Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- VI -

Don Manuel Salas


imagen

imagen

Hay biografías que parecen no ser más que una amplificación de los pomposos epitafios que se graban sobre ciertas tumbas. En aquellas, como en estos, se leen un nombre, unas cuantas fechas, una larga retahíla de títulos retumbantes; pero no se lee nada que despierte un recuerdo, una idea, una esperanza. El espectador queda indiferente, helado, delante de esas inscripciones sepulcrales, que son tan frías como los restos humanos a que sirven de cubierta. El lector no siente nacer ninguna emoción en su alma, ningún pensamiento en su cabeza al recorrer esos panegíricos pretensiosos de una nulidad que intenta ocultarse bajo el oropel y el fausto.

Esos epitafios, miserable desahogo de una bien pobre, vanidad, son ciertamente dignos de estar escritos sobre las lápidas de un cementerio. Esas biografías que pertenecen al mismo estilo, merecerían conservarse igualmente en la mansión de los muertos.

Los gusanos roen los cuerpos de esos héroes de comparsa cuya memoria se pretende en vano, salvar del olvido; la intemperie destruye los falsos elogios con que se adornan sus sepulcros; la polilla y el polvo consumen los libros donde se han consignado las vulgares acciones de su insignificante   —46→   existencia. En breve no queda nada de ellos sobre la tierra; porque, a decir verdad, no han vivido en la grande y real significación de esta palabra.

Pero a diferencia de los señalados hay otros que, para ser recordados, no necesitan que sus hechos se estampen en el papel, o se esculpan en el mármol. Aunque no les compongáis altisonantes biografías, aunque no les erijáis magníficos mausoleos, poco importa; su fama será duradera, porque han sabido ligarla a alguna de esas instituciones sociales o políticas que no pasan en un día. Que los años se sucedan a los años, los acontecimientos a los acontecimientos, el recuerdo de esos varones preclaros no perecerá jamás, a lo menos mientras la libertad sea reverenciada en el mundo, la caridad amada, los beneficios a la patria o a la humanidad pagados con la gratitud debida.

El día que fueron a sepultarse en el cementerio de esta ciudad los restos de Camilo Henríquez, ese revolucionario famoso que después de haber llenado a Chile con su nombre, y despertado con sus escritos tan opuestas pasiones, moría pobre, retirado de los negocios y casi olvidado de sus conciudadanos, contábase en el reducido grupo de viejos patriotas del año diez que formaban el duelo en pos de aquel ataúd, a don Manuel Salas, su contemporáneo, su íntimo amigo, su camarada en la gran lucha de la independencia. Este ilustre anciano que marchaba enternecido con la reciente pérdida de uno de sus correligionarios, enojado quizá por la injusta pobreza en que había muerto un hombre como Henríquez, clavó casualmente la vista sobre una de esas pomposas inscripciones de que he hablado; y sintiéndose sin duda ofendido al comparar tal ostentación de mentirosas alabanzas con la humilde tumba sin lápida ni epitafio, que iba a servir de última morada al primer periodista chileno, no pudo menos de decir a los que caminaban a su lado, señalándoles con desdén aquella muestra de la vanidad humana: «tendré cuidado de hacer inscribir sobre la losa que cubra mi sepultura, aquí no hay nada

Eran la modestia del filósofo, la humildad del cristiano, la indignación secreta por las injusticias de la suerte, las que en esta ocasión inspiraban a Salas semejante frase; pero el orgullo, la conciencia de su mérito, pudieron también habérsela inspirado. Era cierto; él no debía llevar al cementerio, como otros, todo lo que había sido en la vida, sino sólo un puñado de polvo. Aunque su cuerpo muriera, había de quedar viviendo en la sociedad una gran parte de él mismo: los altos pensamientos que había propagado, los establecimientos que había fundado en favor de la instrucción pública, las instituciones de caridad que había organizado. El caudal de gloria que iba a legar a su familia debía consistir, no en un legajo de despachos honoríficos, difícil de sustraer a la carcoma del tiempo, sino en la multitud de beneficios que había hecho a sus semejantes. Tenía, pues, razón en querer grabar sobre su sepulcro, aquí no hay nada. No era en el cementerio, sino en la república donde convenía buscar los rastros de su existencia,   —47→   habiendo confiado la conservación de su memoria, no a las piedras, sino a la gratitud de los hombres.

Por eso la vida de don Manuel Salas no necesita escribirse; está guardada en los corazones de sus conciudadanos, a lo menos en los de aquellos que se hallan gozando los provechos de sus trabajos.

¿Queréis saberla?

Preguntad ¿quién construyó el tajamar?

¿Quién fundó el hospicio?

¿Quién el primer colegio donde se enseñaron las matemáticas y el dibujo?

¿Quién la biblioteca?

¿Quién favoreció la introducción de la enseñanza mutua en las escuelas primarias?

¿Quién contribuyó en 1819 al restablecimiento del instituto nacional?

¿Queréis saber más pormenores todavía?

Preguntad ¿quién fomentó el cultivo del cáñamo?

¿Quién introdujo el del lino, la morera, la higuerilla, la linaza?

¿Quién el gusano de seda?

¿Quién favoreció la filatura del cáñamo?

¿Quién enseñó la confección del aceite de linaza por medio de máquinas?

¿Quién la fábrica de la losa vidriada, de la jerga, del paño burdo?

¿Quién la filatura de medias y frazadas en telares mandados traer por él a Europa?

¿Quién hizo explotar, en cuanto era permitido a las fuerzas de un particular, las vetas de metales que encierran nuestras cordilleras, sin que le estimulara a ello el más ligero movimiento de codicia, sino el más vivo deseo de la prosperidad pública?

¿No es verdad que el individuo que hubiera realizado todas las obras que he enumerado, podría con justicia dar por bien empleada su vida? Mas la hoja de servicios de Salas, no comprende sólo los méritos que acaban de leerse.

Desde que en 1807 se trajo a Chile la vacuna, fue uno de sus más celosos propagadores.

La extinción de la sífilis le mereció cuidados no menos solícitos y generosos.

Con un entusiasmo laudable trató de plantear en las prisiones un régimen que rehabilitara al criminal, en vez de sumergirle más y más en la infamia, promoviendo con este fin la fundación de una casa de corrección.

En 1811 debiose a su porfiado empeño que la junta gubernativa promulgara la ley que proclamaba la igualdad de los indios, y ordenaba la abolición de sus tributos.

Habiendo sido electo diputado en el congreso de ese mismo año, contribuyó de todas maneras a que se prohibiese la introducción de esclavos en   —48→   este país, y se emancipara a los hijos que nacieran de los que en él ya existían. Añadiendo en esta materia la autoridad del ejemplo a la fuerza del raciocinio, había comenzado por manumitir él mismo, antes de que se discutiera la cuestión, todos los que poseía, y por influir para que los miembros de su familia imitaran su conducta en este punto.

Por último, para que fuera mayor su semejanza con Franklin, inscribió también su nombre en el libro de oro de los próceres de la revolución. Si como su modelo de Norte-América, no arrebató el rayo a los cielos, arrancó a lo menos el cetro a los tiranos. Salas junto con ser un hombre de corazón caritativo, de alma sensible a la desgracia, era al propio tiempo un buen ciudadano. Estaba muy distante de asemejarse a esos filántropos de nuevo cuño que, egoístas e indiferentes a la cosa pública, predican la sumisión a todos los poderes, legítimos e ilegítimos, y se creen facultados para exigir a trueque de una limosna la degradación del hombre. Quería la paz y el orden que son tan necesarios a un estado, como la salud al cuerpo; pero no la abyección o el servilismo que contrarían todos los fines de la asociación humana. Era demasiado cristiano para pedir que la justicia reglara las relaciones privadas, y tolerar que la injusticia dominara en la organización de la sociedad.

En 1810 su posición como individuo particular era brillante: el curso natural de los sucesos le presagiaba el porvenir más lisonjero. Ligado por su familia a la más encopetada aristocracia de la colonia, con bienes cuantiosos y una multitud de amigos; abogado en la audiencia de Lima, ciudad donde había hecho sus estudios, y en la de Santiago, ciudad donde había nacido; condecorado con los más altos empleos municipales a que un criollo podía aspirar; estimado de todo el mundo; convertido por su bella índole y sus servicios en favorito del presidente, de los oidores, de todos los grandes funcionarios, personalmente no tenía nada que desear. Para que no le faltara ninguna de las calidades que entonces hacían prosperar, había viajado por España, visitado la corte y dejado en ella poderosas relaciones. Así era acatado como hombre rico, como hombre sabio, como hombre influente, y lo que es más, amado como hombre bondadoso.

Cualquiera otro que hubiera estado dotado de menos civismo, de menos abnegación, habría tenido por inmejorable y excelente un orden de cosas que le proporcionaba una existencia tan tranquila, tan holgada, tan halagüeña. Salas lo estimó de otra manera, porque atendió para juzgar no a su suerte, sino a la de la generalidad de los chilenos.

Durante sus correrías por la península, la imagen de la patria no se había apartado un sólo momento de su vista. Nuevo Anacarsis, lo había recorrido y examinado todo, siempre con la idea fija de aclimatar en el suelo natal los prodigios de la civilización. A la vuelta, el atraso de su país había contrastado de una manera dolorosa para él con el recuerdo de la prosperidad europea.

  —49→  

Habíase encontrado en una comarca por la cual Dios lo había hecho todo, y el hombre no había hecho nada. Había contemplado con tristeza y amor la fértil tierra de Chile que se extiende bajo el cielo más hermoso del mundo, resguardada al oriente por una cordillera gigantesca y bañada al occidente por un mar sin remolinos ni tempestades, espacioso camino preparado por la Providencia misma para facilitar la comunicación de los habitantes y la exportación de los frutos. Aquel territorio afortunado que ofrecía muestras de todos los climas, estaba libre de todos los azotes de la naturaleza; jamás, el granizo o el rayo anunciaban en él la cólera del Señor.

Los montes de esa cordillera que se alzaba al oriente encerraban en sus entrañas los metales más preciosos; y ese mar que acariciaba con sus olas las riberas del occidente, formaba cómodos puertos y alimentaba pescados de todas especies. Las llanuras comprendidas entre la cordillera y el mar estaban regadas por una multitud de arroyos, manantiales y ríos que a cortos trechos descendían de la primera para caer en la segunda, fecundando su pasaje, y suministrando el necesario riego a abundantes pastos. En esas llanuras podían cultivarse y propagarse todas las producciones y animales del viejo continente, menos las plantas venenosas, las fieras, los reptiles e insectos nocivos. Para colmo de ventura, muchas de las enfermedades que afligen a otras regiones, eran desconocidas.

Pero en medio de tan grandiosa naturaleza, solo el hombre vivía desgraciado; en medio de una fecundidad extraordinaria, había gentes que no tenían que comer. Ese suelo tan rico alimentaba a lo sumo cuatrocientos mil habitantes, según los cálculos más favorables; y para mayor escarnio todavía los alimentaba pobre y miserablemente. «En este país donde un moderado trabajo bastaría para sustentar a un pueblo numeroso, decía don Manuel Salas describiendo las impresiones que un orden de cosas como este le hacía experimentar, hállanse muchos individuos cercados de necesidades, pocos sin ellas raros en la abundancia. Nada es más común, agregaba, que ver en los mismos campos que acaban de producir pingües cosechas, extendidos para pedir de limosna el pan los brazos mismos que las han recogido, y tal vez en el lugar donde la hanega de trigo acaba de venderse en la era a ínfimo precio. Así no hay comarca en el mundo donde haya menos ancianos.»

Salas conoció toda la extensión del mal, pero no se dejó abatir. Lo que en Chile sucedía era contrario a la naturaleza, opuesto a la voluntad manifiesta de Dios; y, por lo mismo, debía tener remedio. Observó, meditó y al fin se convenció de que la fuente del mal estaba en la falta de industria, en la nulidad del comercio, en la inercia fatal a que la pobreza pública obligaba a sus compatriotas.

Podía decirse que no tenían estos más ocupación que el pastoreo, el cultivo del trigo y la explotación de las minas. Los productos de esas tres industrias carecían de mercados. Veinte y seis buques eran todos los que   —50→   trasportaban al Perú los frutos del país. Esos veinte y seis buques pertenecían a comerciantes peruanos que imponían la ley a los hacendados chilenos cuyas cosechas, si estos se negaban a las condiciones leoninas de aquellos, tenían que podrirse en los graneros sin encontrar expendio. Extremadamente corto era el número de naves que venía de Europa trayendo géneros en cambio de metales. Las transacciones con las provincias de allende los Andes no eran más activas. La escasez de recursos, limitando en el interior las necesidades a las más imprescindibles de la vida, reducía el consumo a su menor expresión.

De estos datos dedujo Salas que en Chile no se producía más, porque no había a quien vender, y que no había a quien vender, porque eran contados los que tenían con que comprar. Los habitantes, no hallando, pues, en que ocuparse, estaban condenados a la miseria. Para estorbar la despoblación del país, para combatir esa inercia forzada, era preciso abrir nuevo campo al trabajo y a la actividad de cada uno; era preciso suministrar a todos los medios de satisfacer un mayor número de necesidades, a fin de que, junto con enriquecerse cada individuo, proporcionara por el mutuo cambio recursos a los demás. Aumentar los productos y el consumo, reducidos por causas irregulares, era el arbitrio que la razón indicaba para impedir que en adelante los moradores de este suelo privilegiado estuvieran, como ese rey Midas de los cuentos populares, muriéndose de hambre en medio de tesoros.

Salas al menos lo pensó así; y después de haber estudiado el mal con detención, y descubierto a su juicio el remedio, buscó como dar a este la correspondiente aplicación. Toda su vida debía gastarse en la ejecución de ese pensamiento que para consuelo suyo había de contemplar casi realizado antes de morir. Mas no quiero anticipar los sucesos.

Don Manuel Salas fijose desde luego en dos medidas que estimó de vital importancia para el cumplimiento de sus ideas. Era la primera la destrucción de todas las trabas que embarazaban las relaciones mercantiles de las colonias españolas entre ellas mismas y con la metrópoli. Necesitaba la libertad de comercio, aun cuando no fuera sino con las diversas provincias del imperio de Castilla, para abrir a Chile mercados, poner los capitales en movimiento y atraer embarcaciones a nuestros puertos. Era la segunda, la introducción de nuevas industrias, la explotación de materias que no fueran el trigo o los metales, la dedicación a operaciones diferentes de la crianza de ganados. Esta medida completaba la primera. Después de haberse preparado compradores, era necesario disponer mercancías que pudieran vendérseles. ¿Cómo había de faltar objetos para nuevas industrias en una tierra tan espléndida como la de Chile? «Desde la creación, repetía Salas, ha habido arenques; pero hace solo poco más de dos siglos que Belkinson, enseñando a beneficiarlos, convirtió a la miserable Holanda en una nación rica, y dio ocupación a cincuenta mil personas Y seis mil novecientas   —51→   embarcaciones.» Convenía, pues, que los chilenos buscasen también sus arenques.

Para ponerlos en estado de efectuarlo, para que aprendieran a arrancar por el arte sus tesoros a la naturaleza, resolvió plantar como un medio auxiliar de sus otros proyectos, la enseñanza de las ciencias exactas y de sus diversas aplicaciones. La ignorancia de los más elementales de estos ramos, jamás estudiados en el país, era una vergüenza para sus moradores, un perjuicio irreparable para los intereses de estos, un estorbo invencible para la futura prosperidad de la nación.

«En Francia, decía Salas, se extrae de la mayor profundidad el carbón de piedra con ayuda del vapor; allí merece las meditaciones de los sabios un vil combustible, y aquí no las merece el oro; allí se tiene por feliz invento el que ahorra la fatiga a los caballos, y aquí ni aun se piensa en sustituir las bestias a los hombres reducidos a las tareas más rudas y mortíferas. El conocimiento de las ciencias útiles, prácticas, es lo único que puede sacarnos de tan triste situación. Es urgentísimo que nuestros hijos se dediquen a aprenderlas.»

En la colonia nadie oponía objeción seria a pensamientos tan benéficos, de utilidad tan evidente, como los que dejo señalados; cuando más, algunos levantaban contra ellos dificultades pecuniarias de ejecución. Entonces, nuestro filántropo cuidaba de demostrar que no eran imposibles de allanar, y si se veía estrechado por las observaciones económicas de sus contendores, no reparaba en ofrecer de su propio caudal cuanto fuera preciso para tentar los primeros ensayos. Ningún sacrificio le parecía excesivo, con tal de llevar a cabo su sueño de un hombre de bien, como él denominaba a su proyecto.

Por fin, después de muchas discusiones, cuando hubo ganado la aprobación de las autoridades coloniales, comenzó a dirigir a la corte memorias sobre los puntos mencionados. Principiaba por desarrollar en ellas con colores sombríos el cuadro de la colonia. A la situación presente oponía lo que Chile podía llegar a ser, si se dictaban providencias para levantarle de su postración. Concluía indicando las que a su juicio debían llevar al deseado fin, es decir, la abolición de las trabas comerciales; el envío de una comisión de hombres científicos y de prácticos en la industria, para que explorasen el país, diesen instrucciones a sus habitantes e introdujesen nuevas labores; la protección a las siembras del tabaco, del lino, del cáñamo; a las fábricas de papel, de cola fuerte, de clavos, y de planchas de cobre; a la exportación de la lana hilada o en bruto, de la pluma y del crin; a la composición de la carne salada; al impulso y mejora de las curtiembres; a la preparación del cardenillo, de la sal amoniaca, de la potasa y cenizas gravelosas; a la explotación del vitriolo y demás sales, del zinc y demás metales. Para hacer posible la planteación de estas diversas industrias, proponía la fundación de cátedras destinadas a la enseñanza de las matemáticas y de las ciencias físicas.

  —52→  

Como se ve, todo esto no era sino la realización del gran pensamiento que le dominaba para conseguir el progreso material de Chile; aumentar la producción y el consumo, enriqueciendo a los habitantes por el ensanche de sus trabajos, y poniéndolos por el estudio en aptitud de sacar provecho de los elementos naturales con que el suelo les brindaba.

Salas creyó desde luego que el gobierno metropolitano no tendría embarazo en acceder a una solicitud que a nadie perjudicaba y que a todos favorecía; a una solicitud que, al precio de algunos gastos insignificantes para una nación, había de proporcionar las mayores ganancias a los súbditos y al estado. El tiempo desvaneció pronto sus ilusiones; la desconsoladora experiencia le hizo temer que su sueño de un hombre de bien fuera un sueño para siempre.

La corte de España archivó sus memorias, y dejó las cosas de Chile como estaban. ¡Tantas doradas esperanzas quedaban así reducidas a unas cuantas conversaciones y a unos cuantos pliegos de papel escrito!

Hubo más todavía.

Don Manuel Salas había logrado fundar con el título de academia de San Luis, un colegio donde se enseñaban las primeras letras, la gramática, el dibujo y los ramos más elementales de las matemáticas. La corte suspicaz de Madrid recibió informes enviados de Chile mismo, que le pintaban este establecimiento como una innovación peligrosa, e impartió órdenes terminantes contra la institución y el fundador. Necesitó Salas de toda la protección del presidente don Luis Muñoz de Guzmán, cuyo afecto había sabido granjearse, para escapar de las persecuciones y salvar de la ruina el inocente colegio que a tanta costa había organizado.

Después de tales desengaños convenciose de que la España no haría nunca nada en favor de sus colonias; y desde ese momento estuvo dispuesto en su alma a sostener cualquiera empresa que se maquinara contra ella. Como individuo no había recibido agravios de la metrópoli; pero los había recibido como ciudadano, y eso bastaba. Los hombres del temple de Salas no ponen nunca en la balanza, para decidirse, la conveniencia privada en contraposición a la conveniencia pública.

Cuando la hora de la revolución hubo sonado, Salas no vaciló. «Venga abajo, dijo, un régimen social que es un obstáculo invencible para el bien; un régimen social que sujeta al hombre a la miseria en una tierra que es un verdadero paraíso.» No se detuvo por un instante a sumar y restar las ventajas e inconvenientes que aquella resolución podía causar a sus intereses particulares. Vio la palabra Justicia escrita por divisa en la bandera de los revolucionarios, y se colocó al lado de ellos sin demora, sin hesitación, sin mirar para nada ni atrás ni adelante.

Salas, desde el principio fue, no uno de esos patriotas que deseaban en el secreto de la conciencia un cambio en las instituciones coloniales, sino un patriota a cara descubierta, de esos que manifestaban impaciencia   —53→   por andar pronto. En el congreso de 1811 perteneció a la minoría de los trece diputados exaltados.

Sin embargo, don Manuel Salas no fue uno de aquellos que imprimió dirección al movimiento; de carácter blando, de corazón sensible, no era uno de esos individuos enérgicos que llevan siempre la mano en la empuñadura de la espada, y que parecen ser, por derecho de nacimiento, los caudillos de las revoluciones. Había venido al mundo con una misión más pacífica; estaba destinado a llevar en sus manos no la espada o el fusil que dan la muerte, sino catecismos que repartir a los niños de la escuela, semillas de lino o gusanos de seda que distribuir a los industriosos.

Pero si no fue caudillo, fue el consejero de los caudillos; si no revistió la casaca, manejó una pluma que ha trazado algunos de los escritos más vigorosos de la época en favor de la causa americana. Bajo la inspiración del buen sentido, redactó folletos de estilo popular, como el Diálogo de los porteros, por ejemplo, contundentes por la lógica de los raciocinios, atractivos por la multitud de chistes y agudezas con que los sazonaba. Con el auxilio de esos folletos, hacía comprender el motivo de la lucha y la santidad de la causa a todas las jerarquías de la sociedad, a los individuos de la aristocracia y a las gentes del pueblo; y prestaba de esa manera el mayor servicio al partido que había abrazado.

En medio de las agitaciones del revolucionario, de las meditaciones del publicista, de las tareas del panfletero, tuvo todavía tiempo que dedicar a la ejecución del gran pensamiento de que, puede decirse, había hecho el objeto de su vida. Aquella época de trastorno, en la cual sobre todo, se trataba de destruir, no era ciertamente favorable para llevar a cabo proyectos de mejora social. Sin embargo, aun entonces la constancia y la fe de Salas, no quedaron infructuosas. Algunos de los artículos de ese programa que él, sin más apoyo que sus fuerzas, había intentado poner en práctica durante el coloniaje, habían merecido ser adoptados y ejecutados por la revolución; los puertos de Chile habían sido abiertos a todas las naciones; el gobierno había tomado con empeño bajo su amparo el cultivo de la ciencia; las autoridades nacionales no imitaban el desdén de la metrópoli por el bienestar de los americanos. No obstante, quedaba aún mucho por hacer. Para contribuir a realizar lo que faltaba, don Manuel Salas promovió el establecimiento de una Sociedad económica de amigos del país, cuyo instituto debía tener por fin el fomento de la agricultura, de la industria y de la educación pública en todos sus ramos.

