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Genio solitario

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Tasso en Escocia

Dumas dice que la novela ha existido siempre. Puede ser. Es la metáfora de la vida. Mirad el reverso dorado de una moneda falsa, escuchad el canto absurdo de un día que no ha tenido la pretensión de hacer más ruido en el mundo que los otros en general, sacad de esta poesía lo que pueda existir en ella y ahí está la novela.

En un montón desordenado y polvoriento de libros viejos (tengo una predilección por las antigüedades), he encontrado un volumen más nuevo: novelas con seis grabados. Abro y encuentro la historia de un rey de Escocia que iba a ser devastada por culpa de una cabeza de muerto embalsamada. Os imagináis además ¿a quién puso el litógrafo para que figure en los grabados del rey de Escocia? A ¡Tasso! Fácil de explicar: Economía. He sacado de dentro el retrato de Tasso para compararlo. Era él, línea a línea. Qué coincidencia extraña sobre la faz de la tierra, me dije sonriendo para mis adentros. ¿Le podría haber sucedido a Tasso una historia semejante a la que leía?

Había olvidado que todo lo que no es posiblemente objetivo es posible en nuestra mente y que, al final, todo lo que vemos, oímos, pensamos, juzgamos no son más que creaciones muy arbitrarias de nuestra propia subjetividad, y no cosas reales. La vida es sueño.

Era una noche triste. La lluvia caía menuda por las calles no pavimentadas de Bucarest, que se prolongaban estrechas y fangosas por la multitud de casas pequeñas y mal construidas de que consta la mayor parte de la así llamada capital de Rumanía. Pataleaban por los charcos de barro que te salpicaban con su agua embarrada una vez que tenías la osadía de poner el pie un paso delante. Por las tabernas y los comercios penetraba por las ventanas grandes y no lavadas una luz sucia, más débil todavía por las gotas de lluvia que habían inundado los escaparates. De vez en cuando pasaba junto a alguna ventana con cortinas rojas, donde en semioscuridad vislumbraba a alguna mujer... Por todas partes veía a algún romántico que pasaba silbando o a algún borracho, que una vez que jaleaba enronquecido junto a las ventanas de los prostíbulos, la mujer enjalbegad que estaba en el escaparate encendía una cerilla para mostrar su cara untada en gran cantidad y el pecho marchito y desnudo -puede el último medio para sofocar los deseos sucios de pechos extirpados y devastados por la corrupción y la embriaguez-. El borracho entró, la semioscuridad se convertía en oscuridad y la amargura de los pensamientos se fingía en una media noche de plomo cuando pensaba si aquél se llama y aquella mujer. Tiene que excusarme, tres cuartas partes del mundo son así, y de la cuarta -Dios, qué pocas características tiene aquella que puedan ser llamadas humanas.

A través de la puerta de una taberna abierta oyes los murmullos de unas cuerdas falsas, que las torturan bajo su arco áspero y con los dedos secos de un pobre niño gitano, y a su alrededor brincaban casi rompiendo la tierra una mujer indecisa y un gitano roto y largo, con los pies descalzos metidos en unas zapatillas largas y llenas de paja. Una alegría grotesca, feamente se puede describir a ambas chicas.

Al lado había una cafetería. La lluvia y el frío que me penetraba me obligaron a entrar allí. El olor a tabaco, el eterno tric-trac de los jugadores de dominó creaba un efecto extraordinario sobre mis sentimientos trastornados por la lluvia y el frío. El reloj, fiel intérprete del viejo tiempo, suena a las doce en su lengua metálica, para que el mundo, que no le escucha, se dé cuenta de que habían transcurrido también las 12 de media noche. Por todas partes, junto a las mesas se divisaba algún grupo de jugadores de cartas con el pelo desordenando, teniendo las cartas en una mano que temblaba, apretando los dedos con la otra antes de golpear, callados, con los ojos fijos, sin parar de mover los labios sin decir una palabra y bebiendo de vez en cuando con sorbos ruidosos algún trago del café o de la cerveza que tenían delante... ¡signo de triunfo!

Un joven agachado sobre un billar escribía con tiza sobre el tapete verde la palabra Ilma. Pensé que es de la familia de Arpad1 y que habría sacado del depósito de su memorial algún dulce nombre de amada o algún ideal húngaro de las novelas de Mauriciu Jokay2. No me ocupé más de la figura de este joven, sorprendente puede, sino que empecé a hojear, entre los periódicos extranjeros, unas revistas literarias artísticas etc. (los nuestros no tienen y no quieren saber nada sobre esto).

El joven se acercó a mí.

-Según usted, perdón -susurró él inclinándose.

Acento limpio rumano -no es húngaro.

-¿Perdón? -dije, doblando el periódico sorprendido por el interés que me ha acordado una vez que levanté los ojos.

Un hombre que conocía sin conocerle, una de aquellas figuras que te parece que has visto alguna vez en la vida, sin haberla visto nunca, fenómeno que se puede explicar solo mediante la presuposición de unas afinidades espirituales. Empecé a observarle con comodidad. Era hermoso, de una hermosura demoníaca. Sobre su cara pálida, musculosa, expresiva, se levantaba una frente tranquila y fría como el pensamiento de un filósofo. Y sobre la frente se enmarañaba con una genialidad salvaje el pelo negro brillante, que caía sobre unos hombros compactos y bien hechos. Sus ojos grandes, marrones, ardían como un fuego negro bajo unas grandes cejas espesas y unidas, y los labios unidos apretadamente, morados, eran de una severidad rara. Habrías creído que es un poeta ateo, uno de los ángeles caídos, un Satán, no como lo imaginan los pintores: arrugado, horroroso, espeluznante, sino un Satán hermoso, de una hermosura brillante, un Satán orgulloso de ser caído, en cuya frente Dios ha escrito el genio, y el infierno porfía, un Satán endiosado que, suspendido en el cielo, ha embebido de la luz más santa y ha sumergido los ojos en los ideales más sublimes y se ha empapado el alma con los sueños más amados, porque al final, caído a la tierra, no se quede solo con la decepción y la tristeza, grabada alrededor de los labios, porque ya no está en el cielo. El rápido ensanchamiento nasal y el acelerado parpadeo de sus ojos señalaban un corazón de locos, un carácter apasionado. Su talla delgada, fina y su mano blanca con dedos largos y aristocráticos parecía con todo esto tener un poder de hierro. La expresión entera en sí era de un poder generoso, aunque infernal.

Cogió un periódico rumano. En la página de los anuncios leyó con una semivoz sarcástica: Opera italiana... hugonotes.

-¿Querrías que estuviera en rumano? -dijo indiferente.

-Se supone. No puede haber una música... ¿más dulce y hermosa que la italiana?

-No has venido desde hace mucho.

-No.

-Entiendo -dijo.

-¿Por qué?

-Nuestros hombres -dije yo-, son de un cosmopolitismo seco, amargo, escéptico -incluso peor-: tienen la bonita costumbre de amar cualquier cosa extranjera, y de odiar todo lo que es rumano. Hemos roto con el pasado ya sea con la lengua, las ideas, el modo de mirar y de pensar, porque de otro modo no podríamos mirar a la Europa de naciones civilizadas.

-Y... ¿verdad que sois aquello que queréis dejar atrás?

-Hm... No eres de aquí... como se puede ver.

-No.

-A... otra cosa... bueno, sabes por mí que aquí nadie busca ser lo que hacen. Mira a nuestros historicistas que no conocen historia, literatos y periodistas que no saben escribir, actores que no saben actuar, ministros que no saben gobernar, financieros que no saben calcular, y por eso tanto papel manchado inútilmente, por eso tantos gritos bestiales que llenan la atmósfera del teatro, por eso tantos cambios de ministerios, por eso tanta ruina. Descubrirás más hombres perezosos que discuten sobre la existencia de Dios, que almas enamoradas de la lengua y de las costumbres de sus antepasados, que corazones que amen la característica expresiva de nuestro pueblo, mentes ocupadas con las cuestiones de vida de este pueblo, al que escribimos en la espalda todas las fantasmagorías falsas de nuestra civilización. El divorcio... el adúltero frecuenta chicas enfermizas, emperifolladas, máscaras vivas, en nuestras calles: sonriendo a las mujeres las seca, sonriendo a los hombres les vacía y con todo esto nosotros lo celebramos y sacrificamos las noches de nuestros inviernos, perdemos la juventud que debería pertenecer a las cosas para la realización de aquellos ideales a los que toda la humanidad aspira y a la familia... La mujer de nuestro pueblo no trabaja... tiene con lo que vivir; el hombre no trabaja porque no tiene en qué trabajar -todas las fábricas del mundo concurren con su miserable oficio-. En cuanto a nuestra inteligencia -una generación de funcionarios... de semidoctores... hombres que calculan en cuantos años llegarán al poder-... inteligencia falsa, que conoce mejor la historia de Francia que la de Rumanía, hijos de hombres llegados de todos los rincones del mundo, sino verdaderos hijos de rumanos que todavía no han llegado a estudiar libros... hombres en fin que tienen la estructura y el carácter de los padres griegos, búlgaros y solo el nombre de la madre -de la desgraciada Rumanía-. Y si por lo menos se hubieran ganado por algún derecho llamarse rumanos; pero no. Odian su propio país y de un modo más terrible que los extranjeros. Lo miran como un exilio, como una molesta condición de su existencia... ellos son... como dicen ellos mismos, rumanos de nacimiento, franceses de corazón -y si Francia les otorgase a nuestros semidoctores las ventajas que da su infeliz patria, ellos habrían emigrado hace mucho... ¡con todos!

Sobre mi ley, continuó, secándome el sudor, muéstrame un hombre que escriba la novela De las miserias de esta generación, y aquel hombre caerá como una bomba en medio de la desierta inteligencia nuestra, será un semidiós para mí, un salvador, puede, para su país.

-Cambiad la opinión pública, dadla otra dirección, rastrear el genio nacional -el espíritu propio y característico del pueblo de la profundidad en la que duerme, haced una gigantesca reacción moral, una revolución de ideas, en la que la idea rumano sea más grande que humano, genial, hermoso, en fin, sed rumanos y sin embargo rumanos -dijo con voz tenue y tomada profunda.

-¿Quién hará esto? ¿No son todos lo mismo? No son todos solo receptivos -franceses, italianos, españoles, todos- ¿solo los rumanos no?

-¡Oh! No se necesitan muchos hombres para esto... El espíritu público es el hecho de pocos hombres. Sin embargo, una sola frente con el óleo de Dios es capaz de formar del océano de los pensamientos humanos una única rueda gigante, que asciende desde lo hondo del abismo del mar hasta arriba en nuevos pensamientos del cielo del lucero que se llama genio... Mostradle al espectro del futuro y se asustará de él. Mostradle dónde llegaría si siguiera igual y se volverá... Pero en fin -añadió con una sonrisa escéptica- ¿por qué intentamos nosotros levantar la generación con el hombro? Todo lo que sucede en el mundo resulta. Si sucede que ellos se extinguen, se van a extinguir también con nosotros o sin nosotros -si no, no.

-¿Cosmopolita? -añadió él tenuemente-, ¡hm! Cosmopolita soy también yo; quisiera que la humanidad sea como un prisma, uno único, brillante, penetrada (recorrida) por la luz, que tiene sin embargo tantos colores. Un prisma con miles de colores, un arco iris con miles de matices. Las naciones solo son los matices prismáticos de la Humanidad, y la diferencia entre ellos es tan natural, tan explicable como podemos explicar del mismo modo las circunstancias en la diferencia entre individuo e individuo. Haced que todos estos colores sean igual de brillantes, igual de radiantes, igual de favorecidos por la Luz que la forma y sin que ellos se pierdan en la nada de la inexistencia, porque en la oscuridad de las injusticias y de las barbaries todas las naciones son iguales en embrutecimiento, en atontamiento, en fanatismo, en vulgaridad; y cuando la Luz apenas se refleja en ellas, ella forma colores prismáticos. El alma del hombre es como una ola -el alma de una nación como un océano-. Cuando el viento con alas turbulentas y la noche con el aire pardo y con las nubes grises dominan sobre los mares y sus olas -ella duerme monótona y a oscuras en su profundidad que murmura sin que sea entendida; mientras que, en el tranquilo y azul imperio del cielo aflora la Luz como una flor de fuego, cada ola refleja en su frente un sol, y el mar presta del cielo su color, la tranquilidad de su genio, y los refleja en su sueño profundo y lúcido. Cuando la nación está en oscuridad, duerme en las profundidades del genio y de sus poderes desconocidos y silenciosos, y cuando la Libertad, la civilización permanece sobre ella, los hombres superiores se levantan para reflejarla en sus frentes y la arrojan después con rayos largos de las profundidades del pueblo, de modo que en el seno del mar entero se hace un día tranquilo, se proyecta en su profundidad el cielo. Los poetas, los filósofos de una nación presuponen en cánticos y pensamientos lo elevado del cielo y se lo comunican a las naciones respectivas. Pero hay nubes que, oscureciendo el cielo, oscurecen la tierra. Una, las nubes -reinas de la tierra determinarán siempre sus sonidos- las guerras sobre los pueblos de olas; y eso que aquellas nubes no son otra cosa que la misma respiración helada y oscura de las olas desgraciadas. Las nubes retruenan, relampaguean y cubren con una cortina de hierro al Sol dorado, y hasta serán sus tiranos sobre las frentes de las olas, hasta que la oscuridad que arrojan mediante su sombra grande penetre el alma profunda del mar como una noche fría y silenciosa, hasta entonces la Luz de Dios será desgraciada.

Las más elevadas y más dañinas nubes son los monarcas.

Después de ellos, igualmente dañinos, son los diplomáticos.

Sus rayos con los que arruinan, secan y matan a pueblos enteros son las guerras.

¡Asesinad a los monarcas! Matad a sus servidores más aduladores, diplomáticos; abolid la guerra y no enfrentéis a los pueblos nada más que ante el Tribunal de los pueblos y entonces el Cosmopolitismo más feliz calentará a la tierra con sus rayos de paz y bienestar.

El juicio de esta juventud -algo extraña- me interesa mucho y bebí, digamos así, las palabras susurradas de sus labios delgados y pálidos. Su rostro se convertía poco a poco más profundo y expresivo adquiriendo un aspecto fantástico. Me dejé arrastrar por el mal tranquilo de sus pensamientos en un ilimitado sueño.

-No cree -dijo-, que el cosmopolitismo que quiero no tendrá sus fervorosos adeptos. Una vez dichas estas palabras, sacó del bolsillo del pecho de la levita un pequeño periódico litografiado en el norte de Alemania. Sacado de una litografía secreta bajo la mano de unos jóvenes apóstoles de la Libertad verdadera, del Cosmopolitismo más posible y el más igualitario, este periódico era el intérprete de unas ideas dignas, hermosas, jóvenes. Llama a los pueblos a una alianza sagrada contra los tiranos malvados de la tierra, exilia de la regla del mundo a las majestades mezquinas, a los diplomáticos torturadores de las opiniones del día, a las guerras, en las que se derrama tanta sangre del corazón santo de los pueblos.

¡Hermoso sueño que empezó a ser del mundo entero, sueño que, convertido en convicción, no se producirá de un modo pacífico e inmaculado de la sangre no solo de las cabezas con coronas tiranas, sino también de los pueblos que tiranizan a otros!

Pasó una hora. Entonces se levantó rápido, se metió el periódico litografiado en el bolsillo y me tendió la derecha, mientras con la izquierda se ponía el sombrero en la cabeza.

-Me llamo Toma Nour... ¿Usted?

Le dije mi nombre. Después de que saliera, se me pasó por la cabeza la idea de convertirle en el héroe de una novela.

Volviéndome a casa, justo cuando encendí la cerilla para encender la lámpara, vi con una luz tenue el libro de novelas con los 6 grabados. La cerilla se apagó y permanecí en la oscuridad.

-Mira -dije-, puede que no encuentre en este hombre un Tasso, ¿le estudiaré más de cerca? La oscuridad que me envolvía era la metáfora de aquel nombre: Toma Nour.

Después de que me había propuesto moldear su figura hermosa en alguna de mis novelas, busqué la mejor manera de conocerle con mayor profundidad.

Le vi después muchas más veces y, porque una atracción instintiva me embriagaba de él, por eso le propuse que me visitara. Había recibido en él un amigo, que no me visitaba solo para reñir, que solo llevaba ropa negra, que reía días enteros con una risa tonta en la sociedad de los hombres, porque llora en casa, que odia a los hombres y era maliciosa como una anciana, solo que no le gusta a un mundo que no le gusta a él.

Él nunca me había invitado a que le visite. Al final, un día me hizo este inesperado honor. Fui a su casa. Vivía en una habitación alta, espaciosa y vacía. En las esquinas del techo las arañas ejercitaban pacífica y silenciosamente su industria, en una esquina de la casa, en el suelo, dormían amontonados unos cuantos cientos de libros, soñando cada uno de ellos con lo que contenían, en otra esquina de la casa una cama de madera con un colchón de paja, con una manta roja y frente a la cama una mesa sucia, cuya superficie estaba ilustrada con letras grandes latinas y góticas sacadas de debajo de la navaja de un travieso niño. En la mesa, papeles, versos, periódicos rotos y enteros, folletos efímeros que se reparten gratis, en fin, todo un galimatías sin sentido y sin finalidad.

Pero sobre los libros tumbados en la esquina estaba colgado un busto de tamaño natural, trabajado en óleo, de un niño de unos dieciocho años, con el pelo negro y largo, con los labios finos y rojos, con la cara blanca como el mármol y con unos ojos azules grandes, bajo grandes cejas y largas pestañas negras. Los ojos azules del niño eran tan brillantes, de un colorido tan sereno, que parecía que miraban con inocencia, con su dulzura femenina sobre el espectador que los contemplaba. Era una verdadera obra de arte. Aunque aquel retrato mostraba una figura vestida como un hombre, sin embargo, sus manos finas, dulces, pequeñas, blancas, rasgos de la cara de una palidez delicada, húmeda, reluciente, blanda, los ojos de una profundidad inexplicable, la frente curvada y más pequeña, el pelo ondeando algo largo te habría hecho creer que es la figura de una mujer travestida.

-¿Quién es esta mujer? -le dije a Toma, que estaba arrellanado sobre su manta roja.

-¡Ah, mujer!... -rio él-. Siempre soñáis con mujeres. Te juro por mi hombría que era hombre como tú y como yo...

-Aún así estos ojos...

-¿Estos ojos?... ¡Oh! Si hubieras visto estos ojos alguna vez en tu vida, te parecería que los vuelves a ver en cada estrella cazada por la madrugada, en cada ola azul del mar, en fin, en cada pestaña azulada divisada por las nubes. Qué hermoso era este muchacho y qué joven murió. Fue un amigo, puede que el único verdadero que he tenido, que me quiso desinteresadamente, que murió por mí; y si mi mano diletante en el cuadro ha podido reproducir los ojos que te parecen todavía hermosos, puedes imaginarte que hermosos tenían que ser. Su hermosura se ha petrificado en mi alma oscura, fría, loca, como si permaneciese entre nubes sobre la bóveda oscura de la segunda noche... solo dos estrellas moradas. Tú, amado, me parece que te convertirás en folletista de algún periódico... Cuando muera te voy a dejar como testamento en un pequeño folleto la novela de mi vida y harás de los largos, de mis cansados años, tristes, monótonos y lastimosos, una hora de lectura para algún cliente de los cafés, para algún joven romántico o para alguna muchacha afectada, que ya no tiene nada que perder, que ya no puede amar y que aprende de las novelas cómo se hacen las cartas de amor.

-¡Oh!... vosotros que posáis como héroes rendidos ante los románticos franceses, vosotros que amáis como los sentimentales alemanes, contesté yo, vosotros que tragáis con todo esto como los ingleses materialistas, vosotros vivís mucho, y te aseguro yo, amado, que tú, con toda tu afección, con toda tu cara de heroísmo pálido, vas a vivir mucho más que yo. ¿Qué apostamos?

-Lo que te dije -replicó Toma, en nuestras biografías escritas en forma de novela-. Si muero yo primero, te dejo las mías, si mueres tú, heredo las tuyas, y esto es todo.

Una noche llegué a casa de Toma. La luna brillaba afuera y en casa no había velas. Toma estaba soñando despierto en su cama y fumando con prolongados sorbos de una pipa larga, y el fuego de la cachimba ardía por la oscuridad del cuarto como un ojo de fuego rojo que brilla por la noche. Yo estaba junto a la ventana abierta y miraba soñando con la cara pálida de la luna. Frente a la casa de Toma había un majestuoso palacio de uno de... nuestros así llamados aristócratas... De una ventana abierta del piso de arriba oí, a través del aire de la noche, temblando las notas dulces de un piano y una joven y trémula voz de una niña susurrando una sencilla oración, perfumada, fantástica. Cerré los ojos, para soñar con la libertad. Entonces me pareció que estaba en un desierto seco, largo, arenoso como en una sequía, sobre la que parpadeaba una luna fantástica y pálida como la cara de una virgen moribunda. Era media noche... El desierto callaba... el aire estaba muerto y solo mi aliento estaba vivo, solo mi ojo estaba vivo para ver a través de una nube plateada en lo alto del cielo un ángel blanco, arrodillado, con las manos juntas, que cantaba una oración divina, profunda, trémula: la oración de una virgen. Entreabrí los ojos y vi tras la ventana arcada y abierta, en medio de un salón espléndido, una joven muchacha engalanada con un vestido blanco, estremeciendo con sus delgados dedos, largos, blancos, las teclas de un piano sonoro y acompañando los tenues gritos de unas notas divinas con su voz dulce, suave y leve. Parecía como si el genio del divino británico Shakespeare espirase sobre la tierra un nuevo ángel lunático, una nueva Ophelia. Volví a cerrar los ojos, de tal modo que, recaí en el desierto largo, el palacio blanco se confundía con la nube de plata, y la joven muchacha con un ángel arrodillado. Después, apretando los ojos forzosa y fuertemente, cubrí mi sueño en la oscuridad, ya no vi nada, solo oía disipándose como un recuerdo oscuro: la oración de una virgen.

La música hacía mucho que se había apagado y, completamente en el pardo de sus impresiones, tenía todavía los ojos fuertemente cerrados. Cuando desperté de mi sueño, la ventana de arriba del palacio estaba cerrada, el salón oscuro, y los vidrios de la ventana brillaban como la plata bajo la blanca luz de la luna. El aire era rubio y veraniego, y los rayos de la luna, recorrían la habitación de Toma, batían su cara, que estaba tumbada boca arriba.

Era más blanca que la del otro día y me parecía que dos rayos de luna doraban dos pequeñas lágrimas que brotaban de sus ojos cerrados.

-¿Lloras? -dije en voz baja y conmovido, porque mi alma estaba llena de lágrimas.

-Amado por semejante ángel, sin poderle corresponder -susurró, con una voz seca y amarga.

-¿Qué te pasa? -dije.

