeron dominar a Chile con solo tener encadenado al león que lo defendía. Se dijo que la prisión era obra de una venta, y si no hubiesen documentos, bastaría para creerlo el haberse efectuado a dos cuadras de la fortaleza, a tres leguas del ejército, y la flojedad con que fue perseguido el enemigo.

Por los ignominiosos tratados de Lircay se pusieron en libertad a todos los prisioneros, menos a los Carreras que por un artículo secreto debían ser embarcados en Talcahuano para llevarlos al virrey con la causa seguida. Carrera descubrió el plan y en la misma noche efectuó su escape, para caer en nuevas persecuciones. Conociendo que mientras dominasen el país sus crueles enemigos, no podía él gozar de tranquilidad, trató de pasar la cordillera por el Planchón y embarcarse en Buenos Aires para Norte América. Un temporal le cerró el camino, y descubierto el viaje se atribuyó que se acercaba al ejército para sublevarlo. La persecución fue desde entonces más activa: lograron prender a don Luis, y llamaron por edictos y pregones a don José Miguel. No se le dejó más camino que el de una revolución, y el último día que se cumplía el plazo de los edictos, se presentó con algunos amigos en los cuarteles de la capital, dirigió a los soldados sus enérgicas palabras y la revolución fue hecha. Trajeron a su presencia al Director Supremo, y Carrera le dijo: -Señor, no he podido cumplir antes con su llamamiento. Aquí estoy. El buen general Lastra le contestó: Estoy en poder de V. disponga como quiera de mí. -Dispongo que se vaya V. tranquilo a dormir con su buena señora. ¡Qué contraste!

Colocado Carrera por segunda vez en la silla presidencial, despachó incontinenti un parlamentario para intimar al general español que si en el término de un mes no dejaba el país como estaba estipulado, tuviese por rotas las hostilidades. O'Higgins apresó al oficial y le quitó las comunicaciones, y celebró una junta de guerra en la que se acordó desconocer al nuevo gobierno,   —32→   y marchar con el ejército a derribarlo, en circunstancias que un general realista había desembarcado en Talcahuano con un fuerte auxilio. Carrera con su acostumbrada actividad levantó tropas en Santiago, bien para resistir a O'Higgins, si era tan terca y ciega su pasión, o para reforzarlo contra los españoles si lograba despertar su patriotismo. Por desgracia todo fue inútil y la catástrofe tuvo lugar a dos leguas de la capital el 26 de agosto, quedando O'Higgins completamente derrotado y la patria despedazada. El mismo día de esta nefanda acción pasó el río un parlamentario español que venía a retaguardia de O'Higgins para intimar la rendición al que triunfase. Carrera le rechazó con indignación. O'Higgins había escapado con unos pocos oficiales y a los dos días pidió perdón a Carrera que se lo otorgó con la mayor generosidad, le hospedó en su casa y paseó las calles con él, para demostrar al pueblo su cordial reconciliación.

Un mes antes y en medio de tan graves atenciones don José Miguel había contraído matrimonio con la señorita doña Mercedes Fontecilla y Valdivieso, parienta suya, y que desde su llegada de Europa había conquistado su corazón, y esperaba que alcanzase a la edad núbil. Este afecto, por grande que fuese, no le embargaba el tiempo para trabajar en la reorganización del ejército; pero esta reorganización no era posible en treinta días, después de haber combatido una mitad contra la otra, y habiendo quedado tan hondos rencores. Consecuencia de ellos era la insubordinación general y la obstinación para encerrar el grueso del ejército en la estrecha plaza de Rancagua. El 1.º de octubre fue atacada por el general Osorio con dobles fuerzas que las nuestras y mejor ordenadas. Se rindió con honor, pero la patria llorará siempre ese infausto día.

Don José Miguel Carrera creyó alargar la guerra hasta donde fuese posible, retirándose a las provincias del norte con cuantos recursos pudiese trasportar, pero el pánico era general y todos pensaban solo en emigrar a Mendoza. La defección de la guarnición de Valparaíso que había mandado retirar hacia Quillota: la de la escolta de los caudales públicos, y la general insubordinación le quitó hasta la última esperanza. Entonces se contrajo a formar una fuerte guerrilla, compuesta de fieles y valientes soldados, para proteger la emigración. Tuvo varios ataques que sufrir dentro de la misma cordillera, y él fue el último que la dobló.