Bajo la nueva organización de Chile, el sueño de un hombre de bien iba en camino de convertirse en realidad. Salas se entregaba con un entusiasmo generoso al cumplimiento de su noble misión; sentíase alegre al ver que sus ilusiones estaban próximas a verificarse. Con todo, de cuando en cuando experimentaba temores, y arrojaba miradas escudriñadoras al porvenir. Mientras él inventaba planes para la felicidad de sus semejantes, la cuestión   —54→   política se debatía con éxito dudoso en los campos de batalla. ¿Quién sabía lo que podía suceder?

Un primer desengaño le había quitado esa confianza ciega que le había halagado en su juventud, de que basta querer el bien para lograrlo. La corte había contestado con la indiferencia a los proyectos de posible ejecución que le había dirigido, para procurar la ventura de sus compatriotas. Una real cédula, órgano de la calumnia, le había amenazado con molestas persecuciones, porque había fundado un colegio. Después de tan amarga experiencia ¿podía lisonjearse de que sus pruebas estuvieran terminadas, y de que le sería lícito trabajar tranquilo en su obra?

En efecto, esta vez la caída de las bellas alturas en donde habitaba su alma, fue más terrible que la primera. A fines de 1814, como todos lo saben, Chile sucumbió de nuevo bajo el imperio español. Los reconquistadores de esta tierra mostráronse tan rudos y crueles como los conquistadores del siglo XVI. Los patriotas que cometieron la imprudencia de permanecer en el país, tuvieron bien pronto que arrepentirse de su temeridad. Salas que no había hecho mal a nadie, fue a expiar, como otros muchos venerables chilenos, en el presidio de Juan Fernández el crimen de haber reclamado contra la injusticia; y no salió de allí, hasta 1817 después de la batalla de Chacabuco.

Apenas hubo recobrado la libertad, tornó otra vez a sus perseverantes trabajos por el bienestar del pueblo, por la difusión de las luces. No existe establecimiento benéfico de esa época, desde la escuela hasta el cementerio, en cuyo fomento o creación no interviniera.

Aunque jamás dejara de ocuparse de la cosa pública, rehusó siempre con firmeza toda participación directa en el gobierno. Mas si no se le encuentra bajo el solio de los mandatarios, se le halla en todas esas comisiones que producen grandes beneficios a los estados, pero que no dan a los individuos que las componen ni poder ni emolumentos.

Salas había descuidado toda su vida sus negocios privados por atender a los generales. La herencia que había recibido de su familia estaba reducida a la mitad. La poca atención que prestaba a su incremento y la generosidad con que empleaba sus rentas en toda especie de obras de beneficencia, amenazaban consumir hasta el último real del caudal que había heredado. Entre tanto, tenía hijos cuya suerte se creía obligado a asegurar. No pudiendo, sin embargo, resolverse a gastar en rehacer su fortuna ese tiempo que deseaba aprovechar en objetos tanto más importantes, determinó entregar a sus hijos cuanto poseía, reservando para sí únicamente una pensión alimenticia. Después de este acto de desprendimiento, se dedicó todo entero a trabajar por la felicidad de los demás, con el empeño que otros habrían desplegado en amontonar un tesoro. La hacienda que trató de adelantar fue a hacienda del pueblo, esa industria nacional que desde joven había concentrado todos sus desvelos.

  —55→  

En recompensa de tanto amor a los hombres, tuvo la dicha poco común de recibir el amor de esos mismos hombres que no siempre se muestran con sus bienhechores tan agradecidos como debieran. Salas vivió rodeado del respeto, de la veneración general. No solo sus compatriotas sino los extranjeros, rendían acatamiento a su virtud.

El gobierno de Colombia le nombraba su encargado de negocios cerca del gabinete chileno.

Don Francisco Antonio Pinto le saludaba como «el más constante apoyo de la prosperidad de Chile.»

Don Manuel O'Leary, edecán de Bolívar, de quien este bravo irlandés había hecho su ídolo, se regocijaba al saber «que el libertador podía vanagloriarse de haber encontrado un admirador en el más virtuoso ciudadano de esta república.»

Don Mariano Egaña, entonces nuestro ministro plenipotenciario en Londres, obtenía del gobierno la promesa de que tan luego como se establecieran en el país las colonias extranjeras que aquel estaba agenciando en Europa, una de ellas se llamaría Salicia en honor de Salas.

Don Claudio Gay bautizaba también, como muestra de estimación a nuestro héroe, con el nombre de Polygala Salasiana a una de las plantas indígenas de Chile, que el expresado naturalista iba a clasificar el primero. El mismo Gay, al confiar a un arbusto la conservación de la memoria de su amigo, explicaba su pensamiento poniendo por dedicatoria estas palabras: al benemérito don Manuel Salas cuya vida fue enteramente empleada en el adelantamiento de su país.

Un gran número de chilenos y extranjeros levantaban espontáneamente una suscripción para colocar en la sala de lectura de la biblioteca, el retrato del ciudadano a cuyo civismo y amor a las luces debía ella su existencia.

A estos tributos de consideración tan altamente lisonjeros, se agregaba todavía otro que lo era mucho más. Nadie en Chile le llamaba sino con el nombre de Taita Salas. Esta expresión vulgar de cariño con que todo un pueblo le proclamaba su padre, era ciertamente el mayor homenaje que pudiera concederse a un hombre.

En medio de esa multitud de elogios, una modestia que no tenía nada de afectada hacía resaltar el mérito del noble anciano.

No consintió nunca en dejarse retratar, y rechazó siempre las instancias que sobre este particular le hacían sus parientes. Para componer los retratos que de él han quedado, fue preciso que un artista copiara sus facciones a hurtadillas, oculto detrás de un escondite.

El ilustre patriota don José Miguel Infante tenía el cuidado de ir consignando en las columnas del Valdiviano Federal que redactaba, las necrologías de todos los individuos que habían servido a la causa de la independencia con su cabeza o con su brazo. Cuando Salas se sintió aquejado   —56→   de la enfermedad que debía conducirle al sepulcro, envió a pedir a Infante, por favor, que le dejara sin lugar en la fúnebre galería, consagrada a la virtud y al patriotismo, que iba formando en su periódico. No quería que sus hechos se escribieran en el papel, como no había gustado que su semblante se hubiera pintado en el lienzo. Infante accedió a la súplica; y así sería en vano que se buscara la necrología de Salas entre las varias que contiene el Valdiviano.

Aunque nunca dejó de tener una opinión en la política y aun de manifestarla por la prensa, las pasiones de partido callaban siempre en su presencia, y respetaban su persona. Todos los bandos le tributaban la amplia justicia que merecía.

Haré aquí de paso una advertencia. Sucedió a Salas, lo que a algunos otros de sus contemporáneos: la edad calmó la exaltación de sus ideas. Él, que había sido tan ardientemente revolucionario desde 1810 hasta 1815, durante la segunda parte de su existencia, habíase convertido en conservador, pero en conservador ilustrado y tolerante.

Esta noble vida fue coronada por una hermosa muerte, la muerte del cristiano que tiene la conciencia de haber cumplido con su deber, y que no lleva ningún remordimiento.

El 28 de noviembre de 1841, los miembros de su familia rodeaban el lecho del bondadoso anciano, cuya existencia se iba desvaneciendo sensiblemente, aunque con la mayor tranquilidad. Todos, conmovidos como era natural, guardaban un silencio religioso. Ninguna convulsión, ningún estertor anunció la agonía del moribundo, que expiró apaciblemente, como quien se duerme después de haber desempeñado su tarea.

Los dolientes permanecían silenciosos e ignorantes de que no era ya más que un cadáver ese cuerpo querido que ocultaban las coberturas de la cama.

Habiéndolo notado el primero don Pedro Palazuelos, a quien un antiguo y tierno afecto le había dado en esta ocasión solemne un lugar entre los nietos de Salas. «Demos gracias a Dios, dijo, porque le ha llevado a descansar. Ha trabajado ochenta y seis años por los demás; es justo que ahora repose y reciba el premio que ha ganado.»

MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI




ArribaAbajo- VII -

Don Juan Mackenna


imagen

imagen

  —57→  

imagen

«No solo el gobierno, sino todos los que conocen a V. S., saben cuanto es su honor, su mérito y la honradez de sus sentimientos, sin que se necesiten nuevas pruebas, para convencerse de esto.»


(Nota de la Junta gubernativa al coronel Mackenna.)                


Vea el lector en las pocas palabras que copiamos arriba, el merecido elogio del desgraciado brigadier Mackenna. La corporación que las dictaba quería vindicar su nombre de un borrón que el espíritu de partido pretendía echarle encima, acusándolo de haber denunciado un duelo a que lo había provocado un caballeroso enemigo, y que él había admitido.

Tan injuriosa imputación no podía dañar el crédito del hombre cuyos hechos forman esta biografía: aquellas palabras son una satisfacción innecesaria. Las páginas siguientes pondrán de manifiesto el carácter elevado de aquel infortunado y benemérito general.

Nació don Juan Mackenna en la pequeña ciudad de Chogher, condado de Tirona, en Irlanda, el 26 de octubre de 1771. Fueron sus padres   —58→   Guillermo Mackenna Eleonor O'Reilly, vástagos ambos de dos distinguidas familias católicas.

Mackenna fue educado en las creencias de sus mayores, y destinado por su tío materno, el conde O'Reilly, al servicio militar de España, en donde él se había labrado una lúcida carrera. A los 13 años de su edad salió de Irlanda, y alcanzó una colocación en la real academia de matemáticas de Barcelona. Su natural contracción le valió a los 21 años el grado de ayudante del cuerpo de ingenieros de ejército.

Antes de esa edad, a los 16 años, Mackenna salió accidentalmente del colegio, con el grado de cadete en el regimiento de Irlanda, para servir en la campaña de África en 1787. Su cuerpo fue destinado a reforzar la guarnición de Ceuta; y en el sitio que sostuvo la plaza contra los ataques del marroquino, se hizo acreedor a los elogios de su jefe, y al grado de subteniente. El general don Luis Urbina, comandante de la plaza, lo agregó a su guardia, que corría de ordinario los mayores peligros.

Sus aptitudes le abrieron una carrera a los 20 años, y su valor le importó a su edad un grado honroso en el ejército. De éste ascendió al de teniente de ingenieros, cuando se abrió la campaña del Rosellón contra la república francesa, aunque no se incorporó al ejército hasta el segundo período de la guerra.

Esa campaña fue sólo una serie de desastres: los generales franceses batían por todas partes al ejercito español que se defendía sin táctica, aunque con heroísmo singular. En uno de los sucesos más gloriosos para las armas españolas, en el sitio de la plaza de Rosas, Mackenna alcanzó nuevas distinciones, y el grado de capitán con que le premió el rey, el 22 de marzo de 1795.

Después de la capitulación de aquella plaza, Mackenna fue incorporado a la división de la izquierda del ejército de Cataluña, acampado entonces en el pueblecito de Bañolas, sobre el río Fluvia. En uno de los frecuentes encuentros que se tenían con los franceses, cupo la gloria al capitán Mackenna de asegurar la victoria, según consta del siguiente documento: «Certifico que el capitán e ingeniero extraordinario don Juan Mackenna estaba a mis órdenes en el ataque que dieron los enemigos a las tropas de Bañolas el día seis de este año, y viendo que un batallón de Migueletes huía desordenadamente del enemigo, se me ofreció voluntariamente para ir a contenerlo y llevarlo al enemigo, lo que consiguió a fuerza de mucho trabajo y riesgo, no sólo a recuperar el punto que había abandonado, sino a pasar el río y perseguir al enemigo, y sin embargo de estar herido en un pie, no se retiró sino que continuó hasta concluirse la función animando a la tropa y dando pruebas de su espíritu y amor al servicio de S. M. y para que conste y sirva al interesado para los fines que le convenga, doy la presente en Gerona a 21 de septiembre de 1795. -Marqués de la Romana

Mackenna continuó al servicio de la misma división y fue nombrado   —59→   cuartel maestre de toda ella, después de haber levantado un plano de Bañolas: desempeñó su destino hasta el restablecimiento de la paz, en julio de 1795.

Entonces pasó a Madrid, a solicitar el grado de teniente coronel a que lo hacían acreedor el combate de Bañolas y la ordenanza militar del reino. La corte no le desconoció el mérito contraído en aquella campaña; pero se excusó con pretextos frívolos, que sólo probaban cuan corto era el aprecio que de sus buenos servidores hacía el gabinete.

Mackenna había solicitado la mano de una joven española, y sólo esperaba la concesión del grado a que era acreedor para efectuar su matrimonio. El desaire que recibió en la corte, vino a desalentarlo en sus pretensiones; desde entonces se determinó a embarcarse para América, a fin de labrarse una carrera y de sustraerse a las miradas de esos cortesanos que conocían su postergación.

Tomada esta resolución, Mackenna no halló atajo en la negativa de sus padres. En octubre de 1795 se embarcó con dirección al Perú, a cuyo virrey venía recomendado. En mayo del siguiente año llegó al Callao, después de haber atravesado las pampas de Buenos Aires y el reino de Chile.

Parecía al fin que la fortuna iba a sonreírle, y que su desgracia debía encontrar un término en el Perú. Era entonces virrey don Ambrosio O'Higgins, irlandés como Mackenna, y como éste emigrado y aventurero, hombre perspicaz y activo, que de sobrestante de obras públicas alcanzó a ser el primer delegado de los reyes de España en la América del Sur.

Mackenna fue introducido fácilmente a la presencia del virrey. Ambos se comprendieron desde luego: O'Higgins vio en el capitán de ingenieros un brazo poderoso para la realización de ciertas obras que meditaba: ese joven poseía una inteligencia despejada y llena de recursos, vastos conocimientos científicos, un trato afable e insinuante, y un entusiasmo singular en el cumplimiento de sus obligaciones. El virrey conoció todo esto; pero no queriendo darle, desde el momento un destino en que pudiese comprometer la confianza que en él hacía, le encargó sólo que levantase un presupuesto de gastos para la reconstrucción del puente de Lima. El trabajo de Mackenna fue aplaudido por los hombres inteligentes.

Esta primera prueba le valió desde luego una gran consideración en el ánimo del hombre que iba a ser su protector. El 11 de agosto de 1797, a los tres meses de haber llegado al Perú, recibió el nombramiento de gobernador político y militar de la colonia de Osorno: según sus instrucciones, no debía depender de los gobernantes de Chile sino únicamente del virrey del Perú.

Mackenna, sin embargo, no tomó posesión de su destino hasta fines de aquel año. Sus preparativos en el Perú y una corta escala que hizo en Chiloé, para recoger algunas familias que debían acompañarlo a la colonia, lo habían retardado.

  —60→  

Animado de los mejores deseos, el nuevo gobernador comenzó sus funciones promoviendo toda clase de mejoras. En poco tiempo dio buen empleo a los fondos con que el virrey protegía a la colonia, en la apertura de caminos y construcción de una iglesia, formación de una curtiembre y mil otras obras de gran importancia. Él mismo se había constituido en predicador cristiano y había sabido granjearse el aprecio de todos los colonos; su actitud lo asemejaba, más que a un gobernador político, al patriarca de una tribu moral y laboriosa. Alentado por su espíritu de industria construyó dos molinos para trigo, inventó otro para hacer la cidra y emplear la manzana que allí abundaba, abrió canales de regadío, construyó balsas, formó tornos para hilar, fabricó tejas y ladrillos, habilitó terrenos para las siembras y el cultivo, y formó una milicia regular que él mismo instruía.

Con tal contracción la colonia prosperaba, y obtenía crédito ante las autoridades. Mackenna, por su parte ocupaba sus ratos de ocio en escribir memorias sobre la plaza, sus terrenos, sus exploraciones y las mejoras adaptables: algunas de éstas, que se conservan hasta hoy, forman el mayor elogio del empeño y entusiasmo del joven gobernador.

El virrey O'Higgins conoció que había acertado en la elección del hombre que buscaba para el gobierno de esa colonia, a que había tomado tan gran cariño: pero desgraciadamente no todos los empleados de influjo y de valer participaban de sus opiniones a este respecto. Calumniósele atrozmente en la metrópoli, y debilitada su salud por los años y su reputación por sus enemigos, comenzó a ver por momentos que le volvían las espaldas sus antiguos protegidos.

Con este contratiempo comenzaron a escasearle los recursos pecuniarios a tal punto que en una de sus cartas a Mackenna le dice al hablarle de socorros: «He escapado mil pesos de la fiesta de toros, y esta suma junto con un pequeño auxilio de las pobres arcas reales será remitido a Ud. en todo el próximo verano.» Hasta allá iba la escasez de recursos a que lo sometían las intrigas de sus enemigos.

El sucesor de O'Higgins participó de esa opinión contra la colonia de Osorno: era aquél el marqués don Gabriel de Avilés, presidente que fue de Chile. No creyendo que la colonia tenía la importancia que le daba su predecesor, la dejó abandonada a su suerte, sin socorro alguno. La desgracia fue mas allá todavía: la colonia vendía sus productos a la guarnición de la plaza de Valdivia, más hubo un especulador que contratase con el gobierno el abasto de su situado o sueldo en víveres y efectos, y la decadencia de Osorno fue inevitable.

La ruina de la colonia vino a llevarse consigo las lisonjeras esperanzas que había concebido Mackenna. Había visto consumirse en infructuosas tareas, once años de su vida, lejos de toda sociedad culta, sin alcanzar honores, ni más ascenso que la efectividad de capitán que se le concedió   —61→   en 1802. La desgracia no lo había dejado de la mano, y ya desesperaba del porvenir, cuando en 1808 recibió la orden de pasar a Santiago.

El cambio de residencia valía para Mackenna una esperanza. En la capital, en presencia de los jefes, debía alcanzar un premio a sus trabajos, y alivio a sus desgracias. El olvido con que se habían mirado sus servicios, le era tanto más doloroso cuanto que su familia se hallaba en la mayor pobreza y sus sueldos no bastaban para remitirle más que un módico subsidio.

Alentado por esta esperanza, llegó a Santiago en mayo de 1809, a ponerse a la disposición del presidente García Carrasco. En esa época las autoridades creían que el país se hallaba amagado de una invasión francesa; Mackenna debía emplear su ciencia para fortificar el reino, y preparar la resistencia. Con esto sólo su carrera quedaba abierta.

Sin embargo no fue esto lo que sucedió: el presidente no tenía el don de conocer a las personas, y empleó únicamente al ilustrado capitán de ingenieros en fijar los puntos del camino de Valparaíso en que debieran construirse posadas de alojamiento.

Este nuevo desprecio no le desanimó: tenía ya elevada una solicitud al virrey del Perú para alcanzar reparación de ese olvido en que había quedado por once años; en ella no exigía más que una obra de justicia, pero Abascal desatendió su reclamo, del mismo modo que la corte de Madrid años atrás.

Mackenna no pudo ya soportar tanto ultraje: el gobierno español no sólo no remuneraba sus sacrificios, sino que parecía complacerse en vejarlo, y vejarlo en aquellas circunstancias, cuando debían ser tan pocos sus amigos y defensores en la lucha que se iba a iniciar. Asomaba entonces en efecto la revolución, arrastrando desde su principio a los hombres más influyentes y acaudalados del reino. Mackenna entró también en ella; su familia había sufrido en su patria los estragos del despotismo y él mismo era víctima de ese sistema que se iba a combatir, acababa por otra parte, de contraer matrimonio en Santiago, con la señorita doña Josefa Vicuña y Larrain, cuyos deudos se habían alistado en la falange revolucionaria.

Desde el primer momento, Mackenna pudo prestar grandes servicios a la causa de los novadores.

La revolución triunfó al fin: ella encontró en Mackenna un apoyo eficaz: era el militar más experimentado y entendido que residía en Chile, y si la cuestión había de ventilarse con las armas, él debía contribuir poderosamente a inclinar la balanza en favor de los principios liberales.

En poco tiempo más se presentó a las autoridades revolucionarias el caso de ocuparlo. Tratábase de armar el reino so pretexto de defenderlo contra una invasión extranjera: se formó una comisión que debía presentar un plan de defensa, y en ella entró Mackenna por nombramiento del cabildo en 26 de octubre de 1811. Con este motivo escribió una larga memoria,   —62→   que corre impresa entre los documentos de la historia de la revolución del padre Martínez. Según él la defensa del país no era una obra difícil; se necesitaba de plata y era preciso levantar impuestos, pero el gobierno español no había comprendido los intereses militares de sus colonias. Sobre este último punto había dirigido años atrás al jefe del cuerpo de ingenieros de España otra curiosa y determinada memoria.

Este fue el primer mérito contraído para sus posteriores ascensos: el entendido capitán de ingenieros fue nombrado gobernador interino de Valparaíso, en 26 de enero de 1811, por remoción del propietario don Joaquín Alos.

La elección era muy acertada. El gobernador destituido había sembrado el descontento contra la junta de Santiago, y se manifestaba indiferente en la fermentación que movía los ánimos. Mackenna iba a calmar esa efervescencia por medios pacíficos, y sólo en caso de necesidad echaría mano de un piquete de dragones.

No fue necesario este último recurso: el nuevo gobernador se distinguía principalmente por su carácter insinuante, y empleó sólo su afabilidad. La tradición no ha conservado más que recuerdos honrosos de su gobierno. Ejerció su poder con prudencia y firmeza: no vejaba a sus gobernados, ni desatendía los intereses de las autoridades que representaba.

Aquel puerto es verdad, no fue el teatro ya de conmociones ni de peripecias políticas; pero cuando hubo sospechas de peligro, Mackenna no trepidó en exponer su vida en defensa de la causa de los liberales. Esto sucedió el 2 de abril, a consecuencias del malogrado motín de Figueroa.

Entonces se dijo que debía sublevarse una división de trescientos auxiliares que se hallaban en las Tablas, a inmediaciones de Valparaíso: en el primer momento se creyó que tenía participación en el movimiento de Santiago y que debían apoyarlo. Mackenna abrigaba ya estas sospechas, y las comunicaciones de la capital le avivaron sus recelos; pero no tardó en presentarse en el campamento de los auxiliares, a fin de conocer su verdadero espíritu y de reducirlos a la obediencia en caso de insubordinación. Este rasgo de decisión fue sin embargo innecesario; los auxiliares se manifestaron fieles al gobierno establecido.

El gobierno de Mackenna concluyó el 8 de septiembre de 1811. Una asonada militar dirigida por don José Miguel Carrera, había operado un cambio gubernativo en la capital y creado una nueva junta de gobierno. Mackenna fue llamado a tomar un asiento en ella, y la comandancia general de artillería. En marzo se le había elevado a teniente coronel y comandante general de ingenieros, y en 19 de septiembre fue ascendido a teniente coronel graduado.

Las revoluciones son de ordinario muy poco justicieras; pero la de Chile se manifestaba equitativa con Mackenna. Ese hábil ingeniero que servía tan eficazmente a la España desde los diecisiete años de edad, frisaba   —63→   ya en los cuarenta sin alcanzar más que la efectividad de capitán. Sus servicios a la revolución iban a ser eficaces, y ésta los premiaba con munificencia. Por desgracia, los parciales del nuevo régimen se habían dividido en dos bandos, después de instalada la primera junta gubernativa. Mackenna, por sus relaciones de familia y por su carácter, pertenecía al más exaltado de esos dos partidos. Era éste el que había triunfado el 4 de septiembre con el apoyo de Carrera.