-¿Qué me pasa? -contestó Toma-. ¡Oh! Si conocieras aunque sea un poco este alma mía, te aterrarías... no sabes, no puedes imaginarte cómo está de vacía, cómo está desierta, es igual que el pensamiento idiota y vacío de un hombre cuyos oídos son sordos como el barro, cuya boca es muda como la tierra, cuyos ojos son ciegos como la piedra. Ya no siento nada, y cuando puedo llorar una lágrima de mis ojos me siento feliz. Has visto aquel ángel arrodillado ante su Dios... pues bien, aquel ángel ama con un amor mundano a un demonio frío, pálido, con corazón de bronce, a mí. Y yo... yo no puedo amar. Las estrellas en el cielo, los amores en la tierra, solo en mi noche no hay ninguna estrella, solo en mi alma... no hay ningún amor. A veces solo oigo los latidos de mi vacío en el alma, a veces mi aliento se me corta en el pecho, como el viento que se para entre las ruinas destrozadas de los montes de los años... ¡a veces me siento a mí mismo!... ¡Oh!, entonces me gusta pasar entre la gente con los ojos cerrados y vivir en el pasado o en el futuro. Sueño como el niño que habla en sueños, sonriendo, con la Madre de Dios, me transporto al cielo, pongo alas en mis hombros y abandono la tierra, para entregarme completamente a aquellas sombras divinas: sueños que me llevan de mundo en mundo y me golpean de pensamiento en pensamiento. Muero para la tierra, para vivir en el cielo.

¡Oh! Si pudiera amar.

¿Entiendes lo que significa no poder amar? Pasar por el mundo solo, marginado en los pasos, en los ojos, atormentarse en el vacío de tu alma fría, buscar en sus profundidades y ver que está seca y que sus aguas se pierden en la arena de la sequía social, arda por el calor de una sociedad de hombres que viven solo del rencor y del odio que sienten uno por el otro...

No amar no es nada, no poder amar es terrible.

Toma Nour, después que terminó esta apología del odio y del rencor, se levantó de la cama y empezó a recorrer el largo espacio de su habitación, con grandes pasos. La luz de la luna se reflejaba en la cara de mármol del icono de la pared, cuyos ojos parecía que cobraban vida en la noche.

-¡Oh, Ioan! -dijo Toma, besando los ojos de fuego morado del icono-, Ioan, perdona que haya caído en un infierno de odio, cuando tú me predicabas de un cielo de amor, ¡alma de ángel que has sido!

La luna se había escondido entre una nube negra de lluvia partida en dos filas de largos relámpagos rojos. La casa se había oscurecido y ya no se veía ni aquella sombra en la pared: Ioan, ni aquella sombra de mármol que paseaba: Toma.

-Toma -dije en voz baja-, yo me voy... buenas noches. Ten cuidado no te enloquezcas.

Salí y me fui a mi casa. Aunque Toma seguía siendo el mismo, sin embargo me di cuenta que él se arruinaba cada día más.

Uno de esos días tomé la hermosa decisión de componer todo lo seriamente posible con mi mano en sí misma algo divertida y sin querer ser fúnebre, una oración de moral e higiene para este hombre -al que yo le creía que era algún genio perdido-. Así soy yo. En mis sueños me creo capaz de convertirme en un tirano carnívoro, sediento de sangre y amor, avaro de oro y desenfrenado como un Heliogábalo3, cuando en realidad ni siquiera soy capaz de encolerizarme mucho. Solo estoy enfadado con un hombre si él lo está conmigo. Pues bien, con Toma podía ser más severo.

-Toma -dije-, te arruinas. Por Dios, pasea entre la gente, hasta que empiecen a creer que estás loco.

Repetí varias veces estas palabras, o por lo menos análogas, pasaron muchos días, pero él no respondía nada, su cara permanecía a mis reproches de una amistad infantil, fría e impasible. Aún así un día propuse con una voz potente y tórrida, sus ojos se turbaron y respiró con más dificultad.

-¡Cállate -dijo-, qué infantil eres! ¿Qué quieres?... Crees a todas las almas de pigmeos que me rodean... ¿creen acaso que me conocen? Ellos ven algunos miembros de hombre, cada uno confecciona su interior como le place para este bípedo vestido de negro y su hombre está listo. «Es un loco», dice alguno. «Es fantástico idealista», dice otro. «¡Eso es! Quiere hacerse pasar por original», dice un tercero, y todas estas individualidades confeccionadas por mi apariencia, mis atributos, no han compartido conmigo nada. Soy lo que soy, suficiente que soy otro diferente de lo que ellos creen. Sus alabanzas no me halagan, porque ellos adulan una individualidad que no es idéntica a la mía... sus insultos no me importan, porque critican a un individuo al cual no conozco... Desprecio a los hombres... me he hartado de ellos.

Se entiende que con esto cortó el hilo de cualquier racionamiento que pueda nacer en mi mente. Ya no les hice ningún reproche, es inútil hablar a los que no te quieren escuchar.

Un día se fue de Bucarest sin ni siquiera despedirse de mí o de alguno de sus conocidos.

No oí nada más de él en un año. Un día recibo una carta de Copenhague. Decía esto: «Amado, envíame las poesías de Alecsandri, al apartado postal -bajo las letras Y. Y.». Solo eso.

Se las envié. Al final me fui del país, a una finca de mis padres, en donde pasé un bonito verano, lleno de cuentos y baladas populares. Pero encargué a una abuela que se ocupaba de mi habitación que si recibía cualquier carta en mi ausencia me la metiera en el cajón de la mesa.

Como llegó el otoño, volé de los campos fríos, brumosos y me dirigí a mi habitación de Bucarest, de la tercera planta, cálida y pequeña.

Soy un idealista. La cabeza inclinada sobre la mesa, me hacía planes de oro, reflexionaba sobre aquellos misterios de la vida de los pueblos, del recorrido de las generaciones que, semejante al flujo y al reflujo del mar, llevo como una terrible consecuencia aquí en la altura, allí en la caída. Afuera hacía un tiempo oscurecido y gemidor como en los pensamientos de los moribundos, la lluvia silbaba batiendo en las ventanas de la casa, el fuego se había hecho escoria en la estufa, la vela ardía pálida a punto de apagarse... y a mí me parecía que oía el murmuro de aquellos ancianos que, cuando era pequeño, me contaban durante el invierno, teniéndome en sus trémulos brazos, cuentos fantásticos sobre hadas vestidas de oro y luz, que cantan tranquilas su vida en palacios de cristal. Han pasado muchos años desde entonces... y parece que fue ayer... ayer parece que me calentaba los dedos en su barba blanca y escuchaba su lenguaje sabio y susurrante, la sabiduría del pasado, aquellas noticias de ancianos. Me hubiera gustado mucho haber vivido en el pasado. Haber vivido en aquellos tiempos en los que los Señores vestidos en ropas de oro y marta escuchaban, en sus tronos, en sus envejecidos castillos, los consejos del diván de hombres ancianos... el pueblo entusiasmado y cristiano ondeando como las olas del mar en el patio del Señor -y yo en medio de aquellas cabezas coronadas de pelo blanco de sabiduría, en medio del pueblo lleno del fuego del entusiasmo, ser su corazón lleno de genio, la cabeza llena de inspiración, sacerdote de los dolores y las alegrías, su bardo-. Para alimentar aquellos sueños y muchos otros, abrí algunas crónicas viejas y hojeé entre ellas, cuando en una encontré una carta todavía no desellada, a la que seguro por mi casero, recibiéndola del correo, la había tirado en aquel libro. La abro. He aquí su contenido:

Turín, en no sé cuándo.

Querido,

Me has enviado las poesías de Alecsandri. Te lo agradezco. Leo muchas veces a Emmi, la única cosa en el mundo que me puede hacer llorar. De verdad, vosotros que vivís en el mundo solo para vivir tenéis una idea extraña sobre la muerte... vosotros os imagináis el esqueleto de un muerto y le llamáis muerte. Para mí es un ángel querido, con una corona de espinas, con la cara pálida con alas negras. Un ángel... el ángel de mis sueños, que tiene una fisionomía conocida para mí, la única fisionomía que lleva para mí la felicidad al mundo en su sonrisa y la melancolía de la tierra en su lágrima. Aquella fisionomía ya no existe. Aquellos labios que sonreían... una sonrisa de los muertos los ha cerrado, o mejor: la muerte enamorada de mí ha tomado la figura de una niña, ha visitado la tierra y me ha robado primero el corazón, porque, desapareciendo él, le seguirá también el alma. Escríbeme.

Ya no veo bien y las orejas me silban siempre la canción de las sombras que veré dentro de poco en el otro mundo. Mi ángel se pone delante del sol y en la sombra de sus negras alas me oscurece cada vez más y más las horas, que se van a apagar pronto. Voy a morir. Escríbeme pronto, porque puede que todavía las reciba. Después que muera, recibirás una extraña herencia de mi parte. Recuerda. Permanece en la tierra con el cuerpo, tuyo de alma, el que pronto ya no va a existir.

Toma Nour


Una lágrima corrió temblando por mis párpados brillantes y arrojé la carta al fuego. Mis ojos tenían telarañas de lágrimas e insomnio entreveían en una salvaje fantasmagórica la cabeza morada de aquel amigo infeliz con el cerebro rojo de pensamiento, con las mandíbulas desencajadas por veneno y misantropía, con los ojos infundados y turbios como los ojos de un loco. Seguro que había muerto. Abro el cajón de la mesa y cojo los pocos retratos que tenía dispersos entre los papeles. Su retrato se parecía al de Tasso.

La carta había estado desde hace mucho en la crónica. Era vieja.

Pasó un mes y recibí un paquete de una pequeña ciudad de Alemania -la residencia de un rey-miniatura, rey-parodia, rey-sátira-. El paquete tenía un manuscrito, el manuscrito con la biografía de Toma Nour.

Entre las hojas, un pedazo de papel con las siguientes palabras:

Amigo, todavía no he muerto, sin embargo estoy condenado a muerte. Mi ejecución será pronto. Vivo en un gran palacio... en mi puerta hay centinelas soberbios... solo que mi palacio es algo oscuro y húmedo -los hombres lo llaman cárcel-. Con el manuscrito haz lo que sabes. Adiós, ¡y nos volveremos a ver en el otro mundo!

Toma


He aquí el manuscrito:

- III -

Divisé las tinieblas del mundo bajo un montón de nieve, es decir, en una de aquellas chozas en la que el invierno no manifiesta su existencia salvo por el humo verde que tiembla sobre ellas. Mi padre no tenía nada; era uno de los hombres más pobres de nuestra aldea... No me acuerdo de mi madre salvo de su semblante pálido, un ángel que llenó de encanto mi niñez con su voz dolorosa y sufridora. Era todavía pequeño cuando, un día, me di cuenta que mi madre ya no me quería responder, porque se había dormido, amarillenta, con la horca en la mano y con los labios que apenas sonreían. Un pensamiento profundo parecía que me había abarcado; yo la tiraba de vez en cuando despacio de la manga; pero me parecía que ella no quería contestarme. Vino al final mi padre, los hombres la tendieron sobre la mesa... y vino todo el pueblo... unos de ellos lloraban; yo les miraba, pero no sabía qué pensar. Ya había visto más veces hombres inmóviles en una cama que llamaban andas, llevados en alto entre cánticos y lloros, y me di cuenta que, siempre que pasaba una boda tan triste por nuestra casa, a mi madre se le caían de los ojos lágrimas grandes, pero no sabía por qué... Llegó la noche... Los hombres que estaban en casa jugaban a las cartas, pero mi madre seguía tumbada, seguía inmóvil, seguía amarilla. Al tercer día los hombres la llevaron en una caja de madera con una cruz encima -en la iglesia-; un hombre viejo con barba blanca, vestido con ropa larga y pintada diferente, cantaba despacio y a través de la nariz, después la pusieron en un hoyo, tiraron tierra encima de él hasta que la cubrieron... Regresé a casa... No había hablado ni una palabra en tres días y esta maravilla mareaba mi pequeña cabeza. No sé qué sentía, pero me abarcó un miedo terrible porque no iba a ver más a mi madre... Me puse a buscarla por la casa, la buscaba por todos los sitios... me parecía que oía su voz dulce y tenue, pero a ella ya no la veía. Como anocheció, me fui a la iglesia... Vi un montón allí donde habían puesto a mi madre, y una vela de cera amarilla ardía por la noche, como una estrella de oro entre las tinieblas de las nubes. Me tumbé sobre la tumba, pegué mi oreja a la tierra. ¡Mamá! ¡Mamá! grité, sal de allí y ven a casa... La casa estaba desierta, digo, mi padre no vino en todo el día, tu maíz blanco cubrió las llanuras... ¡Mamá, ven, mamá! Cógeme también a mí contigo, allí en donde estás... escuchaba; pero el montón estaba frío, callado, húmedo, un viento había apagado la vela y las tinieblas negras habían abarcado mi alma. Mi mamá no venía... Las lágrimas me empezaron a caer, una mano de madera me apretaba el corazón en el pecho, los suspiros me inundaban y, en la voz de una lechuza triste, me dormí.

Y he aquí lo que soñé. De arriba, arriba, de aquellas peñas movedizas que la gente llama nubes, vi un rayo bajando precisamente sobre mí. Y sobre el rayo bajaba una mujer vestida con una ropa larga y blanca... era mi madre... Ella me desencantó y de mi pecho vi salir una paloma blanca que se puso mi madre en el brazo... yo solo había quedado frío y amarillo sobre el hoyo, como había estado mi madre; y me parecía que yo ya no era yo, sino que soy una paloma... Sobre los brazos de mi madre me transformé de paloma en un bebé blanco y hermoso, con unas alas de vello de plata. El rayo dorado se encaramaba con nosotros... pasé por una noche de nubes, por un día entero de estrellas, hasta que encontramos un mundo de olor y canción, de un jardín hermoso encima de las estrellas. Los árboles tenían hojas inestimables, con flores de luz, y en lugar de manzanas lucían entre sus ramas miles de estrellas de fuego. Las sendas del jardín cubiertas con arena de plata llevaban todas a su centro, en donde estaba una mesa extensa, blanca, con velas de cera que lucían como el oro, y por todas partes santos en ropas blancas como mi madre y alrededor de su cabeza brillaba rayos. Ellos hablaban, cantaban canciones de los tiempos de cuando no había todavía mundo, ni hombres, y yo les escuchaba asombrado... Cuando de repente unas tinieblas frías toparon mis mejillas y mis ojos que se había abierto. Me acordé sobre todo de la tumba de barro y una lluvia mezclada con piedra me batía la cara, cuando las nubes negras del cielo se despedazaban en miles de trozos por los relámpagos rojos como el fuego. La campana rajada gemía enferma en la torre y la toaca4 se topaba con los pilares del campanario.

Hui de la tumba, mojado y lleno de barro, y me acurruqué en el campanario, con los dientes castañeteando y mojado hasta la piel; mi pelo largo me caía sobre los ojos... mis manos delgadas y frías las metí temblando en las mangas mojadas. Así estuve toda la noche. Sobre los cantantes comencé a ir con pies desnudos por el barro hacia la casa... entré en el chamizo... en la chimenea las maderas se habían fundido... y la escoria apenas ya centelleaba... mi padre estaba sentado en una silla baja y en su cara quemada y barbuda caían lágrimas de veneno.

-¿En dónde has estado? -dijo él, cogiendo con ternura mi mano helada.

-He ido a buscar a madre... ¿dónde está mamá?

Su pecho se hinchó tremebundo, él me cogió en brazos, me apretó con fuego indeciblemente y ahogó mi cara fría con una multitud de los besos hirvientes.

-¡¿Tu madre, pobre -dijo en voz baja-, tu madre?! Ya no tienes madre.

Había quedado la única caricia de mi padre el amargado. Había luz en sus ojos, el pensamiento de la mente, la esperanza de su vejez. Cuando era pequeño me llevaba al sacerdote anciano de la aldea, que, cogiéndome sobre sus rodillas, me daba las primas lecciones de lectura. Un deseo inconmensurable, una sed ardiente de estudio se despertó en mí, que, ay, se iba a convertir en fatal. Si me hubiera quedado en mis montañas, se me habría encantado el corazón con canciones populares y la cabeza con los cuentos fantasmagóricos, puede que hubiera sido más feliz.

Mi padre me llevó a la escuela. Lo que puede haber aprendido no lo sé, pero sé que mis días pasaban como un invierno desierto, como un sueño sin significado.

Entre aquellos niños carentes, que escuchan con sed desde los bancos de la escuela la voz de las enseñanzas, entre aquellos a los cuales el estudio no les daba asco, sino vocación, destino, en la cabeza y el corazón de los que se amasa un poco de fuego celestial, son especialmente dos clases -aunque ambas tienen un punto en el que no difieren: la falta.

Solo que para unos era voluntario, para otros porque verdaderamente son faltos. Los primeros doran hasta la grava de las calles con su dinero, hasta que, quedado sin nada, bebían el vaso de la miseria hasta las levaduras, los otros lo bebían siempre, sin interrupción.

Entre las cuatro paredes amarillentas de unas buhardillas escondidas y alargadas, condenadas a estar siglos sin barrer, vivíamos cinco individuos en el mayor y más pacífico desorden. Al lado de la única ventana había una mesa de solo dos patas, porque con la parte opuesta se apoyaba en la pared. Unas tres camas, cada una más paticoja, una con tres patas, otra con dos en un extremo, y la otra colocada en el suelo, de tal modo que te acostabas sobre ella inclinado, una silla de paja en medio con un agujero gigante, unos candeleros de lodo con sus majestuosas velas, una lámpara vieja, con genealogía directa de las lámparas de los filósofos griegos, cuyos estudios se pudrían a aceite, pilas de libros dispersos sobre la mesa, debajo de la cama, en la ventana y por entre las vigas largas y ahumadas del techo, que eran de color mohoso-rojo de madera chamuscada. Sobre las camas había colchones de paja y sobrecama de lana, en el suelo una estera, en la que se tumbaban mis compañeros y jugaban a las cartas, fumando de unas cachimbas hediondas a un tabaco que hacía insufrible la atmósfera, y así de limitada era la buhardilla. Todos teníamos la misma edad en la que gritabas arias de óperas, declamabas pasajes de autores clásicos, escribías poesías de amor, querías pasar por pícaro y vicioso, te preocupabas tanto de tu bigote, estabas convencido de que tu sonrisa era encantadora y tu mirada penetradora -en fin, en la edad pedante e insufrible a la que no sabes que nombre darle-. Mientras mis compañeros jugaban a las cartas, reían, bebían y contaban anécdotas cada cual más frívola y más graciosa, de pícaros, de gitanos, de curas, yo me pasaba la vida con la cabeza entre las manos, con los codos hincados en el margen de la mesa, sin escucharles y leyendo novelas feroces y fantásticas que me irritaban el cerebro. Entre la multitud de compañeros había especialmente uno de una belleza femenina. Pálido, delicado, era aun así la cabeza de todos los excesos de estudiante. En las borracheras él bebía dudando como cualquiera de nosotros, solo que mientras los otros se caían por todos lados y no sabían qué hablaban, chillaban y se besaban como si hubieran sido amantes -él permanecía entre ellos tranquilo, sonriendo, y la única señal de que había bebido era que su palidez característica se coloreaba con un delicado rosa- como aquel de la tisis. Yo por mi clase no podía beber, pero verdaderamente tenía que admirarme de aquel niño, aquel ángel con el pelo negro y largo, con los ojos de un azul tan brillante y profundo, con una cara tan pálida, tan delicada, sobre la cual todavía el vino no producía ningún efecto. Él era de clase pobre, sin embargo se parece que le importaba poco su pobreza. Siempre alegre, siempre lleno de bromas y novedades, pero siempre roto y sin dinero, él era una individualidad que ni tenía conocimiento de sí, que no solo que no sabía, sino que ni siquiera quería saber para qué vive. A mí me parecía a pesar de todo esto que aquel regocijo era forzado, que estas risas a menudo antinaturales de inconmensurables y locas no eran sino la triste y desesperada fingimiento de un alma roto de dolor.

En una friolera medianoche de invierno -yo leía, los otros compañeros dormían roncando por todas partes- alguien llamó a la puerta.

-¡Entra! -grité.

En una casaca que parecía que ya no podía sostener la lucha con el viento, entró mi joven y pálido amigo, pero su palidez era más honda, estaba morado, los labios secos y apretados, la risa amarga y en gran medida forzada, los ojos turbios, su pelo negro en un desorden tremebundo.

-Ioan -grité yo-, ¿qué te pasa?

Le cogí la mano y le miré fijo a los ojos.

-¡Nada -dijo él riendo-, nada!... ella muere.

-¿Quién muere, por Dios?

-¡Ella! -volvió a decir, apretándome a él, apretándome la cabeza en su pecho, con unos hipos desesperadas- ¡ven, dijo, ven conmigo... por favor!

Me puse una ropa más caliente y salí con él. Había hielo. Nuestros pasos crujían en la nieve helada -y nosotros volábamos juntos por las calles de la ciudad: yo envuelto y con la cara hundida en el gabán, él, teniendo la cara directamente hacia la nieve que golpeaba como agujas, frío-. Soplaba un viento tremebundo. De vez en cuando pasábamos junto a una lámpara... Cuándo miraba su cara tan blanca como la un muerto, me parecía que iba al lado de una sombra, con un hombre que había muerto hacía mucho, de tal modo que me empecé a asombrarme de cómo yo, vivo, podía acompañar a este muerto y adónde iba con este fantasma pálido, escéptico, largo. El aspecto fantástico de su figura, sus pasos que apenas tocaban la tierra, sus ojos fijos, su gabán largo y roto que le llegaba hasta los pies -y aún esta manera de ir callado junto a mí, me asustaba yo solo pensando que tenía que hacer algo con un ser que no era, pensé que soñé y que no era sino un espantoso fantasma del sueño de una noche de invierno-. Salimos de la ciudad. La llanura larga y ancha cubierta de nieve de plata en que se reflejaba la luna pálida... era una área blanca extensa... la noche del invierno fantástico, llena de un aire de plata, en toda su belleza fría, la llanura de nieve, por aquí, por allí un matorral nevado, un espantajo, un fantasma de plata en un campo de plata, he aquí todo. Nosotros cogimos el campo a través. Lejos, a un extremo del campo, se divisaba entre árboles deshojados, en medio de un jardín, una luz que parecía que salía de una ventana y se oía el ladrido entumecido de un perro.

Apresuramos aún más nuestros pasos, hasta que pude distinguir entre la nevada general una casa en medio de un jardín. Saltamos ambos la valla, que se sacudió de nieve, y nos dirigimos hacia la ventana iluminada. Acercándonos, él me rogó que me agachara para que se pudiera encaramar y cogerse de los peinazos de las ventanas; saltó sobre mi espalda encorvada, de aquí al margen del alféizar, y miró dentro. Yo me subí después de él.

La habitación estaba pobremente amueblada, las sillas de madera, la cama sin hacer, en un rincón un piano. Sobre una silla estaba un anciano, sobre la cama yacía una chica con los ojos medio cerrados, al lado del piano estaba otra chica.

La que yacía en la cama era de una belleza rara. El pelo rubio batía en grisáceo -su cara blanca como la escarcha-, sus ojos más negros que la zarza bajo unas pestañas largas, rubias, y las cejas delgadas, tiradas y unidas. Sus labios temblaban una oración, sus ojos se entreabrían de vez en cuando, sus sienes batían despacio. Un brazo de una blancura virginal como la del más limpio mármol colgaba bajo la cama, mientras que la otra mano yacía sobre su corazón.