Sus principales enemigos volaban más que marchaban para Mendoza, con el fin de prevenir el ánimo de San Martín contra los Carreras y sus amigos. D. José Miguel había pedido oficialmente el asilo, y por tanto creía que los restos del ejército debían conservar su bandera, lo que no quería San Martín; porque miraba en perspectiva la reconquista de Chile bajo sus órdenes. Fomentó por todos medios las discordias, se hizo acusar a los Carreras y sus partidarios como ladrones de los caudales públicos; y por último, se apoderó de sus personas y mandó registrar escrupulosamente los reducidos equipajes, en los que no se encontró objeto alguno de valor. Chasqueados en este escrutinio y rota la máscara, desterró a Buenos Aires a los dos Carreras con sus   —33→   tiernas esposas y a varios de sus compañeros escoltados por una partida de dragones, que ellos habían de costear, para apurar así sus escasos recursos.

Don José Miguel llegó a Buenos Aires en mala hora. Acababa de ocurrir a su hermano D. Luis un duelo, en que tuvo la desgracia de dejar muerto a su adversario. Un duelo en un pueblo nuestro y entre dos personas notables era una novedad espantosa. Se practicaron varias prisiones y se levantó un proceso para aplicar las penas señaladas por las leyes. Por fortuna este crimen tiene siempre celosos abogados en los militares, y los de allí tomaron la defensa de don Luis y, con sus esfuerzos, lograron sobreseer la causa.

Pocos días después acaeció una revolución, y el general Alvear dejó la ciudad con un bello ejército: se acampó en los Olivos. Don José Miguel que día y noche soñaba con la restauración de Chile, le hizo una visita para aconsejarle que, abandonando intereses mezquinos de partido y huyendo de una guerra civil, acometiese tan gloriosa empresa. Esta visita le valió una prisión en el Fuerte, aunque el presidente del cabildo la atribuyó a un equívoco.

Conociendo el triste estado en que se hallaba Buenos Aires y que sus exhortaciones no encontraban eco, se embarcó para Norte América a mediados de 1815 en busca de algunos recursos para armar buques que hostilizasen a los enemigos de su patria. Para costear este viaje empeñó las alhajas de su señora en mil pesos. Fue muy bien recibido en aquella tierra clásica de libertad. El presidente Monroe le acogió con franca y leal benevolencia. Sus amigos, M. Poinsett y M. Porter, le proporcionaron valiosas relaciones en la alta sociedad, y las contrajo también con el rey José, con los mariscales Closel y Grouchy y con los más ilustres emigrados. Ellos le dieron planes de organización de ejércitos, de establecimientos científicos y de muchas otras cosas que podrían plantearse en Chile. Pudo formar una flotilla de tres buques, cargándolos de armamento, municiones, etc. y llenarlos de hombres utilísimos; entre ellos dos generales franceses, 30 oficiales distinguidos y otros tantos literatos y artistas sobresalientes. Algunos han prestado servicios importantes. Para probar su gran capacidad para todo, nótese que vino hablando el francés y el inglés habiendo partido sin conocer una palabra de estos idiomas.

A los 14 meses, es decir, a fines de 1816 ancló en Buenos Aires la fragata Clifton y, después de abrazar a su esposa, pasó a presentarse al director Pueyrredon que le recibió con mucha frialdad. Dándole cuenta de sus planes sobre las costas de Chile, le dijo el director: «A la fecha San Martín debe haberse movido contra Chile.» Carrera le contestó: «Tanto mejor, iré a ayudarle por mar.» -«V. no puede ir a Chile, porque hemos acordado con San Martín la persona que se ha de encargar del mando.» -«Entonces San Martín no va a libertar el país sino a conquistarlo, no va a dejar a los pueblos que elijan a su mandatario, sino a imponérselo.» -«Qué quiere V. así es preciso.»

Desde ese momento quedó Carrera vigilado muy de cerca. Se le obligó a desembarcar a sus compañeros, tomó en arriendo una quinta para alojar a los que no cabían en su casa, y los mantuvo hasta que cada uno buscó acomodo.   —34→   La fragata se dio a la vela con su cargamento, y así mismo un bergantín que acababa de llegar, y fueron a expender su carga a otra parte.

Llegó la noticia de la batalla de Chacabuco, y la noche antes de entrar el general San Martín a aquella ciudad para recibir la corona tan bien merecida por ese espléndido triunfo, fue preso don José Miguel, su hermano don Juan José y sus más inmediatos amigos, embargados todos los papeles y hasta una pequeña imprenta que tenía empaquetada. San Martín le visitó en su calabozo, y es doloroso confesar que fue con solo el objeto de insultarle. Al día siguiente fue llevado a bordo de un buque de guerra de donde, burlando la vigilancia de sus guardias, logró escapar y asilarse en Montevideo.