Los hombres que subieron entonces al poder estaban animados de un espíritu de reforma que quería plantear mejoras en todos los ramos de la administración. Las providencias dictadas entonces por el congreso, fueron siempre de alta utilidad para el reino, y acarrearon gran desprestigio a la causa de España; mas su gobierno fue de corta duración. El 15 de noviembre del mismo año, un motín militar encabezado por los Carreras, que se sentían desprestigiados ante el gobierno que ellos habían apoyado en su elevación, echó abajo la junta gubernativa. Mackenna perdió su asiento de vocal, pero quedó con el mando general de artillería.

En las actas de los amotinados, su nombre se hallaba acompañado de justos elogios; pero Mackenna no simpatizaba de modo alguno, con el movimiento. Su desagrado fue público, hablaba de los Carreras con valentía y acritud, y hasta tomó parte en los preparativos de una proyectada contrarrevolución.

Esta fue comunicada a Carrera por dos oficiales de granaderos, don Santiago Muñoz Bezanilla y don José Vijil, y en consecuencia Mackenna y muchos otros fueron aprendidos y encausados. Del largo proceso seguido con este motivo no resultan grandes cargos contra el comandante general de artillería, ni se descubre, a pesar de fútiles declaraciones, el proyecto de asesinar a don José Miguel Carrera, como entonces y después lo han dicho él y sus defensores. Las declaraciones de los testigos eran contradictorias en lo que tocaba a Mackenna: éste apenas los conocía y nunca los había tratado; y la vista del fiscal, que era un subalterno de don Juan José Carrera, oficial de granaderos don Francisco Barros, le fue favorable.

Todo esto no influyó en el ánimo de la comisión encargada por Carrera de sentenciar en la causa: Mackenna fue condenado a un destierro de tres años a la Rioja en 27 de febrero de 1812, y conmutada la sentencia en dos años de confinación a la hacienda de Catapilco por un decreto de la junta de 17 de marzo del mismo año.

Mackenna permaneció en aquella hacienda, indiferente a la política por todo el año de 1812. En el tiempo de su confinación se le encargó la fortificación de Valparaíso y Coquimbo, y en enero de 1813 recibió la comisión de levantar una carta geográfica de Chile.

Se aprestaba para comenzar sus trabajos, cuando fue llamado a Santiago, con gran urgencia; el ejército invasor que enviaba el virrey del Perú contra el gobierno de Chile, había desembarcado en San Vicente y tomaba a   —64→   gran prisa posesión de las provincias del sur. Carrera salió en breve de la capital, y su hermano don Juan José lo siguió pocos días después, el 5 de abril, llevando consigo a Mackenna, nombrado ya cuartel maestre o jefe de estado mayor del ejército independiente.

Mackenna era sin duda el militar más entendido y experto de cuantos contaba la causa de la independencia de Chile hasta aquel momento. Sus consejos debían ser de gran importancia para la dirección de la guerra; él se presentaba en el campamento como el Ulises de esa falange de bravos; si su cabeza había emblanquecido prematuramente, si su edad era superior a la de los otros jefes del ejército, su espíritu reunía el aplomo y la prudencia del anciano a la arrogancia y actividad del muchacho.

Los primeros encuentros de la campaña fueron favorables a las armas insurgentes. La aventurada sorpresa de Yerbas Buenas introdujo el desaliento y la insubordinación en los invasores; éstos se negaron a pasar el Maule, y su general don Antonio Pareja se resolvió a encerrarse en Chillan.

Con esto la campaña parecía concluida con ventajas para las armas insurgentes. Carrera seguía de cerca a las fuerzas realistas, picándoles la retaguardia con un ejército muy superior en número.

Mackenna recibió entonces el mando de la división de reserva, y con tal destino asistió a la jornada de San Carlos cuando se le dio alcance al enemigo. Él mismo había presentado el plan de batalla, pero desde los primeros tiros pudo ver el desconcierto con que obraban los jefes independientes; el combate fue una verdadera confusión; las tropas huían sin orden ni disciplina, y sin un momento de sangre fría del cuartel maestre y el heroico arrojo del coronel O'Higgins, el cuadro de realistas que solamente se había mantenido a la defensiva es probable que hubiera tomado una diversa actitud.

Las fuerzas invasoras, sin embargo, se reconcentraron en Chillan: Carrera no pensó más que en estrecharlas por medio de un sitio formal, que puso en la época más rigorosa de uno de los inviernos más crudos que recuerde la tradición. La fortuna iba a abandonar completamente al estandarte tricolor.

Mackenna había levantado por orden de Carrera el plano de las posesiones que debía ocupar el ejército; pero el general en jefe no tuvo a bien adoptarlo. Éste quiso reconocer el terreno por sí mismo en compañía del cónsul norte americano Mr. Poinsett, y se avino a observar otro plan que este último sujeto le proponía.

La injuria hecha al saber del cuartel maestre no le arredró para seguir sirviendo a las órdenes de Carrera. Durante aquel sitio desastrado, Mackenna prosiguió empleando su ciencia y su valor con gran abnegación de sí mismo y de su orgullo. Tan pronto construía trincheras en medio de las   —65→   lluvias y con el lodo hasta las rodillas, como las defendía en medio de las balas enemigas, y rodeado de los cadáveres de sus subalternos.

El sitio de Chillan comenzó por una intimación de rendición de parte del jefe insurgente, y se acabó por otra de igual especie del jefe realista. En poco más de dos meses, el ejército de Carrera había sufrido todo género de males, y la deserción empezó a diezmar sus filas a gran prisa; inútiles fueron la singular decisión, los padecimientos sin límites y el arrojo heroico de esa falange de valientes en la estación más cruda que cuenta el presente siglo. Un ejército numeroso había puesto el cerco a la plaza; miserables reliquias abandonaron tan desgraciada empresa. Mackenna creyó que era éste el resultado de no haber seguido sus consejos.

Sin embargo, quedaban a la patria algunos recursos, y bastante energía en el pecho de cada uno de sus hijos. La campaña se sostuvo por todo ese año con menos actividad, y sin otro resultado que la incierta prolongación de la guerra, y el desaliento de los patriotas que veían escasear sus recursos mientras que al enemigo podían venirle del Perú. Durante todo este tiempo Mackenna prestó importantes servicios en las fortificaciones de campaña.

En este período se había distinguido sobre todos los militares un simple jefe de milicias, el coronel don Bernardo O'Higgins. A un arrojo sin límites unía el espíritu organizador de un general; su persona estaba siempre enfrente de los fuegos del enemigo y sus tropas eran las más bien ordenadas en el ejército. La victoria más gloriosa en toda la campana de 1813, fue en su mayor parte alcanzada por él, que ni era jefe de división. Fue aquella la batalla del Roble. En esta acción el desconcierto se había apoderado de los jefes: O'Higgins estaba herido en una pierna y sin embargo a los primeros tiros, preparó una resistencia poderosa con que rechazó al enemigo.

Mackenna contrajo una estrecha amistad con O'Higgins, y era de opinión que nadie sino este debía reemplazar al general Carrera en el mando del ejército.

En ese mismo tiempo la junta gubernativa que residía accidentalmente, en Talca, trataba de quitar el mando a los Carreras, y aún se había hablado de confiárselo a don Marcos Balcarce, jefe de una división de auxiliares argentinos. Mackenna que vislumbró esto se embarcó en Talcahuano en un débil barquichuelo con el pretexto de pasar a la Quiriquina, pero con el verdadero designio de llegar a Talca por el río Maule. Expuso a la junta que Carrera abrigaba la firme determinación de no entregar el mando a un extranjero como Balcarce, pero sí al coronel O'Higgins, y que, según estaba informado, llevaría más allá su patriotismo, ofreciéndose a vencer las repugnancias que manifestaba el modesto O'Higgins para asumir un cargo tan delicado y de inmensa responsabilidad. A todo esto agregaba que era urgente y necesario quitar el ejército de manos de los Carreras quienes, según sus palabras, lo habían conducido con desacierto para Chile, siguiendo   —66→   las indicaciones de un norte americano de ninguna reputación y de ningunos conocimientos militares.

La junta lo acordó así con fecha 27 de noviembre; mas como siempre se temiese una resistencia formal de parte de Carrera, se le dejó en el mando mientras lo tomaba O'Higgins, quien a la sazón estaba en Talca. Mackenna, entretanto, interponía su influjo para desprestigiar a Carrera ante el gobierno y los soldados. Sus anteriores resentimientos habían resucitado con los nuevos ultrajes; el cuartel maestre odiaba al general en jefe, así como éste a aquél. Mackenna, decía que el general era cobarde y torpe como militar, perverso y déspota como político; y éste escribía en su diario de la campaña que el ingeniero Mackenna no distinguía la cureña de un cañón. Tan exageradas eran sus palabras, tan profundos sus rencores.

Arregladas las primeras dificultades, O'Higgins salió de Talca el 20 de diciembre, en compañía de Mackenna. El día siguiente se juntó con la división auxiliar argentina que permanecía acampada en Longaví.

El nuevo general quería activar las operaciones de la guerra. Su plan era hacer dos divisiones del ejército insurgente, una de las cuales operaría en la línea del Itata, mientras la otra debía quedar en Concepción a fin de impedir el desembarque en las costas de Arauco de los refuerzos que venían del Perú, y de despejar la frontera. O'Higgins se separó de Mackenna el 30 de enero dejándolo en Quirihue al mando de una división; estaba compuesta de 800 infantes, 100 dragones y 6 piezas de artillería.

Por primera vez iba Mackenna a dirigir las operaciones militares de una división de 1000 hombres. Sus instrucciones, sin embargo, le mandaban mantenerse únicamente a la defensiva en Quirihue; pero, por nueva orden del general O'Higgins, avanzó en breve hasta las márgenes del Itata, y ocupó la posición del Membrillar, que él mismo había fortificado en octubre de 1813.

Las guerrillas enemigas no se atrevieron a inquietarlo en sus atrincheramientos; pero le quemaban los campos en que solía poner sus caballos, y se le presentaban desde lejos para provocarlo a dejar las fortificaciones. La división comenzaba a correr algún peligro; en vano las dispersó Mackenna en Cuchacucha, porque el enemigo recibía refuerzos y se engrosaba de día en día, mientras llegaban a sus oídos los descalabros que por otras partes sufrían las armas independientes.

En efecto, la fortuna no había sonreído al general O'Higgins en los primeros días de su mando. A la cabeza de un ejército desmoralizado, sus esfuerzos habían sido infructuosos: las partidas de tropa que había despachado de Concepción, fueron batidas por el enemigo; no pudiendo impedir el desembarque de la división que traía del Perú el general Gainza. Una partida realista se había posesionado de Talca a viva fuerza, adelantando su línea de operaciones hasta la ribera norte del Maule, en camino para la capital.

  —67→  

Mackenna, sin embargo, fortificaba más y más su campo a fin de mantenerse a la defensiva; ni la vista del enemigo, ni las proposiciones que algunos jefes le hacían para buscar la salvación en una retirada, lo decidieron a salir de sus trincheras.

Desde principios de marzo sus posiciones estaban amenazadas por el ejército realista. El general Gainza en persona, con el grueso de sus fuerzas se había acercado al Membrillar y se interpuso en el camino de Concepción que debía tomar O'Higgins para socorrer a Mackenna. Su objeto era atacar en detalle a las divisiones insurgentes; pero a nada se atrevió, vistas las ventajosas posiciones que ocupaba Mackenna.

En ese estado de indecisión que la prudencia hacía guardar al general español, batió O'Higgins las partidas avanzadas del ejército de Gainza, en las alturas del Quilo y se dejó ver de la división de Mackenna. La ruina de Gainza era segura inevitable, si era cogido entre dos fuegos; sólo un ataque atrevido a las posiciones del Membrillar podía salvarlo.

Diolo en efecto en la tarde del 20 de marzo con todas sus fuerzas, pero Mackenna estaba sobre las armas, y firme e impertérrito rechazó el impetuoso ataque de los enemigos, con ventajas tan grandes que los puso en completa derrota y dispersión. Tan decisiva fue la victoria de Mackenna, que ella sola hubiera bastado para poner un término a la guerra, si en aquellos momentos hubiera contado con alguna fuerza de caballería que echar sobre los atemorizados restos de Gainza que tuvieron que refugiarse en las casas de Cuchacucha. En el parte que de aquella victoria dio Mackenna al general en jefe del ejército, firmado en el mismo campo del Membrillar con fecha 21 de marzo de 1814, pueden verse muy minuciosamente detalladas las diversas faces de aquella memorable acción en que los soldados patriotas se defendieron contra doble número de enemigos, causándoles a éstos una pérdida que se computa en cerca de 500 hombres entre muertos y heridos. No dice Mackenna en su parte que él hubiese salido herido en esta batalla; pero consta que lo fue en la garganta al tiempo de caer a su lado el valiente Cáceres.

En la tarde del día 22 del mismo mes de marzo se unieron las dos divisiones, la del general en jefe que había vencido en el Quilo y la que acababa de reportar la victoria del Membrillar. El enemigo que se había rehecho en Chillan, acechaba de cerca a los patriotas.

En estos momentos les llega la noticia de la toma de Talca por los guerrilleros enemigos; y, sin pérdida de tiempo, intentan interponerse entre estos y la capital a la que creían en inminente riesgo, después de haber sabido cómo había fracasado la pequeña división que en socorro de Talca se había despachado bajo las órdenes del comandante Blanco.

Patriotas y realistas en línea paralela avanzan sobre el Maule y pasan este río por distintos vados, marchando y batiéndose alternativamente, llegan a Quechereguas y, después de un vigoroso ataque, retrocede el enemigo   —68→   sobre Talca, dejando el campo por los patriotas. El objeto se había conseguido: la interposición de las fuerzas de la patria entre el enemigo y la capital. La parte que cupo a nuestro héroe en estas peligrosas jornadas en estas marchas forzadas y repetidos encuentros con el enemigo, fue de los más brillantes.

Pero era necesario imponer al gobierno del estado en que se hallaban los negocios de la campaña; era menester que un oficial entendido explicara de viva voz todo cuanto ocurría y ninguno mejor que Mackenna podía hacerlo. Se le comisionó, pues, para que pasase a Santiago con ese objeto, y emprendió su marcha para esta ciudad el día 10 de abril.

Llegado que fue encontró los ánimos en grande agitación. La guerra amenazaba prolongarse por mucho tiempo aún. Los más avisados pretendían que era necesario un cambio en la forma de gobierno; y por último prevalece el dictamen de los que opinaban por el gobierno unipersonal, como el único capaz de dar por su concentración la celeridad que debía inmediatamente seguir a las resoluciones que se tomasen. Se efectúa el cambio poco antes de llegar el comodoro Hillyar trayendo del gobierno de Lima instrucciones para provocarnos a una transacción. Este hace presente el objeto de su misión y se ajustan las capitulaciones de Lircai, que Mackenna firma como uno de los plenipotenciarios del gobierno de Chile. En la siguiente biografía hallará el lector lo que por no repetir omitimos decir sobre estas capitulaciones.

Antes de las capitulaciones de Lircai, obtuvo el grado de general de brigada y después fue nombrado comandante general de armas de la plaza de Santiago. Ocupaba su empleo cuando en la noche del 23 de julio fue arrancado de su casa, aprisionado y desterrado a la provincia de Mendoza. Era la nueva junta de gobierno, criada por don José Miguel Carrera, que reemplazaba al directorio de Lastra, la que imponía a Mackenna aquel destierro.

Salió de Chile para no volverle a pisar. Estaba en Mendoza cuando abrazó por última vez a su amigo el defensor de Rancagua, y a poco tiempo partió para Buenos Aires, no sin que antes hubiese sido provocado a un duelo que no tuvo lugar. A Buenos Aires le siguió también de cerca don Luis Carrera quien se creía autorizado para provocarlo a un desafío, pretendiendo con él vengar ultrajes que decía haber hecho Mackenna a la familia de aquél.

El duelo fue aceptado por Mackenna: ¡fatal condescendencia! Ella había de privar a Chile de uno de sus más ardientes defensores, de uno sus militares más entendidos, científicos y pundonorosos, de uno de los hombres que habían dado a la nación días de gloria. Pero el odio y la enemistad cegaron a ambos. El uno no vio que era empeño vano pretender que Mackenna fuese capaz de temor, y se desdijese de lo que una vez había firmado; y el otro no tuvo bastante sangre fría para contestar que semejantes cuestiones   —69→   no debían ventilarse sino en los tribunales de Chile. El desafío fue aceptado sin trepidar.

He aquí la carta provocatoria: «V. ha insultado el honor de mi familia y el mío con suposiciones falsas y embusteras, y si V. lo tiene me ha de dar satisfacción desdiciéndose en una concurrencia pública de cuanto V. ha hablado, o con las armas de la clase que V. quiera y en el lugar que le parezca. -No sea señor Mackenna que un accidente como el de Talca haga que se descubra esta esquela. Con el portador espero la contestación de V. -L. C.»

Mackenna contestó: «La verdad sostendré y siempre he sostenido: demasiado honor he hecho a V. y a su familia, y si V. quiere portarse como hombre pruebe tener este asunto con más sigilo que el de Talca y el de Mendoza. Fijo a V. el lugar y hora para mañana a la noche, y en ésta de ahora podría decidirse si me viera V. con tiempo para tener pronto pólvora, balas y un amigo que aviso a V. llevo conmigo. -De V. M.»

Ambos, puntuales a la cita, concurrieron al bajo de la Residencia. Era la noche del 21 de noviembre de 1814. Saludáronse, y luego se colocaron a pocos pasos de distancia. Tal vez los dos iban a quedar en el sitio. Salieron los primeros tiros y... nada... el destino vacilaba... sólo el sombrero de Carrera había caído atravesado por la bala de Mackenna. Hubo un momento de esperanza: los padrinos se interpusieron: el honor estaba satisfecho. Pero Carrera exigió que Mackenna se desdijese. «No me desdeciré jamás, gritó Mackenna, y antes de hacerlo me batiré todo un día. -Y yo me batiré dos, contestó Carrera.» No hubo remedio: volviéronse los antagonistas a sus puestos. Los tiros partieron a un tiempo, y Mackenna cayó en tierra. La bala del contrario le había atravesado la garganta. Otra bala más gloriosa se había estrellado impotente en esa misma garganta en el asalto del Membrillar.

¡Así murió el general Mackenna a los 43 años de edad, lejos de su familia, en el destierro, donde debía cubrir sus restos tierra que no era la de su nacimiento ni la de su adopción! ¡Blanda le sea!

HERMÓGENES DE IRISARRI3.




ArribaAbajo- VIII -

Don Bernardo O'Higgins


imagen

  —70→  

imagen

Quien escribe la biografía de un contemporáneo no es nunca su mejor juez. Por más abnegación, que se proponga, por más imparcialidad de que haga alarde, es imposible que no le arrastren a exageraciones las simpatías, los odios, las veleidades, los caprichos, bajo cuya influencia los testigos inmediatos de las, hazañas o flaquezas de un hombre público se apresuran a aplaudirlas o condenarlas. La historia degenera entonces en panfleto; peca por demasiado implacable o indulgente; atenúa o agrava a discreción; sus elogios son apologías; sus censuras diatribas; y para atemperar los hechos o personajes al sentido de su opinión, para deprimirlos o enaltecerlos a su antojo, tiene que infligirles cruel tortura, que colocarlos como sobre un lecho de Procusto y arrancarles así testimonios calumniosos o gratuitos. El ostracismo, suele decirse con gran énfasis, es la Roca Tarpeya de los grandes servicios, la ingratitud su recompensa obligada; como si los que tales fallos pronuncian pudiesen erigirse en tribunal de última alzada; como si no quedase la apelación al juicio tardío pero imparcial de la posteridad. Ésta viene a rectificar siempre los errores y vehemencias de la ligereza y la pasión; quita lo que habían concedido demás,   —71→   restituye lo que de menos; da a cada cual estricta y verdaderamente lo suyo; desagravia y absuelve, o increpa y condena, pero en última instancia, sin ulterior recurso. El caso adverso deja de ser entonces un crimen, y la rodilla inclinada ante la iniquidad triunfante, se levanta sin temor. El infortunio llega a ser más bien un fuero de conmiseración; el poder y el valimiento títulos a la más inexorable severidad. Las falsas apariencias, las exterioridades engañosas pierden todo su prestigio; habla solo la verdad.

¿Quién sabe si ha llegado a O'Higgins la hora de esta vindicación? Pero él, que murió en tierra extranjera, que no ha dejado una familia que guarde como suya la memoria de sus virtudes y proezas, y si detractores muchos y enemigos personales, cuyo encarnizamiento no han sido parte a embotar ni el mármol de la tumba ni el transcurso de los años; él, apellidado un tiempo el hijo primogénito y predilecto de la patria, y preterido o infamado después, hasta no temerse envolver en una común adulteración, ofensiva al decoro y orgullo nacional, la historia de la revolución de Chile y su más ilustre protagonista; él, cuyos rasgos magnánimos, y actos más gloriosos habrían sido redargüidos o negados, si por único recremento quedasen no más que reminiscencias confusas o tradiciones contenciosas; O'Higgins, es entre todos los grandes hombres de su tiempo el más acreedor a un cumplido desagravio y el que más lo ha menester.

Al romper Chile por la vez primera la absoluta interdicción del régimen colonial, al asumir el ejercicio de su personalidad nacional secuestrada desde los primeros vagidos de su infancia, dio un paso el más osado y gigantesco. No se declaró desde luego libre y soberano; no decretó la derogación del vasallaje tributado tres centurias a la España. ¿Ni cómo se habría atrevido a negar de repente esa obediencia y subordinación, su suprema ley política, su forma constitucional, dogma de su religión, su modo de ser hasta entonces? La revolución así iniciada habría retrocedido a su primer paso, espantada ante el aislamiento y las maldiciones con que la habría abandonado a su suerte el mismo pueblo objeto de su solicitud y afanes, que habría llamado inútilmente a segundarla. ¿Ni a cuáles de sus más esforzados corifeos habría podido ocurrir la idea de acometer empresa semejante sin preparación de ningún género, contra resabios, preocupaciones y elementos tantos, que aseguraban la permanencia del orden de cosas a la sazón vigente? Pero si no se inició la revolución a rompe y rasga, por así decirlo, y proclamándose desde un principio su objeto en toda su importancia y extensión, si se la atribuyeron miras sólo secundarias y transitorias; si apenas un pálido arrebol de libertad pareció colorir el cielo de la patria en la aurora de su primera existencia, este dulce respiro de una repentina bienandanza se alcanzó también sin los sacrificios y catástrofes que apareja de ordinario el ingreso de una regeneración más violenta.