El anciano estaba en la silla de madera. Su frente calva y rodeada de unos pelos blancos como la plata en la luz estaba oscura de dolor, sus ojos rojos de vejez y de color turbio estaban llenos de lágrimas, su cabeza pálida, medio muerta, temblaba convulsivo y sus brazos ahorcaban a lo largo del respaldo de la silla.

La chica de al lado de la silla era un ángel-rosado. Sentada ante el piano, las manos reposaban yertas sobre las teclas, la espalda apoyada al respaldo de la silla y la cabeza colgada, con la cara arriba, sobre el respaldo. Su cara miraba directamente al cielo, sus lágrimas permanecían en los ojos, porque su cara estaba horizontalmente. La cara era pálida y su dolor -un dolor sublime.

El mismo aire de la habitación estaba muerto y triste, la llama de las velas temblaba como soplada por un espíritu invisible. Estaban todos mudos como muertos, la mirada del anciano se había quedado fija y desesperada, cuando de repente las manos de al lado del piano se movieron. Eléctricamente inspiradas, volaban como invisibles sobre las teclas, el aire se doró de notas divinas, celestiales: el anciano se agachó como para arrodillarse, los ojos de la moribunda se habían abierto y ella empezó a cantar. La canción de una moribunda. Las notas volaban a la vez fuertes, a la vez tenues, apenas perceptibles, como los suspiros de las arpas de los ángeles -era una de aquellas canciones magníficas de aquel maestro divino en sus gritos, Palestrina-. La moribunda cantaba... ¡pero de qué forma! Un timbre como el de una campana de plata... La canción del piano se apagaba bajo los dedos de una -la canción sobre los labios de la otra también se apagaba-; la moribunda, que se había incorporado sobre el codo del brazo derecho, recayó, despacio, despacio, con la cabeza en la almohada, la canción se apagó, los labios enmudecieron y se hicieron morados, los ojos se turbaron y luego se cerraron para siempre. La luz se apagó.

-¡Sofía! -gritó Ioan, cayendo de espaldas desde la ventana a la nieve.

Salté abajo.

Lo cubrí con la casaca y, como estaba agarrotado de desmayo y hielo, le cogí en hombros. Era ligero como una chica. Salté con él la valla y crucé con él la llanura nevada, igual que si de un robo de muertos se tratara. Cerca de la ciudad le puse en el suelo, comencé a frotarle con nieve y a soplarle con mi soplo helado sobre cara de una palidez que a la luz de la luna parecía de plata. Su cara tirada me pareció que se movía.

-¡Ioan! -dije-, levanta, vamos a casa.

Él había vuelto, estando tumbado, los ojos hacia la casa donde habíamos estado. La luz estaba apagada.

-¿No hemos estado nosotros allá? -dijo él perdido, señalando con la mano en dirección a la casa.

-¡No! Nosotros apenas acabamos de salir de la ciudad, y tú caíste aquí sin sentido.

-¿Quieres decir que he soñado? -dijo él riendo locamente-, ¡sabía que he soñado! No podía ser de otro modo... no se puede.

Su voz estaba quebrada, llorosa y entumecida de dolor.

-Vamos a casa, ¡te vas a enfriar!

-¿Tú no oíste aquella música divina, aquel ángel muriendo, aquel anciano desesperado, no viste nada?

-Pero, por Dios, ¿qué quieres tú con tu anciano y con tu ángel muriendo? Qué quieres que vea aquí en el campo, cuando no hemos ido a ninguna parte para poder ver algo de lo que dices tú.

-¡Bien dices! ¡Estoy loco! Soñé. Vamos a casa. La luz de su casa no arde... ellos duermen... ellos duermen llevados... digamos que están tranquilos, hace tiempo que duermen y la luz está apagada... digamos que ella no muere... al contrario, esperemos que se mejore mientras duerme.

-Tu cabeza está mojada -dije yo-, porque, estando hirviendo, se ha fundido la nieve en tu frente.

Con estas palabras cogí mi gorro de piel de la cabeza y se lo puse a él, apretándosela hasta los ojos, porque me había dado cuenta de que la luz se había vuelto a encender. Luego, cogiéndolo con ambas manos por debajo de los sobacos, lo levanté, lo cogí fuerte de un brazo y empecé a correr veloz con él hasta que entramos en las calles de la ciudad... así que, mareado, cegado y llevado con asco, en su apatía no había vuelto a mirar atrás.

Llegamos a casa. Sus ojos estaban turbios, pero la cara había tomado de nuevo la apariencia de tranquilidad la que tenía de costumbre. La lámpara sobre la mesa la había dejado encendida y humeaba para apagarse.

-¡Oh, Dios mío, quisiera no dormir y aún así tengo sueño! ¡Tengo sueño! -dijo Ioan tirándose sobre la cama.

Como todos los que tiene frío, él también tenía sueño; y ya que el sueño era, en mi opinión, el único remedio que podía aliviar un estado como aquel en el que se hallaba, le dejé que se acostara y yo comencé a pasear descalzo, para no hacer ruido, a lo largo de la habitación. Aproximadamente cuando empezaba el día me entró sueño y me tumbé al lado de uno de mis camaradas. Al día siguiente, cuando me levanté, era medio día. Él también se había levantado y se había marchado hace mucho.

Al tercer día, cuando anocheció, Ioan entró triste, frío, pero tranquilo a casa.

-Ella ha muerto -dijo-. Ven.

Me cogió del brazo por la calle. La tarde era fría, las calles desiertas, cuando vi encendiéndose en una esquina alejada a cuatro hombres que llevaban un ataúd negro de abeto, a los que seguían un sacerdote con el paso rápido y detrás de él -como si el dolor hubiera pasado rápidamente- seguían al mismo paso un anciano en un gabán pardo, largo y viejo y una chica vestida pobremente. Nos acercamos a la comitiva, que iba rápidamente hacia el cementerio. Habían entrado, entre las cruces y tumbas nevadas, al lado de un amarillo hoyo cavado de nuevo, de modo que del fondo salía aún un leve vapor del calor de la tierra, mientras que las rocas tenían coger escarcha. Un entierro en una tarde de invierno. El sepulturero había apoyado el mentón de una cara profunda y afligida sobre el hoyo ancho y lleno de lodo, la luna pasaba como un sueño por entre las nubes pálidas y frías, el sacerdote cantaba un «Habla, Señor...», y el anciano padre descubrió su cabeza. La pielecita de su cara era amarilla, y en ella tejían los años y dolores en todas partes unos rasgos más finos, otros más profundos -su cabeza, la mayor parte sin pelo: parecía que tenía pelos plateados, esparcidos solo, estaban sembrados por la mano a un ser torpe-... Sus ojos estaban secos e incapaces de llorar... tenía la mirada fija hacia el ataúd, que parecía que toda la expresión de su dolor profundo se había concentrado en su cabeza medio loco y en sus ojos turbios y perdidos. Antes que los portadores depositaran el cuerpo en su seno hondo de lodo, el anciano, como por instinto, hizo un signo, la tapadera se levantó, y de lo profundo del ataúd demasiado grande veía como una sombra blanca, el pelo desordenado, la cara de un blanco cárdeno y petrificado como el mármol, los labios chupados y los ojos grandes cerrados se hundían bajo la frente ancha y marchita. El anciano se acercó y apretó mucho tiempo sus labios fríos sobre la frente de la niña muerta. Su hermana estaba, un mármol vivo, un genio del dolor, apoyada, con la cara fundida de dolor, junto a un árbol que también sacudía sus hojas amarillas y llenas de nieve sobre su cara blanca y fría. Los ojos cerrados y secos, su boca tirada con amargura, su cara que empezaba a llorar y no te podían hacer creer que el maestro Canova había cavado en aquellas tumbas una obra de su marmóreo genio y que lo había entronizado entre cruces y tumbas cubiertas de nieve. Como un loco saltó Ioan, pálido como un fantasma, a mi lado, y acercó sus labios a los ojos de la muerta. Después la tapadera volvió a caer, con las sogas huía el ataúd negro en la noche de la tierra -y sobre la tierra ya no había quedado más que el recuerdo amargo de Sofía-. Cerré los ojos y soñé... ¿qué?... No sé. Cuando los volví a abrir, estábamos solos en el cementerio. La luna rebosaba entre los árboles nevados y brillantes en sus vestimentas plateadas una luz inmaculada como el sueño de verano, de nuevo el anciano sepulturero tiró despacio, indiferente, melancólico bolas que sonaban sobre las tablas secas del ataúd. Un sueño de muerte, de tumba, eso es todo.

Cuando regresé y entré en mi buhardilla, Ioan estaba alargado justo sobre la cama mía, su pelo estaba esparcido como la noche sobre la almohada blanca y las manos unidas sobre cabeza, la cara inconmovible y los ojos cerrados. Sobre una mesa junto a la cama había un montón de libros polvorientos, sobre ellos ardía en el candelero de lodo una vela suya, sucia, se había hecho el moco negro también grande y vertía una luz amarilla y torpe sobre la cara insensible del joven. Sobre la mesa había una pistola. Me acerqué despacio y la cogí de allá. En el letargo en el que le había arrojado su dolor profundo, Ioan no oía nada. Abrí un postigo de la ventana y tiré la pistola a un montón de nieve. Luego salí de la casa y fui a refrescar mis sueños y la impresión viva, la turbación lóbrega del alma en la noche serena y fría de invierno.

Al día siguiente me encontré con Ioan.

-Has visto todas las fases de estos dramas del corazón, Toma, vamos ahora para que veas de cerca a los actores... vamos al anciano y a la hija que le ha quedado. Oh, Dios, no soy egoísta, pero con todo esto tú sabes que yo hubiera querido a esta otra...

-Calla -dije yo-, no hagas un pecado. Esta otra puede te que haga feliz, ¡Ioan! Es igual de hermosa y parece igual de buena... Pero, en fin, vamos.

Llegados a la casa del anciano, entramos al cuarto calentado y familiar. El anciano estaba, en su dolor, mudo, en la butaca vieja, con la cabeza apoyada sobre el pecho. La chica permanecía soñadora al lado de la ventana y miraba a la frente florida de unas rosas que lucían como una estrella acalorada junto con las de la ventana flores de hielo. Una anciana trabajaba al lado de la boca de la estufa. El día estaba tan afligido que en la casa parecía que era tarde. Ellos no sintieron nuestra entrada. Ioan se acercó a la chica, le cogió la mano y dijo con una ternura de hermano:

-Poesis, ¿qué haces?

-¿Qué hago? Nada -habló en voz baja-... padre duerme, solo que su sueño se llama dolor y desesperación... ¡No le despiertes del sueño!... Nuestro único apoyo, Sofía... se ha ido.

-Te presento al señor -dijo Ioan, mostrándome a mí.

-¡Ah, el señor!... -dijo ella tenuemente e inclinándose indiferente y miró, como si no me hubiera visto-... Ioan, te lo agradezco -dijo ella, apretando su mano, que estaba sobre la silla enfrente de ella-, estuviste aquella tarde también tú. ¡Pobre niño! ¡Cuánto perdiste!

-Yo no estuve, no pude, Poesis, pregunta al señor si no caí en la nieve insensible, en la calle por la que venía a veros a vosotras. El señor me acompañaba.

-¿El señor? -dijo ella sonriendo con tristeza-. Pero tú estuviste... ¿no te vi en la ventana?

-Digamos que estuve -dijo él tenue y movido, digamos que asistí a su expiración-. Oh, Toma, cuánto mal me hiciste. Que me engañaste, me dijiste que soñé. Me imputé el crimen de no haber venido, pero ahora... estoy disculpado ante ella en los cielos... ella sabe... yo estuve... Pero ¿por qué no me lo dijiste? Me hubiera vuelto de donde estábamos y...

-¿En el estado en el que estabas? -dije yo-. Si hubieras venido, Ioan, hoy no respondería de tu mente y de tu vida, cosas que sé que no sabes demasiado, pero que era mi deber hacer.

-¡Pobre niño! ¡Qué desgraciado eres! ¡Yo habría enloquecido hace mucho! -dijo ella, agachándose y besando la frente limpia de Ioan.

Su frente había quedado tranquila, pero se cubrió con una nube de sueños.

-La seguiré -dijo él tenue y movido, y sus ojos se llenaron de lágrimas-, la seguiré pronto.

-¡Calla -dijo ella-, que no nos oiga! Muestra con los ojos a su padre, que estaba perdido en su dolor mudo y profundo.

Estuvimos algo... muy poco... y después regresamos hacia casa... Mi corazón estaba ahogado en rayos, mi alma -borracha de una dulzura inconmensurable y llena solo de un rostro, de uno solo-... ¡Poesis! Ioan se despidió de mí. Yo entré en casa y, me derribé delante de la mesa con los libros:

-Poesis -murmuré raptado-, ¡te amo!

Soñé... canté, escribí, todo sobre ella... mi ser estaba llena de un solo sueño... mi mente no veía otra figura que la de aquel ángel de mármol: «¡Poesis!».

Busqué a Ioan, le regañé y hablé con él. Pero él se había quedado callado y aborrecible... crédulo. Se reía del cielo y de Dios; despreciaba a los hombres, de modo que te habría parecido que bajo sus harapos se ríe un rey escéptico y crudo como Satanás. Ya no podía hablar con él. Le pregunté solo en un día sobre las circunstancias de aquella familia.

-Miseria -dijo él-, miseria, la suerte de las almas grandes, de las almas de ángeles... mientras que los grandes, idiotas en su grandeza, pasean en carruajes áureos. ¡Oh! ¡Estos grandes! ¿No podrían ellos alentar, ayudar a aquel anciano poeta que nutre su vida con sueños, que muere de hambre con todo su genio, que está forzado a dejar a las chicas que anden desnudas y pobres por las calles, de modo que la prostitución vestida en seda ríe a carcajadas sobre la huella de la virtud desgarrada? Oh, la prostitución y la vergüenza está enterrada en tumbas de mármol y en ataúdes de plomo cubiertos de terciopelo, mientras que la virtud duerme su sueño eterno entre cuatro tablas de abeto. ¿Y para qué existe virtud, para qué? Al teatro con la virtud, con la nobleza -que señala a aquellos hombres de nada, que en un mundo de infierno, de hipócritas, de egoístas hacen a los virtuosos, a los nobles, a las almas castas-. Puede acaso la virtud vencer al vicio... ¿Lo vencerá alguna vez? ¿Cuándo? Al teatro, a la escena con la virtud, no en la vida práctica, donde necesitas infamia para que no mueras de hambre, y la opinión, solo la opinión del hombre honesto para que mueras feliz y sin lamentar lo que queda atrás... sobre todo si dejas haberes. ¡Oh! vi escenas donde la madre esconde el testamento del padre en su pecho, por miedo a sus hijos, que, cerca con el cadáver todavía no enterrado, buscan con los ojos húmedos, pero de serpiente, el testamento del difunto. Vi también escenas, donde la esposa se desmayaba solo porque el letargo y la libertad que da su palidez le sienta muy bien. Es infame todo lo que es hombre... No creo en esta bestia malvada que proviene del mono y que trajo todas las costumbres malas de sus antepasados.

-¡Calla, digo yo! ¿Tu Sofía no fue mujer?...

-¿Mujer, ella? -dijo él, sonriendo amargamente- ¿ella, mujer? ¡Desvarías! Un ángel ha sido, un ángel como lo piensa Dios solo una vez en medio de su eternidad sin márgenes. ¿Qué es la mujer? ¿Este hombre que vive para maquillar su cara con colores, la palabra con mentira y los ojos con lágrimas engañosas? Una esfinge que llora cuando te traiciona, que ríe en su corazón cuando sus ojos están llenos de lágrimas. Oh, ella no fue una mujer... Protesto en contra del nombre.

Esta era disposición de Ion a consecuencia de la muerte de Sofía. Mucho tiempo después, él, aunque con el corazón desgarrado, aunque con el alma turbia, pero con su frente de artista eternamente serena, no te dejaba entrever nada.

Yo, por contra, que había visto la figura hermosa de aquellas hijas de la tierra, de aquel ángel rubio, yo la soñaba día y noche, y me parecía que entonces cuando me arrodillaba ante un icono negro de madera de nuestra iglesia, cuando el maestro murmuraba en su extraña oración en una lengua antigua y más eslava, mientras el sacerdote en el altar se alza sus delgadas manos hacia los cielos, a mí me parecía que el sombrío rojo icono de la Madre del Señor del retablo adquiría los contornos cada vez más blancos, su cara borrada e ininteligible se convertía como soplada de plata rosado, su pelo cubierto por un velo bordado con oro parecía que ondeaba en largos y desordenados bucles rubios como el oro, sus ojos apagados hace mucho parecían que lucían como dos flores moradas, y sus labios santos, amarillos y cerrados parecían, rosados, murmurar palabras, mientras que la ropa llena de pliegues y roja devenía en mis ojos redes blancas como la gasa blanca. En la iglesia, en el lugar de la Madre de Dios, yo veía, entre mis lágrimas amargas de amor, a aquella figura querida de mi corazón, a Poesis.

¿Quién era ella? ¿Qué era? ¿Con qué se ocupa?

Actriz de segunda mano, de un teatro de segunda mano, ella actuaba de doncella, aunque el paso y la actitud mostraba como trágica.

El teatro estaba en un suburbio de la ciudad, edificado de tablas en medio de unos grupos de árboles que formaban, en complejo con otros más alejados, una clase de jardín o, mejor dicho, bosquecillo.

Por una puerta del final podías mirar a la escena, con toda su gran desorden antes de la representación, con los bosquecillos cuyo verde estaba mezclado con manchas rojas, rosas es decir, con bancos que estaban aún derribados en la escena, con el telón de fondo que cuelga sobre la mitad de la escena, con el fondo en el que ves aún que han quedado los muebles amontonados unos encima de otros, candelabros encima de sillas, mesas tumbadas con las patas arriba sobre los canapés, espejos vueltos con el cristal hacia la pared, tapices cortezas envueltos, enseres tirados una encima de otra, y a izquierda, y a derecha gabinetes de tablas llamados guardarropas, en los que se viste y se maquillan los actores y las actrices.

Entré también yo a escena, entre la multitud de ruidos de maquinistas que se insultaban unos a otros, me acerqué a una de las cabinas de tablas en la que sabía que ella se vestía. Entre las rendijas de las tablas miré también yo dentro. ¡Pobre niña! Apenas había muerto su hermana, y ella tenía que actuar en un papel alegre. Poco blanco necesitaba su cara de una blancura pálida, una discreta pintura roja le daba un tipo de reflejo rosado parecido al de la luz de la tarde. Su seno estaba cubierto solo con una fina camisa de gasa que traicionaba más que cubría los pechos más redondos, más blancos, más pequeños, que parecían esculpidos en un mármol de plata de la mano de un escultor ciego, porque, si hubiera visto, solo los hubiera podido romper por celos de su obra. Ella hacía de un ángel, en un espectáculo de magia sin de significado con dei ex machina, que gustaba y era hermosa solo porque las personas que actuaban en ella gustaban y eran hermosas.

Se puso las alas blancas; se preparó completamente el vestido y, cuando la orquesta empezó la obertura con la oración de Norma, Poesis cayó sobre la silla en una actitud soñadora, con la cabeza reclinada sobre los hombros y con las manos unidas, de modo que no te hubieras asombrado si, raptada por aquella canción subiera al cielo, ella habría subido despacio, despacio, inmóvil y triste, como el alma de un ángel subiendo, a los cielos, llevada como por su imperceptibles alas blancas-plateadas.

Yo también estaba contemplándola. La voluptuosidad de aquel seno de mármol, soñando con aquella cara pálida dirigida hacia el cielo, aquellas manos pequeñas y blancas unidas como para rezar, aquellos brazos redondos, desnudos, frágiles, caídos como si hubieran denunciado desesperanza, aquel cuerpo que estaba arrodillado, aquellas alas que estaban por moverse y llevársela -todo esto formaba una única figura, un solo cuerpo hermoso, dulce, ideal- ¡Poesis!

Pero la campanilla entumecida del apuntador arañó el aire de la escena y yo me desperté de cabina, para que no se diera cuenta fortuitamente ella que yo había sorprendido su belleza en su forma más plástica y más divina. Ella salió pronto de la cabina. Me vio y sonrió; yo intenté inventar un piropo lo menos torpe posible.

-¿Qué te trajo a esta atmósfera que huele a colores de aceite y a aceite de lámpara? -dijo ella sonriendo.

Enrojecí y agaché mis ojos como un chico de la escuela sorprendido con gallinas de papel que hace a escondidas debajo del banco. Pero poniendo mi corazón en la boca, porque, en fin, necesitaba...

-¡Tú! -dije.

-¿Yo? Bromeas -dijo ella-... y el blanco dado en la cara no pudo parar como su cara se acaloró como el fuego.

El telón cayó absolutamente al suelo, y nosotros quedamos tras él.

-Desde que te vi -seguí, cogiéndole la mano-, mis ojos se cegaron por tu luz y mi corazón se cerró para todo el mundo a causa del amor hacia ti. Poesis, olvidé los libros polvorientos, la ciencia y la poesía, los ideales de unos y de otros, desde que apareciste tú ante mí. No sabes, no puedes saber cuánto te amo. Todo lo que es hermoso hoy para mí, hoy se reúne en ti: flor y pájaro, primavera y cuento de invierno, la blancura del Norte y la llama del Sur, todos, todos los ideales perdidos los reencuentro en una única figura, ¡en la tuya!

-La réplica -dijo ella rápidamente y turbada.

-¿Me amas? -dije yo, arrodillándome y reteniéndola con furia.

-Sí -dijo ella turbada, sonriendo, enrojeciendo, pero huyendo al mismo tiempo delante de mí allá donde la llamaba su réplica, así que oí su voz, de un timbre húmedo e infantil, penetrando la escena, y el público que aplaudía entusiasmado por la aparición de este ángel terrenal.

Yo quedé arrodillado y con las manos unidas detrás del telón y sorbí con toda mi alma las notas de plata y su voz que venía hasta mí. Quedé abrumado por mi felicidad. Mientras estuve extasiado, con la cabeza apoyada en la tierra, raptado como por un recuerdo y sediento de volver a escuchar su voz, que había cesado, oí a mi derecha un frufrú de vestido... levanté mis ojos... era ella... Miraba con una lástima inconmensurable, con un amor inconmensurable sobre mi figura arrodillada...

-Poesis -susurré yo, levantándome y estirando mis brazos.

Un instante, y yacía como petrificada en mi pecho, rodeando con sus brazos blancos y desnudos mi cuello. Con mis labios buscaba su cara, que se había escondido en mi pecho, pero en aquel momento ella soltó un de sus brazos de alrededor de mi cuello... me tocó con el revés de la mano mi boca sedienta, luego, volviéndose, desapareció sonriendo. En vano tendí lleno de deseo mis brazos hacia su sombra fugitiva... Ella volaba.

Se volvió atrás.