El general portugués Lecor le concedió un generoso asilo y mucha benevolencia, a pesar de los repetidos reclamos de Pueyrredon. Dedicó su tiempo a vindicar su honor tan vilmente ultrajado en los escritos de sus tenaces perseguidores. Escribió un manifiesto a los pueblos de Chile, y respondió a cuanta calumnia se le hacía, pero como la prensa pública no pudiese dar a luz sus escritos, se procuró una pequeña imprenta. Nunca había conocido el mecanismo de esta arte, y principió por distribuir los tipos en platos de loza, colocándolos en el suelo de su cuarto y según el orden alfabético. Figúrense las idas y venidas, las distintas posiciones que tenía que tomar, para componer una palabra. Con la paciencia propia a una voluntad fuerte, logró componer las cuatro primeras páginas, después de deshacerlas muchas veces. Por fortuna llegó un amigo inteligente que le enseñó y ayudó a montar la letra, a hacer y amarrar las formas, manejar la prensa etc.

Mientras tanto sus recursos pecuniarios se agotaban, y órdenes expedía la corte del Brasil para que se le expulsase como pedía Buenos Aires. Confiscados todos sus bienes, asesinados sus dos hermanos en Mendoza, y su respetable y octogenario padre muerto por la bárbara medida de presentarle la cuenta de la ejecución de sus hijos para que la pagase, su hermana presa en un fortín de la frontera, y su mujer y tiernos hijos sin hogar; ¿qué hacer? Pidió asilo al oriental Artigas y se lo negó. Desesperado monta un día a caballo con una pequeña maleta a la grupa, y acompañado sólo del coronel francés M. Mercher, se arroja a la campaña sin destino y sin brújula. La suerte le llevó a Entreríos donde gobernaba Ramírez. Éste le recibió con desdén, no sólo por su natural suspicacia, sino por saber que Artigas no lo quería; pero antes de tres días se había ganado su voluntad y confianza. Pronto le decidió a emprender una campaña contra el gobierno de Buenos Aires, tomando primero a Santa Fe para asegurar su retaguardia y aumentar sus fuerzas. Pueyrredon tomó activas providencias para defenderse, poniendo en campaña sus mejores tropas y acreditados generales. Nada pudo contener el torrente de Ramírez gobernado por Carrera. En el Rosario es derrotado Balcarse y después en San Nicolás; Viamont, general en jefe, cae prisionero; Rondeau es deshecho en la cañada de Cepeda, Soler en la cañada de la Cruz y puente de Marqués y pone sitio a Buenos Aires por 19 días. Baja del mando Pueyrredon y le sucede Sarratea. Ya Carrera ha logrado su principal objeto. Saca de los archivos   —35→   la correspondencia del gobierno de Chile que le es referente; llama a los chilenos allí residentes y se le reúnen como 300 en la chacarilla. Una asonada que fracasó en Buenos Aires le llevó al general Alvear y muchos jefes comprometidos y que lo comprometieron también por haberlos recibido bien. Entonces se puso en juego la intriga y el oro para defeccionar a los aliados de Carrera. Tuvo que quedar solo y defenderse de varios ataques en los que, si no triunfaba, se retiraba en orden. Por Melincue se internó en la pampa o desierto y después de 35 días de marcha muchos sin encontrar agua ni carne, alimentándose con los caballos, llegó a una toldería de indios. Entró en relaciones con los principales caciques, y se hizo adorar de ellos, hasta darte el título de Pichi Rey o reyecito. Algunos que renunciaron por sus insinuaciones a robar y matar, le siguieron cuando volvió a la frontera por la noticia que Ramírez había pasado de nuevo el Paraná.

