Realmente, aquello no podía continuar. Era tan grande la tirantez de nervios y tan violenta la
situación, que una palabra de doble sentido, un gesto, la cosa más leve, hubiera provocado un
conflicto. Me explicaré.
Allá por el año 90 monopolizaba los carteles de los teatros pequeños de Madrid un excelente
amigo mío autor saladísimo y fecundo, a quien envidiábamos los principiantes de aquella
generación el ingenio rico y lozano y la fuerza cómica de su pluma, superada por muy pocos
desde entonces acá.
Era X, y aún lo es (a pesar de sus cincuenta corridos), mujeriego incorregible, de boca tan dura
y de estómago tan fuerte en este punto, que para él los mismos encantos
tenía la Caramán Chimay que la Tonta de la pandereta, y de igual modo
le despertaba los sentidos el chipre de la gran señora que el pachulí de
la atropellaplatos. No le importaba más que el sexo. �Veía una falda de
seda o un refajo de muletón? �Pues era lo mismo! Dentro de aquel refajo
o de aquella falda había una mujer, y donde hubiera una mujer se
acababan para mi amigo las contemplaciones.
-�Otra cosa sería perder el tiempo! -decía él.
Asombrábase la gente, con mucha razón, de que tuviera verdadero
poder sugestivo sobre las hembras un hombre pequeñuco, verdinegro y
descuidadote; porque, eso sí; aun en el apogeo de su popularidad y en sus
tiempos de mayor recaudación no era extraño verle pisar con el
contrafuerte o lucir en el pecho algún lamparón que había de cubrir más
tarde una María Cristina, ganada gloriosamente en el campo de batalla.
Pero el hecho es exacto, y quien tratara de competir con X en lides
amorosas �iba servido!, porque las mujeres se despepitaban
materialmente por aquel renacuajo.
�Era la expresión de sus ojos truhanescos y vivos, lo que las rendía? �Averígüelo Vargas! �Las
fascinaba el donaire de su conversación, siempre graciosa y amena? �Qué sé yo! �Obraban las
pobrecitas impulsadas por alguna fuerza sobrenatural? �Vaya usted a saber! Una de las criaturas
que se disputaban el amor de X en aquel momento histórico, la más vehemente de todas, era la
Fulana; artista de escaso mérito, pero de espléndida hermosura. Por ella andaba loco rematado
mi amigo, y su locura se comprendía, porque aquellos ojazos negros y ardientes y aquella boca
fresca y lasciva eran capaces de hacer sudar a un glauco en la Mandchuria. Yo, que siempre fui
hombre de pasiones moderadas y respetuoso con la propiedad ajena, hubiera traicionado a mi
amigo sin remordimiento alguno.
Se explica, pues, que la Fulana tuviera los pretendientes a puñados y que X, convencido de
la fragilidad de las cosas humanas, no la dejara sola en su camerino más que aquellos momentos
en que el limitado pudor de la prójima lo exigía.
No podía evitar, sin embargo, que este pollo insípido o aquel viejo lúbrico, se la comieran con
los gemelos cuando lucía sus morbideces en las tablas, ni que la florista del teatro, perra vieja en
ardides galantes, la dejara caer en el oído, al revuelo de un capote, el recadito misterioso o la
proposición tentadora; fundamentos más que suficientes para que mi amigo anduviera receloso
y escamón.
Entre los que con más insistencia habían puesto los puntos a la muchacha estaba un Don
Lamberto (por este nombre se le conocía), hombre despierto, gran disector del corazón femenino,
y aunque algo ajamonado, más que por la edad, por las turbulencias de la vida alegre, en todo
tiempo gallardo y calavera, y con un cartel que envidiaría el difunto Mañara (q. e. p. d.).
Hacían temible a Don Lamberto, no tanto la gentileza de su figura y
las esplendideces que su posición social le permitían, como su caída de
ojos y principalmente la movilidad de su lengua, sobre la que ejercía un
dominio absoluto.
-�Es mucha labia la de este hombre!, decían las muchachas del coro
con profunda convicción.
Y ocurrió cierta noche que Don Lamberto, más arriesgado que los
otros galanes o creyendo más eficaz el ataque directo que la cartita o el
ramillete, se presentó en el cuarto de la Fulana, deslumbrador,
grandioso, �magnífico! El brillo de la flamante canoa; los cambiantes
infinitos del solitario; la longitud extraordinaria del águila imperial que
aquel hombre mordía, más que chupaba; su conjunto soberbio, en fin,
arrancaron de los ojos de X una mirada de gallo en celo. Pero Don Lamberto, alentado por la
complaciente acogida de la Fulana, tomó asiento, cruzó las piernas, levantose con disimulo el
pantalón y dejó ver un riquísimo calcetín de seda verde oliva, con cuchilladas, encerrado en un
impecable zapato de charol, que su dueño movía sin cesar, para que nos fijáramos en aquel
prodigio. Y todos nos fijamos: ella con curiosidad; yo con indiferencia, y X con antipatía. A la
noche siguiente, Don Lamberto repitió la jugada, y volvió a cruzar las piernas y a balancear el
pie, y enseñó otro calcetín de torzal oro viejo, que quitaba el sentido, y
la curiosidad de la chica se convirtió en sorpresa, y la antipatía de X en
rencor.
