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ArribaAbajoCapítulo VII

Formación de montoneras durante la reconquista.- Don Pedro Antonio de la Fuente.- Manuel Rodríguez.- Riesgo que corre en la Huerta.- Don Francisco Villota.- Antecedentes biográficos.- Organiza una montonera en Teno.- José Miguel Neira.- Rasgos biográficos.- Las montoneras de la costa.- Se ponen en acción las diversas montoneras.- Salteos de Neira.- El coronel Quintanilla, jefe del cantón de Colchagua.- El capitán Hornas, jefe militar de Curicó.- Villota lo abofetea.- Neira en Cumpeo.- Plan de Villota.- Ataca a la guarnición de Curicó.- Su derrota y persecución.- Fusilamiento de los prisioneros.- Prisiones de vecinos.- Muerte de Villota.- Se toma su cadáver por el de don Manuel Antonio Labbé.- Se cuelga en la horca.- Las montoneras de Vichuquén hostilizan a las autoridades españolas.

Durante la reconquista española los patriotas más animosos del partido de Curicó no permanecieron en la inacción; formaron guerrillas que prestaron a la causa de la revolución tan útiles servicios como las demás que se organizaron en los partidos centrales.

Esas montoneras que tenían su esfera de acción en el territorio comprendido entre el Cachapoal y el Maule, prestaron a la revolución servicios de inestimable valía, por cuanto, distrayendo al enemigo por el sur, segregando sus fuerzas y amedrentando a las autoridades realistas, hicieron más accesible a la expedición libertadora el camino de los Andes y facilitaron la comunicación de San Martín con los patriotas de Chile.

La formación de estas montoneras se debió a la levantada vista de San Martín, que mandó a Chile en la primavera de 1815, con diversos pretextos, a varios oficiales y emigrados a preparar la opinión a favor de su ejército. Una de estas arriesgadas comisiones la desempeñó el sargento mayor don Pedro Antonio de la Fuente. Al llegar a Santiago eran a veces reducidos a prisión y procesados por las autoridades españolas; pero las artificiosas trazas ideadas por la imaginación traviesa y llena de recursos de San Martín, contribuyeron a dejarlos salvos y en paz.

El sargento mayor de la Fuente, natural de Vichuquén, donde tenía sus propiedades y parientes, fue, pues, el primer propagador de las aspiraciones del genio militar más fecundo que produjo la revolución chileno-argentina. Lo secundó en esta obra el coronel don Antonio Merino, que, de paso para Concepción, se detuvo en Curicó e hizo internarse a sus parientes en los planes de San Martín.

En pos de éstos, llegó también a agitar a los campesinos de San Fernando y Curicó un hombre animoso, resuelto y temerario, Manuel Rodríguez. Fácil es inferir el prodigioso ascendiente que este agitador insigne lograría tener en breve sobre la voluntad de los patriotas de Colchagua. Aparte de las atrayentes cualidades del caudillo, obraba en su favor otro motivo más poderoso para arrastrar a los campesinos a cualquiera aventura contra los españoles, cual era la irritación producida por las violentas exacciones de los agentes de Marcó del Pont. Despojados a título de prorrata de sus animales, agobiados con impuestos onerosos y privados de sus libertades individuales, pues nadie podía cargar armas y andar seis leguas sin pasaporte concedido por las autoridades locales, los hacendados y campesinos abrigaban naturalmente un odio mal disimulado contra sus opresores. De manera que los agentes enviados de Mendoza venían a trabajar en un terreno preparado; el éxito no podía ser dudoso.

En efecto, en la primavera de 1816 ya don Pedro Antonio de la Fuente y otros patriotas, sobre todo Manuel Rodríguez, habían aconsejado a sus adeptos la organización de montoneras y concluido de recorrer la región de la costa de Vichuquén y la central de Curicó. Rodríguez había estado en esta empresa temeraria en inminente riego de caer en manos de los españoles. Sabedor en la Huerta de que un destacamento realista lo perseguía, se disfrazó de mercachifle; pero habiendo sido denunciado su disfraz, se rodeó de tropas el lugar en que se encontraba y cuando se creía segura su prisión, se salvó arrojándose a nado al Mataquito.

De las montoneras que se formaron a influjos de los agentes de Mendoza, debemos mencionar en primer lugar la que organizó en la hacienda de Teno don Francisco Villota. Se dio a conocer Villota desde luego como un patriota entusiasta, decidido y valiente hasta el extremo. Fuera de estas bellas prendas personales, tenía ventajas físicas propias para arrastrar la voluntad del campesino y obtener de él un respeto absoluto y una obediencia ciega: la destreza del jinete y la fuerza de una musculatura excepcional.

Hijo del acaudalado comerciante vizcaíno don Celedonio Villota y de doña Francisca Pérez Cotapos, tenía sobre las cualidades nombradas, el influjo de una cuantiosa fortuna, que a la sazón gozaba como administrador de la hacienda de Teno, la más dilatada y rica del partido de Curicó. Había nacido en Santiago y tenía 30 años de edad cuando puso su fortuna y su bienestar al servicio de la patria. Inmediatamente de concebir el pensamiento de formar una montonera, comenzó a iniciar en su hacienda a sus más fieles inquilinos en los secretos de sus planes, a juntar peones a pretexto de emplearlos en las faenas agrícolas, tan numerosas en su propiedad, a ponerse de acuerdo con las temibles y no escasas bandas de malhechores de los cerrillos de Teno y a rogar a sus amigos lo secundaran en su empresa. Concurrieron a su llamado los jóvenes más resueltos de entre sus amigos: don Manuel Antonio Labbé, don Joaquín Fermandois, don Matías Ravanal, don Juan Antonio Iturriaga y don Fernando Cotal.

La posesión de la estancia que hemos nombrado le servía para disimular los trajines de conspirador, que pasaban a la vista de la generalidad como las naturales y siempre frecuentes diligencias de un hacendado, y lo que era más útil todavía, le proporcionaba todos los medios indispensables para el logro de sus designios. Con semejante actividad y tales recursos, bien pronto reunió una guerrilla como de cincuenta hombres regularmente armados.

Pero tal vez los trabajos de Villota no habrían sido tan eficaces sin la siniestra cooperación de José Miguel Neira, que por aquel entonces era el más tristemente célebre de los bandidos que merodeaban en los cerrillos de Teno.

Neira había sido en su infancia ovejero de la hacienda de Cumpeo, situada en el departamento de Talca. Cuando llegó a la edad adolescente, le aburrió la vida pacífica y casi sedentaria del guardador de animales y se plegó a una partida de bandidos que tenía su guarida en las montañas de la hacienda en que era empleado.

Desde las primeras excursiones se mostró temerario hasta lo increíble, inteligente, previsor y sanguinario, cualidades que le granjearon la admiración y el respeto de los demás bandidos y lo llevaron al puesto de capitán de una banda.

El teatro de acción que los bandidos de aquel tiempo elegían de preferencia eran los famosos cerrillos de Teno. Neira, aunque periódicamente, prefirió también ese ancho campo de escapada y de botín para ejercer sus latrocinios y cometer frecuentes asesinatos.

El arrojo de Neira se había hecho proverbial entre los malhechores y la gente del campo; no tenía igual en las tradiciones del bandolerismo de Teno. Elegiremos una de las muchas aventuras de que está llena su vida para que se conozca el temple de su índole feroz.

Una vez atacó una caravana de comerciantes y arrieros en número doble quizás del que formaban sus secuaces. Conociendo los asaltados cuál podía ser el jefe de los asaltantes, se arrojaron resueltos sobre él como hasta seis individuos; lo rodearon, lo comprimieron con sus caballos, lo sacaron del campo de la riña y lo acuchillaron furiosamente. Neira, sin perder su serenidad, aguijoneó su caballo, esgrimió su puñal y haciendo un esfuerzo desesperado, rompió el círculo que lo rodeaba, hirió a los que en la escapada se le acercaron y se salvó acribillado de heridas. De su gente, una tercera parte, cuatro o cinco, quedaron en el campo, muertos o heridos. Sucedió esto poco antes de sus correrías de montonero.

Este arrojo, que constituía la cualidad más sobresaliente de la fisonomía moral del bandido, lo arrastraba a sentir una especie de estimación respetuosa por todos los que mostraban un valor excesivo: por eso oyó a Rodríguez y se acercó a Villota. El lance que vamos a contar prueba el respeto que tenía por los hombres valientes.

Vivía en Quilvo un campesino apellidado Guajardo, que gozaba de reputación de intrépido y cuyos antecedentes no abonaban su conducta. Enfadado Neira de la fama de Guajardo y tal vez creyéndolo su émulo de profesión, cayó una noche sobre su modesta vivienda. Guajardo conocía a fondo las costumbres del terrible bandolero y se preparó a vender cara su existencia. Se armó de un chuzo y esperó; el primer bandido que intentó traspasar los umbrales de la puerta, cayó herido. Irritado con esta inesperada resistencia, Neira se decidió a penetrar él mismo a la casa de Guajardo; mas, al instante un rudo golpe le abrió una herida en la cabeza y lo tendió exánime hacia afuera. Mientras que sus compañeros lo atendían, Guajardo y su esposa, únicos moradores de aquella vivienda, escapaban ilesos al interior de unos potreros.

Algunos años habían transcurrido después de esta escena. Neira, convertido ahora en guerrillero, la había olvidado por completo y no conservaba de ella otro recuerdo que una cicatriz. Un día encontró a Guajardo en las inmediaciones de Teno. Al instante le ordenó que se preparase a morir. Lo motejó de cobarde el amenazado y le pidió un sable para morir como valiente; accedió Neira y se trabó entonces una lucha desesperada. De nuevo Guajardo lo hirió; lo que le valió su perdón y la admiración de su formidable adversario.

Éste era el hombre que mediante los consejos de Rodríguez iba a ser el caudillo de una montonera insurgente. Cuáles serían sus secuaces, fácil es inferirlo conociendo los rasgos principales de su carácter y de su vida nómada y sanguinaria. Tenía por sus lugartenientes u oficiales de su partida al bandolero Santos Tapia y a otros dos de apellido Illanes y Contreras; el último era un gaucho tan hábil para tocar la guitarra como para degollar sus víctimas.

En la región de la costa formaron asimismo algunos hacendados montoneras insurgentes que molestaron a las autoridades españolas de Vichuquén y fatigaron a las guarniciones de Curicó y San Fernando. En aquel pueblo organizó una partida don Basilio de la Fuente; en la montaña que da vista al valle del Mataquito reunió don Felipe Moraga un grupo de campesinos; en la zona montañosa del nordeste de Vichuquén logró juntar otro don Francisco Eguiluz y en el valle del Mataquito formó también una guerrilla con los indígenas de Lora el clérigo don Juan Félix Alvarado. Todos estos grupos estaban compuestos de gente escogida, tanto por su valor y resolución, cuanto por tener un conocimiento exacto de la topografía de los lugares en que maniobraban; pero carecían casi por completo de armas de fuego.

Veamos ahora cómo se pusieron en ejercicio estas diversas guerrillas. La primera que entró en acción fue la de Neira. Rodríguez, al ponerse de acuerdo con éste para utilizarlo como instrumento de hostilidad contra las autoridades españolas, le había trazado la regla de conducta que debía observar. Consistía en interceptar las comunicaciones, atacar las partidas realistas poco numerosas, merodear por las cercanías de los pueblos y robar únicamente a los españoles, cuyos bienes creyó Neira desde entonces que podría tomar como botín legítimamente adquirido.

Desde el mes de mayo de 1816, Neira comenzó sus correrías en los partidos de San Fernando, Curicó y Talca. Bien armada su banda con elementos enviados de Mendoza, se hizo más atrevida y activa que antes, estimulada por el botín de dinero, caballos, armas y ropa.

Neira fue el azote de los propietarios realistas. Un solo hecho bastará para figurarnos la táctica y el arrojo de estos bandoleros. Una noche se dirigió al lugar llamado «Peor es nada», situado un poco al norte del estero de Chimbarongo, con el objeto de saltear a un señor Guzmán, tildado de partidario de la causa realista. Diez o doce hombres acompañaban solamente a Neira. Afortunados anduvieron los ladrones en la empresa, porque se escaparon para los cerrillos de Teno con un rico botín en que iba también una carga de plata. Al venir el día, Neira estaba a este lado del río, en dirección a Quilvo, en la pobre vivienda de una mujer que le guisaba una cazuela. Del lugar del salteo habían corrido a dar aviso a San Fernando, de donde salió en su seguimiento una partida de milicianos, avanzada de otra de españoles que venía más atrás. Neira lo suponía y esperaba, paseándose con inquietud, la llegada de sus perseguidores mientras que su segundo Contreras tocaba la guitarra. Pero en un momento dado fue tan unánime la persuasión de que los perseguían, que la mujer le suplicó abandonara su casa, y Contreras se negó a seguir cantando. Ordenó imperiosamente el bandido que cada cual siguiera en su ocupación y continuó acechando en la puerta del rancho.

Pronto aparecieron como quince o veinte hombres con lanzas. Neira dio el grito de alarma y todos saltaron sobre sus caballos y ganaron un bajo. Cuando estuvieron más cerca, dio el grito de fuego y cargó sobre ellos, machete en mano. Los hizo retroceder, los puso en fuga y los precipitó al río como a una manada de tímidas ovejas.

A los que quedaron fuera de combate por los golpes de machete, les dio puñados de plata y los despidió diciéndoles: «Tomen, para que se vayan a curar y nunca vuelvan a meterse con Neira.» Volvió enseguida a la cazuela para dirigirse después a Cumpeo.

Asustado el ridículo y medroso presidente Marcó del Pont de las incursiones de Neira, nombró el 28 de mayo en comisión especial al capitán de carabineros de la Concordia don Joaquín Magallar para que, con la compañía de su mando, fuese a aniquilar las bandas patriotas del partido de San Fernando y al propio tiempo recorriese los de Curicó y Talca. Encargó a los respectivos cabildos que le prestasen los auxilios necesarios. En una de las persecuciones que Magallar emprendió contra la banda de Neira, cayó en su poder el bandido Santos Tapia: fusilado en julio por la espada en la ciudad de Santiago, sus restos se trajeron a los cerrillos de Teno y se exhibieron en una jaula de fierro para escarmiento de malhechores y montoneros.

Mientras tanto, Villota, ayudado por Neira, había aumentado su guerrilla, con la que ejecutaba sus primeras escaramuzas en la ribera norte del Teno y se comunicaba con San Martín por el boquete del Planchón y los senderos de Huemul. Le servían ordinariamente de emisarios los jóvenes Manuel Antonio Labbé y Fernando Cotal, los cuales atravesaban la cordillera aún en los meses en que la nieve que se acumula en los Andes no da paso a los viajeros. Para repartir en Santiago las comunicaciones que Villota recibía de Mendoza, se valía de don Matías Ravanal, animoso mancebo de quince años, que por su corta edad no daba lugar a sospechas. Con todo, en una ocasión se lo denunciaron como espía a San Bruno, quien, poniéndole el estoque al pecho lo interrogó violentamente por su nombre y su procedencia; mas, los pocos años de Ravanal, sus juramentos de inocencia y las noticias falsas que ideó, desarmaron al temido esbirro de la reconquista.

Marco del Pont creyó que el capitán Magallar no tenía las aptitudes requeridas para desempeñar la delicada comisión de exterminar las guerrillas y nombró para reemplazarlo el 2 de septiembre al coronel don Antonio Quintanilla, jefe muy bien conceptuado en el ejército realista. Se trasladó al cantón de Colchagua con el escuadrón de su mando, carabineros de la Concordia. Al principio creyó que las montoneras se habrían disuelto para no reorganizarse más, pero en realidad permanecían ocultas acechando el momento oportuno para fatigar a los españoles.

A fin de dar una batida general a las guerrillas insurgentes, Marcó mandó reforzar la guarnición de las villas del cantón militar que estaba a las órdenes de Quintanilla. Con fecha 26 de octubre nombró de jefe militar de Curicó al capitán don Manuel Hornas.

Hornas era un soldadote sin maneras ni noción de la equidad: altanero, duro con los patriotas, a quienes agobiaba con multas y contribuciones que imponía por simple capricho o codicia, con el beneplácito de su colega en el orden político. Vejaba a los vecinos por los motivos más fútiles. Si llegaba a las fondas, hacía salir a todos los concurrentes u obligaba a los dueños de esos establecimientos de diversión a cubrirle una mesa de vasos de licor para él y sus camaradas.

Villota juró vengar al vecindario en que tenía tantos amigos y para cumplir su palabra entró sólo una vez al pueblo y fue a esperar a Hornas a una fonda que éste frecuentaba diariamente, situada a la medianía de la cuadra del sur de la plaza de armas, de propiedad de unas mujeres de apellido Salinas.

La noche cubría ya las solitarias calles de la villa con la densa oscuridad de aquellos años en que no había alumbrado público. No tuvo que esperar mucho el guerrillero patriota, pues llegó bien pronto el capitán Hornas. Apenas había dado algunos pasos en el interior de la fonda cuando Villota cayó sobre él de sorpresa y lo derribó a bofetadas; huyó enseguida por la calle de Maipú, torció por la de San Francisco, llegó a la cañada y entró a esconderse a otra fonda que tenían unas mujeres llamadas María y Carmen Corvalán en la mitad de la cuadra comprendida entre la del Estado y San Francisco, lado del poniente. Hornas se levanta y en el paroxismo de la cólera, desenvaina su espada, pregunta, vocifera, maldice y llama a la guardia de la cárcel. Llega un grupo de soldados y se hace un tumultuoso registro en la fonda, en la plaza y sus inmediaciones. Villota huyó a Teno, acompañado de algunos amigos que lo esperaban en las afueras del pueblo. Hornas salió en su persecución; pero el hacendado patriota conocía a palmos el terreno en que maniobraba su guerrilla y se escondía en las quebradas, cerros y bosques de sus fundos.

Mientras que el irritado capitán de carabineros perseguía tenazmente a Villota, Neira aparecía en Cumpeo, donde se habían deslizado sus primeros años de ovejero, y después de un reñido choque en que perdieron la vida un mayordomo y varios peones, se apoderó de las casas de la hacienda y comenzó a merodear por los contornos.

Estos sucesos, que llegaron a Santiago en alas del miedo y de la exageración, fueron parte a perturbar el espíritu medroso del capitán general Marcó del Pont y a precipitarlo en la adopción de medidas despóticas, tales como las de prohibir andar a caballo, cargar armas, vivir en los campos sin permiso del Gobierno, ausentarse de las ciudades sin pasaporte y poner a precio las cabezas de Rodríguez y Neira.

Apremió a Quintanilla para que fuera más diligente en la persecución de los montoneros. Este jefe consiguió rodear en Cumpeo la banda de Neira y tomar cuatro prisioneros, que se fusilaron inmediatamente y cuyas cabezas se trajeron a Curicó para exponerlas en los caminos. Pero este contratiempo estuvo compensado con las ventajas obtenidas por Rodríguez en el asalto a Melipilla y por los patriotas Francisco Salas y Feliciano Silva en el ataque a San Fernando.

Exasperado Marcó del Pont por los últimos asaltos de los guerrilleros patriotas, dictó otros bandos más restrictivos y arbitrarios aún que los anteriores y ordenó en los primeros días de enero el siguiente movimiento de tropas: el comandante don Manuel Barañao con su escuadrón de húsares de Abascal para la guarnición de San Fernando; para el cantón de Curicó y Talca al coronel don Antonio Morgado con su escuadrón de dragones y una parte de los carabineros de la Concordia y al coronel Quintanilla con una partida de este último cuerpo para resguardar el boquete del Planchón. Quintanilla levantó una fortificación en el camino de la cordillera, a la orilla derecha del río Claro, afluente del Teno y en el mismo lugar que desde entonces se llama «La Trinchera».

Quintanilla mandó también algunos espías al otro lado de los Andes. Igual cosa había hecho ya el padre franciscano fray Melchor Martínez, enviado por Marcó del Pont a Curicó exclusivamente para el servicio de espionaje.

Villota más animado con el éxito de sus correrías y con la noticia de los asaltos de Melipilla y San Fernando, resolvió sorprender la villa de Curicó. Obrando con cautela y suma actividad, aumentó en la vasta hacienda de Teno su montonera como a cien hombres, compuesta de sus inquilinos, de algunos bandoleros de Teno, de campesinos remunerados por él y de varios jóvenes y hacendados amigos suyos que le servían de oficiales. Entre éstos, se distinguían por su valor o por su conocida posición don Juan Antonio Iturriaga, don Joaquín Fermandois, don Manuel Antonio Labbé, don Matías Ravanal y don Fernando Cotal. La gente de Villota estaba muy mal armada; apenas tenía algunos sables, tercerolas y chuzos, insuficientes para cien hombres.

El bizarro capitán de la montonera sabía perfectamente por sus espías y amigos de Curicó que Morgado tenía bajo sus órdenes en la villa ochenta dragones y la compañía de cazadores del batallón Chillán. Por esto el plan que se formó fue sorprender las avanzadas españolas, efectuar una rápida entrada al pueblo y caer inopinadamente sobre la guarnición, retirarse enseguida a la cordillera y esperar allí la llegada de Freire. El fin práctico de este ataque no podía ser otro que alarmar a las autoridades de Santiago y atraer al sur más fuerzas de las destinadas a resistir al ejército libertador.