En Chaján fue sorprendido por 600 cordobeses a las órdenes de Bustos y los derrotó con sólo 150 chilenos. Lo mismo hizo con los puntanos en Río Quinto, en el 4º con los mendocinos, matando a su jefe Morán. En San Luis descubrió un motín entre sus soldados ganados con los doce mil pesos que había mandado allí O'Higgins, como mandó 30 a Mendoza y 30 a San Juan, conociendo que éste era el mejor medio para vencer a soldados mal comidos, mal vestidos y sin paga alguna. Este motín fue deshecho por entonces, mediante las medidas acertadas y generosas que empleó. El 29 de agosto, salió con dirección a San Juan, y en las lagunas de Guanacachi, encontró una división enemiga medio atrincherada; pero no pudo vencerla por el mal estado de su caballada. -Continuó su marcha hacia Jocoli donde se le dijo había un destacamento cuidando cantidad de caballos. En medio de una noche muy oscura, sale de sus tropas un grito: «Alto, amarrar al general y al coronel y matar a los oficiales. «Los traidores Arias, Moya, Fuentes e Inchauti caen sobre él: faltaron sus pistolas y fue amarrado. Se avisó la noticia a Mendoza y lo hicieron entrar en esa situación entre mil escarnios e insultos. Fue encerrado en el sótano e intimada la sentencia de muerte que sus crueles enemigos habían dictado el 27 de noviembre de 1811. Don José Miguel recibió la noticia sin sorpresa: pidió por confesor al que lo era de su suegra doña Rosa Valdivieso, que residía presa en aquella ciudad, y se le negó. Quiso verla y el estado de debilidad y abatimiento en que se encontraba la señora, no le permitió darle este consuelo. Suplicó le diesen un poco de papel y tinta, y se sentó con toda calma a escribir la siguiente carta:

Sótano de Mendoza, setiembre 4 de 1821. 9 de la mañana.

«Mi adorada pero muy desgraciada Mercedes: un accidente inesperado y un conjunto de desgraciadas circunstancias, me ha traído a esta situación triste. Ten resignación para escuchar que moriré hoy a las 11. Sí, mi querida, moriré con el solo pesar de dejarte abandonada con nuestros tiernos cinco hijos, en país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos. -¡Más puede la Providencia que los hombres! No sé por qué causa se me aparece como un   —36→   ángel tutelar el oficial D... Olazábal, con la noticia de que somos indultados, y vamos a salir en libertad con mi buen amigo Benavente y viejecito Álvarez que nos acompaña...»

El ángel era un demonio que daba esta noticia para ver si con transiciones tan violentas lograban que cayese en enajenación mental. Al poco tiempo vinieron a sacarle para el patíbulo y entonces tomó un pedazo de papel como de dos pulgadas y escribió con lápiz por uno y otro lado:

«Miro con indiferencia la muerte; sólo la idea de separarme para siempre de mi adorada Mercedes y tiernos hijos despedaza mi corazón. Adiós, adiós.»

Lo dobló y encerró en la caja del reloj y se puso en marcha. Desde la puerta de la cárcel tendió la vista por la plaza llena de tropas y gente: se sonrió con los que le mostraban simpatías; pero al oír gritos insultantes y algazara dijo, -«¡Qué pueblo tan incivil!» Los sacerdotes le pedían que perdonase al pueblo y olvidase las injurias. Les respondió: «Si el olvido pudiese mitigar los males que se han inferido a toda mi familia, o hiciere menos notorias tamañas injusticias, lo haría libremente; y añadió, que tenía la conciencia de la rectitud y honor de toda su vida, y que por eso no olvidaría ni pediría el olvido de sus enemigos entre los que contaba a los mendocinos como los más bárbaros e iliberales. «Al llegar al banco se quitó un precioso poncho y, junto con su reloj, lo mandó a su señora suegra como un recuerdo para sus hijos. Se sentó, y tratando de atarle los brazos y vendar los ojos, rechazó a los verdugos con indignación. Se puso la mano sobre el corazón y mandó el fuego: dos balas le entraron por la frente y dos por la mano al corazón: cayó casi sin agonía, en el mismo lugar en que dos años antes habían caído sus dos hermanos. La cabeza y un brazo le fueron cortados y puestos en la picota en la torre del cabildo. -Después se dijo que la primera había sido mandada a O'Higgins.

Dos años después, todos sus enemigos políticos habían desaparecido de la escena pública, y vagaban en tierra extraña ocultando su vergüenza e ignominia, sin que hubiesen podido sostenerse en el mando a pesar de tan cruel tiranía y tanta efusión de sangre.

Cuando Chile gozó de la plena libertad que nunca había tenido, ni tal vez tendrá después, el Congreso dictó una ley vindicando la memoria de los Carreras, mandando una numerosa comisión a transportar sus cenizas, honrándolas con las más solemnes exequias y premiando a su familia; y entonces el fúnebre poeta cantó:


Cubran cipreses fúnebres la escena
del sacrificio atroz -riéguela el llanto
       de la nación chilena,
       y desde el trono santo
donde reside el Hacedor Divino
grato perdón descienda al asesino:
mas eternice el genio de la historia
       la incorrupta memoria
del que sabe morir como hombre fuerte
       del que marcha a la muerte
       sin que le imprima susto,
así muere el honrado y muere el justo.
Así inmolados por venganzas fieras
murieron en Mendoza los Carreras.