El dieciocho de septiembre de 810 es entre los fastos nacionales de   —72→   Chile el más memorable, y lo será siempre; marca el principio confuso, la tímida intentona de lo que se acomete y lleva después a cabo en toda su plenitud y sin disfraz al uno; el júbilo, el beneplácito, el anhelo general, y la unión de más feliz agüero, prendieron en ese día al advenimiento de todo un pueblo, a la vida política y a la administración de sus intereses. Desde ese día el nombre de Chile pasó a ser la razón social de una nación. Pero este cambio, como ya hemos dicho, no se abrió ex-abrupto y con entera conciencia de su magnitud; la colonia no hizo al principio más que proveer, por sí misma es cierto, pero sin dimitir su condición de tal, al desamparo y acefalía a que la reducían la cautividad de Fernando, y la anarquía e invasiones de que era teatro la metrópoli. Se dio un gobierno propio, independiente, pero nada más que provisorio, destinado a regirla hasta tanto subsistiesen las circunstancias que le daban origen. Y al aventurar esta innovación atrevida, al estatuir su forma, al zanjar todas las dificultades de este su extremo precario en la vida de nación con derechos suyos, obrose colectivamente; cabildo, real audiencia, comunidades religiosas, militares de alta graduación, vecinos respetables, todos cargaron solidariamente la responsabilidad de la gestión común; el pueblo fue su personero. No hubo que arrancar por un golpe de mano lo que fue consecuencia espontánea del acuerdo general; no había llegado la empresa al punto en que fuese menester que el más osado de sus operarios forzase el asentimiento de los demás.

La contemporización primera no podía con todo sostenerse; era imposible poner la proa a la asecución del objeto final, sin determinarlo de una vez, sin deponer la parsimonia y disimulo de los procedimientos anteriores. Escrúpulos poderosos, desconfianzas, temores, sugestiones siniestras incitaban a rechazar el temerario proyecto de una paladina y completa emancipación; forcejaban inútilmente en sentido opuesto el altivo ardimiento, el ardoroso patriotismo de los novadores más exaltados; la insidiosa reacción asomaba ya la cabeza atisbando una ocasión favorable a su prevalecimiento en las discusiones y perplejidad de sus antagonistas; el bajel revolucionario, destituido de toda dirección pujante y fija, comenzaba a fluctuar a la merced de un mar alterado y de un viento adverso. Carrera, el animoso y audaz Carrera, aparece entonces; arrebata el gobernalle de la zozobrante embarcación, la hace en un punto virar de bordo en el momento en que casi encalla, y con su arboladura improvisada, su endeble quilla, sus delgadas enternas, su intonsa tripulación, el barquichuelo de la república vese a poco navegar viento en popa, con bélico gallardete y con seguro rumbo, al puerto de su aspiración.

Cesaron entonces las medidas paliativas, contemporizadoras, medrosas, con que se había iniciado la revolución; desembozó sus conatos, y comenzó, a perseguirlos con franqueza y ahínco. Tuvo que vencer resistencias, que moderar excesos, que afianzar a viva fuerza la concordia y unión de todos   —73→   sus adeptos, y que tomar de una vez una actitud enérgica y decidida ante sus enemigos exteriores. Y cuando aceptaron estos el reto a muerte que les fue lanzado, cuando se hizo inminente y próximo el peligro de una invasión y fue menester prepararse a rechazarla. ¡Duro noviciado para un pueblo obligado recientemente a bastarse a sí mismo! No bien ha roto el bozal del despotismo y sacudido la apatía y abyección de su pasado, y ya tiene que salir a contrarrestar una agresión de muerte. El genio, la actividad, el celo de Carrera lo sirvieron y sostuvieron en trance tan extremo; alistó y armó soldados, acopió víveres y pertrechos, hizo todos los preparativos necesarios.

La noticia de haber puesto pie en el territorio un ejército numeroso y aguerrido, y avanzar hacia la capital, conquistando todos los pueblos de su tránsito, halló a la patria prevenida y resuelta; y el mismo que había encabezado todos sus aprestos para la lucha, se hizo también su campeón, el jefe de las huestes que debían marchar a combatirlo. Sin esperar su aclamación para cargo tan excelso, anticipándose al consentimiento público, presumiéndolo y forzándolo con el mismo arrojo que para su anterior predominio en el sesgo dado a la revolución; sin dejar tiempo a que por la deliberación se enervase la fuerza del primer ímpetu y se perdiesen las ventajas de un rechazo pronto y vigoroso, sin aguardar a que pasada la alarma y tribulación de los primeros momentos, se diese a su nueva investidura un carácter legal, sin el cual había hecho respetar muy bien la omnímoda y más augusta que acababa de ejercer; voló al punto a detener el progreso de la invasión. Desde las orillas del Maule hízola retroceder hasta Chillan, y la encerró en el recinto de esta plaza con un sitio estrecho, que sostuvo todo un invierno. La impasibilidad de sus adversarios, el cansancio de sus propios soldados, el agotamiento de los recursos y más que nada, los rigores de la estación, pudieron solo obligarle a resignarse a la humillación de levantarlo y de deponer su actitud agresiva para acudir a la reorganización de su tropa, disminuida y descorazonada por esfuerzos tan vivos, tan prolongados y tan estériles.

Este primer quebranto sacó a los patriotas de su estado de aquiescencia pasiva a los actos del que se había erigido en su jefe militar. Desde que la prepotencia y el acierto dejaron de disculpar la usurpación de Carrera, desde que sus últimas operaciones le declaraban momentáneamente vencido, se sublevó en su contra una gritería de censuras odiosas, de recriminaciones encarnizadas. Era para unos un ambicioso temible que subordinaría a su antojo el interés de la patria a su engrandecimiento personal, que no había cooperado a la defensa de la emancipación sino para establecer su propia dictadura y la insolente elevación de toda su familia y parciales; y los que así le juzgaban pedían su destitución sólo como un ostracismo, sin poner en duda sus méritos e insignes cualidades. Otros le achacaban defectos de un general imprudente y cobarde; no sujetaba los soldados a una   —74→   disciplina severa; les había permitido depredaciones en los pueblos de su tránsito o guarnición, donde habían desacreditado la causa que sostenían; asistía al combate desde lejos, con la espada envainada, teniendo en la mano que debía empuñarla un anteojo de campaña, comunicando sus disposiciones por el intermediario de edecanes y ayudantes, y fiando en el primor de las maniobras y estrategia que ponía en juego, más que en la intrepidez de sus bisoños tercios, en el estímulo de su ejemplo personal y de la energía y viva voz de sus órdenes. Y sobre todo, se quería un jefe menos jactancioso y petulante, menos pagado de su propia valía y superioridad, que no debiese su exaltación a sí mismo, que no tuviese hermanos brigadieres y una familia y clientela numerosas, capaces de contrabalancear con su influencia la de la mayoría nacional. En una palabra, la revolución había menester ahora, no de un caudillo imperioso y arrogante, a un tiempo tribuno y militar, bajo cuyos auspicios marchase como hasta ese momento, sin darse cuenta de nada; sino de un subalterno dócil, de toda su devoción, y que valiese y dominase solo por su medio y con su anuencia. Carrera se había hecho general en jefe por su propia gracia; no admitía otra iniciativa y sujeción que la de su inflexible voluntad. Su destitución debía ser la medida con que el gobierno de la república reasumiese su dirección suprema, hecha a un lado o menospreciada hasta entonces. Y con toda su protervia y altivez, Carrera tuvo que acceder a su separación y a la de sus hermanos del ejército, por la ráfaga de veleidad popular desencadenada a la sazón en su daño. El que solo a la hora de su muerte debía confesarse vencido, y no más que por la Providencia, tuvo que reprimir en silencio los primeros arrebatos de una saña que nada en su vida debía ser parte a aplacar.

El mando en jefe quitado a Carrera no podía ser conferido a otro que a O'Higgins. No era un veterano como Carrera, que antes que en Chile había ya militado en España, y que profesaba la guerra como un arte. La foja de servicios de O'Higgins antes de la revolución estaba completamente en blanco, y toda su teoría de combate, su evolución favorita al frente del enemigo, se reducía a cargar con valor. Pero en las pocas funciones de armas de la reciente campaña, había podido bien verse que de los planes mejor concebidos, de la táctica más certera, de la inspección distante y pasiva de un verdadero general en jefe, muy poco partido podía sacarse con una turba de valientes, indóciles a todo freno, impacientes, rota una vez la pelea, de la menor tardanza o evasión por bien calculadas que ellas fuesen y que el soldado más intrépido, el que para arrostrar el peligro o vencer la dificultad se mostrase, si era preciso, como una enseña viva a los ojos de los demás, ese alcanzaría mejor a la cabeza de ellos prodigios de valor y de heroísmo. La proeza con mucho más espléndida de cuantas habían ilustrado la campaña iniciada, había sido el asalto del Roble, en que los patriotas en un número muy inferior, a las órdenes de O'Higgins, único que   —75→   entre los oficiales de alta graduación, y con ser que era el de menor, y el menos caracterizado entre todos, no endosó a otro la responsabilidad del mando supremo, vacante en el momento por la fuga obligada de Carrera, resistieron por tres horas descargas, nutridas e incesantes en un ataque obstinado de los realistas, y con una carga a la bayoneta, ordenada y presidida por su caudillo accidental, los pusieron en desorden y, al fin, en la derrota más completa. ¿Qué mejor prueba de que el ardimiento personal valía más que la pericia y la estrategia para conducir a la victoria soldados inexpertos e impetuosos?

Desde esa jornada databa el crédito de bravura de O'Higgins, y en cuanto a la abnegación, la sinceridad y la entereza de su patriotismo, las había probado filiándose desde un principio entre los pocos novadores más exaltados, y participando de todos sus primeros riesgos y ansiedades; y luego, como diputado al primer congreso nacional de tan célebre recordación, como miembro de la junta que organizó Carrera en la capital a la disolución de aquella recalcitrante asamblea, como su plenipotenciario enviado también por Carrera para obviar su conflicto con las que se proclamaron independientes en Concepción y Valdivia, como coronel en el ejército nacional, puestos todos, en que por respeto a su mandato, por subordinación a sus comitentes, por lealtad consigo mismo, había tenido que afrontar compromisos odiosos, incitaciones malignas.

Sobre todo, se buscaban no tanto aptitudes sobresalientes en el que hubiese de ser jefe militar de la revolución, cuanto otras cualidades, simplemente negativas, que por no concurrir en Carrera le habían hecho últimamente impopular e inadecuado en ese rango. Se quería, ante todas cosas, que el nuevo general del ejército, recibiese, no impusiese ni empeñase su promoción; y que ella acusase, a la par que el reconocimiento de las dotes y méritos que la decidían, la voluntad espontánea y soberana de su emanación. Si al mérito especial del elegido se agregaban los accesorios de elevado talento, grande ascendiente, familia aristocrática que en Carrera, ni tendría aquella los visos de enteramente voluntaria que se quería indujese, ni dejaría de ocasionar temores de un antagonismo fatal. Bajo este aspecto, era O'Higgins el más a propósito. Sin la revolución no hubiera sido nunca más que el hijo natural de un virrey; sus, prendas morales, sus servicios, nada habría sido suficiente a borrar esa mancha de su nacimiento, ese apodo agregado siempre a su ilustre apellido, que había movido a su padre a negárselo en su postrera voluntad, y a privarle durante su vida de las efusiones e inocentes delicias de la primera juventud, pasada para él lejos de su tierra natal, dentro de los claustros y bajo la represión severa de un colegio de jesuitas de Irlanda. Bajo el régimen y las preocupaciones del coloniaje, O'Higgins habría vivido siempre retraído y oscuro, sin parientes, sin amigos, y quizás en completo entredicho con una sociedad que para admitirlo en su primera clase le hubiera pedido una alcurnia legítima. El   —76→   que comenzaba a vivir fuera de sí mismo, y a figurar en alta esfera con la revolución; el que se elevaba por ella y con ella, y trataba de rescatar con su triunfo su nulidad pasada; el que por la reconcentración de su carácter y sus hábitos de recogimiento y de reserva parecía inaccesible a toda seducción, intriga o devaneo; el que en la consagración de su civismo había mostrado un temple de alma, una energía moral superior a todo incentivo o aprehensión; el que no tenía ni el genio, ni la ambición de poder, ni los amaños seductores, ni los prosélitos fanáticos que Carrera, debió ser considerado el mejor y menos peligroso en su reemplazo. Su rigidez, su vigilancia asidua e inmediata impedirían las extorsiones y atentados de una soldadesca engreída y desenfrenada; el ejemplo y prestigio de su denuedo, su incorruptible celo, su independencia de toda facción, reanimarían a la vez al ejército y disiparían todo temor de ver convertida contra la república una guardia pretoriana de sus mismos defensores. Todo lo que había sido antipatías y recelos contra el general cesante, se tornó en confianza plena y satisfactorio contento en favor de su sucesor.

Recibió O'Higgins el mando del ejército en Concepción, reducido casi a una mitad del número de su primitiva planta, y se puso a sus órdenes inmediatas solo una de las dos divisiones en que lo dejaran fraccionado las últimas operaciones de Carrera, separadas ambas por más de sesenta leguas de áspero camino, por ríos caudalosos y por los realistas que, muy superiores en número y equipo de sus tropas, aun antes de agregarse considerables pertrechos y auxiliares llegados recientemente de Lima, debían moverse de un momento a otro de su cuartel general de Chillan, para dejarse caer con todo el peso de su fuerza, sobre uno u otro de aquellos dos débiles trozos de la nuestra. Al que tenían más cerca y menos resistencia podía oponerles era el acampado en el Membrillar, a las órdenes de Mackenna, oficial extranjero, pero tan entusiasta por la independencia de Chile y la gloria de sus armas como el más amante de sus hijos, de mucho tacto y experiencia militar, y de un pundonor que debía serle funesto. Este jefe, que se estrenaba en el mando como brigadier al mismo tiempo que O'Higgins como general, se hallaba en la posición más difícil y angustiosa; al frente de las triplicadas huestes de los realistas que interceptaban su comunicación con O'Higgins, y teniendo también cortada su retirada a la capital la reciente ocupación de Talca por una fuerte avanzada de aquellas. Le era imposible aventurar paso en ningún sentido; solo a favor de la ventajosa localidad de su campamento y de las fortificaciones y acopios con que se estaba a toda prisa premuniendo, podría sostenerse algún tiempo en su aislamiento, y esperar que de una u otra parte se viniese tal vez en su auxilio.

Entretanto, la defensa de la plaza de Concepción condenaba a O'Higgins a la inacción más mortificante; y se aprovechó con gusto del primer anuncio de los apuros de Mackenna, y de las alarmas del gobierno, en vista de   —77→   su desamparo y de la inmediación de los invasores, para abandonar aquella plaza sin escrúpulo, y ponerse luego en movimiento a procurar juntarse con la otra división, para de allí dirigirse presuroso a proteger con todo su ejército a la capital. Después de una marcha larga, penosa, y que hizo más difícil el temor de ser asaltado a la deshilada por el enemigo, cuyas descubiertas sorprendió más de una vez, le dio por fin vista en las alturas del Quilo, cuando ya no distaba del Membrillar más que cinco leguas. Ruidosas descargas de fusilería anunciaron a Mackenna la aproximación de su jefe y que trataba de forzar el paso hacia él; se hubiera al punto precipitado en su auxilio, pero previó por fortuna el peligro de abandonar su atrincheramiento, y de ofrecerse sólo y enteramente en descubierto al ataque de los realistas. Éstos, por su parte, no por una cobarde trepidación, sino dando tiempo a que una de las dos divisiones de sus contrarios avanzase algo más, bien trasponiendo la una la defensa natural de un río intermedio, o bien alejándose un poco la otra del recinto de sus fortificaciones, las tuvieron algún tiempo inmóviles mal de su grado y en la incertidumbre más tormentosa, mediante alardes alternativos y embestidas parciales; hasta que al fin, cansados ellos mismos de esta perplejidad y de esperar inútilmente la disyuntiva que debía terminarla, se echaron de improviso sobre Mackenna, sin reservar otra parte de todas sus armas que la muy pequeña bastante para contener a O'Higgins a la orilla opuesta del Itata. Pero toda su superioridad y bríos se estrellaron impotentes, contra las trincheras de que se había aquel rodeado; y el temor de ser tomados entre dos fuegos y lo insuperable de la resistencia, los hicieron pronto retroceder en una confusión y descalabro tales, que ni acertaron siquiera a estorbar al día siguiente a O'Higgins, como hubieran podido, el paso del río su completa reunión con los vencedores de la víspera.

Sin permitir el menor descanso, prosiguió al punto O'Higgins con su ejército, formado ya en un solo cuerpo, a pasar el Maule y a no diferir más su interposición entre la capital y Talca, tan anhelada y de urgente necesidad desde que esta última plaza había caído en poder de los realistas. El ejército de estos últimos comprendió luego el motivo interesante de tanta premura; y con la mira de cruzar esta tentativa, de reforzar sus propias avanzadas de Talca, de trasladar aquí el cuartel general y el centro de sus operaciones todas, y de precipitarse a marchas forzadas sobre Santiago, antes que se hubiese podido llegar en su socorro, se encaminó también a disputar el paso del río o a efectuarlo en último caso antes que su rival. Los dos se movieron casi simultáneamente y con el mismo manifiesto fin. La operación para los patriotas era mucho más difícil y apremiante que para los realistas; debían pasar primero, a la mayor brevedad, y por vado menos obvio y más practicable que sus adversarios, quienes le cerraban todo camino de salvación con solo estorbarles el paso, o conseguir efectuarlo con cualquiera anticipación. Y a esta gran ventaja de estarse a la defensiva y de no traerles   —78→   la demora perjuicio, se agregaba la del número de sus fuerzas y la de su comunicación expedita con el depósito de sus provisiones y recursos. La lucha desigual y apuradísima que sostuvo con este motivo O'Higgins, de trances y de ardides, de intentonas y deshechas, de contramarchas y arremetidas, es uno de los episodios más curiosos y admirables de esta brillante campana. A una estratagema feliz y a la intrepidez sin igual del mayor Campino, que con una compañía de a caballo y llevando a la grupa otra de tiradores, atravesó de los primeros el río y desde la orilla opuesta protegió el paso, en gran parte a vado, del resto del ejército, debió O'Higgins la incomparable hazaña de este triunfo.

Era ya tiempo de acudir a la protección de la indefensa capital: los enemigos tenían enteramente franco el camino hasta ella; acababan de derrotar en Cancha-Rayada, a las puertas de Talca, el ejército improvisado con que se prometiera desalojarla de su amenazante posición. Esta contrariedad desastrosa y la postergación de O'Higgins, ya tan prolongada, la habían sumergido en el pavor y el desaliento más general.

La cintura del territorio de Chile por su posición central, y porque es la parte en que más se estrecha entre la cordillera y el mar, la forma el valle en que se situó con sus tercios O'Higgins, casi a tiro de cañon del pueblo en que los realistas establecían al mismo tiempo su cuartel general. Así fue que cuando se precipitaron con toda su fuerza y la recientemente victoriosa que se les unió en Talca, sobre el camino de Santiago, a terminar con el último y más recio golpe una lucha que los traía fuera de sí, impacientes de vengar tanto revés, sufrieron un rechazo que no los alentó para reiterar su embestida. La capital respiró por fin de su pánico y alarmas, confiando en que el centinela avanzado de los vencedores del Roble y Membrillar, no se dejaría romper su consigna de atajar el acceso del enemigo a la ciudad de toda su codicia y solicitud.

Sobrevino en esto un armisticio con ocasión de haber ofrecido el virrey de Lima proposiciones de paz. ¿Por qué se les dio oído? ¿Por qué se accedió a las concesiones humillantes exigidas por ellos? ¿Por qué no se sospechó la perfidia y las intenciones aviesas que encubría esta celada? Todos estos reproches deducidos después contra los que aceptaron el tratado de Lircai son injustos a más no poder. ¿Qué gran concesión se hizo por él a la España? ¿La del reconocimiento nominal de su soberanía para el caso en que recobrase su independencia y con la condición expresa de definirse entonces de mutuo acuerdo la forma en que debería ejercerse? ¿Qué otra cosa importaba esta declaración que la del statu quo de la contienda?, ¿Qué desistimiento vergonzoso había en semejante emplazamiento de su decisión? La que cantaba la palinodia, la que pedía alafia, la que después de tantas bravatas y amenazas ofrecía desarmar oprobiosamente, era la España; ella se comprometía a evacuar el territorio, y toleraba que sus vasallos rebeldes figurasen en la capitulación como sus iguales. Y tanto más baldón y vituperio,   —79→   para ella, si ese ofrecimiento era mentido, si al afianzarlo con la palabra y el honor nacional se proponía en secreto una trasgresión infamante. Y luego, ¿cuáles eran las circunstancias ventajosas, los recursos inagotables, el apoyo firme y seguro conque contaba Chile para sostenerse arrogante y pertinaz hasta alcanzar la completa rendición de su contendor? Su ejército jadeante y desmedrado, su tesoro exhausto, sus elementos de resistencia esquilmados todos, arrebatados en gran parte, ¿le permitían por ventura especular sobre la probabilidad de un próximo triunfo, mucho mayor o más seguro que el que creía asegurarse con el tratado? Si alevosías atroces y disensiones fratricidas se conjuraron después de consuno contra la pobre patria, no se achaque el cargo horrendo de los desastres y ruina que trajeron a los que no pudieron preveer, ni tamaña felonía de parte de un enemigo sin fe ni pundonor, ni atentados tan flagrantes de parte de quienes no temieron alzar contra el tricolor de la república el pendón de sus susceptibilidades y rencores personales.

Y por otro lado, cualquiera que fuese la justicia o sinrazón de tales recriminaciones, no afectan en lo menor a O'Higgins, que ninguna injerencia tuvo ni en la discusión de las condiciones del tratado, ni menos en su aceptación, El papel que le cupo en la negociación fue el de mero plenipotenciario, y para sólo el acto de formular y ratificar con su firma lo ya acordado sin su anuencia. Las armas de la república estaban en sus manos y pudo con ellas despedazar el pacto, y obligar al gobierno a una inmediata retractación. Cierto. Pero, ¿de dónde se hubieran derivado sus facultades para erigir así su particular capricho en norma y ley de la voluntad nacional? Factible o no tal intento, se hubiese o no frustrado en la ejecución, nada habría atenuado la avilantez, ni menos, la perfidia de prevaricato tan criminal.