En la noche del 24 de enero Villota movió su montonera hacia Curicó; al venir el día llegó por el camino del oriente a las goteras de la villa. Todas las noches recorría los contornos de la población un grupo de caballería que se estacionaba de ordinario en las calles que daban acceso a los caminos públicos. El cuartel de la demás tropa realista estaba en la plaza de armas, contiguo a la cárcel y en el mismo lugar donde está ahora el edificio de la intendencia. En la madrugada del 24 de enero la patrulla que resguardaba la villa durante la noche se había ido a colocar en los pequeños llanos que entonces había al oriente, donde hoy está la alameda.

Los montoneros de Villota fueron, pues a estrellarse con aquella partida volante, que los recibió con un fuego que puso en alarma a la fuerza de la plaza. Sin embargo, los guerrilleros patriotas dispararon sus armas y los más valientes cargaron con resolución; pero llegó un refuerzo de realistas que comenzó a hacer fuego desde los edificios inmediatos a la calle del rey, hoy del estado. La disciplina de tropas regulares pudo más que el arrojo y el espíritu de venganza que inflamaban los grupos desordenados de montoneros; al encontrarse con una resistencia seria, la guerrilla insurgente giró en confuso remolino y huyó en distintas direcciones. Además de uno o dos muertos, quedaron en poder de los españoles cinco prisioneros.

Morgado despachó inmediatamente en persecución de los fugitivos al capitán del batallón Chillán don Lorenzo Plaza de los Reyes con cincuenta hombres de este cuerpo y al teniente don Antonio Carrero con treinta dragones. Todo el día siguiente anduvieron estos oficiales tras de Villota y sus montoneros sin resultado alguno. En vano recorrieron la hacienda de Teno, amenazaron, ofrecieron recompensas y hasta hicieron ahorcar en las vigas de las casas de Villota al mayordomo José María Leiva para que confesara el lugar en que estaba escondido su patrón; todo fue inútil.

Entre tanto, Morgado mandó ahorcar a los cinco prisioneros patriotas, llamados Isidro Merino, Luis Manuel Pulgar, Brígido Berríos, Rosauro Quezada y Juan Morales. Como no hubiese en el pueblo verdugo que supiera aplicar esta clase de pena de muerte, fueron fusilados por la espalda y colgados en otras tantas horcas que se plantaron en la plaza. Al mismo tiempo Morgado mandó apresar a varios vecinos, a uno de los cuales, don Dionisio Perfecto Merino, remitió a Santiago, de donde se le mandó embarcar en la fragata Sacramento juntamente con muchos otros patriotas a quienes se trasportó a los presidios del Callao. Merino recobró su libertad a los dos años, pero murió de una enfermedad contraída en la prisión.

El capitán Plaza de los Reyes no omitía medio por su parte para dar con Villota. Por fin, el 27 de enero halló a la montonera patriota en Huemul, el fundo más oriental de los que componían la hacienda de Teno. Se encontraban descansando inmediatos a un bosque y al camino que por las montañas de Huemul conduce a la República argentina, que era el transitado por los emisarios de Villota y San Martín. En el momento en que el capitán español llegó a donde descansaban los patriotas, los caballos estaban desensillados y pacían por las cercanías. Villota intentó resistir; mas, sobre ser escasa su fuerza, la tropa realista rompió sin dilación sus fuegos que ocasionaron la pérdida de trece hombres. La fuga se produjo; el valiente capitán de los insurgentes, fiado en la bondad de un brioso caballo blanco que montaba ese día, se apartó a un lado para llamar la atención de sus perseguidores y dar tiempo a los suyos a que escaparan. Desgraciadamente el caballo se atasca en una ciénaga; Villota se desmonta y se prepara a morir peleando. Amartilla una pistola para dispararle a un soldado del batallón Chillán, llamado Nicolás Pareja, que viene a atacarlo de frente; en el mismo instante el dragón Fermín Sánchez llega por atrás y le da un balazo que arroja al suelo mortalmente herido al heroico montonero. A continuación llegan otros soldados y lo acaban de ultimar a bayonetazos.

Ninguno de los españoles conocía personalmente a Villota; por lo cual no les fue posible identificar su persona en el mismo lugar de este desgraciado suceso. Lo equivocaron con don Manuel Antonio Labbé, que, más afortunado, había conseguido salvar ileso. Creyendo que el muerto sería éste, llevaron los españoles el cadáver a las casas de la hacienda del Cerrillo, que pertenecía a la familia del joven guerrillero, y se lo presentaron a su propia madre doña Margarita Torrealba, muy persuadidos de que iban a presenciar una escena desgarradora para aquella respetable matrona. La señora era animosa y no se amedrentó con la presencia de un cadáver que reconoció, no por el de su hijo, sino por el de su íntimo amigo don Francisco Villota, cuya suerte lamentó. Por demás contentos con la revelación, se dirigieron a Curicó llevando atravesado en un caballo el cadáver del más valiente de los patriotas curicanos.

Con un lujo cínico de crueldad y con evidente ultraje a la moral pública, Morgado lo hizo colgar desnudo el día 28 de enero en una horca que se plantó en la plaza de la villa, frente a la cárcel.

Hallaron los españoles en una bota del infortunado guerrillero una carta del presbítero don Juan Fariñas, residente en Santiago, en que le comunicaba algunas noticias del enemigo. Semejante complicidad llevó a Fariñas al banco, para ser fusilado, y aunque se le perdonó por un acto de compasión del jefe encargado de ejecutarlo, tuvo que ir a la cárcel por algún tiempo.

Las montoneras de la costa no habían permanecido tampoco en la inacción. Hostilizaban sin descanso a las autoridades españolas o jueces territoriales, y a las fuerzas que se mandaban en su persecución desde las guarniciones de San Fernando y Curicó, ya arrebatando los cargamentos de víveres y las caballadas, ya saqueando las propiedades de las personas adictas al partido realista. La insurrección era general en los primeros días de febrero.

El padre Guzmán dice en su Historia que estando preso en el convento de San Pedro de Alcántara, Marcó del Pont dio orden para que se le llevase a Valparaíso escoltado por veinticinco hombres. Morgado le contestó que consideraba inútil esa medida, porque «seguramente lo quitarían los insurgentes con inevitable muerte de todos ellos, por hallarse la provincia de Alcántara en una insurrección general y con las armas en la mano». La montonera del presbítero Alvarado debía haber amagado por el poniente la villa de Curicó cuando Villota la asaltaba por el oriente, ignoramos por qué no lo hizo. A su vez los destacamentos que se desprendían de la guarnición de Curicó para ir a pacificar la jurisdicción de Vichuquén ejercían todo género de exacciones contra los moradores de aquella comarca. Saqueaban especialmente las propiedades de los patriotas. El guerrillero don Francisco de Eguiluz sufrió perjuicios de mucha consideración en sus intereses.

Mientras tanto, la hora de las represalias había llegado; San Martín venía en viaje para Chile.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Freire pasa la cordillera por el Planchón.- Se le juntan los montoneros de Huemul.- Combate de Cumpeo.- Cambio de autoridades en Curicó.- Prisiones de realistas después de Chacabuco.- Los fugitivos de Chacabuco y Santiago en la costa de Vichuquén.- Muerte de Neira.- El vecindario auxilia a San Martín.- El gobernador de la Peña.- Los vecinos huyen al norte después de Cancha Rayada.- Maipo: Los derrotados en Vichuquén.- Muerte del cacique Vilu.

Pocos días antes que las divisiones del ejército invasor trasmontaron las cumbres de la cordillera por los pasos de Uspallata y los Patos, el comandante Freire había descendido en los últimos días del mes de enero a la falda occidental del Planchón al mando de doscientos hombres, de los cuales la mitad apenas alcanzaba a ser de línea. Para evitar un choque con el destacamento que los españoles tenían apostado en su fortificación del antiguo camino del Planchón o con las partidas que recorrían los campos y montañas inmediatas, se desvió hacia la izquierda y fue a fijar su campamento cerca de la laguna de Mondaca, en las mismas serranías que servían de refugio a los montoneros insurgentes.

Aquí se le reunieron los patriotas de la guerrilla de don Francisco Villota: don Matías Ravanal, don Manuel Antonio Labbé, don Joaquín Fermandois y casi todos los individuos que habían escapado de la sorpresa de Huemul. Se le juntaron asimismo muchos auxiliares de todas condiciones, de los cuales los más conocidos y útiles eran José Miguel Neira y el sargento mayor de artillería don José Manuel Borgoño, militar de experiencia que guió a Freire en esta campaña. Sin detenerse mucho tiempo en esos lugares, continuó bajando las faldas andinas e inclinándose al sur hasta llegar a principios de febrero a las cercanías de la hacienda de Cumpeo.

No pasó inadvertida esta invasión para el coronel Morgado, jefe del cantón militar de San Fernando, Curicó y Talca. Inmediatamente reunió en la segunda de estas villas una fuerte división y la despachó a la montaña en distintas direcciones, seguro de rodear a los montoneros insurgentes y de exterminarlos para siempre. Una de estas partidas, de cien hombres, se acercó el 3 de febrero a la hacienda de Cumpeo. Al amanecer Freire cayó sobre ella de improviso y la derrotó completamente. Enseguida se retiró a la montaña a esperar el resultado de su triunfo que no fue otro por cierto que el de levantar el espíritu público de las villas y sus campos, y alarmar a los destacamentos del cantón, que corrían verdaderamente desatentados de allá para acá, de un lugar para otro. La presencia de ánimo de los jefes y autoridades españolas estaba perdida, y esto sólo importaba para Freire una victoria espléndida. La orden recibida por Morgado el 7 de febrero para reconcentrar sus fuerzas en Curicó y trasladarse a la capital, dejó a Freire expeditos los caminos del cantón militar que guarnecía aquel jefe.

Por todas partes se levantaron los patriotas triunfantes y gozosos al saber estas incidencias. Las autoridades locales huían aterrorizadas o se ocultaban convencidas de la pérdida inevitable del poder español. En Curicó se reunieron los vecinos el 11 de febrero, depusieron al subdelegado realista don Juan de Dios Macaya, eligieron un cabildo provisorio y encargaron el gobierno administrativo del partido a don Isidoro de la Peña, hacendado de prestigio y antiguo sargento mayor de milicias5. Dieron cuenta además a Freire de estos sucesos y le ofrecieron auxilio de víveres y caballos para que terminase con más ventajas su rápida y feliz campaña, invitándolo al propio tiempo para que ocupara la población. Un cambio análogo de autoridades se verificó en Talca y San Fernando, siendo en esta villa el promotor del movimiento popular el incansable Manuel Rodríguez, que poco antes recorría las costas de Colchagua comunicando a los patriotas su abnegación sin límites.

La victoria de Chacabuco vino a consolidar el restablecimiento de las autoridades independientes de Curicó y a producir el pánico entre los partidarios del régimen español. Luego que el ejército vencedor de San Martín entró a Santiago, el gobernador de la villa mandó apresar a los vecinos que más se habían distinguido como cooperadores de los realistas. Se aprehendió a los señores José María Arangua, que había ejercido las funciones de alcalde de primera elección y gobernador interino, caballero que gozaba de mucho predominio entre las familias de suposición de la costa; Manuel Márquez y Melchor Rojas, el primero regidor decano del cabildo y el último segundo alcalde; José Rodenas, español que hospedaba en su casa a los jefes de la guarnición; los padres franciscanos apellidados Rubio y Avila, predicadores de la conquista, y varios otros que habían desempeñado un papel más secundario. Bajo la custodia de una escolta mandada por el teniente don José Antonio Vidal, marcharon a la cárcel de Santiago; poco tiempo después interpuso su influencia en favor de estos reos políticos el patriota don José Gregorio Argomedo y fueron devueltos a su pueblo, a excepción de Arangua que salió del país desterrado.

Temerosos los grupos realistas que se retiraban al sur después de la batalla de Chacabuco de caer prisioneros si atravesaban el valle central, comenzaron a traficar por el camino de la costa, que no les presentaba tantos peligros. Los montoneros de esa región no vacilaron en salirles al paso, y, aunque inferiores en número, disciplina y armamento, durante varios días no desmayaron en su empeño de picar la retaguardia a los fugitivos, de hacerles fuego en emboscada y tomarles algunos rezagados. No siempre la victoria coronaba los esfuerzos de los patriotas; las más de las veces los fugitivos los hacían huir; pero en uno de estos choques, el vecino don Toribio Fuentes venció a una partida y pasó por las armas a los prisioneros en un paraje que desde entonces lleva el nombre de «Quebrada de los godos».

Después del triunfo de Chacabuco, los patriotas curicanos se afilaron en el ejército vencedor: don Matías Ravanal y don Manuel Antonio Labbé, que se distinguieron por sus hazañas posteriores; don Joaquín Fermandois y don José Antonio Villota, que se hizo oficial para vengar la muerte de su hermano Francisco. Don Fernando Cotal, joven arrojado que había sido algo así como sargento primero de la guerrilla de Teno, permaneció únicamente retirado del servicio activo de las armas para entrar algunos años más tarde a la guerrilla de malhechores de los Pincheiras.

Neira continuó en Talca la misma vida de robos y asesinatos que le habían dado tan siniestra celebridad. La disciplina no había podido modificar su naturaleza selvática y la gloria de sus hechos recientes no habían alcanzado tampoco a ennoblecer su alma vil y sanguinaria. Inútiles fueron los consejos de Freire para inclinarlos a los goces más delicados de la vida honrada; tuvo que hacerlo fusilar al fin para castigar un escandaloso salteo y violación que había perpetrado en el hogar de una honorable familia de aquella ciudad. Medida acertada en verdad fue la que tomó el jefe patriota al hacer pasar por las armas a un malhechor cuyos crímenes habían acerado su corazón y acrecentado su fama entre la plebe, que en aquellos tiempos, más que en los presentes, admiraba a los tipos de la fuerza brutal y los seguía para desorganizar la sociedad, fuese cual fuese el sistema de gobierno que rigiera al país.

En los aprestos que el general San Martín hacía en enero de 1818 para organizar el ejército que debía salir al encuentro del que don Mariano Osorio traía del Perú para invadir a Chile, Curicó estuvo a la altura de su conducta anterior en los sucesos ya conocidos. Auxilió a aquel jefe con dinero, caballos y algunos soldados, elementos que reunió el gobernador don Isidoro de la Peña por suscripciones del cabildo y del vecindario.

Este mandatario se distinguió en esta ocasión por su actividad y después de la batalla de Maipo, por su espíritu organizador y conducta discreta para ayudar de distintos modos al sostenimiento de la guerra. Expedía largas y altisonantes proclamas para avivar el patriotismo de los habitantes del partido, y a las comisiones que nombraba para arbitrar recursos, les daba minuciosas instrucciones tendentes todas a sacar el mayor beneficio posible de la buena voluntad pública.

En fin, los ejércitos patriota y español se movieron para librar la gran batalla que iba a decidir la suerte de Chile. Al cabo de algunas escaramuzas en que una división española ocupó a Curicó para abandonarla en breve a la aproximación de San Martín, el ejército independiente llegó a Cancha Rayada el 19 de marzo de 1817. Los momentos más solemnes y críticos de la revolución chilena habían llegado. Sorprendido en la noche del mismo día, tuvo que emprender hacia el norte una precipitada fuga casi completamente deshecho.

Las tropas que huían pasaban como a media legua al oriente de Curicó, por estar entonces el camino real o de la frontera a esa distancia del pueblo. A pesar de esto, muchos soldados originarios de la villa o que iban muy fatigados de la marcha, penetraron a sus calles, arrojaron sus armas en la plaza y se ocultaron, comunicando antes su terror a los moradores de la población. San Martín que alojó en Curicó la noche del 20, aconsejó al vecindario que se trasladase a algún punto de más al norte y le señaló la aldea de San Francisco del Monte; ignoramos qué razones tendría para ello; quizás si la de estar separado del radio en que pensaba poner en acción su portentosa estrategia6. Se formó, pues, una caravana muy numerosa de familias de todas condiciones sociales y salió del pueblo bajo la dirección del vecino don Diego Donoso, en ausencia del gobernador que había huido a la costa. La villa quedó solitaria y silenciosa como una población en ruinas, y a merced de los guerrilleros realistas.

El 5 de abril el genio de San Martín obtuvo en los campos de Maipo la victoria más espléndida y que mayor daño causó al poder de los españoles en América. Los derrotados, especialmente la columna del coronel Rodil, huyeron a Talcahuano por el camino de la costa.

Las montoneras de esa región se pusieron todas en movimiento y comenzaron a hacer la misma guerra de emboscadas y sorpresas de que se valieron con los fugitivos de Chacabuco. Muchos grupos de soldados españoles cayeron prisioneros. El guerrillero don Francisco Eguiluz se corrió con su gente al camino que frecuentaban los derrotados y los hostilizaba sin descanso. En una de estas embestidas los realistas dieron muerte a varios patriotas, entre los cuales cayó peleando como un valiente el cacique de Vichuquén don Basilio Vilu, que había prestado a la revolución su concurso y el de los indios de su dependencia7.




ArribaAbajoCapítulo IX

Los capitanejos y la situación del sur después de Maipo.- La guerrilla de los Prietos.- Se apoderan de Curicó.- Son derrotados en la provincia de Talca.- Organización de los Dragones de la patria.- Don Carlos M. O’Carrol.- Don Ambrosio Acosta.- Los Oficiales.- Los dragones salen al sur.- Combate con los Pincheiras.- Campaña a la Araucanía.- Felicita el Gobierno al escuadrón curicano.- Combate del Pangal.- Muerte de O’Carrol.- Combate de las Vegas de Talcahuano.- Batalla de Concepción.- Disolución del escuadrón de dragones.- Suerte posterior de los oficiales.

La lentitud de los patriotas para perseguir y aniquilar al ejército español después de la batalla de Maipo, dio tiempo a éste para rehacerse en el sur y fue parte a que se levantara una serie de siniestros capitanejos que ensangrentaron nuestras provincias australes y pusieron en zozobra más de una vez las armas de la naciente república, de los cuales fueron los más nombrados Vicente Benavides, que inició la guerra a muerte; el coronel Pico que la continuó y Pablo Pincheira, que adquirió en aquella época por sus latrocinios y sangrientos crímenes, una terrible reputación de bandido y montonero.

Las poblaciones y fuertes de la zona comprendida entre San Carlos y Concepción, la cordillera y el mar, experimentaron los trastornos, contratiempos y desgracias consiguientes a las invasiones de esas turbas desalmadas; hasta llegar a la misma ribera del Maule se advertía en los pueblos una especie de fermentación producida por la presencia de estas bandas sin Dios ni ley.

Aunque lejos de aquel teatro de sangre, Curicó tampoco estuvo exento de ser la presa de una de estas montoneras, que por cierto no tenía una fisonomía tan terrible como las del sur.

En noviembre de 1818, comenzaron a formar una guerrilla en los montes de Cumpeo tres hermanos, vecinos de Talca, cuyos nombres eran Francisco de Paula, José y Juan Francisco Prieto. A pesar de ser personas relacionadas en aquella ciudad y de no carecer de cierto influjo personal, durante la revolución habían asumido una actitud meramente pasiva. Ahora se armaban en contra del gobierno de O’Higgins y de la Constitución provisional promulgada en octubre de 1818.

Creían que el descrédito de la dictadura del vencedor de Chacabuco los llevaría a la celebridad que alcanzó como guerrillero el inmortal Rodríguez, y les proporcionaría tan crecido número de adeptos, que pondrían al Gobierno en condiciones por demás apuradas: doble error que los hacía concebir su falta absoluta de conocimientos militares y la carencia de un discernimiento claro para medir las dificultades y las consecuencias de tan aventurada empresa.

Don Francisco de Paula tomó el sonoro título de Protector de los pueblos libres de Chile, y como tal se dirigió al general del ejército del sur, brigadier argentino don Antonio González Balcarce, y al intendente de Concepción don Ramón Freire, ocupados a la sazón en contener las guerrillas de aquellos lugares, invitándolos a derribar la administración de O’Higgins, proposición que ambos naturalmente miraron como ridícula y pusieron en conocimiento del Gobierno.

La suerte favoreció, no obstante, a los hermanos Prietos en la primera jornada de su guerrilla; porque auxiliados por sesenta desertores del regimiento de granaderos, cayeron de improviso sobre la villa de Linares y la saquearon. De ahí se dirigieron a Curicó, pasando por la ciudad de Talca.

Gobernaba el partido, como lo hemos dicho ya, don Isidoro de la Peña, quien, en su larga vida de gobernador departamental, se vio más de una vez en trances tan difíciles como el presente. Sabedor de la aproximación de los Prietos, huyó el mandatario, quizás por no tener fuerzas disponibles con que resistir.