J. J. DE MORA.                


  —37→  

Mr. Yates, joven irlandés que sirvió a las órdenes del general y le acompañó hasta lo último, en un escrito que sirve de apéndice a la obra de M. Grahan hace este retrato:

«Carrera tenía 35 años: era alta y graciosa su presencia, tenía el cabello negro, frente espaciosa, ojos negros y penetrantes: nariz aguileña. Él era honorable, emprendedor y bravo: franco con sus amigos: libre de disimulación o envidia: compasivo y generoso hasta el extremo. Su genio era suave e igual: ni la adversidad ni la buena fortuna podían perturbar la elevación de su alma. Su humanidad era tan excesiva, que casi no merecía el nombre de virtud; porque traspasando los límites que la prudencia prescribe, degeneraba en inexplicable falta o debilidad. Un enemigo, por criminal que fuese, era tratado con la misma generosidad y compasión. Aun los asesinos de nuestros soldados y compañeros eran salvados, ofreciéndoles así la ocasión de continuar haciéndonos mal.

«Esta magnanimidad que habría inmortalizado a Carrera en cualquiera parte del mundo, era perdida en América, donde tal virtud es poco conocida y menos practicada. Sus enemigos atribuían su generosidad a miedo, y en algunos de sus papeles públicos tenían la impudencia de llamar cobarde al que con ciento cuarenta hombres y los solos recursos de su genio, había hecho vacilar a los gobiernos y gobernantes desde el Atlántico hasta el Pacífico.

«Si su ambición era vivir sin una mancha de sangre, crueldad o injusticia echada sobre su carácter, él logró sus deseos; pero es más que probable que sus bárbaros enemigos nieguen todas sus buenas calidades.»

DIEGO JOSÉ BENAVENTE.




ArribaAbajo- V -

D. J. A. Martínez de Aldunate


Obispo de Santiago


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No, nosotros no debemos conocer otra empleo, otra función, ni tener otro interés que el de Dios. Si nosotros guardásemos esta ley de nuestro santo ministerio, no veríamos todos los días invadidos los derechos y la autoridad del sacerdocio, que son los de Jesucristo.


BOSSUET, Elévations sur les mystères-VI.                


En aquel memorable cabildo abierto que tuvo lugar el 18 de setiembre de 1810, una numerosísima concurrencia esperaba, con visibles muestras de ansiedad, las propuestas que hacía don José Miguel Infante de los personajes que debieran formar la primera junta gubernativa. Ruidosos y prolongados aplausos se siguieron a las palabras del procurador de ciudad, cuando propuso para vice-presidente al obispo electo de Santiago, doctor don José Antonio Martínez de Aldunate.

Y no porque hubiese entrado el resorte y la cábala en su nombramiento, puesto que Aldunate estaba fuera de Chile desde siete años atrás. Fueron sus talentos y virtudes, su carácter elevado y sus distinguidos antecedentes, los que le hicieron acreedor a esta honra.

  —40→  

El obispo Aldunate, en efecto, pertenecía a una de las familias más encumbradas de la colonia: era chileno de nacimiento: poseía una ilustración vastísima para la época y el país: era doctor in ambabus, como entonces se decía; esto es, en derecho civil y en ciencias sagradas: había alcanzado las dignidades más prominentes en la carrera eclesiástica y en la enseñanza: fue deán de la catedral de Santiago y rector de la real universidad de San Felipe: se hacía notable por su espíritu liberal y avanzado, por su trato franco, por sus elevadas virtudes, por sus afables y corteses modales. Estos eran sus verdaderos méritos.

Nació don José Antonio Martínez de Aldunate en la ciudad de Santiago, por los años de 1730. Eran sus padres don José Antonio Martínez de Aldunate, y doña Josefa Garcés y Molina, de noble estirpe y de fortuna considerable: entre sus deudos contábanse en aquella época un oidor de la real audiencia, un deán y un arcediano de esta iglesia catedral.