-Niño mío -dijo ella con un aire serio, alisando mi frente-. Acompáñame a casa. Mi padre está en la orquesta, él toca el violoncelo... hasta el acto cuarto queda aún mucho... luego él viene solo a casa. ¡Hasta la vista! -dijo ella, entrando en la cabina y enrojeciendo un poco, como si se hubiera avergonzado de lo que había dicho.

Salió enseguida, cambiada en sus ropas de siempre y envuelta en una casaquilla abrigo, que la cogía de maravilla, y con un sombrero de terciopelo en la cabeza.

-¡Mira! ¡El vínculo! -dijo ella, dándome en la mano un vínculo.

Salimos por la puertecita de atrás del teatro y pronto llegamos al campo, en el que se veía a lo lejos la casita del anciano músico, cuyas ventanas ardían en la noche como dos placas de plata. ¡Estaba tan callada y blanca la llanura, estaba tan frío y sereno aire, estaba tan herviente y oscurecido mi amor! Iba con ella al lado, con ella, que pasaba, un alma cálida y joven de niña, sobre la llanura nevada y anciana... En aquel momento vi en ella el todo... mi ideal, mi ángel, mi mujer. Mi mujer... cuando me imaginé que aquella niña dulce y blanda que pasaba junto a mí podría llamarme alguna vez su hombre, un encanto incomprensible, un calor como aquel de las habitaciones calentadas en tiempo de invierno, un aire embalsamado, apretado, familiar pasó entre la noche desierta y fría de mi alma. Veinte veces quise abalanzarme para apretarla en mis brazos con un amor infantil y loco, veinte veces su sonrisa reprobadora y astuta, que parecía que adivina todo lo que sucedía en mí, se reía de mis intentos.

Al final llegamos a la casa. Veloz y graciosa, ella saltó locamente la valla y desapareció riendo entre los árboles nevados del jardín, yo la seguí -y entramos por la puerta trasera de la casa, que daba al jardín, en el zaguán lóbrego, en el que lucía en un rincón el agujero de la llave de la puerta de la habitación iluminada-. Entramos dentro. La luz que tiraba la chimenea con el postigo abierto era rojiza, el aire caliente, y un olor de café frito, embriagador, hacía que el aire y la luz de la casa pareciera que dormía. El único cambio de la casa era que el piano venía ahora a lo largo de la pared de al lado de la ventana, así que su teclado estaba precisamente junto a la ventana, en la que permanecían las vasijas con una rosa roja florida y con un pálido lirio, como una niña enamorada, y brillante como la plata. Ella se quitó su abrigo y se quedó en un vestido con talla, de la seda gris. Su cinturita delgada, que abarcabas con la mano, su sonrisa y su mirada astutas, luego un tipo de debilidad blanda, que habían adquirido todos sus movimientos que adormecían, hacía que mis ojos se encendieran de un deseo inconmensurable e incomprensible. Coloqué una butaca frente a la chimenea que ardía y esparcía un calor que entorpece y la forcé mucho más para que se tire en él. Luz roja que rebosaba el fuego de la estufa sobre su cara y su frente pálida, su sonrisa triste y risueña que parecía que otorga el todo, sus pestañas ya medio cerradas... y yo, que me había arrodillado frente a ella, cogiéndole ambas manos con mis manos y mirándola con sed y con amor inconmensurables ante ella.

Abarqué con ambos brazos su cuello, yo mismo me levantaba despacio, despacio, como para raptarle un beso largo y hechizado. Pero ella pareció que se despertó de su ensueño blando y somnoliento... Abrió por la mitad sus ojos, me rehusó con ternura y, golpeándome sobre la frente, sonriendo, dijo:

-¡Qué niño eres! ¡Vete!

Luego, deshaciéndose con una fuerza del poder gracioso de mis manos que cogían las suyas, ella se fue a sentarse en la butaca de al lado del piano y abrió el toldo. Me arrojé también a la butaca aquella y, poniéndome de rodillas, rodeé borracho su cintura con ambas manos y apreté la cabeza mareada de amor en su regazo. De ese modo, en esta actitud, ella extendió sus brazos sobre las teclas y empezó a tocar las teclas con una viveza melancólica; era un vals turbado, enamorado y triste, de uno de los maestros alemanes, que me mareaba, me aturdía todavía y más. No oía notas ni armonía sino solo un eco melancólico y voluptuoso, que se perdía despacio, despacio.

Levanté mi cabeza, miraba con tanto amor a su cara enrojecida de calor y la apreté entre mis brazos, mis sentidos estaban emborrachados no podía responder de ellos de irritados que estaban, mi mirada era un fuego, mi abrazo una turbación.

-Poesis -dije con la voz ahogada-, ¡te amo!

-¡Tst! ¡Mi padre! -gritó ella en voz baja, levantándose y apoyando la mano derecha del margen de la ventana.

Me levanté de rodillas ante esta noticia inesperada. Ella rompió la flor de lirio de la vasija de la ventana y apretó con los ojos más cerrados un beso ardiente a la flor -de modo que pareció que el blanco plateado del lirio se enrojeció, luego con una expresión aclarada de amor me la tendió con el brazo izquierdo a mí-. Deposité también yo mi beso en aquel lirio que no podía ser más blanco y más limpio que la cara de mi virgen -¡un beso de fuego, un beso eterno!-. Me precipité hacia la puerta... pero me volví en el umbral y la miré raptado como su alta y delgada estatura quedaba como apoyada con una mano en el piano, mirando detrás de mí. Otra mirada y salí, porque oí los pasos del anciano crujiendo en la entrada de la casa, sobre las sendas heladas del corral. Salí por la trasera y, pasando por jardín, saltando la valla, pasé como llevado por el viento sobre la llanura, feliz y encendido... y entrando en mi celda humilde, me sentía feliz como un rey sobre de aquellos camaradas roncando. A la luz humeante de la lámpara escribí versos, que los encontré atrás extraviados entre mis papeles y que te los cito exactamente:

Cuando mi alma por la noche velaba en éxtasis

veía como en sueños a mi ángel de la guarda,

calentado en una ropa de nubes y de rayos,

moviendo sus alas sobre mi cabeza encendida,

pero cuando te vi en una pálida ropa,`

niña abarcada de añoranza y de misterio,

huyó aquel ángel por tus ojos vencido.

Como la mar que duerme profunda y tranquila

refleja en su seno de amor también luz

al sol, que pasa por su senda divina,

derramando día de oro en mi húmedo pecho,

de ese modo tú, niña, tú, sueño de amor,

de tus negras estrellas, una dulce sonrisa,

de mi alma la noche cambia a serena.



¿Quién era feliz como yo? Perdido en ensueños sin fin, parecía que cada flor y cada estrella era sor conmigo, sor dulce, hermanas de mi amada. A menudo, en mi locura, olvidé a Dios, soñaba que yo era el mundo con miles de estrellas y con miles de flores, y me parecía que me gustaban mis azules mares y mis estrellados cielos, mis montañas negras y mis valles verdes, mis noches lunadas y mis días de fuego, me parecía que le gustaban todas y las consagraba con el incienso su vida a una pálida sombra de plata, que me parecía el centro del mundo, sombra que enarbolaba los rayos del sol como sobre una escalera de oro -¡la sombra de Poesis! ¡A menudo me parecía como que la Eternidad no me sería bastante para adorarla y que, vestido en la ropa de la muerte, yo, en lucha con el anciano del tiempo, le rompía las alas y las arrojaba al olvido! Otras veces las lenguas me parecían necias, las palabras sin significado... cualquier palabra que la pudiera referir a ella me parecía una idiotez, y una idiotez pensar en ellas... mi mente había cesado de interpretar el significado de las palabras... asombrado y loco, veía en las imaginaciones cada concepto solo los pálidas contornos de su divina sombra.

Pero este amor tímido como el de los columbarios de plata sucedió en el año del dolor 48. ¿Por qué tuvo que suceder entonces? ¿Por qué? ¿Acaso no podía el año este pasar sin amor? Había comenzado a hervir en toda Transilvania, y la primavera virgen trajo flores hermosas y días de oro, pero para el adivino profundo que hubiera recorrido las llanuras floridas de Transilvania ellas le habrían parecido profundos y oscurecidos ojos de muerto. El áspero arcángel de la venganza parecía que penetra por su aire mareado y enfermo. Los húngaros pensaron una vez más, pero hoy por última vez, como que por la unión y horcas borrarán a los rumanos de la faz de la tierra, creían como que podrían los húngaros a la piedra fría y el manantial virginal, que podrían los húngaros al bosque anciano y majestuoso, que podrían poner la idea de la unión húngaras en los cerebros ancianos y espantados de las montañas, cerebros que comenzaban, que habían comenzado a enfervorizar por una idea gigantesca y sublime: la Libertad. Ellos creían, y lo creyeron por última vez, que los ancianos y tensos guardianes de la fortaleza Transilvania -las montañas con cabezas de piedra- dormirían y ahora su sueño eterno, no se despertarían ante los alaridos falsas de los descerebrados que inventaban imperios y 16 millones de húngaros, que por suerte para el mundo solo existen en las ciegas fantasmagorías de unos locos. Sin embargo, los guardianes reyes se despertaron. El estremecimiento de los bosques que deshelaban de su secular entumecimiento el estremecimiento de las alas de hierro del águila rumana asustó a los enemigos -hoy les asusta el sueño de este águila, porque no saben cuanta potencia elevará este sueño su poder-. Una, los enemigos nuestros temieron siempre de nosotros, prueba de que siglo a siglo han conspirado ante y a escondidas contra nuestra existencia, y todas estas conspiraciones no sirvieron nada más que para endurecernos, para paralizarnos en nuestra existencia. Si nos pusieran junto a ella, si nos abriese ambos portales de oro el de los privilegios y el de los derechos que tienen solo ellos, quién sabe si, débiles y malcriados, no se hubieran convertido en húngaros. Compatriotas, os agradecemos vuestro odio secular y ardemos de impaciencia tras la ocasión en la que os lo agradezcamos de modo que lo recordéis para la eternidad. Porque para la patria que vosotros llamáis magiar, porque tiene alguien la insolencia de un húngaro para llamarla de ese modo -que para nosotros porque tiene alguien la ignorancia de un Rossler, que nos hace inmigrantes, de modo que los inmigrados sean 10 millones, y los originarios de la emigración solo 800 000-. En fin, insolencia húngara o ignorancia pedante alemana; una de las dos es necesaria para las ficciones grandes del imperio húngaro y de la nimiedad de los rumanos. ¿Y qué trajeron a Transilvania con sus deformadas ideas? ¡La muerte ciega que es la hoz para millares y el odio tremebundo de los otros pueblos contra todo lo que es magiar! Y todas estas las propagaban los desertores inútiles en nombre del pueblo magiar que, bueno y blando como son todos los pueblos, hasta los márgenes donde no los han mareado, parecía predestinado a vivir en paz y en hermandad con los rumanos. Pero ellos explicaron mal y falsamente las hojas del libro Destino y mancharon sus filas con sangre. La serena dicción de Dios: ...vivid en paz, porque sois las únicas naciones heterogéneas en el océano de pueblos eslavos, esta dicción los húngaros tuvieron que volverla y traducirla en su propia piel.

¡Ellos lo quisieron, no nosotros!

En todo el país el movimiento rumano -anti-unionista hervía en ebullición grande-. A la asamblea del domingo Toma, preparador, había ido; había ido también a la asamblea grande del Campo de la Libertad, donde el estandarte de la resurrección desgarraba el aire con su tricolor. ¡Virtus romana rediviva!

Tomé parte con Ioan en todas aquellas manifestaciones de vida de la nación -eternamente únicas a su manera- y después regresamos al lugar turbio de nuestros estudios. ¡Pero ya quién podía estudiar algo! Nuestras cabezas se habían encendido, la cara pálida de Ioan se enrojó de un rojo de tisis y enfermo, porque en su corazón hervía el amor grande a la nación.

Fui a ver a Poesis. La noche era brillante y blanca, el aire parecía nevado por los rayos plateados y enamorados de la luna, que se perdía por el verde lóbrego de los árboles y matorrales echados a perder de su jardín. Me senté en un banco y pensé; ¡Dios sabe por qué estaba triste! Con las manos unidas y dejadas perezosas sobre las rodillas, con la frente agachada y con el pelo malgastado encima de ella, de ese modo estaba en su jardín y pensaba cosas de las que no me podía dar cuenta, mientras la luna, resbalando lentamente entre las nubes de plata del cielo azul, pensaba y soñaba lo que ningún hombre sabe. Un frufrú fácil por las sendas nevadas me despertó de mi ensoñación. Era ella. Un descuido que parecía una tiniebla de plata bañada en su blancura fantástica y diáfana figura alta, esbelta, delgada como una elfa de grande. Se acercó a mí; en el momento en el que la vi, ella se sentó apática sobre mis rodillas y besó mis ojos, que se cerraron por una ensoñación profunda, porque podía creer que era ella, la fantástica hada de mis sueños prolongados. Le cogí su cabeza rubia entre mis manos y la miré. ¡Qué triste era aquella cabeza, qué pálida la cara aquella, qué hundidos aquellos ojos azules!

-Poesis -dije-, ¿eres desgraciada? ¡Qué pálida estás, niña mía! ¡Tú sufres! ¡Tú lloras!

-Oh, si llorase solo yo... Pero no hablemos de eso. ¡Toma! puede que hoy nos veamos por última vez.

-¿La última vez? ¡Desvarías, Poesis! ¿La última vez?

-Oh, niño mío, si supieras qué desgraciada soy -dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas, apartando con sus manitas blancas el pelo negro de mi frente y ardiendo con sus labios contraídos por el llanto mi frente oscurecida-. Qué desgraciada soy, sin que pueda decírtelo. Si te puedo rogar algo por el nombre tu madre, en el nombre de aquel ángel limpio, ¡olvídame! Olvídame, al menos hasta que muera... Después de que muera...

-Poesis, por Dios, ¿por qué dices esto? Dime ¿qué tienes?

-¿Qué tengo? No puedo decirte qué tengo. Pero olvidemos esto... olvidemos. Qué hermoso eres tú en esta tarde. ¡Tu pelo parece ser de ébano y tus ojos diamantes negros! Qué hermoso es mi amado... ¿mi amado? No el mío...

-¿No el tuyo, Poesis?... ¿Tú no eres mía, ángel mío rubio? Vamos, puede que lloraste donde falté tanto tiempo, por eso acaso ¿ya no soy tuyo? Poesis, esta patria será mía, como también la de nuestros enemigos; entonces ¡tú serás mi mujer, mi hermosa mujer, el hada de mi jardín, la matrona de mi horno paternal, la madre de mis niños! Oh, qué hermosa eres tú... cuánto te amaremos nosotros... ¡yo y mi padre anciano, el cantero! ¡Tú sacudirás el polvo de mis libros, del operario con el espíritu, tú limpiarás con tu mano blanda y blanca los rizos de mi frente, tú con un beso me tranquilizarás! Y yo te amaré, te amaré como amo la patria, ¡como amo a Dios! ¡Poesis!...

Entre los estratos de flores enjambraban las mariposas de la noche... árboles floridos agachaban sus ramas pesadas por flores blancas y rosa sobre nuestras frentes -el perfume embriagador de la primavera llenó con su soplo fresco y virgen nuestros pechos, boca a boca sorbíamos el soplo, ella, con los párpados medio cerrados, no se resistía en absoluto a mis caricias melancólicas-... ¡solo la luna velaba como un dulce sol de plata a lo largo de nuestro amor!

Al día siguiente, levantándome feliz de mi cama robusta de pajas y colgándome el gabán sobre los hombros, empecé a recorrer las calles de la ciudad: una flor tricolor-rumana en el ojal, sombrero largo, por alguna parte, mi cara pálida, que mostraba la fatiga, sonreía, y arrastraba mi bastón sobre la grava nimia de las calles silbando entre dientes una aria, ya no sé cuál.

De repente oí detrás de mí los sonidos monótonos de una música mortuoria. Volví la cabeza, permanecí en el lugar y, quitándome el sombrero, mi cara se fue entristeciendo poco a poco. Tras el muerto venía una comitiva, y en ella, con un vestido largo de seda negra, una cara pálida enmarcada de pelo de oro, la cara me era conocida, ¿podía no reconocerla?... Era ella... ¡Poesis!... Con todo esto no podía ser ella. La palidez mortal como aquella de la pared, el pelo rubio, la cara era la suya... ¿pero ella en aquella pompa?... Ella, ¿así de pobre?...

Pero ¿en la segunda comitiva? ¿Quién iba? Dos dandi de los más corruptos de la ciudad, que se reían en convoy mortuorio, vestidos con pantalones de equitación estrechos, con el chaleco morado, con cordones atados rojos, con chaquetas amarillas, con los sombreros extensos y con sendas cadenas de reloj. Las secas caras de mono reían la risa amarga de los desenfrenados escépticos, en un convoy en el que solo la risa no era apta para excitar.

Extraviado, en la impotencia de darme cuenta de lo que pensaba y sentía, seguí al convoy hasta la iglesia. La multitud se amontonaba en la puerta y entré. Yo penetré golpeando con los codos sin compasión a todos los que se ponían por el camino; en mis ojos extraviados, en la circunstancia que no me había quitado el sombrero al entrar en la iglesia, con mis puños apretados, haciendo una mueca de maldad con mis dientes en una risa salvaje había sido algo extraño lo que dirigía la mirada de la gente hacia mí.

-¡Un loco! -susurró uno tan fuerte que le oí, en la noche de mi turbación, aquella voz no me parecía real, ni me parecía que estuviera entre hombres... me parecía al contrario que estaba solo, abarcado por los espasmos de unas visiones terribles, porque solo veía el féretro que me parecía flotando en el aire, solo la veía a ella fundida llorando, acariciando tras el féretro del brazo de un hombre. Los ojos de fuego de las velas de cera bailaban por el aire en la noche de la iglesia como las estrellas sucias y rojas... ¡el muerto del féretro descubierto parecía que se volvía a mí y los muros negros y fríos de la iglesia cortaban la cara fea y agrietada por las paredes, con los ojos negros y con las cabezas torcidas de turbación!

-¿Quién es aquel hombre? -¡Voceé con todas mis fuerzas, con todas que parecía que un demonio con los dedos de madera me apretaba el cuello!... Me precipité sobre él... pero un sepulturero me golpeó con el puño a la frente, de modo se me encendieron en los ojos chispas verdes y caí mareado de espaldas.

No sé cuánto yací de ese modo, cuando me desperté estaba todavía acostado en un banco de piedra del rincón de la iglesia ¡y mi cabeza estaba velada por Ioan!

-¿Quién es aquel hombre? -fueron las primeras palabras que pude pronunciar.

-¡Quién!... Qué asunto grande... el que la mantiene... un conde, ¡qué sé yo!... Al diablo... ¿no es mujer?... ¿podía ser de otro modo de como son todas? ¡Vayámonos de aquí!

Él me cogió en brazos y me puso de pie. Cogiéndonos del brazo, salimos a la puerta de la iglesia, en la que estaba el anciano sacristán y unos dos mendigos harapientos. Marchamos calles y Ioan me llevaba a su casa. Su habitación era pequeña y oscura, y su tiniebla estaba levantada aún por una pared angosta, cubierta con sayo negro en medio de la cual había una cruz blanca. Sin embargo, en general su habitación respiraba elegancia fina y artística, que contrastaba mucho con sus ropas mucho más untadas y rotas. Libros dorados y atados estaban en filas sobre una mesa cubierta con rojo, en la que se hallaban esparcidos lápices, pinceles, paletas y colores en cajas grandes o untados sobre calaveras de conchas marinas. Me puse en una silla, echando un vistazo solo indiferente a todos estos objetos que en otra clase de disposición me hubieran parecido puede que extraños. A un lado de los sayos negros colgaba una borla blanca de un cordel también blanco...

Ioan acercó una silla a la mía y se sentó de modo que el pecho estaba justo en mi hombro derecho, luego, rodeándome con un brazo a mi cuello, y con el otro el pecho, él agachó su frente sobre mi hombro derecho y me susurró al oído:

-Hoy rompo cualquier vínculo con la vida, hoy rompo el vínculo de amistad contigo, el vínculo de amor con la sombra, con el recuerdo de Sofía. Toma, de hoy en adelante yo ya no soy mío. Yo me voy y te dejo a ti aquí... pero antes de irme te mostraré en qué consiste la locura de mi vida, porque tú no supiste que yo soy pintor.

Él se levantó y, tirando el cordel blanco del sayo negro que estaba justo en frente, vi sobre la pared un cuadro que me parecía vivo. A mis ojos turbios le parecía vivo en la verdad. Era Sofía. Su pelo grisáceo, recogido en una corona como una ciudadela sobre la frente, sus ojos profundos, negros, brillantes, su cara musculosa y pálida, labios delgados y morados... era Sofía... en toda su belleza original... rubia, que solo el Sur conoce... Ioan juntó las manos y miró extasiado a aquel retrato grande como vivo... Sus ojos ardían, sus labios temblaban, yo estaba asustado, asombrado y miraba incrédulo de la realidad a esta escena en la que el retrato parecía vivo, real, y Ioan solo una sombra muerta en la que vivían tan solo los ojos ardientes.

-¡Pobre cuadro vivo, pobre obra de mis imaginaciones! ¡Qué difícil fue crearte del caos de los dolores y de las desesperaciones, qué terrible es que te rompa ahora de peña fría de mi despertamiento! Pero te rompo... porque tú eres la única cosa que me ata a la vida y al pasado.

Él sacó un puñal afilado y pequeño de su pecho e hizo pedazos con una cruz atravesada todo el retrato, de modo que la tela se enrolló en cuatro partes del cuadro de madera áurea del retrato y bajo él quedó desnuda la pared blanca. Su ojo estaba seco, sonrisa amarga, porque la lucha había sido cruenta.

-Toma -dijo él-, yo me voy, aunque no te obligo a seguirme. Quédate tú aquí, en la casa mía, aquí vivirás cómodo y sin ser molestado por nadie, como viví yo, dado completamente a mi locura, a la pintura. El carruaje me espera hace mucho... ¡adiós! Amigo mío, ¡piensa que no la has tenido nunca y te consolará! ¡Adiós!