Entraron los montoneros al pueblo, incorporaron a su banda unos cuantos reos que había en la cárcel, impusieron contribuciones a los vecinos más pudientes, saquearon el estanco y el escaso comercio de aquellos años y retrocedieron con dirección a Cumpeo por tener noticias de que venía un destacamento a su encuentro.

Eran las primeras partidas de observación organizadas por el coronel de San Fernando don José María Palacio. Al saberse en este pueblo el saqueo de Curicó, el cabildo se reunió y acordó nombrar jefe de una partida al juez territorial o subdelegado de Chimbarongo don Joaquín Fermandois, nieto del corregidor del mismo nombre y aguerrido patriota de las huestes de Villota y San Martín.

Marchó Fermandois a Curicó escalonando su fuerza en pequeños grupos y a distancia de dos en dos leguas. Desde aquí escribió a José Prieto una carta en que se fingía descontento de la situación y le ofrecía gente, armas y caballos, con el objeto de hacerlo salir de sus guaridas de Cumpeo.

Prieto desconfió, pero luego se presentó a su campamento como desertor el célebre guerrillero catalán, al servicio de Chile, don Francisco Javier Molina.

Entre tanto, algunos destacamentos habían salido en persecución de los montoneros. Comandante en jefe de esas fuerzas era el coronel Palacio y jefes subalternos don Francisco Martínez y don Santiago Sánchez.

Confiados los Prieto en Molina, que estaba de acuerdo con uno de los destacamentos que los perseguían, se dejaron sorprender y, aunque desplegaron mucho valor en la sorpresa, fueron derrotados. Entre los prisioneros cayó José Prieto, que sufrió en Talca la pena capital8.

Don Francisco de Paula fue apresado en la ribera del Cachapoal, en viaje para el sur y de regreso de Santiago, adonde había ido en busca de recursos y correligionarios el 30 de abril de 1819, después de un breve sumario, se le fusiló en aquella ciudad juntamente con un subdelegado de Paine, a quien indujo a tomar parte en sus planes de conspiración.

Mientras tanto, el estado de conflagración que existía en el sur tomaba de día en día mayor incremento y se hacía aún más peligroso con el levantamiento de los indios y la falta de recursos en que se encontraba el mariscal Freire, director de aquella guerra tan heroica como angustiosa para el ejército de la patria.

Freire no cesaba de pedir amparo al Gobierno, consagrado por entonces a las empresas más gloriosas y vitales de San Martín y lord Cochrane. Nunca llegaron a su poder los caballos, víveres, municiones y dinero que pedía con tanta insistencia. En lo único que se le accedió fue en el envío de un escuadrón de refuerzo que se denominaba «Dragones de la Patria» y que en el curso de estas campañas desempeñó un rol brillante, por sus oportunos servicios y por su heroísmo, no conocido en lo presente como debiera ser.

Este escuadrón fue curicano; organizado e instruido en Curicó. Se mandó crear en agosto de 1819, y la tropa se sacó del mismo pueblo y de sus inmediaciones. Le sirvió de cuartel el claustro de San Francisco y de campo de ejercicios los muchos llanos que en aquel entonces rodeaban la población y que ahora se han convertido en fértiles propiedades; le sirvió especialmente la alameda y la plaza, anchos y espaciosos locales para las maniobras de la caballería, sin más obstáculos que algunos espinos y romeros.

El efectivo de este cuerpo ascendía como a 250 hombres, mandados por el teniente coronel don Carlos María O’Carrol. Era este jefe de nacionalidad inglesa, irlandés, y había llegado de Buenos Aires a incorporarse al ejército patriota un mes después de la batalla de Maipo. Le precedía una honrosa fama de militar valiente y cumplido caballero, perteneciente a la aristocracia de su país.

Su grado de teniente coronel lo había conquistado a los veinticuatro años de edad y a fuerza de servicios relevantes prestados en el ejército inglés, en el sur de Francia y en España; con tan importantes servicios había conquistado del mismo modo las cruces de la flor de lis y de Carlos III.

O’Carrol vino a poner su espada al servicio de la patria aconsejado por lord Cochrane y atraído por el nombre de tantos extranjeros que al terminar la revolución francesa llegaron a las playas de América. Tanto por sus recomendables antecedentes cuanto por su carácter de extranjero el gobierno de O’Higgins lo nombró el 30 de marzo de 1819 jefe del escuadrón curicano, cuya dirección tomó el 27 de abril del mismo año.

Así en Santiago como en Curicó, el comandante O’Carrol fue recibido por todos con señalada obsequiosidad, porque realzaban su mérito una figura bizarra y una educación esmerada. Mientras estuvo disciplinado en este pueblo a los dragones, encontró en las familias más honorables de la localidad cariñosa y casi entusiasta hospitalidad.

Mandaba como segundo jefe el sargento mayor don Ambrosio Acosta, español de nacimiento, que había abandonado a principios de este año las filas del ejército realista siendo teniente de cazadores, para entrar a militar en las de la patria. Acosta estaba dotado de una vivacidad extremada; decidor amable y sagaz, de talento y de imaginación, poseía mucha facilidad para idear sus planes y ejecutarlos con prontitud, sin dejar por eso de ser un militar reposado y tranquilo cuando las fuerzas de las cosas así lo exigían. Se le llamaba por esto «el loco Acosta». Sobre todas estas cualidades, estaba la que más útil debía ser al escuadrón de curicanos; Acosta era el primer táctico de caballería que se conocía en Chile.

El sargento mayor es el eje de un cuerpo; según sus aptitudes y conocimientos, el soldado es diestro o torpe. Por otra parte, y reflexionando en orden a este punto, se puede sostener que el primer jefe es el creador y el sostén del espíritu de disciplina y moralidad que debe reinar en toda agrupación armada: luego el escuadrón Dragones de la patria tenía los medios principales para adquirir la más alta reputación a que puede llegar un cuerpo de ejército.

De entre los oficiales, debemos mencionar como a los más distinguidos al capitán graduado a mayor don Francisco Ibáñez, valiente militar que en el Membrillar ascendió de soldado a sargento y que en Rancagua conquistó la espada de oficial por su valor temerario, que lo llevó hasta enlazar con ánimo sereno los cañones de las trincheras realistas; a los capitanes don Miguel O’Carrol, primo hermano de don Carlos, que había servido como él denodadamente en el ejército inglés, y a don Manuel Antonio Labbé, el más meritorio de todos sin disputa.

Era don Manuel Antonio un oficial alentado y aguerrido que se había encontrado en las batallas de Rancagua, Chacabuco y Maipo, en las cuales su valor había sido objeto de merecidos encomios de parte de sus jefes. Se distinguió sobre todo en el periodo de la reconquista española, en el que le hemos visto figurar como segundo de Villota.

Pasó dos veces la cordillera en pleno invierno, llevando las comunicaciones que los patriotas de Curicó enviaban a San Martín. Su padre, el coronel de milicias don Juan Francisco Labbé, prestó también al escuadrón de dragones toda la cooperación del caso, como hacendado y como jefe. Secundó con buenos resultados los afanes del gobernador de la Peña, quien, si carecía del nervio militar que da bríos a un corazón resuelto y entero, poseía en cambio una actividad innegable y cierto tino de organizador no muy común en los mandatarios de media cultura de aquella época.

De los otros oficiales creemos dignos de especial mención al teniente don José Silva y al alférez don José Verdugo, no tanto por ser hijos de Curicó, cuanto por su honroso comportamiento en las campañas del escuadrón. El primero, perteneciente a los Silva del Convento Viejo, era un joven resuelto que jamás conoció el miedo y a quien llamaban Napoleón sus compañeros, por su pequeña estatura y airoso porte: después de colgar la espada del patriota se dedicó a la persecución de los bandidos del departamento; el otro, un veterano de la independencia que había asistido a las principales batallas como soldado de granaderos, se granjeó en esta guerra de montoneros, de indios y salteadores, a la vez que la estimación de superiores, el respeto de compañeros y el temor de enemigos.

A la conclusión del año 1819 el escuadrón salió de Curicó a guarnecer a Chillán, donde tuvo bien pronto oportunidad de manifestar el brillante pie de disciplina en que se encontraba. El 4 del mes de enero de 1820 las huestes del famoso bandido Pincheira bajaron de la montaña y atacaron inopinadamente la población de San Carlos, persuadidos de que estaba desamparada, pues ignoraban el arribo de la caballería curicana a la ciudad nombrada. Sabida que fue la noticia por O’Carrol, mediante los avisos oportunos y rápidos dados por la autoridad del pueblo atacado, ordenó a sus granaderos que ensillasen y a todo escape pasó el río Ñuble y logró alcanzar a los montoneros, que se retiraban a la montaña con dirección al boquete de Alico, completamente cargados con un rico botín en que no faltaban algunas señoritas elegidas por la salvaje lascivia del araucano.

Hubo un choque violento; los patriotas alcanzaron a los montoneros realistas en el lugar llamado «Monte Blanco»: el primero que alcanzó al enemigo fue el ayudante Molinare con un grupo de soldados que servía de descubierta al grueso del escuadrón y en el cual iba también el alférez Verdugo. Los indios y montoneros resistieron valientemente y mataron al jefe de esta partida; pero muchos de los guerrilleros quedaron en el campo de batalla.

El alférez Verdugo hizo prodigios de valor; un cabo se defendió de cinco indios detrás de su caballo, y un soldado de apellido Guajardo, de Quilvo, levantó con extraordinaria pujanza de una lanzada a un indio y se defendió con admirable bravura de siete más que lo rodeaban. En estas circunstancias llegó el resto del escuadrón y atacó primeramente la mitad del capitán Labbé y enseguida las demás, con un ardor irresistible. El resultado final de esta jornada fue la derrota de los soldados de Pincheira y la pérdida de su botín. Le tocó de éste al alférez Verdugo una hermosa dama que arrebató a los feroces pehuenches y a quien entregó enseguida su corazón, mas no su mano.

A su vuelta a Chillán, recibieron al escuadrón en la ciudad con repiques, luminarias y otras señales de regocijo que atestiguaban la gratitud de sus habitantes.

Después de esta acción de guerra tan distinguida, O’Carrol se dirigió a los Ángeles, donde mandaba una división el mariscal don Pedro Andrés Alcázar, ascendiente de la familia del mismo nombre establecida en Curicó. La situación de Alcázar era sumamente difícil por los frecuentes sitios a que lo sometían las fuerzas enemigas. Para escarmentarlas y poner en ejecución un plan de ataque acordado con Freire, se propuso llevar la guerra al centro de la misma Araucanía. A principios de 1820, salió de aquel pueblo con una división compuesta de los Dragones de la patria, un escuadrón de Cauquenes a las órdenes del coronel don Antonio Merino, de los Merinos de Curicó, el batallón Cazadores de Coquimbo y algunos milicianos. La expedición fue funesta para los patriotas, asediados por numerosos enemigos que picaban sus flancos y retaguardia con inaudito atrevimiento. Hubo que emprender una retirada verdaderamente desastrosa que equivalía a una derrota. En esa jornada desplegó una moralidad y disciplina a toda prueba el escuadrón curicano, que cubrió la retirada con todo orden y valor.

Prueba de ello fue el honroso testimonio de aplauso que el supremo gobierno hizo a la conducta de los dragones en el siguiente documento dirigido al jefe de este cuerpo:

«El Excmo. señor director supremo, vivamente complacido de los ventajosos choques que Ud. se sirve detallar por su recomendable nota de 17 próximo anterior, tributa a Ud. y a los demás jefes, oficiales y tropa del cuerpo de su mando, en su nombre y en el de la patria las gracias más expresivas».

Es digna del más alto elogio la bravura y disciplina con que pelearon en la marcha y retirada sobre el Bío-Bío todas las clases de ese benemérito escuadrón.

Estas gloriosas ocurrencias, que formarán algún día la historia particular de ese cuerpo, serán grabadas con caracteres indelebles para el reconocimiento y estímulo a las edades futuras.

Pero como la magnanimidad de S. E. no puede dejar al tiempo la recompensa del más pequeño sacrificio hecho en obsequio de la libertad de la nación, puede Ud. asegurar a los individuos todos que han tenido mayor parte en el crédito y buen concepto del cuerpo, que el Gobierno les tiene muy presentes y a la vida para recompensar sus servicios, según justamente se han hecho acreedores.

En contestación tengo el honor de comunicarlo a Ud. para su satisfacción y la de los individuos precitados.

Dios guarde, etc.

Santiago, marzo 20 de 1820.

José I. Zenteno».



Apenas repuesto de las fatigas de la retirada, el escuadrón siguió más al norte y se estableció de guarnición en Tucapel, donde sostuvo algunos choques con fuerzas enemigas y sufrió grandes penurias con la escasez de víveres. De este punto se trasladó a guarnecer a Rere.

Las tropas de los montoneros realistas habían sufrido mientras tanto una radical modificación en su personal y organización, mediante la iniciativa y el talento del comandante español don Juan Manuel de Pico, segundo de Benavides, y en realidad de verdad la cabeza y el brazo que dirigió y sostuvo la sangrienta guerra a muerte. Formó este jefe un escuadrón de caballería que tenía la disciplina y la dotación de un cuerpo de tropas regulares y que vino a ser el núcleo de las armas de los españoles. Con este cuerpo y los demás grupos de Benavides, caballería e infantería, amenazó éste a los diversos destacamentos patriotas y logró vencer al comandante Viel que mandaba una partida de granaderos.

Amenazados de este modo, tuvieron que concentrarse las guarniciones patriotas en Yumbel, el 21 de septiembre de 1820, compuestas de los Dragones de la patria, 120 cazadores mandados por el comandante Cruz, cuarenta infantes, dos piezas de artillería y los granaderos de Viel, derrotados en la mañana anterior. Una vez reunidos estos cuerpos, una regla vulgar de estrategia les imponía el deber de avanzar a los Ángeles para auxiliar al mariscal Alcázar, engrosar la división y no dejarse batir en detalle; pero la susceptibilidad de O’Carrol y Viel, aumentada por la malquerencia que entonces reinaba entre ingleses y franceses, contribuyó a que perdieran el tiempo y debilitaran la cohesión de sus fuerzas en disputar acerca de quién debía mandar en jefe; un consejo de guerra decidió que le correspondía a O’Carrol.

Salió, pues, la división del comandante de los dragones en persecución de Pico, que retrocedió a la vista de las fuerzas patriotas, después de haber estado a punto de ser sorprendido por éstas. En su retirada iban aumentando los españoles el efectivo de sus tropas con otras que se les agregaban a su paso y que concurrían al grueso de la división al ver la humareda que salía de los bosques, como acordada señal de reunión.

Seis horas hacía que duraba la persecución: los soldados patriotas se fastidiaban y sus caballos caían fatigados. O’Carrol marchaba silencioso y pensativo; desde la disputa con Viel, su aspecto era meditabundo y reconcentrado.

De repente, Pico manda a sus soldados dar frente a retaguardia en un pequeño llano cubierto de la planta acuática llamada pangue y que por esto tenía el nombre de Pangal. Extiende su línea en formación de guerrilla, la arenga con rápida energía y carga con ímpetu a los patriotas, los cuales apenas tienen tiempo de formar y disparar sus carabinas y dos cañonazos. Se contuvieron un tanto los españoles y ambas líneas quedaron a tan corta distancia, que las armas casi se tocaban.

El escuadrón curicano estaba en el centro y cada uno de sus soldados, batiendo el sable, hervía de furor e impaciencia por caer sobre los enemigos, a quienes gritaban: «¡Peguen godos! ¡Peguen godos!» Éstos no menos furiosos, replicaban: «¡Carguen, hijos de...!».

En este mismo instante uno de los tenientes de Pico flanquea la columna patriota y la toma por la retaguardia. La infantería que va a tomar la colocación de batalla y la artillería, cuyos cañones arrastran a lazo algunos milicianos, son las primeras víctimas de esta sorpresa. Los flancos, formados por los veteranos cazadores y granaderos, se dispersan a los lados y el centro es acometido por la espalda y por vanguardia.

Aumenta la confusión y el espanto el enredo de los caballos en los lazos con que los milicianos tienen atados los cañones.

O’Carrol se batía entre tanto con el valor y la desesperación que causa en el militar delicado la idea de la responsabilidad. Sable en mano se mete a la parte en que el torbellino era más rugiente y amenazador. De súbito un lazo cae sobre su cabeza, le comprime los brazos, lo obliga a soltar la espada y lo arroja al suelo; era que un capitán enemigo lo había enlazado: desde este momento la derrota es general; unos huyen con dirección a Chillán, otros a Yumbel.

Como los más valientes, los dragones, obtuvieron en esta jornada la peor parte. Al entrar en combate contaba el escuadrón con 197 hombres, y después de él sólo quedó la tercera parte. A los ocho meses de haber salido de Curicó, quedaba en esqueleto, pero los sobrevivientes iban a vengarse con usura. El alférez Verdugo tuvo que huir a Yumbel con algunos de sus compañeros y sostener en el camino una pelea con un grupo de indios que lo perseguía. Aunque escapó de éstos, perdió en la jornada de ese día a un hermano llamado Esteban y a su cautiva del Monte Blanco.

Conducido O’Carrol a presencia de su vencedor, le dijo como galantería de buena educación que su gente parecía ser de lo mejor del ejército realista: «Son unos pobres huasos, señor», contestó Pico; y lo mandó fusilar al oír el acento extranjero del jefe de los dragones. Así murió a los treinta años de edad este joven héroe, que estaba destinado a llegar a los primeros honores militares y a formar una distinguida familia en la sociedad de la capital, dado el compromiso que existía entre él y una señorita que se había apoderado de tan noble corazón.

Como trescientos de los patriotas, muertos y heridos, quedaron en el campo de batalla; los soldados que tuvieron la desgracia de caer prisioneros, murieron inhumanamente fusilados.

Al triunfo del Pangal siguió para los realistas el de Tarpellanca y la toma de Concepción; el general Freire se vio forzado a encerrarse en Talcahuano, donde estuvo sitiado por el ejército de Benavides y Pico dos meses, al fin de los cuales rompió heroicamente este cerco, movido por el hambre y la desesperación que se apodera del militar que se ve obligado a permanecer inactivo al frente del enemigo.

En la mañana del 25 de noviembre de 1820 salió la caballería por el lado de la vega y se desplegó en línea de batalla frente a la del enemigo. Los dragones quedaron a la derecha, y los mandaba desde la derrota del Pangal, su segundo jefe, el mayor Acosta. Embistieron de los primeros, por una circunstancia muy original. Formaban a su retaguardia cuarenta y dos indios angolinos, a quienes por simple chanza de camarada les dijo el teniente de aquel cuerpo don José Silva: «Ya, ya, compañeros, pa-cho-jó». Bastó tan insignificante animación para que los terribles salvajes arremetieran con precipitado ardor a la caballería española; siguieron los dragones y en pos de estos, la línea entera cargó con tan irresistible empuje, que los escuadrones realistas volvieron la espalda y sufrieron los golpes de los sables y lanzas patriotas: la victoria de las Vegas de Talcahuano era el primer desquite de los dragones de Curicó.

Freire no pudo continuar al día siguiente tras del enemigo para completar su victoria por el mal tiempo que sobrevino de repente, pero en la mañana del lunes 27 de noviembre de 1820, sacó de Talcahuano su división y la colocó frente al enemigo, en doble número esta vez como en muchas otras, en los suburbios de Concepción y al pie del cerro de Chepe.

Los soldados patriotas estaban impacientes por entrar cuanto antes en pelea: el deseo de vengar a compañeros sacrificados en los encuentros anteriores y borrar la vergüenza de recientes derrotas, los inflamaba hasta el frenesí. Los dragones mandados por Acosta tenían que pedir cuenta a los asesinos del bizarro comandante que los sacó del hogar natal; los cazadores de Cruz querían borrar con la muerte o el heroísmo la mancha del Pangal; los infantes y artilleros tenían el propósito de no dar cuartel, para rescatar o vengar al batallón número I de Coquimbo, aniquilado y prisionero en Tarpellanca.

Benavides colocó su ejército, el más numeroso y escogido que hasta entonces había reunido, frente de la división de Freire.

La artillería patriota rompió primero el fuego de sus cañones, siguió la infantería que avanzó llamando al batallón Coquimbo y después cargó la caballería, a la voz del general Freire que gritó: «¡Carguen los dragones por la derecha y cazadores por la izquierda!». Los españoles retrocedieron, deshechos por ese empuje tan violento, rápido y general de las armas patriotas hasta las mismas calles de Concepción, donde se continuó la batalla por grupos que se encontraban y se embestían. El batallón Coquimbo, en medio de la refriega, buscó sus antiguas banderas y volvió sus bayonetas en contra de los que bien a su pesar lo habían llevado al campo de la refriega; se distinguió en este cuerpo el teniente Porras, más tarde coronel y gobernador de Curicó.