A las ventajas que le daba su nacimiento, unió en breve las de una educación escogida. Sus estudios fueron los más completos que se hacían en el país, y sus adelantos precoces: cursó latín, filosofía y teología en el convictorio jesuítico de San Francisco Javier, con tanto aprovechamiento que siempre alcanzó el aplauso en los exámenes o actos públicos a que se sometía al estudiante.

Su familia concibió las más lisonjeras esperanzas de su singular aplicación, y de sus rápidos adelantos. En efecto, Aldunate era un teólogo de nota y un jurista distinguido antes de los veinte y cinco años. En esa edad fue graduado de doctor en la universidad de San Felipe.

El joven Aldunate se había sentido con vocación a la carrera eclesiástica desde sus primeros años. Educado en el colegio jesuítico, había palpado de cerca las ventajas del sacerdocio para el cultivo de la inteligencia, tenía por maestros a los hombres más sabios del reino; y si no quiso abrazar la vida del claustro, se resolvió al menos a recibir las órdenes sacerdotales. La virtud, que había echado hondas raíces en su corazón, y el amor a las ciencias lo indujeron a pronunciar sus votos.

Entonces, su saber era aplaudido por todo el clero de Santiago: en un examen general de teología a que asistió el obispo Aldai, Aldunate llamó su atención y la de todos los presentes. La fortuna favorecía, pues, sus esfuerzos desde sus primeros pasos en el mundo.

Desde aquel día su carrera fue la de los honores y distinciones; el prestigio de su familia y su ilustración, lo elevaron a las más altas dignidades de la iglesia de Santiago. En 1755, un año antes de celebrar su primera misa, obtuvo el empleo de promotor fiscal eclesiástico. Canónigo doctoral, dos años después, asesor de la audiencia episcopal, provisor y vicario, gobernador del obispado en dos ocasiones, por ausencia de los obispos Aldai y Sobrino, comisario general del santo oficio, canónigo tesorero, chantre, arcediano,   —41→   y finalmente deán en 1797, había recorrido en cuarenta y dos años los más honrosos puestos de la carrera eclesiástica.

Tantos honores no eran el premio de una vida de cilicios y mortificaciones: al canónigo Aldunate, por el contrario, no se le miraba como miembro de la parte rígida y austera del clero de Santiago. Su reputación le venía de su saber, de su caridad y de su conducta sin mancha; pero era liberal en sus ideas, compuesto en el vestir, afable y cortesano en sus modales: jamás se hizo notar por fastuoso si bien gustaba de algunas comodidades: su jardín era uno de los mejores de la ciudad, y su casa era de ordinario el lugar de reunión de sus numerosos amigos. Solía distraerse con juegos inocentes que no fueron para él objeto de lucro, sino de mero entretenimiento; y su reputación no sufrió menoscabo alguno en el concepto de los hombres que lo miraban como sacerdote moral en sus costumbres, franco en su trato, caritativo con la indigencia, erudito doctor, orgullo y lumbrera de su patria.

Los estudios, en efecto, habían hecho de Aldunate una notabilidad en derecho civil y canónico, y uno de los maestros más distinguidos del reino. En 1755, a los veinte y cinco años de edad, fue nombrado examinador en sagrados cánones en la real universidad de San Felipe, por el capitán general Ortiz de Rozas: al siguiente año el presidente don Manuel de Amat hizo los primeros nombramientos de los catedráticos que debían enseñar en la misma universidad, le encargó la cátedra de instituta. De documentos auténticos consta que la regentó con general aceptación por el término de doce años.

Desempeñaba aquel cargo, cuando fue nombrado rector del cuerpo universitario, en la elección anual de 1764. Joven entonces, Aldunate se veía elevado a una dignidad a que no alcanzaron sus predecesores, sino después de largos años de estudio, y en una edad próxima a la decrepitud. Con mayor empeño que aquellas, emprendió trabajos en la reforma de estudios, y en la construcción y mejora del claustro. Con este motivo fue reelecto al siguiente año, y nombrado por tercera vez, por el gobernador Guill y Gonzaga, con desprecio de los estatutos de la corporación.

Aldunate se sentía impulsado en su carrera literaria por cierto amor de gloria que le daba aliento para proseguir en el estudio: en 1768 hizo oposición a la cátedra de prima de leyes, que dejaba vacante la muerte del doctor don Santiago Tordesillas, sometiéndose gustoso a las más apremiantes pruebas. Los doctores que componían la comisión examinadora, tuvieron que admirar el alto grado a que había llegado el saber del pretendiente: en la lectura de su discurso, fue interrumpido por los aplausos, y antes de concluir, se le aviso que la comisión se hallaba completamente satisfecha de su primera prueba. El claustro universitario admiró sus otros exámenes, y le confirió la. propiedad de la cátedra.