Sí; el tratado de Lircai es un padrón de oprobio y execración, pero sólo para los que se desentendieron de la fe sagrada de sus promesas y para los que hicieron servir el pretexto falso de haberse ciado por él ante la defensa de la libertad y nacionalidad chilenas, a la disculpa de la usurpación más escandalosa y a la satisfacción de resentimientos e intereses individuales4. ¿Quién era Carrera, qué pesaban en la balanza de la salud   —80→   pública sus agravios personales, verdaderos o gratuitos, qué su amor propio herido, sus méritos olvidados, para que acechando, desde el escondite, en que había tenido que sustraerse a las persecuciones del gobierno de sus compatriotas y correligionarios, indignados y alarmados por las tramas y maquinaciones en que se obstinaba su encono contra ellos, un momento de descuido y de turbación; aprovechándose del primer reposo que gustaba la patria, después de tantas fatigas y desastres contemplados por él con ojo enjuto desde la prisión en que a su separación del ejército cayó por su temeridad y lo conservaron los realistas hasta su evasión; haciendo leva en su apoyo de todos los odios menguados, las aspiraciones bastardas, tantas malas pasiones cobijadas siempre bajo un régimen cualquiera, y por de contado bajo el represivo y duro que hacia necesario la coexistencia de la guerra y la revolución, derrocase el gobierno patrio y sobre el atentado de su vilipendio y de su ruina, estableciese su nefaria dictadura, para satisfacer con ella su frenesí de venganza y ambición?

O'Higgins, que no vio ni pudo ver en Carrera más que su usurpación gratuita y los desafueros y tropelías con que era inaugurada; ligado como estaba a la obediencia y defensa de la autoridad legítima, y muy ajeno de sospechar la pérfida violación del tratado bajo el cual se hallaban suspendidas las hostilidades contra los realistas, creyó de su deber dejar su campamento, y venir a restablecer el gobierno subvertido. Se adelantó hasta Maipo con una parte del ejército, dejando la otra a una jornada de distancia; y encontró allí el que Carrera había ya reclutado, y oponía a la prosecución de su marcha. Trabose un combate de poco momento, que se habría renovado al día siguiente más sangriento y decisivo y en que O'Higgins habría empeñado toda su tropa, si no hubiese hecho caer las armas de la mano a ambos combatientes, minutos antes de cruzarlas, el anuncio, terrible cuanto inesperado, de haber venido de Lima a las órdenes de Osorio un nuevo ejército a reforzar y llevar adelante la invasión, de hallarse ya en Talca y de avanzar precipitadamente a someter otra vez a todo Chile al ominoso yugo colonial. O'Higgins y Carrera no pensaron ya más que en volver contra el común y aleve enemigo sus espadas ensangrentadas en la contienda fratricida del día anterior; se olvidó la reyerta pendiente para no atender más que al peligro de la patria. Y el que de los dos tenía de su parte sino la seguridad del triunfo, al menos la razón, el pundonor, la justicia, el deber, se apresuró a ceder al otro de general en jefe del ejército, se degradó él mismo a subalterno de su rival; dobló su rodilla ante la iniquidad que la exigencia de la salud pública le impedía ya contestar; sacrificó su orgullo y su dignidad personal; fue magnánimo y generoso   —81→   hasta el punto de aceptar tan acerba humillación; y por única merced pidió la de mandar la vanguardia del ejército que saliese a repeler al español.

Y Carrera que se había constituido en desfacedor de los agravios y desaguisados de la revolución; Carrera que había prometido vindicar el honor nacional, desnudar ese acero de la república que infieles y pusilánimes mandatarios habían vuelto con baldón a la vaina; Carrera, antes que recoger con valentía el guante que el feroz Osorio le tiraba con menosprecio a la cara, habló de paz, de justicia, de humanidad, hizo protestas fementidas de sumisión y respeto a la soberanía de Fernando, descendió hasta la súplica y la falsía, y no se remitió al coraje de sus soldados y a la justicia de su causa, sino perdida toda esperanza de una amigable e indigna transacción. Su contestación (fecha 5 de setiembre de 814, rotulada al que manda la gente armada de Lima) al ultimátum del jefe de los realistas, rebaja y calumnia el pensamiento de la revolución; Chile no se ha sublevado en ella contra la soberanía de Fernando, sino contra los gobiernos intrusos y las autoridades que asumía sin título legítimo la representación de su augusto monarca; presenta a los patriotas como fieles servidores de su majestad, y a sus contrarios, en caso de persistir en su agresión, como vasallos rebeldes. Y a esta chicana, a esta superchería, impúdica apela en momento tan solemne, en su propia defensa y en la de la patria, el mismo que había calificado como una reculada hipócrita el tratado de Lircai, como traidor al directorio que lo sancionara, como justa y santa su sustitución por la obrepticia y refractaria dictadura de su antojo, como honrosa en su favor e imputable solo a O'Higgins la sangre de hermanos vertida en Maipo, y finalmente como acepta a la mayoría nacional e indispensable a la salvación del país la supremacía que acababa de serie abandonada, no concedida, y con la que no se avergonzaba de cejar tan cobardemente, de mentir tan a faz descubierta.

La repulsa perentoria de Osorio no le dejó lugar a otro efugio; tuvo que disponerse a resistirle, y al efecto, con una brigada que no alcanzaba a mil hombres, destacó a toda prisa a O'Higgins a estorbar al enemigo, que había acercado ya sus reales hasta San Fernando, el paso del Cachapoal, distante de la capital apenas veinticinco leguas. Llega a tiempo, pero no le es posible impedir con tan escasa fuerza el tránsito de un río vadeable en muchos puntos, a un ejército prepotente en el número y disciplina de sus soldados, y alentado con la noticia del desconcierto y discordia en que logra sorprender a los patriotas. Viendo esta imposibilidad resuelve retrogradar y hacerse fuerte en la misma ciudad de Rancagua, cuyas afueras lindan casi con la ribera septentrional del río, dando así tiempo a que pueda reunírsele Carrera con la división de su mando y batir juntos al poderoso invasor. Guarnece al instante aquella plaza con su escasa gente, atrinchera sus principales avenidas, se previene para el próximo ataque. Lo peor de todo es que la pésima posición que le es fuerza   —82→   tomar, y el plan de operaciones que ella le impone, inutilizan su mejor arma, un regimiento de dragones aguerridos que comanda el bravo Freire.

El sitio de Rancagua es sin duda la función de armas más trágica pero más gloriosa de nuestra historia: los independientes sufrieron en ella una derrota completa, pero tan costosa a sus adversarios y humillante como el más espléndido triunfo. ¡Treinta y seis horas de un fuego vivo y mortífero de una y otra parte, sólo interrumpido por intervalos de combate a sable y bayoneta, todavía más sangriento! ¡Un puñado de valientes cercados y acosados en todos sentidos por agresores no menos bravos, mucho más numerosos, mejor pertrechados y en situación de combinar y dirigir el ataque por do quiera y a sus anchas! ¡Aquí y allá bandera negra, guerra a muerte y sin cuartel!

En la noche del I.º de octubre de 814 la refriega había durado ya algunas horas, y la brigada de O'Higgins, aunque diezmada horriblemente, se mantenía firme y briosa, tanto que los godos, viendo crecer el ardor y pujanza de los sitiados a medida del alcance y destrozo de sus irrupciones, deliberaban sobre levantar el sitio y retroceder a toda prisa, antes que el arribo de Carrera, que podía acontecer de momento en momento, les cortase la retirada o los obligase a efectuarla en vergonzosa huida. Todas las ventajas hasta ese instante las concebían ellos no de su parte. Y al mismo O'Higgins y a todos los suyos estimulaba igual persuasión. La falta de municiones ocasionada por el consumo hecho en todo un día de incesante lid, y por el incendio del lugar de su depósito, turbó algo a los patriotas al caer la noche; pero ya O'Higgins había provisto a este apuro, despachando y haciendo deslizarse por un albañal de la ciudad, no obstante el asedio y vigilancia de los enemigos, un expreso a Carrera, de quien sabía hallarse ya muy próximo con su división, para que sin pérdida de minutos le enviase municiones y acudiese a decidir de una vez la conclusión feliz de la empresa. ¿Qué le importaban la furia de los sitiadores, y los peligros y sacrificios de unas cuantas horas, si antes del amanecer debían llegar los recursos pedidos, y con el auxilio inmediato de Carrera se arrancaría el difícil triunfo?

«Municiones no pueden ir sin bayonetas: al amanecer hará sacrificios esta división.» Esta contestación de Carrera vino a desvanecer en parte tan lisonjera esperanza; sorpresa y dolor causó recibirla; se esperaba menos sangre fría, más arresto y prontitud, del general en jefe sabedor de tan crítica situación. No desmayó por esto la resistencia y valor de los sitiados; quedan cuatrocientos contra más de dos mil; se encuentran a punto de no tener cómo disparar un tiro; y se atreven con todo a sostener la defensa de la plaza hasta el último trance, a no pedir gracia a la ferocidad de sus contendores. O'Higgins les asegura la anunciada cooperación de Carrera; y en todo evento y, devorando en secreto sus temores, se decide él mismo a vender cara su propia vida y la de su postrer soldado.

  —83→  

A la alborada del siguiente día trábase de nuevo la lucha con más encarnizamiento y furor. Los sitiadores, envalentonados con la tardanza de Carrera, tratan de hacer el último esfuerzo y de concluir con los sitiados. En el delirio éstos de la desesperación; sin contar ya más que consigo mismos; circunscrito por fin el teatro del combate al estrecho ámbito de la plaza principal de la ciudad; faltos hasta del agua, cuyas fuentes todas han cegado sus contrarios; abrumados en todas direcciones por una fuerza cinco veces mayor; expuestos a ser devorados de un instante a otro por las llamas que devastan la población y cunden más y más; consumidos los pocos cartuchos a bala con que podían aun responder a las descargas que les eran asestadas desde los techos de las casas casi a quema ropa; maldiciendo la inacción inexplicable del General en jefe, mostraron sin embargo una intrepidez, una magnanimidad, fuera de toda comparación, sublimes. Lidiaron con denuedo hasta cansar la fiereza y furor de sus agresores; y a la postre, perdida toda esperanza, en los momentos en que el fuego, el hambre, la fatiga y la sed, si no una última carga de Osorio, iban a consumar su exterminio, se conciertan para evacuar la plaza con todos los honores de un triunfo. Imparte O'Higgins orden al regimiento de Freire de recibir a la grupa los restos de su esforzada división, y a la cabeza de todos rompe y atraviesa las filas enemigos. Atónitos de asombro y de terror no se atrevieron a seguir los españoles tras ese grupo de valientes y de mártires, que les abandonaba la plaza pero sin dejarles el honor de la rendición.

Nada menos que ufanos penetraron pocos momentos después los vencedores, y aunque toda era cenizas, escombros, cadáveres y sangre, todavía hallaron patriotas acribillados de heridas que en las convulsiones de la agonía resistían tan bárbara conquista. «Los oficiales Ovalle y Yáñez se habían apoderado del hasta de bandera para no rendirla mientras tuviesen vida; el capitán Ibieta, rotas las dos piernas, puesto de rodillas y sable en mano, guardó el paso de una trinchera hasta sucumbir bajo innumerables golpes». Se ha dicho que Carrera tuvo el propósito de avanzar con el grueso del ejército, no más que hasta la Angostura del Paine, paso intermedio entre Rancagua y la capital, y de esperar allí a los invasores; que dio a O'Higgins orden de replegarse en retirada a este punto, en caso de no poder estorbar a los godos el paso del Cachapoal; y que obstinándose O'Higgins en la ocupación de Rancagua contravino al plan de defensa del General en jefe y acarreó la pérdida del país.

Por lo que respecta a Carrera, ni está demostrado, ni es presumible que hubiese tenido el plan que se le atribuye; y ni aunque en efecto lo hubiese tenido y preparado, queda de mejor data la conducta que observó. Si hubiese trazado tal plan habría perseguido de algún modo su ejecución, y ninguna contrariedad le habría hecho desistir sin arriesgar una tentativa formal, sin jugar el todo por el todo en un esfuerzo supremo. ¿Y cómo tampoco habría juzgado posible y conveniente el plan de resistencia en la Angostura,   —84→   si no era este un paso obligado para los españoles, si con solo que tomasen la vuelta de Aculeo, llegaban hasta la capital salvando su encuentro? Y finalmente ¿qué plan, qué mejor combinación, qué esperanza más lisonjera pudo obligarle a dejar en la estacada a los de Rancagua; a presenciar impasible a pocas cuadras de distancia la pugna feroz, la horrible carnicería de que eran víctimas, y a hacerse sordo hasta el último a las imprecaciones con que invocaban a todas voces su auxilio? Una demostración suya, una escaramuza cualquiera, el envío a toda costa de las municiones con tanto encarecimiento demandadas, habría dado el triunfo a los sitiados, y de la plaza entrada, a saco y a degüello habría hecho el baluarte de la Independencia. Y si de miedo o por un cálculo errado o fementido no evitó la ruina de la Patria, dependiente de tan injustificable omisión, justo, muy justo ha sido que cayese sobre él toda la execración de tamaña falta.

Y por lo que toca a O'Higgins, es todavía más concluyente la refutación de ese comento. Se encerró y se defendió hasta el último trance en Rancagua, porque esa fue la orden que recibió, por más que digan lo contrario los apologistas de Carrera; porque, si no había entrado ese evento en el plan que se supone combinado de antemano, no afectó a O'Higgins la imprevisión de no contar con él; porque, lejos de provenir ese evento de su capricho u obstinación, lo impuso fatalmente la necesidad del momento, ante la cual sí que hubiera sido imprevisión, al solo O'Higgins inculpable, no dar por derogado y corregido cualquier plan anterior. Con su pequeña y colecticia columna ¿cómo, ni con qué objeto accequible hubiera podido contramarchar en retirada catorce leguas, picada su retaguardia por todo un ejército veterano? Y porque, en fin, si desobedeció alguna orden o no obró con toda la prudencia y acierto deseables, fue por obedecer ciegamente la orden más imperiosa de su bravura y del honor; por ceder a una de esas corazonadas infalibles, que guían siempre a un desenlace, sino feliz, al menos honroso.

Fuese como quiera, en la escena trágica que cerró el primer período de la Independencia y fue bajo todos respectos su acontecimiento a la vez más grandioso y más infausto, O'Higgins escribió con letras de su sangre el epitafio de la Patria. Mientras la posteridad pueda leerlo, asignará justamente el vituperio y la alabanza.

II

En los primeros días del mes de febrero de 817, un ejército de cuatro mil hombres, a las órdenes del general argentino don José de San Martín, subía la cordillera de los Andes para dejarse caer en el territorio de Chile sometido de nuevo, desde 814, al despotismo del sistema colonial. -Este ejército venía de Mendoza, y su reunión, su organización, su equipo, su disciplina eran debidos enteramente a los esfuerzos de su ilustre jefe. -Sin más   —85→   ayuda que los desvalidos aunque numerosos proscritos, que habían venido a refugiarse a su benévola hospitalidad; sin otros elementos que los que supo procurarse a fuerza de voluntad, de maña y de tesón, venciendo dificultades de todo género, no temiendo ofrecerse como blanco a las imputaciones más injuriosas, ni afianzar la grandeza y acierto de su intento con los felices resultados de su ejecución, concibió, preparó y puso por fin en marcha la expedición destinada a devolver a Chile su independencia y libertad. Era de esos hombres que en una empresa cualquiera cierran todas sus avenidas a la casualidad, y no la dejan otro resquicio que el que se escapa al cálculo más prolijo y a la más sutil previsión. Desde su salida de Mendoza traía trazado en sus mínimos pormenores todo el plan de la campaña. Sabía el poder y el alcance de todos sus medios de acción; contaba con tales y cuales circunstancias ventajosas que obtendría por la sorpresa, el error y desconcierto de sus incautos enemigos; y a fin de no darles tiempo a preparativos y de determinar a última hora otros que los adaptados a su intención, había destacado de antemano pequeñas partidas a fin de que, descolgándose por la cordillera por diversos puntos, llamasen la atención de los españoles por todos ellos a la vez. -Tan perfectamente dispuso todas sus medidas, tan bien correspondieron a su objeto todos sus amaños, que en la mañana del 12 de febrero trepaba una parte de su ejército la cuesta de Chacabuco, a la vista y contra el fuego de las avanzadas realistas, que sólo desde el día anterior habían acudido a toda prisa a la defensa de este baluarte natural del territorio de su dominación. -No pudieron contener un instante el ímpetu de los agresores; no les llegó a tiempo ningún refuerzo de su campo, situado a poca distancia, pero ocupado sólo desde la víspera en la reunión y organización de sus diseminados tercios, y sin poder por tanto ocurrir con la presteza y fuerza necesarias a los apuros del momento. Cuando se hallaron los realistas en situación de atender y volar al sostén de sus avanzadas, era ya demasiado tarde; descendían en pavorosa derrota hacia ellos, y ocupaba y guarnecía la posición de que eran desalojados toda una columna del ejército de los Independientes. Esta división, a la cual cabía el honor de disparar los primeros tiros en defensa de la restauración de la Patria, y que rompía el combate con tanto arresto y bajo tan buenos auspicios, era capitaneada por el bizarro O'Higgins. Los españoles, llenos de espanto y admiración, divisaban ya en la eminencia de la cuesta la figura sobresaliente de ese caudillo, cuya intrepidez y firmeza les costó tan caro conocer en Rancagua, y que ahora presidía, espada en mano y en la actitud más arrogante y enérgica a los aprestos del inmediato e imprevisto ataque.

Según el plan de operaciones combinado por San Martín, O'Higgins debía hacer alto al pie de la cuesta y esperar que la división de vanguardia al mando del general Soler y la de reserva con que venía el mismo San Martín, se reuniesen o acercasen a la suya para atacar de consuno. Temió con todo el General en jefe que O'Higgins avanzase demasiado, y no bien alcanzó a columbrar   —86→   por su anteojo que repechaba ya la cuesta, despachó a carrera tendida a uno de sus edecanes con la orden de detenerle al instante. El oficial conductor de ella pudo trasmitirla a O'Higgins justamente en el momento en que las primeras hileras de su columna comenzaban a ocupar la cima: «alto general, alto», gritole con toda su voz, dirigiéndose hacia él a toda brida; y no bien llegó a poder hablarle de cerca, le reiteró su interpelación en los términos más apremiantes. Fue un lance terrible aquel para O'Higgins: estaba ya en presencia del enemigo: su anhelada vista y la lucha que acababa de sostener contra las avanzadas para franquear la subida, habían excitado todo el ardor de sus soldados; mas al ir a lanzarse con ellos para aprovechar en una carga a la bayoneta toda la pujanza del primer ímpetu, vese de repente detenido por una orden imperiosa y terminante del General en jefe. ¿Qué hacer en este conflicto? Si obedece, pierde la oportunidad más brillante, deja gastarse en la inacción y en la impaciencia por atacar de una vez, los bríos irresistibles de que siente animada toda su hueste, y se condena a permanecer en inmovilidad tan desventajosa ¿quién sabe cuántas horas que tardarán en sus evoluciones las columnas rezagadas? Y si quebranta la orden, si se decide a empeñar la acción sin la concurrencia de las otras divisiones ¿quién le eximirá de la tremenda responsabilidad que se echa encima? ¿quién sale garante por él de los resultados de tan osada desobediencia? Dura alternativa, pero que no le hizo trepidar más que unos pocos segundos, los que necesitó para volver la vista en torno suyo, cerciorarse de si estaban aún muy distantes las otras dos divisiones, si en las filas realistas haría mella su inmediata agresión y si sus soldados segundarían animosos su atrevido intento. «Mis valientes», exclamó de improviso, «calad bayoneta y a la carga». A esta voz toda la columna, como impelida por una conmoción eléctrica, puso a un tiempo las armas de la manera ordenada, y rompió su marcha a paso precipitado, demostrando con un grito unísono de ¡Viva la Patria! cuán bien se acordaba la disposición de su propio ánimo con el mandato de su valiente general.

No hay palabras que basten a expresar el asombro en el primer momento, y luego la furia de San Martín al notar con el anteojo este acto de insubordinación y de brutal imprudencia de su inferior. Veía por él desbaratado de un golpe todo su prospecto de combate, contrariadas en un punto sus más acertadas medidas, y comprometido el éxito de una empresa preciosa, obra de tantos esfuerzos, vigilias y sacrificios, en el albur más aventurado y desigual. Como el general de Maquiavelo, todo su corazón estaba en la cabeza; ante las exigencias de sus propósitos, no había amistad ni sentimientos que valiesen. En el primer rapto de su despecho y sin que se embargase en lo menor su rápida deliberación, resolvió tal vez someter a O'Higgins a un consejo de guerra y hacerle pagar con la vida las tristes consecuencias de su temeridad. ¿Qué le importaba que en nada las remediase este castigo? Tendría al menos la satisfacción de no dejar impune la   —87→   grave ofensa que acababa de sufrir, y daría este testimonio irrefragable de no haber tenido la culpa del aciago fin de su expedición. Entre tanto, corría presuroso con toda la reserva a evitar en lo posible fracaso tan completo.

Pero su indignación se cambió en el gozo más inefable no bien sorprendieron su vista el destrozo y confusión que la carga impetuosa de O'Higgins producía en las filas enemigas. Se disiparon al punto todos sus temores, y con ellos toda idea de castigar en su audaz subalterno temeridad tan feliz. La desolación, que minutos antes había arrebatado su energía, cedió su lugar al transporte del más vivo entusiasmo; no pensó mas que en aplicar todo su ahínco a abreviar el triunfo inmenso y decisivo, que contemplaba ya seguro. Todo contribuía al mismo tiempo a poner la batalla en el más brillante pie en favor de los patriotas. Las bayonetas de O'Higgins y las cargas de la caballería de su división acribillaban y desbarataban más y más por el frente a los realistas; y cuando trataban éstos de libertarse por un movimiento en masa de tan urgente contrariedad, llega a abrumarlos y a consumar su derrota la división de vanguardia, que, sin ser advertida y acelerando lo más posible su marcha al través de las asperezas y dificultades que habían estorbado su llegada más oportuna al combate, cae sobre unas alturas en que apoyaban los realistas su derecha, y los desordena y arrolla de lleno también por este lado. No quedó a los españoles otra salvación que la fuga; se abandonaron a ella en la mayor dispersión, dejando en poder de los Independientes, más de setecientos prisioneros, toda su artillería y un considerable parque.

La vanguardia del ejército restaurador efectuó al día siguiente su entrada triunfal en Santiago; y poco después las otras divisiones. No encontraron del Gobierno que habían venido a derribar, más que las señales de la precipitación y terror con que se había disuelto en la más vergonzosa huida. Todo se entregó sin resistencia a discreción de los vencedores. La población fue convocada luego por un bando solemne a la elección de su Supremo mandatario, y aunque la aclamación unánime designó para ese cargo al General San Martín, su obstinada renuncia obligó a elegir en su lugar al General O'Higgins, el único igualmente merecedor y digno de tan relevante distinción. El General argentino consintió en reservarse solamente el mando en jefe del ejército.