La victoria fue espléndida y la persecución horrible: los vencidos perecieron bajo el filo de los sables de la caballería o ahogados en el Biobío, adonde buscaban su salvación en balsas. Armas, municiones, artillería y doscientos cuarenta prisioneros, fuera del número I, quedaron en poder de Freire. El escuadrón de Dragones de la patria correspondió con más que sobrado éxito al rango eminente en que lo habían colocado sus servicios; murieron algunos soldados de sus filas y el alférez Verdugo salió herido; pero recuperó este oficial a su antigua reconocida de Monte Blanco, botín mucho más valioso que cualquiera otro para este buen militar, que como tal, era aficionado a entregar su corazón a las pasiones misteriosas del amor.

Ésta es la victoria que se conoce con el nombre de «La Alameda de Concepción» y que vino a cambiar por completo el aspecto de los acontecimientos. El peligro para el país había cesado y el león de Arauco estaba vencido.

En la situación que dejamos narrada se encontraban las cosas en el sur cuando llegó a Chillán una división auxiliadora, a las órdenes del coronel don Joaquín Prieto. Con este refuerzo el general en jefe quiso llevar una expedición al mismo corazón de la Araucanía, y con tal objeto eligió la mejor caballería para que el sargento mayor don Francisco Ibáñez, el teniente José Silva y dos oficiales más se internaran con trescientos hombres a los puntos más inaccesibles de Arauco. Se fijó Freire inmediatamente en los Dragones de la patria para incorporarlos a aquella expedición; pero los estados que se le pasaron con este motivo dieron un efectivo de cuarenta soldados únicamente, por lo cual, se disolvió el cuerpo y la tropa sobrante entró a formar parte de uno de los de caballería que trajo Prieto en su división; se llamaba este escuadrón «Dragones de la libertad» y al refundirse con el de Curicó tomó el título de «Dragones de la República».

Le cupo la dolorosa honra de ser el último jefe del escuadrón curicano y de entregar por consiguiente sus gloriosas banderas al sargento mayor Acosta; este acto enterneció a los soldados y oficiales hasta el punto de hacerlos derramar lágrimas por el pesar que les causaba separarse de los pendones que tantas veces les señalaron el camino de la victoria y del heroísmo.

Así concluyó su carrera el escuadrón cuya gloria deslumbradora hemos seguido paso a paso; su existencia fue rápida, pero fecunda en servicios trascendentales prestados a la nación en sus primeros años de vida libre y sobre manera honrosa para el pueblo que representó en aquella guerra tan oscura y gigantesca por el esfuerzo individual de sus héroes.

Sus oficiales tuvieron un porvenir tan vario y poco en armonía con la magnitud de sus sacrificios, que bien puede asegurarse que la ingratitud del Gobierno y de sus conciudadanos fue unánime e irritante para todos ellos. El capitán Labbé se retiró a Valdivia a continuar prestando sus aptitudes militares, y de allí se le sacó de gobernador de Osorno, cuyos destinos rigió por largos años. Vino a morir en 1854 a Curicó, en los Cerrillos, con el mezquino grado de sargento mayor.

El teniente don José Silva abandonó la carrera militar y se avecindó de nuevo en su lugar natal, el Convento Viejo, donde fue el azote y el exterminador de bandidos y ladrones. Acosta, Ibáñez y el capitán O’Carrol siguieron en el ejército, éste ascendió hasta teniente coronel e Ibáñez hasta coronel, grado con que presidió más tarde el consejo de guerra que condenó al último suplicio a tres vecinos del antiguo departamento de Curicó. El alférez Verdugo no abandonó las filas de los escuadrones de la patria y siguió asistiendo a los principales encuentros que el coronel Prieto tuvo que sostener con los montoneros para lograr la pacificación de la Araucanía. Este valiente oficial ascendió apenas a capitán, y en 1851 se mezcló en los trastornos civiles que agitaron al país; por lo cual tuvo que emigrar a Lima, donde murió en 1854. El escuadrón curicano fue además la gloriosa escuela en que formaron muchos oficiales y clases del ejército.

Cerraremos este capítulo con la anotación de dos fechas que vengan a servirle de epílogo: el 2 de febrero de 1822 Benavides fue tomado prisionero en Topocalma y conducido a Santiago, donde se le ahorcó dentro de poco; Pico, el segundo de aquél, su inspirador, el genio de esta guerra y el asesino del comandante de los dragones, recibió la muerte en su propio campamento de Bureo, en la noche del 28 de octubre de 1824, de manos del oficial patriota Lorenzo Coronado, que salió de la guarnición de Nacimiento con el exclusivo fin de sorprenderlo y cortarle la cabeza9.




ArribaAbajoCapítulo X

Estado social en 1822 y años siguientes.- Elecciones de 1823.- Reforma religiosa.- Los Pincheiras.- Atacan el pueblo.- Tomás Godez es derrotado.- Nuevas escaramuzas.- Hermosilla.- Sorprende un destacamento en la cordillera.- Provincia de Curicó.- La revolución de 1829.- Don José Alejo Calvo.- La partida del alba.- Se apodera de Curicó.- Sus correrías.- En Santiago.- Su disolución.- El gobernador Vergara y don Lucas Grez.- Combate en una casa del pueblo.- Los derrotados de Lircay en Curicó y Santa Cruz.- Avenidas.- Industria, agricultura y comercio.

El período de 1822 a 1830, de organización política y social, es uno de los más difíciles por el que haya atravesado Chile, desde la independencia hasta nuestros días: había conquistado su libertad, pero estaba desorganizado, y nadie ignora que es tan difícil organizar como conquistar. Sin educación política y sin una legislación completa que rigiera la sociedad, el desquiciamiento era general y los motines de cuartel y las revoluciones habían pasado a la categoría de acontecimientos habituales. Los gobiernos se derrocaban y se sucedían con una rapidez asombrosa.

La criminalidad había tomado proporciones tan alarmantes, que los forajidos ya no salteaban en los apartados caminos de los campos solamente, sino también dentro de las mismas villas y ciudades, a presencia de las autoridades, impotentes para defender las propiedades y las vidas de los ciudadanos, por falta de policía y demás elementos de represión y defensa.

Los campos permanecían sin cultivo por la escasez de brazos que les arrebatan las revueltas civiles y las expediciones a Chiloé y al Perú, y más que por estas causas, por la falta de transacciones comerciales, por la carencia de vías fáciles de comunicación y por el abatimiento absoluto de la industria. En más precaria situación se encontraban todavía el crédito nacional y la hacienda pública, pues el Gobierno carecía de recursos hasta para pagar sus montepíos a las viudas y sus sueldos a los empleados, todos los cuales vivían desesperados y pobres como turbas mendicantes.

A estas calamidades tan aflictivas debían agregarse aún las depredaciones de los Pincheiras, que, con la tea incendiaria y el machete homicida en la mano, devastaban las provincias meridionales.

Curicó, así como los demás pueblos de provincia, sufrió las terribles consecuencias de esta situación anormal, agravada con la irritación política que dominaba los ánimos en la villa y con la presencia de los Pincheiras en el departamento.

Gobernaba en 1823 el coronel de ejército don Juan de Dios Puga, partidario decidido del general Freire. A la caída de O’Higgins, desconoció la autoridad de la junta que sucedió a éste y consiguió que las elecciones de diputados fuesen favorables al partido de Freire con el envío a la Cámara de los señores Diego Donoso, Manuel Castillo, Isidoro de la Peña y Juan Garcés, todos vecinos respetables, a quienes hizo elegir como propietarios a los dos primeros y suplentes a los otros. El héroe de Rancagua tenía también en el lugar algunos amigos y parientes que sostuvieron su causa y se desagradaron de la conducta interventora del gobernador Puga.

Más que todo esto, vino a alarmar al vecindario la reforma de las órdenes religiosas. El 6 de septiembre de 1824 el gobierno del general Freire expidió un decreto en que se prohibían las profesiones a los menores de veinticinco años, se ordenaba a los frailes recogerse a la vida común y se disponía se cerrasen los conventos que tuvieran menos de ocho individuos, cuyos bienes debían ser administrados y vendidos por el estado para dar a cada religioso una renta individual.

En virtud de este decreto y de instrucciones especiales, se presentaron a golpear la puerta del convento de franciscanos, una noche como a las once para no llamar la atención de los vecinos, el gobernador provisorio don Francisco Merino y el administrador del estanco don Francisco Donoso. Tres frailes, llamados Diego Marín, Ramón Garay y Pedro Cáceres, concurrieron ante la autoridad a recibir la orden de abandonar el convento; lo que hicieron inmediatamente para refugiarse en algunas casas de la villa, a donde corrieron las señoras al día siguiente a llorar la desgracia de los religiosos y maldecir la impiedad del Gobierno. Otro tanto se hizo con los mercedarios.

Se procedió enseguida a levantar un inventario de los bienes y enseres que poseían los conventos, en el cual se anotó como principal riqueza la abundante plata labrada que con el transcurso de los años se había ido acumulando en los cajones de las iglesias.

Para penetrarse de la profunda sorpresa que causó a los pacíficos habitantes de la villa una disposición que en realidad de verdad hería la libertad de conciencia y los derechos inviolables de la propiedad, es menester analizar el espíritu eminentemente religioso que dominaba en las costumbres de esta época. En los pueblos apartados de provincias, más aún que en las ciudades pobladas, existía latente ese espíritu de exagerado ascetismo que había constituido el carácter más peculiar de la colonia. Una procesión, una novena o cualquiera otro acto del servicio religioso que no fuese de los ordinarios, revestía para los vecinos de la villa la importancia de un suceso memorable en la vida de un individuo. Casi aislado de los otros pueblos por las dificultades de la comunicación, era natural que sus días se deslizasen entre las faenas del campo, las riñas de gallos y las prácticas exteriores de la religión.

En el seno de las familias no se leían otros libros que tratados místicos, vidas de santos o colecciones de rezos; se gastaba una gran parte del día en oraciones, en las novenas de muchos santos y el rosario que precedía a la cena. Este favor religioso se notaba especialmente en los días de semana santa. El jueves en la noche recorría las iglesias una procesión de penitentes o aspados, individuos que llevaban los brazos abiertos, en cruz y atados a un madero. Otro les azotaba las espaldas y les echaba salmuera en las heridas para hacer más vivo el dolor. Los disciplinantes se castigaban con tal ensañamiento, que solían caer exánimes en las puertas de los templos. Los ayes de los azotados, los cánticos lúgubres de las hermandades y los rezos en alta voz de la muchedumbre, daban a esas noches un aspecto sombrío y aterrador, y hacían degenerar las prácticas de la religión en un conjunto de exterioridades: groseras, sanguinarias y repugnantes.

Empeño nada difícil sería demostrar el predominio de que gozaban los frailes en esta sociedad: se les dispensaba siempre las mayores atenciones y los bienes de un gran número de donantes y testadores enriquecían sus conventos. Por eso su desgracia se consideró como una calamidad pública y apenó profundamente el ánimo de los devotos vecinos.

Pero no era éste el último contratiempo que tendrían que experimentar. No había transcurrido mucho tiempo cuando, en 1825, una nueva desgracia, mucho más real que la anterior, amenazaba a los moradores de Curicó: nos referimos a las correrías de los Pincheiras. Las hordas de feroces pehuenches, se habían dejado ver en el sector de los Andes pertenecientes a Talca y Curicó.

El Gobierno comprendió el inminente peligro en que se encontraban los pueblos de Talca, Curicó y San Fernando, y mandó organizar en ellos brigadas de infantería cívica, de dos compañías, con el nombre de «Guardias Nacionales», jefe de la de esta villa se nombró al sargento mayor don José Díaz.

Mientras tanto, Pablo y José Antonio Pincheira habían instalado su cuartel general en Valle Grande y amenazaban desde aquí a Curicó. Bien pronto descendieron por el cajón del Lontué y se encaminaron con dirección a esta plaza. Se desprendió una partida del grueso de las fuerzas de los Pincheira, a las órdenes de uno de los capitanejos más renombrados, de un soldado aragonés llamado Tomás Godez, que había venido a Chile de corneta de los cazadores dragones de la expedición de Cantabria. Las autoridades por su parte no descansaban tranquilas en presencia del peligro común: hicieron acuartelar las milicias, fosar la plaza, o el cuadro como se llamaba en aquel tiempo, reunir a las familias dentro de este recinto para defenderlas de la feroz lascivia de las indiadas y prevenir un piquete de cazadores que estaba acuartelado en el claustro de San Francisco. La perturbación más general dominaba en el pueblo y en el campo, donde los individuos corrían a ocultarse a los bosques, temerosos de caer en manos de aquellas hordas salvajes y sanguinarias.

Godez pudo haber sorprendido el pueblo, pero se encontró a su paso por la Obra con la hacienda del Milagro de don Manuel Vela y se puso a saquearla, dando tiempo así a los cazadores para que se desprendieran de la población, acuchillaran su partida y empujasen al grueso de la cuadrilla al centro de la cordillera. Bajo el filo de los sables de la caballería de línea cayeron muchos de los asaltantes y entre ellos su jefe, el español Godez que calló herido de muerte.

Durante la persecución, los indios abandonaron algunas mujeres que habían arrebatado en sus excursiones del sur y que conservaban como parte integrante del inmundo y nómade serrallo; de éstas fue la principal una señora de Chillán, casada con un oficial del ejército y llamada Gertrudis Pinochet.

No fue esta la postrera vez que los Pincheira amenazaron la villa de Curicó. Años más tarde, cuando recorrían los valles centrales de los Andes, en 1827, desde Chillán a Maipo y bajaban las faldas sub-andinas que dominaban los pueblos, se detuvieron nuevamente en el Valle Grande. Mandaban ahora como antes la montonera los hermanos Pablo y José Antonio, y entre los caudillejos que los seguían, uno sobresalía de los demás, porque era el inspirador de los planes de los jefes y el ejecutor más audaz que ellos tenían entre esa banda de audaces desertores, bandidos y pehuenches. Su nombre era Julián Hermosilla. Había nacido en Rere y pertenecía a una familia de posición conocida; se alistó en 1817 en las filas del batallón insurgente número 3 de Chile, del cual se desertó para pasarse al lado de los Pincheiras. Activo e irreconciliable, fue el primer machete y la primera inteligencia que dirigieron las incursiones por el centro de la cordillera y los campos de Mendoza.

Andaba también en esta cuadrilla, como práctico y sargento, don Fernando Cotal, natural de Quilvo y antiguo guerrillero de Villota.

Cual acontecía de costumbre, los jefes de la banda nombraron al valiente y experto Hermosilla para que atacara la villa de Curicó. Bajó, pues, por el angosto valle del Teno y llegó a los Queñes, donde encontró a un vecino y agricultor del Romeral llamado Gregorio Pavez, en viaje a la República argentina. Le arrebató aquí el inexorable lugar teniente de los Pincheiras al infortunado campesino una carga de plata y dos hijas que lo acompañaban temeroso de sufrir una derrota en Curicó, siguió por la orilla del río Claro, afluente del Teno, el antiguo camino del Planchón en busca de un destacamento de 20 hombres que había en el lugar de la Trinchera. Desgraciadamente, esta guarnición de milicias de caballería estaba próxima a una quebrada por donde se despeñaba con estrépito impetuoso; aprovechándose del ruido, Hermosilla se acercó cautelosamente a los confiados milicianos y logró sorprenderlos y pasarlos a cuchillo, juntamente con algunas mujeres que acompañaban a sus maridos. Sólo escapó al degüello despiadado de los indios y bandidos un soldado que desde increíble altura se dejó caer a la corriente vertiginosa del Claro y lo vadeó con fortuna en medio de un nutrido fuego que le hacían sus enemigos.

La caballería de línea que había en el pueblo, se movía mientras tanto con dirección a los Andes. Pero habiéndolo notado los montoneros, emprendieron la retirada a Valle Grande, no sin robar antes todos los animales que encontraron en los fundos de cordillera circunvecinos a los lugares de sus correrías. Como estuviera ya cercana a ellos la caballería que los perseguía, comenzaron a ascender precipitadamente el Planchón y al llegar a la laguna que da nacimiento al Teno, la atravesaron en su parte más angosta con tan inaudito arrojo, que aún recuerdan la hazaña con admiración los prácticos de la cordillera. Para ejecutar tan arriesgado lance botaron al agua sus caballos y ellos pasaron en balsas de animales que mataron con este exclusivo objeto. Basta este solo rasgo para retratar a esos hombres atrevidos y dar una idea de la índole de sus empresas.

Siguieron sembrando después el terror y la muerte estas hordas de fieras embravecidas en las provincias meridionales y ocultándose como el león en las rocas más escarpadas de los Andes, adonde no podían llegar las diversas expediciones que se organizaron para perseguirlos. Tanto auge adquirió la montonera, que en 1829 llegó hasta las puertas de Mendoza donde sus jefes trataron de potencia a potencia con las autoridades de aquella provincia y donde Julián Hermosilla mató personalmente al célebre caudillo Francisco Aldao. Por fin en 1832 una división al mando de Hermosilla y Pablo Pincheira fueron fusilados; José Antonio que hacía de jefe de la montonera, cediendo a la presión de la necesidad, capituló y obtuvo su perdón y el de sus secuaces.

Poco antes de este desenlace, en 1831, tal vez en alguna de sus excursiones al través del boquete del Planchón: José Antonio Pincheira mandó a Cotal a Curicó para que en calidad de emisario presentase al gobernador departamental, que lo era interinamente don José María Merino, algunas proposiciones de paz. Este mandatario en vez de entrar en un convenio de armisticio que habría contribuido al desarme inmediato de aquella montonera, envió a Cotal a Santiago como presa de mucha valía para que fuese pasado por las armas, conducta que desaprobó el presidente Prieto. La presencia del parlamentario de los Pincheiras en la capital, fue parte quizás al exterminio de los montoneros, por las revelaciones que tendrá que hacer de los lugares en que acampaban con más frecuencia y de los elementos y gente de que disponían.

Cuando la provincia de Colchagua vivía preocupada de los Pincheiras, el Gobierno tomó una medida de orden administrativo que, al haberse realizado, habría disminuido con mucho las desgracias que pesaban sobre Curicó. Por decreto de 31 de enero de 1826 se dividió el territorio de la república en ocho provincias. La cuarta se extendía desde el Chachapoal hasta el Maule. Se le señalaba como capital la villa de Curicó. Esta disposición suprema abría a este pueblo un vasto horizonte, ya sea en el aumento de sus ingresos insuficientes, ya en la mejora de su mezquino estado comercial y en el crecimiento de la población y mayor impulso de la agricultura. Intendente de esta provincia se nombró al coronel don Manuel A. Recabarren. Pero siendo defectuosa esta demarcación del país, suscitó algunas rivalidades entre los pueblos. Los talquinos no la admitieron de buen grado y su espíritu de localidad se sobrepuso sin mucho trabajo a la falta de iniciativa y a la indiferencia habituales de los curicanos: el decreto no se respetó y Curicó de hecho no fue la capital de la provincia mencionada; los intendentes residían a voluntad en Talca, Curicó o San Fernando.

Por lo demás, la hora crítica de las luchas intestinas había llegado. Después del fracaso del sistema federal y de la promulgación de la Constitución de 1828, los partidos pipiolo o liberal y pelucón o conservador se abandonaron a una guerra encarnizada, en que los motines de cuartel y las asonadas tumultuosas eran los medios de que se valían los políticos: el país entero se encontraba sometido al imperio de una crisis política y social. Los ánimos estaban tan prevenidos que un accidente cualquiera vendría a servir de pretexto para encender la revolución. Éste se presentó a los pelucones en una cuestión de escrutinio de la elección de presidente y vice-presidente de la República, en 1829. El general Prieto, jefe del ejército del sur, apoyó el movimiento revolucionario y marchó a la capital. El general Lastra que mandaba las fuerzas liberales, le salió al encuentro, y los dos ejércitos se avistaron en los campos de Ochagavía, cerca de Santiago, el 14 de diciembre de 1829.

Curicó era un pueblo de pipiolos, en el que el general Freire tenía muchas y decididas relaciones entre los vecinos más influyentes de la localidad. Don Diego Donoso y don Isidoro de la Peña habían sido gobernadores y diputados afectos a la administración de Freire; don Lucas Grez, administrador del estanco, y don Francisco Merino, propietario acaudalado, participaban de las opiniones de los anteriores; don Antonio de la Lastra, arrendatario de un fundo del departamento, era hermano del general del mismo apellido; don Pedro Antonio de la Fuente, militar amigo de Freire, en la Huerta y el patriota presbítero, don Juan Félix Alvarado, en la costa, patrocinaban también la causa del vencedor de Benavides y Quintanilla.

Pero un solo hombre estaba llamado a contrarrestar, más aún, a anular por completo la acción de este núcleo importante de liberales; era éste don José Alejo Calvo, arrendatario del fundo del Trapiche y oriundo del departamento de Caupolicán, del lugar de la Estacada. Calvo era un individuo de aspecto robusto, hablador, sensual e inclinado a los placeres ligeros, incapaz de hacer ningún esfuerzo de inteligencia y desprovisto de esa dignidad personal propia del hombre de su esfera social. He aquí la persona de quien se valieron los pelucones de Santiago para que levantase en Curicó una montonera que protegiese en su marcha a la capital a las fuerzas de Prieto.