�Recristo, qué calcetines! -murmuraba sombríamente-. �Qué diría la
Fulana recordando los suyos de algodón crudo?
Y el despecho le hacía morderse las uñas.
Al otro día se reprodujo la escena, y a la vista de un nuevo calcetín,
color guinda, que superaba en riqueza y buen gusto a los anteriores, la
sorpresa de la muchacha ya fue asombro y odio el rencor de X.
�Estaba visto! Aquellos calcetines eran el espejuelo de que su rival se
valía para fascinar a la alondra. �Bien claramente lo demostraban el despego de ella y el
arrobamiento con que oía la conversación del otro!
Dos veces más concurrió Don Lamberto al cuarto, y dos nuevos pares de calcetines gris perla
y humo de Londres vinieron a colmar la medida. Ya el odio de mi amigo llegó a su límite. Había
sorprendido miradas de inteligencia, mohines sospechosos, �cosas muy extrañas!
Aquella noche se suscitó una bronca terrible entre X y la Fulana. A ella le parecía
inaguantable la presencia de él en el cuarto cuando estaba el otro, y él juzgaba francamente
indecorosa la conducta de su amante. Enconáronse los ánimos; hubo reproches y lágrimas; se
cruzaron entre los dos adjetivos duros, que va conocía yo de la calle de la Ruda, y, gracias a mi
intervención, quedó así la cosa.
-�De mañana no pasa! -me decía luego X-. �Como ese tío quiera colocarme otro par, le
degüello! Y salimos del teatro, después de terminada la última, él agitado y lívido, y yo temeroso
de que cumpliera la amenaza, porque conocía su exagerado amor propio, y su acometividad,
verdaderamente temible.
Traté, por tanto, de convencerle de que la cosa no merecía que él se comprometiera, y �nada!
Hícele reflexiones juiciosas, invocando nuestra antigua amistad, y, �como si no! Le acompañé,
bajo una lluvia torrencial y sin paraguas, hasta donde vivía (un poco más acá de donde Cristo dio
las tres voces), y �todo inútil!; mi amigo, obsesionado por los calcetines de su rival, se despidió
de mí, repitiendo fatídicamente: ���Le degüello!!�
Aquella noche no dormí pensando en X y en la manera de conjurar el conflicto. Revolví en
mi mente cuantos recursos teatrales conocía; pensé otros nuevos; di cien vueltas a la imaginación,
y al despuntar el día, cuando descorazonado y rendido iba a entregarme al sueño, me asaltó una
idea tentadora. �X estaba salvado! Podía ocurrir que Don Lamberto me sacudiera una bofetada;
pero �a mi qué? �Una más!...
Y llegó la noche temida. Nuestro hombre, inflado por el éxito y por
la vanidad, entró en el cuarto, seductor como jamás le vi, hermoso,
�irresistible! Los ojos de mi amigo brillaban siniestramente sobre el
fondo asartenado de su piel; pero Don Lamberto, sin fijar su atención en
este detalle, se puso en facha, como de costumbre; marcó la suerte,
dirigiendo a la Fulana una mirada de orgullo inefable, y cuando X, ciego
de rabia, trataba de lanzarse sobre aquel hombre que le ofendía de nuevo
con su ostentación ridícula, cogí una silla, senteme con gran ceremonia
frente a Don Lamberto, adopté su misma actitud gallarda, alcé el
pantalón majestuosamente, lo mismo que él, y balanceando mi pierna a compás de la suya, puse
frente a la riqueza mortificante de sus calcetines heliotropo, mis pantorrillas desnudas, y tocando
con sus deslumbrantes zapatos de charol las alpargatas negras y deslucidas que para el acto me
prestó un tramoyista de Eslava.
�El efecto fue mortal! La cara de Don Lamberto, radiante de
satisfacción hasta entonces, tornose lívida; la Fulana, que miraba en
profundo éxtasis aquel par de alhajas de torzal riquísimo, soltó el trapo,
y el chasqueado galán levantose airado, se encasquetó de golpe la
chistera, gruñó las buenas noches, después de lanzar sobre mí una mirada
terrible, y desapareció.
Aquel recurso sencillo alejó para siempre a Don Lamberto del cuarto
de la actriz y llevó la calma al espíritu de X, que siguió disfrutando con relativa tranquilidad la
posesión de aquella hermosa mujer; pero yo vivo desde entonces atormentado por una duda
terrible. �Llegó el recurso a tiempo? ��Chi lo sá!!