La suprema autoridad, y con ella toda la suma del poder público, se atribuyeron al designado por aquella aclamación. En O'Higgins quiso depositar toda su confianza la nación, librar enteramente a su albedrío el límite, el objeto, el desempeño y la duración de su mandato; él debía ser todo en la dirección de los destinos del país, y su voluntad la única regla de sus actos. Si delegación alguna emanada de todo un pueblo soberano, y conferida a un solo mandatario puede llamarse amplia y absoluta ¿cuál más que ésa? Recibirla fue para O'Higgins el prez de más estima, y la prueba   —88→   de gratitud más inequívoca con que odian premiarse su patriotismo y valor. La Patria, arrancada al cautiverio de infamia y de horror en que gemía desde su contraste en Rancagua, estrechó ese día contra su seno, dilacerado por la brutalidad de sus opresores, al hijo querido que la restituía su libertad y la protección y el amor de los suyos. Rancagua y Chacabuco fueron jornadas a cual de más gloria para O'Higgins. Su lote de subalterno en una y en otra fue con todo más importante que el de sus Jefes; en aquélla, resistiendo a no decir adiós a su tierra natal, sin hacer el más heroico esfuerzo en sostén de su incolumidad, y sin patentizar que a otro que a él debía inculparse su pérdida; y en ésta, envidando en la desobediencia más flagrante y audaz el éxito de las esperanzas de dos naciones y de fatigas y de afanes de dos años de consagración. Luego veremos que con una última y mayor hazaña debía cerrar el anillo de hechos grandes, de triunfos y de trofeos de que la calumnia y la parcialidad más injusta no han conseguido desengastar su efigie histórica, descollante entre las de todos los prohombres de su tiempo.

Cuanto honorífica era difícil y ponderosa la comisión de que le encargaban sus conciudadanos. Gobernarlos, administrar sus intereses comunes, defenderlos contra sus propias pasiones exaltadas por su súbito retorno a la vida civil, y contra los realistas fuertes y dominantes todavía en todas las provincias del sur de Chile, desde Concepción, y que amagaban aun más desde el Perú, servir a todas estas atenciones, una sola de las cuales habría bastado a afanar y fatigar a cualquier gobierno, y servir a todas simultáneamente, en las circunstancias críticas y con la falta de elementos que afectaban al de O'Higgins, era ciertamente, una tarea pesadísima y penosa, y de una responsabilidad capaz de abrumar al de más arrojo. Se necesitaba crearlo todo comenzando por el respeto a la autoridad de que se le acababa de investir; recursos, instituciones, garantías públicas e individuales, todo era menester improvisar y acomodarlo al nuevo orden en que Chile iba otra vez a tentar constituirse; y a un tiempo con este trabajo de organización, y de arreglo interior, debía batallarse sin tregua, dentro y fuera del país, por tierra y por mar, hasta completar y afianzar la independencia ambicionada. Se daba carta blanca al Director Supremo, para proveer a todo; pero no se ponían a su disposición los medios necesarios; él tenía que arbitrarlos, él también que conseguirlos. Y ni aún le era dado contar de cierto con la adhesión y auxilio del pueblo, cuyo bienestar y seguridad iba a procurar a tanta costa: desde los primeros días de su exaltación al poder, murmuraciones y disidencias de mal agüero se habían dejado oír en medio de la unanimidad y emulación con que se apresuraban todos a contribuir al bien general. Nubecillas imperceptibles por entonces, que no alcanzaban a empañar el resplandor y limpieza del horizonte de la Patria; pero sin embargo, ¡presagio funesto!

La primera providencia del Director Supremo se dirigió a designar las   —89→   personas de probidad y de consejo que habían de ayudarle en el desempeño de la Administración en sus diversos ramos. Con el acuerdo de ellas procedió en seguida a establecer los tribunales de justicia, la hacienda pública, la policía de vigilancia, y a decretar erogaciones e impuestos para subvenir al servicio público y a la reparación y aumento del ejército. Ordenó también el secuestro de las propiedades de los realistas empecinados, y la promulgación de bandos terribles contra los que no se sometiesen al nuevo Gobierno, o fuesen sorprendidos en cualquiera connivencia o complicidad hostil.

Y en cuanto, allanadas las primeras exigencias del nuevo orden de cosas, pudo el Director Supremo vacar a las operaciones de la tierra, que urgía proseguir y activar antes que la entrada del invierno obligase a paralizarlas, para suplir la dirección de San Martín, llamado actualmente a la otra banda por negociaciones con su Gobierno, y dejando un Delegado a la cabeza de la Administración en Santiago, con la parte del ejército que aún permanecía aquí, marchó al sur a reforzar la que había enviado delante a las órdenes del coronel Las-Heras. El enemigo se había fortificado en Talcahuano; estaba en posesión de la línea de pequeñas fortalezas que guarecen el territorio contra los indios; tenía también por suya la ciudad de Concepción, pero la había abandonado para encerrarse con todas sus fuerzas en Talcahuano tan presto como se vio amagado de cerca por la división de Las-Heras. Esta retirada, sin embargo, más que una ventaja cedida por los realistas a su pesar, había sido una estratagema empleada para eludir un encuentro decisivo con adversarios en igual sino superior número, hasta la llegada de auxilios que se esperaban por instantes de Lima. Pero Las-Heras, perspicaz no menos que impertérrito, sospechó este designio; y desde que supo se hallaba a la vista un convoy con procedencia del Callao, se mantuvo alerta. Los españoles, efectivamente, no bien se les reunieron los veteranos enviados a su socorro por el virrey del Perú, salieron de la fortificación en la noche del 4 de mayo, y en la madrugada del famoso 5, combinando sus esfuerzos con los de unos pocos soldados que habían dejado en los buques para atraer desde ellos la atención de los retenes patriotas situados en una altura inmediata, atacaron el grueso de las fuerzas de Las-Heras con el mayor denuedo. Pero su empuje y la superioridad de su número dieron como contra una roca: y ni por maniobras engañosas, ni por irrupciones redobladas después en todo sentido, ni por el fuego de sus fusiles y artillería a que no dieron punto en más de seis horas de crudísima refriega, desposeyeron a los patriotas del montecillo cercano a la ciudad desde el cual sostuvieron su defensa. La buena suerte de O'Higgins quiso que su nombre se asociase también al recuerdo de esta acción, memorable entre las cuatro que más de los fastos militares de la Independencia: parte de la división con que venía el Director Supremo ayudó a Las-Heras a decidir y terminar su triunfo.

  —90→  

Empero, las victorias de Chacabuco y del 5 de mayo no pusieron fuera de combate a los realistas, y la sobrevenida del invierno les permitió rehacerse y esperar nuevos auxilios del Virrey. Se prepararon a romper oportunamente las hostilidades en una doble campaña, emprendida una por el ejército acuartelado en Talcahuano y el que se anunciaba venir con Osorio de Lima, y otra por montoneras que se ocupaban en organizar en la frontera. O'Higgins por su lado se aprestó a rechazar la agresión en todas partes, y no dudando del triunfo comenzó a echar con tiempo las bases de la formación de una escuadra naval y de una expedición al Perú, destinadas a bloquear y destruir de consuno el virreinato. La fabricación de pertrechos, el reclutamiento y disciplina de soldados, el encargo a Estados Unidos y a Europa de buques y oficiales de marina inteligentes, estos y otros preparativos se iniciaron sin tardanza. Para sufragar a ellos fue fuerza decretar, bajo el nombre de donativos y prorrateos voluntarios, exacciones odiosas; y lo único que pudo hacerse a fin de poner al Erario, en una época no muy remota, en una situación menos cuitada y precaria, fue promover de una vez en Europa la negociación de un empréstito cuantioso bajo condiciones llevaderas, y despachar con este objeto un comisionado a propósito. Incierto era el porvenir bajo cuya hipoteca debía ajustarse la negociación: ¿qué crédito de solvente había de reconocerse a la República, cuya existencia era todavía un problema? Se contó sin embargo con que el incentivo de un pingüe lucro podría compensar a los ojos de especuladores osados lo aleatorio de la negociación.

Dejaríamos muy atrás los estrechos límites de este trabajo, si hubiésemos de seguir refiriendo uno a uno los servicios prestados por O'Higgins desde que recibió la investidura de Director Supremo. Hemos llegado a la época de su vida, en que su fuerte individualidad se diseña en todo su esplendor asimilándose la del pueblo que manda, y en que su biografía llena ella sola la parte paralela de la Historia Nacional. Su nombre se une a todos los grandes acontecimientos de su Gobierno, y no por haber sido el Jefe de éste, sino porque él, el mismo O'Higgins, interviene como actor principal en esos acontecimientos, porque sus esfuerzos personales impulsan u operan su realización, y porque él mismo es el punto de mira y su acción el resultado de los esfuerzos de los demás. Pertenece a O'Higgins el mérito de todas las grandes obras de su Administración, como le pertenece su vida transfundida toda entera en los afanes que ellas le impusieron.

Y por eso este período de la existencia de O'Higgins, aun más que los precedentes, está desnudo de toda otra particularidad que las de su carrera política y militar. No se tropieza recorriendo sus más recónditos detalles con otro personaje que el que aparece en sus hechos más conspicuos. En el seno de la amistad, en las más secretas deliberaciones gubernativas, en el campo de batalla, es siempre la misma su figura severa, majestuosa, marcial: nunca depone su aire franco y resuelto, el desenfado de sus maneras   —91→   y su gravedad habitual exenta de toda afectación o hipocresía. No hay repliegues impenetrables en su alma, emociones ocultas, cuya expansión reprima el disimulo y estorben el conocimiento de su carácter en toda su plenitud; es un hombre de una pieza y que se muestra a toda luz siempre el mismo y tal cual es.

Y esta simplicidad y franqueza fueron de tal modo del carácter de O'Higgins, que en otra esfera de actividad que la del servicio público se amortecía del todo su energía moral; las pasiones y debilidades de la condición humana no encontraban en él sensible otra fibra que la del patriotismo. La razón de su conducta, el criterio de su deber, la religión de su culto, y el objeto de toda su ambición y desasosiego eran la Patria, su independencia y su prosperidad. Como esos héroes de las tragedias de Alfieri negados a todo sentimiento que no sea el odio a la tiranía y el entusiasmo por la libertad, personajes inverosímiles de puro bien adaptados al ardor republicano del poeta, así en O'Higgins se refleja tanto el espíritu de su tiempo y de su país, se adunan tan perfectamente las impaciencias, las excitaciones, el fanatismo patriótico de sus gobernados, y de tal modo excluye esta expresión todo accesorio extraño, que se le creería más bien una transfiguración de la entidad ideal, resorte y referencia de sus actos, que el modo de ser de una personalidad humana.

El amor, la amistad, los afectos de familia, los devaneos mundanos ¿qué influencia, qué cabida tuvieron nunca en la vida de O'Higgins? El hombre privado se absorbió todo en el hombre público; y esta sola frase denota bien hasta qué punto no agitaron su pecho esas gratas impresiones. ¿Ni a cuáles hubiera podido mostrarse sensible el pobre bastardo cuya niñez no había conocido otro hogar que el de la nodriza mercenaria a que fue entregado al nacer; cuya juventud no había tenido otro campo de soltura que el sombrío y solitario claustro de un convento; y que, cuando a su país natal hubo de granjearse un lugar en la sociedad, otro prestigio que el humillante de su nacimiento, nada alcanzó a buenas, por la generosidad o protección de sus compatriotas, sino por la justificación de su valor e integridad?

Como hay fisonomías que se prestan a ser trasladadas en busto por la prominencia y fijeza de sus facciones más características, hay también perfiles morales tan pronunciados y persistentes, que el buril de la Historia puede reproducirlos con toda fidelidad. En el carácter que bosquejamos es tanto mayor este relieve cuanto que es una sola, y la misma siempre, su cualidad sobresaliente.

El nombre de Lircai o Cancha-Ranyada tres veces fatal a la causa de la libertad en Chile, los de Maipú y Curalí, la expugnación de Talcahuano, la toma de Valdivia por la escuadra naval reunida y tripulada al fin a duras penas, las importantes adquisiciones que esta arrebató a los realistas y con las cuales aumentó y mejoró su escasa dotación primitiva, la expedición   —92→   que ella misma trasportó al Perú, el triunfo definitivo alcanzado allá y que fue el complemento del obtenido aquí; tres millones de pesos invertidos en solo esta última campaña, y nueve más en la reconquista y terminación de la Independencia Chilena; el acta en que se la proclamó formalmente, declarándose los principios de igualdad y libertad sobre que se constituía el naciente Estado; la erección de Valparaíso en entrepuerto general del Pacífico; la creación de almacenes francos para el depósito de las mercaderías en tránsito; las leyes dictadas para asegurar al extranjero, la indemnidad y hospitalidad más liberales; la devolución de las propiedades injustamente secuestradas; la abolición de todos los títulos y distintivos de nobleza; el establecimiento de la Legión de Mérito; todas estas instituciones y muchas otras de un orden más secundario, todos esos hechos de armas y afanosas improvisaciones; todos esos felices resultados deponen mas en pro de O'Higgins que los elogios más pomposos. Las vicisitudes posteriores no han podido deslustrar esos timbres imperecederos de su laboriosa y pura Administración.

Y con tributar este homenaje al eminente mérito de O'Higgins amengua el de las que colaboraron inmediatamente, o contribuyeron en la mayor parte, en muchas de las empresas más portentosas de su Gobierno. San Martín en Chacabuco y Maipo, y luego después en el Perú a la cabeza de la expedición chilena; Cockrane y Blanco al frente de la Escuadra; Manuel Rodríguez en Santiago después del desastre de Cancha-Rayada; Las Heras en el Gabilán; Freire en Curalí; Brayer delante de Talcahuano; el hábil, íntegro y leal Echeverría, como director y moderador de la política gubernativa; Zenteno, Irizarri y Rodríguez Aldea como sus infatigables y fieles ministros; Zañartu, como representante y defensor de la República en la otra banda; todos segaron lauros inmarchitables combatiendo y trabajando por dar cima a la restauración de la Patria. Lo que sin embargo no impide que en la corona cívica tejida con las ofrendas de todos, resalten como su más bello florón las de O'Higgins.

Y ¿quién lo creyera? en ese Gobierno que correspondió tan bien al lleno de su misión, hincó su diente la maledicencia de algunos contemporáneos; y sus calumnias más denigrantes han sido después aceptadas y adobadas ingeniosamente para darles aires de verdades inconcusas. A ese Gobierno, tan desprendido de todo otro interés que el del Estado, tan ajeno de cábalas de bandería, tan consecuente a los fines de su institución, se le ha hecho la afrenta de llamarlo Dictadura; y a su Director, tan perseverante y animoso en su consagración se le ha inventado el proyecto no sólo de fundar y perpetuar de por vida esa Dictadura en su persona, sino de subordinarla a una monarquía, bajo la cual, en connivencia con O'Higgins, no se ha temido decir que San Martín había intentado reunir Chile, el Perú y las Provincias Argentinas. Toda la epopeya magnífica de la lucha sostenida en esos tres pueblos para arrancar y asegurar su independencia,   —93→   se la hace rematar por estas adulteraciones groseras casi en un sainete ridículo; y a sus dos protagonistas, en vez del porte propio, digno y severo con que se mostraron en las escenas más grandiosas, se les hace tomar el de sátrapas de teatro, cambiar su sencillo uniforme de guerreros por las lentejuelas y oropeles del cómico, y hacer ellos mismos el papel más despreciable en farsa tan pueril.

Si por Dictadura se entiende el poder absoluto conferido a uno solo, llámese enhorabuena Dictador a O'Higgins; lo fue en toda la extensión de la palabra. Pero si se quiere además significar algo de atentatorio o abusivo en el régimen designado por esa denominación algo de puramente dirigido al interés personalísimo del que manda, algo de lo obrepticio y refractario que tuvo la dictadura de Carrera en el año 14, en este sentido no conviene al Gobierno de O'Higgins. Ningún estatuto formal reguló su erección, su organización ni sus actos; sólo la sanción del hecho y la obediencia efectiva de los pueblos astrictos a su reconocimiento legalizaron su origen y forma; mas el poder así ejercido lo fue sólo en obsequio de conveniencia general, y por discrecional la gestión no fue transgresiva ni renitente. Nunca perdió de vista O'Higgins el objeto de su mandato ni le abandonó el convencimiento de deber a su desempeño cuanta era su ilimitada autoridad. Esta conciencia le infundió valor para obrar, y sacrificarlo todo en los instantes decisivos, y para no desmontar su política cediendo a escrúpulos mezquinos o a los desvíos volubles en que dividieron la opinión los varios trances de su Gobierno. ¿Llega el caso de ajusticiar a un Zambruno para satisfacer la vindicta pública ultrajada durante la reconquista por las atrocidades de ese desalmado sayón del coloniaje? O'Higgins no tiene reparo para ordenar, casi sin previo juicio, tan justa retorsión. ¿Cae por fin en poder de los Patriotas el montonero Benavides, de aciaga celebridad por sus traiciones, sus crímenes, sus sangrientas y alevosas hostilidades, y la violación cometida en el valeroso General Alcázar y 80 soldados de la capitulación bajo cuya fe se le habían rendido a más no poder? No tiembla tampoco a O'Higgins la mano para firmar la denegación de todo indulto al pie de la sentencia de muerte de tan malvado y temible bandido. ¿Se hace necesario cruzar en la otra batida las maquinaciones de la facción Carrerina, exasperada por el fusilamiento de dos de sus cabecillas y excitada más que nunca por su impávido Jefe, desvivido, ya no tan solo por atacar y sobreponerse al partido dominante en Chile, sino por vengar aquel asesinato perpetrado en dos parciales y hermanos suyos?, El hombre más avisado y de trastienda que pudo encontrarse, el más fecundo e incansable en el campo de la intriga, y sostenido y ladino en el de la alta diplomacia, don Miguel Zañartu, fue el agente enviado allá por O'Higgins a cortar el revesino a esa conspiración. ¿Manuel Rodríguez quiere tornar contra el Gobierno el ascendiente de su gran popularidad tan justamente adquirida, avanzándose en una de las genialidades de su arrestado carácter hasta ir a   —94→   vociferar amenazas y peticiones altaneras al patio mismo de Palacio, a la cabeza de una muchedumbre tumultuosa? O'Higgins, reconocida la ineficacia de los medios de consejo y amigable composición ensayados sin éxito con un rebelde cada vez más arrojado, expide resueltamente la orden de su prisión y enjuiciamiento5.

¡Ojalá que hubiese podido menospreciar las intentonas de estos dos facciosos y que el lastimero fin de ambos hubiese sido más bien el suyo, si esta desgracia no había de haber costado a Chile una nueva guerra civil y otra reconquista, más sangrientas y ominosas que las de 814! ¡Ojalá que el mismo O'Higgins hubiese tenido ocasión de hacer a un lado, de un modo o de otro, pero avocándose la responsabilidad de todos sus procedimientos, aquellos dos indomables y reacios perturbadores, enemigos jurados de su Administración! ¡Ojalá que una potestad superior y un acontecimiento casual no se hubiesen como complotado en su favor para venir a remover, tan a tiempo y para siempre, ese doble jaque que amagó de muerte su propia vida, el predominio de sus adictos y la estabilidad del orden político por él   —95→   instaurado y sustentado! Con el último suspiro de O'Higgins inmolado a la venganza de sus émulos habría concluido la tranquilidad interior del País; pero la memoria de su defensor se habría conservado inmaculada y en todo su resplandor; no la habría salpicado sangre de sus compatriotas derramada sin su culpa; y la aureola prestigiosa de la desgracia no habría cubierto con agravio suyo extravíos los más culpables. ¿Porqué el hado venturoso de Chile quiso otra cosa, y que la buena fortuna de O'Higgins viniese a servir de argumento sin réplica contra sus sinceradores? La historia circunspecta y imparcial no se dejará alucinar con todo por la equívoca luz de las apariencias.

¿Pero qué decir de la Dictadura y Monarquía a cuyo establecimiento, se ha sostenido sin empacho, conspiraron de acuerdo los esfuerzos de San Martín y O'Higgins? No son ni especiosas siquiera las interpretaciones en que se apoya esta imputación. En la creación de la Legión de Mérito sería tan absurdo hallar uno de sus fundamentos, como en la orden de Cincinnati de los Estados Unidos la coherencia del mismo designio atribuido a Washington. La resistencia a ampliar las libertades públicas fue una condición vital para un gobierno encargado de sofrenar y satisfacer juntamente los excesos y anhelos de una revolución al día siguiente de su triunfo. Y las negociaciones que mediaron con los Gobiernos de Europa, interesados en hacer Rey de una parte de la América al que lo era a la sazón de Etruria para que quedase este Estado al hijo de Napoleón y nieto del Emperador de Austria, mal pueden acusar nada ni contra O'Higgins ni contra San Martín, habiendo sido rechazadas de plano en cuanto afectaban a Chile, y no por el Agente Diplomático de la República acreditado para ante aquellas Cortes, de su movimiento propio, sino por orden expresa y terminante que le fue comunicada a consecuencia de su juiciosa consulta sobre el particular6.

Dígase, si se quiere, que la generosidad o la prudencia no inspiraron muchas de las medidas de la Administración de O'Higgins; al fin este sería un capítulo de censura no tan destituido de todo fundamento, y si por acaso injusto, como lo es en efecto, no por endosarse responsabilidades o culpas a otro que al que tocan, o imaginarse colusión hasta con la casualidad, sino por el punto de vista en que el historiador se coloque o la norma a que   —96→   adapte su juicio. Las confiscaciones, las exacciones y otros rigores de la primera época de la Restauración, que ciertamente tuvieron lugar, han podido, por ejemplo, calificarse como expoliaciones inútiles y represalias inhumanas. Se comprende muy bien que pueda emitirse esta opinión haciéndose completa prescindencia de las necesidades instantáneas y de los azares de la situación que forzaron la mano al Gobierno; que se juzgue las cosas de entonces con las ideas de ahora, o lo que es todavía más arbitrario, que se consideren en abstracto, sin dependencia de condiciones de tiempo, lugar ni otras algunas, sucesos que se efectuaron precisamente bajo la acción de todas ellas. Hay quienes profesan de buena fe este singular criterio, según el cual la política es una ciencia de axiomas y el estadista un ente pasivo que los aplica más o menos bien. Hay quienes, por horror a los crímenes cometidos muchas veces en nombre de una mentida razón de estado, este sofisma de que suele prevalerse el despotismo, sostienen a voz en grito que el gobernante debe conformar su conducta, en todos tiempos y bajo el imperio de cualesquiera circunstancias, con los preceptos invariables de la más estricta justicia y de la moral más austera, y negar todo acceso en sus deliberaciones a los dictados de la salud pública, que sin embargo es el objeto primordial de su misión. Empero, al querer sujetarse a esta regla, simple a la par que inflexible, el modo de obrar en política, se olvida que más que ciencia de teorías y de utopías lo es de conocimientos prácticos, de exacta apreciación de las urgencias del momento, y de los resortes más eficaces que convenga tocar para salvarlas; y que si de algo inmutable y eterno no deben jamás desviarse sus procedimientos es solo de la honradez. La política discreta al mismo tiempo que moral, la política de Franklin y de Fenelón, la que se propone la virtud sin perder de vista la utilidad, la que ofrece la abnegación de sí misma solo en pro de los demás, y que no abdica su energía ante el grito de la piedad o los aspavientos del horror, esa política guió también a O'Higgins al decretar los secuestros y rigores a que se refiere la increpación de que le defendemos. Bello y grande hubiera sido que sin apelar a recursos extremos se hubiese protegido la causa que acababa de triunfar en Chacabuco; mas hubiera sido también imprudencia y apocamiento abstenerse de represalias contra un enemigo que las provocaba atroces, y aunque derrotado, no vencido; y dejarse supeditar por un vano prurito de clemencia o generosidad.