Una vez que estrechó mi mano voló por la escalera abajo. Cerró la puerta tras él, me eché en la cama y apreté mi cabeza sumergida en la almohada, boca abajo, abandonándome completamente al dolor más crudo. Cuánto estuve de ese modo, en la mayor insensibilidad, no lo sé... cuando me desperté sin embargo era noche profunda y el reloj resonó una hora después de la medianoche. Encendí la vela y, saltando sobre el retrato hecho pedazos de Sofía, empecé a combinar la tela... pero todo era en vano. Junto a la chimenea había muchas maderas dispersadas. Las eché a la estufa y encendí un fuego tremebundo, coloqué un pequeño diván rojo frente al fuego, con la idea decisiva de tapar la estufa antes de que se apacigüe el fuego, para suicidarme con el humo. Apagué la vela y me puse ante las llamas que lisonjeaban el cuello de la chimenea con rojas lenguas de dragón. Mirando a las llamas, con los pies extendidos y con la cabeza sobre el pecho, mi vida entera me parecía un fantástico sueño de loco, sin significado y sin meta, en las lenguas de llamas veía como ardiendo todos mis pensamientos, mis días, mis sueños de felicidad. Cuando el fuego ya no era más que un montón grande de carbones cubierto con llamas moradas, entonces tapé la estufa y, sentándome ante las ascuas, cerré mis ojos para adormecer de muerte. El viento aullaba afuera tremebundo y la lluvia caía nimia y fría sobre los cristales de la ventana... Parecía que el viento con las nubes, el trueno y la lluvia hacían sus bodas salvajes en las regiones negras del nublado cielo de noche. Entre el pitido monótono, aunque fuerte, del viento adormecí y sentí, parecía, como mi cerebro se paralizaba por el carbón. ¡Había muerto! Me desperté de repente en un bosque verde como la esmeralda, en el que las peñas eran de mirra y los manantiales de aguas vírgenes y santas. Entre los árboles cantaban ruiseñores con voces de ángel, por las sendas extraviaban sombras diáfanas y felices y se perdían por la verdura oscurecida de las florestas santas. En la lejanía vi una floresta de oro que, con el estremecimiento de sus hojas, cantaba una melodía blanda y tranquila como aquella de las ondas adormecidas. Entre todas las sombras santas y blancas solo yo tenía cuerpo... Perdido, perdido por el bosque, hasta que di con un río con las ondas de plata, en medio del río una isla rodeada de aguas, con bosques y jardines de los que en cuyo centro se levanta a los cielos una iglesia alta con cúpulas redondas, toda de oro grabado que brillaba de modo que el sol del cielo limpio se espejaba en la cúpula grande de la iglesia. En la orilla había un bote de oro... Yo me subí y, rompiendo con las palas las ondas de plata del río, llegué a la ribera de la isla. Aquí todo callaba, no cantaban pájaros, nada, solo de la iglesia se oía una canción tenue, triste, fúnebre, como el llanto sudoroso al lado de la cama del moribundo. Entré, por las puertas de oro de la iglesia, dentro. El suelo, mármol blanco como la leche, arriba, las arcadas altas de oro, los pilares de oro... el retablo con iconos altos y pálidos de santos y ángeles de una belleza sobrenatural, qué parecían sopladas con telas de plata, en el altar -una mesa de mármol con los santos Misterios-... En la iglesia no había nadie abajo, sino solo arriba en el corro cantaban monjas canciones de muerto... Cuando de una puerta vi entrando con velas de cera blanca en la mano figuras pálidas con el velo largo, blanco, que cubría también la cabeza, tan pálidas que la cara se confundía con el blanco de las ropas, pero solo los ojos apagados como de botella se movían tristes en sus órbitas. Ellos se movían despacio, despacio hasta el centro de la iglesia... Yo me escondí tras una columna de oro, con horror. Entre ellos vi una sombra... un anciano con el pelo blanco, con la cara extraviada y tirada, su vela ardía y él miraba al ojo de la vela con los labios apretados y con los ojos fijos... A mí me parecía que le conocía. Apoyada de una columna, justo frente a mí, estaba una chica pálida con la cara como el mármol cárdeno... ella me sonrió triste y me saludó con la mano... Era Poesis... ¡Poesis! grité yo... y abrí los ojos. El fuego todavía no estaba apaciguado... la ventana en cambio abierta, y un viento soplaba tremebundo por ella. Pensé que la había abierto el viento y fui a volverla a cerrar. Cuando me volví... vi. [falta una línea]

El cuerpo... habría sanado pronto, pero lo que estaba enfermo en mí, loco de enfermo, era mi corazón. Todo lo que me recordaba a ella... de la traidora, lo arrojé al fuego, que lo consumía como se consume mi corazón y mi vida. Pálido como una sombra, yo acariciaba a lo largo de las murallas de la ciudad más muerto que vivo. Las quijadas se me habían hundido profundamente, el blanco de los ojos se amarilleó y el negro era turbio y apagado, el pelo caía en desorden sobre el fular manchado y sucio de mi abrigo -de ese modo andaba entre una gente extraña, de la que no formaba parte, y cuando me extraviaba en algún jardín público, donde caras rojas y risueñas reían alrededor, perdiéndose entre los árboles, yo creía que eran malvados espíritus efímeros, que se reían de mi dolor. O me parecía como que al rededor reían muertos cuyas caras amarillas estaban enjalbegadas con rojo, lo que las hacía todavía más espantosas, y más muertas, por el contraste entre la verdad de la muerte y por la simulación maquillada de la vida-. Otra vez me acordé de que me miraba horas enteras en el espejo y me volvía a mí solo y, cuando me despertaba de semejante atonía, me estremecía la seguridad de que enloquecí y el temor a mí mismo. La cosa que temía más era la locura, me daba miedo enloquecer. A menudo me acordaba de que había mirado, sin saberlo, una hora entera al sol y que mis ojos míos, cegados por su luz caliente, ya no podían distinguir nada, sino un caos cárdeno-rojo parecía que se amodorraban y me giraban siempre, hasta que me despertaba caído sobre la hierba del campo. Estaba atontado, absurdo, idiota. De ese modo estaba a menudo enterrado en la hierba olorosa, azules y pequeñas mariposas de verano enjambraban por las flores, un sol caliente me quemaba justo en la coronilla, todo era hermoso como son hermosos los días de verano... yo solo solo pensaba en nada. Días enteros recorría las llanuras hasta que daba con el río. Allá, de su puente de madera, miraba las olas amarillas como volaban dispersas, graznando, olas turbias como mi alma estéril, turbia e impenetrable como mi corazón muerto. El agua límpida como el cristal de los manantiales no me gustaba, cuando daba sin embargo con ellos, comenzaba una mezclarla con el bastón hasta que, turbulenta por la tierra negra, era un icono vivo de mis ideas.

Pero no podía permanecer de ese modo. Otro mes más de una vida de esa manera y sabía que moriría... Si hubiera muerto, que me importaba... quién sabe si en la profunda tierra no hubiera sido más feliz... pero tenía un padre anciano y morir yo significaba que le metería a él en el hoyo.

Un día hermoso de verano me hice un lazo, lo puse en la punta la cima de la vara y marché a pie sobre el camino gran emperador. Marchaba de ese modo entre campos con trigo... Los trigales olían y se cocían por el bochorno del sol... yo me había puesto el sombrero encima de la cabeza, de modo que la frente quedaba libre y desnuda, y silbaba lentamente una canción monótona y solo brillaba y grandes gotas de sudor me corrían de la frente a lo largo de la mejilla.

Día de verano hasta la tarde marché sin parar en absoluto. El sol estaba en el poniente, el aire comenzaba a refrescar, los trigales parecían que adormecían por su estremecimiento largo, a lo largo del camino del pueblo los hombres se volvían de trabajar del campo, con las guadañas en el espinazo, las chicas con las vasijas y baldes en ambas manos, los bueyes tiraban despacio en el jugo y el carro chirriaba, y el rumano que iba junto a ellos les golpeaba con la fusta y gritaba su eterno ¡vamos, arre!... Escondido en las riberas dormía el Murăş5, sobre él crujía por los carros el puente de barcas, por el que pasé también yo... De lejos se veían mis montañas natales, gigantescos ancianos con las frentes de piedra rompiendo las nubes y alumbrando yertas, grises y delgadas sobre ellos.

Una a una se encendían las estrellas temblando en el inconmensurable azul del cielo, a veces más arriba, a veces más abajo -también la luna, su rubia reina, pálida como una novia, pasaba como una hoz de plata por las nubes blanquecinas delgadas-. Más pesados centelleaban los carros con maderas que venían de la montaña; los rumanos estaban acostados sobre fuelles en la cima de sus carros o, yendo juntos, silbaban canciones antiguas y tristes que les recordaban el pasado. Todos los encantos de una noche de verano -la luna blanca y las estrellas doradas, el silbido melancólico y las llanuras que parecen adormecer, y justo en frente, los ancianos gigantes de piedra, las montañas, que ahora parecen coronados de estrellas que temblaban sobre sus frentes.

Marchaba sin parar por las sendas blancas que llevaban cruzadas por los sembrados, unos aún verdes, marchaba, hasta llegar al regazo fresco de las montañas. De allí me dirigí por una pedrosa senda de montaña. Sobre alguna cima de cerro veía ardiendo fuegos grandes, y hombres alrededor, de lo profundo de los bosques que rodeaban como un gabán negro-verde los hombros de las montañas resonaba algún la trompeta pastoril su dolor de cobre; además de otros fuegos veías parece que como juegan chicas y llamas, y entre los bosques perdidos silbaban los valientes mozos entre dientes y con hojas alguna canción popular profunda y llena de fuego. De ese modo seguía adelante junto a las murallas de piedra de la montaña, por una senda angosta que llevaba siempre arriba, desmoronada a trechos, a trechos atrincherada de pedruscos rodados desde la cima de las montañas y agarrotados en el cauce de la senda. Pasaba la noche encima de desplomes y barricadas y marchaba siempre, hasta que la luna se había puesto, los fuegos se apagaban, las canciones paraban, y el levante se enrojecía débil porque se hacía de día. El aire fresco de la mañana me penetraba el pecho, sentía cómo se entumecía el cuello por el frío... hasta que vi mi aldea, con sus casitas pequeñas, cubiertas con pajas y dispersadas por las cabezas de piedra de la montaña, te parecía una aldea de nidos de águila. Pasé por su centro, además de la pequeña iglesita de madera, y precisamente al final de la aldea me paré al lado del chamizo hundido y pobre de mi padre. Por el ojo de botella se veía luz. Tiré del pestillo de madera de la puerta seca y entré adentro. En la chimenea todavía ardían algunos tizones delgados de mimbre, mi padre dormía sobre una cama de tablas altas como la chimenea. Tras el horno estaba todavía la cama de madre cubierta con un bancal, sobre ella había un icono viejo y ahumado de la Madre del Señor, ante el que ardía una lamparilla pequeña con aceite. Me tumbé sobre la cama de madre sin despertar a padre y me dormí en seguida, porque estaba muy cansado. Desde la madrugada, hasta que no se hace el día, el gallo cantó sobre el chamizo y oí como en sueño a padre levantándose, tomando en manos el agua de una tina y lavándose la cara, santiguándose y murmurando en voz baja una oración, luego cogiendo sus martillos de pedrero de debajo del poyo se marchó, sin ni siquiera mirar a su alrededor y sin verme de detrás del horno donde dormía.

Al día siguiente sobre el medio día me levanté también yo de mi sueño profundo y sin ensueños. No sé quién polvorea por la casa y en la chimenea. Era una prima mía, que metía chamarasca en el fuego y hervía comida.

-¿Tú eres, Finița? -dije yo levantándome, cogiendo su cabeza entre las manos y besándola.

-¡Yo, Señor! -dijo ella sonriendo con los dedos en la boca y midiéndome con los ojos de arriba abajo. Qué grande te has hecho... ¡Mira! y barba y bigotes... Y eres muy amarillo, primo, ¿parece que has sido amado?

-No sabes tú -dije yo, mirando a sus ojos inocentes y relucientes-; no puedes saber tú lo que sufrí.

Pero qué linda era mi prima. La cara blanca y las mejillas rojas, el pelo castaño y tupido, hecho en dos colas reunidas a la espalda, nítido y con rayas en medio de la cabeza, ojos grandes, marrones, que miraban asombrados a mí, las cejas arcadas y encajadas, la nariz fina como la de unas damas grandes, el mentón redondo y lleno, y, cuando se reía, dos hoyuelos coquetos. La camisa blanca, con hombrillos y mangas extensas, saya campesina limpia y nueva, y los pies descalzos. Cuanto más la miraba, me parecía más hermosa y la besé una vez más.

-¡Oh! -dijo ella, riendo risueña-, ¡béseme en el parque.. seré tuya... béseme, sea bueno, por favor, termine la faena, señorito!

-¡Vamos, vamos! -dije yo-, no lo tomes a mal... Y después no podré mirarte a los ojos... por muy hermosos que sean...

-¡Oh! ¡Muy bien! Viene el primo a nuestra casa, y la primera cosa que me dice es ¡que mis ojos son feos! ¡Muy bien!

-Pues no...

-Suficiente, deja que sé... El señor ha estado en la fortaleza... Las novias del señor tienen ojos más hermosos que los míos, se entiende -dijo ella, poniendo alegre sus manos en las caderas-, la hija de Eva habladora con los dientes de perlas.

-Si supieras, Finița -dije medio riendo-, de mi amor...

-Amor -dijo ella rápidamente-, ¿qué amor?... Y levantó con curiosidad de las cejas. ¿Qué amor?... dime a mí... ¡vive Dios! ¡Te ruego, primo! -añadió ella, frunciéndose la boca y agachando los ojos con tanta gracia que solo sobre bajo los párpados me miraba.

-Siéntate aquí en la cama -dije yo, cogiéndola en brazos y poniéndola para que se siente como a un niño descarado... yo me senté junto a ella, le rodeé el cuello con mi brazo y empecé a contarle mi amor y mis desgracias.

Ella escuchaba con una clase de seriedad y con una atención infantil -y cuando me miraba justo a mis ojos, los suyos se llenaron de lágrimas.

-Pobre primo -dijo ella, besándome con tanta dulzura y juventud.

Las ollas hervían sobre el horno.

-Oh -dijo ella-, como acordándose, ¡tengo que llevarle comida a tu padre! Tranquilo que nos volveremos a ver por la tarde, mañana de madrugada... -dijo ella y después de preparar lo que preparó, cogió dos vasijas de las que estaban llenas, sonrió con los ojos y con la boca, y salió por la puerta y por la aldea adelante.

No mucho después de eso vino mi padre, que había oído de la chica que había llegado a casa. Él me apretó entre sus brazos. Su cabeza era más blanca, los rizos de la frente y los surcos de la cara más hondos, he aquí todo el cambio que noté en él -bastante porque los ojos se me llenaron de lágrimas.

Estuve mucho en casa, en una atonía monótona y muerta. Entre las vigas de la casa encontré un libro con las tapas de piel roídas por las polillas, con los márgenes rojos -en él había unos cuentos manuscritos con letras antiguas, y las letras principiantes paleografiadas con rojo... por supuesto alguna reminiscencia del sacerdote anciano, que había muerto hace muchos años. Con el libro aquel en la mano, estuve días enteros tumbado en el soportal de la casa a la sombra y descifraba mecánicamente el eslavo antiguo o miraba fijamente a las vigas ahumadas del voladizo, hasta que sentía mi cabeza levantada y puesta en los regazos. Volví los ojos a mi espalda... era Finita, que había colocado mi cabeza sobre sus regazos y empezaba a contarme o adivinanzas, o cuentos, o a cantarme a media voz alguna canción popular o alguna melodía con letras y todo. De ese modo estaba tumbado tardes enteras con la cabeza en sus regazos, hasta que el ganado se volvía rugiendo pesadamente de las montañas, y los cencerros de los cuellos de las vacas con la ubre pesada de leche llamaba lentamente y melancólico por la atmósfera dulce de las tardes.

La revolución ardía en la llanura de Transilvania, pero a mí qué me importaba todo. Para la realidad yo estaba muerto... Indiferencia perezosa, pereza de pensar, pereza de sentir, el embrutecimiento más profundo y más idiota, he aquí lo que hizo de mí el amor a una mujer. Su nombre mismo, Poesis, no podía excitar ningún sentimiento en mí. Era algo que había muerto hace mucho para mí, que había olvidado hace mucho -cosa de la que me resulta difícil acordarme bien; porque no pensaba asesinar el corazón y matar la inteligencia... y con todo esto precisamente aquella era la que ni se me pasaba por la mente.

Llegó el otoño y se amarillearon los bosques de los hombros de las ancianas montañas, sobre sus cimas las tinieblas devenían más espesas -en fin, un día nos encontramos con los primeros copos de nieve ahogando con su vello de plata el aire brumoso y frío de las montañas-. En la aldea se anunciaba como que se habían levantado los rumanos en contra de los húngaros y el Emperador de los Bosques ancianos y de las montañas grises y áridas reunió a las águilas de sus madrigueras rocosas alrededor de las banderas rumanas. En los cerebros petrificados de las montañas y en su aire frío, ondeaba la tricolor, vivía la libertad de Transilvania.

Una noche vi un espectáculo grandioso. En las cumbres de las montañas, sobre sus frentes de piedra, a cual más alta, se encendían, uno a uno, fuegos grandes, parecía que las montañas mismas se habían encendido. Alrededor de los fuegos veías sentados grupos enteros de hombres, las lanzas colocadas sobre los hombros brillaban en el aire... lanzas de guadañas que iban a convertirse en el terror de los enemigos. De las crestas de las montañas los rumanos soltaban ruedas envueltas en pajas y encendidas, que arrojaban con una rapidez demoníaca se perdían gritando en los precipicios profundos, en el corazón de la tierra. Las trompas de los pastores sonaban desde las cimas de modo que te parecía que las almas de cobre de las montañas se habían despertado y llamaban a la muerte de la gente. Cumbre a cumbre ardían, tantos gigantescos ojos rojos, cada uno sobre una frente del cerro. Los bosques ancianos crujían entumecidos por el invierno, las estrellas y la luna estaban más pálidas en el cielo, el cielo mismo parecía más gris. Era uno de aquellos espectáculos grandiosos, de aquellos cuadros gigantescos que solo Dios puede retratar en la tabla extensa del mundo ante los ojos asombrados y el corazón derrotado.

La revolución había penetrado en las montañas. Para nosotros, que estábamos más en las faldas de las montañas, venían los soldados húngaros, honveds6, para reclutar hombres jóvenes, pero a estos los habían cogido hace mucho para Iancu. Los hombres más maduros esperaban como yo a hacerse su tribuno, pero yo, en el estado en el que me encontraba, estaba insensible e impasible para estas causas grandes. Aún así la aldea era a menudo visitada por los tribunos de Iancu, a menudo grupos enteros se alojaban por la noche en nuestra aldea, para marchar hacia el día de nuevo, sin que a los soldados húngaros se les hubiera pasado por la mente ser sorprendidos alguna vez. Sin embargo una noche oí disparos entre vecinos. Asustado, salté de las sábanas, salí afuera y me encarame a la valla, cogiéndome de sus palos, de modo que dominaba con la mirada sobre a una parte de las casas vecinas. Vi una casa rodeada por soldados húngaros y a unos derribando con la culata del fusil la puerta de la casa, para forzar la entrada. Pero en el momento aquel vi relampagueando por las ventanas de la casa disparos y oí los lamentos aquellos que lo habían rodeado, la puerta se rompió con rapidez y de dentro salió un joven con la cabeza desnuda, con el sable entre los dientes y las manos armadas con pistolas tendidas, que disparó justo a las cabezas de los que estaba en la puerta. Tras él una cuadrilla de hombres armados con lanzas le pinchaban en la derecha y en la izquierda y, luchando por ellos, huía siempre hasta los abismos de unas peñas, por las que perdiéndose no veías con la luna más que el acero de los cañones extendidos y los disparos enviados a aquel que ahora fisgaba por casa.

Pero a aquel joven pálido, con la cabeza desnuda, me parecía que le conocía. Aunque le había visto solo a la luz de los relámpagos de las pistolas, no obstante me parecía que no podía ser otro que Ioan. Me volví a casa y me acosté de nuevo; pero era incapaz de cerrar los ojos por los pensamientos. Si aquel hubiera sido Ioan... he aquí lo que se me pasaba siempre por la cabeza... porque si hubiera sido él, mi decisión estaba ya tomada... tenía que seguirlo.

De ese modo revolviéndome en mi cama, parecía que todos los demonios entraban en mi alma turbada, como de unos ensueños de verdad... de unos ensueños con las garras de hierro. En todas partes me revolvía, hacia la pared... pero la pared parecía pintada con figuras rojas como aquellas de los iconos de madera de las iglesias antiguas... me revolvía hacia el horno, pero los carbones que ardían morados sobre la chimenea parecían rojos ojos de demonios que se volvían terriblemente, y en el humo verde que se alzaba arriba me parecía ver ondeando el pelo destrenzado y gris de unas cóleras tremendas. Cerraba los ojos para ahuyentar todos estos sueños... Un sueño parecía que me había abarcado, pero sueño con dolor de cabeza y con latidos de corazón. A mi cerebro parecía que le estrujaba una garra de madera, mi pecho parecía aplastado como por una piedra, parecía que había alguien sobre mí que me apagaba la respiración, que me cogía con brazos largos y terribles y me tiraba a un abismo lóbrego donde caía siempre, siempre... De ese modo entre el cielo y el infierno vi la cumbre de piedra quebrantada por unas peñas que me parecía que tenían que caer. Con un grito terrible forcejeé como por el curso que había tomado mi cuerpo hacia abajo, pero en el momento aquel llegué a la peña, un dolor tremebundo... me había roto el cuerpo con ella... Recobré la memoria. Había caído de verdad... pero de la cama al suelo. La llama centelleante ante la Virgen de los Dolores todavía ardía en la lamparilla pequeña, alumbrando su cara santa. Me hice una cruz y me puse en pie.

Era incapacidad de dormirme o de quedarme; sino había decidido seguir mis primeras impresiones, aquellas de ir al mundo, donde me llevarán los ojos. Metí chamarasca en el fuego, que empezaron a crujir alegres y que arrojaba chispas con parezca. Acerqué al fuego una sillita baja, cogí de un rincón del chamizo la guadaña de padre y sentado en la sillita empecé, a la luz del fuego de chamarasca, con un cuchillo del cinturón, a tallar con esmero la guadaña y a convertirla en lanza. Hice que la guadaña estuviera derecha en cima del mango y luego, tomando una afiladera de piedra, empecé a frotar el filo y más especialmente la punta de la guadaña, hasta que se afiló como una cuchilla, de modo que, soplando con un pelo sobre él, se hubiera cortado en dos. Por suerte mi padre dormía tan profundo que no oyó ni cómo afilaba la guadaña, ni cómo luego, cogiendo dos pistolas largas y herrumbrosas de debajo de la cama, las cargué con polvo de fusil de un cuerno de buey, me las puse en la cintura, puse la ropa típica popular vieja sobre los hombros, un gorro de oveja en la cabeza, la lanza sobre los hombros y salí afuera de la casa. Afuera hacía frío, pero una luna hermosa flotaba en la llanura azul del aire. En la casa vecina, donde sucedió la lucha, la puerta estaba abierta completamente, en el medio de la casa, en el suelo, ardía un fuego grande que lo habían encendido los soldados, cuando ellos mismos estaban tumbados sobre el heno, con los fusiles puestos cerca, con las cachimbas encendidas en la boca; en el fuego hervía una olla grande, y ellos, hablando de vez en cuando, escupían bien en el fuego directamente, bien al lado. Sus caras eran salvajes, embrutecidas. Sus caballos engañados estaban atados afuera, de los palos de la valla -y más allá de todos había un caballo gris, sin tener puesta las riendas en la boca, porque comía de un haz de heno que le habían puesto delante-. Rodeé la casa por detrás, de modo que llegué al lado del caballo gris sin pasar por delante de la puerta abierta. Cogí el cuchillo de la cintura y corté rápidamente las correas atadas a la valla, puse la mano en la melena del caballo y en un instante estaba sobre él y le golpeé que le resonaron las costillas. Como turbado echado del haz, relinchó una vez, pero comenzó a correr, de modo que volábamos por la noche como llevado por un espíritu-terrorífico, sin mirar atrás. Un disparo oí detrás de mí, la bala me silbó sobre la oreja, pero dejando el caballo sin brida, golpeándole solo en las costas, él corría, rompiendo con su cuerpo hirviente y humeando de sudor el aire frío de la noche. La sacudida tremebunda que me daba huyendo me hacía temblar todas las fibras al cuerpo. Lancea que la cogía sobre el hombro relampagueaba a la luz de la luna y desgarraba el aire de la noche, mientras el pedernal de montaña de debajo de las pezuñas de hierro del caballo volando salían chispas crujiendo y despertando el eco el adormecido de las montañas. El caballo me llevaba siempre, de modo que atrás ni parecía que cabalgara, sino que flotaba entre cielo y tierra, llevado de un genio invisible, siempre delante, raptado por un endriago de los cuentos, de un dragón, con una quijada en cielo y otra en tierra. Cuánto habré volado de ese modo no lo sé, solo de repente sentí como que el caballo tropezaba una vez y luego comenzó a ir más despacio y más pesado, soplando pesadamente con las narices y boca llenas de espumas. Sin haberme dado cuenta, yo había salido de las montañas y me hallaba en la llanura.