El desempeño, de esta lo ocupó hasta el año de 1782, en que fue   —42→   acordada por unanimidad su jubilación. Durante ese tiempo se manifestó empeñoso en la enseñanza, y laborioso en el estudio. La tradición ha conservado hasta el día, el recuerdo del tino superior y la paciente laboriosidad con que ilustraba al discípulo, en ese sutil embolismo del sistema escolástico.

Pero no sólo se distinguió en la enseñanza: en el tribunal eclesiástico había dado pruebas de gran prudencia para resolver con sigilo y por los medios de una honesta transacción, las escandalosas cuestiones que solían suscitarse. Paciente y tolerante con los contendientes, resolvía al fin en términos corteses y afables, amonestando con dulzura y aun con palabras chistosas, que no ofendían a las partes, ni a su propia dignidad.

Esa misma jovialidad le era característica: en él la alegría fue habitual, porque era el reflejo de su conciencia; mas nunca la llevó a los asuntos graves que tanto ocuparon su espíritu. Encargado del gobierno de la diócesis en 1771, por el obispo Aldai, que pasaba a Lima para asistir al concilio provincial, se condujo, con notorio acierto. Los principios liberales en materia contenciosa con el poder temporal, le valieron las honrosas palabras que siguen, tomadas de un informe que aquel ilustre prelado dirigió al rey:

«Regresado de Lima al cabo de dos años, hallo que ha gobernado la diócesis con celo conservando la disciplina eclesiástica, el buen arreglo del clero, y velado sobre la conducta de los curas; con prudencia, pues, no ha tenido competencia alguna con las justicias reales, ni con las religiones; por cuyo motivo me han aplaudido todos su gobierno y principalmente vuestro gobernador y capitán general de este reino, y los ministros de esta real audiencia quienes han podido experimentar su talento más inmediatamente por la asistencia que en este tiempo ha tenido a las juntas de aplicaciones, y de remates de las temporalidades de los regulares de la compañía.»

Aldunate, en efecto, formaba parte de la dirección general de temporalidades de Indias, encargada de enajenar los bienes de los regulares jesuitas. Esta comisión, que desempeño con general aplauso, era tanto más desagradable para él cuanto que tenía profundas simpatías por aquel orden. Entre sus miembros contaba numerosos amigos, maestros o condiscípulos, a quienes protegió en su desgracia y proscripción por cuantos medios estuvieron a su alcance: el sapientísimo, padre Lacunza le da el apodo de benefactor y amigo «en una carta que he tenido a la vista, fechada en Imola en 23 de setiembre de 1791.

En esa misma carta le anuncia el jesuita Lacunza, quedar concedida por su santidad para el reino de Chile, la festividad del corazón de Jesús, según había solicitado Aldunate.

Esta nueva prueba de piedad, era un mérito más ante los devotos colonos y ante las autoridades del reino, que informaron al rey de sus virtudes y su saber, y solicitaron para él los puestos más eminentes: el presidente Jáuregui lo presentó en 1778 para el obispado de Concepción, vacante por la muerte de don Pedro Ángel Espiñeira, designándolo como un sacerdote   —43→   de genio suave, insinuante, entendido, ilustrado y predicador de renombre. Aldunate había sido en realidad uno de los oradores más distinguidos, hasta que a causa de haber perdido los dientes, su pronunciación se hizo débil y confusa.

Tan empeñosas solicitudes fueron oídas al fin en la metrópoli: hicieron que fuese promovido al episcopado de Guamanga en 1803.

En esa época, Aldunate contaba 73 años. Sin ambiciones de ninguna especie, cercano al sepulcro, no celebró la promoción, que lo separaba del seno de su familia: pero resuelto a embarcarse para su destino, hizo general cesión de todos sus bienes entre sus parientes y los pobres, fomentando los establecimientos de beneficencia y aliviando a los desgraciados a quienes había socorrido hasta entonces.

Este último rasgo de su acendrada caridad le valió las bendiciones de toda la ciudad de Santiago. Su carácter insinuante le había granjeado profundas simpatías entre sus amigos y discípulos, y esta última prueba de desprendimiento, convirtió en lágrimas sus últimos adioses.