Calvo formó con sus inquilinos el cuadro de una montonera que llenó enseguida con campesinos y salteadores de Teno, entre los cuales figuraba con el título de sargento un famoso bandido llamado Pascual Espinosa. Consiguió asimismo atraerse a unos cuantos jóvenes de posición conocida, como don Manuel Olmedo, el principal de todos por su talento y por ser el director de Calvo en calidad de secretario; don Pablo Polanco, mozo de malos antecedentes, unos jóvenes Vargas y varios otros.

Esta montonera había principiado a formarse a mediados de octubre. El día 27 del mismo mes, cuando todavía no contaba con muchos individuos, Calvo invadió la plaza de Curicó, que no opuso resistencia por estar del todo desguarnecida. Su objetivo era apoderarse de todas las armas que hubiese en el cuartel, situado entonces en la misma plaza de armas, unido a la cárcel. Se apoderó, pues, de todos los sables, fusiles y municiones que su gente pudo llevar consigo; con este refuerzo de armamento, Calvo equipó perfectamente su partida y la aumentó hasta no menos de trescientos hombres.

Al partir de ese día, el jefe de la montonera comenzó a recorrer el departamento en todas direcciones y a cometer todo género de excesos y expoliaciones, que dieron a esa agrupación de ladrones, más bien que defensores de la bandera conservadora, la triste celebridad que el tiempo no ha podido borrar. Los campos, las haciendas, las aldeas y ciudades sufrieron la rapacidad de estos malhechores que robaban a nombre de su partido y para socorrer a la división del general Prieto. Las huestes de Calvo saquearon no solamente el valle de Curicó, sino que, bajando por las márgenes del Mataquito, llegaron hasta la apartada aldea de Vichuquén.

Se denominaba «La montonera de Calvo Partida del alba», porque al venir el día los individuos que la componían se juntaban para ponerse a las órdenes de su comandante. En la noche se diseminaban por los caminos para sorprender a los viajeros y a los pacíficos moradores de los campos. A causa de sus innumerables latrocinios, la malicia y el odio popular le daban el nombre de «Partida de la escoba».

Entre tanto, el ejército de Prieto se acercaba a Ochagavía. La Partida del alba se colocó a la vanguardia. Los meses de noviembre y diciembre fueron de indecible sobresalto para los habitantes de Santiago y sus cercanías. Todos dormían dentro de la ciudad o pernoctaban en los parajes más ocultos de los campos para no ser sorprendidos por los vándalos del Teno. El pánico se había apoderado de todos los corazones a consecuencia de los últimos asesinatos, saqueos y atropellos cometidos por la Partida del alba en las chácaras de Prado y de don Paulino Makensie y en las personas de don Agustín Olavarrieta, don Vicente Cruchaga y varias otras; la capital de Chile temblaba de espanto a la aproximación de los salteadores de los cerrillos de Teno.

El mismo día que los ejércitos beligerantes se avistaron en Ochagavía, se empeñó la batalla con marcadas ventajas para los liberales. La caballería revolucionaria fue desbaratada. Muchos grupos dispersos se incorporaron a la Partida del alba, que, abandonando cobardemente el campo de batalla, se encaminaba a Santiago mientras que los generales Lastra y Prieto se disputaban la victoria. Unida la montonera de Calvo en Santiago a una plebe fanatizada y hambrienta que gritaba: «¡Mueran los herejes!»; se entregó al pillaje y a la violencia, atacando preferentemente las casas de los extranjeros con motivo de la odiosidad que los conservadores habían conseguido infiltrar en la opinión popular. De este modo se saqueó el domicilio del cónsul general de Francia, Mr. de la Forest; nada escapó que no fuese destruido o robado; el mismo cónsul estuvo a punto de perecer bajo el filo del puñal de los bandidos: suceso gravísimo que puso en peligro la paz de la nación y que comprometió al Gobierno en difíciles complicaciones diplomáticas con Francia. ¡Sirva de ejemplo a los partidos que no reparan en los medios para obtener el triunfo de sus intereses! Sabidas por el general Lastra estas escenas de salvaje desenfreno, mandó al coronel Tuper a reprimirlas con el batallón Pudeto.

Al fin, los pelucones dominaron la situación, no por el triunfo sino por las cábalas de una política tortuosa que desarmó a los pipiolos y burló al general Freire, nombrado poco antes como árbitro de ambos partidos.

Disuelta la Partida del alba y vueltos los bandidos a sus encrucijadas de Teno, Calvo tuvo la avilantez de presentarse al Congreso de plenipotenciarios, representantes de los pueblos, pidiendo indemnización por los perjuicios que había recibido con la organización de su partida y alguna gratificación por los servicios prestados a la causa de los conservadores. En verdad que ello acusa, no tanto al cinismo de un aventurero que pide que la nación le pague sus depredaciones vandálicas, sino la falta de honradez política del partido triunfante que, para lección de los tiempos futuros, no lo envió a la cárcel.

No concluyó este mismo año de 1829 sin que otro suceso ruidoso, jamás visto en Curicó, viniese a perturbar el orden y el reposo de una villa de suyo tan tranquila. Dos gobernadores hubo este año, don José María Bravo y don José Agustín Vergara. Durante el corto gobierno del primero, el administrador del estanco don Lucas Grez recibió algunos fusiles para defender el establecimiento de su cargo de cualquier ataque o sorpresa que intentase la partida de Calvo. Cuando el gobernador Bravo abandonó su puesto, Vergara, anciano violento y verboso, mandó pedir a Grez las armas que tenía en su poder por creer que obraba en connivencia con la montonera de Calvo, que merodeaba esos días por Quilvo.

Hizo el notificado algunas observaciones a la orden, negó el acuerdo que se le suponía con Calvo y suplicó que se le dejaran aquellas armas para resguardar los intereses confiados a su vigilancia. Contestó el iracundo gobernador con amenazas y plazos perentorios, a los cuales replicó a su vez el teniente de ministros con un mensaje tan temerario como irrespetuoso en estos tiempos en que el principio de autoridad era el primero de todos los principios: le mandó decir que no le entregaba los fusiles sino las balas que había dentro de ellos.

Fuera de sí el atolondrado mandatario, habló de hacer fusilar a Grez y mandó tocar generala en el acto para que se reuniera el batallón cívico. Eran las dos de la tarde. A la llamada que se les hizo con tan inusitada premura, concurrieron como cincuenta cívicos que fueron puestos a las órdenes del capitán don Ignacio Vidal. Vergara dispuso que la casa del administrador del estanco se tomase a viva fuerza, se extrajesen los fusiles y se llevase a su presencia al rebelde; pero sucedió que no había en el cuartel ni balas ni pólvora. Apresuradamente se reunió el plomo que se halló a mano y la pólvora del comercio para trabajar cartuchos; todo esto sería ridículo si no fuese trágico.

Vivía don Lucas Grez en la casa-esquina de la plaza de armas que hoy es de don Pedro Pablo Olea. Sabiendo el golpe de autoridad de que iba a ser víctima, se preparó por su parte a repeler la fuerza con la fuerza, resolución inaudita que demuestra la más superior energía de carácter. Reunió a sus sirvientes, deudos y amigos que en ese instante había en el pueblo, reforzó la puerta de calle con sólidas trancas y distribuyó a los suyos en el interior de la casa. Entre los amigos que iban a correr el mismo peligro que él, se encontraban don Francisco Pérez de Valenzuela y don Manuel Arriagada, este último célebre más tarde por su heroica resistencia al autoritarismo de Irisarri.

A las cuatro de la tarde llegaron los cívicos a la plaza y se les distribuyó por su jefe en los puntos más adecuados para el ataque: unos se situaron en la calle dando frente a la casa y otros en los tejados, para lo cual se habían venido por los de las casas vecinas. Tan luego como algunos soldados aparecieron en los tejados, Grez rompió sobre ellos el fuego, que contestaron los cívicos. Se trabó de esta manera un combate que duró como media hora y que sólo terminó por la circunstancia de haber sido gravemente herido don Lucas Grez. Al atravesar un corredor, un sargento llamado Antonio Gómez disparó sobre él desde un tejado y lo hirió en una cadera. Alarmada la familia por la pérdida de sangre del herido, hizo cesar el fuego y entrar a Grez al interior de la casa.

Un concurso numeroso de espectadores rodeaba la plaza presenciando tan singular e inoportuna pelea. Una vez terminado el fuego, el gentío se acercó a la casa y los vecinos don Francisco Muñoz y don Francisco Merino se aproximaron a la puerta y por los agujeros dejados por las balas le mandaron decir que se rindiera. Huyeron los defensores de la casa por el interior del sitio, hecho lo cual, la puerta de la calle fue abierta. Se precipitaron los soldados adentro, recogieron los fusiles; pero no incomodaron a Grez, que permanecía tendido en el estrado del salón principal, desangrado, pálido y exánime. Un cívico salió herido y otros contusos.

El gobernador mandó instruir un sumario por desacato y rebelión armada contra la autoridad; pero al año siguiente pasó el general Freire por Curicó e impuesto de lo sucedido, llamó a la casa en que estaba hospedado, la de don José María Labbé, al gobernador de entonces don Isidoro de la Peña y a Grez, a quien se llevó a su presencia en una silla de brazos. Después de tener una conferencia a solas con ambos, el general ordenó que se rompiera el proceso. ¡Qué lección para los ciudadanos que acatan como ley el absolutismo de mandatarios atropelladores!

Para medir en toda su extensión la importancia de este incidente y sacar de él algunas consecuencias, es preciso saber cual era el rasgo distintivo del carácter curicano en sus relaciones con los magistrados locales. Por una preocupación legada por la colonia y por estar educados en un orden de ideas políticas emanadas de un Gobierno centralizador y despótico, los pueblos estaban acostumbrados a la más absoluta sumisión, y los gobernadores se hacían por esto los árbitros de la libertad, del derecho, del bienestar y en ocasiones hasta de la vida de sus gobernados. Un gobernador podía encarcelar, azotar y vejar a los ciudadanos; conculcar la ley y dar a sus actos la dirección más caprichosa e inconstitucional con la seguridad de que unos aplaudirían y otros callarían. Es que en nuestras poblaciones pequeñas, la vida ociosa, la falta de actividad comercial, la ignorancia, la carencia de aspiraciones y de libertad política dividían a las familias en bandos que se hacían una guerra de bajas intrigas, simples explosiones de rencores y venganzas personales. Estos bandos rodeaban a los mandatarios y se disputaban su voluntad y su favor. El que salía triunfante en este juego quedaba obligado a aplaudir por sistema las arbitrariedades; el otro enmudecía, temiendo los atropellos.

¿Por qué no se habían apartado mucho nuestros antepasados de los hábitos coloniales? ¿Por qué causa quedaban impunes los hechos brutales de los mandatarios, la prisión ilegal y la escandalosa infracción de la ley? Sin tomar en consideración la lentitud de las evoluciones sociales, debemos señalar como razón primordial la absorción del poder central y como razones secundarias la dificultad de comunicación para poner en conocimiento del Gobierno los abusos de sus agentes, y además la falta de la palanca del progreso moderno, la prensa, implacable debelador de la tiranía y eterno confidente del pueblo.

Dadas estas circunstancias, el juicio severo de la historia no puede hacer otra cosa sino absolver a Grez y condenar al gobernador Vergara, que debía haber principiado por donde acabó, es decir, agotando los medios pacíficos y legales, como las comisiones de vecinos y los sumarios.

No fue esta la última vez que el ruido de las armas vino a interrumpir la tranquilidad del vecindario; los derrotados de Lircay vinieron de nuevo a perturbar su sueño. Vencido el general Freire el 17 de abril, el ejército liberal que había formado para combatir la reacción conservadora se desorganizó por completo; sólo la caballería se retiró del campo de batalla hacia el norte, a las órdenes del coronel Viel. El 18 de abril entró este jefe con su tropa a la plaza de armas de Curicó, los soldados acamparon dentro del recinto de ésta y los oficiales se hospedaron en casa del capitán retirado José María Tenorio, en el costado norte de la misma plaza.

El batallón cívico que se había reunido al saberse la aproximación de la caballería de Viel, huyó hacia el poniente de la población con su comandante Díaz a la cabeza. El gobernador de la Peña, quizás por sus antiguas relaciones con Freire, se ocultó para no verse en la precisión de atacar o negar los auxilios necesarios a la caballería derrotada; mas, al concurrir los oficiales a su casa en busca de una orden para proveer de alimentos a sus soldados, la esposa del gobernador, doña Columbina Torrealba, se la dio para que el comerciante español don Manuel Márquez entregara el charqui y demás provisiones que fuesen menester.

El mismo día 18, siguieron su retirada por el camino del norte para dirigirse a la costa. Los cívicos salieron tras ellos y ocuparon el cerro para hacerles algunas descargas. Al ver el coronel Viel esta actitud, destacó algunos individuos de su tropa y los mandó avanzar hacia los cívicos, los cuales se desbandaron precipitadamente a conocer las intenciones de los de caballería. El jefe de la caballería de Freire se encaminó a la aldea de Santa Cruz, de nuestro departamento, donde intentó cerrarle el paso el subdelegado y comandante del escuadrón de aquel lugar, un señor Formas. Pero los milicianos indisciplinados no pudieron resistir la primera carga de los soldados veteranos y huyeron en todas direcciones. Al cabo de una brillante y rápida retirada, Viel estipuló un convenio con las fuerzas del Gobierno en las cercanías de Illapel, en un lugarejo denominado Cuzcuz, el 17 de mayo de 1830.

Para que la situación creada por esta serie de acontecimientos fuese más aflictiva para Curicó, sobrevinieron fenómenos naturales de funestas consecuencias, como las inundaciones de 1827 y 1828 y los terremotos de 1822 y 1835, de los cuales el último derribó muchas casas y las torres de San Francisco y de la parroquia.

Mayores perjuicios trajo a los habitantes del territorio de Curicó la avenida de 1827. Los ríos de Teno, Lontué y Mataquito y todos los esteros corrían por sus cauces sin que se les sacara mucha agua para la irrigación artificial. Eran, por lo tanto, en aquellos años impetuosas corrientes que en días de avenidas se convertían en turbiones gigantescos. Sin defensas que los contuvieran, salían de madre y buscaban las inclinaciones naturales del suelo para cubrir espacios dilatados de terreno y arrastrar el numeroso ganado que pacía en sus riberas.

La avenida de 1827 perjudicó sobre todo a los propietarios de las costas, porque los esteros de esa zona aumentaron su caudal de agua de una manera asombrosa. El estero de Nilahue solamente arrastró en sus hondas miles de animales vacunos y lanares. El Mataquito creció tanto que sus aguas esparcidas por el valle que les sirve de lecho produjeron una verdadera catástrofe, destruyendo viviendas y terrenos, arrastrando hombres y ganados. A los indios de Lora, cuya ranchería estaba situada en parte sobre la margen derecha del río, les arrebató nada menos que un tercio de su histórica reducción, y contribuyó por este motivo a que la anarquía se produjera entre ellos, pues reclamaron ante la justicia ordinaria, representados por Fernando Millacura, de las retenciones indebidas del cacique Juan Maripangue10. La avenida de 1828 y las posteriores de 1845, 1849 y 1856 aumentaron especialmente la rápida corriente del Teno, que arrebataba a los bosques sus árboles seculares y a las haciendas riberanas sus ganados y hasta las chozas de sus inquilinos, quizás con sus moradores.

Estas frecuentes y prolongadas inundaciones hacían más triste y monótona la vida de los pueblos, porque los aislaba. Curicó, por ejemplo, tenía durante los inviernos un aspecto extremadamente sombrío: no se oía otro ruido que el del agua que caía de los tejados y del norte que azotaba los pobres edificios; el canal del pueblo, buscando el desnivel del suelo, se vaciaba como un torrente por la alameda, entonces un llano, y por las calles, no empedradas aún, del estado, de San Francisco y Villota, lecho esta última de las aguas del canal en circunstancias normales. Por lo demás, reinaba una soledad absoluta; sin una puerta abierta, sin una persona visible.

Con semejantes obstáculos, fácil es comprender lo lenta que sería en general la marcha del adelanto. En efecto, la agricultura no había experimentado una mejora sensible, y seguía más o menos en el mismo estado del tiempo de la colonia; no se habían introducido nuevos útiles de labranza y todavía se usaban palas y arados de espino; como no se habían abierto canales, inmensas extensiones de terreno permanecían incultas; la mayoría de los fundos eran de secano. Sin mercado accesible a la exportación, fuera del Perú, y con el subido valor del transporte a lomo de mula, la producción agrícola y su valor eran insignificantes. Una fanega de trigo valía cincuenta centavos, un buey gordo ocho pesos y una cuadra de tierra veinte pesos, citando para esto únicamente las producciones típicas de nuestra agricultura y el elemento principal que las produce. La industria fabril permanecía todavía en el departamento en estado rudimentario. Las fábricas de vinos y aguardientes, los molinos, las tenerías o curtiembres y las salinas de la costa no habían adelantado casi nada, ni en número ni en calidad. No se habían establecido otras nuevas industrias que pequeñas elaboraciones de jabón y velas de sebo. La alfarería continuaba siendo una miserable industria indígena a pesar de haber hecho algunos adelantos en la fabricación de grandes tinajas para los licores.

Aunque la villa obtuvo el 10 de agosto de 1830 el título de ciudad y capital de Colchagua, que llevó hasta 1840, el adelanto material no se impulsaba ni por parte de la iniciativa particular, ni por parte de la autoridad local. La plaza de armas tenía el aspecto de un potrerillo, y para que la semejanza fuese más completa, los asnos de los leñadores y los caballos de los vecinos pastaban en ella. No se veía un solo arbusto, excepto uno que otro raquítico espino que la incuria de los gobernantes dejaba crecer. La alameda era un llano pedregoso; por el oriente la limitaba una serie de potreros y por el poniente una que otra casa y muchos solares mal cerrados que se avanzaban hacia el centro dándole una forma irregular, sobre todo en las dos cuadras del norte. No había muchas casas dentro del área de la población; en cambio los solares escuetos o cerrados con cerca de espino abundaban. En 1835 existían en Curicó 104 casas, y comprendidas en ellas o independientes, 122 piezas redondas o sin comunicación interior. Los solares abandonados se pedían al cabildo que expedía el correspondiente título de propiedad, a condición de ser edificados. Para dar una idea del movimiento comercial de esta época, basta consignar un dato estadístico: había en la población 28 tiendas y 36 bodegones, que pagaban una contribución mensual de dos reales las primeras y uno los segundos.

Acerca de las rentas de la villa, de sus gastos y servicios públicos, nos da suficiente luz el presupuesto que sigue:

«Presupuesto del Gasto Mensual del Departamento de Curicó que Francisco Donoso como Teniente de M. Ms. en él forma (de orden del Señor Intendente de esta Provincia de Colchagua) en unión del Señor Gobernador interino Don José María Merino y Comandante de Guardias Nacionales de Infantería don José María Labbé, del tenor siguiente:

El capitán de infantería de línea, don Cayetano Figueroa, destinado a la instrucción de guardias nacionales de esta ciudad, con el sueldo íntegro: 48 pesos.

Sargento mayor, don Andrés Pavez, como agregado a plaza: 40 pesos.

Capitán, don José María Tenorio: 24 pesos.

Sargento de compañía, Mariano Navea: 7 pesos 4 reales.

Íd., Fernando Morales: 7 pesos 4 reales.

Dos soldados: 10 pesos.

Para el pago mensual de un piquete de veinticinco hombres de Guardias Nacionales que, para la seguridad de este pueblo, su armamento y presidio, está ordenado por el señor Intendente de la Provincia: 105 pesos.

Espionaje para los tres caminos, de ultra-cordillera del departamento, que son: Teno, Planchón y Potrero Grande; se regulan dos hombres para cada camino, a 10 pesos cada hombre: 60 pesos.

Una arroba de charqui a cada uno de los seis, a 10 reales arroba: 7 pesos, 4 reales.

Seis almudes de trigo a cada uno, a seis reales fanega: 2 pesos, 2 reales.

Un real diario para el alumbrado de la cárcel y el cuartel: 3 pesos, 6 reales.

Según queda demostrado asciende el gasto mensual de este departamento a trescientos once pesos seis reales.

Curicó, 3 de diciembre de 1831.

José María Merino.- José María de Labbé.- Francisco Donoso».



Desde 1836 se inicia un período de mayor desenvolvimiento, debido en primer lugar a la acción misma del tiempo y enseguida a la apertura de canales, mejoras de las vías públicas y aumento de la población, y por último a la regularidad que en los servicios introdujeron la Constitución de 1833 y las leyes y disposiciones supremas que le siguieron.




ArribaAbajoCapítulo XI

Irisarri.- Sus adelantos locales.- Proceso de don Manuel Arriagada.- Sus antecedentes.- Su absolución.- Persecución a los clérigos.- Proceso del clérigo Alvarado.- Las elecciones de 1836.- Prisiones.- Proceso de don Lucas Grez y su esposa.- Don Francisco Javier Moreiras.- La recluta de 1837.