Hasta aquí había ido como por un sueño. Cuanto había hecho hasta ahora, todo lo había hecho sin saberlo, dominado por un deseo que yo solo no lo podía definir, de un impulso lóbrego y sin sentido. Ahora me froté los ojos y empecé a mirar alrededor mío. Tras de mí los montes, ante mí, lejos, el Mureş, a un lado una villa que, encendida por muchas partes, comenzaba a arder. Estaba lejos aproximadamente a unas dos horas. El caballo estaba cansado y ya no podía ir más que al paso. Le dirigí hacia la villa. Sin embargo, pronto el soplo límpido del aire de la noche empezó a devenir más frío y más veloz. Aunque el cielo estaba sereno, agujas pequeñas de nieve empezaron a golpear la cara y la frente, le di un impulso nuevo al caballo, que empezó a trotar. Poco a poco el viento crecía y cogía alas, hasta que, más rápido que el trote de mi caballo, empezó a penetrarme su frío por todos los poros de mis viejas ropas. La ciudad se encendía cada vez mucho más, cuanto más me acercaba, parecía distinguir lamentos finos y alejados, el caballo corría más rápido, el viento empezó a zurrir y silbar, de modo que veías cómo con él crecían las alas de las llamas que subían al cielo. Poco a poco me acercaba, poco a poco veía como el viento se tiraba con cólera a los brazos de mar de fuego que crecía por todas partes, cogiendo de viento frío y bárbaro miles de miles de almas nueva y precipitadas. Los lamentos y los llantos se oían tremebundos, de modo que las piedras se habrían quebrantado de dolor oyéndolas, la ciudad ardiente por el fuego y viento se unió con el cielo, porque entre el cielo y tierra ya no había distinción. La llama volaba al sesgo según la dirección del viento... el aire ardía con humo completamente, el cielo se abrasaba, de modo que su azul bóveda amenazaba con encenderse y desmoronarse. Por nubes del humo rojas veías mezcladas, como ojo de oro, estrellas tímidas y trémulas. La tierra, el aire y el cielo estaban abarcados por el mismo fuego... Mi caballo, sin tardar ni espoleado, volaba tropezándose. Cerca de la ciudad me bajé de él... puse la lanza en la zanja de al lado del camino imperial, clavé en mi gorro una pluma roja y, subiéndome al caballo, entré en las calles encendidas a ambos lados de la ciudad. El bramido salvaje de los tambores enemigos, las casas desmoronándose consumidas por las llamas, por las ventanas reventadas salía la llama negra-roja con humo negro... de ese modo las hileras de las casas parecían puestas en orden de combate con las cabezas ardientes, con los ojos llenos de llama y humo. Los hombres corrían y gritaban, las calles negras se agitaban como el olisqueo de las hormigas, unos cargaban y llevaban cajas, con la cara asustada y los ojos desencajados de los soldados con la mirada perdida... las presas que huían, las mujeres que, medio desnudas, corrían por las calles destrenzadas y pálidas como los espectros. Sus hombres, que tirados bajo las ruedas de los carros o topados con cabezas de muros de casas ardiendo, que derribadas sobre el empedrado de la calle, gemían por todas partes, muertos o medio muertos... los niños gritaban con ojos llorosos y se imitaban sin articular el nombre de sus madres. Con las pistolas en la mano, con el gallo tirado, arreé al caballo a pasar por calles, sobre cadáveres de hombres, sobre los carros rotos, sobre cajas rotas de las que corrían ropas y utensilios, sobre muebles rotos, sobre animales asesinados -pasé como salvaje por este tremebundo espectáculo, por este drama terrible y desgarrador iluminado por el fuego extenso del incendio-. A una parte y a otra hileras de casas ardiendo, el adoquinado de piedras nimias y blancas cubierto de cadáveres y lleno de sangre negra, toda la gente invadida de lamentos... ¡abajo muerte y noche, arriba nubes y humo! He aquí todo este espectáculo espantoso.

Conocía aquí la casa de un sacerdote; tenía que ir a él. Cuánto me alegré cuando, saliendo del suburbio lóbrego y lleno de jardines de la ciudad, vi como que allá no ardía nada. Los jardines rodeados de una maraña espesa y frondosa, aunque sacudido por el otoño, se tendían al lado de la calle, cuando tras aquella maraña, escondidas entre árboles, se veían casas. Llegué ante la casa del sacerdote. La puerta estaba abierta y apoyada en ambas partes. Las ventanas estaban abiertas, y por ellas se oían los lamentos débiles de una mujer. Si hubiera entrado así como estaba en la casa me estaba exponiendo a un peligro obvio. Me acerqué así pues a la ventana y miré dentro. Pero qué vi, ¡Dios mío!

La casa llena con hombres a cual más bebido y más salvaje que estaban riendo y armando jaleo ante de un tonel de tamaño mediano destapado. En la pared de la derecha de la ventana por la que miraba había un postigo detrás del cual estaba el icono de madera de la Madre del Señor, delante del que ardía una lamparilla pequeña, mitad con aceite, mitad con agua. Sobre el postigo y encima, en los clavos, había colocada albahaca seca y flores amarillas, que del mismo modo se habían secado. Bajo el postigo estaba la mesa con los libros eclesiásticos del sacerdote, revestidos en piel, viejos, esparcidos, unos caídos al suelo. El postigo con el icono estaba en pared de esta habitación y otra, más pequeña, junta. El sacerdote estaba ahorcado de un clavo grande de hierro encima de la puerta... Sus ojos estaban vueltos tremebundos, de la boca, sobre la barba, corría la espuma cárdena de la muerte, sus manos estaban por delante atadas. Junto a una pared estaba apoyada su hija, pálida como la cal, con sus grandes ojos negros hundidos, rodeados con grandes ojeras morados, extraviados como los ojos de una loca. Los labios morados y apretados, el pelo negro como la noche, destrenzado, que ondeaba alrededor de su cuello blanco como el mármol muerto... la ropa larga y negra de seda le daba el aspecto de una cólera del dolor, de un dolor petrificado. Los ojos estaban secos y miraban en una desesperación demoníaca y loca sobre aquellos hombres rojos de borrachera, con los ojos brillantes y sucios, que, revolcándose en el suelo, la miraban con un ardor salvaje e inhumano.

-¡Jo, jo! -rugió uno de ellos, con la frente pequeña, con la cara gorda y roja, con los ojos pequeños y verdes, con el pelo rojo como el fuego-... ¡Oh! hermosa chica... qué buscas así... ¡qué! Porque ahorqué a tu padre... ¡maldito sacerdote! Ríete tú de él... Qué te importa a ti... tú con nosotros vivirás... serás mi entretenida, ¡pollito! ¡Je, je, je! -dijo él riendo y apenas teniéndose en pie-... ¿Cómo te parece yo, chica mía? Hermoso, ¿vamos?... a hermoso chico... gallardo me hizo mi madre... rojo allí... ¡je, je, je! Y gusta el chico hermoso y rojo a la chica blanca... ¿así es que te gusta?...

Con esto se acercó a la chica, cuyos labios se abrieron de susto y que temblaba como varga... Él quiso poner la mano en ella... pero ella cayó de rodillas... Desolada y hermosa, ella dirigió sus ojos grandes, que hubieran podido conmover a un corazón de cobre...

-Te ruego -dijo ella-, ¡mátame! Mátame también a mí, como a mi padre, porque te lo agradeceré.

-¡Je, je, je! ¡Idiotez!... ¿Qué? que mueras, ¡oye! Oye, Istvan, ¡que muera ella! ¡No, no, no! -añadió él riendo tontamente-, tú no tienes que morir.

-¡No tiene que morir! -añadieron todos riendo- al contrario, ella es nuestra esposa la de todos... No tiene que morir.

-A mí me tocó la suerte primero -dijo el caníbal-, ¡dejadme con ella solo!...

Los otros se levantaron para salir de casa...

Con una decisión terrible, la pobre chica se arrojó con cólera, golpeándose con la coronilla de la cabeza a la pared, sin embargo, solo agotada, ella recayó en los brazos del caníbal que, con un apretón sucio, con las ropas desabrochadas y la camisa desabrochada en el pecho, de modo que se le veía el pecho lleno del pelo rojo -él quiso apretar su boca sucia y con bigote rojo, escaso, sobre sus labios morados como el maíz... Sintió ella esto y con un último esfuerzo se separó de sus brazos-... Yo estiré la pistola por la ventana en el momento en el que ella abrió los ojos... Iba a huir hacia la puerta y viendo el arma apuntando... ella se quedó derecha, una estatua de mármol de la desesperación sublime, con la soberbia de leona en la cara, con un resplandor salvaje y virginal en los ojos. Con la mano firme, disparé justo en su pecho... acerté bien porque, con una sonrisa que se convirtió en angelical como la de un mártir, ella cayó a lo largo en el suelo. En ese momento el húngaro soltó de su mano, al chasquido de mi arma, el candelero de lodo con una larga vela. De repente entraron también sus otros colegas, encendieron la vela y se acercaron, apenas teniéndose en pie, con los ojos desencajados y asombrados, del cadáver extendido justo sobre el suelo, con las manos cruzadas sobre el pecho, de la pobre niña muerta. Estaba en peligro si me hubiera quedado en la ventana aquella, rodeé la casa, entré por otra ventana en la habitación de al lado de aquella en la que había sucedido la catástrofe y que estaba separada solo por una puerta (por suerte cerrada con llave) de lugar de aquella bárbara crueldad. En la habitación de al lado encontré fácilmente el postigo con el icono de la Madre del Señor. Por la parte de este lado había un cristal de ventana. Lo abrí y cogí rápido el icono apoyado de vidrio, cogí al mismo tiempo también la lamparilla y la apagué al instante. Según la costumbre de las casas de las aldeas, entre ambas casas había un postigo pequeño de cristal por el que podía observar también todas. Miedo no tenía, porque no nunca tuve mucho apego a la vida, y además estaba decidido a venderla algo cara en el caso de una lucha.

-¡Je, je! -dijo el repugnante rojo-, moriste, que Dios te castigue, ¡chica de sacerdote! -y la golpeó una vez con el pie.

En verdad ella estaba muerta... Su ropa negra se esparcía por el suelo... los ojos grandes se habían cerrado y, con todos los dolores, una sonrisa amarga, pero sublime, serenaba su cara muerta, sin sangre, blanca como la tela del sudario. Las manos, unidas justo sobre aquel corazón que había roto con una bala, no dejaban ver la herida, y sobre la ropa negra corría una hilada de gotas de sangre. Era hermosa de ese modo... aquella santa mártir, blanca y virgen, yaciendo tendida en el suelo junto con aquellas figuras satánicas y bestiales al mismo tiempo.

Uno de ellos movió al sacerdote al que se le tambaleaban los pies de una parte a otra, otro le acercó la vela a su barba blanca, que cogió fuego y empezó a arder hacia arriba... La piel cárdena de la cara del anciano empezó a reventar, las pestañas blancas y largas se habían encendido, la pielecita del ojo, ardiendo, se fue hacia arriba, de modo que los ojos aún brillantes se desencajaban salvajemente se volvía hacia aquellos hombres estúpidos. ¡En verdad era un espectáculo tremebundo y estremecedor! La barba quemada, cara negra de chamuscada, los ojos vueltos y hundidos, la boca abierta, llena de espuma que hervía al arder por el fuego... en fin, una cabeza del muerto lisiado que enderezaba sus ojos, que parecían hablar con toda la terribilidad de los hechos, hacia aquellos hombres que se reía y que en su simpleza no podían comprender la risa burlona y seca del muerto.

-¡Je, je! -dijo Ianoş-, vosotros os reís del sacerdote, yo de la chica del sacerdote. ¿Qué, crees que muerta has escapado de mí?... ¡No, no, no! Vamos, chica, levanta, que Ianoş quiere besarte.

Y con eso, la sacó arrastrándola del brazo de la casa, así que el polvo del entarimado había llenado y blanqueado sus ropas negras. Aunque no comprendía bien al caníbal, otra idea nefasta se me pasó por la cabeza. Si la de que aquellos hombres en verdad serían capaces de hacer tal sacrilegio de violar hasta el cadáver de una virgen. Pero, al mismo tiempo que esta idea, chispa en mi cabeza y la idea de una venganza espantosa.

Fue cuestión de unos minutos que me descalcé y, por detrás de la casa, cargué, por una escalera que subía al desván de la casa, una multitud de las pajas secas, que, esparciéndolas por todo al extenso desván, prendí fuego. Me bajé veloz y, ya que la puerta del zaguán tenía llave en ella desde fuera, tiré del picaporte y giré la llave, sin que los muertos bebidos de la casa se pudieran dar cuenta de algo. Solo la ventana abierta era lugar para salida. Pero, con una cólera sobrehumana, yo llevé un haz entero de pajas bajo la ventana y luego, levantando la puerta grande del patio de los quicios, la eché encima de la ventana, y bajo ella encendí las pajas que, secas y con el viento, empezaron a arder. En el momento aquel, los de la casa parecieron despertar, porque con una cólera terrible empezaron a golpear la puerta. Pero la puerta estaba doblada, de abeto seco y batida completamente con terribles clavos de hierro. Salir por la ventana, pero la puerta de la ventana se había encendido, y yo había puesto sobre ella la segunda puertas y otro haz de pajas. En ese momento el tejado cogió fuego, las vigas empezaron a crujir, el viento, uniéndose con la llama que había ardido hasta ahora cerrada, se multiplicó en un momento, y los alaridos fieros de los caníbales enterrados en llamas se oían como los lamentos de los condenados al fuego Gheenei7.

Me subí al caballo descalzo como estaba y, golpeándole en las costillas, empezó a coger el camino de vuelta por la ciudad -las llamas eran más pausadas, las calles- desiertas, y los cadáveres estaban en algunos lugares colocados montón sobre montón. Cabalgué rápidamente hasta salir de la ciudad afuera, donde, en el camino imperial, cogiendo mi lanza de la zanja, sacando mi pluma roja del gorro y dándola al viento, cogí el camino atrás hacia la montaña, aunque no hacia mi aldea.

Di con un camino de montaña por el que empecé a arrear a mi caballo que, despacio y tropezando, soplando pesado, abofeteaba lentamente con las pezuñas pedruscos grandes de por los recodos de la senda de las peñas. Poco a poco me adentré más en las montañas, poco a poco el aire devenía más libre y más frío, poco a poco el cielo devenía más sereno y la luna rompía con su cara amarilla el velo plateado de las nubes. Mi cabeza estaba tan desierta como la mezcla sinsentido de unos colores varios, rojo, negro, verde, amarillo, todos mezcladas en uno y en el mismo lugar, en fin, un sinsentido absurdo que se parecía con las ideas de un idiota, he aquí lo que se removía en mi cabeza. La impresión que habían hecho sobre mí todas las escenas precedentes era aquella de un hombre sin dormir durante muchos días, con el cerebro turbio de insomnio, que, andando entre hombres, sueña de verdad y su mente corta a la cara a cualquier conocido rasgo profundo, pinturas oscuras, proyectos funestos, que ve en las paredes las sombras alargándose y recibiendo contornos humanos, a los ojos que le parecen agua limpia, mirando a ella, se colorea -una disposición del alma, en fin, en el contenido al que ningún concepto entendido de sentidos no entraba imperturbado, sin parodia a la conciencia interna. Me parecía que había pasado por un cuento con dragones y crueldades, pero en cuyo contenido, en otros lugares y en otras orillas, los amantes se pierden a su vez en la sombra y las verdes florestas, con las caras plateadas por la luz de una pálida luna que sonríe entre nubes y serena triste de las agradables ensoñaciones del amor. Era aquella noche un rumano cabalgando sin sentido, de la Edad Media, pero que ya no era capaz de transponer los cuadros coloradas con sangre, con el fuego y con el negro cárdeno rojo del humo, que había pasado turbio con sus disformes caras de muerto, con las satánicas rojas caras vivas que habían pasado por delante de mis ojos. Todo esto se mezclaba en mi alma turbia y de esta mezcla nació una tontería tremebunda de los órganos del pensamiento y sentimientos que me cansaban la cabeza, de este modo sentí que tenía sueño delante de todas. Las naturalezas duras duermen mucho antes de una catástrofe -yo creo que ellas duermen mucho y profundo también después de una catástrofe, porque nada no entontece ni hace insensible a un hombre que de ese modo de los espectáculos terrible-. Llegado a la cumbre de un cerro, por el que las rocas de piedra estaban esparcidas como ovejas blancas, durmiendo con su plateada lana a la luz blanca de la luna, yo me bajé del caballo, lo até a las ramas torcidas y nudosas de un matorral con las hojas amarillas y comidas de frío. Yo solo, en mi insensibilidad más grande, puse el gorro de oveja encima de las orejas y los ojos, coloqué mi cabeza sobre una piedra y el cuerpo sobre una tumba de hojas secas y me dormí. El sueño -un mundo sereno para mí, un mundo lleno de rayos claros como el diamante, de estrellas limpias como el oro, de verdura lóbrega y perfumada de las florestas de laurel-, el sueño había abierto sus áureos barrotes y me dejó entrar en sus poéticos y eternamente jóvenes jardines. En verdad que las montañas en las que dormía me parecieron uno de aquellos jardines colgantes de Semíramis8, los jardines cuyo escalón superior acariciaba el cielo en la luz eterna no turbada del sol un edén hermoso, con extensas sendas de palmeras, con sendas cubiertas con arena blanco, con inundaciones de rayos largos y de diamantes, con las peñas quebradas de resina, por las excavaciones que martillean y gotean limpias como el cristal, pero cargadas de dulces y el olor del ámbar: el néctar adormecedor del Oriente. ¡Y todo esto sobre las nubes! El Cielo estaba sereno como una bóveda de esmeralda sostenida en oriente y occidente, con su bóveda poderosa, de espejos verdes y extensos mares... solo en un lugar del cielo parecía quemado y un gran agujero en el cielo del que caían a la tierra las piedras y abismos de muros, que ardían en un lugar. Aquellas piedras, cayendo una a una sobre la tierra, formaban como al lado del Mureş las ruinas de una ciudad desierta, inhabitada por nadie, quemada, penetrada por ventanas desiertas y negras de silbidos salvajes de los vientos fríos.

Pero de repente pareció que el mundo se serenó, que el agujero en el cielo comenzó a hacerse cada vez más grande y más extenso, de modo que por él se veía sobre las bóvedas azules que abrazaban la tierra otra bóveda mucho más alta, con mucho más extensa, pero de un oro puro y limpio como la luz del sol, de modo que la entera bóveda aquella parecía un sol grande que abrazaba un mundo, el mundo sobre el cielo. El aire entero era de luz de oro, todo era luz de oro, mezclado con el gemido tranquilo y limpio de las arpas de plata en manos de unos ángeles que flotaba vestidos de plata, con alas largas, blancas, brillantes, por el extenso aquel imperio de oro. Flotaba como los genios apenas vistos, sombras más transparentes, con la pielecita cárdena como el mármol que parece blando, con los ojos grandes azules, con largos bucle negros que rodean su cara blanca y caen por los cuellos marmóreos y sobre las ropas de plata en pliegues largos que ablandaban los cuerpos sublimes con su blancura y su blandura.

Entre aquellos ángeles blancos y con los ojos grandes, azules, vi uno con grandes ojos negros, blanco al igual que ellos, pero con la cara delgada y blandiendo largas y brillantes ropas negras, con las manos unidas al pecho: él flotaba por el aire áureo con ojos grandes dirigidos arriba y llenos de lágrimas. Yo lo conocía... Aquel pelo negro y destrenzado yo lo había visto, aquella tristeza profunda y sublime yo la había visto, aquella desesperación inconmensurable cuya única estrella es Dios había grabado sus rasgos profundos en una cara que delante de mí también yo había visto. El cielo estaba sereno y risueño, un solo ángel estaba triste... Era María, la hija de aquel sacerdote anciano, divinizada, cambiada la cara... a mí sin embargo me parecía que era el genio del martirio de la nación rumana, genio pálido y lloroso, cuya única esperanza: Dios, cuya única fortaleza: el cielo.

Pero la escarcha fría de la noche se asentó como de unas legañas de plata gris sobre mis párpados largos y negros, los ojos me enfriaban en la cabeza y se despertaron. La luna se había se había puesto hacía mucho, el cielo estaba sombrío... y en el oriente, lejos, salía una aurora sucia y somnolienta que apenas enrojecía el cielo cárdeno-gris. Sacudí mi cuerpo lleno de frío... me levanté el gorro de los ojos, levanté al caballo que se había acostado también él de bruces en el suelo y había cerrado sus ojos grandes y tranquilos. Él saltó del suelo, yo lo cabalgué y empecé a cruzar adelante las montañas. Cuanto más avanzaba, el caballo redoblaba sus pasos, porque la marcha le parecía también a él una bendición, porque le calentaba. Pronto salió también el sol, y poco a poco subía al cielo, con sus tan otoñales rayos devenía más caliente y me quemaba detrás. Bajé del caballo -mi lanza lucía al sol- yo junto con el caballo atravesamos descalzos la grava nimio ahora de los senderos de la montaña.

Sobre una cresta de peña vi sentado al sol, con la lanza clavada en la tierra, con los pies estirados y con una cachimba entre los dientes una vanguardia de rumanos que vigilaba las montañas. Me acerqué a él.

-Bueno encontrado, valiente mozo -dije yo, poniendo la mano sobre el cuello nítido del caballo-, no podría encontrar por aquí a fulanito y menganito (los apellidos del nombre de Ioan).

-Pero cómo que no. Lo encuentras, que es nuestro tribuno -dijo mi hombre, sacudiéndose la cachimba quemada en la tierra, de modo que cayó de ella toda la ceniza.

-¿No podrías llevarme a él? -dije yo.