Los años no habían debilitado su espíritu en aquella edad. Alentado por el deseo de plantear mejoras en la diócesis cuyo gobierno se le confiaba, inició una reforma radical en los estudios eclesiásticos, y construyó desde sus cimientos una casa destinada para la práctica de los ejercicios de San Ignacio, con sus propias rentas, y sin perjuicio de las considerables limosnas que repartía de ordinario.

Y no fue esto todo: en un informe presentado en 1804 al ministro de Indias, por el intendente de Guamanga don Demetrio O'Higgins, cuyo principal objeto era pedir mejoras en el orden civil y religioso contra los desmanes de los alcaldes y curas, no se halla nombrado Aldunate más que una sola vez, para hacer presente su celoso empeño en proveer las parroquias vacantes. Aquel informe es únicamente una acusación terrible al régimen eclesiástico de la provincia; y el silencio que guarda sobre la conducta del obispo Aldunate, constituye su mejor elogio.

Su permanencia en Guamanga no fue de larga duración: al salir de Santiago llevaba la persuasión de que lo dejaba para siempre; pero la muerte del obispo Marán vino a dejar vacante esta diócesis en 1807. Con este motivo todas las corporaciones de Santiago elevaron sus súplicas al monarca español, a fin de que se sirviese presentar al obispo de Guamanga para ocupar la sede vacante. Los informes que con este motivo se enviaron a la metrópoli eran altamente honrosos a los talentos virtudes de Aldunate, y la petición fue tan general que el consejo de regencia, instalado en Cádiz a principios de 1810, decretó el pase del obispo al gobierno de la diócesis de Santiago de Chile.

En ese mismo año esta ciudad era el teatro de una agitación liberal que debía desligar para siempre el reino de la monarquía española. Lo que no se había intentado siquiera en doscientos sesenta años, lo hicieron nuestros   —44→   padres en unos pocos días: quitaron el gobierno al primer delegado de la metrópoli, formaron una nueva administración, y posteriormente, en 18 de setiembre de 1810, crearon una junta gubernativa, representante, como se dijo, del monarca cautivo, pero cuna en realidad de esa gloriosa revolución que conmovió el país hasta sus cimientos, para hacerlo independiente.

En la elección de los vocales que debieran formarla, tocó al obispo Aldunate el honroso puesto de vice-presidente.

Se hallaba todavía en el Perú cuando llegó a su noticia la elección que se acababa de hacer en su persona, y con mayor motivo apresuró su vuelta a Chile. Su arribo a Valparaíso, acaecido a fines de 1810, fue celebrado grandemente por los liberales, y su entrada a Santiago que tuvo lugar a principios del siguiente año, se hizo en medio de una numerosa concurrencia, y con todo el aparato y ceremonias correspondientes a su rango.

El partido novador esperaba un apoyo eficaz en los principios liberales del ilustre prelado. Natural era que el sacerdote que supo conquistar una posición importante por su saber y virtudes, y que siempre había manifestado inclinaciones a cierta independencia, y por las reformas coloniales, abrazase de corazón la causa de la libertad, cuando todavía estaba en su aurora.

Pero la vida de Aldunate llegaba a su término. Contaba entonces ochenta y un años: su cabeza debilitada por el estudio desfallecía junto con su cuerpo, cansado por su persistencia en el cumplimiento de sus obligaciones. Su espíritu se hallaba agostado, y su físico se sentía vencido por las dolencias.

Vivía separado del mundo en una quinta de su propiedad, situada en el barrio de la Cañadilla, rodeado de sus más inmediatos deudos, y sustraído a las borrascosas controversias de la política.

Mucho debieron influir sobre el prelado las sugestiones de sus parientes, si se atiende a la edad que tenía cuando fue colocado en las filas de los que iniciaron el movimiento revolucionario. Desempeñó su encargo como era de esperarse de sus antecedentes, reemplazando a Rodríguez que por entonces ocupaba la provisoría eclesiástica. Si Rodríguez fue un tenaz opositor a toda idea de libertad, Aldunate subrogándolo, trajo un apoyo más a la causa de la revolución, prestándola en la cabeza de la iglesia nacional.

Pero los achaques del prelado se agravaron rápidamente y el 8 de abril de 1811, falleció en brazos de sus amigos. Sus últimos momentos fueron los de un santo.

Decretáronsele pomposas exequias, como a jefe de la diócesis y como vocal de la junta ejecutiva. Sus restos mortales fueron sepultados en la catedral, al lado derecho de la sacristía, en medio de las lágrimas de los pobres y de sus admiradores.

DIEGO BARROS ARANA.



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