Bien pronto debía alterarse la paz que había comenzado a reinar en los hábitos de la villa después de los estrepitosos acontecimientos de que hemos hablado en el capítulo anterior. Un hombre de las ardientes latitudes de los trópicos, arrastrado a nuestra tierra por las esperanzas de lucrativas negociaciones agrícolas, debía interrumpir esa calma social: don Antonio José de Irisarri.

Dueño de la hacienda de Comalle, mediante una compra muy ventajosa hecha en 1834 a doña Teresa Barahona, madre y curadora de su hijo menor, don Pedro Villota, se le nombró, como vecino de más influjo, subdelegado de aquel lugar, que correspondía a la 3.ª sección rural del departamento de Curicó. Comalle está situado como a cuatro leguas de Curicó, cerca de Rauco, antiguas rancherías de indígenas, y de la hacienda de Teno, de que ya hemos hablado11. Su carácter acostumbrado a las luchas de la política y sus relaciones de Santiago, lo llevaron en breve, marzo de 1835, a ocupar el puesto de gobernador de Curicó y poco más tarde, a fines de 1836, a la primera categoría administrativa de la provincia de Colchagua, a la intendencia.

Nació en Santiago de Guatemala y descendía de un acaudalado comerciante que había dejado en México y el Perú crecidas sumas en los comienzos de este siglo, razón por la cual tuvo que trasladarse a Lima en busca de esos créditos y de allí a Chile, adonde llegó en 1809 con un rico cargamento de añil. Casó en Santiago con doña Mercedes Trucios y Larraín, heredera del mayorazgo de Trucios, fundado en la Paz de Bolivia y cobrado por Irisarri poco antes de venirse a Curicó.

Poco después de casado, estalló la revolución de la independencia, en la cual tomó una participación tan activa como principal en favor de su nueva patria. Fue comandante de la guardia nacional, intendente de Santiago y director supremo desde el 7 hasta el 14 de marzo de 1814. En 1817 se le nombró primer ministro de estado y enseguida ministro de Chile en Buenos Aires, Londres y Francia. Llevó entre otras comisiones a Europa la de levantar un empréstito de cinco millones de pesos para subvenir a las necesidades de la naciente república.

No era, pues, una mediocridad el mandatario que venía a regir los destinos del departamento; al contrario, poseía una cultura intelectual muy superior a cuantos lo habían precedido en el mando y a cuantos formaban en aquel entonces la porción más respetable y adelantada de la sociedad. Con la ilustración y experiencia de los viajes, con un entendimiento claro y un juicio penetrante y hábil, ¿cómo podía tener iguales en un apartado rincón de provincia donde la vida estaba circunscrita a la engorda, a las prácticas religiosas y a las rencillas lugareñas? Este escritor, mercader, diplomático y periodista distinguido, en otro centro de población más civilizado, habría sido un magistrado útil y laborioso; pero en Curicó, sin vallas para el cálculo egoísta, ni para los caprichos de un espíritu frío y aventurero, su autoridad tuvo que degenerar en violento despotismo.

Tan pronto como se hizo cargo de la administración, Irisarri notó que los servicios locales más indispensables no existían en nuestra población y que si había algunos, distaban mucho de ser útiles a la comunidad por lo defectuoso y deficiente de su organización. Se consagró, pues, desde luego a la noble labor del adelanto local. Fuese por calculada previsión para su política posterior, fuese simplemente por hacer una mejora que en realidad harto se necesitaba, desde el primer momento emprendió algunos trabajos para ensanchar y dar mayor seguridad a la cárcel pública, en pésimas condiciones de aseo y en estado ruinoso desde el terremoto de febrero de ese mismo año, 1835. Siendo además de construcción muy antigua y estando mal resguardada, las evasiones en masa se repetían con mucha frecuencia, y a veces sucedía que los mismos alcaides tomaban parte en ellas. Así, en 1833 se fugó Pedro Pablo Polanco, el mismo oficial de la partida de Calvo, con varios reos y el alcaide; en 1834 se escapó también con el alcaide el famoso bandido de Teno Benito Cornejo. Irisarri puso término a este desbarajuste. Su segunda medida, correlativa a la anterior, se encaminó al establecimiento de un cuerpo de policía, de que carecía por completo la villa. Hasta entonces, la guardia de la cárcel había atendido al orden público. Se siguieron a estas otras medidas de no menor importancia, tanto por lo nuevas como por lo útiles, entre las cuales se contaban las primeras gestiones que hizo para rectificar el camino llamado «De la frontera»; éste pasaba por el oriente del pueblo y no por sus inmediaciones o dentro de él, causando con ello un grave perjuicio al comercio. Trató de establecer la instrucción primaria en el departamento, dictó algunas órdenes para asegurar la moralidad en las diversiones populares y decretó la unificación en el sistema de pesos y medidas. En cuanto a este servicio, reinaba un verdadero embrollo, pues se usaba todo género de monedas y medidas, desde la plata de cruz, que no tenía una forma circular, hasta las balanzas de madera con piedras de distinto peso. Semejante libertad, como se comprenderá, embarazaba sobre manera las transacciones al pormenor.

Reglamentó el beneficio de animales y prohibió que se hiciera dentro de los límites urbanos, en grandes cantidades como en matanzas de campo. Antes beneficiaba animales el que deseaba hacerlo, sin someterse a ninguna vigilancia ni pagar contribución de ninguna clase. Para lo sucesivo se impuso un pequeño impuesto de matadero y mercado a las carnes muertas o dedicadas al consumo diario de la población. Prohibió igualmente que se mataran animales cerca de los corredores de la cárcel que servían de plaza de abasto. La cañada fue objeto también de su primera atención y ejecutó en ella algunos trabajos que sirvieron de base a su posterior y total arreglo. Por primera vez se sometió además a la consideración del cabildo la idea de trasladar el cementerio a las afueras de la población. Su anhelo por conseguir el ornato del pueblo y mejorar la higiene local en una época en que el gusto artístico y el saneamiento de las poblaciones eran casi desconocidos, es un título suficiente para colocar a Irisarri en el rango de los administradores activos y previsores. Como hombre de ilustración, no descuidó tampoco otro servicio que en Curicó no se conocía: el archivo de las piezas oficiales12.

Pero muy pronto tuvo que interrumpir esta serie brillante de reformas administrativas para dedicarse a procesos políticos. En el primer semestre de 1836, trabajaba todavía en asuntos meramente administrativos, como el estudio de un empréstito de seis mil pesos, el buen servicio del canal del Teno, la estadística comercial y rol de contribuyentes, cuando el 24 de junio fue denunciado por el inspector del primer distrito de Comalle, don Diego Vicuña, un agente de pleitos llamado Manuel Arriagada, muy conocido en Curicó y en todo el departamento, como promotor de una conspiración contra el Estado y la persona del gobernador. Desde este momento Irisarri perdió la calma y dando de mano a todo otro negocio, se dedicó exclusivamente a la tramitación de procesos y persecución de sus enemigos, abriendo de este modo uno de los períodos más tristes de nuestra Historia local, en que el cohecho se elevó a la categoría de un trámite usual y corriente; en que la ley se violaba con la mayor impudencia y las iras de un potentado convirtieron en cómplices medrosos a buenos y honrados vecinos: fue un período de gran perturbación social que influyó en el fusilamiento de Portales.

Acusaba el asustadizo juez de campo a don Manuel Arriagada por denuncios que le había hecho el mismo yerno del gobernador Irisarri, el inglés don Jorge Smith, quien había sabido la existencia de la conspiración por revelaciones de un campesino llamado José Pereira, el cual a su vez, había oído hablar de ella a otro cuyo nombre era Tomás Morales.

Sin pérdida de tiempo ordenó el gobernador de Curicó que se instruyera el sumario correspondiente. Declararon algunos testigos contra Arriagada diciendo que habían sabido los planes del conspirador, de oídas únicamente y no porque los hechos les constaran de un modo positivo; otros lo hicieron de una manera vaga e inconsciente. Más explícitos en sus deposiciones fueron dos cuñados de Arriagada, de apellido Iturriaga, y descendientes de don Francisco de Iturriaga que no negaron haberlo oído desarrollar un proyecto de levantamiento que tenía pensado. De las exposiciones de los testigos resultaba que el plan revolucionario de Arriagada consistía en formar una guerrilla de 200 hombres con 300 pesos que proporcionaría al efecto don Lucas Grez; en levantar los cuerpos de caballería cívica del departamento por medio del jefe del escuadrón de Curicó, don Jorge Miguel Valenzuela, y los oficiales de su dependencia, y en pedir su cooperación, segura de antemano, a los pueblos de Talca, San Fernando y Rancagua. Luego que el movimiento hubiese alcanzado esta extensión, entraría a dirigirlo don Ramón Freire, que venía ya en marcha de su destierro hacia el sur de Chile.

Don Lucas Grez, que aparece mencionado en las declaraciones de los testigos, llamado a presencia del juez de primera instancia a confesar su participación en los planes de revuelta, declaró que ignoraba cuanto se le preguntaba de tan extraña como descabellada sedición; con igual sorpresa declararon otras personas llamadas de seguro por órdenes de Irisarri, entre quienes se contaban los señores Andrés Merino, Baltazar y Manuel Olmedo.

Arriagada andaba mientras tanto prófugo por la costa de Colchagua. Inútiles pesquisas habían hecho los agentes de Irisarri para aprehenderlo. Por fin, el perseguido se presentó espontáneamente a las autoridades de San Fernando, temiendo los desmanes de aquellos y la odiosidad del omnipotente gobernador de Curicó, quien había ordenado llevarlo a su presencia vivo o muerto, fórmula con que se mandaba perseguir a los más grandes criminales.

Llamado a prestar su declaración, dijo que todos los planes sediciosos de que se le creía autor traían su origen de una simple conversación que había tenido en casa de Tomás Morales con Juan Antonio Iturriaga, viejo montonero patriota, y Tomás Paredes acerca de política general y a propósito de un impreso que llevaba consigo, titulado Paz Perpetua. Sin salir del tono de buen humor dado a la conversación, trazó un plan político y administrativo que distaba mucho de parecerse a las insinuaciones, siempre cautelosas, de un conspirador. Se suponía en esas bromas Presidente de la República y con el poder de tal, dictaba algunas leyes tributarias que gravaran a los vecinos más ricos del departamento; lo que produjeran estas contribuciones sería para servicios públicos una parte y la otra para don Lucas Grez y los oyentes, que por este medio debían mejorar la fortuna y salir de la pobreza en que se encontraban.

Arriagada quedó preso en el cuartel del batallón de San Fernando mientras se sustanciaba el proceso, y en octubre de este mismo año el fiscal evacuó su dictamen considerando el asunto muy nimio y pidiendo la absolución y libertad del reo con relegación fuera de Curicó por el término de cuatro años. El juez absolvió al reo y fijó la relegación fuera del departamento en año y medio, «en atención, decía la sentencia, a las circunstancias políticas del país»13.

Preciso es conservar con fijeza en la memoria este primer proceso y a su valiente protagonista, porque de ellos arrancan su origen los acontecimientos posteriores que llevaron el luto al seno de numerosas y distinguidas familias y ensangrentaron la plaza de este pueblo con la sangre de tres caballeros del departamento.

Arriagada era originario de la costa de Colchagua, de familias de una condición muy expectable, y estaba relacionado por afinidad con los Iturriagas, antiguos fundadores de Curicó. Se ocupaba en la defensa de pleitos que hacía en toda la provincia, Curicó, Santa Cruz, Vichuquén, San Fernando y Rengo, y que le confiaban con mucha frecuencia sus amigos y sus parientes, éstos muy numerosos y honorables en nuestro departamento. Lo adornaban escogidas prendas personales: ánimo resuelto y levantado, carácter expansivo, jovial y atrayente; festivo hasta el retozo, nunca dejaba de molestar a sus enemigos con la sátira punzante y el dicho intencionado. Fueron sus características invectivas contra el gobernador extranjero, tanto o más que sus intenciones de conspirador, las que lo precipitaron al abismo y despertaron en el alma de Irisarri sus pasiones violentas y lo lanzaron a la primera aventura de los procesos políticos, que hicieron en sumo grado odiosa su administración.

Arriagada tenía una inteligencia despejada, aunque sin otro cultivo que el escaso que en aquel entonces se recibía en los pueblos de provincia. Su conducta fue siempre correcta, en la intimidad de su hogar, en el desempeño de sus encargos judiciales y en sus relaciones con los demás. Su pasado no estaba desprovisto de servicios prestados a la patria: había sido uno de los organizadores y uno de los más bravos soldados de aquellas guerrillas patriotas que se formaron en la costa de San Fernando y Vichuquén para cerrar el paso a las columnas derrotadas en los campos de Maipo. En suma, Arriagada con sus amigos era el hombre más suave, tratable y decidido y con sus adversarios resuelto e incontrastable.

Puesto en libertad, el agente de pleitos volvió de nuevo al ejercicio de su profesión y a su trato íntimo y alegre con los propietarios de la costa, sin sospechar siquiera que su presencia en aquellos lugares iba a ser causa del dolor de muchos corazones y del luto de muchas y respetables familias. Pero antes de ocuparnos de la narración de esos acontecimientos tan trágicos, veamos en qué se ocupaba Irisarri después del proceso de Arriagada.

Fácil es inferirlo, porque toda pendiente es resbaladiza para los mandatarios que, movidos por la suspicacia y el temor infundado, se entregan a las persecuciones irreflexivas; se ocupaba en levantar otros procesos. Coincidieron con el de Arriagada los procesos que mandó instruir al cura del Peralillo, don Juan Ignacio López, a quien acusaba de ebrio, tahúr e inmoral, y al presbítero septuagenario don Juan Félix Alvarado, «por una conversación sediciosa».

Irisarri que gobernaba en nombre de una administración conservadora, fue entonces el más descomedido enemigo de curas y frailes y el que más rebajó el prestigio de los encargados de moralizar al pueblo, vejándolos y despreciando las prácticas del culto que predicaban. Además de estos dos, persiguió enseguida y redujo a prisión al cura de Nerquigüe, don José María Silva, y al de Quiagüe, don Rafael Quintín Muñoz. La orden con que se mandó aprehender al primero decía que lo tomasen «aunque se halle loco o enfermo», prueba evidente de que Portales quería implantar en las provincias el absolutismo y el gobierno personal y de que los principios no dirigían los actos de los mandatarios locales, sino las circunstancias y el capricho, sobre todo de Irisarri, que tenía el egoísmo de los grandes caracteres14.

El verdadero delito de estos clérigos era no ser adictos a la política del Gobierno. Don Juan Félix Alvarado, el célebre guerrillero patriota de 1816, tenía particular aprecio por el general Freire. Esta sola circunstancia bastaba para perderlo en el concepto de Irisarri, ya por el aborrecimiento que profesaba al más glorioso y simpático de los capitanes formados en la guerra de nuestra emancipación, ya por halagar las pasiones del poderoso Portales, que debía nombrarlo bien pronto ministro plenipotenciario de la expedición al Perú. Ello es que al clérigo Alvarado se le condujo a la cárcel por habérsele supuesto una conversación subversiva contra Portales y el Presidente de la República. Delató al presbítero un agente de pleitos llamado Francisco Bretón, a quien Irisarri había dado el título de fiscal, instrumento obligado de todas estas causas políticas y la figura más repulsiva por sus ruines procedimientos de cuantas aparecen con desventaja en estos atentados contra la justicia y la ley.

Por mera fórmula de trámite forense, hizo Irisarri arrestar al espía en el cuartel cívico, de donde salió en breve, en calidad de reo que tenía el pueblo por cárcel. Al clérigo se le cargó todo el peso de la ley y de los detalles carcelarios de la época. No obstante, las autoridades judiciales de la cabecera de la provincia lo absolvieron, sin otra pena que someterse antes de su excarcelación a las amonestaciones del gobernador. El cura López del Peralillo sinceró asimismo su conducta de los cargos desdorosos acumulados contra él.

Las elecciones de Presidente de la República verificadas en 1836, vinieron a distraer la actividad y las facultades verdaderamente excepcionales de Irisarri en otro género de atenciones. Portales lo llamó a Santiago y le dio órdenes para que se hiciera en Curicó la reelección del general Prieto, siguiendo la política represiva y despótica que el omnipotente ministro había implantado como sistema de gobierno. Irisarri exigió para llegar al logro de los deseos del superior, la separación de Curicó de los vecinos don Pedro Silva y Pizarro, don Manuel Merino y don José Ignacio Ruiz, a lo cual contestó admirado Portales: «¡Cómo!, ¿es a un don José Antonio Irisarri a quien le faltan medios para hacer salir del pueblo a esos individuos?». La sentencia estaba firmada.

Estos caballeros pertenecían al cabildo: Ruiz, como alcalde de primer voto; Silva y Pizarro, de segundo; y Merino, regidor decano. De ahí provenía que el gobernador los temiera, por cuanto no le pertenecían, y quisiera suplantarlos porque en manos de ellos estaba la elección. Un pretexto cualquiera, que nunca faltaba a la inventiva fecunda de Irisarri, sería suficiente para anularlos. Luego se presentó, enteramente a satisfacción del reconcentrado mandatario. Llevado un día a la cárcel un curandero del pueblo por haber maltratado a su mujer, le hicieron algunos jóvenes bromistas un escrito en verso que presentó al juzgado de primera instancia, desempeñado accidentalmente por el regidor Merino. Llamó éste al detenido y lo reconvino por su falta de respeto al juzgado, proveniente más que de la malicia, de la supina ignorancia del reo; pero el secretario del juez, don Juan Esteban Muñoz, joven retozón y alegre, puso una providencia en verso también. Corrió el escrito de mano en mano hasta que cayó en las de Irisarri.

Al punto fueron llevados a la cárcel don José Ignacio Ruiz y don Manuel Merino y trasladados enseguida a Santiago, al primero por abandono de sus funciones y al otro por faltar a las conveniencias de respetabilidad de que debe estar rodeado el tribunal de la ley. Silva y Pizarro, previendo que podía correr la misma suerte de estos dos funcionarios, pretextó una grave enfermedad hasta que las elecciones pasaron. Así respetaban las libertades políticas el dictador Portales y sus satélites de provincia15.

Concluidas las atenciones de la elección, el inexorable magistrado local continuó con ahínco en su tarea predilecta de los procesos. Más que a los procesos que hasta aquí hemos examinado, atendía Irisarri la marcha del que desde los primeros meses de 1836 se le seguía por su orden a don Lucas Grez. Era este caballero, como lo hemos visto anteriormente, uno de los vecinos más honorables de la sociedad; hombre por otra parte de notable firmeza de ánimo: altivo, independiente y resuelto hasta ser temerario, no pertenecía a esa clase de espíritus débiles, conciencias elásticas, susceptibles de amoldarse a los caprichos y miras, no siempre levantadas y juiciosas, de los malos gobernantes.

El influjo que Grez tenía en el pueblo, las circunstancias de ser liberal y cierta malquerencia de Irisarri, crearon para ambos una situación difícil y antagónica, no ocasional y pasajera, si se atiende a la energía de estos dos caracteres extraordinarios, sino permanente y además amenazadora para el que poseía menos medios de hostilidad y defensa. El gobernador principió por destituir a Grez de su puesto de administrador del estanco. Mas, el obstáculo no estaba del todo barrido; aquél quería despejar por completo el camino para obtener mejor éxito en su intento de predominio político y administrativo y lo mandó procesar y encarcelar por estos hechos, evidentemente exagerados o inexactos: 1.º: Desfalco en la tenencia de ministros; 2.º: Protección a los bandidos y robo de un caballo; 3.º: Intento de salteó a don Manuel Márquez y a don José Agustín Vergara; y, 4.º: Rebelión armada contra la autoridad legítimamente constituida en 182916. Al cabo de una larga prisión, de trámites interminables y vejaciones sin número, obtuvo su libertad, y su honra en virtud de una sentencia absolutoria pronunciada por la Corte Suprema el 23 de julio de 1837.

A los padecimientos propios, tuvo que agregar don Lucas Grez la terrible amargura que experimentó por la prisión de su esposa, la señora Leonor Baeza, decretada en marzo de 1837, cuando la fiebre de las persecuciones y de los procesos, que trastornaba el corazón y el cerebro del mandatario extranjero había llegado a su mayor altura. Anticipemos este suceso a los acontecimientos que le son coetáneos.

Hemos visto que Irisarri persiguió y vejó al anciano clérigo Alvarado por una simple conversación; la lógica de las cosas debía arrastrarlo más lejos todavía: perseguir a una señora por una sola palabra, que, si bien era vulgar y dura, estaba perfectamente justificada en una esposa que ve ultrajado y preso en un inmundo calabozo al partícipe de su existencia. Un día la señora Baeza calificó al odiado mandatario y a su círculo con una áspera y libre expresión vertida en la intimidad de los suyos y en la confianza de la amistad. Lo supo Irisarri; pues, cuando el despotismo y el terror asientan sus reales en un pueblo, nunca faltan ni los espías oficiosos ni las almas apocadas. Desde ese momento la digna y animosa matrona estaba perdida.