-No -dijo él, sacando de una bolsa blanca y apretada a la boca uno tabaco verde-negro y apretándolo con el dedo pequeño de la mano a su cachimba-. No puedo dejar el lugar -dijo él-, tengo que quedarme vigilando aquí, pero mira, ve hacia el cerro, que luego das con el campamento.

Con eso sacó de la cincha un rollo delgado y atravesó el tabaco, encendiéndolo con una maderita blanca al final. Cuándo empezó a dar una calada de la pipa, los bigotes se arquearon por debajo de la olla, y los ojos se desencajaban candorosos a la boca de la cachimba con atención grande al ver pronto ardiendo como un carbón. El gorro rizado de oveja se lo había dejado sobre los ojos.

Me dirigí siempre hacia al cerro y allí vi, además de fuegos grande y encendidos a la luz del sol -fuegos que lamían con sus amarillas lenguas largas el aire sereno y frío- colocados en círculo alrededor de grupos de rumanos, y sobre asadores largos ardiendo carneros y ovejas, jaleando, cantando, bailando -en una parte unos bailaban sobre el suelo petroso con los zapatos ligeros, mientras uno sentado sobre un pedrusco silbaba con una chirimía de saúco-. El alboroto risueño, el humo alzándose por los muchos fuegos, las caras curiosas con sus ojos vivos, a cual más grande -en fin, allí veías al rumano, con la cara quemada pero profunda, con los ojos marrones y vivos, con los cabellos muy largos, rizados, negros brillantes, que encuadraban frentes extensas y nítidas, bigote negro, la nariz de águila, el mentón algo salido, como el de los guerreros antepasados-. Los sayos parduscos que colgaban sobre los hombros, la camisa blanca que, suelta, descubre el pecho quemado por el sol que esconde corazones libres, los pantalones tradicionales estrechos y blancos, los zapatos con la punta doblada y atada al pie con cuerda de lana negra, la cintura verde y cincha roja con el cuchillo, pedernales y eslabones, en fin, el gorro de oveja alto y dejado sobre los ojos penetrantes, he aquí el tipo que veías repitiéndose, en formas variadas, en todos estos niños de las montañas.

Pregunté a uno de ellos por Ioan, él me señaló con la mano un fuego grande, pero algo alejado de los demás... él me dijo como que el tribuno estaba allá, aunque estaba algo enfermo. Fui hacia el fuego aquel, en el que ardía con humo mucho tronco de un árbol putrefacto y hueco; junto al fuego estaba tumbado sobre una cama de hojas secas Ioan, con los pies desnudos tendidos hacia el fuego, con el sayo puesto sobre la cabeza, de modo que la cara no se le veía. La lanza estaba clavada en la tierra con la punta de hierro hacia abajo. Até mi caballo a la lanza clavada y, arrodillándome junto a su cabeza, quité despacio con la mano el sayo que cubría la cara. Sus ojos grandes estaban cerrados, de modo que por la pielecita fina y blanca de los ojos se veía claramente las venas finas y azules; ojeras hondas y grandes alrededor de los ojos de morados había devenido cobrizos, la cara era pálida que siempre. Acomodé su cabeza y le miré largamente. Al final le sacudí despacio en el brazo, de modo que abrió sus ojos. Algo somnoliento, él me vio y, con la pereza melancólica que solo la soñolencia esparcida por la cara, él me rodeó el cuello con su brazo y sonriendo lentamente dijo:

-¿Tú aquí?

La sonrisa tranquila mostraba a un hombre sin pasión, su cara era santa -digamos así-, se conocía que en corazón se había apagado cualquier cosa mundanal.

-¡Como ves! -dije yo oscurecido, apretándole la mano con fuerza en la mía-. Como ves.

-No te creía capaz de amar a tu pueblo, así te atonta el amor a una mujer indigna de ti -dijo él envolviendo los pies en las pieles blancas de lana y colocando encima de ellas los zapatos pelirrojos de piel de ternero.

-No amé a mi pueblo -dije yo con una sonrisa amarga-, puede que no lo hubiera amado nunca si la noche esta así de terrible no me hubiera enseñado que lo amo.

Con estas palabras empecé a contarle brevemente todo lo que vi con los ojos del cuerpo y con aquellos del alma. Con cada palabra de mis ojos azules y grandes se turbaban de un fuego demoníaco e innatural y su cara blanca, pálida, delicada se grababa con rasgos profundos y terribles.

-¡Oh, los caníbales! -susurró él entre dientes.

-Ahora bien, vine también yo -dije-, y en verdad que otra cosa no tengo que hacer. ¿Qué tengo que perder? ¿La vida?... Nada más fea, más monótona, más tediosa que esta vida... Y además estoy harto de ella: un sueño absurdo. ¿El alma?... ¡Parece que alguien todavía puede tener alma en esta clase de tiempos!

-¡Vamos, niño mío -dijo él-, vamos! En verdad que la vida no paga nada si no hacemos nosotros que valga algo... y, a mi alma, ¡haré que valga mucho!...

Sus ojos brillantes se encendieron en el fondo de la cabeza y un escalofrío de orgullo serenó su cara.

Pronto me sentí en familia entre los hombres nuestros. Pronto calcé también yo los pantalones tradicionales estrechos y largos, fruncidos cuanto tiene el silbido del pie, y puse el pie en la correa ligera. De ese modo vestido, a menudo vigilaba sobre las cumbres de las montañas por la noche, a los rayos de la luna, como el centinela de Roma que, vigilando las crestas de hierro de los Cárpatos, mira con ojos llenos hacia el sur, pensando en su madre, reina malcriada y blanca que baña su cuerpo blando en sus mares azules y calientes, su frente coronada con los ensueños de amor y sus senos blancos y llenos, acariciados por las azules y brillantes olas del mar. La madre desmemoriada que, sobre los ensueños, ha olvidado las crestas quemadas y ancianas de los Cárpatos a su hijo el de ojos negros de águila y con la cara orgullosa de rey. Italia olvidó a los rumanos... aunque los rumanos aman a Italia.

Pasamos el invierno en luchas y sufrimientos. Citar aquellos sufrimientos significaría citar la historia de aquellas legiones de lanceros que, después incluso de la retirada de las tropas imperiales de Transilvania, habían quedado ellos solos fieles al trono, aprobados por sus propios medios, por su corazón valiente, por sus guadañas unidas a la cima de las pértigas.

Una noche, estando de vanguardia con una compañía de 20 hombres, entre los que estaba Ioan, llegó el rumano apostado como centinela a decirnos como que en un castillo de un conde magiar se hubieran asentado unas dos compañías de soldados húngaros y se divierten mucho. La noche era fría y nosotros nos soplábamos las manos de frío.

A Ioan le brillaron los ojos.

-¡Niños, a luchar! -dijo él con una voz áspera.

Y en verdad los mozos tanto parecían que esperaban saltar de su actitud agachada o acostada y coger con manos musculosas las lanzas hincadas en la hierba. Pronto bajamos los cerros y nos dirigimos directamente por las llanuras con la hierba blanda al castillo que levantaba en medio de un parque extenso y hermoso. Todas sus ventanas ardían entre la tiniebla espesa de la noche y poco a poco nos acercamos a aquellas luces que nos parecían mágicas. Pronto llegamos a las rejas del parque. Un bulldog empezó a ladrar, despertando el aire de la noche con su ladrido ronco, pero en la embriaguez que parecía reinar en el castillo, entre los brindis de los vasos no se oía la boca del perro, y él, descontento y gruñendo, lo oías como, sacudiéndose la cadena, se echó sobre su camastro de pajas. Para no despertarlo del sueño, rodeamos el castillo y en un lugar saltamos todos juntos las rejas. El castillo tenía dos pisos, en la segunda planta -un balcón que daba al jardín, y bajo él- un empedrado granuloso de losas. Abajo, en todas las habitaciones, había mesas extendidas... los hombres, con los fusiles colocados junto a las paredes, bebían, se reían, cantaban. Puse a todos los mozos que tenían pistolas junto a las ventanas y, a un grito el mío, ellos abrieron fuego. Las balas silbando hacia las salas extensas, todos se levantaron asustados; unos, golpeados, enseñaban los dientes ante su muerte... a otros se les cayeron los vasos de la mano, la mayor parte, olvidando el arma y todo, se precipitaron para salir por la puerta.

-¡A ellos! -grité yo, rompiendo una ventana por sus quicios saltando yo el primero a la sala-. Detrás de mí todos -cuantos quedaron en la sala, todos fueron matados. Tomé sus fusiles cargados y, corriendo por habitaciones extensas y alumbradas del castillo, quebré todo lo que nos salía al paso. De la cima del castillo resonaba una campana de alarma, dentro, los chasquidos de pistola y los alaridos agonizantes y salvajes de los moribundos mezclados con el jaleo alegre de nuestros valientes mozos. Ioan y yo nos dirigimos a la escalera grande del segundo piso... Arranqué la puerta grande y entré a un salón grande con una puerta que daba al balcón, puerta con cristales, por la que las ventanas penetraba ahora la luz blanca de la luna que había salido de las nubes. La luna iluminó una pared llena de armas. De repente en las tinieblas lucieron dos ojos espantados... un hombre alto parecía que se abalanzaba desde un rincón hacia nosotros. Con la mano tendida, disparó la pistola y de su luz apareció una cara cárdena, y conocida.

-¡Es él! -grité rabioso. Era el amante de Poesis.

En el momento aquel Ioan se precipitó a su pecho, pero, cogido él mismo, el conde abrió con una mano la puerta del balcón, con la otra iba a tirarle por el balcón sobre el adoquinado de piedra. Fue cosa de un momento en el que le corté con el sable la mano con la que se había agarrado al pecho de Ioan... que cayó al suelo con la mano muerta completamente. El conde dirigió la otra con la pistola hacia mi frente... Ioan, levantado, le clavó el puñal en el codo y levantó arriba la mano, así que el arma disparó hacia arriba y las balas pasaron silbando por el pelo de mi cabeza. Con la otra mano le cogí del cuello. El magiar se había preparado para que le mordiera la coronilla, y quién sabe si con la dentadura no le hubiera quebrado los huesos de la cabeza, pero Ioan, levantando el puñal que lucía, le había agarrado justo en la calavera de la cabeza, así que el cuchillo corrió profundo en el cerebro. Un grito espantado, he aquí todo. La puerta se abrió y adentro entraron los nuestros con antorchas encendidas. Ioan había caído sobre el magiar, al que me acerqué con una antorcha. El muerto presentaba un aspecto espantoso. La boca entreabierta, los dientes mostrados y preparados para morder... grima cárdena, espantada, con los rasgos abarcados por la turbación de la ruptura del cerebro... las muelas parecían que habían molido espuma cárdena y envenenada que fluye por la comisura de la boca.

Miré con un odio indecible al hombre que me había robado todo y que ahora ya no era más que un cadáver. Los mozos cogieron riendo las armas de la pared y las repartieron entre ellos. Bajando la escalera grande, entramos en una casa con las mesas extendidas, abrimos todas las ventanas, tiramos a los muertos afuera por ellas y nos sentamos todos juntos a la mesa, parecía que no había pasado nada y parecía que habíamos venido a una boda. Cualquiera creerá puede que eso no es posible, pero cuando sabe alguien cómo la revolución y la inseguridad de la vida propia hace al hombre indiferente por su vida y hace de la muerte y la lucha un estado normal del hombre, aquel entenderá no solo el estado nuestro, sino también la de los siglos aquellos donde la ocupación principal de los pueblos constaba de combates y presa.

He aquí uno de los muchos eventos del año. Pero diré todavía uno, uno que a mí me costó mucho. En el Mureş flotaba un molino de un sajón del que a nosotros acostumbraba a abastecernos con harina, lo que había hecho al sajón callar frente a las patrullas magiares que recorrían la región. El molino se mecía tranquilo sobre el Mureş, con sus ruedas ensordecedoras que rodaban como dos endriagos negros bañando sus huesos de la madera mohosa en el agua blanqueada por la espuma del río, y el sajón, gordo y con la cara cuanto una luna llena y roja, bajo un sombrero extenso como un voladizo se paseaba con el delantal blanco delante y con las manos en los bolsillos por la multitud de hombres que venían con sacos para moler, trayendo al mismo tiempo cada uno de ellos algún tesoro de historias, de cuentos, de novedades, de modo que el puente del molino era mucho más una plaza de mercado que el voladizo de una casa. A menudo, sin que lo supiera nadie, estaba yo también sobre un saco de harina, con la cachimba encendida y con el sombrero dejado sobre los ojos, en las carcajadas de las chicas, en los cuentos de los ancianos, en las palabrotas de los hombres, en el rechinar entumecido, pero dulce de unos violines viejos, que un gitano anciano las hacía resonar a veces risueñas, a veces llorosas. La cara negra y expresiva, barba blanca como la nieve, los ojos más apagados y decolorados por la vejez, el pecho peludo y desnudo, apenas cubierto por una camisa negra, el gorro pardusco de oveja, roto, de modo que por las rupturas salían desordenado el pelo blanco de la cabeza: de ese modo estaba el anciano sobre unas ruedas rotas, derribadas en un rincón del molino, y contaba cuentos no con la boca, sino con las cuerdas. Era un día cálido y mis valientes mozos, que tenían que hacer una excursión por el valle, decidieron dormir una noche en el molino del sajón, y al día siguiente de madrugada seguir adelante.

Ordenadamente se iban acostando todos, el sol se iba tras los cerros para dormir también él, el gitano anciano dejó su cabeza sobre una piedra del molino y adormeció con la cachimba encendida en la boca, como un emperador en la cama blanda y con flecos de hilo... los hombres, llevándose sus sacos que, habían sido uncidos con bueyes blancos, gordos y con los cuernos grandes, se dirigían golpeando y jaleando unos hacia la montaña, otros hacia la llanura. Anocheció completamente, las ruedas pararon también ellas y solo el molino gigantesco se mecía lentamente sobre el Mureş, haciendo que tiemblen las largas y las gruesas cuerdas de tilo con las que estaba atado a la orilla. El sajón se puso en la puerta grande del molino sobre un pedrejón nítido como un banco y, encendiéndose la cachimba, miró melancólico a la salida del lucero de la noche. Yo me senté junto a él, anochecía cada vez más, cuando de repente oí una trompa pastoril resonando con amargura.

-¡Son ellos! -dije yo saltando arriba y dirigiéndome hacia campo pero, mirando atrás como a unos 40 pasos, me pareció que divisé en la luz de la noche un soldado húngaro que, junto al sajón, parecía mirar alrededor con movimientos rápidos de impaciencia. Lo que podía ser ni se me pasaba por la cabeza. En el campo me encontré con mis valientes mozos, entre los que estaba Ioan. Qué hermoso estaba él en aquella noche... me acuerdo como si fuera ahora. Con un sayo de lana doblado sobre el cuello y delante, de modo que el pecho blanco se veía bajo la camisa de lino, la cara pálida, pero dulce y llena de bondad, ojos grandes, azules miraban con melancolía, y el pelo rubio y largo le caía sobre los hombros, cubiertos por un extenso sombrero negro... Era en verdad hermoso como una mujer, rubio, pálido, interesante.

-¡Parece que eres una chica! -le dije, apretándolo al pecho.

-Y tú parece que eres un chico -dijo él riendo locamente.

Pero el apretón frío y fuerte de su mano tan chiquitina te demostraba que lo hacía con dedos en verdad largos, delicados, blancos, pero penetrados de médula de león.

Llegamos todos juntos al molino. Saludamos al sajón, que nos abrió la puerta. Estaba el gitano aquel que estaba junto a él, contándole como en la juventud robaba con astucia las gallinas de los vecinos, colgándolas con las patas atadas bajo el sayo de lana e iba silbando con el sayo de lana sobre un hombro por la aldea sin que a los hombres se les pase por la cabeza qué tenía él bajo el sayo de lana. El sajón reía con ruido, aunque a mí me pareció que se ría forzado. Pero podía parecérmelo solo a mí, donde, como sabes, había presupuesto, equivocado de lejos, como que cambiaría palabras con un soldado húngaro.

Ya que estábamos todos cansados, nos acostamos por todas partes del molino; el molinero preparó lo que tenía que preparar entre los barriles9, apagó el fuego de una chimenea de piedras y se tumbó también él en la planta de abajo del molino, donde estaban las ruedas. Todos empezaron a roncar, alguno se volvía con ruido y gimiendo sobre los sacos en los que se había acostado. Yo me había tendido bajo el manto de lana y dormía con Ioan, que me abrazó con el brazo mi cuello y también él se había dormido. Como no sé por qué no pude adormecer. Sentí sin embargo como que el sajón se había levantado y había comenzado a andar por el desván de abajo del molino. Él subió despacio y con la punta de los pies la escalera que llevaba abajo, con un candilejo en la mano. Aún no había llegado, cuando me pareció que por las ventanas del molino divisé un morado y luciente cañón de fusil qué parecía que apuntaba hacia los dormidos. Yo callé y cerré los ojos, así que con los párpados apenas abiertos vi al sajón que se acercó con el candilejo a nosotros y, agachándose sobre nosotros, parecía que nos observaba si dormíamos o no. Su cara era terrible. Pero en el momento cuando, siempre sobre la punta de los dedos, se dirigió hacia la puerta, para tirar el pestillo grande de madera, salté directamente en pie.

-¡Arriba, niños! -grité con todas mis fuerzas-, que vamos a morir.

En ese momento todos somnolientos y asustados, estaban en pie. El sajón, atónito, soltó el candilejo; por supuesto que no escapaba de muerte de no, por el apagón de una única luz, no se hace tinieblas. Se disparó por la ventana un fusil, pero ningún lamento... digamos que nadie fue herido. El ruido de afuera se agrandó.

-¡En línea! -gritó sonora la voz de plata de Ioan y vi en los rayos de la luna había penetrado por el postigo de madera como las lanzas se pusieron en fila en la línea primera, y en la segunda, sobre los hombros de los primeros, apuntaron los brillantes fusiles pequeños de montaña. Fue cosa de un momento. En ese momento la puerta grande crujió de los quicios y cayó de espaldas.

-¡Fuego! -ordenó Ioan-, y los enemigos agolpados por la puerta rota empezaron a aullar, unos heridos, otros hallados por la muerte, por los chasquidos y el ladrido frecuente de los muchachos.

-¡Adelante! -mandó Ioan, y los lanceros se precipitaron con cólera sobre sus muchos enemigos.

Yo había cogido un hacha y golpeaba con el filo y con el canto sin lástima a todo lo que veía ante mí.

También ellos dispararon y las filas se desplomaron.

-¡Adelante! -gritó Ioan como turbado.

Otro asalto más, otra carga más y los enemigos, cortados en dos lados, nos abrieron una vía extensa en esta lucha a la luz de la luna.

En el momento cuando salimos corriendo afuera, una pistola solitaria disparó al pecho desnudo de Ion. Golpeó, una serpiente de fuego se arrojó de su boca, pero en el instante aquel yo arrojé el hacha con el filo hacia la cabeza del que disparó la pistola, de modo que lo hendí justo en dos como si fuera un tronco de madera.

-¡Dios mío, muero! -dijo Ioan tenue.

Lo cogí en brazos y corrí como un fantasma, loco, veloz, enfurecido, delante de mis hombres que huían también ellos en desorden perseguidos de disparos y de hombres a caballo. Siempre adelante, siempre hacia la montaña. El pecho del pobre niño sangraba tremendamente, la luna parecía que se había encendido en el cielo y me quemaba en la coronilla, los hombres me parecían fantasmas locos que volaban silbando a mi lado, cuando de repente dimos con un sendero que llevaba a la montaña.

Aquí nuestros pasos se hicieron más pesados, la subida más nerviosa, hasta que llegamos a un cerro lleno de pedruscos grandes y dispersos.

-¡Quietos! -gritó uno más anciano de entre los niños de las montañas-. ¡Los pedruscos en fila, niños!

En uno momento los pedruscos estaban puestos en dos filas, en orden de combate, como un muro. Cuando los enemigos empezaron a subir el cerro, la primera fila de pedruscos se abalanzó sobre ellos, de modo que, disparando, rompiendo, golpeándose de esquinas de piedra que salían por la hierba y por los matorrales, los pedruscos que tiraba atrás rompían las filas de hombres del valle o, arrojándolos desde alguna cima de peña, caían en su entera gravedad sobre las cabezas de los atrevidos. De detrás de la segunda fila de pedruscos se habían tendido los fusiles y donde veían seres de hombres, allá disparaban.

-¡Toma! -dijo el anciano que tomó el mando sobre ellos, sacudiendo su sable antiguo que colgaba en el muslo-. ¡Toma! Tú corre cuanto puedas con Ioan, corre siempre adelante, para que lleguéis mucho antes que nosotros... nosotros huiremos más tarde... pero no obstante huiremos, porque me parece que hay muchos río abajo y tú sabes: si se terminaran los pedruscos grandes y las balas, tenemos que luchar a pie.

Me quité el manto de lana y envolví el cuerpo que parecía muerto de Ioan. Me arrojé siempre al cerro, por los matorrales, sobre las pendientes yertas y petrosas, por escurriduras empedradas de arroyos, sobre las aguas sin puentes, hasta que en una cima de cerro, en medio de unas florestas de espinar, salió el foco de un fuego en el que parpadeaban restos de carbón por la ceniza gris. Lo llevé junto al fuego, le puse hojas secas y ramillas cuantas pude recoger en un instante, de modo que pronto se hizo un fuego grande, flameando con mucho humo. También recogí hojas secas e hice una cama... en el que coloqué a Ioan le abrí el pecho para investigar la herida.

No había más un agujero pequeño, negro-rojo, bajo las costillas, sin que corriera sangre de ella y precisamente eso era la causa del letargo. Acerqué mi boca a la herida y chupé una vez con fuerza, de modo que toda la boca se me llenó de sangre. Sangre negra y coagulada corría también de la herida, el pulso empezó a latir despacio, despacio también Ioan abrió sus ojos extraviados. Su cara se volvió, de parecer ser solo piel y huesos, el blanco de los ojos estaba tejido con delgadas venas rojas.

-Ioan -dije yo-, ¿cómo te encuentras, niño mío?

-¿Cómo me encuentro? -dijo él, sonriendo con amargor-. ¿Cómo puedo encontrarme? Moriré, he aquí todo. ¿Y tú no quieres que te consuele, amigo mío? ¿Por qué? Oh, si supieras qué feliz seré si muero... veré a Sofía.

-¡Desvarías, Ioan! -dije con ternura.

-¡Niño qué eres! ¿Desvarío? ¿Yo?... Yo siento la muerte colándose fresca, pero dulce, por todas mis venas, y él dice que yo desvarío. Créeme que soy feliz, muy feliz.

Su cara, como alabastro socavado con escoplo en largos gravados de dolor, estaba serena, dulce. Un nuevo desmayo se acercó. Su cabeza cayó sobre las hojas secas... el pulso de nuevo detuvo y parecía de nuevo que había expirado.