  —97→  

Empero, ¿a qué razonar contra la ambición egoísta y las trazas de maquiavélica tiranía motejadas a la política de O'Higgins, cuando la mejor refutación es esta misma y lo que alcanzó el país por su medio, y cuando si fuese posible arrancar a nuestra historia las páginas brillantes agregadas en los seis años de ese gobierno, con solo que se salvase la de su abdicación quedaría un documento irrefragable de completo abono? El Dictador, el tirano, el que ha hecho del poder su patrimonio, no lo depone como lo depuso O'Higgins. El Patriota por excelencia, que tiene en su alma la elevación de un Decio o de un Camilo, es solo capaz del rasgo de entereza y desprendimiento con que terminó su carrera pública el fundador de la Independencia nacional y del orden civil de Chile.

Desde que la antigua colonia hubo visto conquistada de hecho su emancipación y alejado todo temor de perderla, el deseo de reglar el ejercicio de su soberanía y revocar su delegación en O'Higgins se hizo impaciente y general. Una carta fundamental, otorgada por representantes debidamente nombrados e instruidos, y vaciada en el molde de las constituciones más liberales modernas, pasó a ser la orden del día, tema de discusiones y preocupaciones fervientes en todas partes. Llamose despótico el régimen actual; quísose su inmediata y total cesación, y que no continuase O'Higgins al frente del que debiese sustituirle. Motivo y pretexto juntamente, pues que tanto como ensayar una organización política sobre bases más demarcadas y anchurosas, se quería también satisfacer un capricho de la versátil aura popular. La idolatría de un tiempo por O'Higgins se había convertido en descontento en algunos, y en los que no, en una indiferencia glacial. Pero nada se habría tramado contra la persona del Director, y la conmoción nunca habría cundido y aumentado con tanta rapidez que no hubiesen podido reprimirla concesiones oportunas, a no haber sido inducida la mayor parte del Ejército a una abierta rebelión por el general Freire, que lo tenía enteramente a sus órdenes en Concepción, y que no temió robar al Gobierno la obediencia de tres provincias, traicionando los deberes de su cargo militar y abusando criminalmente de la subordinación de su tropa. ¡Si el caviloso general hubiese previsto entonces el talión terrible que le estaba reservado y lo estéril de su desdoro! Era bastante patriota y hombre de bien para haber impuesto silencio a sus resentimientos particulares. No habría dado un nuevo ejemplo corruptor de esos motines soldadescos que tantas veces se han confundido, en nuestra historia posterior con los grandes movimientos populares, y que si muchas han contribuido a segundar claros y patrióticos fines, alguna (¡muy reciente y lamentable!) han sido causa de su desastrado aborto: auxiliares malditos, que cuando no traen su contingente sin que se les pida y detrás del bastidor del pueblo, so color de servir a sus intereses, solicitan y entronizan su propia granjería, bastardean la causa que se pone voluntariamente bajo su patrocinio, y lo que debiera ser un poco más tarde conquista segura y pacífica de la fuerza de las cosas, la anticipan a balazos,   —98→   pero para verla a poco desplomada sobre el terraplén movedizo y los charcos de sangre de su cimiento.

O'Higgins no comprendió al principio la tendencia inmediata de las insurrecciones, apenas sucesivas, de Concepción, Valdivia y Coquimbo: tomó a la letra las ínfulas de liberalismo que ostentaban y su clamor por una Convención Constituyente: no vio que no eran más que solapas inventadas para decorar de algún modo la ojeriza a su persona que animaba principalmente a los promovedores y corifeos en las tres provincias. Se persuadió de que tentando el vado a una conciliación prudente, defiriendo sin rodeos a las exigencias ostensibles, conjuraría la tempestad; y envió con esta mira por sus plenipotenciarios al Norte y al Sur sujetos respetables y capaces. No había doblez en su alma; la experiencia no le había enseñado a no suponer su simplicidad en los demás: le faltaba esa penetración que no engañan los artificios mejor aderezados; nadie menos cursado que él en los amaños de la política a pesar de los seis años de su Directorio. Todos en Santiago se daban ya públicamente los parabienes por la nueva de lo acaecido en las otras provincias; se formaban corrillos en las calles y plazas, y en acaloradas arengas se exhortaba a la sublevación; el soldado, el ciudadano, la primera clase de la sociedad, el populacho, ninguno se abstenía de tomar parte en la efervescencia general. Circulaban de boca en boca rumores los más alarmantes; en la tarde del domingo que precedió al día de la abdicación era uno de los más validos que a la noche sería asesinado en el Teatro el Director; por toda la ciudad se advertían indicios precursores de algo muy grave y extraordinario; y todavía el que debía ser la víctima no daba la menor atención a cuanto se aprestaba en su contra. Le inquietaba tan solo el éxito de las negociaciones recientemente entabladas. No se efectuó por fortuna ningún atentado contra su persona; pero en la noche del día antedicho y en la casa que es hoy el Palacio del Arzobispo, situada en un ángulo de la misma Plaza en que se hallaba entonces el del Gobierno, y en cuyo interior estaba O'Higgins ajeno en gran parte de cuanto sucedía, se había reunido en gran número lo más notable del vecindario, y bajo la presidencia de don José María Guzmán, Intendente de la provincia, deliberaba sobre emprender sin tardanza en Santiago la misma sublevación que en las otras provincias y obligar a O'Higgins a dejar el mando. El funcionario de más categoría de la ciudad, después del Director, y su agente inmediato, Guzmán, prestaba su adhesión y patrocinio, algo más, la autoridad de su cargo y el asilo de la oficina de su despacho, a un conciliábulo dirigido a preparar e iniciar una insurrección contra la Magistratura Superior de la República. ¿Qué mucho que otros funcionarios subalternos, y los jefes y muchos oficiales de la guarnición, y hasta algunos edecanes del Director, se atreviesen a faltar del mismo modo a su deber? Los que no vinieron espontáneamente a ofrecer su apoyo a la asonada en proyecto, hicieron lo que el coronel Pereira, comandante de uno de los batallones acuartelados en la   —99→   capital, y tenido como paniaguado de O'Higgins; quien, no bien recibió un recado del Intendente invitándole a la reunión, se presentó a los conjurados a prometerles, no tanto como poner a sus órdenes toda la fuerza de su mando, pero sí la seguridad, que valía lo mismo, de no hostilizarlos con ella. Traición a medias, pero más vituperable que si lo hubiese sido sin rebozo, porque se comprometía su reo a negar la obediencia y la protección al Jefe a quien las debía sobre todo otro respeto, pretendiendo cohonestar su delito a la sombra de una distinción de teólogo, no de hombre de honor, entre sus deberes de ciudadano y de militar. Al frente de su tropa no podía ser lo uno y lo otro; y excogitando un término medio para conciliar una aparente incompatibilidad, no hizo más que delinquir doblemente.

La conclusión de este indigno conciliábulo fue dejar acordado para el día siguiente la reunión de una gran poblada en el Consulado, a donde irían a constituirse en cabildo abierto todos los presentes, para llamar ante sí y deponer públicamente al Director Supremo. La destitución quedó desde luego decretada de puño y letra del Intendente Guzmán y designados los oradores que debían notificarla a O'Higgins en el lugar y con el aparato convenidos. Como la espada en la vaina, se guardó en el sigilo por toda aquella noche el plan combinado, y se retiró cada cual a su casa para venir a concurrir al día siguiente a la ejecución.

Cuando por la mañana del memorable 28 de enero de 1823 pudo O'Higgins notar la agitación que ya reinaba en todo el vecindario y supo que las autoridades municipales y un gran gentío discutían en la sala del Consulado el modo de hacer efectiva al instante su separación del poder, le afectó profundamente menos la demasía del intento, que el haberse urdido y preparado desde la noche anterior, con tanta felonía, sin habérsele requerido antes para que abdicase de grado, y abrigando y presidiendo tan odioso complot amigos y subalternos suyos, de toda su confianza. Si se hubiese apelado a su generosidad no se habría resistido un momento a satisfacer a los que pedían su destitución. Pero decidirla de antemano, querer efectuarla a viva fuerza, y no como quiera, sino en el acto más solemne y mostrándole a la expectación de todos sus conciudadanos en el aislamiento obrado por la traición y el soborno; he aquí lo que le ofendió de muerte y le lanzó fuera de sí a arrostrarlo todo, antes que una indignidad y humillación tan enormes. Era menos su persona, que la autoridad de su investidura, la que resolvió conservar ilesa.

De sus Edecanes no tenía consigo más que al Coronel veterano, don Agustín López: se le había venido a anunciar que el Batallón de la Guardia al mando de Pereira, y el Escuadrón de su Escolta al del coronel Merlo, estaban a las órdenes de los sublevados. A su palacio no habían aportado esa mañana ni ministros, ni consejeros, y ni sus allegados más habituales. No podía hallarse más sin amparo y en un peligro mayor ni más inminente; pero no por eso le fallaron su incontrastable presencia y energía   —100→   de ánimo. Térciase la banda tricolor, emblema de su augusto cargo, cíñese su gloriosa espada, monta a caballo, y, seguido solo de su fiel Edecán, se dirige al cuartel de San Pablo a reducir a su deber la amotinada Escolta. Sorprende al comandante Merlo, justamente en el momento en que, rodeado de los oficiales de su Escuadrón y al frente de la tropa que descansaba sobre las armas, comunicaba a los primeros en voz baja las intenciones de la poblada reunida en el Consulado y su propio designio de coadyuvar a su logro. Pero al ver entrar al Director, por el movimiento más irreflexivo, le rindió la tropa los honores de ordenanza, y toda la oficialidad se retiró también a sus puestos, dejando en medio del patio a su Comandante estupefacto de susto y de asombro. Acercársele O'Higgins con la mayor resolución; echarle en cara su negra perfidia, arrancarle las charretelas con su misma mano y proclamar Comandante en su lugar al veterano López que venía a su lado, todo fue uno. La tropa y la oficialidad presentaron al punto las armas a su nuevo Comandante, quien no bien les ordenó echarlas al hombro y marchar escoltando al Jefe de la República, resonó en todo el cuartel un viva de entusiasmo y se puso en movimiento todo el escuadrón, sin volver siquiera la vista al mohíno y degradado Merlo, sumido todavía en su estupor.

La traición a dos caras de Pereira indicaba la debilidad de su carácter; y como, por otra parte, no tenía O'Higgins en esos momentos otro Jefe de quien echar mano, se determinó a no quitarle el mando de su batallón, y a impelerle y obligarle mañosamente al cumplimiento de su deber. Vino al cuartel de estos otros soldados; hizo detenerse a la puerta a la Escolta que traía consigo; penetró él solo y peroró a la tropa con el mayor coraje. Sus enérgicas palabras decidieron también un pronunciamiento unánime en su favor, y nada menos que contrariarlo intentó el cobarde Comandante. -Hecho esto y teniendo ya de su parte una y otra columna, las mandó formar en la Plaza principal, y partió delante él mismo a esperar sereno en Palacio el desenlace de la sedición.

Los dos triunfos que acababa de arrancar O'Higgins intimidaron algo a los reunidos en el Consulado. Desistieron de osar allanarle el fuero y expelerle de Palacio sin miramiento alguno, proposición a la que se había expresado en los principios una aquiescencia bastante general; y se dispusieron solo a llevar a efecto lo acordado en la noche, y aun esto salvando los homenajes y respeto debidos al Director. Una diputación, compuesta de las personas más caracterizadas de la reunión, fue a suplicarle se dignase venir a oír la representación respetuosa que se quería someterle.

Accedió O'Higgins a la suplica y se dirigió sin temor al Consulado. Sus Ministros y Edecanes, que se le habían reunido poco antes, le acompañaron hasta la puerta de aquel edificio, donde se separó de ellos para abrirse paso por entre la compacta muchedumbre que llenaba el patio intermedio entre el zaguán y el corredor del frente. No recibió en su tránsito   —101→   ninguna manifestación sino de reverencia y acatamiento a su autoridad: se le veía venir en plena posesión de ella, seguro de sí mismo, con paso firme y continente sereno. Cuando entró en la Sala todo el concurso se puso de pie correspondiendo a su salutación, y facilitándole acceso hasta la gradería sobre la cual estaban a uno y otro lado los Diputados del momento. Subiola, y fuese a colocar en la testera de la sala bajo una especie de dosel que allí había.

«Muy a mi pesar, dijo, haciendo la mayor violencia a mis sentimientos particulares, y solo porque hubiera podido interpretarse mal una negativa de mi parte a deferir a vuestro llamado, me he resuelto a comparecer ante vosotros. Aquí estoy, pues -Sepamos, ¿qué me queréis? ¿cuál es el objeto de esta reunión?»

No tanto estas palabras, como el gesto imperativo y el tono firme con que fueron pronunciadas, concluyeron por invertir completamente la actitud de señorío y superioridad que minutos antes todos los presentes se habían preparado a afectar delante del Director. Este pasó a ser el personaje principal de la escena, el centro del episodio que iba a desarrollarse; y los que se habían soñado dar la ley, pasaron sin querer a recibirla.

Don José Miguel Infante, el orador impertérrito del Cabildo del año 10, hombre de pecho y de pro, se apresuró a responder a aquella interpelación, y a cumplir el encargo a que estaba obligado desde la noche anterior. Empero, apenas había dado principio a su discurso, cuando le interrumpió el Director para preguntar con un marcado ademán de enfado qué título tenía para dirigirle la palabra aquel interlocutor. El orador tan brusca y justamente interrumpido, se descompuso todo, no halló qué contestar; y un silencio bochornoso se habría seguido por largo rato en todo el concurso a la pregunta del Director, a no tomar repentinamente la palabra por todos, pidiendo una doble venia, don Mariano Egaña, más orador y de mejores maneras que Infante, y dotado también de una independencia de carácter que en el curso de su vida pública fue desde entonces tanto más admirable cuanto que contrastaba singularmente con su timidez moral. Se guardó de pronunciar una sola frase del discurso que traía preparado; pero improvisó otro lucido, fácil, insinuante, y perfectamente adaptado al lance del momento. Su conclusión fue pedir que el Director no tuviese a mal la apelación respetuosa que se había hecho a su patriotismo y bondad para deliberar en común sobre la situación azarosa en que habían puesto a la capital las noticias últimamente llegadas de Coquimbo y Concepción.

O'Higgins repuso al instante, sin apearse del tono de gravedad y firmeza que había tomado desde un principio, que ya había provisto a esa urgencia dictando medidas y tocando resortes que debían restablecer pacíficamente la quietud y el orden en toda la República; y exigió que la reunión se disolviese al punto en esta confianza.

Don Fernando Errázuriz tuvo entonces la energía que faltó a los demás.   —102→   Vio que iba a obedecerse a la voz del Director; que por no ser nadie el primero en expresarle con franqueza el objeto de la reunión (tanto habían impresionado el gesto severo y la resuelta intimación de O'Higgins) iba a frustrarse del todo lo emprendido, con grandísimo desaire y disgusto general. No vaciló en tomar él la palabra, y sin curarse de la facundia y conveniencia de su frase, pero poniéndose perfectamente a la altura de la situación y sin herir en nada la susceptibilidad del Director, le significó claramente que su abdicación voluntaria era el único medio, triste y doloroso, pero necesario, de restablecer la tranquilidad pública. «La misma conmoción que en el Norte y Sur, agregó, ha estallado ya en la Capital. Todos en este recinto acatan y respetan en V. E. la inmunidad de vuestro excelso cargo, la sagrada autoridad de que os halláis investido, el patriotismo ardiente, las grandes virtudes que os adornan y los inmensos servicios que el país os debe. Pero todos también, Exmo. Señor, no temo afirmarlo, han llegado a creer necesario que resignéis el mando. Si queréis, conservadlo a todo trance; lo podéis; y nos rendiremos, mal que nos pese, a vuestra voluntad suprema... Pero la terquedad de V. E... ¡nos haría infelices!...» Al decir esto, la emoción del orador le embargó casi su voz y tuvo que entrecortar un instante su discurso. Después de una breve pausa, prosiguió expresando que no había hecho más que emitir el voto de toda la concurrencia respetable que tenía el Director delante, y al pronunciar la expresión «apelo sino a ella» con que terminó su arenga, se volvió hacia el concurso, como para esperar que el silencio general ratificase la anuencia que aseveraba.

Todos estaban de tal modo bajo la electricidad que comunicaron a las palabras de Errázuriz su acento de unción y dignidad, que, al oír la interpelación que les hacía, prorrumpieron inmediatamente en aplausos y en furibundos gritos de aprobación. Pero O'Higgins, en el mismo instante y por el rapto más impetuoso, se abalanzó a intimarles silencio, en la actitud, con el gesto y la voz más imponentes. «¡Silencio! ¡Silencio!» gritó varias veces, aproximándose al borde de la gradería y encarándose airadamente a todo el concurso. «¿Qué es esto? ¿Se piensa intimidarme con griterías y amenazas? ¿Se me ha llamado para escarnecer en mi persona la autoridad que ejerzo? Se equivocan los que crean poder arrancármela, o insultarla siquiera impunemente. La defenderé contra todo despojo y la menor ofensa, aunque sea a costa de mi vida. Desprecio la muerte; la he afrontado mil veces sin temor en los campos de batalla. Vengan de una vez los que deseen saciar con mi sangre sus rencores. Aquí está mi pecho. ¡Sea también el blanco de los que registren en él un crimen contra la patria! Me quitaréis la vida y ¿qué me importa? ¡Pero no recibiré en la cara el escupo de tanto oprobio!»...

¡Qué cuadro tan magnífico y solemne! De una parte la figura majestuosa del Director, presentando su pecho henchido de indignación, teniendo   —103→   asida con la izquierda la banda de su autoridad, y la derecha extendida hacia atrás, como para ofrecerse más en descubierto al ataque de sus enemigos; y de la otra todo un pueblo respetable sobrecogido de admiración por tanta energía y dignidad. No se oyó por algunos minutos ni el más ligero murmullo. Y cuando el Director, recobrada un poco su tranquilidad, ordenó despejar la Sala para entenderse solo con los Diputados, no hubo quien no se diese prisa a obedecer su mandato.

Tan luego como quedó solo con ellos, y sin oír disculpas ni dar lugar a contestaciones de ningún género, se desnudó de las insignias de su mando, pidiendo eligiesen sobre la marcha la persona o Junta que debiese reemplazarle y solicitando su pasaporte para el extranjero.

A poco rato salió de la Sala y presentó él mismo al reconocimiento del pueblo, que esperaba ansioso en el patio el resultado de tan interesante acontecimiento, la Junta elegida en su lugar. Una inmensa comitiva le acompañó hasta su Palacio en medio de los vivas más estrepitosos y aclamándole el Padre de la Patria.

III

La adversidad no relajó la fuerte fibra del carácter de O'Higgins: por el contrario, mostrose superior a las decepciones y contrastes del fin de su carrera pública. Cayó del poder, pero por una sublevación general, súbita, irresistible, y en una actitud decorosa, impávida, imponente, venciendo, puede decirse, por su entereza y la conformidad con su destino a los mismos ante cuya ingratitud y felonía se dio por vencido: como el gladiador romano que al sentir la herida mortal convertía todos los esfuerzos de su último aliento a exhalarlo con serena faz y noble apostura. Abdicó el mando, proclamó él mismo a sus sucesores, se sometió a un escrupuloso juicio de residencia, pero sin que el vigor y elevación de su ánimo se desmintiesen por deliquio alguno. Compareció ante sus acusadores, oyó imperturbable sus cargos, satisfizo a sus jueces; y pudo alcanzar un testimonio de sus acrisolados méritos y el fallo de la más completa vindicación, refrendados ambos por el mismo que había apadrinado la sublevación en su contra y se preparaba a ocupar su puesto.

Se dirigió al Perú con propósito de esperar en el descanso y en una vida enteramente privada que despuntasen en su Patria tiempos mejores para volver a concluir en paz el último tercio de sus días. Le tocó llegar allí cabalmente en circunstancias que estaba en ese pueblo más empeñada que nunca la lucha sostenida por los defensores del coloniaje contra Bolívar que había venido a perseguirlos en sus últimos atrincheramientos. La misma causa por que había derramado O'Higgins su sangre en Chile se debatía en aquella lucha; ¿cómo había de permanecer espectador indiferente? No vaciló en marchar a ofrecer sus servicios al Libertador de Colombia luego   —104→   que supo se preparaba a abrir la campaña que debía decidir en definitiva la emancipación de toda América. Bolívar le recibió con muestras del más cordial beneplácito; «en la orden del día siguiente al de su llegada felicitó al Ejército por la incorporación en sus filas del ilustre veterano, y mandó que todos los jefes y oficiales fuesen a darle la bienvenida, y a expresarle su satisfacción de tener por compañero de armas al vencedor en tantos combates y fundador de la Independencia de Chile.» Mas como poco después recibiese Bolívar orden de entregar el mando del Ejército a Sucre, y resolviese volver por este motivo a Lima, hubo de acompañarle O'Higgins y de no ser muy a pesar suyo de los que concurrieron a la inmortal hazaña de Ayacucho. La Independencia del Perú se afianzó por este triunfo, y reconocido el Gobierno de ese Estado al servicio que ahora había querido prestar a su causa O'Higgins, como igualmente al entusiasmo y tesón con que la había antes patrocinado desde Chile, le acordó el insigne honor de inscribirle en la lista de sus Mariscales. Esta merecida distinción, su fama de bravo guerrero, la alta posición de que había descendido con tanta gloria en su patria, y por fin, el prestigio que añadía a su apellido la memoria del Virrey su padre, le granjearon en el Perú consideraciones y respetos universales. Extranjero, emigrado, destituido de todo valimiento y más tarde calumniado horriblemente desde su país natal, reducido un tiempo casi a la miseria, su persona en Lima fue sin embargo siempre objeto de la más benévola veneración. ¡Quién lo creyera! Bolívar, San Martín, Miranda, Sucre, Carrera, héroes algunos de más alta y gentil talla que O'Higgins, habían terminado o debían terminar en la prisión, en el patíbulo, por el hierro de aleves asesinos o en la expatriación más miserable y olvidada, su existencia de glorias, de sacrificios, de fatigas y de meritoria devoción a la libertad de América; solo la de O'Higgins se extinguió honrada y protegida, sino por la Patria de su nacimiento y de su afecto, por la que le dispensó generosamente su adopción, su hospitalidad y un amparo constante contra los rigores y las injusticias de aquella.