En diciembre de 1836, Irisarri había hecho nombrar intendente interino a don Francisco Javier Moreiras. Indistintamente actuaban uno y otro, según conviniera a los manejos del primero. Quizás por condescendencia ingenua y no por mala fe; por falta de conocimiento del corazón humano y de perspicacia para penetrar los propósitos de Irisarri y no por ruines y pertinaces odiosidades individuales; quizás por obtener el logro de apetecidas distinciones de lugar, antes que por los móviles de lucro, Moreiras aceptó aquel puesto y se hizo el amigo complaciente del funcionario a quien entró a reemplazar. No ha faltado algún historiador que haya deprimido las condiciones morales de este personaje. Agradable deber es rectificar con mejores datos la verdad histórica. Moreiras no fue un hombre malo; fue un hombre sugestionado por la astucia y las combinaciones maquiavélicas de Irisarri, como muchos otros que figuran en estos dramáticos episodios.

Le cupo a Moreiras desempeñar el papel de iniciador del proceso de la señora Baeza, de seguro por consejo del intendente propietario, que en todo caso tenía de hecho el mando y la iniciativa. Bretón fue el fiscal, como había sido en la causa del clérigo Alvarado el delator y en la de don Lucas Grez el más noticioso testigo, pues para desempeñar tan múltiples ocupaciones lo había nombrado y tal vez estipendiado Irisarri.

Se colocó a la noble víctima en un calabozo de la cárcel en que se guardaban los instrumentos de tortura: la escalera y el látigo, los grillos y el ensangrentado bando de los ajusticiados. Pero, se vengó la señora de tan sangriento ultraje lanzando en más de una ocasión a la frente de Irisarri, en los comparendos, reproches durísimos, palabras hirientes que lo exasperaron hasta el punto de amenazarla con los grillos del criminal y la mordaza del ebrio. Al fin se le puso en libertad después de la sentencia del consejo de guerra, en abril de 1837. Lo absurdo de la conducta de Irisarri en este proceso es en extremo evidente. En efecto, ¿cómo podía creer el experto y malicioso intendente propietario que una palabra de una mujer irritada podía trastornar la tranquilidad pública? ¿A qué fin obedecía? Naturalmente se infiere que al deseo de vengar en la esposa los agravios del marido.

A principios de 1837, nombrado ya Irisarri de intendente y en todo el auge de su poder omnímodo; se ocupaba, además de los procesos, en reunir reclutas y elementos para la expedición chilena que luego debía salir al Perú a derribar la confederación del mariscal Santa Cruz. El ministro Portales se había propuesto sacar de la provincia de Colchagua, especialmente de Curicó, mil hombres escogidos. Colchagua era la proveedora de los más bravos y ágiles soldados de caballería en épocas de guerra, como lo había probado en las campañas de la independencia.

Dada la deferencia de Irisarri por aquel ministro, no es difícil calcular el empeño que pondría en sobrepasar a los deseos de su jefe y protector. Efectivamente, promovió suscripciones en este vecindario y en las subdelegaciones rurales; movió con notas apremiantes la indiferencia de los subdelegados y el celo de los curas y estableció una recluta general en toda la extensión de la provincia. Los campesinos detestaban el servicio de las armas, por temor en primer lugar, y después por ese amor entrañable que nuestra gente de campo tiene al lugar natal y al cortijo donde se ha deslizado su existencia. Tal era la aversión a la carrera militar, que se herían para imposibilitarse, como sucedió aquí en Curicó una o dos veces con reclutas que se disparaban tiros en las manos y que Irisarri mandó procesar y castigar con toda severidad para evitar el mal ejemplo.

El alistamiento voluntario era, pues, casi nulo, por lo que hubo de recurrirse al forzoso, confiado al teniente don Andrés Gazmuri y llevado a término con todo el aparato y violencia de una persecución a bandoleros. Los campesinos de la costa de Curicó principalmente, llegaban amarrados y por centenares al campamento de las Tablas, en que se encontraba el ejército. Los cálculos de Portales quedaron cumplidos con exceso.




ArribaAbajoCapítulo XII

Conspiración de Arriagada.- Se denuncia al mayor Valenzuela.- Sale Irisarri de Comalle en su persecución.- Vuelta de Irisarri.- Sus relaciones con la sociedad.- La conspiración de la costa.- Los delatores.- Las prisiones.- El proceso.- El consejo de guerra.- La sentencia.- Móviles de Irisarri.- En capilla.- Se pide indulto a Portales.- La ejecución.- Irisarri la presencia desde una esquina de la plaza.- La esposa de Valenzuela.- Muerte de Portales.- Carrera de Irisarri.- La tranquilidad.

Durante el tiempo que estuvo preso en San Fernando, don Manuel Arriagada había contraído algunas relaciones con dos o tres oficiales y el brigada del batallón cívico de aquel pueblo, llamado José Antonio Pinto. Esta amistad se estrechó más aún cuando el primero obtuvo su libertad.

Arriagada era hombre persuasivo, valiente en sumo grado y tenaz en la ejecución de sus proyectos, y como tal, bien pronto puso de su parte sus proyectos, y como tal, bien pronto puso de su parte a los oficiales y al sargento Pinto, a quienes habló en más de una ocasión del odiado intendente Irisarri. Fogoso como era, de las maldiciones y protestas pasó a la revelación de sus planes revolucionarios contra Irisarri, aprobados por sus confidentes comprometidos a secundarlo. Consistían esos planes fantásticos y casi pueriles de sedición, en deponer por las armas al aborrecido mandatario y en asaltar en el camino del sur a un habilitado militar que debía conducir al ejército de la frontera algunos caudales. Pinto lo denunció al mayor del cuerpo don Ramón Valenzuela.

Mandaba el batallón de San Fernando el distinguido coronel don Pedro Urriola, que más tarde fue jefe del batallón Colchagua en la expedición al Perú y que en 1851 murió en Santiago en el levantamiento del Valdivia. No se atrevió Valenzuela a poner en su conocimiento la delación, como era natural y de estricto deber militar, convencido de que el cuerdo y pundonoroso coronel no daría importancia a los sueños de un irritado y pobre preso, ni a los chismes de cuartel de un infeliz brigada. Se dirigió, por consiguiente, a la hacienda de Comalle, donde se encontraba a la sazón el intendente Irisarri.

Éste, que temía al animoso Arriagada y que andaba, viendo conspiraciones hasta en las palabras de los frailes, creyó sin vacilar los cuentos exagerados que por obtener sus favores le llevó el mayor del batallón de San Fernando y tomó en consecuencia medidas apremiantes para conjurar el peligro que lo amenazaba. Llamó al juez de la provincia don Andrés Torres, que se encontraba en Curicó, y a su secretario privado don Jerónimo de la Rosa, joven argentino a quien confiaba Irisarri sus secretos por creerlo poco interesado en estos asuntos, en atención a su carácter de extranjero. Armó a sus inquilinos y sirvientes y juntándolos a la tropa veterana que el teniente Gazmuri tenía ocupada en la recluta y a los soldados novicios recién recogidos en los campos vecinos para los tercios destinados al Perú, salió aparatosamente para San Fernando en la noche del 22 de enero de 1837 en busca del terrible Arriagada y bien convencido de que con su aprehensión iba a descubrir los hilos de una vasta conspiración, próxima a estallar en toda la provincia de Colchagua y particularmente en Curicó, su pueblo cabecera.

Arriagada huyó a Rengo al saber que un verdadero cuerpo de ejército venía a buscarlo, y su perseguidor regresó a Curicó un tanto tranquilizado con las seguridades que le dio el coronel Urriola, que no veía en tanta alarma sino las fingidas inquietudes de unos cuantos delatores adulones y los fantásticos planes de un hombre perseguido, sin recursos ni conocimientos militares, sin apoyo conocido ni la libertad de acción necesaria para obrar con eficacia. No obstante, trajo a Curicó un largo acompañamiento de presos políticos que suponía en trato íntimo con el prófugo Arriagada, a quien mandó perseguir por otra parte con todo el interés y las precauciones con que pudiera haberse perseguido a un gran traidor o delincuente. En este pueblo encarceló también a los que suponía de acuerdo con Arriagada y descargó su enojo de preferencia contra don Lucas Grez, al cual retenía en la cárcel desde tiempo atrás y suponía ahora el instigador principal del infatigable y enérgico agente de pleitos.

Mas, antes de continuar la narración de estos acontecimientos y de llegar a su triste desenlace, examinemos el estado de la sociedad con respecto a sus relaciones con el intendente propietario. A Irisarri se le aborrecía casi de una manera ostensible. Varias causas habían contribuido a ello, tales como el odio mal disimulado que profesaba a los pipiolos o liberales, las persecuciones de que se valía como medio ordinario de venganza, los vejámenes inferidos a muchos vecinos en las elecciones de Presidente, el sistema de espionaje que estableció en la provincia y ejerció él mismo en persona y sus cualidades de funcionario público, que eran tan extrañas como las morales. En el trato con sus gobernadores se mostraba terco, iracundo, caprichoso e indiferente hasta el desprecio, pues solía contestar a los que lo hablaban en su despacho sin tomarse la molestia de mirarlos17. Su aspecto exterior no causaba tampoco una sensación de simpatía: bajo de estatura, sin ser gordo ni delgado; rostro duro y afeitado, nariz aguileña, mirada viva y escrutadora y cejas tan pobladas que a menudo se las recortaba para hacer menos desagradable su fisonomía18.

Sin embargo a consecuencia de las facciones domésticas que dividían a las familias del pueblo y de ese rasgo peculiar de la sociedad curicana de esos tiempos, que consistía en rodear a los mandatarios, en halagarlos y conquistarse su voluntad, Irisarri tenía dentro de Curicó el núcleo de sus fuerzas y de su apoyo. Estaban afiliados al partido oficial la familia de Muñoz, uno de cuyos miembros, don Juan Esteban, servía de secretario de la intendencia; las de Moreira, Riquelme, Labbé, Vidal, Figueroa y otras de menos influjo en la localidad; el cura don José Hevia y don Luis Labarca, se contaban entre sus amigos de toda confianza, especialmente el último, que a título de hacendado vecino de Irisarri, gozaba de su intimidad.

Don Luis Labarca se había establecido en este pueblo en 1827 para ejercer la profesión de agrimensor. Como no carecía de ilustración e inteligencia, desde luego entró a figurar en los puestos públicos. Fue secretario de la asamblea provincial de la provincia de Colchagua, institución creada durante el Gobierno federal de Blanco Encalada y que no llegó a constituirse sólidamente porque el país la rechazó. Más tarde acrecentó Labarca su influencia casándose con Doña Loreto Astaburuaga, dueña de un fundo situado en Rauco, y consiguiendo traer al rico curato de este nombre a un hermano clérigo.

En cambio de estas adhesiones tenía en su contra Irisarri la malquerencia de los Olmedos, de los Merinos, de don José Ignacio Ruiz, vecino muy considerado en el pueblo, de don Lucas Grez, el más franco, influyente y peligroso de sus enemigos, y en pos de éstos se contaban sus numerosos deudos y amigos.

Pero quienes componían la principal fuerza de oposición al gobierno dictatorial del intendente propietario eran los hacendados de la costa. Figuraba entre ellos en primera línea el coronel don Pedro Antonio de la Fuente, que ejercía un noble predominio e influencia entre los habitantes de la costa, por su cuantiosa fortuna radicada en sus estancias de la Huerta y Lora y por sus antecedentes gloriosos de viejo soldado de la independencia, compañero de Rodríguez y amigo de los Carreras y de Freire.

Entre las familias que militaban de un modo franco y decidido contra la administración de Irisarri, deben mencionarse en primer lugar las de Valenzuela, Barros y Garcés, ligadas por parentesco y amistad, y de todas las cuales y de su noble extirpe, hemos hablado en un capítulo precedente. Sobresalía por su fortuna y por ser la más numerosa, la de los Pérez de Valenzuela, que contaba cuatro hermanos: don Juan de Dios, don Francisco Javier, don Nicolás y don Faustino Valenzuela Torrealba, y cuyas haciendas se extendían hacia Colchagua y Vichuquén, con los nombres de Alcántara, Pumanque, Paredones, Bolleruca y San Antonio.

La familia de los Barros se componía de cinco hermanos que se llamaban don Manuel, don Francisco, don Juan Fernando, don Eusebio y don José Antonio. Sus propiedades estaban situadas al poniente de las serranías de Caune, en el departamento de Vichuquén, y se denominaban las más importantes Ranguilí, Patacón y Catemu.

Don Eugenio y don Juan Ramón Garcés, descendientes de los Garceses Marcilla, tenían sus haciendas en el Peralillo, en la Huerta y en Peteroa. Aunque jóvenes todavía, no carecían de la popularidad que de ordinario adquiere en nuestros campos la aristocracia territorial. En connivencia con las familias nombradas había otras menos acaudaladas, pero que también tenían su partido entre los campesinos de aquellas zonas, tales eran las de Baeza, Montero y Clavel.

La disposición del espíritu público era, pues, adversa a la política y a los procedimientos del intendente Irisarri. En todas partes se deseaba su caída y aún se hicieron algunas gestiones ante el ministro Portales para conseguir su retiro de la provincia; pero el orgulloso estadista se negó a oír toda queja contra el más querido de sus agentes, en gran manera agriado con estas representaciones de sus gobernados. Mientras tanto, Arriagada volvía a la costa de Curicó en busca de asilo y protección que no le negarían los hacendados, sus amigos y correligionarios, que estaban animados como él de un odio vehemente contra Irisarri. Vagaba ocultándose en los cerros y en las haciendas, pero concitándole mortales enemigos a donde quiera que fuere. No ocultaba sus planes de revuelta, contrarios únicamente a la primera autoridad de la provincia, mas no al gobierno general ni al sosiego público; lo que Arriagada pretendía era deponer a Irisarri y enviarlo a Santiago con una nota en que se diera cuenta de la exoneración y se pidiese para intendente de la provincia al coronel don Pedro Urriola.

Los Valenzuelas, Garceses y Barros no se manifestaban contrarios a los deseos de Arriagada; todos ellos participaban de la opinión de arrojar de la provincia a ese mandatario tan inclinado a las pasiones violentas y a la intriga, en medio de las cuales se habían desarrollado sus facultades. Por eso dejaban obrar libremente al activo conspirador y hasta querían hacer más serio y eficaz su proyecto de revuelta, buscándole con este fin cooperadores que pudieran allegar a la empresa un concurso que asegurara el buen éxito. Hablaron con tal propósito a don Manuel Merino, de paso por la costa en diligencias particulares. Merino había sido encarcelado por Irisarri en las elecciones de Presidente y debía guardar por lo tanto algún resentimiento a su gratuito ofensor; ahora desempeñaba el puesto de capitán del batallón cívico de Curicó y contaba con las simpatías de la tropa: he ahí el doble motivo porque los hacendados se dirigían a él. Le proponían el levantamiento del batallón, al que se reunirían ellos con su gente. Merino difirió este movimiento para cuando hubiese estallado la revolución del ejército destinado al Perú, que se preveía como un hecho inevitable19.

Con todo, Arriagada armó un día una partida de catorce campesinos en la hacienda de Ranguilí, de propiedad de don Manuel Barros, y con ella comenzó a recorrer las inmediaciones de aquel lugar para aumentarla y arremeter enseguida contra el aborrecido intendente; pero tuvo que disolverla muy en breve sin haber hecho nada provechoso en favor de la causa de los descontentos, ni conseguir otra cosa que llamar la atención de los indiferentes. En otras ocasiones Arriagada tenía frecuentes y sigilosas conversaciones sobre sus planes de revolución con los Valenzuelas, en las que solía mezclarse don Faustino, una de las víctimas elegidas por Irisarri para el cadalso.

Figurándose con esto el iluso cuanto animoso agente de pleitos que la revolución era un hecho en vísperas de consumarse, mandó a Talca al joven don Domingo Baeza con el encargo de traerle algunos elementos de guerra y la nota con que sería remitido Irisarri al Gobierno en calidad de castigado de toda una provincia, cansada ya de su absolutismo insoportable.

Viento al fin Arriagada que todas sus quimeras de revolución habían fracasado y sabiendo que Irisarri ponía su empeño en prenderlo, tomó la resolución de emigrar a Mendoza. Con tal objeto se dirigió a la costa de San Fernando para trasladarse en el acto a Santiago y de aquí al término de su viaje. Se hospedó en la primera de estas ciudades en un fundo suburbano que pertenecía a la señora doña Mercedes Riberos, madre de don Lucas Grez. Denunciado su asilo el 9 de marzo de 1837, se rodeó la casa por la fuerza pública y, después de haberse encerrado en el oratorio con sus pistolas para resistir o escapar, se le aprehendió; sin dilación se le remitió a la cárcel de Curicó.

El mismo día 9 de marzo y quizás a la misma hora en que los agentes del intendente se apoderaban de Arriagada, se iniciaba en la hacienda de Comalle un proceso de delación. Aquel don Diego Vicuña que hemos nombrado como inspector del lugar, y que ahora desempeñaba el cargo de subdelegado, ascendido por su celo para servir a Irisarri, era quien había tomado las primeras declaraciones a los delatores.

Eran los denunciantes de la conspiración de Arriagada y de los hacendados de la costa, tres hermanos, dos hombres llamados José Isidoro y Tomás Briones, y una mujer, Mercedes Briones; todos ellos gente de mala fama, aquéllos sindicados de ladrones consuetudinarios de animales y azotados como tales por uno de los Barros, y ésta de encubridora de los robos que hacían sus deudos. Declaraciones y testigos, agregándose a éstos otro hermano de nombre José Antonio, fueron remitidos al intendente interino don Francisco Javier Moreira por el subdelegado Vicuña, aunque en realidad por Irisarri, que desde su hacienda dirigía con verdadera fruición los hilos de esta intriga judicial, con las que lo habían familiarizado tanto su carrera de político y diplomático.

Las exposiciones de los deponentes se reducían a lo que sigue: la Briones dijo que su hermano Isidro había sido convidado por don Francisco Barros para que lo ayudase a juntar gente para una conspiración que se fraguaba en la hacienda de Ranguilí contra el Gobierno y las autoridades locales de Curicó. Designó como complicados en la conspiración a todos los Garceses, a don Manuel Barros, don Manuel Arriagada, Don Atanacio Henríquez, el cual, aunque estaba ciego, había prestado dinero, y a don Pedro Antonio de la Fuente, que se ocupaba en hacer cartuchos a pólvora y en escribir con un tesón no acostumbrado hasta entonces. Tomás Briones mencionó además como complicados en la sedición a los señores José Baeza, Antonio, José y Juan Barros. Aseguró que se le había invitado a tomar vivo o muerto al intendente Irisarri y a barrer con todos los que no fuesen del partido de los revolucionarios y que se le había propuesto entrar a la conjuración tentándolo con la idea de que era mejor morir en su tierra en medio del incendio, del saqueo y de la refriega y no en la apartada guerra del Perú.

El otro de los Briones, José Antonio, completó el cuadro trazado por sus hermanos, agregando que en los potreros de Ranguilí se formaba una montonera para derrocar a las autoridades provinciales y que a los individuos que en ella se enrolaban se les gratificaba con largueza.

Dijo también que los conjurados habían mandado a Concepción a adquirir noticias del general Freire y delató entre otros a los señores Ventura, Enrique y Pedro Montero como partidarios de los ya mencionados.

En vista de los denuncios, el intendente interino don Francisco Javier Moreiras decretó algunas prisiones y señaló a los reos la ciudad por cárcel; pero Irisarri llegó de su hacienda de Comalle y los arrastró a todos a la cárcel del pueblo, y ordenó al propio tiempo la prisión de los que, por estar complicados en la conjuración, no se habían presentado espontáneamente o no habían sido aún aprehendidos. De este modo cayeron bien pronto en sus manos los señores Pedro Antonio de la Fuente, conducido preso desde su hacienda de Lora, don Manuel José Arriagada, Juan de Dios Valenzuela, Manuel José Baeza, Eugenio Garcés, Nicolás Pérez Valenzuela, Manuel Urzúa Blanco, Nicolás Labbé, José Ignacio Labbé, José Ignacio Clavel, Juan Fernando Barros, José Antonio Barros, Mateo Guzmán, Javier Valenzuela, Francisco Barros y Rafael Pizarro. Muchos había ya presos, como don Lucas Grez y su esposa, y muchos se trajeron también de San Fernando y Talca. Cuantos estaban en desgracia con Irisarri, sus agentes y turiferarios, tuvieron que ir irremediablemente a la cárcel. Este establecimiento llegó a ser estrecho para contener tantos reos, pero Irisarri los repartió en algunas casas de la población, perfectamente resguardadas.

Don Manuel Barros y don Faustino Valenzuela se presentaron por su propia y libre voluntad al juez Torres a mediados de marzo. El último había mandado preguntar a Moreiras, de quien era amigo, si sería prudente entregarse, a lo cual contestó el interrogado, que si se creía culpable, no lo hiciera, pero que se pusiera en manos de la autoridad si no había tenido ingerencia en el movimiento revolucionario de la costa. Fueron estos dos hombres incautos, confiados en la seriedad de los procedimientos judiciales y en las garantías de las leyes, las víctimas que Irisarri mandó al patíbulo a destrozarles el pecho a balazos.