Le miré de cara sin saber qué hacer, ya no daba ningún signo de vida; no era capaz de ninguna acción. Por el silencio de muerte no oía más que los disparos desesperados de nuestros luchadores, a cada cual me hacía sobresaltar, porque el suceso este me había hecho miedoso. Arrodillado junto a él, yo había rodeado con una mano su cuello, así que, levantándolo, la cabeza colgaba tras mi brazo: de ese modo le miraba a él y no decía nada, más que besarle su cara como el alabastro con mi boca mía llena de la sangre de su corazón. La cara estaba inmóvil, muerta; solo su blancura contrastaba extraña con las manchas sangrientas de mis besos. Un silbido zumbante de las hojas me despertó de mi atonía; los disparos había cesado y oí poco a poco acercándose pasos; presupuse como que eran valientes mozos que, no pudiendo sostener la lucha, se retiraban. Y pronto vi acercándose al anciano tribuno, sudado y jadeando, y los disparos se retomaron, pero cerca sin embargo.

-¿Cómo está? -dijo él, con la voz fatigada y echando un vistazo asustado sobre Ioan.

-¡Muere! -dije yo apático y frío.

-¡Nos persiguen! Mis mozos se opusieron cuanto pudieron oponerse... pero al final tuvieron que huir también ellos.

Arrodillado también él al lado de Ioan, que ahora, bajo la influencia del fuego que flameaba grande y que enrojaba la palidez, había comenzado a dar signos de vida.

-¿Qué hacemos? Ya no le podemos llevar adelante, y dejarle tampoco podemos.

-¡Capitán, ahora mismo aquí! -gritó corriendo un mozo que venía desde los disparos-. ¡Los mozos apenas pueden!

Nos levantamos ambos como sobresaltados.

-¡Espera! -dijo el anciano, dándome con un brazo a parte y mirando a Ioan, que había abierto sus ojos grandes y moribundos, que miraban sin significado, como los ojos de un loco.

-Aparta, Toma -dijo el anciano-, tengo que hablar algo con el hermano Ioan.

Él sacó el sable de la vaina y la miró, cuando de sus ojos ancianos corrieron lágrimas grandes.

-Hermano Ioan -dijo él tenue y tranquilo-, hazte una cruz.

Ioan hizo despacio y con mucho esmero una cruz. En el momento aquel el sable silbó por el aire y cabeza de Ioan rodó sobre las hojas secas.

-¡Loco! -grité, enderezando la pistola hacia la frente del anciano-, ¿qué hiciste?

-¿Qué hice? -dijo el anciano, cayéndome en las manos y llorando sobre mi pecho como un niño-. ¿Qué hice? ¿Pero qué podía hacer?

Su temblor, sus gemidos convulsivos, el lloro, con el que no estaba acostumbrado y que le estruja duramente, como de unos poderes demoníacos, de su pecho, mostraba como que su dolor era verdadero. El fragor de los evadidos se acercaba, los chasquidos parecían que silbaban ya sobre nuestras orejas.

-¡Vamos! -dijo el mozo que estaba con nosotros-, vamos, levantaos; ¡huyamos! -Él cubrió el cuerpo de Ioan con hojas y con piedras, y su cabeza la tiró a un manantial cercano. Como los ciervos asustados y jadeando venían los mozos por todas partes.

-¡Huyamos! ¡Huyamos! -gritaban todos y huyeron con el anciano y conmigo sin orden.

Mareado, agitado, huía sin saber a dónde, hasta que los perseguidores nos perdieron las huellas, hasta que nosotros nos creímos lo bastante seguros para detenernos y resoplar.

Llegando a una cima de la montaña, empezamos a buscar yesca, a construir allá un fuego gigantesco, junto al que se sentaron todos. Todos estaban muertos de cansancio y aún así alguien tenía que vigilar. Unos se ataban las heridas -las más fáciles-, otros, como estaban, se tiraron al suelo. Propuse yo vigilar y todos lo recibieron con alegría. El anciano quedó como pensativo y miraba fijamente a las profundidades rojas del fuego, que reventaban en chispas. Los mozos se acostaron con el miedo en el pecho, el anciano tallaba una madera; yo solo me levanté y, tomando la lanza, me alejé para pasearme por los esqueletos de piedra de las peñas.

La noche era lóbrega y fría, mis pensamientos eran turbios y dolorosos, de modo que me dolía la cabeza por ellos y sentía como en la calavera no me cabía mi cerebro indignado y siniestro. Ya no podía pensar. De ese modo, con la cabeza ardiendo, velé la noche aquella y, si me acuerdo de ella, es que no me acuerdo de nada, aparte tan solo como que, atontado e insensible, me dejé presa de aquellas atonías que acompañaban siempre a mis dolores.

Al día siguiente, cuando el sol de oro ardía desde la cima del cielo, cuando los valientes mozos, levantados hacía mucho, vigilaban como unas águilas desde la cima de las peñas sobre la llanura, cuando nos aseguramos de que estábamos de cualquier persecución, yo tomé una pala al hombro y marché hacia el valle hasta el lugar en donde había muerto Ioan. Los enemigos habían registrado por allá, pero el cuerpo cubierto con el montón de hojas y piedras no lo habían descubierto. En el bochorno del día comencé a cavar el hoyo. La frente y el pecho me ardían completamente y aún así ni gota de sudor corría de mí. Cavé turbado, como si hubiera querido enterrar un tesoro. Cuando fue bastante hondo, desenterré el cuerpo sin cabeza de las piedras y hojas que coloqué despacito y con atención -como si hubiese sentido algo- en la vivienda fresca y eterna. Luego fui al manantial, donde se le tiró la cabeza. El sol se reflejaba sobre la cara del agua brillante, que temblaba como un ondulado espejo de plata, pero en el fondo del agua clara yacía la cabeza hermosa del joven. El agua, corriendo, había limpiado y se había llevado consigo las escurriduras de sangre, así que no quedaba más que la cabeza rubia, pálida, con una cara blanca como la plata, con los labios morados como el maíz, con los ojos grandes cerrados y con el pelo blando flotando y disperso por las ondas del agua. La cara pálida y delgada parecía que sonreía. Cogí agua en los puños, me lavé al lado del manantial la cara que ardía como de fiebre. Cogí otro puño de agua y lo vertí en mi pecho, que quemaba, el fondo del agua se turbó y se hizo sangrado, me agaché sobre su superficie y sorbí en sorbos largos del agua turbia con su sangre, después metí ambas manos en el manantial, saqué la cabeza de Ioan y la levanté a la luz del sol para mirarla largamente y con dolor. La coloqué en la tumba sobre el cuerpo y, cubriéndolo completamente con mi manto de lana, como si hubiera temido que le doliesen los pedruscos, empecé a llenar la tumba con arena. A veces me daban ganas de tumbarme también yo con él a su lado y dejar que cayera una peña del margen del hoyo sobre mí, o pensé en dispararme también yo y terminar con la miseria que se llama vida. Sobre una peña, lejos, estaba un rumano con la escopeta al sol y vigilaba mirando a las nubes. Una águila, cogiendo en sus garras de cobre una tórtola blanca volaba sobre mi cabeza graznando y dando de alas, luego se alzó girando hacia arriba, en las nubes, asustado por mi presencia. El rumano apuntó la escopeta sobre el punto negro, que flotaba, del aire y abrió fuego -entonces, volqueándose por el aire, cayó el águila junto con la tórtola en el precipicio.

-¡Venganza! -murmuré yo-. Por qué morir hasta que no le vengue. Después de eso tengo tiempo también de morir y de vivir si quiero.

Llené el hoyo con arena, rompí una rama verde de un árbol y lo tiré sobre la tumba -y, silbando entre dientes con una frialdad siniestra, me dirigí hacia el cerro.

Llegué a los castros. El anciano estaba triste y pensativo al lado del fuego con los pies tendidos, con la mano sobre la frente. Me acerqué y me senté a su lado.

-¿Qué hacemos? -dije yo en voz baja y ronco.

-He pensado y me arrepiento -dijo él-, y me parece que lo que ha empollado mi cabeza ni el diablo no hubiera podido revolver. Ellos mataron a un niño, porque no yo lo maté, bien lo puedes saber. Antes de dejarle muerto en sus manos, para que le torturasen y se burlaran de él, mejor lo liberé de todos. No sabes, Toma, que la tortura despierta las almas del hombre y que muriendo incluso los dolores tremebundos lo hacen vivir más, ¿pero qué viví? ¿Pero crees tú acaso que yo voy a olvidar eso... voy a olvidar al sajón, que nos vendió como Judas a Jesucristo? Envié a explorar a Niță-Floarei, que sabe hablar como los gitanos. Él se untó con hollín sobre la cara y se vistió con harapos -así pasará por el molino para ver si están allá todavía, o no están allá-. Si no están, luego por la tarde iremos a mi compadre el sajón, para beber con él algún tipo de vino a su salud.

Se oyó ruido de bocas entre los mozos. Ellos venían riendo, llevando como un triunfo entre ellos a Niță-Floarei que, descalzo, con el pelo salido por el gorro, con los codos salidos por la manta de lana, con las rodillas por fuera de los pantalones, negro y delgado como el diablo, con los ojos hundidos en la cabeza y con el gorro sobre una oreja, contaba en estilo descuidado y gitano que hazaña había hecho con su buen padrino: el sajón. Pero cuando estuvo cerca de nosotros, su ojo relampagueó terriblemente, pero de ese modo que solo nosotros lo viéramos. Era la máscara alegre y cómica de un alma lleno de odio y venganza, la cara ironiza el corazón, la sonrisa astuta o necia ironiza con el estado de su alma. Los mozos se alejaron de nuestro lado y él, acercándose, nos contó despacio todo que había hallado. El anciano dijo a los mozos que durmieran de día todo lo que pudieran, porque por la noche tenían que trabajar. Niță recogió de entre la hierba unas lechugas, que las escurría en balas grandes de polenta10, que después metía en la talega.

Había atardecido hacía mucho, los mozos habían dormido -solo yo paseaba callado, la cabeza abarcada como de una turbación desconocida, el corazón lleno de un vacío tremebundo, completamente insensible-. ¿Me quedaba algo sobre la tierra? Él me había quedado, y él se había ido de igual modo. Si hubiera tenido hermano y se hubiera muerto, quién sabe si me hubiera dolido más. Las nubes cenizas llenaban el cielo; rizadas y volubles, ellas volaban por el aire cálido de la noche, y la luna con la cara roja contrastaba con la ceniza lúcida de las nubes. Los valientes mozos se levantaron y se sacudieron de sueño; sus lanzas moradas lucían en la luna, sus puntiagudos gorros les daban un aspecto heroico y siniestro.

-¡Vamos, niños! -dijo el tribuno anciano-, hoy tenemos una cena maravillosa. ¡Comeremos carne de sajón!

Me estremecí oyendo, y con todo esto no pude dominar un parecer de bien.

Niță iba delante por las lóbregas sendas de la montaña. Sus pasos, como los de una pantera, no resonaban en absoluto sobre la grava y el casquijo menudo y fácilmente removido por los caballos. Una montaña arrojaba a las otras su sombra, el cielo pensaba nubes, y las peñas deformes esqueletos de piedra -silbaban contenidos por el viento-. De vez en cuando se caía alguna piedra, se desprendía algún pedazo de roca y rugía cuesta abajo. Bajamos los montes y nos dirigimos por la llanura hasta que llegamos al molino. El molino estaba cerrado, solo el perro suelto aullaba a la luna desierta. Su voz muerta y somnolienta resonaba lejos en el aire de la noche. Niță hizo una señal y todos nos echamos al suelo. Él fue despacio hacia el perro y le tiró desde lejos balas de polenta, que el perro cogió al vuelo y tragó con avidez. Pero pronto el efecto de las lechugas empezó a influir y él se retorció gimiendo tenue en la arena de la orilla del río. Niță nos hizo una señal y nos adelantamos. La panza del perro se había inflado como una tuba y él sufría terriblemente. A un mozo le dio lástima y le clavó la lanza en el corazón. Nos acercamos al molino. Empezamos a golpear a la puerta y oímos la voz asustada del molinero:

-¿Quién está ahí?

-Yo soy, hombre -respondió Niță con la voz de gitano.

-¿Pero qué quieres tú ahora de noche? -dijo él.

-Tengo que darte una mala noticia, hombre; vienen los montañeses, los vi por aquí y he venido a decírtelo, para que huyas.

Oímos como el sajón subía las escaleras tosiendo y pesado, después llegó junto a la puerta. En el momento cuando abrió, Niță le puso la mano en el cuello, de modo que el sajón, perdiendo su presencia de espíritu, había soltado el farol y la llave de la mano, y los ojos empezaron a girarse en su cabeza y su cara a amoratarse. Le hubiera estrangulado por supuesto, si el anciano no le hubiera parado. Ordenó que le pusieran mordaza en la boca y que le ataran. Todo se hizo en silencio, porque no tuvo tiempo ni de gritar. Los ojos del anciano tribuno se habían encendido terrible y se giraban con terror en sus órbitas. Parecía que era el pálido y anciano demonio de la muerte. Los mozos de labranza del molino, que dormían, la esposa del molinero -todos fueron atados.

-¡Soltad las ruedas! -gritó ahora el anciano.

Las ruedas empezaron a girar y las piedras del molino se revolvían crepitando y moliéndose a ellas mismas. El retumbe de las piedras desnudas, el zurrido ruido de las ruedas, que hacían que espumase el agua que las movía, el molino, que había comenzado a mecerse y a crujir en todas las articulaciones, superaba los gritos débiles y hundidas de los atados. Alguno de los valientes mozos se subió sobre el tejado del molino y empezaron a dar con hachas en él, echando los trozos de chilla en el agua, en el que se sumergían y después, saliendo, nadaban negras como las almas de los ahogados. En el desván había una barrica con combustible, que fue vertida totalmente sobre el desván. Después se trajo a los detenidos y les ataron a las vigas gruesas que había quedado del tejado devastado. Entonces se les destapó a cada uno de los atados la boca.

-¿Por qué nos habéis vendido? -gritó el anciano, frío y terrible, mirando con cara de una cólera de mármol en los ojos del molinero.

El sajón había quedado atónito y enmudecido del susto. Su boca no más podía decir una palabra... ni de gracias, ni de odio, sus quijadas se habían hundido y temblaban, los ojos turbados como los de un loco, la lengua balbuceaba sin poder articular. El susto le había enmudecido. La mujer lloraba amargamente, los mozos arrojaban miradas suplicantes y sinceras a terrorífico demonio de la venganza.

-Desatadles a todos los otros y a la mujer y llevadles a las orillas, afuera de molino; él se queda aquí.

En un momento fueron llevados a la orilla. Bajamos todos juntos del desván y nos fuimos a la orilla. Un fuego grande fue encendido al momento.

-¿Quién nos vendió? -dijo el anciano cruento a la mujer.

-¡Él! -dijo ella, lamentándose-... mi marido. Le dije yo que no tenía que mezclarse ni para mal, ni para bien. No..., no pudo. Los húngaros le dieron 200 de eslotis11 buenos, y por eso él os vendió.

-Mujer -dijo el anciano-, contigo no tenemos nada nosotros, ni con vosotros, mozos -dijo él a los mozos de labranza-. Desatad a la mujer que coja su dinero y sus cosas que tiene por molino.

-¡Cargad los fusiles, vamos! Disparemos a los sajones estos -dijo Niță riendo.

-Sin balas -susurró uno a otro.

Los mozos de labranza fueron desatados.

-¡Huid, vamos! -les dijo Niță-. ¡Fuego, niños! -dije a nuestros mozos.

Los sajones huían despavoridos; los fusiles dispararon, sin balas como estaban, no hicieron más que multiplicar el susto de los que huían. La mujer había salido, con el dinero y con las cosas que tenían más valor del molino y se marchó llorando. El molinero comenzó a sollozar, atado a las vigas del molino.

El anciano torció un haz de pajas y, llenándola con combustible, la arrojó encendida de abajo sobre el tejado del molino. En un momento el desván untado con combustible se encendió, el molinero gritaba terriblemente, por encima del rugido de las ruedas y la crepitación de las piedras del molino. Aquí el anciano tribuno rio salvajemente, la idea satánica se cumplía. Cogió el hacha y cortó las sogas que ataban el molino a la ribera.

El molino empezó a moverse, a flotar encendida sobre las olas.

-¡También el fuego se ahoga! -gritó el anciano terriblemente, encaramado a una piedra y levantando el puño a los cielos-; ¡si hice daño, sobre mi alma caiga!

Aspecto terrible. Rugían las ruedas, rechinaban las piedras, crujía fervoroso el molino, gritaba salvaje el molinero en la tumba de brasa. El entero molino parecía un anciano y enfermo endriago de fuego que atizaba aullando, con sus alas, las olas enrojecidas por el fuego del agua. El molino nadaba rápidamente, llevada por el giro de la rueda, y por la rapidez del agua. Las florestas de las riberas se enrojecían por donde pasaba el palacio ardiente y abría sus sendas de bosque a los ojos que seguían el espectáculo... Las nubes de la ceniza del cielo se enrojecieron por el fuego, el humo pesado y grueso que dejaba atrás el molino que huía nos ahogó la respiración.

-¡Hemos terminado, niños! -dijo el anciano, suspiró pesado y profundo y bajando de la piedra de la que se había encaramado-. ¡Vamos hacia la montaña!

No olvidaré nunca aquel espectáculo único en su clase.

Entre esto los húngaros había vuelto insufribles. La sospecha, y a menudo ni aquella, era bastante para que alguien fuera ahorcado o fusilado. La muerte se había convertido el estado normal, la vida -el estado anormal del hombre-. Ellos rindieron las aldeas rumanas del modo más bárbaro, mataban sin misericordia a las mujeres y a los niños, parecían superarse uno a otro en crueldad y en terror. Qué era sin embargo más natural para los rumanos, empujados por la venganza, que pedir diente por diente, ojo por ojo. Los húngaros no había puesto en escena por tanto una revolución, sino un bandolerismo, un timo digamos privilegiado -y un timo tan disculpado, con cuánto ella ejercita sobre a un nación de parias- sobre los rumanos.


¡Solo que encontró sus hombres! ¡Diente por diente, ojo por ojo! Este era también el lema de los lanceros -y ellos medían con la medida con que se les había medido a ellos-. Los rumanos no capturaban, ellos mataban. Los hombres no se contaban según un rango, sino por cabezas, porque la guadaña no sabe diferencia entre la cabeza rizada y negra del magnate y entre la cabeza de perro del soldado húngaro. Era terrible este pueblo cuando se sacude sus cadenas de hierro, terrible como la vara de Dios. ¿Y acaso no son todos los pueblos así? Blandos y pacíficos en tiempo de paz, fisonomía bonachona, ojos sinceros, la estatura agachada por la ocupación pesada de la vida. ¡Pero míralos en revoluciones! Ves la profundidad de aquella alma terrible que yacía bajo la máscara bonachonería, ves como presupone, si no sabe, las injurias del pasado, ves como tiran las cadenas de sus manos ante los dueños sin alma. Y temen los dueños sin alma y dan sus haberes para salvar su vida. Pero el hombre del pueblo no quiere haberes, en vano lo llenas con oro, en vano lo vistes en seda. El pan que se lo has cogido de la boca del niño lo ha pesado con oro, sus lágrimas de veneno y sus sudores de sangre lo ha redimido con las grises perlas del Oriente; pero él no quiere el oro y tu perla, ¡él quiere tu vida! ¿Y quién lo encontraría injusto, quién mal? ¿Hay una ley en la naturaleza que no le disculpe? ¿Hay una ley en la naturaleza que no te da derecho a que mates al que azotó durante siglos a tus padres, al que quemó en el fuego a tus antepasados, al que llena las fuentes y los ríos con el niño de tu alma? Las leyes que componen el fundamento de la ética incluso te dirigen a pedir cuanto se te quitó, de hacer cuanto se te hizo, porque solo así se puede restituir el equilibrio, el derecho sobre la tierra. Pero la virtud pediría que no lo mates. Nadie está obligado a ser virtuoso, pero sí a ser justo -y cuando la sentencia de aquel derecho no encuentra verdugo, hazte a ti mismo verdugo-. Un hombre asesinado, una letra ilegible; una ciudad quemada, una página vuelta -he aquí el libro de leyes de las revoluciones, ¡de la justicia de Dios!


(Aquí hay más páginas rotas del manuscrito de Toma. O le pareció bien romperlas, o alguna mano extraña al que se lo dio a leer tuvo la indiscreción de encontrarlas tan interesantes que las rompió para conservarlas. En cualquier caso a nosotros nos parecen mal no ser capaz de dar cuenta al público acerca de lo que contenían aquellas páginas; y continuaremos con lo que sigue desde donde lo encontramos nosotros:)

... que había visto la casa. ¿Qué era para responder otra? Además la decisión estaba tomada desde hace mucho y tenía la idea de cumplirlo sin ni siquiera que venga una semejante noticia. El anciano Terinte se lo da: que venga a la aldea con ellos, para hacerme sacerdote. Sacarán del obispado libros para hacerme sacerdote, no temas. La revolución se había acabado y no tenía por qué hacerme sacerdote, y mi naturaleza no se vería afectada.

Poco después se declaró la paz de la restitución, aunque nosotros, guardas de los Cárpatos, no nos habíamos disuelto aún. Un día me dio Terinte una vasija, para que fuera a traer agua de una fuente cercana. El día era cálido y blanco, los bosques eran verdes. Entonces me abarcó la mayor añoranza que tenía. Llegué a la fuente, miré mucho a la cara del agua del fondo de la fuente, luego dejé que cayera la vasija dentro, y yo me dirigí por los montes hacia el valle.

Nuestra aldea estaba casi quemada, desierta, y solo los perros de la aldea aullaban por todos lados de hambre, o roían algún esqueleto de la ternera muerta. Fui al chamizo. Me arrojé en los brazos de mi anciano padre, que me creía muerto. Estuvimos mucho abrazados de ese modo, el papá y el hijo, los ojos de mi anciano se habían llenado de lágrimas y no hablaba ninguna palabra, solo me acariciaba el pelo y la frente y me besaba llorando y mudo de alegría. Un día y una noche le conté todo, pero él no se cansaba de oír... Cuando le pregunté cómo se había portado él en el motín, él me señaló sonriendo con astucia una lanza pendida en clavo.

-Además hice también yo cuanto pude, ¡viejo de mí! ¡Ya no tengo médula en los huesos! -dijo él contento-. ¡Ah! si hubiera sido también yo ahora como tú... pero soy anciano, no tengo que hacer.

Y me medió con su mirada feliz de arriba abajo, como si no hubiera podido creer que era yo, o si no soy yo.

Veni y Finița. Estaba comprometida con un mozo alto y hermoso. Les encontré un regalo para la boda y se enrojó hasta detrás de las orejas. Pero... sabía yo que le gusta.

La paz era plena en el pueblo. Finița se casó y yo fui a su gran boda; en fin, estuve lo que estuve en casa, hasta que un día me encontré con mi padre muerto. Había adormecido de vejez, y para siempre. Lo puse en la tumba junto con mi madre, coloqué una cruz de madera en su cabeza y la coroné con la albahaca. Finița, pobre niña, se secaba las lágrimas con el delantal y mi prometió poner flores sobre sus tumbas y coger alguna vela los días grandes, por el alma de los muertos. La tristeza me había entrado en el corazón, tristeza y desierto.

 
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