Mucho sin duda a estas atenuaciones de su desgracia, pero también a la longanimidad de su carácter, debió tal vez poder conllevar su condición de proscrito y caído con tanta resignación. Nunca se quejó de su suerte; nunca dejó de seguir con solicitud las alternativas de acierto o error, de progreso o atraso, con que prosiguió Chile bajo la dirección de sus émulos la tarea de su organización política y civil. Sus votos y simpatías más fervientes acompañaron a su país hasta el último en las varias vicisitudes de su orden público; y en cuanto al término de la expulsión y sobre todo de la odiosidad injusta que sobre él pesaban, aceptolas como una ley de su destino, como uno de esos decretos Supremos contra los cuales no hay más recurso que inclinar la frente, y también quizás como una expiación de faltas de que él mismo no se creía exento, ni menos osaba absolverse. Y entretanto duraba esta fatalidad, no decía con gran énfasis como San Martín, «estoy   —105→   envuelto en un manto de desdeñoso estoicismo, algún día conocerán si he hecho bien o mal;»7 sino que, (lo que no se avenía con el temperamento susceptible, la arrogancia y acaso también con el pasado no tan limpio de su compañero de armas), se remitía a la satisfacción de su propia conciencia, humillando su razón ante la del fallo general de su país, ora debiese devolverle algún día lo que le había quitado de su gratitud y estimación, ora se obstinase en negarle eternamente tan justo desagravio. Firme en sí mismo, conforme con su situación, meditando y proponiendo desde su retiro, siempre que se le brindaba oportunidad, proyectos y reformas útiles a Chile, cultivando relaciones frecuentes y afectuosas con los pocos de sus conciudadanos cuya amistad no cambió su infortunio, disuadiéndolos sinceramente de hacer de su nombre un pretexto de turbulencias y alarmas, soportó veinte años su destierro en la quietud y humildad más irreprochables. El ofrecimiento de su hogar, y cuando no, de una asidua y franca asistencia no faltó a ninguno de los chilenos de alta o baja esfera que arrojaron allá en distintas épocas las conmociones de la República. ¿Quién le oyó proferir jamás palabras de despecho o siquiera de disgusto, no obstante ver prolongarse indefinidamente su confinación y el total olvido en que le habían echado sus compatriotas? Y por el contrario ¿cuántos no presenciaron las efusiones de vivo amor patrio que le arrancaba la noticia de cualquiera empresa loable a que propendía Chile en su organización interna o en sus relaciones internacionales con las Repúblicas hermanas? El General Búlnes y los Jefes que le acompañaron en la campana contra el Protectorado   —106→   de Santacruz, no olvidarán nunca la sentida deprecación que un incidente casual hizo improvisar al viejo O'Higgins en el banquete con que después de la victoria de Yungai solemnizó el Ejército Chileno el aniversario de nuestra Independencia. Había sido el único invitado a la fiesta, y ocupaba el asiento de preferencia frente a frente del General Búlnes. Muchos brindis se habían pronunciado en honor de ambos; y queriendo O'Higgins contestar a uno de ellos, pidió le llenasen su copa; mas al ir a presentarla con este objeto por sobre la mesa, tropezó ligeramente su mano con el cuchillo de uno de los oficiales que trinchaba un jamón. La herida, aunque muy leve, comenzó a verter sangre; y no bien la advirtió O'Higgins, se puso inmediatamente de pie, y empuñando su copa en la otra mano y haciendo destilar sobre el licor que la llenaba unas cuantas gotas de la sangre de la herida; «Sangre vertida en el día de mi Patria», exclamó de improviso con el acento más solemne y conmovido, «¿por qué no lo has sido en su defensa y en el campo del honor?... ¡Felices vosotros, amigos, compatriotas, compañeros de armas un tiempo!... ¡Os quedan largos años de vida; inflama vuestros pechos el amor a la Patria y a la gloria; tenéis franco el regreso al suelo natal; y volvéis vencedores y honrados! ¡Felices vosotros! A mí no me es dado ya más que consumir en estériles deseos y lejos de mi amado Chile tanto ardor y puras intenciones que hubiera querido consagrar siempre en su servicio. ¡Pero sed testigos de los votos que hago por su felicidad! -¡Tierra de mi nacimiento, albergue de mi juventud y de mis tiempos más felices, teatro de mis hazañas y venturas, ídolo de mi vejez y adversidad, el hado más feliz presida siempre a tus altos destinos!... ¡Quiera el cielo te dignes algún día volver tu estimación al que tan de veras quiso y procuró siempre tu prosperidad!»...

¡Murió el 24 de octubre de 18428 sin la satisfacción de ver realizado tan vivo anhelo! A los pocos días se tuvo aquí tan triste nueva, y una pluma elocuente, de las mejor tajadas que posee hoy Chile, entre otras expresiones de verdadero sentimiento, se apresuró a consignar, en vindicación de la memoria del finado Héroe, las muy notables siguientes:

«No son vanos lamentos, ni muestras afectadas de dolor las que se han hecho sentir en estos días donde quiera que ha habido un corazón chileno. El General O'Higgins ha fallecido, y la Patria, que tenía para con él una deuda inmensa que satisfacerle, ha quedado condenada para siempre a un estéril remordimiento... Chile llegó a olvidar que tenía un O'Higgins y que este O'Higgins, el héroe de su historia, vivía en la vecindad, pobre, a merced de un pueblo extraño. Si esa alma grande que presidió nuestros primeros destinos, que dio el soplo de vida a nuestra Patria, no hubiese sido superior a la mezquindad de las pasiones en el abandono indigno a que se vio reducido, habría maldecido la sangre que derramó en favor de un   —107→   pueblo ingrato. Mas no; en medio de su desgracia O'Higgins hacía votos fervientes por la prosperidad de este pueblo; él era el objeto de sus conversaciones, de sus pensamientos, de sus delirios...»

«La revolución de la Independencia le cogió en el vigor de sus años, dueño de una ingente fortuna, rodeado de consideraciones y de amigos. La muerte le ha encontrado solo, acabado por la fatiga y el pesar, estrechado por las deudas y las privaciones, después que sus bienes fueron presa de las llamas enemigas y de que el pueblo en cuyas aras sacrificó su bienestar y su reposo, se olvidó de que tenía una vida preciosa que conservar. Las alturas de Chacabuco, los muros de Rancagua y Talcahuano, los campos del Roble y del Quilo con mil otros lugares en que se labró por el esfuerzo de su brazo un renombre inmortal, lo proclamaron el primer guerrero de Chile: una escuadra, creación gigante de su genio, había sujetado a su autoridad el Pacífico; y sin embargo de tantos títulos, de tanta gloria, ¡la muerte le ha ido a hallar en un oscuro gabinete sin más cortejo que el de sus virtudes!...»

«La memoria de O'Higgins es el patrimonio de Chile; sus restos mortales una joya que nadie nos puede disputar. ¡Qué vengan pues a tener descanso entre nosotros y los regaremos con lágrimas de reconocimiento y de expiación!»

El Conde de las Casas, en su Atlas histórico, cronológico y geográfico, ha podido decir también con sobrada razón: «Es el empeño más insensato, una verdadera hostilidad contra la gloria de Chile, querer apocar la memoria del General O'Higgins. Los que tanto se han afanado por calumniarla y deprimirla no han hecho más que cubrir de lodo monumentos preciosos de la historia de su propia patria, que algún día otras generaciones contemplarán con satisfacción y orgullo. No hay en esa empresa ni espíritu nacional, ni amor patrio, ni nobleza de sentimientos, ni elevación de ideas; todo es bajo, ruin y miserable. Ya es tiempo de cambiar de atmósfera y remontar a regiones más elevadas. Los chilenos deben dirigir todos sus conatos a que, si algún día la América tiene un Plutarco, le suministre Chile la mayor y más brillante de sus vidas ilustres.»

Santiago, 6 de diciembre de 1854.

JUAN BELLO.



  —108→  

ArribaAbajo- IX -

Don José Ignacio Cienfuegos


Obispo de la Concepción


imagen

imagen

«La iglesia, provista de bastantes hombres apostólicos para hacer florecer la religión, puede destinar algunos de sus ministros para servir al Estado y ocuparse de los negocios públicos. Estos dos grandes cuerpos deben auxiliarse mutuamente, y la iglesia puede suministrar algunos de sus miembros para colocarlos a la cabeza del pueblo y consagrarlos a servicios exteriores estrechamente ligados con la grandeza y felicidad de la nación».


(Carta pastoral del obispo de Chartres de 12 de marzo de 1851).                


El personaje cuyos hechos forman esta biografía, es uno de los eclesiásticos de nuestro clero que más se han distinguido por su constante consagración al servicio de la religión y de la patria.

De costumbres intachables, de carácter suave, apacible, bondadoso, condescendiente, Cienfuegos, fue un sacerdote irreprensible en su conducta; un cura excelente, laborioso, caritativo, desinteresado como pocos. Con tales cualidades, y además nobleza de origen, grado de bachiller en teología, y sobre todo, con un patriotismo a toda prueba, recorrió cuasi toda la escala de honores y distinciones   —109→   a que puede aspirar un eclesiástico en nuestro país. Fue, pues, cura, canónigo, arcediano, deán, gobernador de este obispado en tres distintas ocasiones, obispo titular de Rétimo y auxiliar de las Américas, prelado doméstico asistente al Solio Pontificio, y últimamente obispo diocesano de la Concepción.

En la escena política, es tal vez el sacerdote que más ha figurado entre nosotros. Vocal de la suprema junta de gobierno el año de 1813, senador y presidente varias veces del primer senado consulto, representante de Chile en el extranjero, consejero de estado y diputado al congreso constituyente de 1826, ocupó siempre con honor tan delicados puestos; y por esta causa, como por los importantes servicios que prestó a la naciente república y la gloria del destierro que sufrió por su adhesión a la causa de la independencia, ha merecido que su nombre sea colocado al lado de los más ilustres padres de la patria en la galería nacional de hombres célebres de Chile.

Nació don José Ignacio Cienfuegos en esta ciudad el 2 de octubre de 1762. Sus padres, que lo eran el señor don Francisco Cienfuegos y la señora doña Josefa Arteaga y Martínez, pertenecían a las familias más distinguidas del reino, y cuidaron de dar a su hijo la educación que regularmente se daba entonces a los de su clase y condición.

Desde su temprana edad, manifestó el joven Cienfuegos un corazón piadoso y una fuerte inclinación a la vida ascética y contemplativa. Llevado de esta inclinación, vistió el hábito de los hermanos predicadores en la casa de observancia de la recoleta dominicana de esta capital; pero habiendo conocido, al poco tiempo de noviciado, que le era imposible soportar el peso de las rígidas austeridades a que se sujetan los religiosos observantes de santo Domingo, resolvió cambiar el hábito de esta orden por la sotana clerical. Concluidos los estudios eclesiásticos, se graduó de bachiller en la facultad de teología de la antigua universidad; y en diciembre de 1786 recibió la unción sacerdotal. Las tareas del santo ministerio ocuparon desde luego toda su atención. Dedicose con especialidad al púlpito, y por sus prendas oratorias como por el mérito de sus sermones, sobre todo de sus sermones morales y doctrinales a que con más gusto se dedicaba por su conocida utilidad, adquirió en breve no poca fama de buen orador.

Cuatro años contaba apenas de sacerdocio, cuando el Illmo. señor don Blas Sobrino y Minayo, obispo entonces de esta diócesis, lo nombró cura vicario de la ciudad de Talca. Era este un honor que raras veces se concedía en aquellos tiempos a un sacerdote de la edad de Cienfuegos, lo que prueba su mérito indisputable, puesto que se le juzgó digno, a pesar de su juventud, de ponerlo al frente de una de las primeras parroquias del obispado. Los hechos comprobaron cuan acertada había sido esta elección, pues en los veinte y tres años que sirvió aquel curato fue modelo de párrocos. Por su celo activo y desinteresado, por sus modales suaves y afables,   —110→   conquistose las simpatías y el aprecio de todos sus feligreses, a quienes edificaba con su ejemplo e instruía con saludables lecciones. Como buen pastor, visitaba anualmente todo su rebaño para conocer y apacentar sus ovejas. Reedificó la iglesia parroquial, en cuya obra invirtió una gran parte de sus ingresos, y construyó además, a sus expensas, una buena casa de ejercicios de san Ignacio con el fin de mejorar las costumbres del pueblo que se había confiado a su pastoral solicitud. Talca no podrá olvidar jamás la memoria de tan benéfico y celoso pastor.

En las santas y piadosas funciones de su ministerio, encontrole ocupado el 18 de setiembre de 1810. La voz de la Patria que quería ser libre e independiente de la Metrópoli, halló eco en su noble y magnánimo corazón; y lleno de esperanzas por la futura dicha de su país, se decidió a trabajar con empeño en la grande obra de nuestra emancipación. Con el fin de prestar a la nación en aquellas circunstancias los servicios que fuesen compatibles con su carácter de sacerdote, vino a esta capital, donde desempeñó varias comisiones importantes, hasta que a principios de octubre de 1813 entró a reintegrar la junta gubernativa que había dejado incompleta la renuncia del vocal don Francisco Antonio Pérez. Pocos días después se trasladó a Talca la excelentísima junta para atender mejor y activar los negocios de la guerra que se hallaban en mal estado, a consecuencia de las disenciones que se habían introducido entre los independientes. De las medidas que tomaron con este fin, la más trascendental y crítica a la sazón, fue la separación de los Carreras del mando del ejército, nombrando general en jefe al coronel don Bernardo O'Higgins por decreto de 27 de noviembre del mismo año. Fuertes resistencias encontró esta medida en Concepción, donde la oficialidad y las tropas principalmente, manifestaron gran disgusto y descontento. Para allanar estas dificultades y reconciliar todos los ánimos, haciéndolos entrar en las miras del gobierno, fue enviado Cienfuegos a aquella provincia con el carácter de plenipotenciario, y merced a su prudencia y tino, consiguió el objeto de su misión.

En premio de sus méritos y servicios, el gobierno del señor Lastra que sucedió a la suprema junta, presentó al señor Cienfuegos para la canonjía de Merced que había dejado vacante en el coro de esta iglesia catedral el fallecimiento del canónigo don Vicente Larrain. No gozó mucho tiempo tranquilo de su prebenda, pues a consecuencia del desastre de Rancagua, fue condenado por el reconquistador Osorio al presidio de Juan Fernández como reo de alta traición. Más de dos años duró su penoso cautiverio en compañía de otros ilustres patriotas, a quienes sirvió de apoyo y consuelo en su desgracia.

Vuelto del destierro, después de la gloriosa jornada de Chacabuco, fue elevado a la dignidad de arcediano de esta iglesia, cuyo gobierno le fue también confiado por el Illmo. señor obispo Rodríguez Zorrilla, quien le expidió desde Mendoza, donde estaba confinado, el correspondiente título   —111→   a petición del director supremo de la república. Gobernó más de cuatro años este obispado; y luego que cesó su autoridad por el restablecimiento del prelado diocesano, partió para Europa en calidad de ministro plenipotenciario de este gobierno cerca de la corte romana.

En la capital del mundo cristiano fue recibido y tratado con todas las consideraciones debidas a su alto rango, no menos que al distinguido mérito de su persona. Varios de los personajes más notables del sacro colegio y de la prelacía romana le honraron con su amistad, lo que facilitó el pronto y feliz éxito de su misión, y contribuyó no poco a acreditar el nombre de Chile y la causa americana que por allá se miraba entonces con gran recelo y desconfianza. En una carta datada en Roma a 14 de abril de 1823 y dirigida al Presidente O'Higgins, dándole cuenta del estado de las negociaciones que le había confiado, revela el señor Cienfuegos los patrióticos sentimientos que le animaban por los futuros destinos de su país, y la confianza que tenía en el triunfo de la causa de la América meridional. Felicita al señor O'Higgins por la amnistía concedida a los disidentes y el fomento que bajo su administración había recibido la industria, el comercio y la agricultura. Concluye diciéndole que de la unión y buena conducta de los americanos resultaría la prosperidad de estos países, cuyas riquezas obligarían a las naciones europeas a reconocer su independencia y solicitar su amistad9.

A su regreso de Roma trajo consigo al vicario apostólico don Juan Muzi, arzobispo de Filipos, investido de amplias facultades para tratar con nuestro gobierno. Por este tiempo ascendió a la primera dignidad del coro catedral de esta diócesis.

En agosto de 1824 volvió a ponerse a la cabeza del gobierno eclesiástico, lo que le ocasionó amargos disgustos que le obligaron a hacer renuncia el I.º de diciembre de 1825; pero muy pronto reasumió por tercera vez la autoridad espiritual, pues a consecuencia de la expatriación del señor Rodríguez, fue elegido gobernador del obispado por el cabildo eclesiástico. Permaneció en este puesto hasta el año de 1827 en que emprendió un nuevo viaje a Roma con el fin de vindicarse ante el Santo Padre de los graves cargos que le había hecho el nuncio apostólico en su carta apologética que de regreso a Italia publicó este prelado en Montevideo. La vindicación debió ser muy completa y satisfactoria, puesto que volvió consagrado obispo de Rétimo y auxiliar de las Américas, condecorado además por la Santidad de León XII con los honoríficos títulos de prelado doméstico y asistente al solio pontificio.

Al poco tiempo de su arribo a Chile, fue instituido obispo de la Concepción, cuya iglesia gobernó más de seis años, hasta que los achaques consiguientes a su avanzada edad y las amarguras que nunca deja de probar   —112→   un obispo que quiere cumplir con su deber, le obligaron a hacer su renuncia que le fue admitida por el señor Gregorio XVI. Retirose entonces a esta capital a pasar sus últimos días en el sosiego de la vida privada, libre de las agitaciones e inquietudes que trae siempre consigo el ejercicio de la autoridad.

En el retiro, como en su vida pública, no dejó de hacer el bien que pudo a sus semejantes. Siempre caritativo y benéfico, enjugó más de una vez las lágrimas de la viuda, del huérfano, del desvalido.

El hospital de Talca le cuenta en el número de sus más generosos bienhechores. Legole en su testamento ocho mil y cien pesos, a más de cuatro mil que le había donado en vida.

Deudora le es también de sus favores la instrucción; sobre todo, la instrucción religiosa de la juventud y del pueblo. A fin de difundirla entre las clases que más la necesitan, compuso y publicó en su segundo viaje a Europa el Catecismo de la Religión Cristiana que a su vuelta repartió gratuitamente por toda la República. Contribuyó a la planteación del instituto literario de Talca, destinando a este objeto como albacea del historiador Molina, su deudo, y de don Santiago Pinto la suma de 32900 pesos que estos señores dejaron para obras pías. Destinó también 2000 pesos de su peculio para el sostén de una clase de religión en el mismo instituto.

Patriota eminente y distinguido pastor de la iglesia, el señor Cienfuegos, en su carácter público, no dejó de pagar alguna vez tributo a la debilidad humana. ¡Tan cierto es que el hombre jamás llega a ser perfecto! Si la biografía de los hombres célebres ha de ser algo más que un panegírico, más o menos pomposo, al ensalzar sus virtudes y encarecer el mérito de sus servicios para ejemplo de la posteridad, no debe ocultar sus extravíos o desaciertos que pertenecen al dominio de la historia. A no ser así, habría riesgo de transmitir a las generaciones venideras un conocimiento asaz incompleto e imperfecto de los hombres notables del pasado.

Por más que se quisiera ocultarlo, es innegable que Cienfuegos tuvo como hombre público sus defectos y sus decepciones. Prescindiendo de la parte que tuvo en la unión del seminario conciliar de esta diócesis con el instituto nacional, de que tuvo más tarde sobrados motivos para arrepentirse y pedir su separación, intervino en la formación de la célebre constitución parroquial del año de 1813 que alcanzó a estar en observancia por algún tiempo. No solo guardó un profundo silencio, siendo gobernador del obispado, cuando en 1817 el religioso que se titulaba Generalísimo de las órdenes de regulares llegó hasta invadir con escándalo la jurisdicción ordinaria sobre los monasterios de religiosas, sino que fue poco escrupuloso para aceptar en 1824 el gobierno del obispado sin el competente título, y continuar ejerciendo la jurisdicción eclesiástica el año de 1826, después del nombramiento que conforme a los sagrados cánones hizo en otra persona el señor Rodríguez desde su destierro. Sin embargo de oponerse a los principios   —113→   fundamentales del derecho canónico y a la disciplina general de la iglesia, prestó su aprobación como miembro del congreso de 1826 y como prelado eclesiástico a la ley sobre organización parroquial que poco después le causó tantos sinsabores y tan amargo arrepentimiento.

Dícese que habiéndole reconvenido en Roma el Sumo Pontífice por uno de sus actos administrativos que no era conforme a derecho, Cienfuegos le contestó poco más o menos en estos términos: «Santísimo Padre: es verdad que con toda repugnancia y a pesar de mis convicciones he procedido de la manera que se ha informado a vuestra Santidad; pero ¿qué había de hacer? Funestas circunstancias y el deseo de evitar mayores males me obligaron a ello. Póngase vuestra Santidad en mi lugar y dígame francamente si habría obrado de otro modo.» Dicen que el papa guardó silencio.

Como quiera, los desaciertos de Cienfuegos no alcanzan a eclipsar la gloria de su nombre, ni a rebajar el mérito de sus buenas acciones. Los borrascosos tiempos en que le cupo en suerte llevar el timón de esta iglesia; su carácter conciliador, bondadoso y condescendiente hasta tocar tal vez en la debilidad; la falta de previsión, si se quiere, para calcular los resultados de ciertos actos que a primera vista parecen quizá los más convenientes y acertados a inteligencias no muy perspicaces; todas estas consideraciones, si no justifican, atenúan mucho al menos la responsabilidad de los cargos que se han hecho a Cienfuegos. No poco debió sufrir por algunas de sus medidas que le enajenaron muchas voluntades y le pusieron bajo un falso punto de vista a los ojos de las personas piadosas y timoratas. Pero si se engañó algunas veces su espíritu, su corazón fue siempre bueno y religioso, sus intenciones sanas e inofensivas. La posteridad no dejará por eso de recordar su nombre con veneración y gratitud, como el de uno de los patriotas más beneméritos, como el de uno de los bienhechores de la humanidad.

El 8 de noviembre de 1845, una grande agitación y movimiento notábase en el vecindario de Talca; en cuasi todos los semblantes dejábanse ver las señales del más acerbo dolor. Un aciago acontecimiento, una pérdida irreparable para la iglesia y la patria, era la cansa de tan general consternación. ¡El obispo Cienfuegos acababa de morir! Y todos acudían a manifestar en presencia de su yerto cadáver los sentimientos de amor y respeto que profesaban al ilustre finado. La muerte le encontró ocupado en activar y dirigir la reconstrucción de la iglesia matriz de aquella ciudad, arruinada por la catástrofe de 1835. ¡Expiró en medio de las esperanzas y consuelos de la religión que siempre amó y enseñó a amar! ¡Sus despojos mortales yacen sepultados en medio de ese pueblo de su predilección, a cuyo servicio había consagrado los mejores años de su vida!

JOSÉ MANUEL ORREGO.