El valiente Arriagada estaba condenado a muerte por Irisarri desde el primer momento que pisó las puertas de la cárcel de Curicó. Por la escena que hubo el día en que se vieron estos protagonistas principales del drama que narramos, se puede colegir. A los dos o tres días después de aprehendido Arriagada en San Fernando, llegó a la cárcel de este pueblo. Irisarri se presentó a su calabozo y le preguntó contra quién era la revolución. Contestó el interrogado fríamente: «En contra de Ud. solo». Fuera de sí el iracundo mandatario, quiso fusilarlo en la misma noche y alcanzó a dar órdenes en este sentido, pero lo llamó a la calma don Luis Labarca, su íntimo amigo.

Entre tanto, los reos habían negado uno a uno su participación en los planes revolucionarios que motivaban el proceso. Únicamente el varonil Arriagada confesó sus sueños de revolución con franqueza y valor tales, que no es posible ver en ellos sino la noble resolución de salvar a sus amigos y sacrificarse él sólo a la venganza de Irisarri. Mas, éste no podía conformarse con que el peso de su poder cayese sobre una sola cabeza.

Un auxiliar poderoso vino a servir las miras de persecución y odio del intendente: el consejo de guerra. Inmediatamente que tuvo en su poder a Arriagada y demás hacendados de la costa, envió al Gobierno una premiosa y exagerada comunicación de los sucesos políticos de la provincia. En vista de esta abultada amenaza contra el orden público, el Congreso de 1837 otorgó al Gobierno el 31 marzo facultades extraordinarias y éste decretó el 2 de febrero el establecimiento de consejos de guerra permanentes en las cabeceras de provincia. Componían estos tribunales el juez de letras y dos militares nombrados por el ministerio de la guerra. Debían proceder breve y sumariamente en la tramitación de los procesos, como jurados; en tres días, sin la apelación que por lo común es la salvación en los consejos de guerra y sin consulta de ningún género, que opone en todo caso el tiempo a las pasiones del momento. Eran estos tribunales un verdadero sarcasmo de la justicia humana; la inquisición política, que no ofrecía ninguna protección al oprimido y si favorecía la tiranía civil, por ser los jueces irresponsables y estar a las órdenes del poder arbitrario de los intendentes, que elegían a sus instrumentos más activos y decididos.

Componían el de la provincia de Colchagua el juez Torres, el coronel Urriola y el segundo jefe del batallón San Fernando, mayor Valenzuela. Tenía su asiento en Curicó, capital de la vasta provincia de aquel hombre. Pero ninguno de estos miembros del consejo entró a desempeñar su cometido. Al coronel Urriola lo rechazó Irisarri, bien convencido de que no habría admitido la complicidad del proceso, como asimismo al mayor Valenzuela, para el cual pretextó su parentesco con varios de los reos, pero en realidad temiendo el ascendiente que sobre él tenía su jefe inmediato; y hasta el juez Torres se vio obligado a separarse de Curicó a causa de una enfermedad de su esposa. Entraron a integrarlo don Manuel Antonio Ramírez como presidente, abogado oscuro de Rancagua, y como vocales el coronel don Francisco Ibáñez y el capitán don José Sotomayor, instructor de un cuerpo de caballería de San Fernando, intrigante vulgar y desprovisto de todo mérito personal. Ibáñez se había distinguido como militar valiente desde la guerra de la independencia, en Rancagua enlazando los cañones de la artillería española y en las campañas contra Benavides sableando indios; se había formado en la guerra. Hombre de cuartel, carecía de cultura intelectual, mas no de honradez. Sus conocimientos estaban reducidos al sable y a la Ordenanza, cuyas disposiciones draconianas se habían vaciado por entero en su cerebro.

Fue tarea fácil para el sutil Irisarri, para el que había adquirido una superioridad indisputable en la intriga, apoderarse del ánimo de este militar anciano y achacoso y hacerlo servir en conformidad a sus deseos. El momento oportuno se aproximaba. En el estado que hasta aquí se ha visto, se encontraba el proceso cuando un hecho inesperado vino a cambiar de lleno el aspecto de las cosas y a poner la situación en manos de Irisarri. El 31 de marzo don Faustino Valenzuela hizo llamar al vocal Sotomayor y le confesó de la manera más categórica y llana su complicidad en la revolución de que se le acusaba y señaló además como conjurados a los señores Manuel Barros, Manuel José Arriagada, José Baeza Toledo y Francisco Grez, hijo de don Lucas. Se dice que Sotomayor arrancó por engaño su confesión a Valenzuela.

Estudiando el carácter de Valenzuela se puede llegar a comprender este aserto. Este caballero residía desde su infancia en el campo, cuyas labores habían absorbido únicamente sus facultades. De un natural sencillo, bondadoso y melancólico, enemigo de pleitos y temeroso de las autoridades, había vivido en un medio social estrecho, pacífico y monótono. La desgracia de haber perdido a su primera esposa, ahogada en el Cachapoal, había dejado huellas indelebles de tristeza en su alma. Valenzuela era hombre de hogar y nada más; muy predispuesto a dejarse engañar, tanto por el escaso cultivo de su inteligencia y la bondad de su corazón, cuanto por la circunstancia de verse en una situación tan aflictiva. Así es que a las primeras insinuaciones de libertad que le hizo el vocal Sotomayor, en cambio de una confesión categórica de su delito, declaró sin vacilación en los términos que dejamos mencionados.

La vista del fiscal don Sergio Díaz dejó de manifiesto la intención de Irisarri de inmolar el mayor número posible de reos. Díaz era un joven alférez de veinte años de edad, sin experiencia en todo lo concerniente a la vida práctica y mucho menos en los asuntos jurídicos; a su cargo estaba el piquete de granaderos que entonces guarnecía esta plaza. Irisarri lo nombró fiscal, a pesar de las excusas del oficial para aceptar el cargo, y le ordenó que le llevase la vista antes que le diera curso. En vista de esta orden, el alférez se la presentó un día, pero como no pidiera sino para tres de los reos la pena capital, Irisarri sumamente disgustado le dijo: «Catorce reos, por lo menos, deben ser condenados a muerte»20. Para que le subsanara los inconvenientes que para ello pudiera encontrar, le asoció a Francisco Bretón, el instrumento más dócil de sus determinaciones, que jamás obraba sin previa inspiración del absorbente mandatario y que siempre copiaba los manuscritos que éste le entregaba para las piezas más importantes del proceso. Con esta orden y este cooperador, sobradamente fácil es comprender que el alférez Díaz no andaría muy parco en imponer a los reos la pena capital: dieciocho fueron condenados a muerte y entre ellos la señora Leonor Baeza, cuyo delito consistía en algunas palabras subversivas, como hemos visto en el capítulo anterior.

Al día siguiente de evacuada la vista del fiscal, se reunió el consejo de guerra, 5 de abril. Sonaban las cinco de la tarde cuando comenzó la sesión, presidida por el coronel don Francisco Ibáñez, en la sala del cabildo, que estaba contigua a la cárcel. Todos los reos permanecían de pie, algunos con grillos, mezclados con sus defensores y los testigos que, con las cabezas amarradas con pañuelos y las piernas envueltas en cueros, habían sido traídos de las serranías de la costa. Los presos estaban pálidos y asombrados unos, en estado de visible agitación y zozobra otros, tranquilos y resueltos los demás, como el indomable Arriagada y la altiva matrona doña Leonor Baeza. Los vigilaban varios guardianes colocados dentro de la sala y en la puerta que caía a la calle.

Alrededor de la mesa ocupaban sus asientos de vocales el coronel Ibáñez, el capitán Sotomayor, el juez de letras don Manuel José Ramírez y el fiscal don Sergio Díaz. Tras ellos había un biombo donde estaba oculto Irisarri para dirigir a los miembros del consejo21.

La pálida luz de unas cuantas velas de sebo colocadas en la mesa, la presencia de Irisarri, para nadie ignorada, en su escondite y las sigilosas conversaciones de sus adeptos con los testigos, daban a la sala un aspecto lúgubre y hacían presentir a los reos un desenlace fatal. A este conciliábulo de media noche vinieron a declarar como testigos individuos de mala fe, ladrones conocidos de la costa y gente que no tenía conocimiento de los hechos, ni siquiera conciencia de la gravedad del acto que ejecutaba; traían una lección mal aprendida que decían mal también a los jueces del tribunal. Ninguno de los acusados aceptó el testimonio de esos hombres sin honradez para tergiversar las cosas o exagerarlas, o sin malicia para dejarse enredar por los comisionados del cauteloso mandatario.

La defensa de los reos fue asimismo muy deficiente. La de don Manuel Barros la hizo don José Antonio Valdivia, patrocinante de pleitos; la de Arriagada don Joaquín Riquelme, buen vecino, pero inepto para desempeñar semejante cargo, el que cumplió someramente y en cuanto se refería tan sólo a las tachas de un testigo y a la declaración de don Faustino Valenzuela. Le cupo hacer la de este último a don Luis Labarca, la que se basó en ratificar la confesión de su defendido y en pedir alguna lenidad en la pena que se le iba a imponer.

Valenzuela había dado durante la sesión pruebas inequívocas de perturbación mental; pues contestaba de un modo inconsciente a las preguntas que se le hacían con estas palabras que manifestaban el terror de que su espíritu estaba poseído: «¿Y yo qué les hago? ¿Y yo qué les hago?».

Cuando algún vocal vacilaba o cuando algún testigo se confundía en su declaración, Irisarri llamaba desde su escondite al ayudante del consejo don Manuel Rodríguez, oficial del cuerpo cívico, y con él ordenaba el giro que debía dársele al trámite en duda. A tal grado llegó la falta de respeto que Irisarri manifestó por sí mismo y por los demás, la falta de compasión a la desgracia y de sujeción a la ley, que a fin de asegurar el castigo y la muerte del mayor número posible de reos, hizo suspender la sesión del consejo y salió a un corredor a conferenciar con sus miembros, después de lo cual, éstos se retiraron a sus asientos y él se instaló detrás del biombo de muselina blanca22.

A las once de la mañana siguiente los jueces pronunciaron la sentencia definitiva. Los presos eran treinta; doce fueron condenados a distintas penas y los demás absueltos. Se designó para la pena de muerte a los señores Manuel José Arriagada, Faustino Valenzuela y Manuel Barros. A la señora Leonor Baeza se le condenó a seis meses de relegación fuera de la provincia y al teniente cívico don Rafael Pizarro, preso por haber escrito a Valenzuela que huyera antes que se entregara, a la pérdida de su empleo. En consecuencia, se puso a los reos inmediatamente en capilla, y el coronel Ibáñez salió al propio tiempo a llorar su complicidad a causa de don José María Labbé.

Se manifestó Irisarri sin disputa excesivamente severo al aplicar tan terrible castigo a los autores de un simple conato de revolución. A un mandatario tranquilo que no hubiese estado aturdido como él y que no se hubiese entregado al cálculo de mezquinas miras, le habría bastado retener en la cárcel a los reos para asegurar el orden público, o en último caso, enviarlos a Santiago como presos de estado, cual lo había hecho poco antes con otros.

¿Qué móviles dirigían esta conducta? Entre las causas fundamentales que obraron en el ánimo de Irisarri, debe contarse en primer lugar su miedo cerval. Creía que en toda la provincia existía una vasta conspiración cuyo estallido había sofocado a tiempo, pero que no estaba concluida del todo; necesitaba algunas víctimas que sirvieran de advertencia a los demás conspiradores. Hasta en sus actos privados demostraba estar poseído de un gran miedo; pues jamás atravesaba los cerrillos de Teno sin una fuerte escolta, ni le faltaba gente armada en su casa, ni escondites para casos de repentina amenaza o peligro. De ordinario se hospedaba en las de sus amigos en previsión de un ataque en las horas avanzadas de la noche. Cuéntase que Portales lo invitó a que lo acompañara en su viaje a Valparaíso con el ejército expedicionario y que él se excusó temiendo un levantamiento de las tropas23.

Quería, por otra parte, imitar a Portales ejerciendo el principio de autoridad por medio de la supeditación de la voluntad de sus gobernados y la transgresión de sus derechos y de la ley; persiguiendo a pipiolos o liberales como a enemigos del estado. Quería, por último, hacerse acreedor a la confianza del Gobierno manifestando que su vida había corrido inminente peligro y que sabía ahogar en germen las revoluciones, recomendación no del todo insignificante en aquella época de turbulencias.

Desde el momento en que los condenados a muerte oyeron de rodillas la sentencia del consejo, permanecían en capilla: Valenzuela arrojaba profundos suspiros y gemidos, entregado a las angustias de una gran desesperación; Barros, triste y meditabundo, bajo el peso de la aflicción más dolorosa, no hacía más que permanecer sentado horas enteras con los brazos cruzados y la vista inclinada al suelo; Arriagada, demostraba en su actitud y en sus palabras una intrepidez extraordinaria. Se llamó a los sacerdotes necesarios para que les prestaran los servicios religiosos que sus creencias y el caso apremiante exigían. Algunos deudos y amigos entraban a verlos; pero tal abatimiento revelaban sus fisonomías, que la señora Mariana Castillo cayó exánime en la puerta del calabozo de su pariente don Faustino Valenzuela en brazos del oficial de guardia don José Quevedo, el cual tuvo que retirarla de aquel triste lugar.

En estos momentos supremos mandó el defensor de Valenzuela, don Luis Labarca, un propio a Santiago para pedir el indulto de su defendido. Se valió del arbitrio de poner en juego algunos empeños para el poderoso Portales; pero éste se excusó diciendo que a nadie podía indultar puesto que no tenía a la vista sentencia alguna de condenación y expresó por último estas palabras tan desnaturalizadas como impropias en un ministro de estado: «Si mi padre se metiera en revolución, a mi padre lo fusilaba».

El 7 de abril de 1837, a las diez y media de la mañana, al día siguiente de la sesión del consejo, se abrieron las puertas de la cárcel para dar paso a los reos que iban a ser pasados por las armas. El cadalso se había colocado al frente de la cárcel, en el costado poniente de la plaza de armas e inmediato a una pared que entonces corría desde la iglesia parroquial hacia el sur. Un gentío inmenso llenaba por completo el cuadro enteramente despejado de la plaza. Entre esta concurrencia, sobresalían por su mayor número los tímidos y no siempre novedosos campesinos, que ahora venían a presenciar la ejecución de sus patrones; benefactores, amigos o parientes. Un piquete de granaderos a caballo recorría todos los ámbitos de la plaza, y sus clases y soldados caían con estrepitosa insolencia y sable en mano sobre los que lloraban la desgracia de los tres infortunados caballeros. Se encontraban también formados en línea de batalla el batallón cívico, el escuadrón de caballería de Curicó y alguna fuerza de la misma arma del departamento de San Fernando.

Salieron los reos al patíbulo. En los calabozos de la cárcel se oyó en este instante un sordo y prolongado gemido; eran los demás presos que lloraban la pérdida de tres amigos o deudos. También había querido el cruel mandatario que presenciasen la ejecución de sus compañeros; mas, el jefe del batallón cívico, don Cayetano Figueroa, encargado de llevar a cabo la orden, se excusó con que no tenía valor para cumplirla, pues veía entre los presos, amigos, primos y hermanos de los mismos sentenciados. Caminaba, en primer lugar, don Manuel Barros, pálido y profundamente apenado; lo sostenía de un brazo el cura don José Hevia. En pos de ellos iba el impertérrito Arriagada, al lado del padre franciscano fray José Dolores Ahumada, y a continuación, en último término, llevaban a don Faustino Valenzuela, el padre mercedario, fray José Argomedo y un vecino, en un estado muy próximo al desmayo. Viendo Arriagada esta falta de entereza en su compañero de infortunio, se vuelve hacia él y le dirige estas palabras de aliento: «¡Compañero, no hay por qué acobardar! Hemos pasado lo más difícil del camino y ya estamos en pampa rasa!». Al divisar a un amigo que estaba entre la multitud, le recomendó a sus hijos y siguió hasta el banquillo con una efigie de San Antonio, recitando en voz alta las oraciones acostumbradas en tan solemnes momentos.

Irisarri, envuelto en la capa, presenciaba desde la esquina sur de la plaza, de unas señoras Silva, el desfile de los reos y los demás pormenores que precedieron a la ejecución, rasgo de inaudita crueldad que pone de manifiesto las tendencias de su espíritu sombrío y vengativo24.

Cuando el verdugo sentó en el banco de los ajusticiados a los reos, los señores Valenzuela y Barros estaban de tal modo aterrados, que éste sólo balbuceaba las oraciones que repetía su confesor, y aquel inclinaba la cabeza a un lado, insensible y sin conocimiento. Pero Arriagada se mostraba sereno y digno, cual correspondía al hombre de férrea voluntad que había desafiado hasta lo último las iras del poderoso potentado local. Pidió permiso para dirigirse al pueblo y dijo un breve discurso encaminado a despedirse de sus amigos y a pedir perdón a sus oyentes por las ofensas que pudiera haberles hecho. Después de este incidente, una descarga mandada por el alférez don Sergio Díaz puso fin a tres existencias dignas de mejor suerte.

En este instante hubo una conmoción violenta en el corazón de los espectadores. Hasta el mismo hijo de Irisarri, don Hermógenes, teniente de la compañía de Comalle, del escuadrón de caballería de Curicó, se bajó el kepí al ojo e inclinó la cabeza para no ver aquella escena de sangre; pero su padre profirió en cambio, desde la esquina donde se encontraba, algunas palabras de venganza realizada y de satisfacción brutal25.

La descarga de los granaderos detuvo al mismo tiempo en las inmediaciones del pueblo a una señora que llegaba del campo con algunos sirvientes: era la esposa de don Faustino Valenzuela, doña Carmen Arís, quien al oír la detonación adivinó el fin que había tenido su marido y se volvió a su casa, temerosa de algún atropello de parte de Irisarri, sin haber podido cumplir con las últimas atenciones que le imponían su amor y su deber.

Tendidos estaban todavía debajo del corredor de la parroquia los cadáveres de las víctimas, cuando Irisarri escribía a los subdelegados del departamento una circular en que daba cuenta de los fusilamientos en términos calculados para aterrorizar a los habitantes del campo. Encargaba a los subdelegados en esa pieza oficial que la leyesen durante tres domingos en todas las parroquias, a la salida de la misa. Conminaba en ella con la pena de muerte al que tomara parte en alguna revuelta y al que no denunciara a sus promotores o afiliados26

La muerte de Portales, acaecida en Quillota el 3 de junio de 1837, afectó en extremo a Irisarri, quizás, entre otros motivos, por no ser extraños a la caída de aquel estadista sobresaliente los acontecimientos de Curicó; dictó con este motivo una circular a los subdelegados, propia más bien de los césares romanos que de una autoridad chilena, en la que encargaba a dichos funcionarios que si encontraban en sus jurisdicciones a los capitanes más comprometidos en el asesinato de Portales, Florín y Ramos, «los tomasen vivos o muertos, remitiendo en el segundo caso a la intendencia las cabezas de esos malvados».

Irisarri dejó el mando de la provincia de Colchagua para ocupar el alto puesto de ministro plenipotenciario de la expedición al Perú, mandada por el general Blanco Encalada. Mas la fortuna no le sonrió en tan distinguida misión; porque el tratado de Paucarpata sepultó para siempre su carrera de político y diplomático y le valió una sentencia condenatoria, dictada por la Corte Suprema, por el delito de traición a su segunda patria y por retener el producto de la venta de los caballos que se hizo al general Santa Cruz. Del Perú se trasladó a su país natal, Guatemala, y de aquí sucesivamente al Ecuador, Colombia, Antillas y Estados Unidos. Se distinguió en todas partes como periodista aventajado y eximio literato. En 1855 el Gobierno de su patria lo nombró ministro plenipotenciario en la República del Norte, donde murió en 1868.

Le sucedió en la dirección de la provincia don Francisco Javier Moreira, hombre de muy diverso temple del que caracterizaba a su antecesor. Sin la presión moral que Irisarri ejerció sobre él, le fue muy fácil poner en práctica un gobierno de rehabilitación. Libre Curicó de la dominación dictatorial de don Antonio José de Irisarri, recobró su perdida expansión y las familias ausentes volvieron a sus hogares27.

En tanto que los poderes públicos se consagraban a estas ejecuciones políticas, la agricultura mejoraba sus medios de producción con la apertura de canales de regadío. En 1835 don Luis Rodríguez ensanchó el cauce de una pequeña acequia que los propietarios de heredades de cortas dimensiones habían sacado del Teno y labrado hasta Quilvo con palas de corazón de espino y huesos de animales; así modificaron sus propiedades agrícolas esos terrenos secos y volcánicos, que sólo servían de teatro a las depredaciones vandálicas de los salteadores de los cerrillos. En 1837 se abrió asimismo el canal de los Márquez, destinado a fertilizar una vasta extensión de tierras al suroeste de nuestro departamento.